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Tras el resultado de las Elecciones Generales parece que podremos esquivar por unos años la utopía

liberal-conservadora al timón de la economía española. Pero esa utopía, separada en sus dos
corrientes o unida como una sola, campa a sus anchas en la Unión Europea ninguneando una
desigualdad que es, paradójicamente, el mayor de los problemas a escala local, regional, nacional,
transnacional o global.
Los impulsores de la idea de que la desigualdad no importa nadan por igual en aguas conservadoras
o liberales, entre viejos defensores de los valores de occidente o entre modernos optimistas
seguidores de Stephen Pinker. Y entre estos últimos, los liberales españoles, con Luis Garicano a la
cabeza, son especialistas en desviar la atención de la desigualdad hacia la pobreza, como si esta no
fuese una parte indivisible de aquella y padecerla fuese una mera responsabilidad personal.
Vox ha conseguido parasitar a la derecha española con un sencillo guion:
sobrepasar en conservadurismo al PP, en liberalismo económico a Ciudadanos y en
españolismo a los dos.

Por su parte, la ultraderecha europea actual confluye en otra gran utopía de infausto recuerdo en
Europa, el nacionalismo, que ahora tiene como obsesiones la islamofobia y el discurso
antiinmigración. Esa ultraderecha ha conseguido tener una importante representación, y en algún
caso hasta gobierno, en Alemania (12,6% en 2017 con Alternativa por Alemania), en Francia
(21,3% en 2017, Frente Nacional), en Italia (17,4% en 2018, Liga Norte), en Polonia (37,6% en
2015, Ley y Justicia), en Reino Unido (12,6% en 2015, UKIP), en Hungría (19,1% en 2018,
Movimiento por una Hungría Mejor), en Suecia (12,9% en 2014, Demócratas Suecos), en
Dinamarca (21,1% en 2015, DF), en Austria (26% en 2017, Partido Liberal de Austria) y fuera de la
UE, por poner un ejemplo llamativo, en Suiza (29,4% en 2015, Partido del Pueblo Suizo).
Corren malos tiempos en Europa. Entre los nacionalismos, la ultraderecha, los
conservadores que añoran el pasado, los optimistas liberales, los anticapitalistas y
los millonarios en la sombra amañando elecciones la UE se desangra por la
desigualdad.

Pero, en cuanto a la cuestión de la desigualdad, no toda la ultraderecha es igual. En Francia, Marine


Le Pen clama por una venganza fiscal contra las élites de París, mientras que en Reino Unido ha
sido un corredor de la bolsa de Londres, Nigel Farage, quien, asestó uno de los mayores golpes al
proyecto comunitario con el resultado del referéndum de salida del Reino Unido de la UE y cuyos
costes no hemos visto todavía en toda su magnitud. El apoyo electoral a su partido, el UKIP, ha
caído del 12,6% de 2015 hasta el 1,8% en 2017, pero es posible que en las europeas, ahora que el
resultado importa poco para el Reino Unido, dé la campanada. El problema es tan grave y complejo
que no hay que descartar una petición de reingreso en el medio plazo, como tampoco que la fuerza
centrífuga de otros populismos acabe antes con la UE. El más peligroso de todos ellos el francés,
porque su discurso es difícil de deshinchar mientras crece la desigualdad. Y sin Francia, el proyecto
europeo c’est fini.
El emerger de la ultraderecha española es otro caso singular. Tras aglutinar las huestes dispersas del
franquismo, ansiosas y agradecidas porque les pongan la oreja, Vox ha conseguido parasitar a la
derecha española con un sencillo guion: sobrepasar en conservadurismo al PP, en liberalismo
económico a Ciudadanos y en españolismo a los dos. Ambos partidos andan ahora sonados por su
ingenua reacción de competir con el más extremo en su propio discurso. Respecto a lo esencial, la
desigualdad, los tres han renunciado a cualquier intervención y coinciden en promover una bajada
radical de impuestos, mayormente a los ricos. Una idea descerebrada que sorprende hasta en
Bruselas donde, tras reconocer que se les fue la mano con la austeridad y ahora que las cuentas van
cuadrando, ven peligrar los objetivos de déficit en el país de más baja presión y progresividad fiscal
y con el mayor problema social entre los grandes Estados miembros de la UE.
El problema principal de la UE es una desigualdad extrema y creciente que alimenta
populismos, nacionalismos y utopías irrealizables, por lo que lo más útil y conveniente
sería apoyar a partidos que tengan como prioridad en su programa disminuir la
desigualdad

El nacionalismo del estado español es previsible por su exaltación nostálgica de la unión a la fuerza.
El catalán es especial. Como no puede nutrirse del miedo a los de fuera, porque la mitad de los
enemigos están dentro, ha desarrollado una estrategia para alcanzar su utopía mediante clubs, que
atraigan unos cuantos más a la hinchada de los que sienten, desde que se levantan hasta que se
acuestan, que ser catalán es algo especial. Con un pequeño porcentaje más podrán mostrar a los
desconcertados europeos lo muy especiales que son los catalanes.
Los constructores de la utopía catalana, como los británicos del Brexit, han obrado un nuevo
milagro. Juntar en el mismo saco a una de las élites españolas más corruptas (cuyos méritos recopila
Benjamín Prado en esta novela), a una frágil clase media necesitada de un chivo expiatorio que
justifique su declive y a una intrépida juventud excitada por reconocerse protagonista del
apocalipsis del sistema. El fin del capitalismo, por fin, aunque nadie sepa por qué y para qué. Y en
ese nuevo ensueño nacionalista, en triple salto mortal y sin red, la desigualdad creciente, otra vez, es
lo de menos.
Corren malos tiempos en Europa. Entre los nacionalismos, la ultraderecha, los conservadores que
añoran el pasado, los optimistas liberales, los anticapitalistas y los millonarios en la sombra
amañando elecciones la UE se desangra por la desigualdad. La idea de derribar fronteras y edificar
paso a paso con realismo una sociedad mejor para quienes aún no han nacido cede paso al miedo a
los otros, a los muros y concertinas, al individualismo del sálvese quien pueda y al beneficio de
bonoloto.
No es fácil airear con datos que la desigualdad en la UE es extrema y creciente, lo que facilita el
disimule de quienes prefieren no verla. Los datos estadísticos públicos sobre la distribución del
patrimonio, el poder económico principal, son exiguos. El patrimonio es un secreto bien guardado
en paraísos fiscales donde, según la OCDE, se ocultan 32 billones (billones españoles) de dólares,
lo equivalente a la suma conjunta de la economía de EEUU y de China. Los flujos anuales que van
a parar allí son superiores al PIB español: 1,6 billones de dólares. Una auténtica vergüenza, tal cual,
porque los países que apadrinan esos enclaves en su territorio tienen nombres poco exóticos. Y
dentro de la UE tenemos unos cuantos Estados miembros que no cumplen los propios criterios que
aplica la UE a su lista de paraísos fiscales: Chipre, Irlanda, Luxemburgo, Malta y los Países Bajos.
Con datos tan misteriosos sobre el patrimonio resulta imprescindible acudir a fuentes estadísticas
privadas, como el WID de Thomas Piketty o la más completa, en cuanto a porciones de
distribución, de Credit Suisse. Con esta última he elaborado el cuadro G.1, donde se puede
consultar la proporción de riqueza o patrimonio en los once países de la UE donde la extrema
derecha viene pegando fuerte (columnas tercera a decimotercera) que corresponde a cada porción
del 10% de su población ordenada según patrimonio (en la segunda columna). El “decil” o “decila”
D1 sería el 10% de la población con menos riqueza o patrimonio, el decil D2 la porción del 10%
siguiente y así hasta D10, que sería el 10% de la población más rica. En la primera columna me he
permitido distinguir una clasificación propia según clases sociales.

 La conclusión de G.1 es que la desigualdad patrimonial es efectivamente extrema en todos esos
países europeos, que en su conjunto suponen el 80,5% de la población y el 85,9% del PIB de la UE.
Véase que en los once países hay un 20% de cada población (en rojo) que tiene una propiedad muy
escasa o incluso negativa, esto es, que en neto tiene deudas, nada despreciables en el caso de
Dinamarca o de Países Bajos. En el gráfico no figuran las cifras de riqueza de los siete primeros
deciles, el 70% de cada población, que correspondería a la suma de la clase trabajadora y el
precariado, porque estando tan comprimida su riqueza su representación sería un galimatías, pero
quien tenga curiosidad puede acudir a la Tabla 6.5 del  Global Wealth Databook 2018 de Credit
Suisse. Y quien se sorprenda de que Suecia tenga la peor distribución de todos los países
representados puede consultar aquí el porqué. Una cosa más, en la distribución de la riqueza del
último decil (D10) hay que saber que continúa la escalada hacia una mayor desigualdad, como
puede comprobarse en el citado cuadro que da origen al gráfico. Esto da otra pista -también
comprobable por datos privados más cutres, como los de Capgemini o Knight Frank, o de
chismorreo, como los de Forbes-: que la riqueza global sigue un modelo de concentración
exponencial. Las decisiones del modelo económico global las toman unos cuantos miles de
personas, no ese uno por ciento del que tanto se habla. Pero pasemos a ver con nuevos datos si esa
desigualdad dentro de la UE, a todas luces extrema, tiene síntomas de ser creciente.
El patrimonio, la medida central de la desigualdad, nos da información sobre el reparto de la riqueza
y el poder económico. Pero el patrimonio se nutre de rentas, una magnitud muy inferior. La riqueza
o patrimonio personal conjunto, lo que se tiene, suele ser muy superior al ingreso nacional conjunto
(una magnitud más cercana al PIB) en casi todos los países (alrededor de seis veces más en Francia,
Italia o España, según el WID). Aunque la distribución del patrimonio es bastante más desigual que
la de las rentas o ingresos, esta última puede dar buenas pistas sobre la dinámica de la desigualdad
patrimonial. Observando si los flujos de rentas tienden a ir hacia arriba o hacia abajo y en qué
proporción se puede deducir si la desigualdad en la distribución de la riqueza acumulada está
creciendo, ya que el patrimonio no es otra cosa más que rentas acumuladas anteriormente.
Para observar la distribución de las rentas tenemos por fin, ya ha costado, una fuente estadística
oficial, la de EUROSTAT. De ahí he sacado los datos para los gráficos G.2 y G.3. Ambos gráficos
contienen los mismos datos pero en distinta representación para observar mejor los matices. Se trata
ahora de medir la evolución de los deciles de renta en esos mismos países en los que avanza la
ultraderecha. Para ello he tomado dos momentos, 2008, ya que la serie completa no puede tirar más
hacia atrás, y 2017, el último dato disponible, que recoge información de 2016. He sacado las
diferencias en un año y otro entre los puntos de corte superiores de los deciles, que son la cantidad
de euros que separan las diez porciones o deciles en que se divide la población. Esto es más
significativo cuando se quiere observar la dinámica de la desigualdad que observar la evolución de
los porcentajes de renta que corresponde a cada decil, porque aunque las variaciones en las
porciones sean pequeñas puede ser que se esté abriendo una brecha mayor, como efectivamente
ocurre. Y también porque una misma ganancia en la proporción supone en los deciles de abajo unos
escasos euros que en los de arriba suponen cantidades considerables. Y más significativo aún, hay
que tener en cuenta que los de rentas bajas apenas pueden ahorrar para convertir una parte en
patrimonio (gastan todo o casi todo), mientras que a los de rentas altas les ocurre lo contrario. A más
renta, mayor trasvase al patrimonio. Finalmente, por si se echa en falta, advertir que EUROSTAT no
proporciona datos del límite superior del último decil, que sería el récord de quien obtuvo la renta
mayor. Dato por otro lado poco significativo, salvo para un nuevo campeonato al estilo Forbes que
tuviera en cuenta los ingresos en lugar del patrimonio.
De G.2 y G.3 se deduce que, efectivamente, la desigualdad patrimonial debe ser creciente porque la
de las rentas también lo es. Y ocurre invariablemente en todos los países. Las rentas se concentran
claramente hacia arriba. Y como lo que alimenta el capital personal es el sobrante de los gastos
necesarios del día a día, los de los deciles de abajo deben estar acumulando poco o ningún
patrimonio, mientras que los de arriba acumulan progresivamente más y más. Esto explica que en
los países nórdicos la distribución del patrimonio sea peor, aunque la de las rentas sea
considerablemente mejor. Históricamente la socialdemocracia se preocupó por aplicar una notable
progresividad fiscal sobre las rentas para enderezar la desigualdad capitalista. Con salarios mínimos
altos y recaudando lo suficiente para disponer de buenos servicios públicos se puede garantizar un
alto nivel de bienestar al conjunto de la población, incluso para quienes no dispongan de propiedad
alguna. Un sistema muy eficaz y característico de todos los partidos socialdemócratas. Hasta que
algunos dirigentes socialdemócratas, Tony Blair el más destacado, empezaron a ocuparse en otras
cosas.
Para responder por fin a la cuestión del título, el problema principal de la UE es una desigualdad
extrema y creciente que alimenta populismos, nacionalismos y utopías irrealizables, por lo que lo
más útil y conveniente sería apoyar a partidos que tengan como prioridad en su programa disminuir
la desigualdad, si no del patrimonio, al menos la de las rentas. Dicho claramente, en España
conviene votar a Unidas Podemos o al PSOE. Si ambos partidos obtienen un buen resultado será
una buena noticia.
La UE necesita confrontar urgente y decididamente una desigualdad que genera los engendros que
la vienen devorando. Conseguirlo no es una utopía, como bien describe esta excelente analista
escandinava. Ya hay proyectos nacionales de gobierno en Portugal y en España que han conseguido
poner de acuerdo a las izquierdas para priorizar la agenda social. Algunos liberales, ya que no los
españoles, y partidos verdes europeístas estarían de acuerdo en consensuar una única política fiscal
progresiva. Y finalmente, el candidato socialdemócrata a la presidencia de la Comisión Europea,
Frans Timmermans, ha declarado que le gustaría contar con un amplio arco de apoyo que vaya “de
Tsipras a Macron”. Una operación difícil pero posible y deseable, siempre que el objetivo prioritario
sobre la mesa sea frenar y revertir la desigualdad extrema y creciente. Todavía hay esperanza para la
Unión Europea. Veremos

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