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Nacemos hembras y nos volvemos mujeres.

Pero esto no ocurre cuando la menarquía llega, sino


desde el primer respiro que es acompañado del anuncio más esperado y repetido de la historia:
“¡Es una niña!”. O quizás desde antes, gracias a los ultrasonidos que permiten atisbar el sexo del
no nato para de ahí, iniciar una carrera contra el tiempo comprando nuevos enseres para el futuro
humano, todos de acuerdo con el supuesto género declarado por el tomógrafo. Si antes a los
bebés simplemente se les vestía de blanco, ahora todos son esperados con una intensa variedad
de prendas rosas o azules. Y con un nombre que lo acompaña en las pláticas ajenas, en los deseos
de sus padres, en las expectativas a las habrá de enfrentarse.

Nacemos hembras y nos volvemos mujeres incluso desde antes de nuestro nacimiento. Después
nos dedicamos a perfeccionar nuestro papel social, educadas por nuestras madres, abuelas. Tías y,
ocasionalmente, nuestros padres y abuelos. No olvidemos a los amigos de la familia, a las amigas
que tendremos y a los hermanos y hermanas. Aprendemos desde niñas qué significa ser mujer: la
cocinita, el Nenuco y la Barbie ayudan en el proceso. Veintitantos años después, procedemos sin
cuestionarnos eso que llamamos “feminidad”. Es más, la defendemos y nos enorgullecemos de
ella como nuestro bien más preciado: la identidad.

De niña, solía rumiar sobre la división del trabajo en el hogar. Más grande seguí haciéndolo cuando
me adentré en otros hogares donde cada vez que terminaba la comida, las mujeres se levantaban
en tropel para recoger la mesa, mientras los hombres se quedaban viendo la tele. Y se suponía que
yo debía hacer lo mismo. Pero a nadie le parecía extraño ni cuestionable, ni a mis compañeras ni
amigas. Algunas incluso consideran imposible encontrar un hombre que las “ayude” a recoger la
casa. Así de arraigado está el papel de mujer-ama de casa.

No soy, claro, la primera en cuestionarse esto. Uno de los libros pioneros del feminismo se dedica
precisamente a desentrañar el papel del ama de casa de los cincuenta en Estados Unidos: La
mística de la feminidad, de Betty Friedan. Y aunque podría parecer lejano en tiempo y en espacio,
resulta que aún es actual y capaz de provocar.

Tanto la primera como la segunda Guerras Mundiales significaron un gran cambio para las mujeres
de entonces: con la mano de obra en las trincheras, éstas pasaron a reemplazarla y de paso,
probaron y obtuvieron independencia. Durante el intermedio entre ambas conflagraciones, las
mujeres además empezaron a adquirir mayor educación, gracias a su entrada a las universidades.
Como consecuencia, empezaron a desarrollar carreras y vidas alejadas del prototipo tradicional de
la feminidad. Pero después de la Segunda Guerra Mundial la vida empezó a cambiar. Poco a poco,
las mujeres regresaron a los hogares, desdeñaron la universidad o la dejaron a medias. Como
consecuencia, hacia 1960, la ama de casa de un suburbio acomodado era el sueño americano
femenino. Pero algo más ocurrió: psicólogos, psiquiatras, consejeros, médicos y demás dieron la
voz de alerta: las mujeres tenían “algo”. Eran infelices, estaban insatisfechas, necesitaban
antidepresivos y algunas lo sustituían con alcohol. Era el “malestar que no tenía nombre”.

Betty Friedan es honesta y revela que ella también lo sufría. Un día –cuenta- escuchó una
conversación casual entre dos mujeres que se quejaban de tenerlo todo (casa, hijos, marido), pero
aun así sentir que algo les faltaba. Maravillada, se dio a la tarea de preguntar entre sus conocidas y
descubrió que el malestar que no tenía nombre era común y se extendía por doquier.

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