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RESUMEN DE LAS SEIS MEDITACIONES SIGUIENTES.

Aunque la utilidad de una duda tan general no aparezca en un primer momento, sin embargo, es
muy grande, en cuanto nos libera de toda suerte de prejuicios nos prepara un camino muy fácil para
acostumbrar nuestro espíritu a desprenderse de los sentidos y, por fin, en cuanto hace imposible que
podamos tener ya alguna duda en lo que luego descubramos que es verdadero.
En la segunda meditación, el espíritu, que al usar de su propia libertad supone que no existe ninguna
de las cosas de cuya existencia tiene la menor duda, reconoce que es absolutamente imposible que
él mismo sin embargo no exista. Lo cual es también de una utilidad muy grande, ya que por este
medio distingue con facilidad las cosas que le pertenecen, es decir, aquella de naturaleza espiritual,
y las que le pertenecen al cuerpo.
Me he visto obligado a seguir un orden semejante a aquel del cual se sirven los geómetras, a saber,
adelantar todas las cosas de las cuales depende la proposición que se busca, antes de concluir algo
de ello.
Hay que tener una concepción distinta de la naturaleza corporal, la cual se forma en parte en esta
segunda meditación, y en parte en la quinta y en la sexta. Por último, debe concluirse de todo esto
que las cosas que se conciben en el espíritu y el cuerpo, son en efecto sustancias diversas y
realmente distintas unas de otras: y esto es lo que se concluye de la sexta meditación.
La corrupción del cuerpo no se sigue la de la muerte del alma, y para dar así a los hombres la
esperanza de una segunda vida después de la muerte; como también porque las premisas de las
cuales se puede concluir la inmortalidad del alma dependen de la explicación de toda la física.
Y, además, para que se tenga en cuenta que el cuerpo, tomado en general, es una sustancia y por
esto tampoco perece; pero que el cuerpo humano, en tanto que difiere de los otros cuerpos, no está
formado y compuesto sino de una cierta configuración de miembros y de otros accidentes
semejantes; mientras que el alma humana, por el contrario, no está compuesta así de accidentes
algunos, sino que es una pura sustancia.
En la tercera meditación me parece haber explicado con suficiente extensión el principal argumento
del que me sirvo para demostrar la existencia de Dios. En la sexta distingo entre acción del
entendimiento y la imaginación; se describen allí las marcas de esta distinción. Muestro que el alma
del hombre es realmente distinta del cuerpo, y que sin embargo le está tan ligada y unida que no
compone con él sino como una misma cosa.
MEDITACIONES CONCERNIENTE A LA FILOSOFÍA PRIMERA EN LAS CUALES SE
DEMUESTRA LA EXISTENCIA DE DIOS Y LA DISTINCIÓN REAL ENTRE EL ALMA Y EL
CUERPO DEL HOMBRE.
PRIMER MEDITACIÓN.
Acerca de las cosas que se puede poner en duda.
Me hacía falta intentar seriamente una vez en mi vida deshacerme de todas las opiniones a las que
hasta entonces había dado crédito, y comenzar todo de nuevo desde sus fundamentos, si quería
establecer algo firme y constante en las ciencias.
Cuando mi espíritu se halla libre de toda preocupación, y habiéndome procurado un seguro reposo
en una soledad apacible, me aplicaré seriamente y con libertad a destruir de manera general todas
mis antiguas opiniones.
Será suficiente que yo encuentre el más mínimo motivo de duda para hacer que las rechace a todas.
Atacaré en primer lugar los principios sobre los cuales se apoyaban todas mis viejas opiniones.
Todo lo que hasta ahora he recibido como lo más verdadero y seguro lo he aprendido de los
sentidos, o por los sentidos: ahora bien, algunas veces he comprobado que esos sentidos eran
engañadores, y es prudente no fiarse nunca por completo de quienes hemos sido alguna vez
engañados.
¿Cuántas veces me ha sucedido soñar, durante la noche, que estaba en un lugar, vestido, cerca del
fuego, aunque estuviese dentro de mi lecho y por completo desnudo? Es cierto que me parece ahora
que no es con ojos dormidos que miro este papel; que esta cabeza que muevo no está adormecida;
que extiendo esta mano con intención y deliberado propósito, y que la siento: lo que acontece en el
sueño no parece, ni tan claro, ni tan distinto como todo esto.
No hay indicios concluyentes, ni marcas tan ciertas por las cuales se pudiese distinguir con nitidez
la vigilia del sueño, que me lleno de extrañeza; y esta extrañeza es tal, que si es capaz de
persuadirme de que estoy dormido.
Por lo cual tal vez no concluiríamos mal si dijéramos que la física, la astronomía, la medicina y
todas las otras ciencias que dependen de la consideración de las cosas compuestas, son muy dudosas
e inciertas; pero que la Aritmética, la Geometría y las otras ciencias de esta naturaleza, que no tratan
sino de cosas muy simples y muy generales sin preocuparse mucho de si se dan en la naturaleza o
no, contienen algo cierto e indudable. Porque, ya que yo esté despierto o que duerma, dos o tres
juntos forman cinco, y el cuadrado no tendrá nunca más de cuatro lados; y no parece posible que
verdades tan patentes puedan ser sospechosas de alguna falsedad o certidumbre.
¿quién puede haberme asegurado de que ese Dios no ha hecho que no hay tierra alguna, ni cielo
extenso, ni figura, ni magnitud, ni lugar, y que si embargo yo tenga las sensaciones de todas estas
cosas, y todo ello no me parezca existir sino como yo lo veo? Podría ser que Él hubiese querido que
yo me engañe todas las veces que hago la adición dos y tres, o que enumero los lados de un
cuadrado, o que juzgo de algo aún más fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que eso.
Nunca perderé la costumbre de darles mi beneplácito y de confiar en ellas, mientras que no las
considere tal y como son efectivamente, a saber, en cierta forma dudosas, como acabo de mostrar, y
sin embargo muy probables, de manera que se tiene mayor razón para creerlas que para negarlas.
Supondré entonces que hay, o un verdadero Dio que es fuente soberana de la verdad, sino un cierto
genio maligno, no menos astuto y engañador que poderoso, que ha empleado toda su destreza para
engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos, y todas las
cosas exteriores que vemos no son más que ilusiones y engaños, de los cuales se sirve para
sorprender mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como si no tuviera sentido alguno, pero
creyera erradamente tener todas esas cosas. Con obstinación permaneceré aferrado a este
pensamiento; y si por este medio no está en mi poder llegar al conocimiento de ninguna verdad, por
lo menos está en mi potencia el suspender mi juicio.
SEGUDA MEDITACIÓN
Acerca de la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo.
Arquímedes para sacar el globo terráqueo de su lugar y transportarlo a otro, no pedía más que un
punto que fuera fijo y seguro. También yo tendré derecho a concebir a grandes esperanzas si tengo
la suerte de encontrar al menos una cosa que sea cierta e indudable.
¿no hay acaso un Dios, o alguna otra potencia que me introduzca en el espíritu estos pensamientos?
Esto no es necesario; porque bien puede ser que yo esté en capacidad de producirlos por mí mismo.
Me he persuadido, empero, de que no había absolutamente nada en el mundo, de que no había cielo,
n tierra, ni espíritus, ni cuerpo alguno; pero entonces ¿no me he persuadido también de que yo no
era? ciertamente no; sin duda que yo era, si me he persuadido, o sólo si yo he pensado algo. sin
embargo, hay un no sé qué engañador muy poderoso y muy astuto que emplea toda su destreza en
engañarme siempre. Pero entonces no hay duda de que soy si me engaña; y que me engañe cuanto
quiera, él no podrá nunca hacer que yo no sea nada mientras que yo piense ser algo. (…) yo soy, yo
existe, es necesariamente verdadera cada vez que la pronuncie o que la conciba en mi espíritu.
¿qué es entonces lo que creía ante? Sin dificultad pensaba ser un hombre. Pero ¿Qué es un hombre?
¿diré que es un animal racional? No, por cierto; porque sería necesario investigar luego que es un
animal y lo que es racional, y así, de una única cuestión, caeríamos de manera insensible en una
infinidad de cuestiones difíciles y embarazosas, y no querría desperdiciar lo poco que me queda de
tiempo y de ocio empleándolo en desenredar semejantes sutilezas.
Si tuviera en sí el poder para moverse, sentir y pensar, no creía de ninguna manera que se le
pudiesen atribuir estas ventajas a la naturaleza corporal; por el contrario, más bien me extrañaba de
ver que semejantes facultades se encontrasen en ciertos cuerpos.
Me detengo a pensar en ello con atención, paso y repaso todas estas cosas en mi espíritu, y no me
encuentro ninguna de la cual pueda decir que está en mí. No es necesario que me detenga
enumerarlas. Pasemos entonces a los atributos del alma y veamos si hay algunos que estén en mí.
Los primeros son los de alimentarme y camina; pero si es verdad que no tengo cuerpo, también es
verdad que no pueda caminar y alimentarme. Otro es el de sentir; pero tampoco se puede sentir sin
el cuerpo: además de que en otras ocasiones he pensado que sentía muchas cosas durante el sueño,
las cuales al despertarme he reconocido no haberlas sentido efectivamente. Otro es el de pensar; y
aquí encuentro que el pensamiento es un atributo que me pertenece.
Hablando con precisión, sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una
razón, que son términos cuyo significado me era desconocido hasta ahora. Los términos de fingir e
imagina me advierten de mi error; porque, en efecto, fingiría si imaginara algo, puesto que imaginar
no es otra cosa que contemplar la figura o la imagen de la cosa corporal.
Si acercan el fuego a la vela: lo que quedaba en el sabor se esfuma, el olor se desvanece, su color
cambia, su figura se pierde, su tamaño aumenta, se vuelve líquido, se calienta, apenas se puede
tocar y, aunque se golpee, no dará sonido alguno. ¿permanece la misma cera después de este
cambio? Hay que confesar que permanece; y nadie lo puede negar. ¿qué es lo que se conoce en el
pedazo de cera con tanta distinción?
Considerémoslo con atención y, apartando todas las cosas que no pertenecen a la cera, veamos lo
que queda. Ciertamente no queda sino algo extenso, flexible y mudable. Pero ¿qué es flexible y
mudable? ¿no es acaso que imagino que esta cera que es redonda, es capaz de volverse cuadrada y
de pasar del cuadrado a una figura triangular? Cierto que no, no es eso, puesto que la concibo capaz
de recibir una infinidad de cambios semejantes, y no podría sin embargo recorrer esa infinidad con
mi imaginación y, por consiguiente, esa concepción que tengo de la cera no se lleva a cabo por la
facultad de imaginar.
Es necesario, por lo tanto, aceptar que yo no podría ni siquiera concebir con la imaginación lo es
esta cera, y que únicamente mi entendimiento lo concibe; me refiero a este pedazo de cera en
particular, porque en cuanto a la cera e general, es aún más evidente. ¿qué es esa cera que no puede
ser concebida sino por el entendimiento? Ciertamente es la misma que veo, que toco, que imagino y
la misma que conozco desde el comienzo. Pero lo que hay que tener en cuenta es que su percepción,
o bien, la acción por la cual se la percibe, no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación, y nunca
lo ha si, aunque antes parecía así, sino únicamente una inspección del espíritu, que puede ser
imperfecta o confusa, como lo era antes, o bien clara y distinta, como lo es ahora, según que mi
intención se centre más o menos en las cosas que hay en ella, o de las cuales está compuesta.
Cuando distingo la cera de sus formas exteriores y la considero por completo desnuda, igual que si
la hubiese quitado de sus vestidos, ciertamente, aunque se pueda todavía encontrar algún error en
mi juicio, o la puedo concebir de esa manera sin un espíritu humano.
Pero, en fin, he aquí que he vuelto a donde quería; porque como ahora para mí ya es conocido que,
hablando con propiedad, no concebimos los cuerpos sino por la facultad de conocer que hay en
nosotros, y no por la imaginación, ni por los sentidos, y que no os conocemos porque los veamos o
los toquemos, sino únicamente porque los concebimos por el pensamiento, conozco con evidencia
que no hay nada que me sea más fácil de conocer que mi espíritu.
TERCERA MEDITACIÓN
Acerca de Dios; que existe.
Voy a considerar ahora con más exactitud si acaso se encuentran en mí otros conocimientos que no
haya aún percibido. Estoy cierto de que soy una cosa que piensa; pero entonces ¿no sé también lo
que se requiere para estar cierto de algo? en este primer conocimiento no se encuentra más que una
percepción clara y distinta de lo que conozco; la cual, en verdad, no sería suficiente para
asegurarme de que es verdadera, si alguna vez pudiera suceder que una cosa que llegue a concebir
tan clara y tan distintamente se hallara de ser falsa. Y, por lo tanto, me parece que desde ahora
puedo establecer como regla general que todas las cosas que concibamos muy clara y muy
distintamente son verdaderas.
Pero había además otra cosa que aseguraba y que, por lo habituado que estaba a creerla, pensaba
percibirla muy claramente, aunque no la percibiese, a saber, que había allí cosas fuera de mí de
donde procedían las ideas y a las que éstas ideas se asemejaban por completo. Y era en esto en lo
que me engañaba; o, si tal vez juzgaba de acuerdo con la verdad, no era ningún conocimiento que
yo tuviera el que causaba de mi juicio.
Y en verdad, puesto que no tengo razón alguna para creer que haya un Dios que sea engañador, y,
además, aún no he considerado aquellas que prueban que hay un Dios, la razón para dudar que
depende sólo de esta opinión es bien ligera y, por así decirlo, Metafísica.
Entre mis pensamientos, algunos son como las imágenes de las cosas, y sólo a estos les conviene
con propiedad el nombre de ideas: como cuando me represento un hombre o una quimera, o el
cielo, o un ángel, o Dios mismo. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo,
afirmo o niego; es cierto que concibo entonces algo como sujeto de la acción de mi espíritu, pero
con esa acción le añado también alguna otra cosa a la idea que tengo de aquello; y de este género de
pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros juicios.
Ahora, en lo que concierne a las ideas, si se les considera sólo en sí mismas y no se las refiere a
ninguna otra cosa, hablando con propiedad, ellas no pueden ser falsas; porque ya sea que imagine
Cabra o una quimera, no es menos verdadero que imagino la una que la otra. No hay que temer
tampoco que se pueda encontrar falsedad en las afecciones y las voluntades; porque, aunque yo
pueda desear cosas malas, o hasta cosas que nunca han sido, sin embargo, no por ello es menos
verdadero que las deseo.
No quedan más que los juicios únicamente, el error principal y el más ordinario que se puede
cometer con ellos consiste en que juzgo que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a
cosas que están fuera de mí; porque ciertamente, si yo considerara las ideas sólo como ciertos
modos o maneras de mi pensamiento sin querer referirlas a alguna otra cosa exterior, apenas
podrían darme ocasión de errar.
Pero de esas ideas, me parece que unas nacieron conmigo, que otras son extrañas y vienen de fuera
y que las otras han sido hechas e inventadas por mí mismo. El que yo tenga la facultad de concebir
lo que se llama en general una cosa, o en verdad, o en pensamiento, me parece que esto no lo tengo
de parte alguna, sino de mí naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor,
hasta ahora he juzgado que estos sentimientos procedían de algunas cosas que existen fuera de mí;
en fin, me parece que las sirenas, los Hipogrifos y todas las demás quimeras semejantes son
ficciones e invenciones de mi espíritu.
Y lo que tengo que hacer principalmente en este lugar es considerar, con respecto a aquellas que me
parece que vienen de algunos objetos que están fuera de mí, cuáles son las razones que me obligan a
creerlas semejantes a esos objetos.
La primera de tales razones es que me parece que esto me lo enseña la naturaleza; la segunda, que
experimento en mí mismo que esas ideas no dependen de mi voluntad.
Tengo ahora que ver si estas razones son bastante fuertes y convincentes. Cuando digo que me
parece que esto me lo enseña la naturaleza, sólo entiendo con la palabra naturaleza una cierta
inclinación que me lleva a creer eso, y no una luz natural que me haga conocer que eso sea verdad.
Por lo que toca a las inclinaciones que también me parece que me son naturales, he notado con
frecuencia que, cuando se trataba de escoger entre las virtudes y los vicios, ellas no me han
inclinado menos a lo malo que a lo bueno; por lo cual no tengo motivo para seguirlas tampoco en lo
que respecta a lo verdadero y a lo falso. A la otra razón que consiste en que esas ideas deben
provenir de otra parte porque no dependen de mi voluntad, tampoco lo encuentro convincente.
Y, en fin, aun cuando yo siguiera estando de acuerdo en que son causadas por esos objetos, no es
una consecuencia necesaria el que ellas deban serles semejantes.
Las que me representan sustancias son sin duda algo más y contienen en sí (por decirlo así) más
realidad objetiva, es decir, participan por representación en más grados de ser o de perfección, que
aquellas que me representan sólo modos o accidente. Además, aquella por la cual concibo un Dios
soberano, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, todopoderoso y creador universal de todas las
cosas que hay fuera de él; aquella, digo, tiene ciertamente en sí más realidad objetiva, que aquellas
mediante las cuales me son representadas las sustancias finitas.
Ahora bien, entre esas ideas, además de aquella que me representa a mí mismo, sobre lo que no
puede haber dificultad alguna, hay otra que me representa a Dios, otras las cosas corporales e
inanimadas, otras, ángeles, animales, y otras, en fin, me representan hombres semejantes a mí. Pero,
en lo que respecta a las ideas que me representan otros hombres, animales o ángeles, concibo con
facilidad que pueden ser formadas por la mezcla o composición de otras ideas que tengo de las
cosas corporales y de Dios, aunque fuera de mí no hubiera otros hombres en el mundo, ni ningún
animal o ángel.
Porque, aunque he señalado antes que sólo en los juicios se puede encontrar la falsedad verdadera y
formal, sin embargo, en las ideas se puede encontrar una cierta falsedad material, a saber, cuando
ellas presentan lo que no es nada como si fuera algo. por ejemplo, las ideas que tengo del frío y del
calor son tan poco claras y tan poco distintas, que por su medio no puedo discernir si el frío es sólo
una privación del calor, o el calor una privación del frío, o bien, si uno y otro son cualidades reales,
o si no lo son.
Porque si son falsas, es decir, si representan cosas que no son, la luz natural me hace conocer que
proceden de la nada, es decir, que no están en mí sino porque a mi naturaleza le hace falta algo y no
es por completo perfecta.
En lo que concierne a otras cualidades, de las cuales están compuestas las ideas de las cosas
corporales, a saber, la extensión, la figura, la situación y el movimiento de lugar, es verdad que no
están formalmente en mí, ya que no soy sino una cosa que piensa; pero, puesto que son sólo ciertos
modos de la sustancia, y como vestidos bajo los cuales la sustancia corporal nos aparece, y como yo
mismo soy también una sustancia, parece que podrían estar contenidas en mí de manera eminente.
Con el nombre de Dios entiendo una sustancia infinita, eterna e inmutable, independiente,
omnisciente, todopoderosa, y por la que yo mismo, y todas las demás cosas que existen (si es
verdad que hay algunas cosas que existen), han sido creadas y producidas. Ahora bien, estas
ventajas son tan grandes y eminentes, que cuanto más atentamente las considero, menos me
persuado de que la idea que tengo de ellas pueda originarse sólo de mí. Y, por consiguiente, de todo
lo que he dicho antes es preciso concluir necesariamente que Dios existe; porque, la idea de
sustancia esté en mí por el mismo hecho de que soy un ser finito, no tendría la idea de una sustancia
infinita si no hubiera sido puesta en mí por alguna sustancia que fuera verdaderamente infinita.
¿cómo sería posible que pudiese conocer que dudo y que deseo, es decir, que me falta algo y que no
soy por completo perfecto, si no tuviese en mí ninguna idea de un ser más perfecto que el mío por
cuya comparación conociera los defectos de mi naturaleza?
Esa misma idea es también clara y distinta, puesto que todo lo que de real y verdadero concibe mi
espíritu con claridad y distinción, y contiene en sí alguna perfección, está contenido e incluido por
completo dentro de esa idea.
Pero puede ser que yo sea algo más de lo que me imagino, y que todas las perfecciones que atribuyo
a la naturaleza de Dios estén de alguna maneta en í en potencia, aunque no se produzcan todavía y
no se manifiesten por sus acciones. En efecto, experimento ya que mi conocimiento se aumenta y se
perfecciona poco a poco, y no veo nada que pueda impedirle que se aumente cada vez más hasta el
infinito; además, estando acrecentando y perfeccionado así, no veo nada que impida que yo pueda
adquirir por su medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y en fin, parece que el
poder que tengo para adquirir esas perfecciones, si está en mí, puede ser capaz de imprimir y de
introducir allí las ideas de tales perfecciones.
No puede ser; porque, en primer lugar, aunque fuese verdad que mi conocimiento adquiere todos
los días nuevos grados de perfección, y que ha habido en mi naturaleza muchas cosas en potencia
que aún no están allí actualmente, sin embargo, todas esas ventajas no pertenecen, si se aproximan
de ninguna manera a la idea que tengo de la divinidad, en la que nada se encuentra sólo en potencia,
sino que todo está allí actualmente en efecto.
Dios lo concibo actualmente infinito en tan alto grado, que nada se puede añadir a la soberana
perfección que posee. Comprendo muy bien que el ser objetivo de una idea no puede ser producido
por un ser que existe sólo en potencia, que, hablando con propiedad, no es nada, sino sólo por un ser
formal o actual.
Cuando relajo un poco mi atención, como mi espíritu se halla oscurecido y como cegado por las
imágenes de las cosas sensibles, no se acuerda con facilidad de la razón por la cual la idea de un ser
más perfecto que el mío debe necesariamente que haber sido puesta en í por un ser que se en efecto
más perfecto.
Ahora bien, si yo fuera independiente de todo lo demás, y fuese yo mismo el autor de mis ser, en
verdad no dudaría de nada, no concebiría más deseos y, en fin, no me faltaría ninguna perfección;
porque me hubiera dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo en mí alguna idea, y sería así
Dios
Es una cosa bien clara y evidente (para todos los que consideren con atención la naturaleza del
tiempo), que una sustancia, para ser conservada en todos los momentos de su duración, tiene
necesidad del mismo poder y de la misma acción que sería necesaria para producirla y crearla de
nuevo por completo si aún existiera.
Dado que soy más que una cosa que piensa (o al menos, puesto todavía hasta ahora no se trata
precisamente de esta parte de mí mismo), si un poder tal residiese en mí ciertamente debería por lo
menos pensarlo y tener conocimiento de él; pero no percibo en mí ninguno, y por ello conozco con
evidencia que dependo de algún ser diferente a mí.
Porque el tener la virtud de ser y de existir por sí, debe también tener sin duda el poder para poseer
actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas aquella que yo concibo que
hay en Dios. Y si ella obtiene su existencia de alguna otra causa distinta de ella, se preguntará una
vez más, por la misma razón, si esa segunda causa es por sí o por otra, hasta que se llegue al fin de
grado en grado a una última causa que se encontrará que es Dios.
La idea de mí mismo, ella nació y fue producida conmigo desde que fui creado. Es cierto que no
debe parecer extraño que Dios al crearme, haya puesto en mí esta idea para que fuera como la
marca del obrero impresa sobre su obra. Aquel de quien dependo posee en sí todas esas grandes
cosas a las que aspiro.
CUARTA IMPRESIÓN
Acerca de lo verdadero y de lo falso.
La idea que tengo del espíritu humano en cuanto que es una cosa que piensa, y no extensa en
longitud, latitud y profundidad, y que no participa en nada de lo que pertenece al cuerpo, es
incomparablemente más distinta que la idea de cualquier cosa corporal.
Luego experimento en mí mismo un cierto poder juzgar que sin duda he recibido de Dios, lo mismo
que todas las demás cosas que poseo; como él no querría engañarme, es cierto que no me lo ha dado
de tal manera que yo pueda equivocarme alguna vez mientras lo utilice como es debido.
Yo soy un término medio entre Dios y la nada, es decir, que estoy colocado de tal manera entre el
ser soberano y el no ser, que en verdad nada se encuentra en mí que me pueda conducir al error en
tanto que me ha producido un ser soberano; pero que, si me considero como participante en alguna
forma de la nada o del no ser, es decir, en cuanto que yo mismo no soy el ser soberano; entonces me
encuentro expuesto a una infinidad de deficiencias, de manera que no debo extrañarme si me
engaño.
Porque el error no es una pura negación, es decir, no es el simple defecto o ausencia de alguna
perfección que no me es debida, sino más bien una privación de algún conocimiento que parece que
yo debería poseer.
Sabiendo ya que mi naturaleza es extremadamente débil y limitada y que, por el contrario, la de
Dios es inmensa, incomprensible e infinita, no me costará reconocer que hay una infinidad de cosas
en su poder cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. Y ésta sola razón es suficiente para
persuadirme de que todo género de causas acostumbra extraer del fin, no es de ninguna utilidad en
las cosas Físicas o naturales; porque no me parece que yo pueda, sin temeridad, investigar y tratar
de descubrir los fines impenetrables de Dios.
Además, me viene también a la mente que no se debe considerar una sola criatura por separado
cuando se investiga si las obras de Dios son perfectas, sino en general a todas las criaturas en
conjunto. Porque la misma cosa que podría tal vez con cierta razón parecer muy imperfecta si se
hallara sola, se la descubre muy perfecta en su naturaleza si es mirada como parte de todo este
universo.
Los errores dependen del concurso de dos causas, a saber, del poder del conocimiento que hay en
mí, y el poder de elección, o sea, de mi libre albedrío: es decir, de mi entendimiento junto con mi
voluntad. porque por el entendimiento solo yo no afirmo ni niego nada, sino que sólo concibo las
ideas de las cosas que puedo afirmar o negar. Ahora bien, al considerarlo así de manera precisa, se
puede decir que en él nunca hay error alguno, con tal de que se tome el término error en su
significado propio.
Tampoco puedo quejarme de que Dios no me haya dado un libre albedrío o una voluntad bastante
amplia y perfecta, porque la experimento en efecto tan indeterminada y extensa, que no se halla
encerrada dentro de ningún lindero. Y lo que me parece muy significativo a este propósito es que,
de todas las demás cosas que hay en mí, ninguna de ellas es tan perfecta y tan extensa que no
reconozca que podría muy bien ser todavía mayor y más perfecta. (ella sólo consiste en que
podamos hacer algo o no hacerlo)
Y es cierto que la gracia divina y el conocimiento natural, muy lejos de disminuir mi libertad, más
bien la aumentan y fortifican. De manera que esa indiferencia que siento cuando no soy llevado
hacia un lado más que hacia otro por el peso de alguna razón, es el grado más bajo de libertad, y
hace más bien aparecer un defecto en el conocimiento que una perfección en la voluntad; porque si
yo conociera siempre con claridad lo que es verdadero y lo que es bueno, nunca me fatigaría
deliberando qué juicio y qué escogencia debería hacer; y sería así por completo libre sin ser nunca
indiferente.
¿de dónde nacen mis errores? Únicamente de que al ser la voluntad mucho más amplia y más
extensa que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites, sino que la extiendo
también a las cosas que no entiendo; con respecto a las cuales, como ella es indiferente, se extravía
muy fácilmente y escoge mal por el bien, o lo falso por lo verdadero. Lo que hace que yo me
engañe y peque.
Ahora bien, si me abstengo de dar mi juicio sobre alguna cosa cuando no la conozco con suficiente
claridad y distinción, es evidente que uso mi juicio muy bien y que no me engaño, e incluso aunque
juzgue según la verdad, ello no sucede sino por azar, y no dejo de engañarme y de usar mal mi libre
albedrío; porque la luz natural nos enseña que el conocimiento del entendimiento debe siempre
preceder a la determinación de la voluntad. y en este mal uso del libre albedrío es donde se
encuentra la privación que constituye la forma del error.
Y no tengo derecho alguno para quejarme si Dios, habiéndome puesto en el mundo, no ha querido
colocarme en el nivel de las cosas más nobles y más perfectas; y tengo hasta motivo de
contentamiento por el hecho de que, si no me ha dado la virtud de no equivocarme por el primer
medio que he explicado más arriba, que depende de un conocimiento claro y evidente de todas las
cosas sobre las que puedo deliberar, al menos ha dejado en mi poder el otro medio, que consiste en
sostener con firmeza la resolución de nunca dar mi juicio sobre las cosas cuya verdad no me es
conocida con claridad.
QUINTA MEDITACIÓN
Acerca de la esencia de las cosas materiales; y otra vez acerca de Dios, que existe.
Antes de que examine que hay cosas tales que existan fuera de mí, debo considerar sus ideas en
tanto que están en mi pensamiento, y ver cuáles son las distintas y cuáles las confusas.
Y lo que encuentro aquí más digno de ser considerado, es que descubro en mí una infinidad de ideas
acerca de ciertas cosas que no pueden ser estimadas como pura nada, aunque tal vez no tengan
ninguna existencia fuera de mi pensamiento, y que son imaginadas por mí, aunque esté en mi
libertad pensarlas o no pensarlas; pero tienen sus naturalezas verdaderas e inmutables.
Imagino un triángulo, aunque tal vez no haya ningún lugar del mundo fuera de mi pensamiento una
figura tal, y nunca la haya habido, sin embargo no deja por ello de haber cierta naturaleza, o forma,
o esencia determinada de esa figura, la cual es inmutable y eterna, no la he inventado yo, ni depende
e ninguna manera de mi espíritu; como se muestra por el hecho de que se puedan demostrar
diversas propiedades de ese triángulo, a saber, que los tres ángulos son iguales a dos rectos, que el
ángulo mayor está sostenido por el lado mayor, y mucha claridad y mucha evidencia que están en
él, aunque no haya pensado de ninguna manera en ello antes, cuando imaginé por vez primera un
triángulo; y por lo tanto no se puede decir que yo las haya imaginado o inventado.
Pero si del hecho de que puedo sacar mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue que todo lo que
reconozco clara y distintamente que pertenece a esa cosa le pertenece en efecto ¿no puedo acaso
sacar de ahí un argumento y una prueba demostrativa de la existencia de Dios? Es cierto que no
encuentro menos en mí su idea, es decir, la idea de un ser soberanamente perfecto, que de cualquier
figura o de cualquier número. Y no conozco con menos claridad y distinción que una existencia
actual y eterna le pertenece a su naturaleza.
Habiéndome acostumbrado en todas las demás cosas a distinguir entre la existencia y la esencia, me
persuado con facilidad de que la existencia puede ser separada de Dios, y que se puede así concebir
a Dios como no siendo actualmente. Pero, sin embargo, cuando pienso en ello con más atención,
encuentro con evidencia que la existencia no puede separarse de la esencia de Dios, tanto como no
puede separarse de la esencia del triángulo rectángulo la magnitud de sus tres ángulos que igualan a
dos rectos, o bien, de la idea de una montaña la idea de un valle; de tal manera que no hay menos
repugnancia en concebir a Dios (es decir, un ser soberanamente perfecto) al que le falte la
existencia (es decir, al que le falte alguna perfección), que en concebir una montaña que no tenga
valle.
Del hecho de que no pueda concebir una montaña sin valle, no se sigue que haya en el mundo
alguna montaña, o algún valle, sino únicamente que la montaña y el valle, ya sea que se den o que
no se den, no pueden separarse una del otro; mientras que, por el solo hecho de que yo no pueda
concebir a Dios sin existencia, se sigue que la existencia es inseparable de Él, y que por lo tanto
Dios existe de verdad.
Reconozco de muchas maneras que esta idea no es algo inventado o imaginado, dependiente sólo de
mi pensamiento, sino que es imagen de una naturaleza verdadera e inmutable. En primer lugar,
porque no podría concebir otra cosa, sino a Dios solo, a cuya esencia le pertenezca la existencia con
necesidad. Luego, también, porque o me es posible concebir dos o muchos Dios de la misma
manera. Y habiendo puesto que haya ahora uno que existe, veo con claridad que es necesario que
haya sido antes desde toda la eternidad, y que sea eternamente en el porvenir.
Y en lo que concierne a Dios, es cierto que, si mi espíritu no estuviera prevenido por algunos
prejuicios, y mi pensamiento no se hallara distraído por la presencia continua de imágenes de cosas
sensibles, no habría nada que yo conociera más pronto y con más facilidad que Él.
Después de que he reconocido que hay un Dios, puesto que al mismo tiempo he reconocido también
que todas las cosas dependen de Él, que no puede ser engañador y que luego de esto he juzgado que
todo lo que concibo con claridad y distinción no puede dejar de ser verdadero: aunque no piense
más en las razones por las cuales he juzgado que esto es verdadero, con tal de que me recuerde
haberlo comprendido clara y distintamente, no se me puede aportar ninguna razón en contrario que
me lo haga poner otra vez en duda; y así tengo una ciencia verdadera y cierta.
Y reconozco así muy claramente que la certeza y la verdad de toda ciencia depende del sólo
conocimiento el verdadero Dios: de manera que antes que lo conociera, no podía saber
perfectamente ninguna otra cosa.
SEXTA MEDITACIÓN.
Acerca de la existencia de las cosas materiales, y de la distinción real entre el alma y el cuerpo del
hombre.
Ahora ya no me queda más son examinar si hay cosas materiales: y en verdad ya sé al menos que
puede haberla, en tanto que se les considera como el objeto de las demostraciones de la geometría,
ya que de esta manera las concibo muy clara y muy distintamente.
Porque cuando considero con atención lo que es la imaginación, encuentro que no es otra cosa sino
una cierta aplicación de la facultad de conocer al cuerpo que le es íntimamente presente y que por lo
tanto existe.
Cuando imagino un triángulo, no lo concibo sólo como una figura compuesta y constituida por tres
líneas, sino que, además de ello, considero esas tres líneas como presentes por la fuerza y la
aplicación interior de mi espíritu; y es a esto a lo que llamo propiamente imaginar.
Y concibo fácilmente que si existe algún cuerpo al cual mi espíritu esté vinculado y unido de tal
manera que pueda aplicarse a considerarlo cuando le place, puede ser que por ese medio imagina las
cosas corporales: de manera que esta forma de pensar difiere sólo de la pura intelección en que el
espíritu, al concebir, se vuelve de alguna manera hacia sí mismo y considera alguna de las ideas que
tiene en él; pero al imaginar se vuelve hacia el cuerpo, y considera allí alguna cosa que sea
conforme con la idea que ha formado de sí mismo, o que ha recibido por los sentidos.
Aunque examino con cuidad todas las cosas, no encuentro sin embargo de esta idea distinta de la
naturaleza corporal que tengo en mi imaginación pueda yo extraer algún argumento que concluya
con necesidad la existencia de algún cuerpo.
Ahora bien, he tenido costumbre de imaginar muchas otras cosas, además de esta naturaleza
corporal que es el objeto de la geometría, a saber, colores, sonidos, sabores, el dolor, y otras cosas
semejantes, aunque con menos distinción. Y en tanto que percibo mucho mejor esas cosas por los
sentidos, por intermedio de los cuales, así como de la memoria, parece que han llegado hasta mi
imaginación, creo que, para examinarlas con mayor comodidad, viene muy a cuento que yo
examine al mismo tiempo lo que es sentir, y que vea si de las ideas que recibo en mi espíritu por esa
manera de pensar que llamo sentir, puedo extraer alguna prueba cierta de la existencia de las cosas
corporales.
Así pues, en primer lugar, he sentido que tenía una cabeza, manos, pies y todos los demás miembros
de los que está compuesto este cuerpo que consideraba como una parte de mí mismo, o tal vez
también como el todo. Además, he sentido que este cuerpo estaba situado entre muchos otros, de los
cuales era capaz de recibir diversas comodidades o incomodidades, y notaba esas comodidades por
un sentimiento de dolor. Y además de ese placer y ese dolor, sentía en mí también hambre, sed y
otros apetitos semejantes, así como ciertas inclinaciones corporales hacia la alegría, la tristeza, la
cólera y otras pasiones semejantes.
Puesto que me acordaba también de que me había servido antes de los sentidos que, de la razón, y
reconocía que las ideas que formaba por mí mismo no eran tan expresas como las que recibía como
las que recibía por los sentidos, y que incluso estaban compuestas casi siempre de partes de estas
últimas, me persuadía con facilidad de que no tenía ninguna en mi espíritu que no hubiera pasado
antes por mis sentidos.
En verdad no hay afinidad, ni relación alguna (al menos que yo pueda comprender) entre esa
emoción del estómago y el deseo de comer, así como tampoco entre el sentimiento de la cosa que
causa dolor y el pensamiento de tristeza que ese sentimiento hace nacer.
Y no solamente sobre los sentidos externos, sino también sobre los internos: porque ¿hay acaso algo
más íntimo o más interior que el del dolor? Y, sin embargo, en alguna ocasión he sabido de
personas a quienes les habían cortado los brazos y las piernas, y que sin embargo les parecía a veces
sentir dolor en la parte que les había sido cortada; lo que me daba la ocasión para pensar que no
podía tampoco estar seguro de tener molestias en alguno de mis miembros, aunque sintiera dolor en
él.
El fingir que no conocía al autor de mi ser, no veía nada que pudiera impedir el que yo hubiera sido
hecho por la naturaleza de tal manera que me engañar aun en las cosas que me parecían evidentes.
Como sé que todas las cosas que concibo clara y distintamente pueden ser producidas por Dios tal
como yo las concibo, es suficiente que yo pueda concebir con claridad y distinción una cosa sin
otra, puesto que pueden ser puestas por separado, al menos por la omnipotencia de Dios.
Por lo tanto, del solo hecho de que conozco con certeza que existo, y de que sin embargo no noto
que ninguna otra cosa pertenezca por necesidad a mi naturaleza, sino que soy una cosa que piensa,
concluyo muy bien que mi esencia consiste sólo en que soy una cosa que piensa, o una sustancia
cuya esencia toda, o cuya naturaleza, no es sino pensar.
Sin embargo, como tengo, por un lado, una idea clara y distinta de mí mismo en cuanto soy una
cosa que piensa y no extensa, y como, por el otro, tengo una idea distinta del cuerpo en tanto que es
sólo una cosa extensa y que no piensa, es cierto que ese yo, es decir, el alma, por la cual soy lo que
soy, es entera y verdaderamente distinta de mi cuerpo, y puede ser o existir sin él.
Más aún, encuentro en mí facultades de pensar por completo particulares y distintas de mí, a saber,
las facultades de imaginar y de sentir, sin las que puedo muy bien concebirme clara y distintamente
por completo, pero no a ellas sin mí, es decir, sin una sustancia inteligente a la que estén adheridas.
Además, se encuentra en mí una cierta facultad pasiva de sentir, es decir, de recibir y de conocer las
ideas de cosas sensibles; pero me sería inútil y no podría servirme para nada de ella, si no hubiera
en mí, o en otro, otra facultad activa capaz de formar y producir esas ideas.
Al no haberme dado ninguna facultad para conocer que así era, sino, por el contrario, una
inclinación muy grande a creer que me son enviadas, o que parten de las cosas corporales, no veo
cómo se lo podría excusar de engaño, si en efecto esas ideas partieran o fueran producidas por otras
causas distintas de las cosas corporales. Por lo tanto, hay que confesar que hay cosas corporales que
existen.
Pero al menos hay que confesar que todas las cosas que concibo clara y distintamente, es decir,
todas las cosas, hablando en general, que están comprendidas en el objeto de la geometría
especulativa se hallan en verdad allí.
No hay la menor duda de que todo lo que me enseña la naturaleza contiene alguna verdad. Porque
por naturaleza considerada en general, no entiendo otra cosa sino Dios mismo, o bien el orden y la
disposición que Dios ha establecido en las cosas creadas. Y por mi naturaleza en particular, no
entiendo otra cosa sino la complexión o reunión de todo aquello que Dios me ha dado.
La naturaleza también me enseña por esos sentimientos de dolor, de hambre, sed, etc., que no estoy
solamente alojado en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino que, más allá de ello, estoy unido
a él muy estrechamente, y confundido y mezclado de tal manera que compongo con él como un solo
todo.
Esta naturaleza me enseña a huir de las cosas que causan en mí el sentimiento de dolor y a dirigirme
hacia aquellas que comunican cierto sentimiento de placer; pero no veo que además de esto me
enseñe que de esas diversas percepciones de los sentidos debamos nunca concluir algo que se
refiera a las cosas que están fuera de nosotros sin que el espíritu las haya examinado de manera
cuidados y madura. Porque me parece que sólo al espíritu, y no al compuesto de espíritu y de
cuerpo, le corresponde conocer la verdad de esas cosas.
Me parece haber encontrado en ello a veces error, y así yo soy engañado directamente por mi
naturaleza. Como, por ejemplo, el gusto agradable de algún alimento al cual se hubiera mezclado
veneno puede invitarme a tomar ese veneno y por lo tanto engañarme. Sin embargo, es verdad que
en esto la naturaleza puede ser excusada, porque ella me lleva sólo a desea el alimento en el que yo
me encuentro un sabor agradable, y no a desear el veneno que le es desconocido; de manera que no
puedo concluir de esto otra cosa, sino que mi naturaleza no conoce de manera entera y universal
todas las cosas: de lo cual en verdad no hay lugar para extrañarse, puesto que el hombre, siendo
naturaleza finita, no puede tampoco tener más que un conocimiento de perfección limitada.
Hay una gran diferencia entre espíritu y el cuerpo, en cuanto que el cuerpo, por su naturaleza, es
siempre divisible, mientras que el espíritu es por entero indivisible.
Y aunque todo el espíritu parece estar unido a todo el cuerpo, sin embargo, cuando es separado de
mi cuerpo, un pie, o un brazo, o cualquier otra parte, es cierto que por ello nada habrá sido
recortado el espíritu. Y las facultades de querer, de sentir, concebir, etc., no pueden ser llamadas
propiamente partes: porque el mismo espíritu se emplea por entero en querer, y también por entero
en sentir, en concebir, etc.
Advierto que el espíritu no recibe inmediatamente la impresión de todas las partes del cuerpo, sino
sólo del cerebro, y tal vez hasta de sus partes más pequeñas, a saber, de aquellas donde ejerce esta
facultad que ellos llaman el sentido común, la cual, todas las veces que se halla dispuesta de la
misma manera, hace sentir la misma cosa al espíritu, aunque las otras partes del cuerpo, sin
embargo, puedan estar dispuestas de manera diversa, como lo testifican una infinidad de
experiencias, las cuales no es necesario recortar aquí.
Finalmente advierto que, puesto que de todos los movimientos que se hacen en la parte del cerebro
de la cual espíritu recibe inmediatamente la impresión, cada uno no causa sino un cierto
sentimiento, nada se puede en esto desear o imaginar como mejor, sino que ese movimiento haga
sentir al espíritu, entre todos los sentimientos que él es capaz de causar, aquel que es más propio y
ordinariamente útil para la conservación del cuerpo humano cuando se halla en plena salud.
Todos los errores a los que se halla sujeta mi naturaleza, puedo evitarlos, corregirlos fácilmente:
porque sabiendo que todos mis sentidos me significan más ordinariamente lo verdadero que lo falso
en lo tocante a las cosas que se refieren a las comodidades o incomodidades del cuerpo, y pudiendo
casi siempre servirme de muchos de ellos para examinar una misma cosa, y pudiendo servirme de
muchos de ellos para examinar una misma cosa, y pudiendo, además de ello, usar de mi memoria
para conectar y juntar los conocimientos presentes con los pasados, y de mi entendimiento que ha
descubierto ya todas las causas de mis errores, en adelante no debo temer más que se encuentre
falsedad en las cosas que me son representadas más ordinariamente por mis sentidos.
No debo dudar de la verdad de esas cosas, si luego de haber llamado a todos mis sentidos, mi
memoria y mi entendimiento para examinarlas, no se me reporta nada por ninguno de ellos que
contradiga con lo que me es reportado por los otros. Porque de que Dios no sea engañado se sigue
necesariamente que en aquello yo no soy engañado.

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