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CUENTOS

17 CUENTOS SELECCIONADOS POR VOTACIÒN


DE LOS LECTORES DE ZONALITERATURA.COM
EN EL CONCURSO “UN CUENTO EN MI BLOG”

2010
Edición
ZONA LITERATURA
http://zonaliteratura.com

Edición literaria y prólogo


GUSTAVO H. MAYARES

Diseño y maquetación
HURLINGHAM DIFUSIÓN
http://www.hurlinghamdifusion.com.ar

Hurlingham, Argentina | Diciembre de 2010


Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 3.0 Unported

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17

17 cuentos y 17 autores de seis países diferentes de Amé-


rica Latina y Europa que participaron del concurso «Un cuento
en mi blog», organizado por ZonaLiteratura.com. Miles de
lectores de todo el mundo que votaron a sus relatos preferi-
dos entre octubre y noviembre de este año, los que ahora
son publicados en este libro tal y como participaron, sin cam-
biar una sola coma. Incluso en el orden que quedaron tras la
votación.
17 cuentos entre los más votados tras los tres ganadores
del concurso (quienes se hicieron acreedores a un e-book
personal cada uno, a publicarse entre enero y febrero de
2011). Son 17 cuentos en castellano que exhiben nuevamen-
te, por si hiciera falta, la vitalidad de nuestro idioma común,
el que nos une.
17 pequeñas obras literarias que reflejan también la cali-
dad –a veces extraordinaria, otras tal vez menos– de los «nue-
vos» autores en nuestra lengua, hombres y mujeres, jóvenes
y no tanto; pero siempre con imaginación, sensibilidad, vo-
luntad de tratar bien nuestro idioma y algunas veces de que-
brarlo, romperlo. Lo que también hace a su construcción.
17 cuentos de 17 autores de orígenes culturales comunes
pero también diversos, eclécticos: de Argentina, de Bolivia,
de Colombia, de España, de México y de Perú. Son 17 rela-
tos que, al mismo tiempo, pasan revista a las realidades de
cada país, de cada región, de cada ciudad, de sus caracterís-
ticas, glorias y miserias. Tal y como debe hacer la literatura.

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17 autores en su gran mayoría inéditos pero que, por esto
mismo, desnudan las falencias de una «industria editorial»
que da más cabida al marketing importado que a nuestra
literatura. Una «industria» hace rato colonizada por las gran-
des compañías que se dedican, más que nada, a imprimir,
distribuir y vender éxitos, best-sellers prefabricados.
17 cuentos que reclaman ser leídos, como otras decenas
de relatos que participaron del concurso pero que no tuvie-
ron la votación –siempre subjetiva– requerida para partici-
par de este libro y, sin embargo, lo merecen.
17 autores como otros miles que cotidianamente escri-
ben la nueva literatura en cada rincón del planeta por el sólo
placer de crear.

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índice

Violetas
Violetas, de Víctor de la Hoz > 8

La necesidad tiene cara de bruja


bruja, de Ruth Rojas Brenes > 11

La Calamidad de una discusión Idiota


Idiota
ta, de Juan Gabriel Tormo > 19

Antes de que el sol salga


salga, de Zaraceno > 22

Plaza Constitución
Constitución, cuento de Roberto Rowies > 26

El velorio
velorio, de Ana Rosa López Villegas > 31

El rostro de Lima
Lima, de Leonardo Ledesma Watson > 35

Negociando con un Niño en Montjuic


Montjuic, de Giovanni Garinian > 40

La historia de mi amigo Máximo


Máximo, de Audonsalomon > 42

El Parque
Parque, de Juan Muriel > 52

Vida de película
película, de Camila Bordamalo > 55

Tostada
ostada, de Lautaro García > 56

After office,
office de Giselle Aronson > 59

En llamas
llamas, de Rafael F. Aguirre > 61

Mi papá no era Fogwill


Fogwill, de Laura > 68

Baños árabes
árabes, de Eva Gutierrez Pardina > 70

El Rostro
Rostro, cuento de Emilio Durán > 78

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Violetas

Víctor de la Hoz
1985, Barranquilla, Colombia. Desde muy joven despertó una
inclinación hacia las letras y la historia, y leyó sus primeros
textos a los 17 años en distintas casas de cultura de Bogotá.
Inicia sus estudios en Antropología y posteriormente en Historia.
Ha participado en diversos concursos literarios. Actualmente, se
encuentra terminando su Licenciatura de Historia en la
Universidad del Atlántico (Barranquilla).

Especial para quien quiere volar!!!

E
ntre violetas y sueños, vivía un ser encantado de miedo y
sonrojo. Era un hada, que no tenía alas, solo ilusiones
colgadas cual listón de seda que cae de su cabello. Los
colores adornaban la palidez de su rostro, pues muchas lunas
habían pasado en desvelo, buscando la manera de emprender su
travesía por el cielo. En el centro de su pecho, habitaba el hue-
co, el péndulo de su magia, que podía llenar a su antojo: Un
hueco que era naranja, que era azul… Que Era… lo que quería
ser, en cualquier momento, pero la magia no funcionaba tan es-
pléndida cuando amar quería soñar.
Por las noches salía a recoger migajas de luna y las acomoda-
ba en las puntas de sus cabellos, luego comía pétalos de viole-
tas, y en sus ojos se acomodaba el cielo. Caminaba, no podía
hacer más que caminar, entre noches con eco de búho, y árboles
de sueños rotos, paraísos de “un día será”. Más “ese día” se es-
condía de todos los soles, y nunca veía despertar.
Cierta vez, cansada de lunas, y violetas, transitaba en línea

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recta hacia la nada, cortaba arbustos, ramas de la vida, que se
decía “ya nunca será”. Caminaba, y era naranja, y era azul, y era,
todo aquello que el duende vio en ella. Parado como quien cus-
todia un tesoro, escondido entre ramas estaba El, no tenia color,
ni se preocupaba por tenerlo. Era un duende, motivado en des-
cubrir el secreto del aire, que pasaba la entereza de los días,
investigando cuanta ala se encontraba el misterio de volar.
Por eso cuando vio aquella hada sin alas, sintió por ella com-
pasión, pero al verla ensimismada y enigmática, sin llamarla se
acercó; Le extendió una sonrisa y le dio a beber de su mano. La
invito a vagar por el bosque, y juntos, sin hablar caminaban y
bailaban… Ella buscaba, el también, pero ninguno sabía lo que
el otro añoraba, y sin hablarse bailaban… Y cada uno en su inte-
rior imaginaba que volaba.
El se detuvo cuando en su hombro sintió el rocío del llanto
disimulado de la hada.
No dijo mas… volvió a extender su mano, y sin alardes la
miró y el hilo de su voz creció entre las notas de su canción
imaginaria: aprieta fuerte mi mano y encontrarás tu mayor ilu-
sión. Ella, le tomó, apretó con todas la ganas de ser, y su rubor
se extendió por todo el cuerpo cuando en su mano se posó un
corazón. El duende, se dio cuenta de aquello y temió. De su
mano transparente brotaron dudas, temores y adquirió color…
Ahora podrían verlo. Y, sería nulificada la posibilidad de encon-
trar su misión. De inmediato, rogando disimulo, le advirtió, de-
bes cuidarlo muy bien, y que nadie lo vea, no te acerques a mi,
cuando en el bosque estruende la fiesta. Vete.
Ella, no tuvo tiempo de saber si comprendía aquella peti-
ción, simplemente corrió y al irse olvidó el corazón. El duende,
consiente de aquel despiste, lo tomó y entre las copas de un
árbol lo guardó. Y a casa se fue sin remordimientos ni complica-

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ción.
Ella… se dedicó a buscar al duende, entre las malezas de su
imaginación, añoraba tener, de nuevo, ese corazón, de ver sus
mil colores, y sentir el vértigo de la ilusión. No la tumbó triste-
za, ni melancolía, segura y con costales de esperanzas transitaba
la ventura de los días.
El duende después de muchas lunas, al fin comprendió que
solo en la multiplicidad del color podría accionar su misión. Sa-
bía que la única manera de volver a ser, aquello, era devolvién-
dole a la hada lo que de ella poseía. Corrió por el bosque, ocul-
tado de soles y lunas. Llegar al lugar donde le había ocultado,
era ya su única misión. Pero, buscó y buscó y solo nadas tomaba
de entre las capos de árboles, donde buscó… arrancaba flores,
desesperado y daba suspiros, indagando, y su naturaleza de in-
vestigador lo sumió entre el remolino y la desesperación… y
solo nadas descubrió.
Tan bien lo había ocultado para que nadie lo descubriera que
cuando quiso tenerlo de nuevo ya no lo encontró, Sin embargo,
en aquella noche de estrepitosa luz, el alma de los árboles
milenarios, testigos de aquel mágico hecho, se compadecieron
ante la misión del duende y le mostraron de nuevo el camino,
hacia su misión, hacia su destino, encontrar el corazón de su
Hada.
La felicidad en su rostro fue tan infinita, que toda la magia
que yacía en su espíritu brotó del tal forma, que fue capaz por
fin de manejar la verdadera alquimia de su espíritu, Cuando al
fin ambos estuvieron frente a frente con el corazón en el centro
de sus manos, solamente el amor se apodero del entorno, y la
verdadera magia esencial vibro sus cuerpos, al hada le salieron
sus alas, y el duende fue feliz de su vuelo •

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La necesidad tiene
cara de bruja
Ruth Rojas Brenes
1974, San José, Costa Rica. Acuariana, en el maya Estrella Solar
Amarilla y en el chino Tigre. Hizo las escuelas primaria y
secundaria en instituciones del Estado y finalmente se graduó en
la Universidad Nacional de Costa Rica en Administración de
Empresas. Estudió Arte. Comenzó a escribir por casualidad:
cuando escuchaba una buena historia sencillamente la
transcribia con unas cuantas mentirillas y salia un lindo cuento.

N
o había qué comer, ni siquiera había sal para hacer sopa
con una tortilla dura para engañar a los cuatro chiqui-
llos que tenía.
Ellos, muy inteligentes, decían: -Vámonos a dormir tempra-
no para no sentir el hambre, ya que muchas veces llegaba a do-
ler.
Ella se sentía deprimida. Su esposo se había ido a la guerrilla,
muriendo en batalla y ella no sabía hacer ningún oficio que le
diera dinero para comprar comida, porque en aquella época las
mujeres solo servían para los oficios de la casa y así se casó ella,
con esa ilusión de juntos para siempre…
Comían cuando alguien se acordaba de ella o cuando, por la-
var una ropilla ajena que muy pocas veces le traía una vecina,
esta mujer bondadosa, decía que para ayudarla y para que no se
sintiera ofendida, le pagaba una platilla, además le regalaba al-
guna cosa, porque la conciencia no la dejaba entrar a esa casa
toda destartalada y ver a esos chiquitos muertos de hambre. No
es que esta vecina tuviera dinero, no, pero era una señora gene-
rosa y cuanto podía ahorrar se lo pagaba a ella para que comiera,

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por eso no era tan frecuente la lavada de ropa.
Pero un día de desesperación que no tenía ni frijoles viejos
con gorgojos, (eso animalitos repugnantes que se meten a los
granos sin piedad), que, aunque parezca mentira, ni el árbol de
mango ubicado frente de la casa y que muchas veces daba tan-
tos frutos maduros no tenía uno solo, su piel comenzó a ponerse
amarilla. Ese árbol bendito que hasta miel le había dado una
vez… no tenía nada, pero ni la flor para darle a los chiquillos, y
entre pensamientos de demencia, tuvo una idea: – “O me hago
bruja o prostituta” -.
Estaba desesperada y, como dicen que en las crisis el hombre
siempre toma la decisión más adecuada, hizo un rótulo de car-
tón viejo que decía: “Se adivina el futuro, se quitan maldicio-
nes, se hacen limpias de terrenos, casas y personas”. Lo puso en
la ventana rota que daba a la calle y pensó: – “Si no viene nadie
por lo menos me tapa el hueco” – .
El día trascurrió como siempre, lavando alguna cosita ajena,
engañando la tripa con agua de arroz que alguien le había dado
tempranito por la mañana. En la tarde, como a las cuatro y me-
dia, tocaron la puerta: - ¡Upé! Señora, ¿Está la bruja?
Y por primera vez se dio cuenta de lo que hacía. Al principio
no dijo nada, hasta estuvo a punto de responder que estaba equi-
vocada, que aquí no habían brujas, pero dio una mirada rápida a
su casa y como un rayo su mente comenzó a formular respues-
tas, pero lo que le ayudó a decidirse fue que se topó con los ojos
salidos de hambre de uno de los niños y respondió con un grito
tembloroso: – Sí, sí señora… soy yo, ¿en qué le puedo servir? -
Era una señora de dinero, puesto que andaba en carro y tenía
muy linda ropa. La alzó a ver de pies a cabeza y dudó un poco de
su capacidad como bruja, porque andaba con una ropilla vieja y

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unas sandalias que tenían como treinta años de estar con ella.
La señora, sin mucho saludo, se fue directo al grano:
- ¿Usted hace limpias de terrenos? – preguntó
- ¡Claro!- respondió la otra un poco asustada, con miedo que
le preguntara el procedimiento.
- ¡Qué bueno!- dijo la señora encopetada, - ¿Cuánto cobra
usted? – añadió como pregunta
Sin saber qué contestar y sin tener idea de cuánto cobrar, se
dejo llevar por el instinto que parecía responder por ella y final-
mente conteniendo la respiración hasta casi ponerse morada muy
tímidamente dijo:
- ¡Depende del lugar y de lo que haya que hacer! –
- Está bien. ¿Usted puede venir conmigo para que vea el lu-
gar? – respondió y preguntó la señora
- Sí, pero tenemos que llevar a los chiquillos porque no los
puedo dejar solos- respondió la bruja.
La señora de zapatos finos dijo que no había problema y to-
dos se subieron al carro. En él estaba el esposo, callado pero
muy crédulo de la maldición que le habían echado al terreno.
Saludó y no dijo nada más en todo el trayecto.
Los chiquillos estaban tan felices de su primer paseo en ca-
rro, que ni preguntaron a dónde iban. Solo pensaron que esa
señora nada más vino a llevarlos a pasear.
Mis niños, se decía, ¡qué inocentes!, sentada en el carro con
sus manos inquietas hechas un nudo, las apretaba contra su re-
gazo y la mente perdida en sus pensamiento trataba de conven-
cerse que era lo mejor, que no estaba engañando a nadie, que
sus hijos tenían hambre y que por eso Dios la iba a perdonar,

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porque él sabía lo que ella había sufrido de impotencia de no
poder alimentar a sus pequeños, que tal vez Dios mismo había
mandado a esa señora para que los chiquillos comieran. Sí, sí se
repetía y movía su cabeza inconscientemente en forma afirma-
tiva. Si la señora que estaba sentada en el asiento del frente la
hubiera visto creo que iba a dudar seriamente del tratamiento
anti maleficios, pero gracias a Dios la señora que también esta-
ba convencida del asunto absolutamente demoniaco, sólo se li-
mitó a mirar hacia el frente deseando llegar lo más pronto posi-
ble.
Uno de los niños la saco de su transe al pegar un grito, por ver
un árbol de guayaba que tanto le gustaba, y a partir de ese mo-
mento, esa media hora pareció como cinco horas de viaje inco-
modo y tenso, cuando finalmente llegaron, hasta el cuerpo le
dolía de lo tensa que estaba. Se bajaron del carro y le dijo a los
niños que fueran a jugar por allí, mientras ella convencía a la
gente de que sí había un maleficio.
Caminaron un poco para que ella buscara donde sentía más
las maléficas vibraciones, caminaron despacio y tensos, los se-
ñores por la expectativa y ella porque no sabía qué hacer, siguió
su instinto y finalmente muy seria, actuando muy bien su papel
y utilizando la inteligencia y astucia que Dios le había dado dijo:
-Sí, aquí hay una brujería y muy mala, al mismo tiempo que
abría sus ojos y moviendo sus cejas y para darle mayor veraci-
dad en su cara y su boca se veía la preocupación por tan mala fe
de las personas que pusieron allí ese maquiavélico instrumento
perturbador de almas. – Luego, sin más reparo, haciendo halarte
de su maestría en brujería agregó:
-Pero tenemos que venir mañana para hacer la limpia porque
ahorita no traigo nada, además tengo que dejar a los chiquillos
con una vecina. -

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Los señores contestaron que claro que sí, que a las 10:00 de
la mañana pasarían por ella. Recogieron a los chiquillos, que
andaban regados por toda la propiedad comiendo cuanta fruta
pudieron y también echando en sus bolsillos llenos de huecos de
todo lo que podían acarrear.
Cuando vio a sus hijos con la boca llena de fruta, sus ojos
chispeantes de emoción y una carita tan feliz, supo en ese mo-
mento que estaba haciendo lo correcto.
En la noche, cuando todo el mundo dormía, estaba muy pre-
ocupada, inventado cosas. Trató de buscar en el patio las matas
secas y más raras que había, se fue al frente a robarle al vecino
un poco de hojas de pino para quemar algo que oliera rico y
estudió toda la noche un salmo para hacer más sagrada la limpia
y, de paso, para que Dios la perdonara.
Durmió como dos horas. A las 4:00 de la madrugada se le-
vantó asustada y su corazón no dejaba de latir, sintió que se le
salía por la garganta porque se acordó que no había hecho nada
para enterrar… ¡No había hecho el maleficio!
Cortó un poco de pelo de la cola del pulgoso perro y lo colo-
có en un envase de vidrio, que llenó de agujas, pensando que
ellas le harían falta si esto no funcionaba. Pero le faltaba algo al
maleficio… No estaba tan terrorífico. Agarró entonces un cu-
chillo y se cortó un dedo, puso un poco de sangre en el frasco y
lo tapó.
Todos estaban durmiendo cuando salió de la casa. El primer
autobús salía a las 4:30 de la mañana, para trasladar a los traba-
jadores del café. Ese bus era gratis, gracias a Dios, porque era
de los cafetaleros.
Llegó al lugar como a las cinco pasadas. Buscó un lugar aisla-
do para hacer todavía más creíble la aparición del maleficio, lo

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enterró y puso una piedra sobre él, para que no se le olvidara
dónde estaba. Luego se marchó.
Duró dos horas caminando de vuelta, porque no había plata
para pagar el bus de regreso. Cansada, con los pies hinchados,
los chiquillos ya despiertos y molestando, se sentó un ratito para
que le volviera el aliento. Pasó un poco de agua por un poquito
de café que le quedaba, pues solo lo usaba en ocasiones especia-
les, y lo bebió lento, pensando si esto estaba bien. No le dio
tiempo al arrepentimiento cuando, de pronto, se acordó que te-
nía que dejar a los chiquillos con alguien. Se fue donde la veci-
na, le dijo una mentirilla blanca y todo estaba listo para las 10:00
en punto de la mañana.
Se buscó un trapo para taparse la cabeza, alistó su maleta
con hierbas secas del patio y se sentó a esperar, con el café frío
en la mano y esa ansiedad de locura que la estaba matando. A la
hora esperada en punto, la señora se bajó del carro y dijo de
forma brusca:
-Buenos días, ¿cómo le va?-
- ¡Muy bien!- respondió la otra, con el susto que siente al-
guien que no está seguro de lo que hace. -Nos vamos- agregó
con una voz delgada como la seda y bajita como si fuera un
pajarito moribundo. Sus piernas temblaban tanto que casi no
podía caminar. Se montó al carro y suspiró profundo pidiendo
perdón a Dios.
El trayecto se le hizo interminable hasta que por fin llegaron
al lugar. Caminaron como veinticinco minutos para darle más
credibilidad al asunto y de pronto ella se posesionó de un lugar
previamente visto, alzó sus manos al cielo, respiró profundo
porque sentía que el aire le faltaba y comenzó el exorcismo. Re-
petía el salmo de la noche anterior con algunas alteraciones de-

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bido al susto pero nadie lo notó. Lo repitió tantas veces y tan
rápido que parecía que hablaba en lenguas, no se entendía nada,
caminaba en círculos y los señores atrás, parecían una gallina y
sus pollitos cuando esta tronando; todos muy apretaditos unos
contra otros. De pronto y como si ya lo hubiera hecho mil veces,
paró en seco y de un grito dijo:
- ¡Aquí!… Aquí está el maleficio, yo lo puedo sentir. -
El señor no sabía qué hacer… si llorar o reír; estaba paraliza-
do de pies a cabeza. Ella se dio cuenta que él tenía más miedo,
entonces tomó el control de la situación y le dijo:
-Sáquelo usted, que es el dueño. -
El señor se puso a excavar con las manos, más temblorosas
que gelatina y como pudo lo hizo. Al cabo de unos segundos
observó el frasco medio hundido en la tierra y, con un miedo
que nunca había sentido y un asco increíble, lo sacó. Al ver que
tenía sangre, pelos y estaba lleno de agujas, casi le da un infarto;
su rostro cambió de color pálido a casi verde; su esposa igual.
Ella, viendo todo aquello, tomó las riendas como una verda-
dera bruja y dijo unas cuantas palabras que recordó de alguna
novela que había leído, mientras tiraba el frasco al suelo y que-
maba los pelos. El maleficio quedó totalmente anulado y el te-
rreno limpio de malos espíritus y protegido para toda la vida.
Los señores quedaron muy agradecidos. Sus rostros tomaron
color y una sonrisa apareció en ellos.
-Bueno… ahora sí… la cuenta.
Ella no sabía cuánto cobrar. Se sentía un poco culpable pero
los chiquillos tenían que comer. El señor dijo: - ¡Bueno, la ver-
dad es que yo le doy lo que creo que es más que justo. Entonces
sacó un rollo de billetes y se los entregó. Ella, sin más que decir

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dio las gracias… Y partieron rumbo a la casa.
De camino ella les pidió que por favor la dejaran en el merca-
do y así lo hicieron. Tenía una felicidad de esas como cuando
uno tiene algo verdaderamente bueno, ese algo que está metido
en el cuerpo y quiere salir pero no puede. Sí… eso. Además la
irradiaba a todo el mundo, caminaba realizada, pensando en su
plata y cómo se la había ganado. Sacó el dinero y, con mucho
orgullo, compró tortillas, arroz, frijoles, pan, leche, queso y mu-
cho más.
Al llegar a la casa preparó una sopa de pollo, arroz, frijoles y
tortillas. Llamó a los chiquillos que hacía mucho no veían un
pollo en sopa. Ellos no sabían qué hacer… si comer o qué. Se
les iluminó la cara, sus ojos no cabían es sus cavidades, no sa-
bían donde ver o que hacer, eso era mejor que navidad. Se reían,
se abrazaban, inquietos como pajaritos. ¡Nunca habían visto tanta
comida junta! Ella les decía: -Coman, coman… sin miedo, que
no se va a acabar. Coman… mis pequeños, hasta enfermarse,
que su mamá ya tiene trabajo.
Y así siguió con sus consultas, pues el incidente la hizo fa-
mosa y su clientela crecía día a día.
Pero algo raro le pasó… Ya no necesitaba esconder sus pro-
pios maleficios, ya no era necesario aprenderse salmos, porque
algo se despertó en ella. Ya podía ver a la gente a los ojos y
decirle su problema, curaba males sin remedios raros, solo con
unas hierbas que comenzó a sembrar en el patio, compró libros y
estudió las magias… Ya no era una bruja falsa sino una Curan-
dera verdadera •

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La Calamidad de una
discusión Idiota
Juan Gabriel Tormo

E n torno a la hoguera, las grandes calamidades del mundo


discutían entre sí.
-Yo soy la más terrible, y mi nombre es La Guerra. Mi presen-
cia siembra el terror en los corazones. Las madres velan por sus
hijos y los hombres derraman lágrimas al despedirse de su ama-
da a quien ya nunca verán. El más grande de los azotes del mun-
do soy yo.
-¡Sueñas, hermana Guerra! Soy yo, La Pena, a quien los hom-
bres más temen. Nada les importa si ellos no sufren. Ni siquiera
el dolor de sus pares. Soy yo la más temida y de todas la más
odiada. De eso no cabe duda alguna.
-Pobre de ustedes, ingenuas. Es a mí, La Muerte, a quien to-
dos temen. Los hombres del mundo sacrifican a padres e hijos a
fin de esconderse de mí. Mi presencia los paraliza, llenando sus
almas del más profundo temor. Me usan como retrato de todos
los males. Soy yo, más allá de toda duda, la más horrenda y de-
testada.
Los otros males del mundo hablaban y defendían todas sus
desvirtudes y defectos. La voz de la Miseria y de La Envidia se

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alzaban en contra de La Codicia y de Las Iras. La Violencia des-
ataba sus horrores en contra de La Malicia, bajo la mirada
aprobatoria de La Crueldad.
No era posible llegar a un acuerdo. Todas se creían superio-
res, La Envidia y La Peste, La Avaricia y La Tristeza. La única
que observaba en silencio con desdén, pues se sabía superior,
era, por supuesto, La Soberbia.
-¡Busquemos a un hombre! Que sea uno de ellos quien nos
diga a quien teme más. Sólo así saldremos de esta duda y zanja-
remos la disputa.
Era la voz de La Locura la que hablaba y los demás azotes
del mundo respiraron aliviados de ver que, al menos de vez en
cuando, su hermana aún demostraba lucidez.
-¡Veamos al sabio ermitaño que habita en la montaña! -sugi-
rió La Soledad- Nadie nos interrumpirá y obtendremos una opi-
nión imparcial.
Así pues los azotes se encaminaron a la cueva donde pon-
drían punto final a su polémica.
El anciano ermitaño no mostró ni sorpresa ni temor cuando
los azotes, uno a uno, se presentaron ante sí y le plantearon su
dilema.
-Como verás, necesitamos un juez. Terminemos de una vez
con esta charada y dile a mis hermanas que yo, La Guerra, soy la
peor.
-Terrible eres en verdad, señora Guerra. Sin embargo, cuando
el tirano oprime a débil, cuando la injusticia acosa al pueblo,
eres también la libertadora y la justiciera. Cruel eres, pero no me
gustaría vivir en un mundo donde no tuviera la opción de hacer
la guerra para mitigar nuestro sufrimiento y nuestras penas.

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-¡Lo sabía y se los he dicho! Soy yo, La Pena, la más temida.
-Temida en efecto eres, señora Pena. Haces sufrir a los hom-
bres con el dolor de nuestros cuerpos y nuestro corazón. Pero el
dolor físico es una advertencia que nos protege de peligros más
grandes. La pena del alma nos cura de nuestras pérdidas y con el
tiempo, se convierte en dulce melancolía. Eres una gran carga,
sin duda, pero no me gustaría vivir en un mundo sin penas.
Uno a uno los azotes desfilaron frente al sabio ermitaño y
uno a uno los probó equivocados, enseñándoles sus bondades.
Por último fue el turno de La Muerte.
-Eres horrenda en verdad tú, La Parca, pero de todas la más
útil, sin ti…
Con un rápido movimiento de su mano, La Muerte tocó con
su descarnado índice la frente del ermitaño, y la luz de la vida
por siempre lo abandonó.
Los azotes con reproche miraron la huesuda indiferencia de
la muerte, de pie junto al cuerpo inerte.
-No os hagáis a las santas inocentes, que no os queda y a
nadie engañan. ¡Esto es lo que todas deseaban!
Los azotes se dirigieron en procesión a la boca de la cueva
entre murmullos de disgusto y comentarios de frustración.
-Esto nos pasa por seguir las ideas de La Locura…
La última voz que se escuchó en la cueva fue la de La Idio-
tez.
-Deberíamos repetirlo… •

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Antes de que el sol salga

Rafael Torres
1961, México DF, México. Médico Veterinario y Zootecnista.
Escribe desde hace 8 años aproximadamente, primero poesía
(tiene dos poemarios sin publicar). Realizò cursos de poesía,
escritura creativa y corrección de estilo en emagister.com, y
participa en talleres en línea como “Taller Milenio” y “Al abordaje
de las letras”. Publica habitualmente en dos blogs: “La Villa
Strangiato” y “En el lado oscuro de la página”.

O
swaldo veía como aquel hombre regordete sorbía de un
recipiente despostillado, un humeante brebaje negruz
co con olor a café rancio. Después de cada sorbo emitía
un ruidoso sonido de satisfacción. Pensaba en las nubes espesas
y oscuras de aquel día, por lo que supuso que debería ser una
noche profundamente sombría.
Sentado y con las manos atadas al respaldo de la silla obser-
vaba las absurdas formas que un foco de cien watts generaba, a
pesar de que oscilaba en su cara y lo deslumbraba. Podía ver
como la sombra de aspecto porcino del hombre regordete, se
movía en sentido contrario a la luz. Iba de la puerta de lámina,
hasta la pequeña ventana y se bamboleaba con la silueta del
otro tipo. Un viejo de facciones escabrosas que de pie lo miraba
fijamente, esbozando una sonrisa retorcida por las profundas
huellas que había dejado el acné en su cara. Con dos dedos asía
un cigarro que se llevaba a los labios. Aspiraba hasta formar dos
huecos en los carrillos que hacían resaltar sus pómulos, para luego
echar un humo espeso y penetrante.
Oswaldo pasó la lengua por sus labios dromedarios y agrieta-
dos y miró hacia el techo mohoso por la humedad. A pesar de su

Un cuento en mi blog | 22 | http://zonaliteratura.com.ar


situación, no pudo evitar imaginar en esas manchas nuevos con-
tinentes, nuevas geografías, nuevos lugares para vivir y amar en
libertad, un lugar donde él pudiera estar a salvo.
Sintió un fuerte golpe en la boca y por acto reflejo desafiante
y temerario, escupió saliva y sangre, quería gritar que lo dejaran
en paz. Decirles que se habían equivocado de persona, pero lo
acallaban las maldiciones proferidas por un fétido aliento alco-
holizado que lo cuestionaba.
El tipo gordo le amenazaba con administrarle agua mineral
por la nariz si no hablaba o aplicarle toques eléctricos en los
testículos o sumergir su cabeza en el retrete lleno de mierda,
hasta que dijera dónde chingaos estaba el paquete. Después de
otro golpe seco en la cara y uno más en la boca del estómago
comenzó a escuchar un sonido sordo dentro de su cabeza. A lo
lejos, oía decir a los sicarios con placa de policías, que de una
vez lo iban a chingar y lo iban a madrear hasta que confesara
incluso ser de la liga comunista. Luego carcajadas o los berridos
de un cerdo y los aullidos de un perro famélico le erizaban la
piel magullada y mordía los labios apretando los puños, no que-
ría abrir los ojos o ¿acaso la inflamación se lo impedía?
Cierto que se arrepentía de aquella tarde del 10 de septiem-
bre de 1971. Apenas la semana pasada, cuando recogió un pa-
quete olvidado en un puesto de comida entre Copilco y Av. Uni-
versidad. Una tarde cargada de grandes nubes y truenos que ad-
vertían de una fuerte tormenta, la humedad entraba por todos
los diámetros de la ciudad. También es cierto que ahí quedó de
verse con sus amigos para dirigirse a Avándaro, lugar en donde
se llevaría a cabo el primer festival de rock en el país, una fecha
inolvidable.
Se sabía popular, por eso compartió con los demás lo de aquel
paquete. Rollos de yerba comprimida frescos y olorosos que aque-

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llos guardaban como algo valiosísimo y lo felicitaban por la ge-
nerosidad mostrada. De ahí se fueron para aquel lugar, donde
conoció el sublime sopor de una noche inolvidable, cuando en
unión con Alma Rosa (una chavita que había llegado de
Monterrey) totalmente drogados (peyote y marihuana) se entre-
garon mutuamente en una copula liberadora traspasando el tiem-
po, el lugar, los sentidos, un retorno al dilatado bing-bang bajo
el indulto de algunos dioses mesozoicos. O al menos eso era lo
que él había sentido aquel día.
El cielo gris les ofrecía una manta de agua que bañaba el acto
junto a un pirul bajito, a un lado de un maguey. Cada gota cós-
mica de transparencia inigualable producía un efecto aséptico
en sus cuerpos sintiéndose inmortales. Las plantas y hasta las
raíces les hablaban entre palabras y destellos fugaces:
“No se vayan. Fúndanse donde quieran, incluso entre noso-
tras. No es la hora de irse a morir porque aún tienen un trabajo
en esta tierra. Y nosotras solíamos tener el pasado, La palabra
inicial de la existencia pero también tenemos el presente y el
futuro. No se vayan, aquí tienen esta vida y la otra que nos so-
bra, no se vayan de nuestra patria, de nuestra lluvia, de nuestro
maíz, de nuestra yerba, de nuestras heridas, de nuestro ombligo
todo”… y reían catatónicos escuchando a lo lejos las notas co-
nocidas de “La Tierra De Que Te Hablé” del grupo Ritual. Mien-
tras terminaban a chupetes el último resabio del cigarrillo. La
muchedumbre gritaba a coro con una sola voz, un solo grito:
¡Avándaro, Avándaro!
Y al conjuro de estas palabras las gotas que caían en el suelo
bailaban con frenesí, en un fantástico ballet y el lodo brincaba
alegre y la tierra levantaba sus naguas al compás de un rock fres-
co, incitándolos a seguir con su rito erótico comulgando en posi-
ciones que los bautizaban como seres tribales del infinito, hasta

Un cuento en mi blog | 24 | http://zonaliteratura.com.ar


quedar completamente exhaustos. Ella forjó otro cigarrillo y si-
guieron fumando entre risas y lluvia. Antes de que pudiera en-
tender su inequívoca pero sencilla decisión, se puso de pie y
corrió desnuda hacia el concierto, bailando con los pechos al
aire perdiéndose entre la multitud. El desaparecería en la húme-
da noche montado sobre un dragón verde de alas negras.
Sintió un golpe seco en la cabeza que lo sacó de su ensimis-
mamiento y quiso maldecir, patalear y levantarse, pero una gran
plomada colgaba de sus párpados. Logró escuchar aún, entre un
torbellino de imágenes y recuerdos, entre sucesiones de memo-
rias y lentas palpitaciones, el dialogo de sus verdugos mezclado
con los ecos milenarios de voces ancestrales que lo llamaban.
Comprendía aún las recriminaciones que se hacían entre ellos,
frases que iban perdiendo sentido y se evaporaban en el aire;
frases entrecortadas como el de haber olvidado un paquete en
un puesto de comida o antes de que el sol salga, aventar el cuer-
po al canal de aguas negras… y algo acerca de que los superiores
nunca entenderían.
Oswaldo comenzaba a incorporarse. Miró sus palmas, su pelo
largo y su barba, brillantes e inmaculados, ya no sentía miedo.
Fue cuando dentro de aquel torbellino, escuchó perfectamente
el batir de alas negras de su dragón y corrió a montarlo para irse
volando •

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Plaza Constitución

Roberto Rowies
1983, Buenos Aires, Argentina. Cursó Filosofía y Letras y
Dirección Orquestal. Ha participado en diversos concursos:
finalista en el organizado por De los cuatro vientos; finalista del
"II Certamen Nacional de Poesía y Cuento Breve de Ediciones
Ruinas Circulares". Dos libros de relatos publicados: Política
Sudaka (Eureka, 2009) y Esquiso, en colaboración (Eureka,
2010). Trabaja en un libro de ensayos sobre música clásica.

“Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”,


Pablo Neruda

E
s una frase que poco tiene que ver con los sucesos que
voy a narrar, tampoco tienen éstos algo más de irrelevancia
que lo dicho por Neruda. Sin embargo, los encuentro
necesarios y, acaso, imprescindibles para la vida de todo indivi-
duo. Sentado aquí les escribo, o les describo, todo lo que está a
mi alrededor, todo lo que funciona. (Hace más de una hora que
espero, aunque sé que sólo la veré caminar hacia mi por el cami-
no, uno de los dos que hay, sin contar con algunas bifurcaciones
para los dos lados de la plaza, recién en la hora entrante). A la
derecha del sendero de árboles (que divide los dos caminos prin-
cipales que cruzan la plaza) se despliega con toda su gracia un
arenero con varios juegos para chicos y por qué no para algún
mayor con alma de niño; se encuentra a mi derecha también. Yo
lo considero como el alma de la plaza, el símbolo. Sin arenero
con juegos y chicos no existiría lo que se denomina “plaza”. Aquí
no hay chicos.

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El banco es demasiado bajo para mi estatura, sin embargo
hace una hora y cuarto que estoy y no he sentido incomodidad.
Es de esos que poseen maderas finas ubicadas de tal forma que
se arquean en las piernas y en la espalda; ¡son los clásicos ban-
cos de plaza!. Están baqueteados por el maltrato y solo dos, de
los ocho que alcancé a contar, conservan intactas todas sus pie-
zas, a excepción de la pintura.
Una paloma agita sus alas aterrizando exitósamente a mis pies;
me recuerda que ya debe ser la hora y miro el reloj: pasaron ocho
minutos desde que observé el arenero. Ahora las palomas son
muchas y picotean el suelo que está minado de florecillas amari-
llas que caen de los árboles. Varios palomos muestran su enver-
gadura empujando a las más jóvenes, ¡que delicadas que son!,
no he visto ave doméstica más elegante y sutil. Inspiran (creo) a
la parte más bella de la plaza, ¡que importantes que son!, sin
ellas tampoco habría lo que se llama “plaza”. Se mezclan (justo
cuando observo a tres cartoneros en uno de los bancos a seis
metros), unos gorriones entre las palomas y los palomos. Inten-
tan jugar.
Bostezo por primera vez (acaso un amigo mio sabe a causa
de que) y sigo con la mirada la labor de los tres hombres. Doblan
forzadamente los cartones, los apilan y luego los atan con una
cinta difícil de cortar. Mientras tanto ríen (no sé qué los moti-
va), ríen felices de algo (y recuerdo ahora la frase del poeta).
Pienso preguntarles algo importante para mi cuando tenga que
irme, dudo que no sepan la respuesta.
Miro nuevamente el reloj, faltan quince minutos. No sé por
qué llegué tan temprano (seguro que usted se lo preguntó tam-
bién), pero no me niegue que nunca sintió ansiedad en las víspe-
ras de una cita, o estando en ella. No me niegue que no hizo
locuras y hasta no dio unas vueltas antes de verla ahí sentada,

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con las piernas cruzadas, sobre el vestido floreado, esperando.
No me diga que no se quedó un momento observando esa pos-
tal universal, ese amor primerizo, esa sensación vaga, intensa e
indescifrable llamada amor, vaya a saber uno por qué. No me lo
niegue. Yo no le miento. Llegué temprano, me anticipé a su ron-
da, sin duda. No sé bien con cuántas horas o minutos, pero le
aseguro que me siento cómodo, distendido, a la espera. (No le
voy a mentir, cuando la vea caminar por el sendero de flores
amarillas, de árboles, ella y su dulce rostro me van a confundir.
El tiempo no va a ser tiempo, la duda va a ser desestimada, la
ansiedad será ahogo, la cosquilla, hormigueo persistente y casi
molesto). Yo la espero hace más de una hora y cuarenta cinco
minutos, pero ¿importa el tiempo?. Importa que llegue y se sien-
te junto a mi, eso sería muy importante. Denotaría que estuvo
buscándome por toda la plaza (aunque yo no le indiqué exacta-
mente el lugar) y, acaso, exprese cierta alegría al verme.
La busco entre la gente que camina por ambos senderos a mi
izquierda, ya está por ser la hora y quizá llegue antes de lo pre-
visto (no acostumbraba a hacerlo). Las personas pasan y no mi-
ran; estoy sólo sentado en un banco con muchas palomas, palo-
mos y gorriones que me dividen de los tres cartoneros; ¿no es
una digna postal para observar? ¿acaso es una imagen frecuen-
te?.
Un señor cruza entre las palomas (éstas se elevan pero caen a
los pocos metros) y me pide fuego. Con mis manos le hago ges-
tos de que no poseo (ubico ambas manos en los bolsillos y con
la cabeza niego poseer algo). Los gestos los interpreta a la per-
fección y se sienta a unos metros, en un paredoncito. Intenta
prender el cigarrillo con su encendedor y lo consigue (aunque
con esfuerzo), luego lo fuma y se retira. Me hubiese gustado
pedirle uno.

Un cuento en mi blog | 28 | http://zonaliteratura.com.ar


Las agujas llegan al momento pactado; ni la sombra de ella
aparece por el lugar.Trato de disuadir mi enojo (en realidad la
ansiedad) escuchando el tránsito pesado que circula por Aveni-
da San Juan. Sin los autos que se agolpan, producen ruido e
intoxican el ambiente la plaza sería mejor, pero en realidad ¿se-
ría mejor?. ¿Acaso a falta de una cosa la otra sería necesaria-
mente mejor? ¿No es posible que algo fuera ese “algo” por sí
mismo?.
Pasaron quince minutos (porque cinco los utilicé para cerrar
los ojos y dejar mi rostro merced del sol que apenas entraba
entre los árboles). No llegó. ¿Estará buscándome? ¿O sentada,
observando las vicisitudes de la realidad espera que yo llegue
por uno de los senderos hace dos horas y cuarto?.
No me levanto del banco y pienso qué situación es la más
correcta: “que yo esté esperando o que ella lo esté haciendo”.
Sin duda lo segundo. Lo primero resultaba tedioso, pero cómo-
do al fin; lo segundo era de una responsabilidad mayor; había
que encontrar algo al momento pactado. La primera no poseía
esa responsabilidad (pero era fundamental llegar antes para es-
perar). Entonces, aunque pequeña, había una regla: llegar antes.
Suena la alarma del reloj (indica que no debo esperar más,
pasó el tiempo tolerable), y me levanto. Pero, ¿es imposible es-
perar más? ¿Y si llega cuando yo no estoy?. ¿Me esperaría ella a
mi entonces?. (Me siento y espero quince minutos más). No lle-
ga. ¡Ahora si me voy!. Ha pasado el tiempo tolerable. ¿Tolera-
ble?, ¡Si eso es lo más cómodo! ¡Esperar!. ¿Es cómodo al fin
esperar? ¿Es fácil?.
Me levanto y camino unos metros en la dirección en la que
ella tendría que haber aparecido con su vestido liviano y
floreado. He decidido irme. Si la cruzo en el camino me quedo,
y acaso hablo de todo lo que sucedió a la espera de su llegada.

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¿La cruzaré?. ¿El azar puede determinar el encuentro entre lo
que deseo y lo ya determinado?. ¿Entre el futuro y mi destino?.
Los cartoneros me observan (de seguro que no es la primera
vez que lo hacen), mientras yo me acerco a preguntar mi inquie-
tud (la que tuve desde que llegué). Sólo uno de ellos gira para
ser el alocutario.
- Disculpe señor –le dije-, ¿sabe usted cómo se llama esta
plaza? •

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El velorio

Ana Rosa López Villegas


1975, Oruro, Bolivia. Licenciada en Ciencias de la Comunicación
Social por la Universidad Católica Boliviana. Se dedica al
periodismo y a la literatura de manera independiente. Ha vivido
y estudiado en Madrid (España) y en Karlsruhe (Alemania). Su
trabajo ha sido publicado en la revista internacional de creación
literaria Boreales. Es autora de los blogs: http://
laletralate.blogspot.com/ y http://mivozmipalabra.blogspot.com/.

C
omenzaron a llegar. La puerta entreabierta y el pasillo an-
gosto se llenaron de murmullos, de suspiros y risitas apa-
gadas.
Las viejas con tacones, negras de la cabeza a los pies rezaban
avemarías y padrenuestros sin agotar la saliva. El silencio se
incomodaba ante la letanía.
Dios te salve María,
llena eres de gracia…
Los cirios y las flores se disputaban el ya pesado aire que
flotaba en aquella pieza. Los claveles en especial, yacían tibios
entre la humareda de las velas que esparcía el olor de los inciensos.
Las moscas revoloteaban sobre el ataúd como buitres carni-
ceros; posaban su estiércol sobre la oscura madera y empren-
dían vuelo hasta el cristal de la cabecera, debajo de aquél la cara
del muerto parecía protegida.
Entraban y salían las primas y sobrinas, todas de luto como
hormigas; entraban y salían las tazas del café y los caramelos de
anís.

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La viuda cogió un tabaco, acercó una de las velas a su rostro
y lo encendió sin reparo. La dolorosa suegra la miraba vigilante
y rompió en llanto cuando la vio fumar.
–¡Pobre! –dijo uno de los curiosos.
–¿Pobre quién? –respondió otro diligente– ¿La suegra o el
muerto? –continuó con malicia.
Las caderas de la viuda se erizaron sobre la silla que la soste-
nía. Su falda comenzó a bailar camino a la cocina. La huella de
su perfume se tejió con la del cigarro y los ojos de muchos vol-
tearon sin disimulo, las miradas que la deseaban.
–¡Por Dios que es bella! –soltó uno mientras le chorreaba la
baba sobre la corbata.
–Y ahora viuda –señaló otro.La suegra parecía escuchar todo
el cuchicheo y a cada punto final le seguía un grito desgarrador.
–¿Y qué le pasó pues?–Se murió…
–Dicen que estaba enfermo…
–¡Qué enfermo ni que nada!
–¿Entons?
–Mucha hembra para el condenado… ja ja ja ja.
En la cocina las parientas vieron entrar a la viuda y giraron
sus narices y caras por sobre el hombro. A ella parecía no impor-
tarle, se acercó hasta el fogón y se sirvió una taza de café. Su
rostro revelaba serenidad y una hermosura que todas envidia-
ban.
Con el mismo aire de reina con el que había entrado dejó la
cocina entre los comentarios de las dolientes. Volvió al lugar en
el que estaba, casi al frente de la cabecera del ataúd, miraba en
silencio a los presentes y parecía estudiar sus actitudes, adivinar

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sus pensamientos. De rato en rato vigilaba su reloj, apostada en
la silla de madera, apoyó el mentón sobre la palma de su mano
izquierda y al mismo tiempo cruzó la pierna. Su redonda rodilla
despertó aún más las inquietudes ya alborotadas.
Así pasó algún tiempo, la sangre del muerto se coagulaba con
cada segundo y su faz tomaba de a poco un color amarillento y
desagradable; sonidos extraños provenían del interior de su cuer-
po.
Como avisada por instinto, la viuda se sobresaltó de pronto y
se puso de pie, sus ojos negros coquetearon con la puerta. Al
poco tiempo entró un hombre bien parecido y moreno. De negro
como la mayoría de los dolientes, se acercó hasta ella y la abra-
zó.
–María… –le susurró al oído con un jadeo mientras le frotaba
la espalda sensualmente y continuó. –Hemos esperado tanto por
este momento. Con cada palabra que pronunciaba sus manos se
deslizaban desde los hombros hasta la cintura y así la presiona-
ba contra su cuerpo, sintiendo sobre el suyo las formas carnosas
de la reciente viuda. No pudiendo aguantar más el deseo la besó
ardientemente y ella le correspondió acariciando su cuello, ce-
rrando los ojos, humedeciendo sus labios, derramándole pasión.
Un nuevo alarido de la madre del difunto la despertó del sue-
ño. María, la viuda abrió los ojos y se sonrió en silencio. Tomó
asiento de nuevo y continuó la espera. Más tarde, cuando ya la
noche comenzó a cansar a los acompañantes, apareció aquel
hombre bien parecido y moreno que María había visto en su fu-
gaz sueño. Se puso de pie y un suspiro profundo le llenó la boca.
El hombre se acercó hasta ella y sus miradas se tejieron despi-
diendo chispas y corrientes eléctricas que iluminaban aquel rin-
cón.

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De nuevo sobresaltada se reclinó en la cama y se secó la fren-
te, sus senos yacían húmedos bajo su tibio camisón. Volvió a
reposar sobre la almohada y sintió un frío intenso que la pene-
traba desde el lado contrario del lecho. Volteó lentamente como
presagiando el suceso. El hombre que la acompañaba permane-
cía inmóvil y helado entre las sábanas, muerto como lo había
deseado hacía tanto tiempo. Enseguida tomó las ropas negras
que tenía reservadas en el cajón del ropero. Saltaron de entre los
pliegues las bolitas de naftalina blancas y se perdieron rodando,
rodando debajo de aquel mueble.Vistió las prendas como quien
estrena algo nuevo y se miraba de un lado y del otro en el espejo.
Soy viuda, pensó y sonreía sin parar.
Bendita tú eres
entre todas las mujeres...•

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El rostro de Lima

Leonardo Ledesma Watson


22 años. Lima, Perú. Dice ser el futbolista que nunca fue y el
escritor que aún no es. Es periodista y trabaja en una productora
(CSI). Lector compulsivo, pero que a veces se distrae. Su padre es
blanco y su madre negra, familias que provienen de mundos
opuestos (culturalmente hablando). Le dicen "negro" y nunca ha
tenido problema con ello. Afirma ser ecléctico hasta la muerte.
Vive con mi abuela. Fumador empedernido y amante del fútbol.

E
ntre las seis y las siete de la mañana se puede ver el ver
dadero rostro de la ciudad y de aquellas personas que se
arrastran con la ventisca de otoño, de los perros que hur-
gan en los barriles de basura y de algunos canillitas que ya no
son niños. Entre esas horas, Lima sale de la práctica que ha du-
rado toda la noche y enrumba a casa.
Hacía un par de semana que Lima llevaba este ritmo de vida,
el mismo tiempo desde que su novio se había ido y casi un mes
desde que su abuela, con quien vivía, había muerto. Lima cami-
naba cada día al alba para llegar a casa después de una madruga-
da de prácticas en un viejo teatro. Al llegar al portón verde, Lima
sacaba las llaves y era recibida por un lamido húmedo del can
que ahora era su única compañía.
Lima se metía a la bañera con el agua hasta el límite y se
quedaba ahí por una hora, contemplando sus vellos y sus pezo-
nes perfectamente redondos y sonrosados. Salía de la tina, se
peinaba y se colocaba una vincha y un vestido, cogía un libro de
la estantería y leía hasta quedarse dormida. Casi nunca salía de
casa durante el día, por eso muy poca gente de la cuadra la había
visto alguna vez. Muchos especulaban que se trataba de una vieja

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loca. Los niños se acercaban pocas veces a las grandes rejas y
las personas que desfilaban delante de la casa, la veían de reojo.
Una noche, casi a las diez, cuando los ómnibus dejan de pa-
sar y quienes transitan las calles lo hacen solo con la obligación
de llegar a algún lugar, Lima salió como siempre hacia el teatro,
dejó al perro en la cocina y aseguró la puerta. Un momento des-
pués, cuando ya nadie se percataba de la transformación de la
calle ante la presencia de Lima, unos jóvenes se detuvieron de-
lante de la casa, treparon las rejas cuales gatos monteses y, al
ver la puerta de la casa imposible de abrir, rodearon el jardín,
sigilosos, con las rodillas dobladas y las bufandas bien justas. Al
darse cuenta que la puerta de servicio estaba entreabierta no
chistaron e ingresaron.
Del otro lado, en la puerta principal, con los lentes húmedos,
el pequeño sombrero que cubría su cabello atado y el gran abri-
go que caía hasta sus botas, Lima abría la puerta para recoger
algo que había olvidado. Adentro, los tres jóvenes se habían de-
tenido a ver los libros de la estantería, los muebles viejos y con
olor a ceniza, y los cuadros que colgaban entre las grietas de las
paredes. El silencio era tal que las pisadas se confundían con el
segundero del reloj y se mezclaban en una melódica tonada. De
pronto los jóvenes oyeron unos ladridos poderosos, al igual que
Lima quien se apuró para abrir la puerta. Corrieron para salir por
donde habían ingresado. Jordi, uno de los muchachos, dudó un
momento, pero también se echó a correr. Tres pasos más allá,
tropezó en la oscuridad y cayó. Sus amigos no se detuvieron y
completaron la huida.
Lima encendió la luz y vio a Jordi en el suelo, golpeado y
cogiéndose la cabeza. Los ojos azules de ella se estrellaron con
la mirada de un Jordi avergonzado, inmóvil por haber conocido
a la vieja loca de la casa de rejas verdes y ella solo atinó a decir.

Un cuento en mi blog | 36 | http://zonaliteratura.com.ar


-Lo lamento, no era mi intención, no quiero robar nada, no
quiero nada, solamente entré con unos amigos…fue una estupi-
dez, lo sé, perdón, me iré, por favor no llame a nadie, me iré sin
decir nada y no la volveré a molestar.
De pie, Lima observó a Jordi como una estrella de rock ob-
serva a su fanático: de arriba hacia abajo.
-¿Qué quieres? – preguntó Lima.
-Nada, solo quiero irme, no quiero hacerle daño. En serio,
lamento haber irrumpido así, le pido disculpas.
-¿Quién eres? ¿Cómo te llamas? –dijo Lima con un tono que
se sumergía entre la curiosidad de una chica de veinte años y el
interrogatorio de un policía experimentado.
-Mi nombre es Jordi, Jordi Soler- del bolsillo interior de su
campera Jordi sustrajo una billetera y de ella un documento –
Mire, este soy yo. No estoy mintiendo –dejó el carnet en el bra-
zo de un mueble que estaba en medio de ambos (que segura-
mente fue con lo que el pobre Jordi tropezó), y Lima lo cogió
con suavidad mirándolo con desconfianza. Luego de ello le lan-
zó el documento hacia los pies y le preguntó que qué hacía ahí,
sin despegarle la mirada ni por un instante.
-Pensábamos que acá vivía una vieja, nunca habíamos visto
a alguien salir o entrar de aquí, solo nos guiamos por lo que se
decía en la cuadra. Usted no es vieja, no tiene la voz al menos-
dijo Jordi.
Al escuchar esto, Lima esbozó una pequeña sonrisa y con la
mano derecha se quitó lentamente el sombrero. Con la otra
manito se soltó el cabello y lo alisó hasta que tocara su cuello.
Jordi quedó atónito por la belleza de la muchacha y recién, un
instante después, recogió el documento y lo guardó en la casaca.

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-Perdón, debo irme-dijo Jordi.
-No te irás- dijo Lima, mientras que con un gesto le señaló el
sillón.
Lima y Jordi se sentaron delante de una alfombra polvorien-
ta. A Lima parecía haberle dejado de molestar la intrusión de
Jordi y su mirada se perdía en un una reunión de puntos en la
pared, como recordando su estado de misantropía o anticuaría.
El alma de los pobres corazones viajaba lento entre las bocana-
das de humo que expulsaba Lima luego de convidarle un cigarri-
llo a Jordi que, con miedo, dejó caer sus manos sobre el estuche
marrón.
Los dos pasaron la noche hablando y fumando delante de una
chimenea apagada. Así transcurrió el tiempo, corrieron los días,
los meses y los años. No se habían detenido más que para ir al
baño o beber algo de agua o café. Y es que cuando te quedas por
mucho tiempo en un lugar, dicen que terminas por convertirte
en parte de él.
Jordi encendió un cigarrillo y Lima lo observó esbozando una
pequeña sonrisa. De pronto ella se levantó y caminó hacia el
baño. En ese momento Jordi escuchó unos sonidos muy familia-
res detrás de la puerta de la entrada, entonces apagó las luces de
la sala y se sentó de nuevo, cauteloso.
Cuando Lima volvió del baño oyó el golpe del hueso contra
la madera. Encendió la luz y vio a un joven que no pasaba ni los
veinte años, tendido en el suelo, y a Jordi con un tarugo en la
mano.
-¿Hay espacio para uno más?- preguntó Jordi.
Dicen quienes cruzan delante de la casa, que las luces se en-
cienden cada cierto tiempo y que, a diferencia de hace varios

Un cuento en mi blog | 38 | http://zonaliteratura.com.ar


años, se oyen risas, el ladrido ahogado de un perro y se puede
oler el humo de los cigarrillos que se escapa por las ventanas.
Algunos viejos de la cuadra anterior cuentan que no volvieron a
ver a su amigo Jordi luego de una intrusión de cuando jóvenes
jugaban a los palomillas •

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Negociando con un Niño
en Montjuic
Giovanni Garinian
1985, Cancún, México. Vive en Mérida, donde está a punto de
titularse como Licenciado en Mercadotecnia y Negocios
Internacionales. Se dedica al ajedrez, leer, escribir poemas,
asistir a tocadas, a eventos culturales y a conducir con la música
a todo volumen y quemando llantas. Planea dedicarse al rubro
gastronómico, ya sea abriendo un restaurante, un café, un bar o
como fabricante de salsas y botanas.

E
stoy en Barcelona por tercera vez. No recuerdo como
llegué pero estoy parado frente al módulo de cobro del
Teleférico de Montjuic. Me encuentro indeciso porqué
no estoy seguro de abordarlo, quizá por costoso o quizá por la
angustía, la excitación y el vértigo que provocan la espectacular
vista que promete.
En términos reales, el precio es accesible pero no estoy segu-
ro si para mí. Llegan más personas dispuestas a pagar. No quiero
enfadarlas haciéndoles esperar por lo que me decido de una buena
vez. Meto la mano derecha en la bolsa de mi pantalón y saco un
buen puño de monedas de 10 y 20 céntimos, en su mayoría, que
coloco en mi mano izquierda.
Reunir y contar la cantidad requerida no es tarea sencilla cuan-
do de súbito, los hilos mágicos del destino hacen que aparezcas
tú, mi morena del caribe venezolano. Eres ella, la que sólo habi-
ta en mis pensamientos. Eres tú, quién intensifica mis sueños.
Te acercas susurrándome algo al oído, mientras colocas otro
puño de monedas plateadas de 5 centavos mexicanos sobre mi
mano que de por sí ya se encontraba llena, ahora rebosante. Al

Un cuento en mi blog | 40 | http://zonaliteratura.com.ar


notar mi torpeza tratando de manipular dichos metales, coges
mis manos al tiempo que percibo que sustraes dos euros discre-
tamente. Ahora me siento asaltado y engañado por ti, la mujer
que gobierna mis sueños, que con tus encantos has logrado dis-
traerme, eludirme.
Una maraña de sensaciones me ataca y la única respuesta
posible en este momento es atraerte a mi cintura con la misma
mano izquierda que pretendía atesorar las monedas. Puedo sen-
tir tu aliento, que con tus labios me tienta y me coquetea. Con-
tenerse ya es inevitable. Te robo el aliento, pruebo tus labios,
me pierdo en ellos y las monedas caen componiendo una melo-
día que se funde con el momento.
Reacciono. Busco las monedas en el suelo, ya no quedan
muchas. En tal momento veo que entre el montón había una
moneda de 5 euros (a pesar de que no existan monedas con esa
denominación) que justo un niño acaba de tomar junto con las
demás. Siento un poco de frío y se la pido. Se niega como es de
esperarse, argumentando que la moneda no estaba atada a un
llavero. Tratando de negociar con él, le digo algo como: “Los
llaveros son para las llaves, las monedas no necesitan. Te la re-
galaría, pero si fuera una ocasión diferente. Te la pido, no por-
que te hayas portado mal, sino porque ahora 5 euros es mucho
para mí. De verdad, los necesito.”
Pongo cara de súplica. El niño lo medita al tiempo que me
pregunto yo mismo cómo haré para volver a mi hogar si me he
quedado sin fondos. Instintivamente volteo para atrás buscando
una respuesta y mi morena ya no está. La busco con los ojos y
no la encuentro. Quizás nunca estuvo y sólo soñaba despierto.
Regresan mis ojos y mis pensamientos a donde el niño. Él
también ya se ha ido. Cierro los ojos •

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La historia de mi amigo
Máximo
Audonsalomon
1966, Buenos Aires, Argentina. Seudónimo de Patricia Mónica
Loyola. Estudió arte escénico (método Stanislasky) con Alma
Vélez y Juan Carlos Thorry, comenzando a escribir pequeñas
obras de teatro y monólogos. En 2008 el portal español
Latínpedia.net publica cuentos y poesías de su autoria. Participa
y cursa en trece grupos de estudio del portal Emagister.com.
Actualmente escribo minicuentos para el diario online La Nación.

CAPITULO 1
MAXIMO
- Soy Máximo Bongiorno el mejor vendedor de seguros de
vivienda, el único, el más grande.
- Hoy va hacer un gran día – se alentaba Máximo, como si
fuera a jugar un mundial de futbol mientras se miraba en el espe-
jo.
- Haber genio si te apuras que con Mama necesitamos el baño-
le dijo Mary la esposa , mientras golpeaba la puerta del baño –
- La verdad nena, si tu marido es el gran vendedor, podría
traer un poco de plata – comento Pocha la suegra.
Máximo (con cara de odio)
- Cuando no estas dos brujas arruinando mi autoestima, no
importa que no decaiga ¡ Sos un campeón Máximo!- y le dio un
beso al espejo. Salio del baño acomodándose un libro bajo el
brazo “Manual para vendedores exitosos “de Isaac Rabinovich.
Pocha la suegra al entrar al baño se choca con Máximo y a

Un cuento en mi blog | 42 | http://zonaliteratura.com.ar


este se le cae el libro.
Pocha (con una sonrisa irónica)
- ¡Ahh! Lo único que me faltaba , poner una biblioteca en el
toilette –
- Máximo furioso, levanta el libro – y lo dejo sobre la mesa de
la cocina y encontró a Mary riéndose de el, furioso tomo la esco-
ba y la miro fijo a los ojos.
Mary lentamente se apodero de un plumero, ambos se mira-
ron como si fueran a batirse a duelo.
Máximo rompió el silencio y dijo:
- Voy a barrer las migas (rápidamente limpio todo, dejo la
escoba y salio rumbo al trabajo repitiendo en voz alta).
- ¡Soy Máximo Bongiorno el más grande vendedor de seguros
de vivienda!

CAPITULO 2
PORQUE MAXIMO QUERIA SER UN VENDEDOR
DE SEGUROS DE VIVVIENDAS
Máximo desde pequeño admiraba a los vendedores de segu-
ros de vivienda, Los veía pasar con sus maletines por la vereda.
En la esquina de su casa se encontraba la aseguradora.
Los vecinos solidan preguntarle – ¿Qué te gustaría ser cuan-
do seas grande?
Y Máximo orgulloso respondía – Vendedor de seguros de vi-
viendas –
Se paraba en el portón de su casa, cuando los veía pasar los

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saludaba a todos, hasta que un día se hizo amigo de un vende-
dor.
- Si queres ser como nosotros empeza a vender cualquier pro-
ducto y de a poco, vas adquiriendo experiencia, y cuando crez-
cas vas a ser el mejor.-
Así empezó su carrera. Primero vendió limones, en su casa
tenia tres plantas, ponías unos cuantos limones en una bolsa y
salía a vender por el barrio .Las vecinas que siempre lo pellizca-
ban los cachetes de la cara , le decían – que buen chico Máximo,
seguro que cuando seas más grande vas a ser un vendedor.-
-Si.- contestaba el – pero de seguros de vivienda –

CAPITULO 3
LA TRANSFORMACION DE MARY Y POCHA..
Un día que Máximo salio a vender perfumes , vio a una chica
que lo deslumbro , sus cabellos largos al viento , su boca parecía
fuego a punto de quemar cualquier labio que se atreviera a darle
un beso , por un instante sintió que todo a su alrededor se para-
lizaba y su corazón comenzó a latir tan pero tan fuerte , como el
galope de miles de caballos corriendo desbocados en una carre-
ra alocada sin fin .
Suavemente y como en cámara lenta se acerco hasta donde
estaba el y con una dulce sonrisa le pregunto ¿Perdón la calle
Vacca?
- Es esta –le contesto Máximo embobado ¿Que dirección
buscas?
- Busco la empresa que vende seguros de vivienda.-
- Ah es ahí… en la esquina-

Un cuento en mi blog | 44 | http://zonaliteratura.com.ar


- Gracias- le contesto.
Máximo esperaba verla pasar para espiarla por la ventana se
imaginaba invitándola a salir en una cena romántica, en un pa-
seo en mateo por Palermo a la luz de la luna o tomando sol en el
patio de su casa.
Un día se animo y le pregunto a un vendedor amigo, quien era
la joven y este le contesto que era la recepcionista.
- ¿Si queres te la presento?- le dijo. Así fue como Máximo
conoció a María de los Ángeles Pérez López y a su madre María
de los Milagros Peralta de los Pérez López.
Dos seres encantadores, que luego se transformarían en es-
posa y suegra, lo que serian hoy:
La Mary y la Pocha.

CAPITULO 4
VENDEDOR DE SEGUROS DE VIVIENDAS
Mientras fueron novios; Máximo le pedía a Mary que le con-
siguiera trabajo en la empresa. Pero esta se negaba por que decía
que si trabajaban juntos, quizá no fuera bueno para la relación
de pareja.
Máximo se decidió a vender autos, libros, parcelas de cemen-
terios, muebles de cocina etc.
Hasta que un día se caso con María de los Ángeles Pérez López
(alias la Mary) y ella decidió renunciar, para ser ama de casa y
cuidar de su amado esposo.
Feliz, muy feliz de estar tan enamorado, y de llevar a su casa
a una esposa tan bella y una suegra tan dulce y poder al fin de

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entrar a trabajar en la empresa que el tanto había soñado.
Pero todo el mundo se le vino abajo cuando el gerente le dijo
- Lo siento Máximo, por ahora no necesitamos vendedores.-
Máximo cayo en una profunda depresión, su sueño se había
desvanecido como la niebla cuando sale el sol.
Su personalidad había cambiado mucho como también cam-
biaron su esposa y su suegra .Comenzaron a tratarlo mal, y Máxi-
mo ya no volveriá a ser el mismo.
Sus amigos preocupados le regalaron un libro “Manual para
vendedores exitosos” de Isaac Rabinovich.
Poco a poco comenzó a sentirse mejor y todas las mañanas
Máximo realizaba los ejercicios del libro.
Una mañana ocurrió el milagro, el gerente de la empresa fue a
pedirle por favor que fuera trabajar como vendedor.
Máximo casi se desmaya de la alegría. Al otro día se levanto
muy temprano leyó algunos capítulos del libro de Isaac
Rabinovich, realizo los ejercicios y dijo.- Por fin se ha cumplido
mi deseo.-.

CAPITULO 5
LA CASA DE LA CALLE 13
Luis el gerente lo recibió muy contento, le dio todas las indi-
caciones, también el maletín, la dirección de donde debería ir.
Luis dijo (muy solemne) – les presento a Máximo Bongiorno,
el nuevo vendedor de seguros de vivienda –todos lo saludaron
amablemente.

Un cuento en mi blog | 46 | http://zonaliteratura.com.ar


Máximo coloco en la pizarra la dirección que le había tocado
“CASA DE LA CALLE 13”
- La casa de la calle 13 – decían todos asustados.
A Máximo no le importo y se fue feliz en su primer día de
trabajo.
La calle 13 era una calle cortada sin salida con una sola casa
enorme y viejísima.
Máximo se acomodo las corbata y toco el timbre. La puerta
se abrió lentamente, haciendo un chirrido espantoso.
Una anciana asomo y le pregunto- ¿Qué desea joven?-
-Soy Máximo Bongiorno vendedor de seguros de vivienda –
-Pase, pase, lo estaba esperando.-
-(Esto va hacer muy fácil pensó Máximo mientras miraba toda
la casa llena de muebles y relojes antiguos.-
-¿Y Vladimir? Pregunto la anciana.
-Renuncio pero no se los motivos-contesto Máximo
-Que pena era muy buen chico ese Vladimir,
sentate,sentate,ponete cómodo.-
-¿Cómo dijiste que te llamabas ?.
-Máximo abuela, me llamo Máximo.
-Ah lo conoces a mi nieto.-
- No, no abuela.-
-Como me decís abuela, pensé que conocías a mi nieto: ¿Cómo
me dijiste que te llamabas?.
No escucho bien tengo cataratas.-

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-Me llamo Máximo abuela, perdón señora, las cataratas son
de los ojos.
-Ah sos vendedor de viajes a mi las cataratas no me gustan,
mucho agua me da miedo, no se nadar.
-No, soy vendedor de seguros de vivienda.-
-Bueno Mínimo ¿Tomas te?.
-No abuela, soy Máximo.-
-Bueno, bueno Máximo o Mínimo es parecido, mi nieto viene
mas tarde.
Disculpe señora, pero vine porque usted solicito un vende-
dor de seguros de vivienda.
-¡La vivienda es tan grande!-dijo la abuela triste,-que una se
siente tan sola, nadie me visita ni mi nieto;¿ Conoces a mi nieto?
-No señora – contesto Máximo ofuscado y a punto de perder
la paciencia, le dejo los folletos, los ve, y me llama otro día.
-¡Otro día! Dijo la anciana con lágrimas en los ojos -, otro
día-eso dicen todos y no vuelven más – y comenzó a llorar.-
-perdone señora, solo le dije que le dejaba unos fo…… no
termino de decir la frase, que unos ruidos espantosos asustaron
a Máximo y se les cayeron todos los papeles al piso
-Te asústate-tengo muchos relojes porque yo no escucho ten-
go cataratas ¿Tomas un te Mínimo?
-¡Máximo¡ ¡Abuela! ¡Máximo¡
-Ah conoces a mi nieto:-
Máximo trato de calmarse y le dejo los folletos.
La anciana le dijo que lo iba a volver a llamar

Un cuento en mi blog | 48 | http://zonaliteratura.com.ar


Máximo agotado regreso a su casa, se encerró en su cuarto y
se quedo dormido leyendo a Isaac Rabinovich.

CAPITULO 6
EL COMPLOT
Al otro día Máximo se levanto temprano, hizo su rutina de
ejercicios frente al espejo.
-Soy el mejor vendedor -
-Y se marcho contento al trabajo-
En la oficina pregunto a sus compañeros por que había re-
nunciado Vladimir.
Todos los vendedores se miraron entre si, sin contestar, hasta
que uno dijo.
-Creo que cuando fue a vender, a la casa de la calle 13, tuvo
un ataque de pánico al igual que Guillermo, Daniel , Eduar-
do……………………..
-No me hagan esas bromas-dijo Máximo algo asustado.
-¡No es un chiste! Es verdad están internados en una clínica
psiquiatrita por estrés.
-El gerente llamo a Máximo y le dijo muy amablemente que
debía regresar a la casa de la calle 13.-
-Máximo salio esta vez un poco preocupado, mientras sus
compañeros le deseaban suerte.
Cuando llego a la casa estaba a punto de tocar el timbre, un
señor abrió la puerta y le dijo
-¿Usted es Máximo ?mi abuela enseguida lo atiende.

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El hombre saludo a unas personas que iban dentro de un co-
lectivo que pasaba por la calle, cuando Máximo se do vuelta,
vio con asombro que saludaba a su esposa Mary y su suegra Po-
cha .
-Entonces le pregunto al señor -¿Usted conoce a mi esposa y
a mi suegra?
El hombre se quedo callado, pensó un momento y luego res-
pondió ¿Se refiera a las dos señoras que iban en el colectivo?
Máximo leyó la placa que estaba en la puerta y decía –Isaac
Rabinovich doctor psiquiatra- de pronto se puso pálido y co-
menzó a gritar
-¡Todo es un complot!¡Es un complot ¡ esas dos brujas me
quieren hacer pasar por loco ¡ Para internarme y deshacerse de
mi ¡! Como a mis compañeros ¡ y se desplomo en el piso .
Cuando se despertó estaba en una cama y dentro del cuarto
estaba el doctor, el gerente y todos sus compañeros, su esposa y
su suegra.
-¿Se siente mejor? le pregunto el doctor Isaac Rabinovich
-¡Ella es la culpable! dijo señalando a Pocha, la culpable de
este complot, me quieren hacer pasar por loco .
-Tranquilo Máximo, esta un poco estresado dijo el gerente –
estamos todos acá porque queremos felicitarlo, a logrado ven-
der el seguro de vivienda y se ha ganado un aumento y un viaje
para dos personas al Caribe.
-Logro convencer a la abuela –dijo Isaac Rabinovich , mien-
tras lo abrazaba a Máximo y saltaba de alegría..
-¡Un aplauso para Máximo! Grito un compañero.
-Ese es mí –dijo Mary emocionada.

Un cuento en mi blog | 50 | http://zonaliteratura.com.ar


-Ese es mi yerno,- siempre fue como un hijo para mi –dijo
Pocha
Máximo no lo podía creer, pensó que estaba soñando
-¡Que diga unas palabras! Se oyó.
Máximo con lágrimas en los ojos
¡SOY MAXIMO BONGIORNO, EL MEJOR VENDEDOR
DE SEGUROS DE VIVIENDAS! •

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El Parque

Juan Muriel
1976, Córdoba, España. A los 18 años marchó a Madrid para
cursar estudios de Comunicación Audivisual en la Universidad
Complutense y posteriormente de Periodismo en la Universidad
Carlos III. Apasionado del cine, la fotografía y la literatura,
trabaja en televisión y desarrolla su interés por la escritura en el
blog juanmuriel.blogspot.com, en el que se analiza a si mismo y
todo lo que le rodea.

El chico que se sentaba en el parque…


…todos los días, al salir de trabajar a las 3 de la tarde en una
editorial como corrector, caminaba lentamente hasta El Retiro.
Siempre se sentaba en el mismo sitio, en una amplia zona plana
con pequeños árboles y césped frondoso. Debía rondar los 34,
empezaba a perder el pelo aunque se empeñaba en disimularlo,
tenía cierta intuición para vestir a la última, con aire clásico sin
parecer amanerado y nunca se quitaba unas enormes gafas de
pasta. El chico que se sentaba en el parque, se apoyaba en un
tronco que siempre estaba a la sombra, abría un libro y empeza-
ba a leer a buen ritmo, ese había sido siempre su propósito hasta
que se dió cuenta de que todos los días sobre las 4, coincidía
con el chico que montaba en bicicleta. La primera vez que le vió
fue a contraluz, viniendo hacia él, con gafas de sol y el iPod
puesto, pensó en lo ridículo que se vería a si mismo con aquella
equipación completa compuesta de casco, mallas, coderas y ro-
dilleras. Desde aquel día esperaba con su libro abierto la hora en
que aparecía el chico que montaba en bicicleta y lo miraba de
reojo, intentando no ser descubierto, fingiéndose concentrado
en sus textos aunque no era capaz de hilar dos palabras segui-

Un cuento en mi blog | 52 | http://zonaliteratura.com.ar


das. Se sentía solo desde hacía mucho tiempo pero se
autoconvencía a sí mismo de que el amor no estaba hecho para
él, a cada pedalada que daba el otro, su cabeza no dejaba de
pensar en lo hermoso que era, pero a continuación se censuraba
a sí mismo, creyéndose realista, un chico con un cuerpo atlético
como aquel, aparentemente más joven, con esa inquietud de-
portista como se iba a fijar en alguien con aspecto de no mover
un músculo, enclenque, con incipiente barriga y de poco firme-
za. Así que un día…
El chico que montaba en bicicleta…
… a sus 26 años aún estudiaba para ser maestro de educa-
ción física y por las noches trabajaba de camarero en un bar para
sobrevivir. Era rubio, tenía los ojos azules y porte de príncipe de
cuento. Se levantaba a las 12 del mediodía y antes de ir a clase
agarraba su bicicleta y volando en ella iba hasta El Retiro, al
llegar allí conectaba su iPod, en el que no destacaba precisa-
mente su gusto musical, ponía un pie en el pedal y daba vueltas
sin ton ni son, sin repetir nunca la misma ruta y sin fijarse en
nadie a menos que estuviese a punto de atropellarlo. Se veía a si
mismo mayor para seguir estudiando y pensaba que probable-
mente nunca iba a llegar a nada, estaba cansado del continuo
coqueteo de sus clientes, a los que no les interesaba nada más
que por su bragueta, pero no aspiraba a más. Aquel día no tenía
ganas de subir cuestas, la noche anterior había sido especial-
mente dura y estaba algo cansado, así que se dirigió a la zona
más llana del Retiro y de repente vió al chico que se sentaba en
el parque, leyendo, con sus gafas de pasta y su inminente alope-
cia y no pudo evitar pedalear hacia él atrapado por el imán de la
curiosidad. A partir de aquel momento, a diario repetía la misma
ruta, desde detrás de sus gafas de sol lo observaba sin ser visto
y se dió cuenta de que el chico que se sentaba en el parque le

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miraba de reojo, muy serio, como con aire de desprecio. Porque
cómo se iba a fijar en él alguien con pinta de haber viajado, de
saber siempre de qué hablar, con esa seguridad en si mismo. Qué
podría contarle él que sólo leía por obligación, que sólo veía
películas de acción y que siempre callaba por no meter la pata.
Aún así, no podía dejar de pasar a su lado, quería saber como
olía y quería oir su voz. Así que un día…
…el chico que se sentaba en el parque decidió cambiar de
parque, no podía soportar la inseguridad que le provocaba aque-
lla atracción por alguien más bello que él, que le hacía sentir tan
pequeño, su orgullo no se podía permitir aquella debilidad y pre-
firió irse con el cuento a otra parte, en donde no hubiese ningún
chico que montase en bicicleta que le hiciera pensar que siem-
pre iba a estar solo.
…el chico que montaba en bicicleta además de enfundarse
las mallas se infundió de valor y decidió saludar al chico que se
sentaba en el parque aún a riesgo de quedarse mudo y sufrir el
desprecio del otro. Pedaleó con fuerza pero cuando llegó a aquel
tronco no había nadie. Miró a un lado y a otro y decidió sentarse
en el mismo sitio, pero el chico que se sentaba en el parque no
apareció, de hecho ningún día apareció y a partir de aquel mo-
mento el chico que montaba en bicicleta pasó a ser el chico que
esperaba en el parque •

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Vida de película

Camila Bordamalo
Bogotá, Colombia. Publicó su primer libro ilustrado de cuento
corto "Perros en el cielo" en 2009. Estudió filología alemana y se
dedica a la traducción y a la ilustración. Escribe cuentos desde
que era una niña y le gustan Paul Bowles, Haruki Murakami,
Julio Cortázar, Heinrich Böll y Kafka, entre otros. En este blog
publica algunas de sus ilustraciones y los fragmentos de una
novela inexistente: www.cuentosalbordedelalocura.blogspot.com.

M
i vida es como una de esas películas largas que cuando
uno cree que ya se van a acabar siguen por un buen
rato más. Al final uno ya no sabe para dónde va la pe-
lícula. Cuando uno cree que algo importante está por pasar no
pasa nada, todo se congela en un eterno preludio que lo mantie-
ne a uno mirando, si, a pesar de todo uno sigue ahí viendo esa
película porque de algún extraño modo promete. Hay tensión,
uno sospecha algún denso conflicto camuflado que puede esta-
llar en cualquier momento.La protagonista tiene la rara costum-
bre de irse de todo antes de tiempo, siempre se está yendo y al
final sólo queda un espacio vacío. Es de esas películas que ter-
minan con escenas de habitaciones vacías, de casas abandona-
das o de jardines solitarios •

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Tostada

Lautaro García
Según el autor: “Identificación. Lo que te pasó, lo que no. Puerco-
espín. Robot. Niño grande, bigotes. Casettes, mi viejo skate. Tiene
sentimientos y escribe sobre eso… sobre el sol, sobre el fin del
mundo, sobre sentirse mal en un día domingo. Todos los días son
domingos cuando se tiene el cuerpo entumecido y la vida te pasa
por al lado, como autos en una autopista. Es complejo y duda en
mostrarse tal cual es, probablemente esta biografía sea mentira”.

A
ndy camina por la Av principal, son las 6 pm. Esta co-
miendo unos caramelos que saca de una bolsa de papel
de color marrón. Sonríe, mira vidrieras, en la esquina la
espera Lee su novio. Al verse se besan y se abrazan. Se dicen
cosas que se dicen los novios y caminan de la mano. Andy y Lee
trabajan en la misma cuadra, viven juntos y comparten todo o
casi todo. Mas tarde están tirados en el sillón viendo una pelícu-
la de zombies, Lee es el mas interesado en la película, ella juega
con el pelo de él, molestándolo un poco. Él se queja y la aleja.
Andy se levanta y saca de la heladera una lata de coca cola y se
sienta en una de las banquetas de la cocina, lo observa, lo ve
como un niño viendo su película favorita, piensa en que ella de
zombies no entiende nada y que no le importa tal cosa.
-Lee tengo que hablarte
-¿ahora?
- Me tengo que ir una semana a Corea, viaje de negocios
Lee deja de hacer lo que esta haciendo, apaga la película y la
mira sorprendido

Un cuento en mi blog | 56 | http://zonaliteratura.com.ar


- Andy: ¿ No es buenísimo? La empresa paga todo
- Lee: No, no lo es.
Lee enojado, se va al cuarto, ella corre detrás de él lo abraza,
lo besa, lo provoca. Entran al cuarto y tienen sexo. Ella duerme,
Lee no puede pegar un ojo.
Esa mañana Andy se va a trabajar, Lee tiene franco. Agarra
su video cámara y empieza a montar un estudio casero de TV.
Solo le faltan algunas cosas, así que va a la librería y compra:
Papel glasé, cartulinas, plasticota y algunas cosas mas. Llega y
empieza a prepara su propio canal del tiempo. Pronostica lluvia
para las próximas dos semanas, sobre todo en Corea. Prepara el
vhs y lo pone en la video casetera. Cuando ella llega a la noche,
el simula ver el noticiero y pone su propia película. Andy se ríe,
pero no reconoce que se nota que es él haciendo eso. Se ríe lo
abraza y le dice que lo ama.
Salen hace 2 años, 4 meses y 5 horas, según el calculo que
Lee lleva en su agenda, pero se conocen desde chicos, cuando
Lee vino desde Corea con su familia. Crecieron juntos y desde el
momento que se dieron el primer beso, solo se separaron para ir
a trabajar. Al otro día Lee continua con el plan para retenerla, va
hasta el videoclub y alquila algunos documentales sobre acci-
dentes aéreos, a la noche le avisa a su novia que tiene una sor-
presa, alquilo un documental que parece esta bueno. Con esto
intenta generar un miedo a volar en ella, la psicologia no es su
fuerte, pero al parecer lo logra y ella parece convencida en no
viajar, pero al rato se le pasa tal cosa. Lee esta desconsolado.
- Se que te vas a ir y no vas a volver, seguro vas conocer a un
coreano multimillonario y te compra o algo así
- La gente no se compra Lee, eso sucede en los países Árabes,
capaz. Y voy a trabajar, vuelvo en una semana, no lo vas a no-

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tar.
- Yo se como son en Corea, ¿te olvidas de donde vengo?
Andy no presta atención y empieza a armar una lista de cosas
que necesita para el viaje, camina por toda la casa, buscando su
valija.
Lee enojado, se sienta en el living, pone un disco y sus auri-
culares. Andy intentando que se calme, se acerca, le corre los
auriculares y le dice:
- Aun que sea hacérmela mas fácil, a mi también me duele
esto.
Andy se va a dormir, Lee sigue así un rato mas.
A la mañana siguiente, se viste. Tiene un frasco lleno de tos-
tadas que le deja a Lee en el lado de la cama que ella ocupa. Sin
que este se despierte. En el frasco tenía un cartel pegado: Cuan-
do termines de comer la última voy a estar pasando esa puerta.
Te amo. Andy •

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After office

Giselle Aronson
Gálvez, Argentina. Licenciada en Fonoaudiología. Terapeuta del
Lenguaje. Forma parte del grupo literario Heliconia, coordinado
por el escritor Sergio Gaut vel Hartman. Participa del taller
literario del Municipio de Morón (Bs. As) coordinado por el
escritor Alberto Ramponelli. Cuenta con publicaciones en blogs y
revistas literarias. Algunos de sus cuentos forman parte de varias
antologías. Su blog: www.nocheluz.blogspot.com

C
ruzó la puerta, su mujer se abalanzó sobre él y lo neutra-
lizó con el efecto de su verborrea. Sin permitirle la pala-
bra, lo empujó al dormitorio, avisándole que lo esperaría
abajo. Victoriosa, la resignación se apoderó del hombre que, pro-
nosticando su noche, se vistió de fajina para luego asomarse a la
puerta de la cocina. Apenas hubo entrado, divisó sobre la mesa
la lista que guiaría su tarea en las próximas horas y que plasma-
ba el deseo de la esposa.
En vano intentó prepararse una merienda, un aperitivo, cual-
quier cosa que lo aliviara de todo el día laboral en la oficina; el
poder de un par de ojos, tras las correspondientes pestañas fe-
meninas, taladraba su voluntad en retirada.
Cuatro horas transcurrió el señor entre ropa lavada, fuegos y
cacerolas, escoba y detergente; guardando, ordenando, doblan-
do, desempolvando, revolviendo, cumpliendo con el mandato
de su compañera de hogar que oficiaba de testigo.
A las 01:23 horas, mientras el marido se derrumbaba en la
cama, sin haberse quitado la ropa, ella, exhausta de haber pre-
senciado todo aquel trabajo, se desplomó en el gran sillón del

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living.
Por fortuna, él alcanzaría el sueño sin advertir que, ya relaja-
da en el sofá, su mujer comenzaba su tradicional mutación noc-
turna, esa que la convertía en una alimaña alargada cubierta de
escamas que se arrastraba, lánguida y amenazante por la casa,
hasta el amanecer •

Un cuento en mi blog | 60 | http://zonaliteratura.com.ar


En llamas

Rafael F. Aguirre
1979, Guadalajara, México. En 1998 conoce a Miguel Sevilla,
artista que lo alienta a escribir y publicar sus primeras
participaciones en el semanario «El Pregonero». En 1999 publica
un poemario bajo la edición de Héctor Canales: «Negro Sol,
Corazón podrido» editado por Signos-Edithec, y comienza su
carrera como reportero en el diario «Z de Zamora». Administra el
blog «La vela Amarilla»: http://lavelamarilla.blogspot.com.

L
legamos a la ciudad donde nací, con la sensación que ge-
nera encontrar a los viejos amigos y buscando revivir aque-
llas fiestas.
La carretera como siempre, benévola, le había servido de di-
versión al V8 del Charger 79 que conducía.
Me acompañaba Eduardo, quien por entonces se mantenía
cerca de mí debido a varias operaciones de negocios que había-
mos decidido llevar a cabo, además, sabía cómo festejar, en rea-
lidad era por eso que venía conmigo.
Cerca del centro de la ciudad, recogimos a David, mi primo,
en el local donde ensayaba con su entonces banda de rock, él
era indispensable para esa noche, de igual manera.
Luego, a buscar a Rommel en un centro comercial, cerca de
donde estaba David. Nos vimos en las escaleras eléctricas, yo
descendía mientras él hacía lo contrario…
Ver su rostro fue reconfortable, un amigo entre la hostil mul-
titud, la sonrisa no se pudo ocultar y nos saludamos con palma-
da en la espalda y todo.

http://zonaliteratura.com.ar | 61 | Un cuento en mi blog


En el carro, -tras haber adquirido lo necesario para comenzar
una pequeña fiesta móvil-, comenzamos a circular por las calles
destartaladas que se encuentran hacia el sur de la ciudad, más
allá de la Calzada Independencia.
El ambiente de siempre, desolado… Me hizo recordar mis
andanzas como explorador urbano de a pie, un muro conocido
aquí, otro allá. Buenas imágenes de antaño que se reconstituían
en mi mente como recuerdos…
Luego, unas cuadras más arriba, siempre hacia arriba y así las
cosas…
Los diálogos que emitían mis acompañantes no dejaban de
activar mi sonrisa… Esas peleas amistosas era reconfortante
escucharlas, eran buenos tiempos, despreocupados tiempos.
Cuando de pronto vi aquella estructura…
Recuerdo que se trataba de un mercado con varias plantas de
altura en donde siempre reinó un clima de anarquía. Y, precisa-
mente, esa sensación de pueblo sin ley me atraía desde la infan-
cia…
Ahora, tal mercado era muy diferente, abarcaba varias cua-
dras de extensión en su base, aquello era un verdadero rascacie-
los a punto de caerse. Un apilo de construcciones improvisadas
de diversos materiales. Una ciudad vertical propensa a derrum-
barse en cualquier momento.
-Otro brandy Rommel y más cargado…- Solicité a mi copilo-
to. Mientras tanto, en el asiento trasero, David y Eduardo no
paraban de insultarse. Se extrañaban…
-¿Qué sucedió aquí? ¿Hay calles dentro de esa estructura?
¿Hay gente ahí dentro, movimiento?- No daba tiempo a respon-
der a Rommel. Su risa me dio a entender que en realidad había

Un cuento en mi blog | 62 | http://zonaliteratura.com.ar


estado fuera de la ciudad por mucho tiempo, y además, había
estado… -¿Cómo decirlo..? Distraído.
-Lo que sucedió ahí –en el mercado- era lo lógico, iba a evo-
lucionar en eso si no se controlaba, y no se hizo. Se dejó crecer
hasta que no se pudo hacer nada… Eso es refugio de ladrones y
dealers, de cualquiera que pueda entrar y establecerse, lo más
bajo de la ciudad se encuentra amontonado ahí. Y se ha expan-
dido. Hasta eso, tienen una buena ubicación en la ciudad ¿no?-
Rió mientras sorbía de a poco su trago.
-Deseo verlo de cerca.- Manejé, con el descontento de todos,
hacia aquellas calles un tanto tétricas.
Eran alrededor de las siete de la tarde y el cielo de verano
tenía matices rojos y amarillos contrastados con un tenue azul,
lo cual contribuía a que la escena fuera más dramática.
La enorme silueta de “rascacielos” y las seis cuadras de ex-
tensión que tenía la base de “el mercado” era por sí misma im-
presionante, de alguna manera morbosa. La piel de aquella cons-
trucción era un mosaico de materiales varios, como láminas, la-
drillo rojo, concreto, vigas de madera y metal, varillas… Dentro
de este amasijo, se distinguían vialidades y habitaciones… Ve-
hículos que se movían dentro de esa mole…
Acerqué el carro hasta una calle que estaba frente a una de
las caras de la base de “el mercado” y sin pensarlo me bajé del
auto para observar. Eché un vistazo a la primera planta y pude
ver que una habitación estaba en llamas. Lo que comprometía al
edificio entero y sin más, me encontré corriendo a la entrada de
ese lado, el acceso era una vieja rampa de estacionamiento.
Noté, de reojo, que Eduardo y David se habían callado al
verme correr, mientras que la cara de Rommel era de sorpresa.
No me siguieron y lo entendí, ahora, iba por mi cuenta.

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Al ascender a medio nivel doblé a la izquierda, luego, alcancé
la primera planta doblando hacia la misma dirección.
Dar con el apartamento no fue difícil ya que el humo lo seña-
laba. Y si, era impresionante ver dentro de “el mercado”; era un
estacionamiento modificado. Los cajones en donde debían ir los
carros, eran ahora divididos por estructuras que formaban apar-
tamentos. Pero necesitaba llegar a donde estaba el fuego, podría
observar después.
Una patada hizo que la puerta se abriera y si bien, el fuego no
me costó apagarlo, el clima de tranquilidad que se sentía dentro
era engañoso
Me cuestioné el por qué había corrido de esa manera hacia el
interior… De nuevo una risa en mi cara hizo que sintiera calma.
Noté que en la habitación del fondo había alguien acostado
en boxer y camisa de tirantes blancos, el hombre había desper-
tado ante mi intrusión…
Luego, una puerta se abrió. En ese pequeño apartamento ha-
bía otra habitación y, fuera quien fuere, se alistaba para encon-
trarme.
La reacción del sujeto, acostado en aquella cama cerca del
fuego, no era la de alguien alarmado, al parecer esperaba algo.
Mientras tanto, la persona que salió de la otra recámara era
una mujer y cruzó unas palabras conmigo.
-¿Qué estás haciendo?- Preguntó.
-Apagar la fogatita que tenían aquí dentro, algo riesgoso con-
siderando el lugar, ¿no lo cree?- Dije.
-Ese asunto es entre “nosotros”.- Refiriéndose a ellos mis-
mos como pareja.

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-Necesitaba fuego para relajarse… Continuó en tono nervio-
so.
La falta de coherencia en sus palabras me confirmó que, ha-
ber entrado había sido un error y las expresiones de mis amigos
allá abajo no habían sido exageradas.
-Ahora se va a levantar enojado, y será mejor que salgas de
aquí.- Advirtió la mujer.
Yo no hice caso, y me asomé a la planta baja. Mis amigos
mencionaban, a personal municipal encargado de la seguridad,
lo que yo había hecho; apagar el fuego, también, que descende-
ría de inmediato. Saludé de una manera idiota, como si hubiera
conquistado algo.
Pero, al alzar mi mano para informar que iba en camino, sentí
cómo era jalado al interior del apartamento. Hacia el centro de
la habitación del hombre que se encontraba en la cama. Él se
había incorporado y estaba enojado. Luchaba por retenerme. Las
llamas habían regresado y habían alcanzado pilas de papel pe-
riódico que estaban en un rincón de la habitación.
Hacía calor y el humo era asfixiante.
Tenía que salir.
Con un cabezazo aturdí al tipo, y de la misma manera que
entré, salí de la habitación y el apartamento. El tipo se puso a
buscar algo. Yo buscaba alas en mis pies.
Dos pasos y aviento a la mujer de la habitación central, el
tipo encontró un arma; yo la puerta de salida.
Otros dos pasos y mis botas sienten el asfalto. Detrás de mí,
a una corta distancia, el tipo armado trata de alcanzar la puerta.
Mis sentidos me informan de eso, más no lo corroboro.

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No alcanzo a comprender cómo me muevo tan rápido, se que
tengo qué corregir mi marcha porque mis botas vaqueras derrapan
a cada paso; es un derroche de energía que debo controlar y que,
lejos de darme ventaja, me retrasa.
Reconfiguro mis zancadas, más firmes y menos desespera-
das. Más rígidos mis pasos proporcionan el agarre necesario…
Alcancé la rampa, y escucho desde la puerta:
-¡Me despertaste!
Chasquidos metálicos, esos chasquidos metálicos no son alen-
tadores. Ahora escucho sus pasos, viene por mí.
Decido acortar el camino hacia mi derecha y saltar por la ram-
pa de medio nivel hacia la planta baja, eso me podría dar algo de
ventaja.
Un disparo, y las alas en mis pies por fin reaccionan.
Tengo que concentrarme en mis pasos. Caer usando los mús-
culos del muslo sin comprometer las articulaciones de mis tobi-
llos ni los de mis rodillas, rodar sobre mi espalda, ¡rodar sobre
mi espalda!
Me incorporo habiendo logrado la maniobra, nuevamente uno
a uno los pasos, no se dónde pegan los disparos.
Un disparo más, pero este me silva al oído.
El tipo afina la puntería…
Tengo que seguir.
La salida está a unos pasos. Alcanzo a ver los códigos de las
patrullas, tengo algo de ventaja.
Hermes me acompaña.
Otro disparo y doblo abruptamente a la derecha, para alcan-

Un cuento en mi blog | 66 | http://zonaliteratura.com.ar


zar la protección del muro de la puerta de salida. Mientras tanto,
los oficiales ya se encontraban esperando algo. Que saliera muerto
o corriendo. Por suerte fue lo segundo.
Se cercioraron de que yo no llevara armas. Pero, como eran
pocos elementos, tuvieron que dejarme ir con mis amigos y en-
cargarse del tipo que seguía disparando.
Aprovechamos para largarnos de ahí.
Pude ver el fuego crecer y escuché cómo amagaron al hombre
que me perseguía.
A mis amigos y a mi, nadie nos siguió.
El incendio se esparció por completo. La seguridad de la ciu-
dad se concentró en “el mercado”.
Las calles fueron nuestras por esa noche.
Las patrullas se escucharon hasta el amanecer… •

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Mi papá no era Fogwill

Laura

M
i papá no era Fogwill y yo no soy ninguna Vera. Mi
papá murió sin grandes estridencias y entristeció a po
cas almas. Mi papá escribía y no tomaba merca, toma-
ba whisky, siempre whisky. Solo. O con un hielito. Cuando lle-
gaba de trabajar iba directo a su escritorio y nosotros lo íbamos
a saludar ahí, mientras dejaba moneditas y el saco colgado en su
perchero valet. Y billetes, cambio, nada mucho nunca, y la traba
de la corbata. En algún momento nos acercaba un vaso vacío
que guardaba en un aparato que había sido indispensable en al-
guna barbería, algo que se había usado alguna vez para calentar
toallas, una especie de robot modificado que convirtió en ye old
beilin´s pub. Ahí guardaba vasos de whisky. Y varias botellas.
Par de hielitos no es la antesala de un pedo brutal, ni de un pedo
triste. Poneme un par de hielitos es una frase inocente, casi in-
fantil. Mientras, él se seguía cambiando, y esperaba a que vuelva
el que había sido mandado a la misión del hielo, que no era fácil.
En los setenta parece que era cool tener en el congelador unos
portahielos de goma con un palito en el medio de cada hielto
para que salgan con la forma de los rolitos de las estaciones de
servicio, y la misión no era sencilla. Sobre todo para manos pe-

Un cuento en mi blog | 68 | http://zonaliteratura.com.ar


queñas que en vez de meter con lógica manitos y portahielo todo
abajo del agua tibia, se empeñaba en tironear hielos atrapados
por palitos de goma. Mi papá no era Fogwill y yo no soy ninguna
Vera, él no tuvo una gran agencia de publicidad pero sí muchos
amigos del palo. Se habrán conocido? Nunca me contó. O no lo
escuché. No lo escuchaba mucho hasta que supe que se estaba
muriendo. Lo escuchaban otros, eso de en casa de herrero. Mi
papá cantaba algo de alguna ópera si estaba de buen humor o se
sentaba envuelto en nubes oscuras que lo oscurecían siempre
que estaba así, en su sillón chester con respaldo alto, creo que
marrón, pero que alguna vez fue de cuero verde oscuro: en una
mano un libro, en la otra el whiskicito. En medio de la niebla.
Yo, igual que cuenta Vera, también lo vi morir, igual que a ella
mi papá me mostró la muerte, me enseñó lo que es morirse. Y yo
también abrí al azar el libro que él tenía en su mesa de luz: una
biblia que este judío tenía siempre cerca. Me encontré leyendo
algo sobre la culpa de no haber sido buena persona, o algo así.
Me espanté. Él creía que podría haber sido mucho mejor. No
pudo. Y no se iba a morir hasta que no le digamos que estaba
todo bien, que había sido un buen padre, el mejor que pudo ser.
Y que íbamos a ocuparnos de mi mamá, que, él no era ningún
Fogwill y tuvo una sola mujer. Se lo dije yo. Me costó decirle
que se quede tranquilo, que estaba todo bien, que íbamos a estar
todos bien. Me costó porque yo sabía que le estaba mintiendo, y
él respiraba fuerte, con ronquidos espesos, en su cama, con un
gotero que le juraba no pain at all. Le dije que íbamos a estar
bien. Le mentí. Pero él me creyó, porque escuchó lo que necesi-
taba y sin el menor espamento, de repente, dejó de respirar.
No soy ninguna Vera, ella tiene sus recuerdos, yo los míos.
Su papá fue tan audaz, el mío se animaba poco. Su papá fue
conocido, el mío no. Su papá dejó un vacío enorme. El mío tam-
bién •

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Baños árabes

Eva Gutiérrez Pardina


1972, Tarragona, España. Doctora en Filología Hispánica por la
Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Es Máster en Tendencias
actuales en el estudio de la literatura. Ha publicado en la revista
Versátil el artículo "Viaje de amor y muerte. Querida Nélida, de
Flavia Company", así como una reseña de la recopilacion de
cuentos Género de punto de Company en la revista Lateral (número
106). Es autora del blog http://lapomadaurada.blogspot.com/.

Aunque sólo son las nueve de la mañana, un sol de justicia


castiga el asfalto en el barrio de Gracia de Barcelona. Es un
calor húmedo y pesado, tan característico de las ciudades cerca-
nas al mar, que inevitablemente seguirá in crescendo hasta al-
canzar a mediodía, según advierte el telediario, temperaturas
superiores a los 35 grados.
Muchos de los residentes de Gracia abandonan sus casas en
agosto para huir del calor, de los turistas y de los barceloneses
que acuden masivamente a la Fiesta Mayor. Pero en esto, como
en tantas otras cosas, Paola y Lorena actúan de espaldas a la
mayoría. Aunque se ausentan del barrio durante el mes de julio
– las puestas de sol desde el apartamento en Mallorca son es-
pectaculares en esta época del año- , regresan cada 16 de agosto
al piso que comparten en la calle Gran de Gracia. Desde el pri-
mer momento les encantó este edificio de inspiración modernista,
con su fachada en blanco y amarillo claro, y sobre todo los gran-
des ventanales de cristal ondulante en la parte central, decora-
dos arriba y a los lados con elegantes vidrieras de flores, pétalos
de rosa pálido y hojas verde claro. El doble cristal amortigua el
sonido de los pocos vehículos que circulan, seis pisos más aba-

Un cuento en mi blog | 70 | http://zonaliteratura.com.ar


jo, en esta mañana de 16 de agosto: el aniversario de su quinto
año de relación.
Silenciosamente Gora, la gata persa de Paola, camina sobre
el pulido parquet del comedor. Se detiene ante las cortinas blan-
cas y las observa un rato, muy concentrada; quizá en su imagi-
nación gatuna espera que aparezca entre sus pliegues, de un
momento a otro, un gorrioncillo que le sirva de desayuno.
Nueve y media. Suena un despertador al final del pasillo. Clac.
Ya no.
Lo primero que intuye Paola en la semipenumbra de la habi-
tación son los ojos verdes de Lorena. Tiene la cabeza apoyada
en el codo derecho, y sobre la almohada descansan las puntas de
su melena rizada, morena, salvaje. Parece llevar despierta un
rato, observándola como lo haría Gora: concentrada, y esperan-
do al gorrioncillo. Se sonríen, como cada mañana, y Paola se
dice que la felicidad es abrir los ojos y encontrarse, tanto en
verano como en invierno, sean las nueve o las seis de la mañana,
con la sonrisa de Lorena. A veces le pregunta por qué está tan
de buen humor por las mañanas, y Lorena le responde, invaria-
blemente: porque despierto a tu lado, amor.
-Es 11 de agosto, amor. Feliz quinto aniversario.
-Mmmmmm…. Feliz quinto aniversario, cuca (se despereza,
sonríe).
-¿Qué? ¿Preparada para nuestro ritual privado?
-Claro que sí… Me muero de ganas de estrenar la moto.
Falsamente enfadada, con la mano libre, Lorena coge a Paola
por la cintura, la arrastra hacia ella, acerca sus labios a los de
Paola y, sin dejar que la bese, le reprocha: “Ah, estrenar la moto
sí. Meterme mano en la piscina de sal, no. Vale, muy bonito… “

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Gora avanza por el pasillo, atraída por la voz de su ama. La-
dea la cabeza en el dintel de la puerta, curiosa; está a punto de
maullar, pero se detiene. Primero oye risas; después, sólo el roce
de las sábanas. Ahora otro sonido, también familiar: es su ama.
Ronronea. Otra vez, como casi cada mañana este verano. Ten-
drá que esperar de nuevo para degustar las sardinas en lata del
desayuno, pero no le importa demasiado: cenó abundantemente,
y se siente solidaria con una ama que, como ella, consigue lo
que quiere con un solo ronroneo.
Diez y veinte. Mientras Paola se pone en pie, Lorena prepara
el desayuno: zumo de naranja, café y dos bocadillos de pan con
tomate y jamón. Querría preparar para ella un desayuno eterno,
como el de las protagonistas de Una habitación en Roma. Un
desayuno que las mantuviera para siempre juntas, entre los mu-
ros de su piso, haciendo el amor constantemente, encerradas en
la habitación.
A las once treinta, Paola y Lorena se ponen el casco para
dirigirse al paseo Lluis Companys. La moto va como una seda, y
la velocidad atempera ligeramente el calor que, en media hora,
será ya insoportable. El Arco de Triunfo les indica que se en-
cuentran próximas a los baños y, oh milagro, esta vez sólo nece-
sitan cinco minutos para encontrar aparcamiento.
Sobre unas imponentes puertas de madera, un elegante arco
de herradura les da la bienvenida a una sala amplia, con paredes
de piedra caliza. Hay dos fuentes de luz: a la izquierda, una ven-
tana rectangular, y a la derecha lámparas árabes de diversos
colores y tamaños (verde, naranja, rojo y azul), rodeando la mesa
de madera en la que trabajan las chicas de recepción. Reposo,
exotismo, elegancia… Dos chicas jóvenes y hermosas, camiseta
y pantalón negros, les invitan a esperar a la entrada mientras
toman un té de menta. Comprueban su reserva – un ritual Al

Un cuento en mi blog | 72 | http://zonaliteratura.com.ar


Andalus para dos- y les confirman que podrán iniciar el circuito
elegido en un momento. Otras diez, doce personas esperan jun-
to a ellas, algunas sentadas, algunas de pie. Ningún turista.
-¿Me siguen, por favor?
Una joven simpática y morena acompaña a su grupo hasta la
zona de vestuarios. Aquí ya empieza a notarse el calor, la hume-
dad y una tenue esencia de azahar, el perfume característico de
los baños, que las acompañarán durante todo el recorrido. Es un
calor agradable, sin embargo. Más aún teniendo en cuenta que
no es la primera vez que visitan los baños, y presienten los pla-
ceres que les esperan después. La joven da la bienvenida al gru-
po, recita unas breves explicaciones sobre el funcionamiento del
centro y separa a hombres y mujeres. Todos volverán a encon-
trarse a la salida de los vestuarios.
Amplios y confortables, los vestuarios permiten diversas po-
sibilidades: cambiarse discretamente en una pequeña sala, o bien
hacerlo sin reservas, junto al resto de mujeres, sentadas en unos
bancos de madera ubicados en el centro de la sala. Paola y Lorena
eligen siempre esta última opción; sinten cierto morbo al des-
vestirse juntas, en público y frentre otras mujeres. Una vez puesto
el bañador, la encargada da indicaciones a las usuarias sobre el
funcionamiento de las taquillas, para la seguridad de sus objetos
personales: cerrar la puerta, pulsar cuatro números y después el
icono con la llave. Hecho. A continuación les proporciona unas
zapatillas muy cómodas, blancas, de tela suave y suela muy flexi-
ble y fina, que no podrán quitarse en todo el recorrido, ni siquie-
ra dentro de las piscinas, por motivos de higiene. A la vuelta les
proporcionarán jabón, secadores, laca, espuma para el cabello,
toallas, y una bolsa de plástico para los biquinis mojados. Per-
fecto.
A medida que descienden la escalera que conduce a los ba-

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ños, aumentan a partes iguales la oscuridad y el calor. A pie de
escalera y repartidas por todo el subterráneo, grandes lámparas
de cera naranja y otras de metal, de inspiración marroquí, des-
cansan sobre el suelo de mármol blanco. Suena una relajante
música árabe. Los trabajadores de los baños recogen a los clien-
tes por parejas: si son dos amigas, serán atendidas por dos chi-
cas. Si fueran dos chicos, les atenderían dos hombres. Una pare-
ja de hombre y mujer será atendida por una pareja de profesio-
nales mixta. Así pues el heterosexismo normativo, según el cual
es impensable que sean amantes, proporciona a Paola y Lorena
el placer de ser atendidas por dos mujeres atractivas. Qué gusto.
Les recuerdan que a partir de ahora no se permite hablar en
voz alta y que el primer paso es la ducha –de nuevo, obligatorie-
dad por motivos de higiene-. Una vez cumplido este trámite pa-
san a la sauna, muy pequeña, de tres metros por tres. Les recuer-
dan que vendrán a buscarlas en dos minutos. Si quisieran per-
manecer más tiempo, pueden hacerlo hasta un máximo de doce;
más allá podría ser peligroso.
Sentadas en bancos de clara piedra pulida, cerrada la puerta
de cristal, ambas se entregan a un calor casi insoportable, e
inhalan con fuerza para llenar los pulmones del olor a menta que
llena el reducido espacio. Se intuye, en un rincón a su derecha,
una fuente. Compueban que es imposible ver más allá del brazo
extendido, así que aprovechan para besarse y acariciarse discre-
tamente, mientras notan las gotas de sudor resbalando por su
cuello y desllizándose entre sus pechos. El vapor se condensa
en el techo de la sauna y cae sobre sus cabezas, hombros y mus-
los en forma de gotas que ahora sí, ahora no, les recuerdan que
el tiempo corre y vendrán a buscarlas pronto. Carpe diem.
Al cabo de un momento, vienen a recogerlas y las acompañan
al que será su primer masaje, el exfoliante con crema de semillas

Un cuento en mi blog | 74 | http://zonaliteratura.com.ar


de albaricoque. Les invitan a estirarse sobre una especie de al-
tares con planchas de mármol caliente. La sensación es delicio-
sa, pero esto –lo saben- es sólo el principio. Entregadas por com-
pleto, cierran los ojos para concentrar toda su atención en las
sensaciones de la piel. Primero, desde los pies hasta los hom-
bros, mediante una tetera las chicas vierten sobre sus cuerpos
unos suaves chorros de agua caliente. Durante quince minutos
tiene lugar el proceso de exfoliación que las dejará como nue-
vas. Después, una ducha para limpiar los restos de semillas y, a
partir de este momento, pueden circular libremente por las pis-
cinas: el tepidarium (piscina de agua templada), el caldarium (a
40 grados; se recomienda entrar poco a poco) y, para reactivar la
circulación, el frigidarium o piscina de agua helada. Esta última
es pequeña, porque el contraste de temperatura no invita a que-
darse. Paola sólo puede llegar hasta media rodilla; se le entume-
cen las piernas, y vuelve corriendo a la piscina de agua caliente.
Lorena, en cambio, es capaz de sumergirse en el frigidarium has-
ta la cintura. Con los brazos en jarras y el mentón alzado, sonríe
desafiante a Paola. Verla así le hace recordar su primer amor
televisivo: Xena, la princesa guerrera, satisfecha tras vencer a
algún macho indeseable en el campo de batalla. Paola está a
punto de decírselo, pero las interrumpen para llevarlas a la zona
donde se ofrece a los clientes té de jazmín.
Sentada Lorena, estirada Paola sobre el mármol, tapadas
ambas con grandes toallas blancas para no enfriarse, degustan
un té delicioso y a la termperatura justa. Las chicas sostienen
grandes teteras plateadas, y sirven el té en vasitos de colores,
como los que pueden comprarse en el zoco de Marrakesh. Paola
y Lorena contemplan en silencio los reflejos naranjas de las ve-
las sobre la pulida superficie de las teteras. Aún no tienen ganas
de hablar. Es el momento del cuerpo. Saben que aún tienen tiem-
po para algún chapuzón, el masaje completo, la piscina de sal y,

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finalmente, la llamada piscina de los mil chorros o, dicho de otro
modo, un gran jacuzzi. Cuando quede un cuarto de hora, sona-
rán unas campanillas. Al finalizar el tiempo, sonarán de nuevo.
Todo está calculado.
Sólo aquí, en el espacio reservado para el té, son conscientes
de que hay más personas con ellas. En el trayecto han tenido la
sensación de estar solas, aunque saben que han entrado junto a
diez o doce personas. Las instalaciones son suficientemente gran-
des para albergar a todos los clientes, y en consecuencia todos
tienen la sensación de estar viviendo una experiencia exclusiva.
-Qué maravilla, ¿verdad, cariño?
-Oh, este lugar es estupendo. Vale cada euro que invertimos,
cuca.
-Sí… Necesitábamos este descanso, después del año que he-
mos tenido.
-Mmmmmm… Nada de alumnos ni de escritores hasta sep-
tiembre. Qué gussssssto…
-Buenísimo el te, ¿eh?
-Delicioso. Y la música… Mejor que estar en Fez.
-Buf, hacía más calor que aquí. Y además, aquí nos ahorra-
mos indigestiones y el asedio de los vendedores ambulantes.
-Sí, siempre intentando tocarnos el culo. ¡Pesados!
-¡Ja, ja, sí! Pero reconoce que las vistas desde el hotel eran
preciosas… y los cantos de los muecines desde varios minaretes,
repitiéndose y amplificándose como un eco…
-Lo que era precioso era morder tus hombros mientras sona-
ban de fondo esos cantos…

Un cuento en mi blog | 76 | http://zonaliteratura.com.ar


-¡Ssshhh! ¡Ja, ja!
-Shhh tú, que aquí no se puede reír ni hablar en alto… Pre-
ciosa. Que eres preciosa.
Se contienen para no besarse en público – Barcelona es
gayfriendly, pero no quieren comprobar hasta qué punto -, y se
dedican una mirada que no deja espacio para la duda. Lorena se
dice, una vez más, que Paola es el amor de su vida. Mataría por
esa italiana. Sin dudarlo, sí; mataría por ella.
Vienen a buscarlas, si les parece bien, para el masaje de cuer-
po entero con esencia de flor de azahar. Se miran, asienten, y se
encierran de nuevo en el silencio para entregarse, una vez más, a
una pequeña infidelidad: la del placer que experimentarán sus
cuerpos gracias a otras manos de mujer. Volverán a reencontrarse
en la piscina de sal –deliciosa ingravidez- y en el jacuzzi.
Después de los baños, tienen previsto pasear tranquilamente
hasta un restaurante en la Barceloneta, donde pedirán, como
hace cinco años, una paella de bogavante acompañada de vino
blanco y, después, cuando el sol haya perdido buena parte de su
fuerza, permitirán que les acaricie la piel en la dorada playa de
esta gran ciudad abierta al Mediterráneo •

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El Rostro

Emilio Durán
1971, Madrid, España. A los 9 años compuso su primer poema: «El
caballo alazán». Conoció a los integrantes de un grupo de teatro
amateur para los que escribió alguna obra teatral y en los últimos
tiempos ha escrito guiones de spots publicitarios, así como
capítulos pilotos de series y largometrajes de dibujos animados.
Teniendo actualmente en preparación la escritura de varios
guiones de cortometrajes y la elaboración de su primera novela.

E
l joven Lucas salió de su despacho como cada día y, tam-
bién como cada día, se fue fijando en las piernas de las
chicas. Miraba el contoneo de los cuerpos de las mujeres
con que se cruzaba con el rostro contraído por el deseo. Detenía
su mirada en las caderas y las nalgas de las mujeres, le daba igual
su edad; miraba a todas. Era lo mismo que fueran madres, jóve-
nes, colegialas, señoras bien vestidas… Le gustaba mirarlas a
todas. Salió del edificio mirando a las secretarias y continuó mi-
rando sin descanso a cuantas mujeres se cruzasen en su camino.
No dejaba de mirar a cuantas mujeres se cruzasen en su camino.
Su despacho estaba en la parte empresarial de la ciudad, un lu-
gar céntrico y atestado de coches, el trafico era infernal. Vivía
en un piso céntrico de la ciudad por lo que nunca cogía el coche
para llegar a su trabajo. Tenía un gran éxito en su trabajo. Era un
abogado de prestigio, guapo e interesante para la mayoría de las
mujeres que le conocían. Pero no por eso iba a dejar de mirar a
las mujeres puesto que no tenía novia. Razón por la que pensa-
ba que sus miradas no podían hacer daño a nadie. A pesar de su
juventud, apenas rebasaba la treintena, se había granjeado una
gran reputación en su despacho y no pocas envidias. Pues al ser

Un cuento en mi blog | 78 | http://zonaliteratura.com.ar


uno de los más apasionados y vehementes abogados de todos
los que participaban en los juicios tuvo una extensa racha de
victorias en el terreno judicial que hacía que fuera la envidia de
muchos otros compañeros puesto que los jefes lo veían como un
ejemplo a seguir para cualquiera que quisiera dedicarse a la abo-
gacía. Era un chico joven, de éxito y con gran talento para pare-
cer simpático a cualquiera que cruzase con él unas palabras. Pero
ahora se estaba perdiendo, estaba pensando en sus cosas mien-
tras miraba a las chicas pasar. A veces le pasaba que, al ir miran-
do a las chicas, no sabía donde se encontraba. Ese día fue igual
excepto en que se fue alejando de una ruta trazada en su cerebro
desde hacía varios años. Pues ya llevaba un tiempo trabajando
para el mismo bufete. Sin saber muy bien porqué se alejó más de
la cuenta del camino habitual de vuelta a casa. Lo único que
recordaba al llegar a aquél lugar oscuro y deshabitado es que se
había quedado mirando a una mujer que le sonreía y se conto-
neaba más de la cuenta al percatarse de las calenturientas mira-
das del chico. Esa mujer le estaba provocando y sonreía al ver
que el chico la seguía hipnotizado por el serpentear de sus cur-
vas. Era una mujer madura, de unos cuarenta años, alta y extre-
madamente delgada que, tal como vino, desapareció. Dejando a
Lucas con sus sueños lujuriosos. Notó el bulto en su bragueta y
se ruborizó porque nunca había tenido una erección tan salvaje
tras mirar a una mujer que caminaba por la calle. Cuando volvió
a la realidad sonrió y, haciendo una extraña mueca de sorpresa –
pues no sabía donde se encontraba- , miró a su alrededor y vio
que se encontraba en un solar en obras vallado y que se encon-
traba rodeado por escombros. De hecho, estaba sobre un montí-
culo de escombros y no sabía como había ido a parar allí. Al
mirar al frente detuvo su vista en un hombre extraño. Vestía,
aquél hombre, todo de negro y con un aspecto algo pasado de
moda. Llevaba unos pantalones de pinzas negros de estilo italia-

http://zonaliteratura.com.ar | 79 | Un cuento en mi blog


no, unos relucientes zapatos de charol negro, una chaqueta os-
cura, la corbata negra y una levita del mismo color. Iba tocado
con un sombrero de ala ancha negro bien calado que mantenía
sus ojos alejados de la luz, en una triste penumbra, dándole un
cierto aspecto de misterio y tinieblas al extraño caballero del
traje oscuro. Era un hombre delgado y bastante alto pues, aun-
que Lucas no era pequeño, le sacaba unos veinte centímetros de
estatura al menos. Pero lo que más le llamó la atención al joven
Lucas, cuando lo tuvo lo suficientemente cerca para observarlo
detenidamente, fue su rostro.
El rostro del hombre era alargado y ligeramente triangular,
haciendo la barbilla las veces de vértice coronado por un gracio-
so hoyuelo. Estaba perfectamente afeitado, con el cutis brillante
y el mentón muy marcado como si estuviera haciendo presión
con los dientes. Los músculos de la mandíbula se marcaban fuer-
temente a intervalos como si estuviese masticando algo. Sus la-
bios, curvados en una sonrisa, estaban aún apretados en un ric-
tus de duda o hambre, eran gruesos y sonrosados perfectamente
perfilados a pesar de no llevar ningún tipo de maquillaje. La na-
riz ancha, de proporciones ligeramente exageradas para la cara
alargada del hombre, tenía las ventanas abiertas, dando la im-
presión de olisquear algo de un modo tal como hiciera un sabue-
so. Tenía los pómulos marcados y en penumbra por el sombrero
que se ajustaba hasta casi las cejas. Unas cejas pobladas aunque
escrupulosamente colocadas. Las orejas eran ligeramente pun-
tiagudas y con los lóbulos minúsculos, tan pequeños que pare-
cía carecer de ellos. Las ojeras, hinchadas y amoratadas, pare-
cían más oscuras debido a la sombra que se cernía sobre su mi-
rada proyectada por el ala del negro sombrero. Era una mirada
tranquila, apacible, serena y profunda que salía de unos ojos
huidizos y pequeños que, más que mirar, escrutaban al que ob-
servaba. La frente era ancha y despejada, aunque surcada por

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alguna que otra arruga que la atravesaba. Debajo del oscuro som-
brero se dejaban caer algunos mechones de pelo lacio y grisáceo
que no tenían nada que ver con el rostro juvenil que veía Lucas.
El extraño tono de esos mechones le daban al hombre un aspec-
to intemporal. Cualquiera que le viese no sería capaz de discer-
nir cuál era la edad que tenía, por mucha que esta fuese.
Lucas se había quedado paralizado sin saber porqué al ver a
ese extraño hombre vestido de negro que se acercaba con movi-
mientos lentos, suaves, sinuosos, hipnóticos como si de una ser-
piente se tratase. Sin darse cuenta ese hombre de movimientos
pausados y tranquilos se había acercado hasta él. Estaba muy
cerca, peligrosamente cerca. Lucas no fue capaz de contestar al
saludo silbante del hombre que, al sonreír, dejó ver unos dientes
pequeños, puntiagudos y amarillos, así como la afilada lengua
de movimientos rápidos e intermitentes, pues salía y entraba de
la boca, que era de un color rojo vivo. La silbante voz del caba-
llero de negro era suave y pausada como si estuviera intentando
hipnotizar al, de por sí ya, ensimismado chico. Lucas no se dio
cuenta de que se le resbaló de las manos el maletín cayendo a un
lado y desparramando su contenido. Estaba repleto de la docu-
mentación de los casos que tenía entre manos pero ninguno de
los dos se inmutó al escuchar el estruendo del maletín al caer.
Lucas se mantenía mirando al vacío, como si no pudiese ver nada
más que al oscuro señor, y sus manos se aflojaron dejando caer
el maletín. En un movimiento vertiginoso, antes de que el male-
tín cayese al suelo dejando ver lo que había en su interior, el
hombre del traje oscuro, pues Lucas ya no estaba tan seguro de
que fuese negro, volteó al chico poniéndose a su espalda y de un
salvaje empujón fue a dar con los huesos de Lucas en el suelo,
justo sobre el desolado paisaje en obras donde se encontraban.
Aún estaba Lucas asimilando los matices del rostro del hombre
cuando éste, con una fuerza y velocidad sobrehumanas le arran-

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có la ropa y le dejó desnudo de espaldas a él. Estaba el joven
tirado en el montón de escombros que tenía ante sí, lo que le
produjo heridas en el vientre y el pecho de cierta consideración.
No le produjeron ningún daño los cristales y cascotes que corta-
ron su piel y le hicieron sangrar abundantemente, tal era el ensi-
mismamiento de Lucas. No fue consciente de que le violaban
hasta que algo extraño y caliente golpeó violenta y repetidamente
sus nalgas. A la par de esos empellones salvajes, rítmicos y vio-
lentos, notó una respiración entrecortada y jadeante en la nuca
que le hizo paralizarse aún más de terror. Encogió las manos
aferrándose al suelo ignorando los cortes que le proporcionaban
los cascotes en su desnudo torso, cerró los ojos y puso un gesto
de asco, angustia y pánico. La saliva le resbalaba por el cuello
abrasando la piel de Lucas a su paso. Era una saliva espesa, tibia
y con espuma. Los jadeos del hombre se fueron haciendo más
roncos y salvajes, más sonoros. Hasta que se convirtieron en
unos extraños gritos mezclados con una risa inhumana. Sus ojos
se desorbitaron al observar como las manos del extraño hombre
que le estaba violando se cubrían de un bello negro y áspero
como la hierba de los campos de Escocia. Las uñas de esas ma-
nos cubiertas de pelo negro y salvaje se fueron afilando y con-
virtiendo en unas garras que amarilleaban, o eso le pareció a
Lucas. Los gritos y risas salvajes fueron enronqueciéndose más
aún y los golpes en su espalda cada vez más violentos le hacían
sentirse más y más dolido, indignado y humillado. Un frenético
rugido semejante al de algún animal salvaje dio paso a unos gol-
pes más salvajes en la espalda, que se le amorataba por segun-
dos. Sentía esos inmensos golpes en su espalda y seguía ignoran-
do los cortes y las profundas heridas que le hacían los escom-
bros en su torso. Los violentos empellones en sus nalgas se hi-
cieron más y más inhumanos sintiendo como si su cuerpo se
estuviera desgajando por completo. Lucas cerró los ojos, pues

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las lágrimas le escocían y una imagen se introdujo en su cerebro.
Sabía que no iba a poder borrar esa imagen de su cabeza. Los
matices de ese rostro le vinieron, con cada empellón, una y otra
vez a la cabeza. Una imagen que le estaba martilleando el cere-
bro, como si de una tortura se tratase. Sabía que jamás iba a
poder olvidarse de esa oscura cara.
Todo acabó tan rápido como había empezado. Estaba tirado
sobre cascotes y un charco de sangre y todavía sentía los empu-
jones frenéticos. Pero ya no sentía el peso del hombre de negro a
su espalda, ni escuchaba los gruñidos, ni sentía su aliento en la
nuca, así que todo debía haber acabado. Cuando fue consciente
de que todo había terminado miró hacía atrás y no vio nada.
Sólo una luna redonda y plateada coronando el oscuro cielo. Un
llanto profundo y sereno le sobrecogió. Cuando los hipidos y el
llanto cesaron, miró el reloj y se dio cuenta que habían pasado
más de tres horas. Hacía más de seis que no probaba bocado,
pero le dio igual. No tenía hambre en absoluto. No le apetecía
ingerir ningún tipo de alimento. El vacío de su estómago le soli-
viantaba con ardores frenéticos que le encogían el corazón. Sen-
tía náuseas pero no tenía alimento alguno en su cuerpo. Agachó
su cabeza y miró hacia donde había estado tumbado unos mo-
mentos antes. Estaba totalmente encharcado de sangre. Las lá-
grimas le volvieron a escocer en el rostro cayendo imperturba-
bles. Abrió la boca y dejó salir un espeso hilo de saliva que sabía
terriblemente amarga. Vomitó absolutamente todo lo que tenía
en su interior. Llegó a asustarse al ver sangre en su vómito. Pero
las lágrimas que habían regresado no le permitieron ver nada
más. Se recostó y golpeó con los puños los cascotes de piedra
que tenía bajo su cuerpo ensangrentado y dolorido. Un pezón
había sido arrancado por un cristal que había en el suelo. Estaba
herido con suaves y profundos cortes por todo su torso. Incluso
en la cara tenía algún corte y numerosos golpes. La espalda ente-

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ra era un hematoma. Siguió llorando desesperado e intentó gri-
tar, pero no pudo. La voz no le salía de su cuerpo roto. Así,
destruido y acabado, se puso la ropa como pudo. Víctima, como
era, de un ataque de pánico y miedo, tardó más de media hora en
vestirse. Cuando sintió que sus piernas dejaban de temblar y
pudo hacer acopio del valor suficiente para levantarse, decidió
salir a alguna calle cercana y así poder saber dónde demonios se
encontraba y hacia donde tenía que partir. Sólo quería volver a
casa. Las sombras que le acechaban en la noche parecían haber-
se aliado con los extraños ruidos que le llegaban nítidamente
para burlarse de su desgracia. Lucas se tapaba los oídos pero las
oscuras risotadas y los temibles gemidos del ser que le había
humillado le venían una y otra vez martilleando su razón.
Llegó a una gran avenida que sólo estaba iluminada por algu-
na farola y los semáforos en rojo y miró hacia todos lados. Pero
no había nadie. Absolutamente nadie, ni siquiera un coche para
hacer auto-stop, un taxi que coger o una persona a quien pedir
ayuda. Decidió caminar hacia la izquierda, porque hacia la dere-
cha no le sonaba en absoluto, y en algún cruce podría ver el
cartel con el nombre de la calle para saber donde estaba. Estaba
totalmente perdido. Las lágrimas volvieron a aflorar en sus ojos
enrojecidos y dolidos, al recordar ese rostro maldito. Esa ima-
gen le iba y le venía intermitentemente junto con los terribles
sonidos de su desgracia. Nuevas náuseas le sorprendieron aun-
que nada pudo vomitar. Un bulto extraño en la lejanía salió de
una bocacalle y se alejaba tambaleándose. Pensó que si se acer-
caba a esa persona podría preguntarle cómo ir a su casa desde
ese maldito lugar. Debía ser algún borracho así que, al fin y al
cabo, no estaba solo en esa maldita calle. Aunque estuviese bo-
rracho, por lo menos era otra persona. Fue acercándose desde
atrás, lentamente y con miedo, pues no sabía el efecto que podía
causar en el borracho al verle con ese aspecto tan patético. La

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camisa chorreaba sangre, caminaba afectadamente, tenía el ros-
tro golpeado y la mirada perdida y hundida como su moral. Qué
pensaría el borracho al encontrarse con alguien así. Le dio igual
pues corrió hasta que se dio cuenta de que era un chico joven
que no parecía tener nada que ver con el perverso ser que lo
había humillado. Se puso a la altura del joven, que se tambalea-
ba producto de una borrachera considerable y, jadeando, le ha-
bló con una voz tan profunda, ronca y sofocada que le dio mie-
do. ¡Era su propia voz y la temía! Al darse la vuelta el chico
borracho puso cara de asco y asombro al ver a Lucas así, y le
dijo:
-¿Qué te ha pasado? ¿te han pegado una paliza, tío? –desliza-
ba las sílabas, como si estuviera intentando hablar normalmente
o intentara disimular su borrachera.
-¿Eh? Ah, no… Pe… Perdona, ¿sabrías decirme dónde es-
toy? –Miraba a todas partes y procuraba no mirar la cara del
joven, pues estaba avergonzado y se sentía asqueado y dolido.
-Joder tío, estás peor que yo. Ja, ja. ¡Uy perdón! No es que me
ría de ti… ¿O sí? Ja, ja, ja. –Ya le dio igual parecer o no un
borracho y hablaba sin disimulo- Estamos en la calle Granada.
¡Joder, sí que estás mal, tío! Ha, ha, ha.
-¿Perdón? –pero al reparar en la cara del chico, se dio cuenta
de los ojos huidizos que tenía, de sus pómulos marcados, de sus
puntiagudas orejas carentes de lóbulos… Se sobresaltó y su mi-
rada se endureció. Una idea le pasó por el cerebro. La voz del
joven también era silbante.
-¿No conoces esta calle? Je. Te han pegado ¿Eh, chavalín?
¡Venga, no tengas miedo! Díselo a papá. Ja, ja, ja, ja.
No hizo caso de sus burlas, ni de sus gracias. Una idea se
había alojado en su cerebro. No contestó nada sólo se quedó

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mirando con ojos carentes de emoción al aterrado chico que es-
taba viendo cómo el chico al que habían pegado y que le había
preguntado, estaba totalmente fuera de sí. Respiraba pesadamen-
te, le miraba con una extraña expresión y movía los dedos como
si llevara un revólver en el bolsillo. El borracho miró detrás suyo
y volvió su vista de nuevo hacia Lucas que estaba mirando alre-
dedor como si acabara de caer de algún platillo volante y no
pudiera terminar de creérselo. Estaba realmente asustado el jo-
ven borracho al ver al perplejo Lucas con una sonrisa extraña
que repentinamente asomó a los labios mientras miraba a los
ojos del chico que, cada vez más presa del pánico, tiritaba inmó-
vil.
Lucas cogió del brazo al joven y lo llevó arrastras por toda la
calle hasta que llegaron a una casa oscura y deshabitada. Al cru-
zar la siguiente calle se dieron cuenta de que la entrada a la casa
estaba allí. Así que Lucas le levanto cogiéndole fuertemente del
brazo y, en volandas, sin que el chico pudiera decir una palabra,
le arrastró hasta el interior. Los ojos del chico se llenaron de
miedo. Un miedo que no le dejó gritar, aunque tenía la boca
abierta exageradamente. Allí, en la oscuridad de la casa abando-
nada, solo brillaban dos ojos. Los ojos de Lucas, que estaba to-
talmente fuera de sí, con un brillo relampagueante y salvaje. Era
como si el hombre de negro hubiera adoptado otra forma distin-
ta, o eso le pareció a Lucas. En este caso había adoptado la de
un jovencito borracho para atormentarlo. Aunque ahora no le
pillaba desprevenido, no. Quizá se hubiera equivocado… Pero
esa sonrisa… Esas orejas… Esa mirada… No, no era posible
que se hubiera equivocado. El rostro de ese chico era el mismo
del que tenía el hombre de negro que le había violado. Sin darle
tiempo a reaccionar, y cuando el joven estaba calmándose, la
emprendió a golpes. Al primer puñetazo de Lucas el chico cayó
al suelo hecho un ovillo y gimiendo lastimosamente. Lucas no

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se detuvo a pesar de los apagados gritos del joven pidiendo cle-
mencia. Ni a pesar de que esos gritos, que iban subiendo de
volumen, pudieran alertar a algún vecino curioso. Lucas siguió
golpeando sin detenerse. Le dio patadas en todo su cuerpo. Una
patada le rompió la nariz haciéndole sangrar abundantemente
por una herida que dejaba el hueso al descubierto. Los dos ojos
estaban morados y con derrames. Los pómulos y las cejas le san-
graban. Tenía rotos tres dedos de la mano izquierda y retorcidos
en un gesto casi ridículo. El chico estaba magullado, no tenía
dos dientes y, probablemente también había sufrido la fractura
de alguna costilla, pues un hilillo de sangre manaba de su boca y
se convertía en un borbotón a cada sacudida provocada por un
nuevo golpe. Tenía el rostro completamente hinchado y magu-
llado. Estaba llorando y con una brecha en la cabeza. A Lucas
esto le producía un extraño placer y una gran risa. Una nueva
patada le rompió la tráquea, abriendo un agujero en el lugar donde
debía estar la nuez que sangraba abundantemente. Una extraña
espuma roja se formó en torno a su cuello, producto del aire que
salía de sus pulmones al intentar infructuosamente respirar. El
joven estiró los brazos como intentando agarrarse a algo mien-
tras iba cayéndose hacia atrás y dejó de respirar entre las extra-
ñas y enajenadas risotadas de su asesino que no le quitaba la
vista de encima. No contento con eso, Lucas siguió golpeándolo
hasta que con una piedra, tras arrodillarse sobre el joven, le gol-
peó repetidas veces en la cabeza. Aplastándosela literalmente
contra el suelo. La habitación de la casa abandonada estaba to-
talmente salpicada de la sangre del chico. El cadáver destrozado
se quedó en la habitación de esa casa abandonada, abrazando el
suelo de terrazo solo surcado, de vez en cuando por alguna que
otra asustada rata. Las ratas, cuando Lucas se marchó, aparecie-
ron lentamente para alimentarse ávidamente del cadáver que
yacía en el centro de la habitación. Hubo un momento en que

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era imposible ver el cuerpo del joven muerto por la ingente can-
tidad de ratas que se agolpaban sobre su cadáver para alimentar-
se. Cuando, unos días después encontraron sus restos, sólo pu-
dieron encontrar unos cuantos huesos, no muy grandes, raídos
por las ratas. Ni siquiera dejaron su ropa. Lo devoraron absolu-
tamente todo.
Lucas estaba pletórico, alegre y bañado de pies a cabeza por
la sangre del chico. Caminaba con el herido pecho hinchado por
la emoción de la venganza consumada. Pero ese rostro, pertene-
ciente al hombre vestido de oscuro, lo seguía asaltando en cada
esquina. Las sombras y los r uidos de la noche seguían
acechándole provocando que tiritase del miedo que le provoca-
ban esos ruidos y la sensación de la inminente cercanía de su
violador. Comenzó a esconderse del rostro tapándose la cara con
las manos. Huyendo de las sombras. Pero la imagen del rostro le
seguía martilleando la cabeza. La extraña sonrisa del hombre de
negro le recordaba algo, una hiena quizás, pero no podía
borrársela fácilmente de la cabeza. Así fue, poco a poco, entran-
do de nuevo en una extraña tristeza que se iba apoderando de él.
A medida que el miedo se iba abriendo un hueco en su corazón.
Una punzada de angustia le corrió por el pecho ¡Había matado a
una persona! Pero lo peor de todo es que se había sentido muy
feliz al pensar en el cadáver del pobre chico. Su pragmatismo
judicial le asaltaba una y otra vez dañando su conciencia, mien-
tras que su instinto enajenado le decía que había hecho bien.
Pero era feliz por una venganza consumada. ¿Qué venganza? El
que le violó era un hombre mayor, o eso parecía, y éste era un
pobre chico borracho que había tenido la mala fortuna de pare-
cerse al violador. ¿Se parecía realmente al violador? ¿Estaría
volviéndose loco? No debía haberlo matado, le decía una voz
interna. Pero, poco después, otra le felicitaba por lo que había
hecho. Reía y lloraba, lloraba y reía. Todo dependía de si le ha-

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blaba su conciencia o su instinto. Recordó un juicio que tuvo
lugar hacía algún tiempo. Una joven había sido violada por un
hombre y pedía una y otra vez que lo mataran. En aquél enton-
ces no lo entendió, pero ahora estaba seguro que él quería que le
pasara lo mismo al extraño ser de negro que le había violado a
él. No, no podía ser, tenía que ser juzgado y condenado justa-
mente. Su conciencia y su instinto le estaban volviendo loco.
Lloraba y reía. No sabía porqué pero la chica aquella a la que
había defendido hacía ya tres años le dijo algo que se le quedó
grabado cuando él le recomendó que se tranquilizara porque
había ganado el juicio. “Ya está, hemos ganado” Le dijo Lucas
con una sonrisa de satisfacción. Ella, sin cambiar su gesto serio
y mirando con cara de odio al hombre que la había violado, le
replicó: “Sólo estaré contenta cuando sepa que ese cerdo está
muerto y enterrado” Antes no podía entenderlo, pero ahora era
totalmente consciente de los sentimientos que abordaban a la
chica. ¿También ella sentía lo que él? ¿Una parte le pedía su
muerte y otra estaba contenta? Ese recuerdo le atormentó aún
más. Pues le hizo crecer las dudas. Era un hombre de leyes y no
concebía la muerte de un ser humano y tampoco la venganza.
Había que confiar en la justicia, a pesar de lo que dictara el
instinto. Debía ser juzgado y sentenciado, pero él era consciente
de los entresijos y trampas legales existentes para evitar una sen-
tencia de más de treinta años por violación. De hecho, si hubie-
ra tenido que defender al violador, los habría utilizado. Al pen-
sar en ello, le dio aún más asco. Sentía mil dudas que le bombar-
deaban la cabeza. Una tormenta de dudas, pero de todos mo-
dos, cada vez que le entraban ganas de reír se repetía: “¡por Dios,
he matado a un chico!” Reía y lloraba.
Su camino ya le era totalmente conocido porque se encontra-
ba en la calle donde vivía. Tenía los ojos enrojecidos por el llan-
to. Se encaminó hacia su casa y se detuvo en su portal. Intentó

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calmarse antes de meter la llave en la puerta del portal pues su
pulso no le dejaba introducirla en la cerradura. Tras varios in-
tentos abrió la puerta con una tremenda dificultad. Cuando en-
tró en el ascensor no quiso mirarse al espejo, debía tener un as-
pecto horrible. Luchó con un extraño impulso que le llamaba
para que se mirase en el espejo, luchó y venció porque hasta que
el ascensor no se detuvo en la séptima planta mantuvo sus ma-
nos pegadas a sus ojos de los que, de nuevo, brotaban las lágri-
mas. Seguía teniendo la sensación de que esa sonrisa le estaba
acechando. Los chirridos del ascensor y los ruidos de la puerta
del portal le recordaban los gritos y gemidos de su violador. Las
lágrimas le volvían a abrasar el rostro. Sus hombros subían y
bajaban y lloraba pesadamente. Unas lágrimas gruesas y espesas
de abatimiento y angustia le surcaron el rostro, limpiando en
regueros de su cara la sangre seca del muchacho al que había
asesinado y que le había salpicado el rostro hacía escasamente
una media hora. Abrió la puerta de su casa y, sin encender la luz,
se quitó el traje y lo tiró a la basura sin contemplaciones y con
un gesto de rabia en la cara. Se quedó completamente desnudo.
No reparó en nada, lo tiró absolutamente todo, no dejó en su
cuerpo ningún recuerdo de lo que había pasado esa noche. Esta-
ba asqueado por la violación y por el asesinato. Se sentía abati-
do y no tenía fuerzas para nada. La cadena que le regaló su ma-
dre el año pasado por su cumpleaños acabó en la basura, igual
que el reloj del que estaba tan orgulloso, pues lo compró con su
primer sueldo. Al mirar el reloj de la cocina se dio cuenta de que
eran las tres y cuarto de la madrugada. No estaba cansado, sólo
se sentía sucio. Abatido, angustiado y sucio. Así que se fue di-
rectamente al cuarto de baño y se metió en la bañera. La llenó
hasta arriba de un agua caliente y humeante y se sumergió una y
otra vez. El agua se tiñó de rojo. Frotó su cuerpo con tanta fuer-
za que la esponja le hizo heridas a lo largo de todo el cuerpo. Las

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heridas que le había producido el violador se volvieron a abrir,
provocando una gran hemorragia. Cuando creyó estar lo sufi-
cientemente limpio salió de la bañera y se enrolló en una toalla.
Poco a poco la toalla se empapó de la sangre que manaba de las
heridas. El impulso que lo abordó en el ascensor para que mira-
se al espejo volvió con más fuerza y esta vez no pudo hacer
nada por detenerlo. Esta vez le venció. Miró al espejo… Ahí
estaba la maldita cara de nuevo. Era un rostro que conocía muy
bien. ¡Era su cara! El terror y el odio le transfiguraron el sem-
blante y, sin pensarlo dos veces, le dio un puñetazo al espejo
que, riéndose de él le devolvía la cara del hombre que lo había
violado. Su propio rostro. Estaba huyendo de su propio rostro.
El hombre que le había violado era el poseedor de su cara. Le
estaba acechando su propia imagen.
Al golpear el espejo con su puño se cortó en la muñeca y el
antebrazo. El espejo saltó haciéndose añicos y, al mirar los tro-
zos esparcidos en el suelo vio que la cara se había multiplicado,
repitiéndose en cada uno de los pequeños trozos rotos esparci-
dos por el suelo devolviéndole una sonrisa. Una cara, la suya,
que le sonreía hirientemente. No reparó en el profundo corte
que se había hecho en la mano al asestar el golpe al espejo. La
sangre cayó sobre el espejo tiñendo la cara de rojo. Cogió con su
temblorosa mano un trozo triangular del cristal que se había
quedado sobre el lavabo y, sonriendo, se hizo un profundo corte
en el rostro. Parte de la mejilla le colgaba mientras un gran cho-
rro de sangre le caía por el torso desnudo. La imagen sangraba y
Lucas se reía. El rostro del hombre que le había violado estaba
herido. Siguió asestando golpes a su rostro, el rostro de quien le
había violado. Se produjo cortes en los labios, se cortó una oreja
y la contempló caer divertido sobre un charco de sangre espesa.
Se reía de las heridas que se producía en la cara. Trozos de carne
de su cara cayeron al suelo y por las heridas que se producía

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podía verse el hueso del pómulo. Un ojo le explotó al ser atrave-
sado por el espejo que le devolvía aquel maldito rostro. Deján-
dole un reguero de sangre por toda la cara que chorreaba por la
barbilla abundantemente. Lucas se reía y cuánto más se reía más
se moría. Se estaba matando. Las risas eran escandalosas y sal-
vajes, una risa sobrehumana que le invadió de repente. Los jiro-
nes de carne caían esparciéndose sangrantes sobre el suelo del
cuarto de baño que estaba moteado por la sangre que había sal-
tado por las paredes y el techo del cuarto de baño. Se atacó con
tanta violencia que se arrancó varios dientes de raíz. Por la pér-
dida de sangre y por los profundos cortes en el cuello que se
produjo, empezó a sentirse cansado y soñoliento. Cuando miró
el espejo por última vez, Lucas se reía, hasta que el rostro del
hombre vestido de negro se le presentó tal y como lo recordaba,
con esa sonrisa extraña y macabra e intacto. Lucas borró su son-
risa y murió sobre un charco de sangre con un rictus de angustia
y terror en su cara. Mientras el hombre de negro se reía en el
espejo. La risa era cada vez más a un volumen mayor hasta que
el cuarto de baño de Lucas se sumergió en un concierto de es-
candalosas risotadas mientras la sangre de Lucas recorría todo
el cuarto de baño. Las risas se detuvieron de improviso y en la
ventana se podía ver una luna plateada y redonda que lo domi-
naba todo.
No muy lejos de allí un hombre vestido de negro se acercaba
con movimientos pausados y tranquilos, parecidos a la danza
macabra de una serpiente al divisar una presa, a un mendigo
borracho que lo miraba estupefacto mientras intentaba infruc-
tuosamente levantarse de los cartones que él denominaba su
hogar. El mendigo se caía una y otra vez al intentar incorporarse
producto de la borrachera que tenía. Este no podía apartar la
vista del extraño caballero vestido de negro que se estaba acer-
cando a él pausada y serenamente. El anciano borracho estaba

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absorto mirando al ser que había aparecido no sabía muy bien
de donde. Estaba bailando o algo parecido. Se quedó impresio-
nado del impecable traje negro que llevaba y del brillo de los
zapatos. Los movimientos eran raros e hipnóticos, y no podía
apartar la vista de ese hombre, pero lo que más le llamó la aten-
ción fue el rostro •

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Diciembre 2010 | ZONA LITERATURA
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