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La llegada al trono de Trajano, en el año 98 d.C.

inauguró la era más gloriosa del Imperio, el


siglo en el que Roma alcanzó su máximo esplendor y desarrollo.

El logro del equilibrio

Durante varias generaciones, el Imperio estuvo gobernado por emperadores


extraordinariamente capaces. Los reinados de estos hombres fueron largos y prósperos, y
cuando morían, la sucesión tenía lugar pacíficamente, cediendo su lugar al más capacitado
para ejercer el poder.

Trajano gobernó Roma durante 19 años, su sucesor Adriano 21, Antonino Pío 23 y Marco
Aurelio, el emperador filósofo, 19. Parecía que por fin, se había conseguido conjurar
definitivamente el fantasma de las guerras civiles, que el Imperio había alcanzado un equilibrio
perfecto y que ya nada podría destruirlo.

De hecho, el siglo II es conocido como el siglo de Oro del Imperio Romano. Durante esta
centuria se extendió por todas partes una sensación de plenitud y perfección. Se construyeron
acueductos, nuevas calzadas y grandes edificios públicos. El Imperio se podía recorrer de punta
a punta sin temor a los bandidos y a la prosperidad económica se sumó un extraordinario
florecimiento cultural.

Tres grandes emperadores

Trajano, el gran general, aportó a Roma sus últimas conquistas -la Dacia, Arabia y
Mesopotamia- llevando las fronteras hasta su máxima expansión.

Su sucesor, Adriano, juzgó que el Imperio no debía extenderse más, y que era el momento de
aumentar la cohesión de sus vastos dominios. Viajero infatigable, recorrió todas sus provincias
para mejorar su funcionamiento y asegurar sus fronteras.

A su muerte, comenzó el tranquilo reinado de Antonino Pío, un hombre tan bondadoso y


clemente, que parecía no un emperador sino un padre quien estaba al frente del Imperio.
ADRIANO

Publio Elio Adriano (Itálica o Roma, 24 de enero de 76 – Bayas, 10 de julio de 138), conocido
oficialmente durante su reinado como Imperator Caesar Divi Traiani filius Traianus Hadrianus
Augustus, y Divus Hadrianus tras su deificación, comúnmente conocido como Adriano, fue
emperador del Imperio romano (117–138). Miembro de la Dinastía Ulpio-Aelia y tercero de los
cinco emperadores buenos, así como segundo de los emperadores hispanos, durante su
reinado el Imperio alcanzó la mayor extensión territorial de su historia (125). Adriano destacó
por su afición a la filosofía estoica y epicúrea.

Nació probablemente en Itálica, junto a la actual Sevilla (España), en el seno de una familia
acomodada oriunda del Piceno (Italia) y establecida a fines del siglo III  a.  C. en dicha ciudad de
la Hispania Baetica.

El emperador Adriano fue el auténtico unificador del Imperio romano. Viajero infatigable, hizo
gala también de un carácter difícil e inestable, dado al rencor y el orgullo. No dejó muy buen
recuerdo entre sus contemporáneos, y la Historia Augusta lo describe como un hombre a la vez
severo y alegre, afable y riguroso, además de cruel y siempre inconstante.

Capaz e inteligente, se le recuerda sobre todo por sus viajes. Pero Adriano fue asimismo un
hombre de personalidad inestable, a la vez severo y alegre, afable y cruel. Pese a que su padre
era primo de Trajano, y a que él mismo era el protegido de este emperador, Adriano no lo tuvo
fácil durante su juventud. Entre otras cosas, se le despreciaba por su acento provinciano y por
su devota admiración por todo lo heleno. Pero Adriano contaba con una excelente
preparación, a pesar de que quedó huérfano a los diez años. Trajano, que era primo de su
padre y ocupaba en aquella época importantes cargos militares y políticos en Roma, le llevó
con él a Italia. Trajano confió su educación a un excelente preceptor, y luego le hizo bregar en
todo tipo de cargos políticos y militares.

La Historia Augusta afirma que sus relaciones con Trajano no siempre fueron buenas; se hace
referencia a una disputa como consecuencia de los celos de los efebos del emperador hacia el
nuevo favorito, cuya homosexualidad está atestiguada también en la obra de Dion Casio. Tras
este incidente, Adriano recuperó su relación de amistad con el emperador merced al decidido
apoyo del rico y poderoso hispano —probablemente italicense de familia paterna
tarraconense — y triple cónsul Lucio Licinio Sura, fallecido en 107/8, al cual el mismo
emperador habría debido también el trono. Además, contaba con la protección de la
emperatriz, Pompeia Plotina, experta astróloga al igual que él, y a instancias de la cual contrajo
matrimonio en el año 100 con otra sobrina-nieta del emperador, su prima Vibia Sabina; dicho
matrimonio redobló sus vínculos con la familia imperial.

Adriano también estuvo al lado de Trajano en su última campaña, en Partia. Fue la última vez
que Adriano vio a su mentor con vida. La comitiva se detuvo en Chipre y el 7 de agosto del año
117 se informó a Adriano de que había sido adoptado por Trajano; tan sólo dos días después,
el 9 de agosto, se anunció que el soberano había muerto. El día 11 de agosto, las tropas sirias
proclamaron emperador a Adriano. Sin embargo, el Senado no mostró una disposición tan
favorable como la que le habían ofrecido los griegos asiáticos. Muchos sospechaban que en el
encumbramiento de Adriano tuvo un importante papel su mujer, Plotina, esposa de Trajano.
Se dijo que fue Plotina quien preparó el testamento de Trajano, cuando éste se hallaba en el
lecho de muerte, para designar a Adriano como heredero del Imperio. Aunque es posible que
debiera el trono sobre todo al favor de Plotina, su condición de posible sucesor ya fue siendo
marcada por el propio Trajano durante su reinado. Así, en el periodo comprendido entre los
años 100 y 108 le concedió la mano de Vibia Sabina, le nombró quaestor Imperatoris y comes
Augusti, le regaló el diamante de Nerva como «esperanza de sucesión» y le recomendó como
consul suffectus, amén de otros honores y distinciones.

Así pues, a Adriano no le faltaban enemigos que lo considerasen un arribista. Durante el


primer año de su mandato, Adriano se ocupó de estabilizar la situación en Oriente. Fue
entonces, y tras un complot en Roma que planeaba derrocarle, cuando se dio cuenta de lo
precario de su poder y de cuán necesaria era su presencia en la capital del imperio. En el
complot estaban envueltos cuatro senadores a los que se condenó a muerte sin celebrarse un
juicio. Los asesinatos se ordenaron sin un acuerdo entre los senadores y el emperador, lo que
causó un distanciamiento entre ellos. Este hecho constituye uno de los puntos de inflexión de
las relaciones entre el Senado y Adriano, que impulsó una política dirigida a ampliar la base de
apoyo del principado estimulando el contacto de la administración central con las élites
provinciales; ello iba en detrimento de la capital, que ya no era la indiscutible ciudad imperial y
hegemónica.De hecho, llevó a cabo reformas administrativas durante su reinado que, por
supuesto, suscitaron la oposición de los senadores: el emperador modernizó el sistema
administrativo estatal ascendiendo a expertos y tecnócratas, lo que supuso que muchas
secciones de la administración quedaran en manos de estos funcionarios. A causa de ello la
élite senatorial y aristocrática vio mermada su influencia.
Adriano ejerció como cónsul ordinario durante los dos años siguientes y se implicó en todas las
tareas del gobierno: asistió a las sesiones pertinentes, hizo partícipes de sus decisiones a los
senadores e intentó ganarse su confianza con sus visitas de cortesía y su exquisito trato
personal, cosa que no fue posible. Y para ganarse el favor del pueblo, Adriano acudía a las
termas como un ciudadano más a departir y bromear con los bañistas. Adriano, pues, quiso
ganarse el aprecio de Roma. Como curiosidad, abandonó la costumbre romana de afeitarse,
que se remontaba a tres siglos atrás, y fue el primer emperador que llevó barba. No se sabe si
por moda (sobre todo para taparse unas señales que tenía en la cara) o debido a la admiración
que tenía por la cultura helena.

A pesar de todo, y aunque Adriano trató al Senado con respeto, el prestigio de este cuerpo
declinó constantemente. Ya nadie pretendía que el Senado tuviese algo que ver con la
elaboración de leyes; sólo importaban los edictos del emperador. Por supuesto, un emperador
concienzudo como Adriano no promulgaba edictos de manera caprichosa o arbitraría, sino que
consultaba a un consejo de distinguidos juristas que lo asesoraban.

El imperio que gobernó no era tan sólido y grande como parecía. Las conquistas de Trajano,
por mucho que halagaran el orgullo de los patriotas y tradicionalistas romanos, habían
extendido y tensado la economía de un ámbito que estaba demasiado maduro y se estaba
volviendo blando y endeble en muchos lugares. La gran virtud de Adriano fue darse cuenta que
tratar de mantener las fronteras de ese momento suponía alimentar y abastecer a todo un
ejército durante el tiempo que durase una guerra oriental que prometía ser larga, y también
que el gobierno interno continuaría perdiendo su vigor. Estaba dispuesto a establecer una
frontera firme y segura que no traspasaría y dentro de la cual pudiera prosperar: Sus
decisiones —de marcado carácter antimilitarista— tenían como objeto trazar unas fronteras
estables que resultaran fáciles de defender.

Además de ser un ilustre militar experto en asuntos bélicos, durante su reinado se reveló como
un soberbio administrador; se realizó una completa reforma del sistema administrativo
imperial que complementaba a las transformaciones económicas y militares llevadas a cabo en
el sistema financiero, la estructura militar, el sistema defensivo de las fronteras, y en la mejora
de las relaciones diplomáticas con otras naciones. Con todo ello se trataba de homogeneizar
las instituciones estatales y —mediante la retirada de los territorios más difíciles de defender,
la creación de defensas en las fronteras, así como la firma de acuerdos con otras naciones a fin
de establecer las zonas de influencia— estabilizar las fronteras.
Siguiendo con su política militar, toda la región mesopotámica fue devuelta a Partia y se hizo
nuevamente del Eufrates superior, mucho más fácilmente defendible que el Tigris, la frontera
oriental del Imperio; una frontera, además, que Partia, agotada y con su orgullo nacional
restablecido, no estaba con ánimo de disputar. En cuanto a Armenia, Adriano se contentó con
hacer de ella nuevamente un reino satélite, como antes, y no hizo ningún intento de
conservarla como provincia. Esto suponía una retracción de unos ochocientos kilómetros y el
fin de la momentánea posición romana en el mar Caspio y el golfo Pérsico, pero en realidad
era para bien.

Adriano tuvo que rechazar a los bárbaros que hacían incursiones por Dacia, en una guerra que
libró con renuencia. En verdad, estaba ansioso de renunciar a las conquistas de Trajano en
Dacia, pero esto no fue aceptado por sus consejeros y, probablemente, tampoco por sus
propios sentimientos. Dacia era la única de las conquistas recientes en la que se habían
asentado en gran número colonos romanos, y habría sido infame abandonarlos a los bárbaros.

A nivel administrativo, Adriano continuó y amplió las medidas humanitarias y caritativas de


Nerva y Trajano. Hasta hizo aprobar leyes para lograr que se diese un trato considerado a los
esclavos (se impulsó una reforma constitucional con el fin de normalizar la situación de los
esclavos que eran torturados o asesinados cuando cometían un delito contra el dominus) y
estimuló la creación de escuelas gratuitas para los pobres. Reorganizando los métodos para la
recaudación de impuestos, logró aumentar los ingresos imperiales a la par que aligeraba los
impuestos. También reconstruyó el Panteón, dándole un aspecto aún más impresionante,
después de su destrucción por el fuego.

Se fomentó una política de tolerancia hacia los hombres venidos de otras culturas —los
cristianos disfrutaban de una mayor libertad— y se mejoraron las relaciones diplomáticas con
Grecia.

Con todo, la economía romana estaba en mal estado, sobre todo la agricultura. Cuando
Augusto estableció el principado y puso fin a siglos de conquistas, también puso fin a la
afluencia de miles de esclavos baratos de los países conquistados. Fueron reemplazados por
arrendatarios libres que, al no tener propiedades, podían desplazarse de un lugar a otro en
busca de mejores condiciones de trabajo. El porcentaje de soldados y habitantes urbanos (que
no contribuían a la producción de alimentos) aumentó, mientras que el conjunto de la
población disminuyó, de modo que se hizo cada vez más difícil hallar trabajadores agrícolas y
el salario por sus servicios subió desmesuradamente (o al menos así les parecía a los
terratenientes). Por esa razón, hubo una tendencia creciente a promulgar leyes para impedir
que los campesinos se desplazasen, a mantenerlos ligados a un trozo de tierra determinado.
Estos fueron los débiles comienzos de lo que llegaría a ser la servidumbre en la Edad Media.

Adriano era un intelectual y un anticuario; se interesaba por todo el Imperio, no por Italia
solamente. En verdad, buena parte de sus veintiún años de gobierno la pasó en viajes de
recreo por las diversas provincias, haciéndose ver por la gente y, a su vez, observándola.

En 121, se marchó al Oeste y el Norte, viajando a través de la Galia y Germania para luego
entrar en Britania. Por entonces, ya hacía ochenta años que Britania era más o menos romana,
pero las tierras altas del Norte, habitadas por los salvajes pictos, aún estaban fuera de la
dominación romana. Adriano no sentía allí más entusiasmo por las aventuras militares que en
cualquier otra parte. Dirigió la construcción de una muralla (la «Muralla de Adriano») a través
de una parte estrecha de la isla, justamente a lo largo de la línea que hoy separa a Inglaterra
de Escocia. Los romanos se retiraron al sur de esa muralla, que era fácil de defender contra las
correrías desorganizadas de las tribus salvajes, y la Britania romana continuó en paz y en una
considerable prosperidad durante casi tres siglos.

Luego Adriano visitó España y África, y después viajó al Este. Las relaciones con Partia estaban
empeorando nuevamente, pero Adriano tomó la medida sin precedentes de realizar una
«reunión cumbre» con el rey parto para ajustar todas las diferencias.

Finalmente, llegó a Grecia, que era el deseo de su corazón.

En el reinado de Adriano, el período de mayor gloria de Grecia estaba ya cinco siglos y medio
atrás. La Atenas de la Era de Pericles estaba tan lejos de él como la Florencia del Renacimiento
lo está para nosotros. Los hombres sabios ya habían llegado a comprender que el período de
Pericles había sido algo excepcional en la historia humana, y Adriano, que había recibido una
educación totalmente griega, era muy consciente de ello.

Cuando visitó Atenas, en 125 (878 A. U. C), no hubo nada que le pareciese demasiado bueno
para ella. Le hizo concesiones económicas y políticas, restauró viejos edificios y construyó
otros nuevos, y trató de restablecer las costumbres antiguas. Hasta se inició en los misterios
eleusinos, en los que fue aceptado, mientras Nerón había sido rechazado.
También fundó nuevas ciudades, la más importante de las cuales fue la fundada en Tracia con
el nombre de Adrianópolis (la «ciudad de Adriano») en su honor. Hoy forma parte de Turquía,
con el nombre de Edirne.

Otra muestra de su amor a la cultura helena la constituye su relación con Antínoo, un


adolescente que conoció en Bitinia cuando éste tenía trece o catorce años (123/4). Sin
embargo, Antínoo falleció durante una travesía a través del Nilo; está firmemente establecido
que el joven cayó a este río el 30 de octubre de 130, cerca de la ciudad de Besa, en el Egipto
Medio,y se ahogó ante la mirada de Adriano. Dion Casio y Aurelio Víctor —que escribieron en
fecha muy posterior– explican que las circunstancias de su muerte no estaban claras. Según
una de las versiones recogidas por los historiadores, la muerte de Antínoo fue un accidente.
Según otra versión, Antínoo se habría sacrificado por el emperador, a fin de asegurarle,
mediante este sacrificio, una vida larga y afortunada. Antínoo habría sabido por un astrólogo
que su suicidio brindaría al emperador la posibilidad de seguir viviendo después del plazo que
le había sido asignado por los hados.6 El autor de la biografía de Adriano en la Historia Augusta
insinúa la posibilidad de que Antínoo pudiera haber decidido suicidarse para escapar a las
proposiciones sexuales de Adriano. Tampoco debe descartarse un complot instigado por Vibia
Sabina. Adriano quedó profundamente deprimido tras el fallecimiento del joven; a fin de
honrar su memoria, el emperador construyó la ciudad de Antinópolis y le deificó — un honor
que no tenía precedente entre las dinastía que habían regido el Imperio.

En 129, retornó a Atenas en una segunda y prolongada visita, y luego se dirigió a Egipto y al
Este una vez más. En lo que antaño había sido Judea, cometió un error. Ordenó que la
Jerusalén en ruinas fuese reconstruida como ciudad romana y que se construyera un templo a
Júpiter en el lugar del Templo judío, destruido medio siglo antes. Ante esto, los judíos que
quedaban en esa tierra se lanzaron a la rebelión. La santidad de Jerusalén, aun en ruinas, era
cara para ellos, y no soportaban su profanación.

Debe admitirse que los judíos, de todos modos, habían estado agitados desde hacía un tiempo.
Aunque no fueron tratados particularmente mal bajo Nerva o Trajano, subsistían las viejas
esperanzas mesiánicas y el permanente resentimiento por la destrucción del Templo.

Mientras Trajano estaba librando sus guerras orientales, los judíos se levantaron en Cirene, al
este de Egipto. Este hecho tuvo cierta influencia en la detención de sus conquistas orientales.
La revuelta de Cirene fue aplastada, pero esto sólo aumentó los resentimientos que finalmente
se desbordaron con la orden de Adriano concerniente a Jerusalén.
El líder judío de la revuelta de Judea era Bar-Kokhba («hijo de una estrella»), un temerario y
valiente filibustero a quien el rabino Aquiba, el principal jefe judío de entonces, proclamó el
Mesías. Fue una lucha inútil. Aquiba fue capturado y torturado hasta la muerte y, después de
tres años durante los cuales cayó una fortaleza judía tras otra, pese al tenaz heroísmo de sus
defensores, Bar-Kokhba finalmente fue atrapado y muerto, en 135 (888 de la fundación de
Roma).

Judea quedó prácticamente vacía de judíos; tenían prohibido el acceso a Jerusalén, y durante
casi dos mil años dejaron de tener historia como nación. Empezó su larga pesadilla, en la que
durante muchos siglos fueron una minoría en todas partes, odiados y despreciados en todas
partes, acosados y muertos casi en todas partes, pero conservando siempre la fe en su dios y
en sí mismos y logrando de algún modo sobrevivir.

Adriano se interesaba particularmente por la literatura. Suetonio fue durante un tiempo su


secretario privado. El Emperador también protegió a Plutarco, gran escritor griego de la época,
haciéndolo procurador de Grecia hacia el fin de su vida. De este modo, Adriano complacía a
Grecia poniendo el país bajo un gobernante nativo.

Plutarco era la encarnación de la paz crepuscular de Grecia en este período. Bajo el Imperio,
Grecia se recuperó de los largos períodos de devastaciones que había experimentado como
resultado de las querellas entre sus propias ciudades, seguidas por las conquistas macedónica
y romana y luego por las diversas guerras civiles romanas que se libraron, en parte, en su
territorio. Su población había disminuido y su vigor decaído, pero los griegos vivían rodeados
por el recuerdo de su antigua grandeza y todas las reliquias arquitectónicas y artísticas que esa
grandeza les había dejado. El calor de la admiración imperial fue también un factor que avivó
el orgullo de Grecia.

Ese orgullo estaba encarnado en las obras de Plutarco, la más importante de las cuales era las
Vidas Paralelas. Consistía en pares de biografías, una de un griego y otra de un romano, pares
elegidos para mostrar semejanzas esenciales. Por ejemplo, Rómulo y Teseo formaban un par,
puesto que Rómulo fundó Roma y Teseo organizó Atenas en su forma clásica. Julio César y
Alejandro formaban otro par. Coriolano y Alcibíades (el primero traidor a Roma, el segundo
traidor a Atenas) constituían otro par. La obra era tan atractiva y las biografías tan llenas de
interesantes anécdotas que fue popular en su época y ha seguido siendo popular desde
entonces.
Otro autor griego que floreció bajo Adriano fue Arriano, quien llevaba el nombre romanizado
de Flavius Arrianus. Nació en Bitinia en 96, y Adriano lo hizo gobernador de Capadocia en 131.
Condujo un ejército romano contra los alanos, tribus bárbaras invasoras que venían de más
allá de Armenia. Fue la primera vez que las legiones romanas fueron conducidas por un griego.
Escribió una cantidad de libros, el más conocido de los cuales es una biografía de Alejandro
Magno. Se supone que se basó en fuentes contemporáneas, entre ellas una biografía escrita
por Tolomeo, uno de los amigos generales de Alejandro, que fue rey de Egipto después de la
muerte de éste.

Adriano hasta se metió a escribir él mismo y aspiraba a competir con los profesionales, aunque
no con la ofensiva vanidad de Nerón. En efecto, poco antes de su muerte Adriano escribió una
breve oda a su alma, que sabía a punto de partir; es una oda suficientemente bella como para
figurar en muchas antologías poéticas y para ser considerada como una pequeña obra
maestra.

En su forma latina original es así:

Animula, vagula, blandula,

Hospes conesque corporis,

Quae nunc abibis in loca

Pallidula, frigida, nudula,

Nec, ut soles, dabis joca.

Su traducción al castellano es: «Amable y huidiza pequeña alma, huésped y compañera de mi


cuerpo, ¿adónde irás ahora, pálida, fría y desnuda, y sin inspirar, como antes, alegría?».

El emperador encargó a Apolodoro de Damasco la construcción de un gran templo dedicado a


Venus y Roma. Fue inaugurado en el año 121, aunque las obras se prolongaron durante
muchos más años. Desde entonces el templo se convirtió en un símbolo del poder imperial. Las
demás obras que Adriano acometió en Roma lo mostraban como el gran valedor del respeto a
las tradiciones: el Panteón, levantado por Agripa y que ordenó reconstruir; las reformas
realizadas en la Saepta Iulia, el foro de Augusto y el templo de la Bona Dea; los templos
levantados en honor de Trajano y Plotina en el foro imperial… Incluso su proyecto
arquitectónico más personal, su mausoleo, que fue erigido a imagen y semejanza del de
Augusto, buscaba mostrarle como el verdadero heredero espiritual y político del fundador del
Imperio. Al final de su vida, Adriano decidió retirarse a Bayas tras haber dejado las riendas del
Imperio a Antonino Pío, al que había adoptado poco antes. Cuando falleció, el Senado,
resentido por las ejecuciones de sus miembros, quiso destruir su recuerdo.

Adriano, como Nerva y Trajano, no tuvo hijos, pero cuidó de elegir un sucesor antes de su
muerte. Su primera elección no parece haber sido muy buena, pero afortunadamente el
sucesor elegido murió antes que Adriano, y hubo tiempo para una segunda elección.

Esa segunda elección fue afortunada. Adriano eligió a Antonino (Titus Aurelius Fulvus Boionus
Arrius Antoninus).

Adriano murió en 138 (891 A. U. C.) y Antonino le sucedió sin problemas. Fue quizás el más
bondadoso y humanitario de todos los emperadores romanos. Mantuvo todas las actitudes
paternalistas de los anteriores emperadores. Extendió e intensificó la política de «suavidad»
con los cristianos. Por entonces, la diferencia entre judaísmo y cristianismo ya era clara entre
los romanos paganos, como lo era el hecho de que esas religiones hermanas eran cada vez
más hostiles una frente a otra. Puesto que en tiempos de Adriano los judíos estaban en
rebelión contra Roma, automáticamente los cristianos fueron considerados con ojos más
favorables, según la vieja idea de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo».

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