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18 DE DICIEMBRE, 1970
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HELL HOUSE LA CASA DEL INFIERNO RICHARD MATHESON
—Buenas tardes —dijo, intrigado como este carcamal había erigido un imperio
editorial.
—Usted está lisiado —la voz de Deutsch era áspera—. Nadie me informó sobre
eso.
—¿Perdón? —Barrett se quedó rígido.
—No importa —Deutsch le cortó—. No es tan importante, después de todo. Mi
personal lo ha recomendado; dicen que usted es uno de los cinco mejores en su
campo —aspiró aliento trabajosamente—. Su retribución será de cien mil dólares
y su encargo será establecer hechos factibles.
—¿Referentes a qué? —preguntó Barrett.
Deutsch pareció indeciso acerca de contestar, como si buscara las palabras ade-
cuadas. Finalmente dijo: —Supervivencia después de la muerte.
—¿Usted me necesita para. ? —empezó Barrett.
—Para decirme si de una vez si eso es posible o no —contestó el viejo.
El corazón de Barrett brincaba. Cien mil dólares.
—No son mentiras piadosas las que quiero —dijo Deutsch—; compraré la res-
puesta verdadera, cualquiera que esta sea. Siempre que sea definitiva.
Barrett sintió un disgusto de desesperación.
—¿Y cómo tengo que hacer para convencerlo? —se vio forzado a decirlo.
—Dándome hechos —Deutsch contestó irritado.
—¿Y dónde debo encontrarlos? Soy un físico. En los últimos veinte años que he
estudiado parapsicología, jamás he visto...
—Si existen —Deutsch interrumpió—, los encontrará en el único lugar de este
planeta en dónde sé que nunca pudieron ser refutados: la casa Belasco en Maine.
—¿En Hell House? ¿La Casa del Infierno?
Algo brilló intensamente en los ojos del viejo.
—La Casa del Infierno, así es.
Barrett sintió un hormigueo de excitación.
—Pensé que los herederos de Belasco la habían sellado completamente después
de lo que ocurrió...
—Eso fue treinta años atrás —Deutsch le interrumpió otra vez—. Necesitan el di-
nero ahora; he comprado el lugar—. ¿Podría empezar allí este lunes?
Barrett vaciló; luego, viendo a Deutsch comenzar a fruncir el ceño, asintió con la
cabeza una vez.
—Sí —no podría dejar pasar esta oportunidad.
—Habrá otros dos con usted —dijo Deutsch.
—¿Le puedo preguntar quienes?
—Florence Tanner y Benjamin Franklin Fischer.
Barrett intentó no demostrar la decepción que sintió. ¿Una médium espiritista ul-
trasensible y el único sobreviviente del desastre de 1940? Se preguntó si eran los
indicados. Tenía su propio grupo de ayudantes y no veía cómo Florence Tanner o
Fischer podrían ser de alguna ayuda para él. Fischer había demostrado habilida-
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des increíbles cuando era un niño, excepto después del colapso donde obviamen-
te había perdido su don, y, después de haber sido atrapado en fraude cierto nú-
mero de veces, finalmente desapareció.
Además, Deutsch le dijo que Florence Tanner volaría al norte con él, mientras Fis-
cher los encontraría en Maine.
El viejo notó su expresión. —No se preocupe, usted estará a cargo —dijo.
—Tanner estará presente solo porque mi gente dijo que ella es una médium de
primera clase...
—Una médium mental —murmuró Barrett.
—Y me gustaría que la línea de respeto continúe —continuó Deutsch, como si Ba-
rrett no hubiera hablado—. La presencia de Fischer es obvia.
Barrett inclinó la cabeza. No había caso. Tendría que dejar afuera a uno de sus
colegas después de que el proyecto estuviera en proceso.
—En lo que se refiere a los costos... —empezó.
El viejo se agitó completamente. —Hable de eso con Hanley. Usted tiene fondos
ilimitados.
—¿Y el tiempo?
—Eso es algo que usted no tiene —contestó Deutsch—, quiero la respuesta en
una semana.
Barrett se mostró consternado.
—¡Tómelo o déjelo! —El viejo explotó con una incomprensible furia, repentina,
desnuda en su expresión. Barrett supo que tenía que acceder o perder la oportu-
nidad y habría una chance si pudiera construir su máquina a tiempo.
Inclinó la cabeza una vez. —De acuerdo. Una semana.
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—¿Eso es todo?
—Es todo lo que puedo pensar por el momento. Además no he mencionado los
recursos de vivienda, por supuesto.
—Hemos renovado suficientes habitaciones, y un matrimonio de Caribou Falls
preparará y entregará sus comidas. —Hanley pareció a punto de sonreír—. Se
han rehusado a pasar la noche en la casa.
Barrett se levantó. —Es lo mejor. Sólo me estorbarían.
Hanley le guió hacia la puerta de la biblioteca. Antes de que la alcanzasen, fue
abierta oportunamente por un hombre corpulento, quien se dirigió a Barrett.
Aunque era cuarenta años más joven y treinta y ocho kilos más pesado, William
Reinhardt Deutsch tenía un parecido inconfundible con su padre.
Cerró la puerta. —Le advierto ahora mismo —dijo—, voy a cancelar esta locura.
Barrett clavó los ojos en él.
—La verdad —dijo el joven Deutsch—, ¿Esto es algún tipo de estafa, no es así?
Póngalo por escrito, y le haré enviar un cheque de mil dólares ahora mismo.
Barrett titubeó.
—Me temo que...
—¿No hay tal cosa sobrenatural, verdad? —el cuello de Deutsch se enrojecía.
—Correcto —dijo Barrett. Deutsch comenzó a sonreír triunfalmente—. La palabra
es paranormal. La naturaleza no puede ser transcen...
—¡Me cago en la diferencia! —Deutsch le interrumpió—. ¡Es superstición, nada
más!
—Lo siento, pero no es así —Barrett empezó a caminar—. Ahora, usted me excu-
sará...
Deutsch atrapó su brazo. —Mire, mejor deja usted este asunto. Veré que nunca
pueda obtener ese dinero...
Barrett liberó su brazo forzosamente.
—Mire, haga lo que usted quiera —dijo—; yo procederé hasta que escuche lo con-
trario de la boca de su padre.
Cerró la puerta y empezó a renquear por el corredor. A consecuencia del episodio
presente, su mente se dirigió al joven Deutsch; alguien que elige referirse a los
fenómenos psíquicos como superstición simplemente no se da cuenta que está
pasando en el mundo. La documentación es inmensa. Barrett se detuvo y se apo-
yó contra la pared. Su pierna comenzaba a doler otra vez. Por primera vez, se
permitió reconocer la tensión que, en su condición, podría causarle una semana
en la casa Belasco.
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Florence Tanner cruzó el patio que separaba su casa pequeña de la iglesia y an-
duvo por el estrecho sendero hasta la calle. Estaba de pie sobre la acera y con-
templaba su iglesia. Era sólo una tienda de abarrotes convertida, pero había sido
todo para ella en estos últimos seis años. Miró el cartel en la ventana pintada:
TEMPLO DE LA ARMONÍA ESPIRITUAL
Sonrió. Ciertamente, esos pasados seis años habían sido la mayor parte los más
espiritualmente armoniosos de su vida.
Caminó hacia la puerta, la abrió y entró. El calorcito interior se sentía bien. En-
cendió la lámpara fijada a la pared en el vestíbulo. Sus ojos se concentraron en el
tablero de anuncios:
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No podía dormir. Fischer abrió los ojos y miró alrededor. Viajaba en el avión pri-
vado de Deutsch.
Que extraño es estar sentado en la cómoda butaca de un avión, pensó. Extraño
en todo sentido. Nunca había volado en toda su vida.
Fischer alcanzó la cafetera y se sirvió otra taza. Se frotó la cara con la mano y
levantó una de las revistas que descansaban sobre la mesita de café delante de
él. Era una de Deutsch. ¿De quien otro podía ser?
Después de un rato sus ojos salieron fuera de foco, y las palabras en la página
comenzaron a empañarse conjuntamente. Otra vez, pensó. El único de nueve
personas que sigue caminando, iba de regreso por más.
Lo habían encontrado acostado en el porche delantero de la casa esa mañana de
septiembre de 1940, desnudo, escarolado como un feto, temblando y con la mi-
rada perdida. Cuando lo pusieron en la camilla, había comenzado a gritar y vomi-
tar sangre, y sus músculos estaban anudados y duros como una roca.
Luego, cayó en un coma de tres meses en el Hospital de Caribou Falls. Cuándo
abruptamente abrió sus ojos, se parecía más a un hombre ojeroso de treinta
años, un mes después de su decimosexto cumpleaños. Ahora tenía cuarenta y
cinco, y se había convertido en un hombre parco, de pelo gris con ojos oscuros, y
su expresión era dura y suspicaz.
Fischer se enderezó en la silla. No importa; es hora, pensó. Ya no tenía quince
años, no sería nunca más aquel chico ingenuo, la presa crédula que había sido en
1940. Las cosas serían diferentes esta vez.
Jamás creyó ni en sus fantasías más descabelladas que recibiría una segunda
oportunidad en esa casa. Después de que su madre había muerto, había viajado
por toda la Costa Oeste. Probablemente, como más tarde se percató, era para
llegar tan lejos como sea posible de Maine. Cometió unos torpes fraudes en Los
Ángeles y San Francisco, deliberadamente alienando Espiritistas y científicos, solo
para liberarse de ellos. Había subsistido penosamente esos últimos treinta años,
lavando platos, haciendo trabajos en granjas, y realizando ventas de puerta en
puerta; cualquier cosa para ganar dinero sin usar su mente.
Aún, en cierta forma, había protegido su habilidad y procurado nutrirla. Estaba
todavía allí, tal vez no tan espectacular como cuando era adolescente, pero muy
intacta y respaldada ahora por la cautela y prudencia de un hombre en vez de la
arrogancia suicida de un chico. Estaba listo para aflojar los músculos psíquicos
inactivos, ejercitarlos y fortalecerlos, ponerlos en uso otra vez. En contra de ese
agujero de pestilencia que se alzaba en Maine.
De nuevo, en contra de Hell House.
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—Porque su dueño, Emeric Belasco, creó un infierno privado allí — le contestó Ba-
rrett.
—¿Es verdad que es el único que estigmatiza la casa?
—Entre muchos —dijo Florence—. Los fenómenos son demasiados complicados
para ser el trabajo de un único espíritu superviviente. Es obviamente un caso de
estigmatización múltiple.
—Digamos simplemente que hay algo allí —dijo Barrett.
Florence sonrió. —De acuerdo.
—¿Te desharás de eso con tu máquina? —preguntó Edith.
Florence y Fischer miraron a Barrett.
—Les explicaré en su debido momento —les dijo.
Todos ellos miraron hacia las ventanas cuando el coche pasó la curva descenden-
te hacia el valle. —Estamos en la recta final —dijo Barrett.
Miró a Edith. —La casa está en el Matawaskie Valley.
Todos ellos contemplaron el valle anillado en la colina por delante, el suelo oscu-
recido por la niebla. Fischer aplastó su cigarrillo en el cenicero, y lanzó una última
bocanada de humo. Mirando hacia delante otra vez, se sobresaltó.
—Entramos.
El coche estaba repentinamente sumergido en una niebla verdosa. El conductor
disminuyó la velocidad, y lo vieron inclinándose hacia adelante, mirando con
atención a través del parabrisas. Después de varios segundos conectó los faros
antiniebla y los limpiaparabrisas.
—¿Cómo pudo alguien construir una casa en semejante lugar? —preguntó Floren-
ce.
—Éste es un día de sol para Belasco —dijo Fischer.
Todos ellos se quedaron con la mirada fija a través de las ventanas en la niebla
rizada. Estaba como si fueran dentro de un submarino, lentamente navegando
hacia abajo a través de un mar de leche cuajada. En diversos momentos, los ár-
boles o los arbustos o las formaciones rocosas grandes y redondas aparecían al
lado del coche, y luego desaparecían. El único sonido era el zumbido del motor.
Por fin, el coche frenó. Todos ellos estaban deseando ver al otro Cadillac delante
de ellos.
Se escuchó un sonido apenas perceptible cuando la portezuela se cerró. Luego la
figura del representante de Deutsch surgió ceñudamente de la niebla. Barrett
oprimió un botón, y la ventanilla de su lado se deslizó. Hizo una mueca por el olor
fétido de la niebla.
El hombre se curvó en la ventanilla. —Estamos en el desvío —dijo.
—Su chofer viene a Caribou Falls con nosotros, así que uno de ustedes tendrá
que conducir hacia la casa. Es simplemente un trayecto pequeño. El teléfono y la
electricidad han sido conectados, y sus cuartos están listos. Recorrió con la mira-
da el suelo. —La canasta con la comida le debería llegar esta tarde. La cena será
entregada a las seis. ¿Alguna pregunta?
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Caminaron de regreso a través del vestíbulo de entrada, cada uno llevando una
vela en una agarradera. Conforme se movían, la iluminación oscilante hizo bailar
sus sombras en las paredes y el cielo raso.
—Éste debe ser la gran sala —dijo Barrett.
Se movieron bajo un pasaje abovedado de casi dos metros de ancho y se detu-
vieron, Edith y Florence quedándose sin aliento casi simultáneamente. Barrett
chifló suavemente cuando levantó su vela para conseguir un máximo de luz.
La gran sala medía catorce metros de ancho por veintinueve de largo; sus pare-
des altas, revestidas con paneles de nogal de una altura de tres metros, y blo-
ques de piedra rústica más arriba. Enfrente de donde se detuvieron había una
chimenea gigantesca, con un antiguo dintel de piedra.
Los enseres eran todos antiguos excepto por las sillas desparramadas y sofás ta-
pizados a la manera de los años veinte. Las estatuas de mármol estaban de pie
sobre pedestales en posiciones diversas. En la esquina noroeste había un piano
de cola negro, y en el centro del vestíbulo una mesa circular, de más que seis
metros de diámetro, con dieciséis sillas alomadas alrededor de ésta y una araña
de luces suspendida sobre su centro. Buen lugar para desplegar mi equipamiento,
pensó Barrett; obviamente todo había sido limpiado.
Bajó su vela. —Sigamos adelante —dijo.
Dejaron la gran sala y se movieron a través del pasillo de entrada, bajo la escale-
ra sobresaliente, y en línea recta en otro corredor. Varios metros más adelante a
lo largo de su longitud, alcanzaron un par de puertas de nogal. Barrett empujó
hacia dentro una y miró con atención adentro. —El teatro —dijo.
Entraron, reaccionando al olor rancio. El teatro fue diseñado para sentar a cien
personas, y sus paredes estaban cubiertas con un brocado rojo antiguo, su piso
inclinado, de tres pasillos con alfombrado grueso y rojo. En el escenario, unas do-
radas columnas renacentistas flanqueaban la pantalla, y espaciados a lo largo de
las paredes, candelabros de plata adaptados con cables eléctricos. Los asientos
estaban hechos a la medida, tapizaron con terciopelo rojo vino.
—¿Qué tan rico era Belasco? —preguntó Edith.
—Creo que dejó más de siete millones de dólares cuando murió —contestó Ba-
rrett.
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altar; Por encima de eso, destellando en la luz de las velas, una figura de tamaño
natural y de color carne de Jesucristo en la cruz.
—Bueno, parece una capilla... —comenzó a decir, ahogándose cuando se dio
cuenta que la figura de Jesús estaba desnuda y con un desproporcionado falo
erecto. Hizo un sonido de revulsión, clavando los ojos en el crucifijo obsceno. El
aire le pareció repentinamente grueso, coagulándose en su garganta.
También se percató que las paredes estaban cubiertas de vitrales pornográficos.
Sus ojos quedaron atrapados por uno a su derecha, bosquejando una orgía masi-
va involucrando monjas a medio vestir y sacerdotes. Las caras en las figuras se
veían demenciales, babosas, sonrojadas y distorsionadas por una lujuria maníaca.
—Profanación de lo sagrado —dijo Barrett—. Apetito venéreo profano.
—De veras que estaba enfermo —se quejó Edith.
—Sí, así fue —Barrett tomó su brazo. Cuando llegaron al final del pasillo, Edith vio
que Fischer ya había salido.
Lo encontraron en el corredor.
—Tanner se fue —dijo.
Edith lo miró inquisitivamente. —¿Cómo pudo irse? —empezó a mirar alrededor.
—Estoy seguro que no es nada —dijo Barrett.
—¿Seguro? —Fischer sonó enojado.
—Estoy seguro que ella está bien —dijo Barrett firmemente.
—¡Señorita Tanner! —llamó—. Venga, por favor.
Empezó a caminar el corredor. —¡Señorita Tanner! —Fischer lo siguió sin hacer
un sonido.
—¿Lionel, por qué haría esto...?
—No precipitemos conclusiones —dijo Barrett, y llamó de nuevo.
—¡Señorita Tanner! ¿Me puede oír usted?
Cuando alcanzaron el vestíbulo de entrada, Edith la vio. Había luz de vela dentro
de la gran sala.
—¡Señorita Tanner! —llamó Barrett.
—¡Sí!
Barrett le sonrió a Edith, y luego volvió la mirada hacia Fischer. La expresión de
Fischer no había bajado en intensidad.
Ella estaba de pie sobre el lado lejano del vestíbulo. El ruido de sus pasos hizo
crepitar el piso arruinado cuando caminaron hacia ella.
—No debería haber hecho eso, señorita Tanner —dijo Barrett—. Usted nos causó
una alarma innecesaria.
—Lo siento —dijo Florence, pero fue sólo una señal de disculpa—. Oí una voz aquí
dentro.
Edith se estremeció.
Florence gesticuló hacia el mueble individual al lado de donde estaba parada, un
fonógrafo instalado dentro de un gabinete de nogal español. Acercándose al plato
giratorio, levantó un disco y se lo mostró a ellos.
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—Fue éste.
Edith no entendió. —¿Cómo pudo funcionar sin electricidad?
—Funciona a manivela. Barrett colocó su vela sobre el gabinete y tomó el disco
de Florence. —Hecho en casa —dijo—. Belasco.
Barrett la miró, intrigado.
—¿Era su voz? —preguntó mientras lo colocaba en el plato giratorio. Florence mi-
ró a Fischer, quien aguardaba varios metros atrás, clavando los ojos en el fonó-
grafo.
Barrett hizo girar la manivela, movió el brazo metálico con la púa acerada, y la
colocó en el borde del disco. Hubo un ruido crujiente a través del parlante, luego
una voz.
—«Bienvenidos a mi casa —dijo Emeric Belasco—. Estoy encantado de que
hayan podido venir...
Edith se cruzó de brazos y tembló.
—... Estoy seguro que encontrarán que su permanencia aquí será ilumi-
nadora.
La voz de Belasco era suave y tranquila, pero era la voz de un desequilibrado cui-
dadosamente disciplinada.
—... es lamentable que no pueda estar con ustedes —dijo—, pero tuve que
irme antes que llegaran...
Bastardo, pensó Fischer.
—... no dejen que mi ausencia física los moleste... sólo acéptenme como
su incorpóreo y ubicuo anfitrión y créanlo o no, durante su permanencia
aquí, estaré con ustedes en espíritu...
Los dientes de Edith estaban haciendo ruido. Esa voz.
—...Todas sus necesidades han sido previstas —la voz de Belasco continuó.
... Nada ha sido pasado por alto... Vayan adonde quieran y hagan lo que
se le antoje placentero, son los preceptos cardinales de mi casa. Siéntan-
se en libertad para moverse como ustedes elijan. No hay responsabilida-
des, ninguna regla es aplicable. Cada cuál para su deleite, será el único
patrón aquí. Espero que encuentren la respuesta que buscan. Porque, se
los prometo, está aquí en esta casa —hubo una pausa.
—...Y ahora... Auf Wiedersehen.»
La púa hizo un chirrido escabroso en el disco. Barrett levantó el brazo metálico y
desconectó el fonógrafo. El gran vestíbulo estaba inmensamente quieto.
—Auf Wiedersehen —dijo Florence—. Hasta que nos reencontremos.
—¿Lionel...?
—El disco no tiene significado para nosotros —dijo.
—Pero...
—Esto fue grabado hace por lo menos medio siglo —dijo Barrett—. Mírenlo. Lo
sostuvo. —Es meramente una coincidencia que lo que él dijo parezca aplicable a
nosotros.
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—¿Qué hizo que el fonógrafo funcionara por sí mismo, entonces? —preguntó Flo-
rence.
—Ese es un problema separado —dijo Barrett—. Sólo discuto el disco ahora. Miró
a Fischer. —¿Funcionó por sí mismo en 1940? Los informes no dicen nada sobre
eso.
Fischer negó con la cabeza.
—¿Sabe usted alguna cosa acerca de este disco?
Pareció que Fischer no iba a contestar. Luego dijo: —Los invitados llegarían, y lo
encontrarían ausente; luego, escucharían ese disco —hizo una pausa—. Era un
juego que él disfrutaba. Cuando los invitados estaban aquí, Belasco los espiaba
mientras estaba escondido.
Barrett movió la cabeza.
—O... tal vez era invisible —Fischer continuó—. Alguna vez dijo poseer ese poder;
quizás llamaba la atención de un grupo de personas con algún objeto en particu-
lar, y se movía entre ellos, desapercibido.
—Dudo de eso —dijo Barrett.
—¿Duda usted? —la sonrisa de Fischer era tan extraña como cuando miraba el
fonógrafo—. Todos nosotros le prestamos nuestra atención algunos momentos
atrás —dijo— ¿Cómo sabe usted que Belasco no estaba espiándonos mientras
escuchábamos el disco?
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Subían la escalera cuando una brisa helada pasó por encima de ellos, causando
que las llamas de las velas titilaran. La vela de Edith se apagó.
—¿Qué fue eso? —susurró.
—Una brisa —dijo Barrett instantáneamente. Acercó su vela para reencender la
de ella—. Lo discutiremos más tarde.
Edith tragó saliva, recorriendo con la mirada a Florence. Barrett la llevó del brazo,
y continuaron subiendo las escaleras otra vez.
—Pasarán muchas cosas como esta durante la semana —dijo—. Ya te acostum-
brarás.
Edith no dijo nada más. Mientras ella y Lionel subían las escaleras, Florence y Fis-
cher intercambiaron una mirada.
Alcanzaron el segundo piso y, girando a la derecha, caminaron a lo largo del co-
rredor del balcón. Por su derecha, la pesada balaustrada continuaba; por su iz-
quierda, en una pared revestida con paneles, las puertas de los dormitorios. Ba-
rrett se acercó a la primera de las puertas y la abrió. Echó una mirada adentro y
luego se volvió a Florence.
—¿Le gusta este? —preguntó.
Ella atravesó el umbral. Después de algunos momentos, se volvió hacia ellos.
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—No está mal —dijo. Le sonrió a Edith—. Pero ustedes descansarían más confor-
tablemente aquí.
Barrett estuvo a punto de hacer un comentario, pero se aplacó. —Bien —dijo.
Gesticuló disgustado mientras entraba al cuarto.
Edith lo siguió adentro, cerró la puerta y observó como su esposo cojeaba alrede-
dor del dormitorio. A su izquierda había un par de camas Renaissance de nogal y
entre ellas una mesita de luz con una lámpara y un teléfono de estilo francés.
Una chimenea estaba centrada en la pared opuesta, delante de ella una silla pe-
sada también de nogal. El piso estaba al amparo de una alfombra persa azul de
diez por diez metros, y en la mitad, una mesa de parte superior octagonal con
una silla que hacía juego tapizada en cuero rojo.
Barrett recorrió con la mirada el cuarto de baño, y luego se volvió hacia ella.
—Acerca de esa brisa —dijo—. No quise enredarme en un debate con la señorita
Tanner. Por eso es que lo dejé pasar.
—¿Realmente ocurrió?
—Por supuesto —contestó, sonriendo—. Una manifestación de cinética simple: sin
guía, sin inteligencia.
—No me importa lo qué Tanner piense. Debería habértelo mencionado antes de
que saliésemos.
—¿Mencionado qué?
—Que necesitarás endurecerte a ti misma para lo que ella pueda decir la semana
entrante. Ella es una espiritista, como sabes. La comunicación con los muertos o
desencarnados es el fundamento de su creencia; un fundamento erróneo, como
tengo la intención de probar. Mientras tanto, sin embargo...
—sonrió—. Debes estar preparada a escuchar sus puntos de vista. No puedo pe-
dirle que se quede callada todo el tiempo.
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y forma, acercándose de modo amenazador a ella, para luego retirarse como al-
guna temerosa bestia invisible.
Después de varios minutos abrió sus ojos. Ya Volverá, pensó. Cruzó hacia el cuar-
to de baño, entrecerrando los ojos ligeramente. Se acercó al lavatorio, y abrió el
grifo de agua caliente. Por un momento, no pasó nada. Luego, con un traqueteo
de burbujeo, una gota de agua oxidada salpicó en la batea. Florence esperó hasta
que el agua se hubiera aclarado antes de ponerlas bajo el chorro. Rechifló por el
frío. Doblándose, comenzó a palmear agua encima de su cara.
Debería haber entrado en la capilla, pensó. No debería haberme echado atrás al
primer inconveniente. Se sobresaltó, recordando la náusea violenta que había
sentido cuando estaba a punto de entrar. Un lugar horrible. Ella tenía que supe-
rarse, hacer el esfuerzo. Pero si ella lo forzara ahora, podría hasta perder el cono-
cimiento. Ya volveré allí dentro pronto, se prometió a sí misma. Dios me concede-
rá el poder cuando sea hora.
12:57 P.M.
El cuarto de Fischer era más pequeño que los otros dos. Había sólo una cama con
una sencilla parte superior. Fischer se sentó en ella, fijando los ojos en el patrón
intrincado de la alfombra. Podía sentir la casa alrededor de él como algún ser vas-
to, amorfo e intangible. Sabe que estoy aquí, pensó; Belasco sabe, todos ellos
saben que estoy aquí: Su único fracaso. Lo estaban observando, esperando a ver
lo que haría.
No iba a hacer cualquier cosa prematuramente, eso estaba seguro. No iba a hacer
una sola cosa hasta que volviera a acostumbrarse al lugar.
2:21 P.M.
Fischer entró en la gran sala llevando su linterna. Se había puesto un suéter ne-
gro de cuello de tortuga, pantalones negros de pana, y un par de zapatillas de
tenis blancos llenos de rozaduras. Sus pasos no se oyeron cuando caminó hacia la
enorme mesa redonda donde Barrett, sentado y Edith de pie, abrían y descarga-
ban equipo de unas cajas de madera. En la chimenea, un fuego ardía.
—¿Necesitan ayuda? —preguntó Fischer, cuando emergió de las sombras.
—No, todo va muy bien, gracias —dijo Barrett, sonriendo.
Fischer se sentó en una de las sillas, mientras veía como Barrett desempacaba un
delicado instrumento recubierto por un paño y, cuidadosamente, lo colocaba so-
bre la mesa.
Celoso de sus juguetes, pensó Fischer. Sacó el paquete de cigarrillos de su bolsi-
llo y prendió uno.
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Edith puso la lista donde estaba. Dios mío, pensó. ¿Qué clase de semana vamos a
tener aquí?
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2:53 P.M.
El garaje se había construido para acomodar siete autos. Ahora estaba vacío.
Cuando entraron, Fischer apagó la linterna, ya que bastante luz del día se filtraba
a través de las ventanas mugrientas. Miró la niebla verdosa que presionaba sobre
los cristales.
—Tal vez debiéramos mantener el coche aquí dentro —dijo.
Florence no contestó. Ella caminaba sobre el piso grasiento, volteando la cabeza
de un lado para otro. Hizo una pausa sobre un estante y tocó un martillo sucio,
moteado en herrumbre.
—¿Qué dijo usted? —preguntó.
—Que tal vez debiéramos meter el coche aquí dentro.
Florence negó con la cabeza.
—Si un generador puede ser estropeado aquí, también un coche lo será.
Fischer observó a la médium caminando alrededor del garaje. Cuando ella pasó a
corta distancia, percibió el perfume de la colonia que ella usaba.
—¿Por qué dejó usted la actuación? —le preguntó.
Florence lo miró con una sonrisa fugaz.
—Es una larga historia, Ben. Cuando nos hayamos aclimatado un poco, le diré por
qué. Ahora, sería mejor concentrarnos en este lugar —se detuvo en un parche de
luz y cerró sus ojos.
Fischer la miró. En esa semioscuridad, la piel de marfil y el lustroso pelo rojo le
daban la apariencia de una muñeca Dresden.
Después de un rato ella regresó a Fischer.
—Nada por aquí —dijo—. ¿Usted está de acuerdo?
—Lo mismo digo.
Fischer encendió la linterna cuando subieron los escalones hacia el corredor.
—¿Por dónde ahora? —preguntó ella.
—No conozco muy bien este lugar. Estuve aquí sólo tres días.
—Entonces exploraremos —dijo Florence—. No hay necesidad de... —calló de
pronto y repentinamente se detuvo, con la cabeza vuelta hacia la derecha, como
si hubiera escuchado un ruido detrás de ellos.
—Sí... —murmuró—. Sí. Pena. Dolor —frunció el ceño y sacudió la cabeza.
—No, no —suspiró largamente y miró a Fischer.
¿Usted lo sintió? —le preguntó.
Fischer no contestó. Florence sonrió y apartó la mirada.
—Bien, veamos lo que podemos encontrar —dijo.
—¿Leyó el artículo del doctor Barrett en el cual compara a los médium con conta-
dores Geiger? —le preguntó mientras caminaban por el corredor.
—No.
—No es una mala comparación. Somos como contadores Geiger en cierto modo.
Si nos exponen a las emanaciones psíquicas, hacemos tictac. Por supuesto, la di-
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ferencia es que somos jueces así como también instrumentos, no sólo adquirien-
do impresiones, sino evaluándolas también.
—Ajá —dijo Fischer. Florence lo miró, intrigada.
Caminaron bajo el tramo de escalera enfrente de la capilla. Fischer apuntó la lin-
terna a sus pies.
—Me pregunto si vamos a necesitar la semana completa —dijo Florence.
—Un año completo no sería suficiente.
Florence trató de sonar suavemente en desacuerdo.
—He visto lo más abstruso de los problemas psíquicos solucionados de la noche a
la mañana. Nosotros no debemos...
Se detuvo, sujetándose firmemente de la baranda.
—Esta cloaca maldita... —masculló en una voz salvaje; pareció desmayarse y ne-
gó con la cabeza.
—Oh, señor. Tanta furia. Tanto veneno destructivo —contuvo un aliento temblo-
roso.
—Un hombre tan hostil —dijo—. No es de extrañar. ¿Quién le puede culpar, atra-
pado en esta casa?
Ella volvió la mirada a Fischer.
Alcanzando el corredor inferior, atravesaron un par de puertas metálicas de vai-
vén con ventanas redondas. Fischer empujó una de las puertas y franqueó el pa-
so a Florence. Cuando entraron, el ruido de sus pasos sonó agudamente en el pi-
so de ladrillos y reverberó fuera del cielo raso.
La piscina era de tamaño olímpico. Fischer dirigió su linterna a las profundidades.
Caminó hacia el borde de la piscina y se arrodilló en su esquina. Levantando la
manga de su suéter, metió su mano en el agua.
—No está fría —dijo, asombrado. Miró a su alrededor—. Si el agua entra, la pisci-
na debe operar con un generador separado.
Florence contempló la piscina. Las ondas hechas por Fischer se deslizaban a tra-
vés de su superficie.
—Hay algo aquí dentro —dijo, sin mirar hacia Fischer buscando su aprobación.
—El cuarto de vapor está en el otro extremo —dijo Fischer al regresar a su lado.
—Echémosle un vistazo.
El eco de sus pasos cuando caminaron por el borde de la piscina sonó como si al-
guien los estuviera siguiendo. Florence volvió la mirada a través de su hombro.
—Sí... —murmuró.
Fischer jaló la pesada puerta de metal y la sujetó entreabierta, apuntando la lin-
terna hacia adentro. El cuarto de vapor era cuadrado, de cuatro por cuatro me-
tros, y sus paredes, su piso, y el techo estaban azulejados en color blanco, con
bancos de madera alineados a las paredes; y, subiendo vertiginosamente a través
del piso como una serpiente petrificada, había una descolorida manguera verde
conectada a un grifo.
Florence hizo una mueca.
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Barrett devolvió la sonrisa, gesticulando con sus manos mientras decía: —de
acuerdo, no congeniamos, entonces ¿Por qué no lo dejamos ahí?
—Es que usted no acepta La Otra Vida —persistió Florence.
—Esa es una noción encantadora —dijo Barrett—. No tengo objeción sobre eso,
sólo que NO PUEDO dar crédito al concepto de comunicarme con las así llamadas
entidades sobrevivientes.
Florence le contestó tristemente: —¿Cómo puede decir eso, habiendo oído los so-
llozos en sesiones de espiritismo?
—He oído sollozos similares en instituciones mentales.
—¿Instituciones mentales?
Barrett suspiró. —Sin intención de ofender. —Pero sé que la creencia en la comu-
nicación con los muertos ha conducido a más personas a la locura que a la tran-
quilidad de espíritu.
—Eso no es cierto —dijo Florence—. Si así fuera, todos los intentos en la comuni-
cación ultraterrena hubieran acabado hace mucho tiempo. Sin embargo, han du-
rado a través de los siglos —miró sostenidamente a Barrett, tratando de dar a
entender su punto de vista—. Usted la llama una noción encantadora, doctor. Se-
guramente es más que eso. ¿Qué hay acerca de las religiones que aceptan la idea
de la vida después de la muerte? San Pablo dijo: «¿Si los muertos no se levantan
de la tumba, entonces nuestra religión es en vano?»
Barrett no respondió.
—Pero usted no está de acuerdo —dijo.
—No, no estoy de acuerdo.
—¿Tiene usted alguna alternativa para ofrecerme, sin embargo?
—Sí —Barrett le devolvió una mirada fija, retadora.
—Tengo una alternativa mucho más interesante y compleja: a saber, el ego su-
bliminal, el vasto y oculto espacio de la personalidad humana que, como un ice-
berg, persiste bajo el así llamado umbral de la conciencia. Eso que está escondido
allí donde la ignorancia nos miente, señorita Tanner. No en las áreas especulati-
vas de la vida después de la muerte, sino aquí, en el AHORA; El reto de nosotros
mismos. Los misterios sin descubrir del espectro humano, las aptitudes infrarro-
jas de nuestros cuerpos, las aptitudes ultravioletas de nuestras mentes. Ésta es la
alternativa que le ofrezco: Las facultades extendidas del sistema humano que
hasta ahora no han sido establecidas. Las facultades REALES por las cuales, estoy
convencido, todos los fenómenos psíquicos son producidos.
Florence guardó silencio por algunos momentos antes de sonreír.
—Vamos a ver —dijo.
Barrett inclinó la cabeza. —Ciertamente lo haremos.
Edith miró alrededor de la sala comedor. —¿Cuándo habrá sido construida esta
casa? —preguntó.
Barrett miró a Fischer. —¿Sabe usted?
—Alrededor de 1919 —dijo Fischer.
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—De varias cosas que dijo usted hoy, tengo la impresión que sabe mucho acerca
de Belasco —dijo Barrett—. ¿Le importaría decirnos qué es lo que sabe? —No
vendría nada mal —reprimió una sonrisa—. Conocer a nuestro adversario.
¿Le parece divertido? Pensó Fischer. No lo encontrará divertido cuando Belasco y
los demás pongan manos a la obra.
—¿Qué quiere usted saber? —preguntó.
—Lo que sea que pueda decirnos —dijo Barrett—; un resumen general de su vida
podría ser de ayuda.
Fischer se sirvió otra taza de café, luego abrigó sus manos alrededor de la taza, y
comenzó a hablar.
—Nació en 1879, fue hijo ilegítimo de Myron Sandler, un fabricante de municio-
nes, y Noelle Belasco, una actriz inglesa.
—¿Por qué tomó él el nombre de su madre? —preguntó Barrett.
—Sandler era casado —dijo Fischer. Hizo una pausa, y siguió.
—Su infancia es un misterio excepto por incidentes esporádicos. A los cinco años,
colgó a un gato para ver si revivía usando la segunda de sus nueve vidas. Cuando
eso no pasó, se enfureció tanto que picó en trocitos al gato, arrojando las partes
desde su ventana del dormitorio. Después de eso, su madre lo llamó Evil Emeric.
—Se crió en Inglaterra, supongo —intervino Barrett.
Fischer afirmó con la cabeza. —Hubo otro incidente verificado... fue un atentado
sexual a su hermana menor —dijo.
Barrett frunció el ceño.
—¿Toda su vida va ser sobre eso?
—No vivió una vida ejemplar, doctor —dijo Fischer, con un tono cáustico en su
voz.
Barrett vaciló. —Muy bien —dijo. Miró a Edith—. ¿Algo que objetar, querida? Edith
negó con la cabeza. Luego miró a Florence.
—¿Señorita Tanner?
—No si nos ayuda a entender —dijo.
Barrett le hizo un gesto a Fischer para que continuara.
—Después del estupro, su hermana pasó dos meses en el hospital —dijo Fischer.
—No entraré en detalles. Después de eso, Belasco fue enviado a una escuela reli-
giosa cuando cumplió diez años. Allí, fue víctima de abuso durante mucho tiempo,
en su mayor parte por uno de los maestros pederastas. Más tarde, Belasco invitó
a ese hombre a visitar su casa por una semana; al final de ese tiempo, el maestro
volvió a su casa y se ahorcó.
—¿Qué aspecto tenía Belasco? —preguntó Barrett.
Fischer miró perdidamente hacia arriba. Al cabo de un rato, continuó:
—Sus dientes eran los de un carnívoro. Cuando los dejaba al descubierto en una
sonrisa, daba la impresión de un animal gruñendo. Su tez era blanca, pues como
decía el mismo: «Desprecio el sol y los espacios abiertos». Tenía ojos asombro-
samente verdes, que parecían poseer una luz interior en ellos. De frente ancha, y
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«La voluntad, en las rarezas del Ser, en el magnetismo, esa delectación más se-
creta y predominante de la mente: La Influencia.» Emeric Belasco, 1913.
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—Usted dijo que la casa se construyó en 1919 —dijo Barrett—. ¿La corrupción
empezó inmediatamente?
—No, la casa era “normal” al principio. Cenas de Alta Sociedad. Soirées y bailes y
veladas.
Las personas viajaban de todas partes del país y del mundo para pasar un fin de
semana aquí. Belasco fue un sofisticado y perfecto anfitrión.
—Luego, en 1920, poco a poco, empezó la sensualidad en la conversación, luego
en la actividad. La murmuración. Rumores. Intrigas cortesanas. Maquinaciones
aristocráticas. Fluyeron el vino, el champagne y los dormitorios empezaron a
brincar; todo eso inducido por Belasco y sus influencias.
—Lo que él hizo, en esta primera fase, fue crear un paralelo con la alta sociedad
europea dieciochesca; requirió mucho esfuerzo para planear en detalle cómo lo
hizo. Fue diseñado con gran delicadeza.
—Supongo que el resultado de todo esto fue primordialmente sexual —dijo Ba-
rrett.
Fischer asintió con la cabeza.
—Belasco formó un club que llamó Les Afrodites. Cada noche y dos o tres veces al
día, tenían reuniones; Belasco las llamaba Simposios. Después de haber “degus-
tado” drogas y afrodisíacos, se sentaban alrededor de la mesa en la gran sala
hablando de sexo hasta que todo el mundo alcanzaba un trance, el que Belasco
llamaba “clima lúbrico”. Luego comenzaba una orgía.
—Aún así, al principio no era exclusivamente sexual; el exceso fue aplicado a ca-
da fase de la vida aquí. Cenar se convirtió en glotonería, el vicio del licor recurrió
a la ebriedad. Luego, vino la adicción a las drogas. Y, cuando el espectro físico de
sus invitados fue pervertido, entonces también lo fueron sus mentes.
—¿Cómo? —preguntó Barrett.
—Visualice veinte o treinta personas mentalmente alentadas a hacer lo que se les
viniere en gana los unos con los otros; sin ninguna clase de límite o tapujo en lo
que imaginación se refiere. Cuando sus mentes comenzaron a abrirse y acercar-
se, se formó una especie de comunión en cada aspecto de sus vidas conjuntas.
Esas personas se quedaron aquí meses, luego años. La casa se convirtió en su
forma de vida...
—Hippies perversos y con mucho dinero —intervino Edith.
—Algo así —continuó Fischer—. Pero esta forma de vida se volvió más demente
cada día. Aislada del contraste con la sociedad normal, La intemperancia total y la
depravación se convirtieron en la norma. Más tarde, la brutalidad y la carnicería
aparecieron.
—¿Cómo es posible que nadie se enterara de estas bacanales? —preguntó Ba-
rrett—. ¿Y porqué nadie llamó la atención... o denunció a Belasco?
—Bueno, la casa está apartada; Realmente aislada. Que yo sepa, no hubo nunca
una llamada por teléfono. Nadie osaría implicar a Belasco; Todos estaban dema-
siados intimidados por él. Una vez, unos detectives privados hicieron una pesqui-
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sa. No encontraron nada raro. Todo estaba en su lugar, y las personas eran las
más educadas que los uniformados hubieran visto.
—¿Y, durante todo ese tiempo, la gente seguía viniendo a la casa? —preguntó Ba-
rrett, incrédulo.
—Eran rebaños de animales en movimiento —dijo Fischer—. Al cabo de un tiem-
po, Belasco estaba tan harto de tener sólo a viejos pecadores ansiosos en su ca-
sa, que comenzó a dar la vuelta al mundo enlistando personas jóvenes y creati-
vas para invitarlas a lo que llamó su “Retiro artístico para escribir o componer,
pintar o meditar”.
—Y una vez que los trajo, por supuesto... —gesticuló—. Sus influencias.
—La más vil de las vilezas —dijo Florence—; corrupción de jóvenes —miró a Fis-
cher casi suplicante—. ¿Tenía este hombre algo de decencia?
—Ninguna —dijo Fischer—. Uno de sus pasatiempos favoritos era destruir a las
mujeres. Parece que siendo tan alto e imponente, tan magnético, podía enamo-
rarlas a voluntad. Luego, cuando estaban en lo más profundo de la adoración, se
deshacía de ellas. Le hizo a su hermana lo mismo que le habían hecho a él. Ella
fue su amante por un año. Después de que la desechó, ella se hizo adicta a las
drogas. Murió aquí de una sobredosis de heroína en 1923.
—¿Se drogaba Belasco? —preguntó Barrett.
—Al principio. Más tarde, comenzó a apartarse de sus invitados. Tenía la intención
de hacer un estudio sobre la naturaleza del mal, y decidió que no podría hacer
eso si él era un participante activo. Así es que comenzó a dejar de participar con-
centrando sus energías en la corrupción masiva de sus concurrentes.
Hacia 1926, inició la fase final. Aumentó sus esfuerzos en alentar a los invitados a
imaginar cada crueldad, cada perversión y cada horror que pudieran concebir.
Condujo certámenes para ver quienes podían crear las ideas más espantosas. Ini-
ció lo que él llamó “Días de Profanación”; veinticuatro horas continuas de depra-
vaciones, sin escalas. Intentó una escenificación de los 120 Días de Sodoma, del
Marqués de Sade. Después comenzó a importar monstruosidades de todas partes
del mundo para entremezclar con sus invitados: jorobados, enanos, hermafrodi-
tas, o con deformaciones grotescas de cada tipo.
Florence cerró sus ojos y bajó su cabeza, llevando sus manos sobre su frente.
—Creo que fue en ese momento —Fischer continuó—, en que todo comenzó a
desbarrancarse definitivamente. Ya no había sirvientes para mantener la casa;
fueron indistinguibles de los invitados para entonces. Los servicios empezaron a
fallar, y todo el mundo se vio forzado a lavar sus propias ropas, tarea que todos
rehusaron, por supuesto. Ninguno de los cocineros quiso quedarse, y todo el
mundo tuvo que preparar sus comidas, que empezaron a escasear.
—Luego, una epidemia de gripe golpeó la casa en 1927. Creyendo en los informes
de varios de los médicos invitados de que la niebla del Valle Matawaskie era dañi-
na para la salud, Belasco mandó sellar las ventanas con ladrillos.
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Florence caminó a través del gran salón. En los pasados diez minutos, ella había
estado sentada en un rincón —preparándose—, según les había dicho. Ahora es-
taba lista. Sonrió.
—¿Tomaremos nuestros lugares?
Los cuatro se sentaron en la enorme mesa redonda, Fischer enfrente de Florence,
Barrett varias sillas lejos de ella, Edith al lado de él.
—Se me ocurre —dijo Florence mientras se ubicaba—, que el mal en esta casa
está tan intensamente concentrado, que podría ser un constante atractivo para
todos aquellos espíritus atados a la Tierra en todas partes. En otras palabras, esta
casa podría estar actuando como un imán gigante para esas almas degradadas.
Esto podría explicar su atormentado historial.
¿Qué pretende decir con eso? Pensó Barrett. Volvió la mirada a Edith, y se esfor-
zó para reprimir una sonrisa cuando vio como ella miraba a Florence.
—¿Está segura que mi equipo no va a molestarle? —dijo.
—De ningún modo. De hecho, sería conveniente para usted conectar su grabado-
ra cuando NubeRoja comience a hablar. Podría decir algo valioso.
Barrett asintió con la cabeza.
—¿Trabaja con baterías, no?
Barrett asintió otra vez.
—Muy bien —Florence sonrió—. El resto de los instrumentos, claro está, no me
sirve.
Miró a Edith.
—Su marido le ha explicado, estoy segura, que no soy una médium física. Lo mío
es solamente un contacto mental con aquellos en espíritu. Los admito sólo en
forma de pensamiento —echó un vistazo alrededor—. ¿Apagamos las velas?
Edith se tensó cuando Lionel apagó su vela con dos dedos mojados. Fischer sopló
la suya. Sólo la de ella quedó, un diminuto y pulsante foco de luz en la inmensi-
dad del vestíbulo; Edith fue incapaz de obligarse a extinguirlo. Barrett extendió la
mano y lo hizo por ella.
La oscuridad pareció chocar con ella como una ola gigantesca, llevándose su
aliento. Buscó a tientas la mano de Lionel, recordando una visita que había hecho
una vez a las Cavernas Carlsbad. En una de las cavernas, el guía había apagado
las luces, y la oscuridad había sido tan intensa que ella había sentido como pre-
sionaba sus ojos.
—Oh, Espíritu de amor y ternura —comenzó Florence—, nos reunimos aquí esta
noche para descubrir una vez más la perfecta comprensión de las leyes que go-
biernan nuestro ser...
Barrett sintió la mano fría de Edith y sonrió. Supo lo que ella estaba haciendo; lo
mismo que había hecho docenas de veces antes, desde los primeros días de su
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trabajo. Si bien ella había estado en sesiones de espiritismo antes, pero nunca en
un lugar con un tamaño tan impresionante.
—Venga a nosotros, Oh, Divino Maestro, y danos la manera de comunicarnos con
esos del más allá, en particular con esos que caminan por esta casa en perpetuo
tormento.
Fischer lanzó un respiro largo y errático. Recordó su primera sesión aquí en 1940,
en esta sala y en esta misma mesa. Los objetos alrededor habían sido proyecta-
dos en el aire y el doctor Graham había quedado inconsciente por uno de ellos.
Una niebla verdosa y encendida había llenado la atmósfera, abrasando la gargan-
ta de Fischer.
No debería estar participando en esto, pensó.
—...Te suplicamos que el trabajo de cruzar el abismo de la muerte sea, para no-
sotros, el camino para que el dolor pueda ser transformado en alegría...
...todo esto en nombre de nuestro Padre infinito, Amén.
Todo quedó silencioso por un rato. Luego las piernas de Edith se replegaron
cuando Florence comenzó a cantar con una voz suave, melodiosa:
“Que el aliento avivador de la costa eterna del cielo haga que las almas, triunfan-
tes sobre la muerte, regresen a conectarse con la Tierra otra vez.”
Algo acerca del sonido de su canto en la oscuridad hizo carne de Edith y se es-
tremeció.
Cuando el himno hubo acabado, Florence comenzó a aspirar profundamente,
haciendo pases por delante de su cara. Después de varios minutos, comenzó a
frotar ambas manos sobre sus brazos y hombros, debajo de sus senos y sobre su
estómago y sus muslos. Las fricciones eran tan sensuales como si se diese masa-
je a sí misma, con los labios semiabiertos, ojos entornados y una expresión de
abandono voluptuoso en su cara. Su respiración se volvió más lenta y más fuerte.
Pronto fue un sonido roncamente sibilante, jadeante. Para entonces, sus manos
yacieron fláccidas en su regazo, con los brazos y las piernas dando ligeras sacu-
didas. Poco a poco, su cabeza se reclinó hasta que tocó el respaldo de la silla. As-
piró profundamente, y luego se quedó quieta.
El gran salón quedó en silencio. Barrett clavó los ojos en el lugar donde Florence
se sentaba, sin embargo no podía notar nada visible. Edith había cerrado sus
ojos, prefiriendo una oscuridad individual. Fischer se arrellanó tensamente en su
silla, esperando.
La silla de Florence hizo un ruido rechinante.
—Yo NubeRoja —dijo en una voz poderosa. Su cara, en la oscuridad, era pétrea;
su expresión, apremiante.
—Yo NubeRoja —repitió.
Barrett suspiró. —Buenas tardes —dijo.
Florence gruñó, inclinando la cabeza.
—Yo, venido de lejos. Traer saludos para usted de Reino de Paz Eterna; NubeRoja
puede verlo a usted. NubeRoja siempre feliz de círculo de creencia. Nosotros con
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9:49 P.M.
La Ciencia es más que un cuerpo razonable de hechos. Es, ante todo, un método de
investigación, y no hay razón aceptable para que los fenómenos parapsicológicos no
deban ser investigados por este método; como la física y la química, la parapsico-
logía es una ciencia de lo natural.
Ésta, desde luego, es la barrera intelectual que el Hombre inevitablemente debe
quebrar. La parapsicología no debe ser clasificada como un concepto filosófico. Es
una realidad biológica, y la ciencia no puede evitar este hecho permanentemente.
Ya se ha desaprovechado demasiado tiempo recorriendo los bordes de este reino
irrefutable. Ahora se debe entrar, estudiar y aprender.
Morselli lo expresó así: “El tiempo ha venido a quebrantar esta actitud exagerada,
negativa, esta constante sombra de duda con su sonrisa de comentario sarcástico.”
Es triste pensar que esas palabras fueron publicadas hace sesenta años atrás y
que la actitud negativa de la cual Morselli escribió todavía persiste...
—¿Lionel?
Barrett miró por encima de su escrito.
—¿Te puedo ayudar?
—No, acabaré en un momento —la miró sostenidamente. Ella estaba recostada
lánguidamente en un banco repleto de almohadas. Llevaba puesto un pijama
azul. Barrett le sonrió.
—Oh, esto puede esperar —dijo, decidiéndose con las palabras.
Puso el escrito de nuevo en su caja, mirando brevemente la carátula:
Estaba complacido. Realmente, todo iba sobre rieles. La oportunidad para probar
su teoría, fondos para jubilarse, y el libro casi completado. Quizá sea bueno agre-
gar un epílogo acerca de la semana transcurrida aquí; tal vez un apéndice, un
pequeño volumen suplementario. Sonriendo, apagó la vela de la mesa octagonal,
se levantó, y cruzó el cuarto. Tuvo una visión momentánea de sí mismo como un
gran duque cruzando una cámara del palacio para departir con alguna cortesana.
Se rió entre dientes.
—¿Qué? —preguntó ella.
Se lo contó y ella sonrió.
—¿Una casa fabulosa, no? Un museo de tesoros. Si no estuviera encantada... La
expresión de Lionel la hizo detenerse.
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22 DE DICIEMBRE, 1970
7:01 A.M.
—Me temo que hoy no podré zambullirme —Barrett sacó su pie del agua—; tal
vez mañana por la mañana esté lo suficientemente caliente. Secó el pie y se puso
su chinela otra vez. Miró a Edith con una sonrisa pesarosa.
—Te pude haber dejado dormir.
—Oh, está bien.
Barrett miró alrededor. —Me pregunto si el baño turco funciona.
Edith jaló la puerta pesada de metal y la sostuvo para él. Barrett cojeó adentro y
ella cerró ruidosamente. Barrett levantó su vela y miró con atención, luego se in-
clinó hacia adelante, entrecerrando los ojos.
—Ah —colocando en el suelo su bastón y la vela, se arrodilló tratando de girar la
tapa a rosca de salida de vapor.
Edith se sentó enfrente de él y se apoyó contra la pared azulejada, enderezándo-
se cuando el frío en la espalda traspasó su túnica. Reparó en Lionel con somno-
lencia. El titilar de las velas hizo oscilar de arriba abajo sus sombras en las pare-
des y en el techo. Cerró los ojos momentáneamente, luego los reabrió. Se fijó en
la sombra que gravitaba en el cielo raso sobre Lionel. Pareció que, en cierta for-
ma, se expandía. ¿Cómo puede pasar eso? No había movimiento de aire en el
cuarto; las llamas de las velas se consumían normalmente. Sólo el movimiento de
Barrett luchando con la tapa del caño de vapor se reflejaba.
Parpadeó y negó con la cabeza. Podría jurar que los bordes de la sombra se ex-
tendían como una mancha de tinta en la pared. Cambió de posición en el banco.
El cuarto estaba en silencio excepto por la respiración de Lionel.
Vamos, pensó. Trató de decirlo en voz alta, pero algo la detuvo.
Clavó los ojos en la sombra. ¿No había cruzado esa esquina antes? No, no es na-
da, pensó. No es probablemente nada.
Dios, salgamos de aquí.
Sintió como su cuerpo se ponía rígido. Estaba segura que había visto la parte ilu-
minada de la pared volverse negra.
—¿Lionel?
El sonido que hizo fue apenas audible, un silbido débil de su garganta. Tragó sali-
va.
—¿Lionel?
Su voz subió tan abruptamente que Barrett se sobresaltó con un gruñido.
—¿Qué pasa?
Edith parpadeó. La sombra en el techo ahora se veía normal.
—¿Edith?
Ella llenó sus pulmones de aire. —¿Nos... vamos?
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—¿Nerviosa?
—Sí, estoy... viendo cosas —no quiso decirle, pero lo hizo. Tenía que saberlo.
—Creo que vi a tu sombra comenzar a crecer.
Él se levantó y recogió su bastón y su vela, dándose vuelta para unírsele.
—Es posible —dijo—. Después de una noche sin dormir en esta casa tan particu-
lar, me inclino a pensar que fue tu imaginación.
Dejaron el cuarto de vapor y emprendieron el viaje de regreso a lo largo del bor-
de de la piscina.
Mi imaginación, pensó Edith.
¿Alguien escucho alguna vez acerca de un fantasma en un baño turco?
7:33 A.M.
Florence golpeó suavemente la puerta del cuarto de Fischer. Cuando no hubo res-
puesta, tocó otra vez. —¿Ben? —llamó.
Fischer estaba sentado en la cama, los ojos cerrados, la cabeza inclinada contra
la pared. A su derecha, sobre su mesita de luz, la vela casi extinguida. Florence
entró y atravesó el cuarto, protegiendo la llama de su vela con una mano. Pobre
santo, pensó, parándose frente a la cama. Su cara estaba pálida. Ella se preguntó
si había logrado conciliar el sueño. Benjamin Franklin Fischer, El mayor médium
físico del siglo. Sus sesiones espiritistas en la casa del Profesor Galbreath del Ins-
tituto Marks habían sido el despliegue más increíble de poder desde el apogeo de
Palladino. Sintió piedad. Ahora estaba emocionalmente lisiado, un Sansón moder-
no, con su melena cortada.
Regresó al corredor y cerró la puerta tan quedamente como le fue posible. Miró
hacia la puerta del cuarto de Belasco. Ella y Fischer habían pasado por allí ayer
por la tarde, encontrando su atmósfera tan curiosamente insípida, de ningún mo-
do lo que ella había esperado.
Cruzó el corredor y entró en el cuarto otra vez. Era el único apartamento dúplex
en la casa, con un cuarto de estar y un baño localizado en el nivel más bajo; su
dormitorio terminaba en un balcón accedido por una escalera curvada. Florence
se acercó y subió por los escalones.
La cama pertenecía al estilo francés del siglo diecisiete, con columnas intrincada-
mente talladas tan gruesas como un poste telefónico. Las iniciales “E” y “B” esta-
ban esculpidas en el centro de la cabecera. Sentándose en la cama, Florence ce-
rró sus ojos y abrió sus suprasentidos a sus impresiones, queriendo comprobar
que no había sido Belasco el aparecido que se presentó anoche en su cuarto. Ex-
pandió su mente lo más posible tratando de no caer en trance.
Una avalancha de imágenes comenzó a cruzar su conciencia. El cuarto en la no-
che, lámparas ardiendo. Alguien descansando sobre la cama. Una figura riéndose
a carcajadas. Unos ojos lúcidos, que miran fijamente. Un calendario de 1921. Un
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Cruzó la gran sala y el pasillo de entrada. Abriendo la puerta principal, vio al re-
presentante de Deutsch en el porche, ataviado con un impermeable de cuello le-
vantado y un paraguas en su mano. Para sorpresa de Barrett, llovía a cántaros.
—Traje su generador y al carpintero —dijo el hombre.
—Ajá. ¿Qué hay acerca del gato?
—También.
Barrett sonrió satisfecho. Ahora podría empezar a moverse.
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Barrett abrió ligeramente un lado del cercado hasta que hubo una abertura lo su-
ficientemente grande para acomodar una mesita de madera, que le había pedido
a Fischer que llevara. Empujando la mesita delante de la abertura, colocó encima
de ella una pandereta, una guitarrita de juguete, una campanilla de té, y un largo
pedazo de cuerda. Miró el gabinete por varios segundos y luego regresó con los
demás.
Observaron como Barrett registraba el baúl de donde había sacado la cuerda, la
campanita, la guitarra y la pandereta. Extrajo del fondo un par de mallas negras
y una bata de mangas largas, y las sostuvo frente a Florence.
—Creo que le calzarán —dijo.
Florence lo miró fijo.
—¿Le importaría ponerse esto?
—Bueno...
—Usted sabe que es el procedimiento regular.
—Sí, pero... —Florence vaciló y luego siguió— si es para prevenir fraudes...
—Mayormente.
Florence sonrió embarazosamente.
—Espero que no piense que yo sea capaz de cometer un fraude.
—No insinúo eso, señorita Tanner. Es simplemente que debo mantener un están-
dar. Si no lo hiciera, los resultados de la sesión serían científicamente inacepta-
bles.
Finalmente ella suspiró. —Muy bien —tomó las mallas y la bata, luego entró en el
gabinete para cambiarse, juntando los travesaños. Barrett miró a Edith.
—¿Podrías examinarla, mi amor? —le preguntó.
Edith caminó hacia el gabinete, soliviantada. Ella siempre había odiado hacer es-
to, aunque nunca se lo había dicho a Lionel. Parándose frente al gabinete, se
aclaró la voz.
—¿Puedo entrar?
Hubo un silencio momentáneo antes de que Florence contestase: —Sí.
Edith empujó los bordes de los travesaños, entrando en el gabinete.
Florence se había quitado su falda y el suéter y se disponía a quitarse la ropa in-
terior.
Se quitó las bragas mientras permanecía sentada. Cuando empezó a desengan-
char su corpiño blanco, Edith retrocedió un paso.
—Lo siento —se quejó—, sé que es difícil...
No se avergüence —dijo Florence—, su marido tiene toda la razón. Es procedi-
miento estándar.
Edith asintió, mirando la cara de Florence mientras colgaba su corpiño y sus bra-
gas en el respaldo de la silla. Su mirada se fijó en la plenitud de los hermosos se-
nos de la médium, y miró hacia arriba rápidamente. Florence ya estaba erguida y
completamente desnuda.
—Muy bien —dijo Florence.
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—El teleplasma atravesó directamente la red y se mueve sobre la mesa —dijo Ba-
rrett.
—Dinamómetro en mil trescientos cuarenta, cayendo firmemente. Los contactos
eléctricos todavía mantenidos.
Su voz se convirtió en un galimatías de sonidos sin sentido para Fischer cuando
observó el húmedo y gris tentáculo moverse sobre la mesa, como si fuera un gu-
sano gigante. Una breve imagen de su pubertad atravesó su mente:
Ben Fischer, catorce años, en trance profundo, con una extrusión teleplasmática
similar, pero saliendo de su boca. Tembló cuando el miembro transparente se
trenzó a sí mismo alrededor de la campanita, lenta, pero sólidamente. De repen-
te, la levantó en el aire, y las piernas de Fischer bailotearon bruscamente cuando
la campanita repicó.
—Gracias. Por favor, ponga la campana donde estaba —le dijo Barrett a Florence;
Edith lo miró, asombrada por su tono casual.
Su mirada regresó a la mesa cuando la extremidad viscosa bajó la campana, y se
desenroscó a sí misma de la empuñadura.
—Intentando conseguir muestra del espécimen —dijo Barrett.
Se aproximó y colocó un tazón de porcelana en la mesa del gabinete; el tentáculo
se sacudió con fuerza, hacia atrás, alarmado por el movimiento de Barrett.
—Deje una porción en la taza, por favor —dijo Barrett, regresando a su silla.
El apéndice gris comenzó a bambolearse de aquí para allá como el tallo de alguna
planta submarina ondulando en la corriente.
—Por favor, deje una porción en la taza —repitió Barrett. Miró la grabadora REM.
La aguja había pasado la marca 300. Sintió un regocijo de satisfacción. Volvién-
dose al gabinete, repitió su instrucción otra vez. Nada.
Se vio forzado a repetir las palabras siete veces más antes de que el filamento de
ectoplasma comenzara a moverse.
Al fin, comenzó a moverse hacia el tazón. Edith fijó los ojos en eso, asqueada pe-
ro fascinada. Una serpiente ciega, de escamas grises. Cuando alcanzó el tazón,
serpenteó hacia arriba, sobre el borde, con precaución. Se retiró violentamente,
como reaccionando ante la fría porcelana. Se acercó otra vez, manteniendo una
cautela perceptible en su movimiento.
En el quinto avance, el tentáculo permaneció en el lugar, enrollándose lánguido y
subiendo vertiginosamente, hasta que llenó el tazón. Treinta segundos más tarde
se retiró. Edith vio como desaparecía de la vista.
Barrett se levantó y trajo el tazón a la mesa del equipo. Edith le echó un vistazo
al líquido transparente.
—Espécimen colectado en tazón —dijo Barrett, mirándolo—. Ningún olor. Incoloro
y ligeramente turbio.
—Lionel —el susurro urgente de Edith lo hizo volverse.
A través de la mitad inferior de la cara de Florence, una masa nublada comenza-
ba a formarse.
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4:23 P.M.
Edith se despertó adolorida. Miró su reloj de pulsera y calculó que había estado
durmiendo más de una hora.
Lionel, en la mesa octagonal, estaba absorto en su microscopio y en sus notas.
Edith dejó caer sus pies a través del borde del colchón y se puso los zapatos. Pa-
rándose, atravesó la alfombra. Barrett miró hacia arriba, sonriendo.
—¿Te sientes mejor?
Ella bajó la cabeza. —Me disculpo por lo que hice antes.
—Ningún problema.
Edith hizo una mueca de desolación. —¿Causé una “retractación prematura”?
—No te preocupes, ya pasó; estoy seguro que no es lo peor que le pasó a Tanner
durante una sesión.
Barrett la miró un momento, luego preguntó: —¿Qué te hizo enojar antes de la
sesión? ¿El examen?
Edith especuló en su respuesta. —Estuve un poco torpe, sí.
—Pero lo habías hecho antes...
—Sí —se puso tensa—. Sólo que me sentí incómoda esta vez.
—Deberías haberme dicho. Lo pude haber hecho yo.
—Me alegro que no lo hayas hecho —Edith esbozó una tímida sonrisa—. Compa-
rada con ella, parezco un hombre.
—Como si eso tuviera importancia —rumió Barrett.
—De cualquier manera, arruiné la sesión —dijo Edith cambiando el tema.
—No arruinaste nada. No puedo estar más satisfecho.
—¿Qué estás haciendo?
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El gato yacía indolente al lado de ella. Su cuerpo latió en ronroneos cuando Flo-
rence acarició su cuello.
Ni bien subió las escaleras, lo había encontrado acobardado fuera de su puerta y
lo había llevado consigo adentro. Lo había oprimido suavemente en su regazo
hasta que el estremecimiento se hubo detenido; luego lo dejó en la cama y tomó
una ducha. Ahora ella yacía en su túnica, con la frazada jalada a través de ella.
—Pobre minino —se quejó—, qué lugar para traerlo.
Recorrió con un dedo todo a lo largo del cuello del gato, y éste levantó la cabeza
con un movimiento lánguido, y los ojos todavía cerrados. Barrett había dicho que
lo necesitaba como una verificación adicional de “presencias” en la casa. Parecía
una medida extrema, sin embargo, sólo para adquirir una mera validación cientí-
fica. Tal vez pueda hacer que la gente que trae la comida se lo lleve. Ella le pedi-
ría a Barrett que le deje saber cuando el gato hubiera servido a su propósito.
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Florence cerró sus ojos otra vez. Deseó poder dormir, pero su mente continuaba
batallando.
La extraña vergüenza que había sentido Edith Barrett en el gabinete y la forma en
la que ella había salido apresuradamente, como si alguien las estuviera mirando;
las exageradas medidas preventivas de Barrett contra el fraude; su incipiente ca-
pacidad de médium física; su falta de fuerza para entrar en la capilla; su preocu-
pación hacia Fischer; su descontento consigo misma; el falso coraje que había
demostrado frente a la presencia del hijo de Belasco después de... Dio un brinco,
quedándose sin aliento, cuando el gato saltó bruscamente de la cama. Endere-
zándose, lo vio salir a la carrera hacia la puerta y quedarse agazapado allí, el lo-
mo arqueado, pelos de punta, sus pupilas expandidas tan completamente que sus
ojos se vieron negros. Precipitadamente ella se levantó y se cruzó hasta alcanzar
la puerta. En el momento en que la abrió, el gato salió al corredor y desapareció.
Algo onduló detrás de ella y al girar rápidamente, vio la colcha y las mantas ate-
rrizando en la alfombra.
Había algo debajo de la sábana.
Florence miró la cama. Era una figura masculina. Se acercó aprensivamente, al
notar la desnudez de la presencia. Podía adivinar cada contorno de su cuerpo, el
ancho creciente de los pectorales y la protuberancia de los genitales. Sintió una
agitación de conciencia sensual en su cuerpo. No, se dijo a sí misma; eso es lo
que él quiere.
—Si busca impresionarme con su ingenio otra vez, no estoy interesada —dijo.
La figura no produjo sonido. Yació inmóvil debajo de la sábana, el pecho expan-
diéndose en una perfecta simulación de aliento. Florence miró fijamente el con-
torno de su cara. —¿Es usted el hijo de Emeric Belasco? —preguntó.
Avanzó ligeramente a lo largo del costado de la cama.
—Si es usted, lo escuché decir que ninguna cosa cambia. Se equivoca. Con amor,
todas las cosas son posibles. Eso es verdad en esta vida, y en la otra también.
Alargó el brazo para destaparlo.
—Vamos, dígame quién es —dijo.
—¡Buú! —la figura aulló.
Florence respingó con un grito. Instantáneamente la sábana colapsó, y ya no
había nada más en la cama. El aire helado vibraba con una risa burlona. Florence
tiró la sábana con fuerza.
—Muy gracioso —dijo.
La risa aumentó el tono, cobrando una cualidad demencial. Florence juntó sus
manos, como si rezara.
—¡Si lo único que le importa son las bromas pesadas, manténgase alejado de mí!
—le pidió.
Por casi veinte segundos, el cuarto permaneció mortalmente silencioso. Florence
sintió como los músculos de su estómago se constreñían lentamente. En ese ins-
tante, la lámpara china se proyectó violentamente hacia la pared, haciéndose pe-
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dazos la bombilla; sólo la luz del baño libraba al cuarto de la oscuridad total. Flo-
rence escuchó ruidosos pasos alejarse a través de la alfombra. La puerta se abrió
tan impetuosamente que el picaporte embistió contra la pared.
Esperó un buen rato antes de cruzar el cuarto para cerrar la puerta. Accionó el
interruptor de la luz y recogió la lámpara caída.
Tanta cólera, pensó. Pero no era sólo cólera; Eso es claro.
También era una súplica.
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esas precauciones ridículas: los cables y las redes y las lámparas infrarrojas y las
cámaras.
Trató de reprimir una cólera creciente pero no podía. ¿Cómo se atrevía Barrett a
tratarla así? Su posición en este proyecto era tan vital como la de él.
—¿Se terminará alguna vez? —dijo.
Los demás la miraron.
—¿Está usted dirigiéndome la palabra? —Interrogó Barrett.
—Sí —otra vez trató de reprimir su cólera.
—¿Qué cosa terminará alguna vez? —preguntó Barrett.
—Esa actitud de duda. La desconfianza.
—¿Desconfianza?
—¿Por qué debemos los clarividentes producir fenómenos sólo bajo las condicio-
nes que la ciencia estipula? —demandó—. No somos máquinas. Somos seres
humanos. Estos rígidos, inquebrantables conceptos de la ciencia han hecho más
daño que bien a la parapsicología.
—Señorita Tanner —Barrett lucía confundido—. ¿Por qué trajo este tema a cola-
ción? Lo que trato de decir es...
—No soy médium por diversión, ¿sabe usted? —Florence le interrumpió. Más
hablaba, más se enfurecía—. Es doloroso y muchas veces ingrato.
—¿No cree usted... ?
—Creo que ser médium es la manifestación de Dios en el hombre —ya no se po-
día detener. Recitó coléricamente—: «Les abriré mi boca, y la Palabra del Señor
será con ustedes; gloria al Señor, Amén»
—Señorita Tanner...
—No hay nada en la Biblia que contradiga los fenómenos registrados hoy, ya sean
visibles o sonidos, sacudidas de la casa, levitaciones, o la oratoria en lenguas.
Hubo un pesado silencio. Florence le dirigió una mirada encrespada a Barrett,
consciente de que Fischer y Edith habían clavado los ojos en ella. En alguna par-
te, en lo más profundo de su mente, oyó un grito preventivo, pero la furia lo
aquietó. Observó a Barrett recoger su taza y servirse café. Él la miró.
—Señorita Tanner —dijo—, no sé qué cosa le molesta, pero...
La taza estalló en su mano. Edith retrocedió en la silla, galvanizada. Barrett, con-
gelado, y con los ojos abiertos de par en par, sostenía alelado el pedazo de asa
rota entre el índice y el pulgar. La sangre comenzaba a gotear de la herida.
Florence sintió una rigidez en sus muslos. Fischer empezó a mirar alrededor, co-
mo a la defensiva.
—¿Pero qué carajo...? —empezó a decir Barrett.
Se sofocó cuando el vaso al lado de su plato explotó y sus fragmentos se disper-
saron a través de la mesa. Edith sacudió con fuerza sus manos retrayéndolas, al
ver a su plato brincar, voltearse en el aire rápidamente y disparar la comida sobre
el piso antes de aterrizar y destrozarse. Gritando, alcanzó a echarse impulsiva-
mente hacia atrás antes de que su vaso se quebrase con un ruido crujiente. Ba-
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rrett, tomó una servilleta, y se tiró de lado para esquivar el culote del vaso de
Edith que, disparado, impactó en su brazo y rebotó hacia el piso. El vaso de Fis-
cher también estalló, mientras estiraba un brazo delante de su cara.
El plato de Florence dio un salto mortal, esparciendo ensalada sobre el mantel.
Ella extendió la mano para agarrarlo, pero el plato resbaló en su mano y planeó a
través de la mesa, orientado hacia Barrett. Éste movió con fuerza su cabeza a un
lado para evitar el plato, que, habiendo rozado su oreja derecha, terminó rodando
rápidamente a través del piso y fue a quebrarse contra la pared. Edith berreó
cuando un platón pesado comenzó a deslizarse a través de la mesa hacia él. Ba-
rrett volvió a brincar, tumbando su silla. Casi cayó, pero se apoyó en la orilla de
la mesa. El platón se deslizó fuera del borde y cayó al piso. Barrett tenía puré de
papas salpicado sobre sus zapatos y los pantalones.
Fischer estaba de pie ahora. Trató de apartarse, pero su propia silla lo atascó co-
ntra el borde de la mesa dándole un duro bandazo en sus piernas. Vio a su taza
impulsarse de la mesa buscando a Barrett, golpeándolo en el pecho con una des-
carga de café humeante. Edith aulló de dolor al recibir el plato de Fischer direc-
tamente en su antebrazo izquierdo. La silla de Fischer retrocedió y él cayó de ro-
dillas, con el rostro echo una máscara de sufrimiento.
Barrett trató de retorcer la servilleta alrededor de su pulgar sangrante. La cafete-
ra de plata comenzó a girar locamente por la mesa en su dirección, echando cho-
rros de café. Barrett se tambaleó a un lado para evitarla, resbalando sobre el pu-
ré de papas y perdiendo el balance; vociferó al sentir el tórrido impacto del café
en su pantorrilla. Edith gritó al no poder levantarse para ayudarlo porque su silla
la había apretujado contra el borde de la mesa. Un cuchillo y una cuchara pasa-
ron volando muy cerca de su mejilla.
Florence se encogió en su silla cuando otro platón empezó a deslizarse hacia Ba-
rrett, que boqueaba en el suelo. El platón cayó estrepitosamente a un lado de él.
Edith se levantó con dificultad
—¡Todos debajo de la mesa! —clamó Fischer.
Florence se deslizó de la silla, cayendo de rodillas. Fischer se precipitó bajo la
mesa.
Sobre ellos, la araña de luces comenzó a oscilar, y la frecuencia de sus vaivenes
aumentaba velozmente.
La mesa apenas los protegía cuando los objetos decorativos de la pared Este co-
braron vida. Un pesado plato y un tazón de plata rodaron a través del cuarto y
golpearon la base de la mesa con un impacto de ensordecimiento. Edith chilló.
Barrett trató de alcanzarla automáticamente. Florence miró a Fischer. Estaba
arrodillado, sus ojos vacíos y fijos, una máscara congelada de temor. Quería ayu-
darle, pero un frío en su estómago lo impedía.
Todos miraron hacia arriba cuando la mesa comenzó a mecerse de acá para allá.
Los utensilios que todavía permanecían arriba aterrizaron cerca, junto con el re-
sto de los enseres de loza que se hacían añicos con violencia inusitada. Las sillas
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comenzaron a volcarse, una por una contra el piso, con el fragoso ruido de dispa-
ros de rifle.
Entonces, la pesada mesa se ladeó, desplomándose, y Barrett tuvo que sacar con
fuerza su mano para no ser aplastada. Al tocar el piso, comenzó a girar alejándo-
se de ellos, rodando vertiginosamente a través del piso pringado de comida, cho-
cando contra la pantalla guardafuego, doblándola. Por encima de ellos, la araña
de luces crujía en un fárrago cristalino mientras oscilaba con creciente furia. Una
de esas lámparas se proyectó lateralmente, creando un aguacero de chispas al
colisionar dentro de la chimenea de piedra. Un candelabro de plata voló a través
del cuarto golpeando a Barrett, que vociferó de dolor.
Finalmente, Florence gritó: —¡No!
Todo movimiento cesó abruptamente, excepto por el decreciente vaivén de la
araña de luminarias.
Edith se acercó sobre Barrett ansiosamente.
—¿Lionel? —tocó su hombro. Él logró inclinar la cabeza.
—Ben, creo que debes abandonar esta casa —dijo Florence.
Fischer la miró, alarmado por sus palabras.
—Creo que debes irte —continuó ella.
—¿De qué carajo está usted hablando? —dijo Fischer, mirándola extrañado.
Florence se volvió a Barrett buscando su apoyo.
—Doctor... —empezó. Luego se detuvo, viendo que necesitaba ayuda.
—¿Están todos ustedes bien? —preguntó ella.
Barrett no contestó, mientras Edith lo ayudaba a incorporarse. Gemía. Edith lo
miraba con temor.
—¿Lionel?
—Estaré bien —se apretó la servilleta alrededor de su pulgar. El corte era profun-
do y sentía comezón en la herida.
Islas de dolor por todo su cuerpo; brazos, pecho, espinillas, tobillos. Su pierna
atrofiada lo torturaba.
Florence lo miraba.
¿Por qué me mira de esa forma? Pensó repentinamente.
—Discúlpenme si hablé tan coléricamente —dijo—. Pero por favor apóyeme en
esto. Pienso que es importante que Ben, eh, el señor Fischer abandone esta casa.
Barrett apretó sus dientes en un ramalazo de dolor.
—¿Trata de sacarnos a ambos, ahora? —masculló.
Florence lo miró sorprendida.
—¿Me ayudas a subir al dormitorio, querida? —preguntó Barrett a su esposa.
Edith inclinó la cabeza débilmente, le dio su bastón y tomó su brazo.
Florence no entendía.
—¿A qué se refiere, doctor Barrett?
Barrett lanzó una mirada alrededor del salón en ruinas.
—Creo que esto es bastante obvio, ¿No cree? —dijo.
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8:09 P.M.
Mientras descansaba, su mente continuó sobre eso una y otra vez. ¿Tendría razón
Barrett? Ella no conseguía creerlo; pero la prueba estaba allí. Había estado furio-
sa con él. Los fenómenos de Poltergeist habían sido dirigidos primordialmente
hacia él. Su cuerpo se sentía falto de vigor, como era costumbre después del uso
psíquico.
Estaba furiosa con él, sí, pero no trataría de lastimarlo sólo porque sus puntos de
vista eran diferentes.
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—Es lo que haremos, señorita Tanner —interrumpió—; ahora, por favor, estoy
sufriendo un dolor considerable.
—¡Doctor, yo no fui responsable! ¡Fue el hijo de Belasco!
—¡SEÑORITA TANNER, NO EXISTE TAL PERSONA!
El talante de su voz hizo que Florence retrocediera.
—Sé que está adolorido —dijo ella débilmente.
—Señorita Tanner ¿Podría irse? —preguntó Barrett con sus dientes apretados.
—Señorita Tanner... —empezó Edith.
Florence la miró. Ella deseba afanosamente convencer a Barrett, pero la cara de
inquietud de Edith la detuvo. Volvió la mirada hacia él.
—Usted está equivocado —dijo.
Dando media vuelta, caminó hasta la puerta.
—Lo siento —le murmuró a Edith—. Por favor, perdóneme.
Se aguantó las ganas de llorar hasta que entró en su cuarto. Se sentó en el borde
de la cama y desató las lágrimas. —Usted está equivocado —susurró.
—¿No lo ve? Usted está equivocado. Usted está equivocado.
10:18 P.M.
Edith se puso boca arriba, fijando la vista en el cielo raso. Había cerrado los ojos
una docena de veces, sólo para reabrirlos segundos después. No podía imaginar
quedándose dormida. Le parecía imposible.
Volteó su cabeza en la almohada y miró a Lionel. Dormía profundamente. Era na-
tural, después de lo que había atravesado. Ella se había mostrado abatida cuando
lo había ayudado a desvestirse y ponerse su pijama. Su cuerpo entero estaba
colmado de magulladuras.
Cerró sus ojos otra vez, y un desasosiego terrible se apoderó de ella.
Fue probablemente esta casa maldita la que le hizo sentirlo.
¿De qué clase de poder estaba hablando Lionel, por el amor de Dios?
Su presencia era innegable. Lo que sucedió en el comedor había sido pavorosa
prueba de su existencia. La idea de que Tanner podría utilizar ese poder en contra
de ellos era inquietante.
Edith se enderezó, revolviendo la ropa de cama. Frunciendo el ceño, se puso las
chinelas y se levantó. Vagó a través de la alfombra y paseó la mirada sobre la
mesa octagonal, mirando la caja en la que Lionel tenía sus escritos. Abruptamen-
te cambió de dirección y se detuvo delante de la chimenea. Miró adentro. Había
un fueguito, en su mayor parte restos incandescentes de carbones. Pensó en po-
ner otro leño, sentarse en la silla mecedora, y mirar el fuego hasta que el sueño
llegara. Echó un vistazo temeroso a la silla mecedora. ¿Qué haría si empezara a
moverse sola otra vez?
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Ella no respondió. Sus ojos estaban dilatados por el miedo. Empezó a caminar
marcha atrás, alejándose de él hacia el pasaje abovedado.
—Señora Barrett, fue la casa la que...
Se interrumpió cuando ella giró para salir corriendo de la sala. Comenzó a seguir-
la, pero se detuvo y escuchó. Después de casi un minuto, oyó una puerta cerrán-
dose en el piso de arriba. Sus hombros bajaron bruscamente.
Miró perdidamente hacia el fuego.
Ahora, la casa comenzaba a divertirse con ellos.
11:56 P.M.
Algo estaba llevándola al sótano. Florence bajó las escaleras y atravesó la puerta
vaivén hacia la piscina. Recordó la impresión que había tenido ayer cuando ella y
Fischer habían mirado directamente en el cuarto de vapor: la sensación de algo
perverso, algo malsano.
Sus pasos se hicieron eco y repercutieron cuando anduvo por el borde de la pisci-
na. Parpadeó. Sus ojos estaban cansados. Necesitaba dormir. Pero no podría ir a
la cama con las cosas como estaban.
Antes de poder descansar, tenía que probarse a sí misma; Al menos que el hijo
de Belasco no estaba en su imaginación.
Abrió la puerta del baño turco y echó un vistazo. El cuarto estaba lleno de vapor.
Forzó la vista hacia las profundidades. Había algo allí dentro, sin duda alguna, al-
go terriblemente maligno. Pero el hijo de Belasco no podría ser. Su furia era de-
fensiva, un deseo iracundamente necesitado de ayuda; pero, al mismo tiempo,
tenía tal malicia de alma como para pelear contra el que quisiera ayudarle.
Se apartó del cuarto de vapor y caminó de vuelta a lo largo de la piscina.
Mejor le advierto al doctor Barrett que no use el baño turco. Miró alrededor. ¿Si el
hijo de Belasco no estaba aquí, por qué hubo sentido una compulsión por bajar al
sótano? Aquí están sólo la piscina y el cuarto de vapor. No, eso no es cierto, re-
cordó; también hay una bodega de vinos a través del corredor.
Al momento de recordar, pareció como si una ráfaga de comprensión estallara a
través de ella. Una sonrisa excitada se presentó en sus labios, y se apresuró a la
puerta de vaivén y la empujó; atravesando el corredor, abrió la puerta de la bo-
dega y buscó a tientas el interruptor. Después de un momento lo encontró y lo
accionó. La luz era mugrienta, proyectada por la sucia y polvorienta bombilla.
Florence entró en el cuarto y miró alrededor. El sentimiento era intenso. Su mira-
da fija saltó de pared en pared, a través de los botelleros vacíos. Repentinamente
su vista se congeló en la pared frente a ella. Clavó los ojos ahí.
Sí, pensó. Caminó dos pasos.
Chilló cuando unas manos invisibles la aferraron firmemente por la garganta. Es-
taban frías y húmedas. Ella las jaló bruscamente y se tambaleó para un lado; re-
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23 DE DICIEMBRE, 1970
6:47 A.M.
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Edith contempló a Florence mientras lloraba. Por primera vez desde que se habí-
an conocido, la médium parecía vulnerable; Edith sintió algo de simpatía.
—¿Habrá algo en que pueda ayudarle? —preguntó ella.
Florence negó con la cabeza.
—Estaré bien.
Edith apartó la vista cuando Fischer entró en el cuarto.
—¿Qué sucedió? —preguntó.
Florence vaciló antes de tirar hacia abajo las cobijas. Edith hizo un intento para
no mirar, pero no pudo. Su aliento se contuvo cuando vio los mordiscos en los
senos de Florence Tanner otra vez.
—Él me castiga —dijo Florence.
La cara de Edith se puso blanca. Volvió los ojos a Lionel, que miraba al piso.
—Lo encontré anoche —les dijo Florence—. Daniel Belasco.
Hubo un silencio pesado. Barrett lucía incómodo. Florence esbozó una sonrisa.
—No, no lo imagino —puso la mano encima de sus senos—. ¿Esto es imaginario?
Barrett gesticuló abrumado.
—Su cuerpo está en la bodega de vinos.
Edith pudo ver qué tan aturdido se sentía Lionel. Sabia que él quería decir algo
que no la lastimara.
—¿Me ayudará a exhumar el cuerpo? —le preguntó Florence.
—Lo haría, pero después de anoche, creo no estar en condiciones para el trabajo
pesado.
Florence clavó los ojos en él, incrédula. —Pero, doctor, él está allí. ¿No significa
eso algo para usted?
—Señorita Tanner...
Florence recurrió a Fischer. —¿Me ayudarías tú, Ben?
Fischer la miró en silencio.
Él había oído su grito, pensó Edith; pero le dio miedo aparecerse antes que noso-
tros. Ahora le da miedo ofrecerle ayuda. No me sorprende; siempre que ocurre
algo violento, Tanner está allí.
Cuando él no contestó, Florence contuvo un sollozo.
—Muy bien, lo haré yo sola.
El dolor de los mordiscos pareció abrumarla, y cerró sus ojos.
—Está bien. Yo le ayudaré —dijo Fischer.
Florence abrió sus ojos y trató de sonreír.
—Gracias.
Barrett puso su mano en el brazo de Edith y comenzó a girar.
—¿Está usted asustado de que yo pudiera tener razón, doctor? —Florence le pre-
guntó súbitamente.
Barrett bufó quedamente. Al fin, inclinó la cabeza.
—Muy bien. Bajaremos la escalera con usted. Sin embargo, no puedo cavar, si es
esa la intención que usted tiene...
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7:29 A.M.
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Fischer agarró la palanca y comenzó a punzar el borde biselado en los lados del
hueco, tratando de ensancharlo lo más rápidamente que pudiera. Después de un
minuto de enérgica excavación dejó caer la palanca, y antes de que la resonancia
contra el suelo se hubiera desvanecido, metió ambas manos a través de la aber-
tura. Agarrando la cuerda, comenzó a tirar hacia arriba. Se preparó mentalmente
para lo que vendría y tiró con toda su fuerza, con la frente tocando en la pared y
los dientes apretados. Muévete, muévete, pensó.
Repentinamente la cuerda dio un bandazo hacia arriba, cerrando de un golpe el
borde de su muñeca derecha contra la arista dentada del ladrillo. Fischer sacudió
con fuerza su mano de regreso. Examinaba su muñeca cuando un ruido retum-
bante vino de la pared. Miró hacia arriba y se sobresaltó.
Una sección de pared se había inclinado a la derecha. Tuvo conciencia de Florence
a su lado, y la apartó cuando la sección de la pared rechinó y se derrumbó.
Edith lanzó un gritito y se marchó dando media vuelta. Los labios de Fischer
echaron una mueca de disgusto. El suspiro de alivio de Florence sonó extraño en
sus oídos.
Dentro del estrecho pasaje estaban los restos momificados de un hombre, sujeto
con grilletes en la pared.
—Reminiscencias de Poe —murmuró Barrett para sus adentros.
—Le dije que estaba aquí —dijo Florence.
Fischer reparó en los rasgos grisáceos del cadáver. Sus ojos eran como uvas os-
curas, endurecidas, sus labios estirados hacia atrás y congelados en un grito in-
sondable. Obviamente, lo habían emparedado vivo.
—¿Pues bien, doctor? —preguntó Florence.
Barrett aspiró aliento, titubeante.
—¿Pues bien, qué? —preguntó—. Veo la momia de un hombre. ¿Cómo sabe usted
que es el tal Daniel Belasco?
—Lo sé —dijo ella.
—¿Sin duda? ¿Sin la duda más leve?
—Sí —sonó incrédula.
Barrett sonrió. —Creo que necesitamos más prueba que eso.
Florence clavó los ojos en él. —Usted está en lo correcto —dijo abruptamente.
Volviéndose hacia la abertura, trató de alcanzar la mano izquierda de la figura
sujetada con grilletes. Fischer la observó quitar un anillo. —Mire.
Barrett vaciló antes de tomarlo. Fischer miró a Edith. Ella veía a su marido con
una apariencia de aprensión. Ahora miró a Barrett. El físico devolvía el anillo con
una sonrisa forzada en sus labios.
—Muy bien —dijo.
—¿Me cree usted ahora?
—Consideraré la idea.
—¿Considerar la idea? —Florence lo miró boquiabierta—. ¿Está usted diciéndo-
me... ?
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—No estoy diciendo nada —Barrett le cortó—, digo que necesito más tiempo para
asimilar esta información y resolverla. Le debo aconsejar, sin embargo, a no su-
poner que un cadáver con un anillo pueda poner al revés mis convicciones cientí-
ficas de toda la vida...
—Doctor, no estoy tratando de poner al revés sus convicciones. Todo lo que le
pregunto es si podemos trabajar hombro con hombro. ¿No puede ver que ambos
podemos estar en lo correcto?
Barrett negó con la cabeza.
—Lo siento, no. No que yo pueda ver.
Cambió de dirección abruptamente, cojeando hacia el corredor. —¿Mi amor?
Edith miró a Florence por un momento, luego giró para seguir a su marido a tra-
vés del cuarto. Fischer tomó el anillo de Florence. Estaba tallado en oro, con una
cresta oval.
A través de la cresta, en letras en relieve, las iniciales “D. B”.
8:16 A.M.
Habían desayunado en silencio por casi veinte minutos. Barrett empujó a un lado
su plato y llenó su taza de café. Se quedó con la mirada fija a través de la mesa
en el indicador REM, fastidiado de que tuvieron que desayunar en la misma mesa
donde su equipo estaba instalado. Ni modo, la sala comedor estaba destruida.
Miró a Edith. Estaba sentada inmóvil, ambas manos envueltas alrededor de su
taza de café, como calentándose. Parecía una niña asustada.
—¿Edith?
Ella lo miró, y Barrett sonrió.
—¿Preocupada?
—¿Tu no?
Él negó con la cabeza. —No, de ninguna manera. ¿Es esa la idea que he estado
transmitiendo?
Edith pareció vacilar. —Apareció una figura —dijo finalmente.
—Realmente una atroz figura.
Edith lo observó ansiosamente.
—Sin embargo, no era necesariamente la figura —dijo él.
—Excepto por el anillo...
—D. B. no tiene que ser necesariamente Daniel Belasco.
Ella no se vio reconfortada.
—Podría ser también David Bart —dijo—. O Donald Bascomb —sonrió.
—O... doctor Barrett —dijo riendo.
—Pero...
—Por otra parte, realmente podría ser Daniel Belasco asumiendo que tal persona
existió.
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8:20 A.M.
Miraron a Fischer cuando entró en el gran vestíbulo y caminó hacia la mesa, tra-
yendo puesto su chaquetón de marinero; sus ropas y sus manos tenían gran can-
tidad de mugre y tierra. Se sentó y se sirvió una taza de café y encendió un ciga-
rrillo.
—¿Terminaron los servicios fúnebres? —preguntó Barrett, con una voz al filo de la
burla.
Fischer lo recorrió con la mirada, luego levantó la tapa de la bandeja de plata que
contenía tocino y huevos. Los miró y volvió a poner la tapa en su lugar.
¿Pensará la señorita Tanner tomar desayuno? —preguntó Barrett.
Fischer negó con la cabeza, luego tomó un poco más de café.
Barrett lo estudió. Fischer está obviamente bajo presión; nunca lo pensé antes,
pero para haber regresado a esta casa después de que lo que sucedió, ha reque-
rido de él un tremendo esfuerzo de voluntad.
—Señor Fischer —dijo.
Fischer levantó la vista.
—No le respondí a la señorita Tanner anoche porque estaba adolorido y... Pues
bien, para ser realmente franco, aún estaba enojado con ella. Pero creo que esta-
ba en lo correcto cuando sugirió que usted debería irse cuanto antes.
Fischer lo miró fríamente.
—Por favor, no tome esto como una crítica; simplemente pienso que, por su bien,
podría ser acertado que usted se fuera.
La sonrisa de Fischer era amarga. —Gracias.
Barrett colocó su servilleta sobre la mesa. —Bien, le he dado mi opinión al
respecto. La decisión es suya, por supuesto.
Sacó su reloj de bolsillo y levantó la tapa. Miró la hora. Cuando regresó el reloj a
su bolsillo, notó a Edith apartando la vista de Fischer.
—Quizá debiéramos llevarle algo de comer a la señorita Tanner —sugirió.
—Ella quiere estar sola —dijo Fischer.
Barrett asintió; luego se puso de pie, gruñendo cuando colocó su peso sobre su
pierna quemada.
—¿Mi amor? —Llamó. Ella inclinó la cabeza con una sonrisa apenas perceptible,
poniéndose en pie.
—Fischer parece particularmente tenso hoy —dijo Barrett cuando atravesaban el
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vestíbulo de entrada.
—Mmm.
Él la miró. —Lo mismo que tú...
—Es la casa.
—Por supuesto —sonrió—. Espera a ver mañana. Notarás realmente un cambio.
Miró alrededor con una sonrisa exaltada cuando llamaron a la puerta principal.
—Llegó mi máquina —dijo.
8:31 A.M.
«Este cuerpo quebrantado ha liberado el espíritu que nunca regresará otra vez;
este cuerpo que ha servido bien a su propósito, ya no podrá servirlo más. Tierra a
la tierra, cenizas a las cenizas, polvo al polvo. Amén. »
Florence recitó el versículo funerario tres veces hoy: la primera vez, cuando ella y
Fischer habían enterrado el cuerpo de Daniel Belasco, y dos veces más al regresar
a su cuarto. Ahora su alma podría descansar.
El frío a esa hora calaba los huesos y la tierra era tan dura como el hierro; por
esa razón, el intento de Fischer de cavar una tumba finalmente tuvo que ser
abandonado. Registraron el área alrededor de la casa hasta que dieron con una
hendidura en el terreno; al depositar el cuerpo, lo cubrieron con hojas y piedras.
Luego ella había recitado el salmo. Ambos con las cabezas gachas y los ojos ce-
rrados.
Florence sonrió. Más tarde se ocuparía de que Daniel tuviera un funeral decente,
tan pronto como fuera posible. Lo que importaba ahora era que al fin había sido
liberado de esta casa.
Metiendo la mano en el bolsillo de su suéter, extrajo el anillo de Daniel y lo sostu-
vo en su palma, cerrando sus dedos sobre él.
Las imágenes comenzaron inmediatamente. Ella lo vio: De pelo oscuro, buen mo-
zo, imperioso en la actitud, pero, debajo de la arrogancia superficial, tan indefen-
so como un niño. Lo vio riéndose en la mesa de la sala comedor, lo vio bailando
el vals con una joven en el gran salón. Había sólo juventud y ternura en su sonri-
sa.
Las visiones se oscurecieron. Daniel en el teatro, viendo una obra, cara tensa,
ojos brillantes.
Florence cerró los ojos, pero seguía viendo. Esto no es lo que él deseaba; pero
era joven, impresionable. Toda clase de degeneración estaba disponible. Lo vio
tambalearse en un corredor, una mujer ebria en su brazo. Lo vio en este mismí-
simo dormitorio, haciendo un desesperado intento, pese a todo lo que lo rodeaba,
de encontrar un sentido de belleza en el acto sexual.
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tes penetrar brutalmente en sus pómulos. Trató de soltarlo pero no pudo; sintió
su pelaje caliente en los ojos y en la boca, el sonido demencial todavía burbu-
jeando en su garganta. Florence sacudió con fuerza su brazo izquierdo y clavó sus
dedos en el pelaje, forzándolo y tratando de mover hacia atrás su cabeza. Los
dientes aflojaron.
Instantáneamente se abalanzó sobre su garganta. Florence lo bloqueó antepo-
niendo su brazo derecho, y los dientes del gato se hundieron en su carne otra
vez. Ella gimoteó de dolor y trató de sacudir con fuerza su cabeza. El gato co-
menzó a rasguñar con sus patas traseras. Florence lo agarró por la garganta y
comenzó a estrangularlo. Comenzó a hacer un ruido de burbujeo, con sus patas
moviéndose agitadamente, dándole zarpazos a su pecho a través del suéter. Flo-
rence alcanzó a lanzarlo al piso.
Ella se enderezó rápidamente, jadeando. En la luz trémula del baño pudo ver al
gato darse vuelta y levantarse de nuevo. Saltó de la cama y se abalanzó hacia el
cuarto de baño. El gato se arrojó contra sus piernas, clavando dientes y garras en
sus pantorrillas. Florence gritó, tambaleándose. Luchando para recobrar el equili-
brio, se apoyó sobre la mesa española, brazo derecho chocando en el teléfono.
Instantáneamente agarró el auricular, y lo propinó hacia abajo. El primer golpe
chocó violentamente contra su rodilla; gimió y golpeó de nuevo, esta vez acer-
tándole en la cabeza. Aporreó una y otra vez hasta que, abruptamente, los dien-
tes soltaron su carne. Alejando el gato a las patadas, se dio vuelta y corrió hacia
el baño. El gato se levantó maullando horriblemente y salió disparado tras ella.
Florence consiguió entrar al baño y dar un portazo; el animal colisionó contra el
otro lado y comenzó a dar frenéticos arañazos en la madera.
Florence fue hacia el lavabo y miró su reflejo en el espejo. Shockeada, vio los
huecos profundos en su frente y pómulos, y la sangre trazumándose de las heri-
das. Tirando fuertemente hacia arriba el suéter, lo jaló sobre su cabeza y gimió al
ver una red de rojas laceraciones en su pecho y su estómago; su sostén roto es-
taba regado de manchas sanguinolentas.
Se miró los brazos, sobresaltándose en las profundas perforaciones púrpuras de
las mordidas; sollozando, encendió el agua fría. Agarró un paño y lo sujetó deba-
jo del grifo hasta que se remojó, luego comenzó a palmearlo en los mordiscos y
los arañazos. Llorando de dolor, lágrimas calientes nublaron su vista.
Cuando hubo lavado las heridas, siguió escuchando al gato ahí afuera, rasgando
la madera y haciendo ese ruido horrible en su garganta.
9:14 A.M.
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pueda —hizo una pausa otra vez—; además, si llego a ver que su vida corre peli-
gro, yo mismo me ocuparé de echarla fuera.
Florence se mostró consternada.
—No tengo la intención de permitir que se convierta en una nueva víctima de la
Casa del Infierno.
Barrett cerró de golpe su bolso y lo recogió. —¿Mi amor? —dijo. Levantándose
con dificultad, se encaminó hacia la puerta.
10:43 A.M.
Edith se dio vuelta y miró la otra cama. Lionel estaba dormido. No debería haber-
lo dejado trabajar en esa caja de madera. Debería haberle pedido a Fischer que lo
hiciera.
Pensó acerca de lo que le había dicho Lionel antes de acostarse: Esa Florence
Tanner estaba tan ansiosa de probar su caso que estaba sacrificando su propia
salud física en el intento.
—La disociación de la mente como resultado de una modificación del ego es la
causa básica de los fenómenos paranormales —había dicho—. No sé si fue real-
mente el tal Daniel Belasco o no, pero el temperamento de Tanner tiene todos los
rasgos propios de una división de personalidad.
Edith suspiró y se volvió boca arriba. Si tan sólo pudiera entender las cosas como
Lionel. Todo lo que tenía en la cabeza eran esas marcas horribles de dientes alre-
dedor de esos pezones, y ni hablar de los arañazos y los tarascones que Florence
juró que se los había hecho el gato. ¿Cómo pudo hacerse esas cosas así misma,
incluso inconscientemente?
Edith se levantó. Miró los zapatos por varios minutos antes de meter sus pies a la
fuerza en ellos. Se paró, caminó a la mesa octagonal y miró el manuscrito. Reco-
rrió un dedo sobre la carátula. ¿Me hará mal beber un poco? Pensó. Es ridículo
tener este temor casi irreflexivo sobre el alcohol. Solamente porque el borracho
de su padre había hecho su infancia miserable no es razón suficiente para conde-
nar al licor. Todo lo que ella deseaba era un pequeño sorbo para relajarse.
Se acercó al gabinete y abrió la puerta. Sacó la botella de coñac y una de las co-
pas de plata y las llevó a la mesa. Sacó un pañuelo de papel de su bolso y limpió
la copa antes de llenarla de coñac. Estaba muy oscuro. Se preguntó repentina-
mente si este líquido estaba envenenado. Esa sería una forma grotesca de termi-
nar las cosas.
Sumergió un dedo en el coñac y lo tocó con su lengua. ¿Cómo saber si realmente
está envenenado?
Su lengua comenzó a arder y ella tragó nerviosamente. El calor se propagó deli-
cadamente por los tejidos de su garganta. Edith levantó la copa de plata y la su-
jetó debajo de sus fosas nasales. El aroma agradaba. ¿Cómo puede estar enve-
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Se cortó la garganta con una navaja al tercer día que llegamos aquí.
—Pero Daniel Belasco existe. Encontramos su cuerpo, encontramos su anillo con
sus iniciales en él.
—También lo pusimos a descansar. ¿Por qué no descansa, entonces?
Florence negó con la cabeza. —No sé —su voz vacilaba—, francamente no lo sé.
Él palmeó su mano. —Es que estoy preocupado, eso es todo.
—Gracias, Ben.
Después de varios segundos, ella le sonrió.
—Benjamin Franklin Fischer —dijo—. ¿Quién te dio semejante nombre?
—Oh, mi papá; estaba obsesionado con Benjamin Franklin.
—Cuéntame sobre él.
—Bueno, no hay mucho que decir. Él dejó a mi madre cuando cumplí dos años.
—En realidad no lo culpo. Ella le hacía la vida imposible.
Florence sonrió a medias.
—Fue una fanática —dijo Fischer—. Cuando comencé a mostrar trazas de capaci-
dad psíquica a los nueve años, ella le dedicó su existencia a eso.
Su sonrisa era triste. —Y mi existencia, también.
—¿Lo lamentas?
—Lo lamento.
—¿De veras, Ben? —Ella lo miró con profundo desasosiego.
Fischer sonrió abruptamente. —Dijiste que ibas a contarme sobre Hollywood
cuando las cosas se calmaran. —Su sonrisa se volvió sardónica—. Bueno, no se
han calmado mucho que digamos...
—Es una larga historia, Ben.
—Tenemos tiempo.
Ella lo contempló en silencio.
—Bien —finalmente dijo—: te contaré brevemente.
Fischer esperó, mirándola.
—Quizá hayas leído algo acerca de eso —dijo Florence—, las columnas de chismes
de esa época hicieron su agosto conmigo.
El Confidential Herald publicó una historia sobre las reuniones espiritistas que or-
ganicé en mi casa. Las hicieron sonar como a alguna otra cosa, orgías y aquela-
rres; eran difamaciones, por supuesto. Fue inútil reclamar.
Y en lo que respecta a las historias acerca de que nunca me casé porque me gus-
taba «jugar en toda la cancha» como lo llamaron, no fueron verdaderas tampoco.
Jamás me casé porque nunca encontré a un hombre con el que quisiera casarme.
—¿Y cómo te hiciste actriz?
—Ah, siempre me gustó actuar. Cuando niña, montaba pequeñas funciones para
mis padres y mis parientes. Más tarde, me uní al club de drama de la secundaria
y a un grupo local de teatro; y en la universidad, me especialicé en arte dramáti-
co. La progresión fue notablemente suave; ocurre de ese modo algunas veces.
Una buena apariencia dada por Dios, una combinación de acontecimientos afortu-
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nados —sonrió con cierta pesadumbre—, pero no fui nunca un gran éxito en eso.
Quizás no me apliqué lo suficiente. Pero no hubo nunca nada cuestionable. Nin-
guna herida de la infancia, ningún oscuro pasado. Tuve una infancia maravillosa.
Mis padres me amaron, y yo les amé. Ambos fueron espiritistas; entonces, yo
también me convertí en una.
—¿Hija única?
—No, tuve un hermano. David. Murió a los diecisiete. Meningitis espinal. Ese fue
el verdadero y único pesar de mi vida —sonrió otra vez—; ahí fue cuando empezó
a «decaer» mi carrera, como dijeron, lo que me hizo «evitar Hollywood», «recu-
rriendo a lo religioso buscando expiación.» Siempre tuvieron cuidado de no men-
cionar que había sido espiritista toda mi vida. Realmente, bendije el fin de todo
aquello. Me dio la oportunidad para fortalecer lo que siempre supe que era mi
mayor don: la capacidad psíquica.
Carraspeó y continuó.
—No es que le tema a Hollywood o lo rehuya; no hay nada espantoso allí. Es un
gran escenario y una empresa, nada más. Las personas que trabajan allí han
hecho su elección. Las llamadas “corruptas influencias”, no son peores que otras
similares que existen en cualquier ocupación. No es el negocio en sí lo corrupto,
sino la corruptibilidad de los que participan en él.
—Es que no estaba cómoda en el vacío moral que usualmente me rodeaba; en los
sets abarrotados, en esas fiestas, el aire mismo estaba a menudo sobrecogido por
una tensión morbosa —sonrió, recordando—. Una noche, cuando me fui a la ca-
ma, recité el Padrenuestro como siempre hago. Repentinamente me di cuenta
que lo que había dicho fue “Padrenuestro que estás en el arte, Hollywood sea tu
nombre” —negó con la cabeza, divertida—; a fin de ese mes me fui al Este y allí
me radiqué.
Fischer comenzaba a hablar cuando en alguna parte, débilmente y a lo lejos, el
gato maulló de dolor. El fin de un agradable interludio, pensó. Florence se mostró
dolorida.
—Oh, ese pobre animal —dijo, y comenzó a levantarse.
Fischer la presionó de regreso en contra de las almohadas.
—Echaré un vistazo.
—Pero...
—Descansa —le dijo, mientras se levantaba.
—¿Antes de que te vayas, me alcanzarías mi bolso?
Fischer atravesó el cuarto y se lo alcanzó. Florence lo abrió, sacó un medallón, y
lo sostuvo frente a él. Fischer lo tomó. Había dos palabras grabadas en él:
QUIERO CREER
—Está todo dentro de ti si deseas creer —dijo ella.
Fischer trató de devolvérselo.
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—Ponlo tieso —susurró en su oreja. Su voz tenía algo feroz. Barrett gruñó cuando
ella agarró su mano dañada y la frotó contra sus pechos, retirándola cuando el
ardiente dolor subió por su muñeca. —¡No! —ordenó Edith, atrayendo su mano
firmemente sobre ella otra vez.
—¡Mi pulgar! —lloró Barrett. El dolor era tan severo, que apenas podía respirar y
sus pulmones luchaban escaldados en el vapor. Edith no parecía oír; arrodillada,
se aferró con las dos manos a su pene fláccido, y gritó tan fuerte que el corazón
de Barrett se galvanizó:
—¡Por el amor de Dios, ponte duro para mí!
Llorando, atascó sus labios en los de él otra vez.
Barrett no podía respirar. Sacudió con fuerza su cabeza hacia atrás, golpeándose
contra la pared de azulejos. Gritando por el dolor nuevo, su cara se retorció. Edith
cayó sobre él, sollozando. Barrett jadeó. —Edith —resopló.
Ella se incorporó desmañadamente y se marchó dando media vuelta, llorando.
—Edith, No... —masculló Lionel, tratando de alcanzarla con un brazo.
Sintió una brisa de aire frío cuando ella abrió la puerta, y vio su silueta salir del
cuarto. Edith aporreó la puerta al cerrarla.
Tratando de desembotarse alcanzó la manguera y frotó agua fría en su cara.
¿Pero que mierda le pasó? Él sabía que la reducción de su vida sexual ha debido
tener un efecto dañino en su matrimonio, pero ella nunca se había comportado
así. Es esta casa. Alcanzó el bastón, y avanzó poco a poco a través del vapor,
haciendo una mueca en el incremento de calor en su cara. La bombilla del cielo
raso casi había desaparecido de la vista, no era más que una mancha de luz páli-
da en lo alto. Barrett alcanzó la puerta y agarró la manija. La jaló hacia él. La
puerta estaba inmóvil.
Agarrando firmemente la resbaladiza manija, jaló una y otra vez.
La puerta rehusó moverse.
Un parpadeo de zozobra lo dominó.
—¿Edith? —llamó—. Golpeó la puerta con la palma izquierda.
—¡Edith, la puerta se quedó atorada!
No hubo respuesta. Dios mío, no pudo haberse ido arriba, pensó con temor re-
pentino. Empujó la agarradera otra vez. La puerta estaba embutida en su marco.
El calor y la humedad y los portazos, se dijo a sí mismo; la puerta se había ala-
beado, se había expandido —¡Edith! —llamó.
Empezó a golpear la puerta con su puño.
—¿Qué pasa? —se oyó la respuesta de Edith débilmente.
—¡La puerta se quedó atorada! ¡Trata de abrirla de tu lado!
Esperó. Hubo un golpe en la puerta, y la sintió moverse. Agarró la manija otra
vez y tiró con toda su fuerza cuando ella apoyó todo su peso en el otro lado.
La puerta resistía.
—¿Ay, qué vamos a hacer? —sonó asustada—. ¿Puedes usar uno de los asientos
para derribarla?
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12:47 P.M.
Fischer tragó un poco de café, sujetando la taza con ambas manos. Otra vez la
pareja de Caribou Falls había dejado las viandas, tan invisible como siempre.
había estado merodeando en el teatro, yendo en busca del gato, cuando había
escuchado el griterío de Edith Barrett; la había encontrado, y ella le había dicho
que su marido estaba encerrado en el cuarto de vapor.
Allí dentro; repentinamente había recordado las palabras de Florence. Sin mediar
palabra, arremetió escaleras abajo, atravesó de un empujón las puertas de vai-
vén, y había corrido a lo largo de la piscina, haciendo eco en las paredes y el te-
cho con sus zapatillas de tenis.
Había oído los gritos de Barrett unos metros antes de que alcanzara la puerta del
baño turco; aumentando la velocidad, proyectó todo su peso contra ella, en vano.
Edith, que corría detrás de él, chillaba con una voz antinatural y monocorde.
Arrastró un pesado banco de madera y lo levantó en ángulo sobre la puerta para
descargar su peso duramente contra ella; inmediatamente el marco se rajó un
poco, liberando las esquinas. Dejando caer el banco, dio un empellón en la puerta
y entró.
Los gritos de Barrett habían cesado repentinamente.
Fischer necesitó la fuerza de cada músculo de su cuerpo para mover a Barrett,
que, tirado en el piso, farfullaba en silencio y pataleaba, antes de desvanecerse.
Para entonces la esposa de Barrett se estremecía incontrolablemente, con su cara
desencajada. A los dos les tomó casi diez minutos subir a Barrett al dormitorio y
ponerlo en su cama. Fischer se había ofrecido para ayudar a ponerle el pijama,
pero Edith, con una voz casi inaudible, le había dicho que ella lo podría hacer. Fis-
cher salió inmediatamente y volvió al comedor.
Colocó la taza vacía sobre la mesa y cubrió sus ojos con su mano izquierda, con
su mente batallando en el significado de éstos últimos acontecimientos:
La puerta sin llave que habían encontrado con llave cuando llegaron a la casa; la
instalación eléctrica restaurada que había dejado de trabajar; la incapacidad de
Florence para entrar en la capilla; el fonógrafo que arrancó solo; la brisa fría en
las escaleras; la araña tintineante del comedor; el martilleo sobre la mesa duran-
te la primera sesión; Florence repentinamente, inexplicablemente, convirtiéndose
en una médium física; la figura ectoplásmica en la segunda sesión y su histérica
advertencia hacia ellos; el ataque poltergeist; Edith Barrett sonámbula y desnu-
da; los mordiscos en los senos de Florence; el cadáver en la pared; el anillo; el
gato atacando a Florence; ahora el ataque a Barrett en el cuarto de vapor.
Se arrellanó en la silla. Nada tiene sentido. No hemos avanzado nada en nuestra
búsqueda. Pero Florence estaba hecha trizas emotiva y físicamente. La recatada
Edith Barrett bebiendo y perdiendo el control. Barrett había sido violentamente
agredido dos veces. Y, en lo que respecta a sí mismo...
Su mente buceó de regreso a 1940, recordando. Caras brotaron ante él:
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1:57 P.M.
Ella parpadeó. Lionel estaba despierto. Ella tocó su mano. —¿Estás bien?
Lionel asintió sin sonreír. Edith controló la fuerza de su voz.
—Voy a empacar nuestras cosas —dijo—. Esperó. Lionel devolvió una mirada va-
cía.
—Nos iremos hoy —dijo ella.
—No, quiero que tú te vayas...
Edith clavó los ojos en él. —Nos vamos juntos, Lionel.
—No hasta que acabe mi trabajo.
Ella no podía creer eso, si bien había anticipado su respuesta. Sus labios se mo-
vieron en silencio y las palabras balbucearon en su mente.
—Te vas a Caribou Falls —dijo Lionel—, me reuniré contigo mañana.
—Lionel, quiero que nos vayamos juntos...
—Edith...
—No. No quiero oír una palabra más. Ya no me puedes convencer, Lionel. Los dos
sabemos que habrías muerto allá abajo si Fischer no hubiera venido. Hubieras
sido víctima de... ¿Qué? Tenemos que salir de esta casa antes que nos destruya a
todos nosotros. Ahora, Lionel. Ahora.
Escúchame —dijo—, sé que has superado tu límite de resistencia, pero todavía
falta mucho para que la casa me asuste a mí. No voy a dejar que lo que sucedió
me intimide. He esperado veinte años para esto. Veinte largos años de trabajo y
penurias, y no voy a echarlos por la borda solo porque había...
—Algo en un cuarto de vapor.
Edith lo miró, conteniendo el temperamento.
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—Fue un shock —dijo—. Lo admito. Fue una linda y terrible sacudida. Nunca he
experimentado nada remotamente parecido a eso en toda mi vida. Pero no fueron
los muertos. ¿Me oyes, Edith? No fueron los fantasmas...
Cerró sus ojos.
—Por favor —dijo—, vete a Caribou Falls. Fischer te llevará allí. Me les uniré ma-
ñana y...
Reabrió los ojos al cabo de un rato la miró. —Mañana, Edith. Después de veinte
años, me separa sólo un día antes de probar mi teoría. Un día más. No puedo re-
tirarme cuando estoy tan cerca. Lo que sucedió fue espantoso, sí, pero yo no me
dejaré asustar.
Su mano se cerró apretadamente sobre la de ella. —Preferiría morir antes que
irme.
El cuarto estaba quieto. Edith oía un latido errático en su pecho.
—Mañana —dijo ella.
—Te juro que acabaré con el reinado de terror en esta casa para entonces.
Ella siguió mirándolo, sintiéndose perdida e indefensa. Ya no tenía fe en sí misma.
Sólo podía atenerse a la de él.
Dios nos ayude si estás equivocado, pensó.
2:21 P.M.
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3:47 P.M.
Edith recogió el reloj de Lionel de la mesa y levantó su tapa. Casi las cuatro me-
nos cuarto de la tarde. ¿Cómo hará para tener lista su máquina mañana?
Ella lo miró dormir, preguntándose como podía creer tanto en sí mismo. En cierta
forma, tenía la incómoda sensación de que él no es era confiado como siempre
pretendió ser.
Abruptamente, Edith se movió hacia el gabinete y abrió la puerta. Bien, los dos
hombres me han advertido. ¿Y que había ocurrido? Que el coñac la había relaja-
do, nada más. Si tenía que permanecer en esta casa hasta mañana, había que
procurar que esa permanencia fuera soportable.
Llevó la botella y una copa de plata a la mesa y se sentó.
Destapó la botella y llenó la copa hasta el borde; relamiéndose, la bebió de un
solo trago. Arrojó hacia atrás la cabeza, ojos hacia el techo, boca abierta, aspi-
rando aire cuando el coñac escaldaba su garganta. Percibió el calor viajando por
sus venas.
Llenó otra copa, tomo un sorbo, lo saboreó, y aflojó sus hombros. Levantó los
pies cruzándolos sobre la mesa, empujando a un lado la caja con el manuscrito
de Lionel en ella. Tomó otro sorbo de coñac, luego se tragó la copa entera, ojos
cerrados y una apariencia de disfrute sensual en su cara.
Pensó en el asunto del cuarto de vapor, y en la furia que sentía por su impoten-
cia, como si en cierta forma, fuera su falla y no por culpa de la polio. Razonó
amargamente que el motivo verdadero de que ella vuelva a Caribou Falls es que
él no quiere lidiar con sus necesidades femeninas; quiere quedarse a solas con su
máquina.
Parpadeó. Eso fue un pensamiento terrible sobre Lionel. Si hubiera podido, él le
habría hecho el amor.
¿En serio? Su mente se preguntó. ¿Alguna vez le importó?
Con un movimiento impulsivo, alcanzó la botella, tirando la caja de la mesa y
desparramando las páginas del manuscrito a través de la alfombra. Comenzó a
levantarse; luego, frunció el entrecejo y lo ignoró. Al diablo. Lo levanto después.
Llenó otra copa y se la tomó.
Se le resbalaron las piernas. Casi cayó. Estoy borracha.
Una momentánea punzada de culpabilidad la traspasó. Mamá tenía razón, soy
como él. Repelió ese pensamiento. ¡No, no lo soy! Le gritó en silencio a su invisi-
ble madre; soy una buena chica. —Mierda —eructó.
No soy una chica en absoluto, soy una mujer. Con deseos. Él debería saber eso.
Él no es tan viejo. O tan impotente. Fue su condenada madre religiosa, no la po-
lio. Fue...
Se tambaleó a través del dormitorio hacia el gabinete. Sus extremidades estaban
calientes y tenía un delicioso entumecimiento en su cabeza.
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Ubicó el libro falso y lo retiró del estante arrastrándolo con las uñas. Se le zafó de
sus dedos cayendo pesadamente en la alfombra y las fotos se dispersaron. Se
arrodilló y se puso a buscar en ellas una por una. Se mordía su labio superior in-
conscientemente. Se detuvo en la foto en que dos mujeres despatarradas sobre
la gran mesa del vestíbulo, se practican cunnilingus mutuamente. Sus mejillas le
ardían y el cuarto pareció ponerse más caliente.
Abruptamente tiró la foto como si le quemara en sus dedos.
—No —musitó. Se incorporó torpemente y miró alrededor del dormitorio como un
animal enjaulado.
Quizás Fischer me convide un poco de whisky.
Atravesó el cuarto rápidamente. Salió al vestíbulo y cerró la puerta, sobresaltán-
dose cuando la aporreó; había tenido la intención de salir en silencio. Sacudiendo
la cabeza, se encaminó hacia el cuarto de Fischer.
Él no estaba allí. Edith miró perdidamente en el interior de su cuarto y se pregun-
tó qué hacer. Cerrando la puerta, cambió de dirección y emprendió el viaje de re-
greso a lo largo del vestíbulo, derivando a su izquierda hasta que alcanzó el pa-
samanos. Se agarró para no perder el equilibrio y se deslizó hacia la escalera. Por
alguna extraña razón, la casa ya no parecía tan aterradora como antes.
Tuvo la sensación de bajar flotando la escalera. Vagamente recordó aquella pelí-
cula sobre la guerra civil, donde una mujer cargada de miriñaques desciende es-
calera abajo como si la deslizaran por un riel. Sintió lo mismo. Se preguntó por
qué estaba tan confiada.
Una luz tenue, un pestañeo de luz, demasiado fugaz para ser captada. Edith par-
padeó y vaciló. No era nada. Continuó escaleras abajo. Él está en la cocina, deci-
dió. Él estaba siempre donde el bourbon y el café estaban. No podía recordar si
alguna vez lo había visto comer. No es extraño que sea tan delgado.
Cuando cruzó el vestíbulo, oyó un sonido de maderas astillándose.
Se detuvo; vaciló y luego continuó. Por supuesto, sonrió. Cerró sus ojos. Puedo
flotar, dijo su mente. Padre e hija, los eternos borrachines de la familia.
Se detuvo en el pasaje abovedado y se apoyó contra él aturdidamente.
Parpadeó, enfocándose con esfuerzo. Fischer le había dado la espalda una vez.
Ahora estaba usando la barreta para terminar de desembalar la máquina.
Que dulce.
Al oírla llegar, Fischer se dio vuelta tan rápidamente que el cigarrillo entre sus la-
bios terminó en el piso; sostenía la barreta en una involuntaria posición de ata-
que.
—Kamerad —dijo ella—. Y levantó los brazos como si estuviera rindiéndose.
Fischer la escrutó con la mirada sin un sonido. Ella notó su aliento agitado.
—¿Estás enojado conmigo... ? —Comenzó a decir.
Él le cortó. —¿Qué quiere... ?
—Nada —se apartó del arco y echó a andar hacia él, con pasos insinuantes.
—¿Está usted ebria? —Sonó aturdido.
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MARICA! —gritó.
Edith se sentó contra el borde de la mesa, jaló bruscamente su falda hacia arriba
con sus uñas y descorrió sus bragas.
—¿Qué te ocurre, muchachito? —se mofó— ¿Nunca viste un tajito como éste?
Agarrando la parte delantera del suéter con ambas manos, lo separó bruscamente
arrancando los botones. Con dedos ansiosos se deshizo del gancho delantero de
su sostén y quitándoselo, se lo arrojó a la cara.
Edith tenía un gesto de irrisión furiosa, sus mejillas estaban rojas y sus ojos bri-
llaban turbiamente.
Tomó sus senos con ambas manos y, sopesándolos frenéticamente, le espetó:
—¿Qué te pasa, hombrecito? —discurseó— ¿Nunca viste unas tetas como estas?
—¡Pruébalas! ¡Son deliciosas!
Incorporándose, se acercó de modo amenazador a Fischer, con los dedos crispa-
dos sobre sus senos. —¡Chúpalos! —le ordenó, con una voz temblando de odio.
—¡Chúpalos, puto bastardo, o me conseguiré a una mujer que lo hará... !
Al mover la cabeza, Edith notó el movimiento a su derecha, y un abatimiento re-
pentino la apaleó con fuerza.
Lionel estaba parado en la puerta.
La oscuridad onduló sobre sus ojos. Sus piernas cedieron y comenzó a caer.
Giró hacia la izquierda y cayó sobre una estatua en un pedestal. Ella intentó asir-
se y sintió el frío mármol resbalar contra sus senos. Pareció que la estatua miraba
de reojo el llanto de Edith, mientras se deslizaba hacia el suelo, arrastrada por el
peso de su vergüenza. Aterrizó en sus rodillas y cayó de bruces.
La oscuridad se la tragó.
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Él le dio el vaso, y Florence bebió, atorándose con el flujo que escaldaba su gar-
ganta. Le devolvió el vaso.
—¿Qué te pasó? —preguntó Fischer.
—Él trató de matarme.
—¿Quién?
—Belasco —dijo. Se agarró de su brazo—. Lo vi, Ben. En realidad lo vi momentá-
neamente cuando me dejó en la laguna.
Le contó lo que sucedió, como Belasco le había hecho pensar que bailaba con Da-
niel, mientras él la había conducido a la laguna para ahogarla; y como Daniel la
había salvado.
—¿Cómo obtuvo Belasco control sobre ti? —preguntó intrigado.
—He debido quedarme dormida. Quedé exhausta después de la sesión; después
de todo lo que ha ocurrido hoy...
Fischer estaba de mal semblante. —Si ahora se puede meter en los sueños...
No sería la primera vez, pensó.
—No —Ella negó con la cabeza. —No lo hará otra vez. Ahora seré precavida. Re-
doblaré mis fuerzas —Tembló Florence—. ¿Podemos ir al fuego?
Se sentaron delante de la chimenea, Florence se descalzó y se quitó las medias;
colocó los pies sobre un taburete y Ben arrojó un leño al fuego.
—Creo que descifré el secreto de Hell House, Ben.
Fischer no habló por más de un minuto. —¿De veras?
—Es el mismo Belasco.
—¿Cómo?
—Mantiene la estigmatización de la casa reforzándola —dijo—, como cuando arro-
jas leña al fuego para que no se apague; ayudando a cualesquiera de las otras
entidades menores que deambulan por la casa.
Fischer no respondió, pero ella pudo ver el destello repentino de interés en los
ojos de él. Ben se enderezó lentamente, con su mirada fija en ella.
—Piénsalo, Ben. Encantamiento múltiple controlado. Algo absolutamente único en
una casa embrujada: una voluntad superviviente tan poderosa que puede usar
ese poder para dominar a cada una de las otras voluntades supervivientes en la
casa.
—¿Crees que los demás entes se dan cuenta de eso? —preguntó.
—No puedo decir nada acerca de los demás; todo lo que sé es que su hijo eviden-
temente lo sabe. De otra forma no hubiera salvado mi vida.
Fischer seguía escuchando.
—Todo esto cierra, Ben —dijo—. Ha sido Belasco desde un principio. Fue él quien
me mantuvo lejos de la capilla; fue él quien trató de impedirme encontrar el
cuerpo de Daniel anoche; fue él quien me mordió, no Daniel; fue él quien tomo
posesión del cuerpo del gato. Él causó el ataque poltergeist sobre Barrett, tratan-
do de enfrentarnos entre nosotros. Él es el que mantiene prisionero al espíritu de
Daniel aquí.
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ne el poder para mantenerte cautivo. Pide la ayuda de Aquellos del más allá, y
Aquellos vendrán a ti. ¡Puedes dejar esta casa! ¡Tu puedes!
Florence abrió sus ojos abruptamente. Caminó hacia la mesa española, se sentó y
abrió su bolso. Sacó un cuadernillo y un lápiz. Dejó el cuadernillo sobre la mesa y
sostuvo el lápiz de punta sobre el papel. Instantáneamente entró en movimiento.
Cerró sus ojos y lo sintió escribir por sí mismo, jalando su mano en todas direc-
ciones. A los pocos segundos se detuvo, recuperando el control del lápiz.
Ella miró el escrito.
—¡NO! —arrancó de un tirón la hoja sobresaliente y la estrujó en una pelota,
arrojándola al piso—. ¡No, Daniel! ¡No!
Se levantó de la mesa, temblando, los ojos en el papel, las palabras grabadas en
su mente.
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—¿Irrelevante? ¿Qué carajo quiere decir con irrelevante? Lo que está ocurriendo
ha afectado a su esposa, le ha afectado a Tanner, y le ha afectado a usted tam-
bién. O tal vez no ha puesto la debida atención...
Barrett lo escuchó en silencio, con expresión dura.
—Si, he notado cierto número de cosas, señor Fischer —dijo agriamente—, una
de ellas es que el señor Deutsch malgasta aproximadamente la tercera parte del
dinero invertido aquí.
Recogiendo los platos de comida y dos tenedores, Barrett se marchó dando media
vuelta.
Mucho tiempo después de que Barrett se hubiera ido, Fischer permaneció senta-
do, quedándose con la mirada fija a través del gran vestíbulo.
—A la mierda —masculló. ¿Qué espera este tipo de mí? ¿Qué me suicide progre-
sivamente como Florence. ?
¿Si estoy manejando las cosas tan mal, como se explica que yo sea el único que
permanece ileso?
La verdad colisionó sobre él tan violentamente que sintió un ramalazo de ver-
güenza.
—No —balbuceó coléricamente.
No es cierto; yo sé lo que hago. De todos los que estaban allí, él era el único que
sabía lo que estaba haciendo, el único que...
El pensamiento defensivo explotó en mil fragmentos. Fischer sintió una oleada de
náusea a través de él.
Barrett estaba en lo correcto. Florence estaba en lo correcto.
Esos treinta años de esperar habían sido sólo una ilusión.
Se paró de un salto y caminó a grandes pasos hacia la chimenea. No, es imposi-
ble. No pudo haberse engañado tan profundamente. Luchó para recordar lo que
había hecho desde el lunes. Yo sabía que la puerta estaría con llave, ¿No es así?
Su mente rechazó eso. Bien, rescaté a Edith, ¿Cierto? «Sí, sólo porque no podías
dormir y estabas en la cocina», dijo su mente. ¿Qué hay acerca de salvar a Ba-
rrett, entonces? «Nada», dijo su mente; «Estabas disponible, eso es todo.
¿Qué me queda? Ah, sí. Había ayudado a desembalar esa máquina.
Bravo, pensó, en un arrebato de cólera. El viejo Deutsch había contratado al con-
serje más caro del mundo por ¡Cien mil dólares!
—Mierda —farfulló—. ¡Mierda! —Gritó.
Él, que había sido conocido como el más poderoso médium físico a los quince
años; ¡Quince! Ahora, a los cuarenta y cinco, es un parásito que se autocompade-
ce, un trapo de piso, una basura que está despilfarrando la semana sólo para co-
sechar cien mil dólares. ¡Él! ¡El que debería estar trabajando más que ninguno
para demoler la Casa del Infierno!
Caminó como un tigre enjaulado de acá para allá delante de la chimenea. La sen-
sación que lo atormentaba era casi insoportable, mezcla de vergüenza y culpabili-
dad y furia. Jamás se había sentido tan inservible. Pasear por el corazón mismo
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de Hell House como una tortuga con la cabeza retraída, no viendo nada, no sa-
biendo nada, no haciendo nada, en espera que los demás logren el trabajo que él
debería conquistar.
¿Habías querido regresar aquí? ¡Pues bien, ya estás de regreso!
Una segunda oportunidad. ¿La vas a dejar pasar así como así?
Fischer se detuvo y miró alrededor del gran vestíbulo con una expresión furiosa.
¿Quién carajo se cree que es ese Belasco? Pensó. ¿Quién carajo se cree que es
cualquier espectro vagabundo en esta casa de porquería? ¿Voy a dejarlos aterro-
rizarme hasta el último día?
Habían sido incapaces de destruirlo en 1940, aún siendo un niño, un tonto irre-
flexivo demasiado confiado; pudieron con Grace Lauter, que era una de las mé-
dium mentales más respetadas; pudieron con el doctor Graham, aquél médico
intrépido y terco; pudieron con el profesor Rand, uno de los expertos más nota-
bles de la Nación, director de su departamento en la Universidad de Hale; pudie-
ron con el profesor Fenley, experimentado espiritista que había sobrevivido a cien
vendavales psíquicos.
Sólo él pudo vivir para contarlo, además de conservar su cordura. A pesar de que
tácitamente había implorado ser aniquilado, lo único que pudo hacer la casa fue
expulsarlo, escupirlo desnudo en el porche, para morir de frío.
No habían podido con él.
¿Por qué simplemente no hubo pensado acerca de eso mucho antes?
Fischer caminó hacia uno de los sillones y se sentó rápidamente. Cerrando sus
ojos, comenzó a aspirar alientos profundos y a quitarles el candado a las porte-
zuelas de supraconciencia de su mente antes de que fuera demasiado tarde. La
confianza se propagó por todo su cuerpo. Ya no era un niño, era un hombre pen-
sante y cauteloso; Así que, lentamente, se haría accesible con cuidado, escenifi-
caría por etapas, no permitiéndose estar sobrecogido por impresiones como lo
hizo Florence al comienzo. Lo haría esmeradamente, monitoreando cada paso con
su inteligencia adulta, no permitiéndole a otros controlar su percepción.
Detuvo su resuello. Esperó, tenso, alerta. Nada aún. Una llanura y un horizonte
vacío delante de él. Esperó otro poco, alargó las antenas paladeando la atmósfe-
ra. Nada. Aspiró más aliento, abriendo recelosamente las portezuelas un poco
más, y esperó.
Nada. Un relámpago de temor le enfrío la espalda. ¿Habrá esperado demasiado
tiempo? ¿Se habrá atrofiado su poder? Sus labios se apretujaron fuertemente,
blancos. No. La magia todavía está ahí. Aspiró profundamente, insuflando más
intuición en su mente. Un hormigueo en los dedos, una tela de araña hilándose
en su cara, su plexo solar hinchándose y calentándose.
Casi había olvidado esas sensaciones; ese crecimiento emergente de la concien-
cia, todos sus sentidos ampliándose en cada dimensión. Los sonidos se oían exa-
geradamente: El chisporroteo del fuego, el rechinamiento infinitesimal de su silla,
su resuello murmurando adentro y fuera.
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¿Y qué hay acerca de las otras entidades que ella había sintonizado desde el lu-
nes? Estaba convencida que eran un mínimo porcentaje del número real.
Hizo memoria mientras bajaba las escaleras. Primero estaba ese “algo” inofensivo
que permanecía en su cuarto y que no era Daniel; estaba la entidad llena de dolor
y pesar que ella había percibido en el garaje la tarde del lunes; la personalidad
furiosa y vociferante en la escalera del sótano que se había referido a la casa co-
mo «Esta cloaca maldita...”
La presencia babosa y retorcida en el cuarto de vapor. Todavía sentía una culpa-
bilidad terrible por no advertirle a tiempo al doctor Barrett; El ente que NubeRoja
describió como un hombre feo sin ropas y cubierto de heridas; lo que fuere que
rondaba en la capilla y que le impidió a ella entrar; no podría ser Belasco. La figu-
ra ectoplásmica que apareció durante la sesión, y que trató de alcanzar a la seño-
ra Barrett. Florence negó con la cabeza. Hay tantos, pensó. Las presencias des-
afortunadas llenaban esta casa por dondequiera que ella pasara. Además de los
que podía percibir lateralmente. En el teatro y el salón de baile, en la sala come-
dor, el gran vestíbulo y en todas partes. ¿Sería un año lo suficientemente largo
como para liberarlos a todos?
Enumeró, recordando con angustia, la lista del doctor Barrett: Apariciones, bilo-
cación, clarisentencia, elongación, ideoplasma... Debe haber más de cien fenó-
menos en esa lista. Apenas habían rascado la superficie de Hell House.
Un sentido masivo de desesperación la atacó. Trató de repeler eso pero lo encon-
tró imposible. Esto podría realizarse sólo si se contara con tiempo ilimitado; Tenía
menos de cuatro días ahora.
Estoy haciendo todo lo humanamente posible y si pudiera darle paz sólo a Daniel
será suficiente, se dijo a sí misma, resuelta.
Tenía hambre. No habría más sesiones. Se aseguraría de comer bien por el resto
de la semana. Sentándose a la mesa, comenzó a servirse algo.
Entonces lo vio. Fischer estaba sentado ante la chimenea, mirando fijamente las
llamas. Él aún no había empezado a mirarla.
—No te vi —dijo ella y llevó su plato de comida hacia él—. ¿Puedo sentarme con-
tigo?
Él la recorrió con la mirada como si fuera una desconocida. Florence se sentó en
otro sillón y comenzó a comer.
—¿Qué te pasa, Ben? —preguntó ella cuando él no dio indicio de aceptar su com-
pañía.
—Nada.
Ella vaciló, luego siguió. —¿Ha ocurrido algo?
Fischer no contestó.
—Parecías tan esperanzado antes, cuando hablamos...
Él no dijo nada.
—¿Qué pasó Ben?
—Nada.
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trabajar; ya no se mostraba tan confiado con ella como antes. Él había estado
tratando de encubrirlo pero ella notó que su entusiasmo había decaído desde el
asunto en el cuarto de vapor, y supo qué tan vulnerable se sentía ahora.
Casi tan vulnerable como me siento yo.
—Eh... ¿Qué se supone que hace esta máquina?
Él la miró a través de su hombro. —No puedo explicarte ahora, mi amor. Es
muy...
—¿No podrías decirme alguna cosa?
—Pues bien, en esencia, voy a drenar toda la energía acumulada en esta casa,
como si quitara el tapón de la bañadera.
Tragó secamente, y llenó un vaso de agua.
—Te explicaré en detalle mañana —continuó—. Básteme decir que cualquier for-
ma de energía puede ser disipada, y eso es lo qué pienso hacer aquí.
Sacó una píldora de codeína y la tragó, empujada por el contenido completo del
vaso. Exhaló y sonrió.
—Sé que no te suena demasiado satisfactorio por el momento, pero ya verás.
Colocó el vaso en la mesa. —Para esta hora, mañana, la Casa del Infierno será
secada drásticamente, desenergizada.
Miraron alrededor abruptamente, al oír un aplauso sarcástico.
Fischer estaba parado a unos metros de ellos, escuchándolos, con una botella de-
bajo de su brazo derecho.
—Bravo —dijo sardónicamente.
Edith se dio vuelta, con un rubor oscuro en su cara.
—¿Ha estado bebiendo, señor Fischer? —Inquirió Barrett.
—Así es, y continuaré haciéndolo —dijo Fischer—. No lo suficiente como para per-
der el control, sino la adecuada cantidad para aplacar los sentidos. Nada en esta
condenada casa del demonio va a provocarme otra grieta; no señor. No aguanto
más, no aguanto más...
—Lo siento —dijo Barrett, después de algunos segundos.
En cierta forma, se sentía responsable por el pésimo estado de ánimo de Fischer.
—Oh, no sienta pena por mí; mejor sienta pena por usted mismo...
Fischer señaló al Reversor.
—Esa maquinita suya no va a hacer una maldita cosa aquí, salvo mucho ruido...
Asumiendo que funcione, claro. ¿De veras cree que esta casa se va a poner a bai-
lar al ritmo de su jodida cajita musical? ¡Ja! Belasco va a reírse en su cara.
TODOS ellos van a reírse en su cara, como han venido riéndose todos estos años
de cualquier idiota que ha tratado de venir aquí dentro y...
—Desenergizar el lugar —le cortó Barrett.
Fischer lanzó un silbido.
—Desenergize mi trasero —espetó, y señaló a Edith—. Sáquela de aquí. Salgan
ya mismo de aquí. Ustedes no tienen ninguna oportunidad...
—¿Y qué hay de usted? —preguntó Barrett.
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La figura avanzó hacia la mortecina luz del baño: joven, apuesto y sus ojos llenos
de desesperación.
—¿Puedes hablar? —preguntó ella.
—Sí —su voz era cortés, dolida.
—¿Por qué no te vas?
—No puedo.
—Pero debes hacerlo.
—No sin antes...
—Daniel, no —dijo ella.
Él volteó su cara.
—Daniel...
—Yo la amo —dijo—. Usted es la única mujer a quien alguna vez le he confesado
eso. Nunca encontré a otra como usted; tan buena... tan buena... La persona
más amable que alguna vez he conocido.
Su cara volvió hacia ella, y sus ojos miraron a Florence.
—Necesito... —se interrumpió bruscamente, mirando hacia la puerta.
—¡Voy a hablarle a ella! —dijo frenéticamente— ¡No me puedes detener!
Volvió a mirar a Florence.
—No puedo permanecer mucho tiempo más; él no me dejará —dijo—. Yo le supli-
co. Por favor, deme lo que le pido... Si soy expulsado fuera de esta casa sin su
consentimiento...
—¿Expulsado? —Florence se tensó.
—Su doctor Barrett tiene la manera de expulsarme.
Ella lo contempló, aturdida.
—Él conoce el fundamento de mi permanencia en esta casa y me puede expulsar
fuera de ella —dijo—, pero eso es todo lo que sabe. Cualquier otra cosa sobre mí,
mi corazón, mi mente o mi alma, no sabe nada; no le importa nada. Va a trasla-
darme de un infierno a otro mucho peor ¿No lo ve? Sólo usted me puede ayudar
—su voz comenzó a desvanecerse—. Tenga piedad de mí, tenga piedad. Por fa-
vor...
—Daniel...
Por varios instantes ella pudo oír su lloriqueo lastimero. Luego el cuarto quedó en
silencio. Ella miró hacia el lugar donde él había estado parado.
—Sabes que no puedo, Daniel —dijo—. Por favor. Sabes que no puedo.
Oh, Dios.
—Sabes que no puedo...
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Barrett subía fatigosamente la escalera, con su brazo apoyado sobre los hombros
de Edith.
Intentó no depositar demasiado peso sobre ella, y trató —en vano— de no soltar
sonidos de dolor; después de todo el desasosiego de hoy, ya debía ser suficiente
para ambos; así que, otra píldora y el descanso de una buena noche, era lo que
necesitaban.
Calculó que podría aguantar el dolor otro día o poco más o menos. El Reversor
estaba casi listo para el uso. Otra hora de labor por la mañana, y al fin demostra-
ría sus conjeturas. Después de todos estos años, pensó, la prueba final. ¿Qué era
un poco de sufrimiento comparado con esto?
Cuando llegaron arriba, Barrett trató caminar por sí mismo, a pesar del latido en
su pierna y la tirantez en su espalda. Cojeando débilmente, hizo un sonido que
intentó maquillar de divertido pero que, en lugar de eso, tomó forma de dolor.
—Cuando estemos en casa —dijo—, voy a tomarme un mes de vacaciones; ter-
minaré ese dichoso libro y disfrutaré de tu compañía.
—Muy bien —Ella no sonó convencida.
Barrett palmeó su hombro. —Va a salir todo bien —dijo.
Edith abrió la puerta y le ayudó a llegar a la cama. Observó preocupada como
Lionel se sentaba en el colchón.
—Recuéstate —dijo ella—. Sostuvo unas almohadas contra la cabecera de la ca-
ma, y Barrett se arrellanó contra ellas; ella tuvo que levantar sus piernas con es-
fuerzo. Una vez acostado, esbozó una sonrisa.
—¡Bueno, nadie puede decir que no nos esforzamos por ganar nuestro dinero!
—Sí —dijo Edith—, mientras luchaba por sacarle los zapatos; estaban tan apreta-
dos, que sus medias se pegaron. Luego, comenzó a masajearle los pies y los tobi-
llos. Barrett vio que ella hacía un intento para no demostrar inquietud por la apa-
riencia inflamada de estos.
—Mejor me tomo otra codeína —dijo.
Edith se levantó y alcanzó su bolso. Barrett trató de distribuir su peso en el col-
chón, gruñendo en el esfuerzo. Se sintió tan pesado como una estatua. Él no lo
mencionaba a Edith, por supuesto, pero había estado considerando la posibilidad
de pasar un corto período de hospitalización después de llegar a casa.
Lionel le daba cuerda a su reloj cuándo Edith volvió con la píldora y un vaso de
agua. Colocó el reloj en la mesa de luz y luego tragó la píldora. Edith comenzó a
desabotonarle el suéter.
—No, está bien —dijo—. Mejor duermo con la ropa puesta. Será más simple ma-
ñana.
Ella asintió con la cabeza. —De acuerdo —dijo. Se desabrochó el cinturón y aflojó
la parte superior de sus pantalones.
—Creo que yo también dormiré vestida.
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—Él me dejó entrar en la capilla para probar que existió; se enteró de mi herma-
no a través de mis recuerdos, justo como lo habías dicho; siempre supo que le
creería, porque la evocación de la muerte de mi hermano me obligaría a creerle
—se agarró a la mano de Fischer otra vez.
—Oh, Dios mío, ahora está dentro de mí, Ben; no puedo deshacerme de él. Del
mismo modo que en que te estoy hablando, lo puedo sentir allí dentro, esperando
a asumir el control.
Comenzó a sacudirse tan violentamente que Fischer la contuvo colocando sus
brazos alrededor de ella.
—Shhh. Todo va a estar bien. Te sacaré de aquí...
—Él no me dejará ir.
—Él no te puede detener, Florence.
—Sí que puede; claro que puede.
—Pues no lo dejaremos...
Florence se zarandeó y se separó bruscamente, golpeándose duro contra el res-
paldo de la cama.
—¿QUIÉN CARAJO TE CREES? —gruñó—. Tal vez estuviste apetitoso cuando tení-
as quince, pero ahora eres mierda. ¿ME OYES? ¡MIERDA!
Fischer la miró en silencio.
Un flameo en sus ojos reveló el cambio, como la luz del sol frente al paso de una
nube oscura. Instantáneamente volvió en sí otra vez; pero no emergiendo de una
amnesia. Estaba, en lugar de eso, brutalmente consciente todo el tiempo, con
memoria total de cada infamia que se había visto forzada a proferir.
—Oh, ayúdame, Ben.
Fischer la abrazó fuertemente, sintiendo el tumultuoso revuelo en su cuerpo y
mente.
¡Si tan sólo pudiera cavar dentro de su ego como si fuera algún cirujano psíquico,
arrancarle esa masa cancerígena y arrojarla lejos!
Sin embargo, no podía; ya no tenía el poder ni la voluntad.
Él era también una víctima más de esta casa, tal como lo es ella.
Fischer se echó para atrás. —Vamos, vístete. Nos vamos.
Florence lo miró.
—¡AHORA!
Ella asintió; pero al mover la cabeza, pareció el tirón en las cuerdas de una ma-
rioneta cuando el titiritero la gobierna. Apartando la ropa de cama, Florence se
levantó y caminó hacia las gavetas y sacó unas ropas. Luego se encaminó hacia
el baño, ante la atenta mirada de Fischer.
—Florence...
Ella lo miró. Fischer se preparó psicológicamente.
—Mejor te vistes aquí dentro.
El cutis de Florence se puso tenso a través de sus pómulos.
—Pero tengo que hacer pis ¿De acuerdo?
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—¿Más café?
Lionel volvió su cabeza sobresaltado, y Edith se dio cuenta de que había estado
medio dormido, a pesar de tener los ojos abiertos.
—Lo siento; ¿Te sobresalté?
—No, no —cambió de posición en la silla, haciendo una mueca; trató de alcanzar
la taza con su mano derecha, luego lo hizo con su izquierda.
—Lo primero que hagamos al salir será ver que te curen ese dedo.
—Ajá —dijo Lionel.
El gran vestíbulo estaba en silencio otra vez. Edith se sintió irreal.
Las palabras que cruzaron durante el desayuno le habían parecido artificiales.
«¿Huevos?»
«No, gracias.»
«¿Tocino?»
«No.»
«No veo la hora de dejar este lugar.»
«Sí, lo mismo digo.»
El socorrido diálogo de algún teledrama doméstico.
¿O es la resaca de la tensión por lo ocurrido anoche?
Ella se fijó en Lionel; iba a la deriva otra vez, somnoliento, con sus ojos inviden-
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tes, casi en blanco. Había estado trabajando en el Reversor por más de una hora
antes de que hubieran desayunado, y lo había hecho incesantemente mientras
ella dormitaba en un sillón cercano. Ahora había dicho que estaba casi listo. Ella
miró el Reversor a través del vestíbulo. A pesar de su tamaño imponente, era di-
fícil creer que pudiera conquistar la Casa del Infierno.
Volvió la mirada hacia la mesa.
Todas las cosas que ocurrieron esa mañana habían conspirado para hacerla sen-
tirse irreal, como un personaje de ficción actuando algún papel inexplicable; habí-
an visto al gato correr escaleras abajo, pasar el corredor y dirigirse hacia la capi-
lla silenciosamente, como una forma fugaz, abigarrada en naranja.
Luego, mientras Lionel había estado trabajando en el Reversor, había oído un so-
nido, y al entreabrir los ojos, había visto a un par de viejitos cruzando el vestíbu-
lo, llevando una cafetera y bandejas cubiertas. Medio dormida, se había quedado
mirándolos en silencio, pensando que eran fantasmas; aun cuando hubieron colo-
cado las bandejas en la mesa y hubieron empezado a juntar los platos de la cena,
ella no se había dado cuenta quienes eran. Luego, extrañados, se le habían acer-
cado y, sonriéndole a su propia y engañada mente, Edith dijo:
—Buenos días.
El viejo gruñó, y la mujer inclinó la cabeza, mascullando algo indefinido. En algún
momento siguiente, desaparecieron. Todavía atontada por el sueño, Edith había
comenzado a preguntarse si realmente los había visto. Cuando volvía a caer en el
vacío de un sueño, Lionel tocó su hombro.
Aclaró su garganta, y preguntó: —¿A qué hora calculas que saldremos de aquí?
Barrett sacó de su bolsillo el reloj y abrió la tapa, mirándolo.
—Yo diría que temprano a la tarde —contestó.
—¿Cómo te sientes?
—Destruido —exhibió una sonrisa cansada—. Pero lo vale.
Se volvieron cuando Fischer y Florence entraron en el vestíbulo, vestidos para sa-
lir. Barrett los observó inquisitivamente cuando se acercaron a la mesa. Edith mi-
ró a Florence; estaba muy pálida, y en todo momento su mirada evitó a la de
ellos.
—¿Usted tiene las llaves del auto? —preguntó Fischer, dirigiéndose a Barrett.
Barrett reprimió una apariencia de sorpresa. —Sí, en mi cuarto.
—¿Podría dármelas, por favor?
—¿No podría buscarlas usted mismo? Francamente, no creo poder subir esas es-
caleras otra vez.
—¿En dónde busco?
—En el bolsillo del abrigo.
Fischer apartó la vista.
—Mejor vienes conmigo —le dijo a Florence.
—Estaré bien.
—¿Por qué no se une a nosotros, señorita Tanner? ¿Le sirvo café? —invitó Edith.
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Fischer vigilaba atentamente a Florence. Su cara estaba pálida y sus labios apre-
tujados.
—Otro ejemplo de este mecanismo biológico —decía Barrett—, es el llamado
“magnetismo animal”, que produce fenómenos psíquicos igualmente impresionan-
tes como los producidos por el espiritismo, pero falto de cualquier característica
religiosa.
—¿Se preguntarán cómo funciona este mecanismo? ¿Cuál es su génesis? Bueno,
el químico austriaco Reichenbach, en los años entre 1845 y 1868 estableció la
existencia de una radiación fisiológica.
Sus experimentos consistieron, primero, en exponer a personas con sensitividad
psíquica al poder magnético de imanes o hierros imantados; lo que pudieron ob-
servar fue muy interesante: fulgores de luz en los polos, como llamitas de longi-
tud desigual, la más pequeña en el polo positivo.
—Después, la observación en cristales causó los mismos resultados que los obte-
nidos con los imanes. Finalmente, el mismo fenómeno fue observado en el cuerpo
humano.
—Más tarde, El coronel De Rochas continuó los experimentos de Reichenbach,
descubriendo que estas emanaciones son azules en el polo positivo, y rojas en el
polo negativo. En 1912, el doctor Kilner, un miembro del Real Colegio de Fisiolo-
gía de Londres, publicó los resultados de cuatro años de experimentación durante
la cual, por el uso de la “pantalla de dicianina”, el así llamado aura se hizo visible
al ojo humano. Cuando el polo de un imán se acercaba a las proximidades de este
aura, aparecía una emanación, un rayo que unía el polo del imán con el punto
más cercano de ese cuerpo; luego, cuando el sujeto se exponía a una carga elec-
trostática, el aura gradualmente desaparecía, para regresar cuando la carga se
eliminaba.
—Desde luego, estoy resumiendo demasiado esta progresión de descubrimientos
para no aburrirlos —sonrió Barrett—, pero el resultado final es irrefutable; La
emanación psíquica que irradian todos los seres vivientes es un campo de radia-
ción electromagnética.
Barrett miró alrededor de la mesa, decepcionado por la llanura de sus expresio-
nes.
¿No se dieron cuenta de lo que dije?
Volvió a sonreír. No había manera de que se dieran cuenta de la importancia de
sus palabras hasta que las hubiera desmenuzado.
—RADIACIÓN ELECTRO-MAGNÉTICA o REM —dijo triunfante—. Todos los orga-
nismos vivientes emiten esta energía, y su dínamo es la mente. El campo elec-
tromagnético alrededor del cuerpo humano se comporta precisamente como lo
haría cualquier otro, según las leyes físicas. Además, tal campo puede afectarse a
sí mismo, y hacia afuera de sus límites; por ejemplo, durante picos de emoción
violenta, el campo se agranda y robustece, imprimiéndose en el ambiente circun-
dante con más fuerza. Si esta cantidad de fuerza quedara contenida, persistirá en
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—¿Sí?
Ella pareció tomar coraje. —Nada de lo que usted ha dicho contradice lo que yo
creo.
Barrett se mostró asombrado. —No puede estar hablando en serio.
—Sí. Puedo. Por supuesto que hay una radiación y, claro está, persiste. Porque la
personalidad del poseedor sobrevive después de la muerte. Su radiación es el
cuerpo superviviente.
—Bueno, aquí es donde nos separamos, señorita Tanner —dijo Barrett—. El resi-
duo del que hablo no tiene nada que ver con la supervivencia de la personalidad.
Créame, el espíritu de Emeric Belasco no deambula por esta casa; ni siquiera su
hijo o cualesquiera de las llamadas «entidades» que usted ha creído contactar.
Sólo hay una cosa en esta casa, y esa cosa es simple energía, sin inteligencia y
sin dirección.
—Ajá —dijo ella. Su voz estaba calmada—, entonces, no hay nada más que
hacer.
Su movimiento los atrapó por sorpresa. Cuando se sobresaltaron al escuchar el
estampido del respaldo de su silla contra el suelo, Florence ya estaba de pie con
un salto vertiginoso y elástico y corría hacia el Reversor. Los tres quedaron con-
gelados en su lugar por un extasiado momento. Luego, simultáneamente, Barrett
gritó jadeando y Fischer salió en persecución de la médium, golpeándose las ca-
deras contra el borde de la mesa.
Antes de que él llegara a mitad del camino, Florence aferraba la barreta con sus
manos y la asestaba con todas sus fuerzas en el tablero del Reversor. Barrett gri-
tó desesperadamente, chillando al incorporarse, con su cara desencajada, escu-
chando el sonido resonante del acero golpeando los instrumentos, encogiéndose a
cada impacto como si los golpes los recibiera él.
—¡NO, POR FAVOR, DETÉNGANLA! —lloró Barrett.
Florence seguía aporreando; esta vez, la parte frontal de la máquina. El cuadran-
te de cristal de un indicador estalló bajo la barra de acero. Barrett empezó a ca-
minar, horrorizado. Al apoyar su pierna derecha por delante, cayó al piso estrepi-
tosamente.
Edith brincó sobre él. —¡Lionel! —gritó.
Fischer había alcanzado a Florence para entonces. Aferrándosele por su hombro,
la jaló bruscamente hacia él. Ella giró rápidamente y le lanzó un golpe en su cara,
con expresión de furia maníaca; moviendo la cabeza a la izquierda, Fischer consi-
guió esquivarla por centímetros. Volviendo a arrojarse sobre ella, agarró su brazo
derecho, forcejeando por la posesión de la palanca. Florence retrocedía gruñendo
como un animal enloquecido. Una feroz sacudida entumeció a Fischer cuando ella
se plantó y le lanzó un rodillazo al abdomen, quebrando su agarre.
Ciego para todo menos para su Reversor, Barrett no miró a Edith cuando ella lo
ayudó a levantarse. Una vez liberado del apoyo de su esposa, comenzó a ren-
quear sin su bastón hacia la máquina, con doloridos y atolondrados pasos.
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sonriendo.
¿Pero, de qué te asustas? —preguntó.
Descuidadamente, dejo caer al suelo la palanca de acero.
—Oh, no voy a lastimarte.
Edith se encorvó en el piso, mirándola fijamente.
—No voy a hacerte daño, preciosa.
Edith sintió un espasmo en sus músculos estomacales. La voz de Florence era
empalagosa, sensual, casi ronroneante.
Comenzó a quitarse su abrigo, mirando a Edith provocativamente; luego, se des-
abotonó el suéter. Edith, galvanizada en el suelo, comenzó a negar con la cabeza.
—No sacudas la cabeza —dijo Florence—. Tú y yo vamos a pasar un rato delicio-
so.
—No —Edith retrocedió un poco más, sobre sus manos.
—Oh, sí —Florence se quitó el suéter y lo tiró a un lado. Avanzando lentamente a
través del cuarto, alcanzó a desenganchar su sostén y soltarlo.
—¡Por favor, no lo haga!
Edith se mantuvo negando con la cabeza mientras Florence se le acercaba; ahora,
abría la cremallera de su falda, con una sonrisa torcida en sus labios. Edith se to-
pó con la cama y recobró su aliento convulsivamente; ya no podía retroceder
más. Fría y débil, observó a Florence dejar caer su falda, y doblarse para quitarse
sus bragas. Dejó de negar con la cabeza.
—No, no, no —imploró.
Desnuda, Florence se dejó caer sobre sus rodillas, sobrepasando las piernas de
Edith. Deslizando ambas manos debajo de sus senos, los sostuvo y los sopesó
delante de la cara de ella; Edith se horrorizó con las marcas y surcos violáceos en
las aureolas.
—¿No son hermosos? —dijo Florence—. ¿No te parecen deliciosos? ¿Te gustaría
probarlos? Esas palabras metieron una lanza de terror en el corazón de Edith. Se
quedó con la mirada fija cuando Florence se acarició sus senos delante de ella.
—Aquí, siéntelo duro —dijo—. Florence soltó su pecho izquierdo, y tomó la mano
de Edith, atrayéndola hacia el pezón erecto.
La percepción de la carne caliente y firme contra sus dedos desbordó una represa
de sensaciones en el pecho de Edith. Un sollozo de angustia la estremeció.
¡No, yo no soy así! ¡No me gusta! gritó su mente.
—Por supuesto que sí, mi querida —le contestó Florence, como si Edith hubiera
gritado en voz alta—. Ambas somos así. Siempre hemos sido así. Los hombres
son feos, los hombres son crueles; sólo entre mujeres podemos sentir confianza.
Sólo entre mujeres podemos amarnos.
—¿Tu padre trató de violarle, no es cierto, amor?
¡¿Cómo sabía eso?! Pensó Edith, horrorizada. Sacudió con fuerza ambas manos y
las presionó firmemente contra su cuerpo, con sus ojos cerrados.
Con un gruñido animal, Florence se tumbó sobre ella. Edith trató de empujarla,
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pero Florence era demasiada pesada. Edith sintió las manos de la médium suje-
tando con fuerza su nuca, haciéndole subir su cara.
La boca abierta de Florence se incrustó violentamente contra los labios de Edith,
que procuraba desasirse, mientras sentía la lengua de Florence abriéndose paso a
la fuerza dentro de ella.
Ahora, el cuarto comenzó a dar vueltas alrededor de ella, floreciendo en calor. Su
cuerpo le pesaba; se sintió floja, entumecida. Ya no podía mantener unidos sus
labios, y la lengua de Florence se zambulló profundamente en su interior, lamién-
dole el paladar. Rizos de voluptuosidad centellearon a través de su cuerpo. Flo-
rence aferró la mano de Edith y volvió a frotársela sobre el pecho otra vez; ya no
podía arrancar su mano. Sus orejas le quemaban y el calor se extendió a lo largo
de su piel.
El grito de Lionel cortó el refregón. Edith sacudió con fuerza su cabeza hacia un
lado, tratando de mirar sobre la melena de Florence. El manto caliente desapare-
ció y el frío se apresuró a través de ella; miró hacia arriba y vio la cara torcida de
Florence amenazadoramente en lo alto. Lionel gritó su nombre otra vez. —¡Aquí
dentro! —lloró Edith.
Florence se apartó de ella, mirando su propio cuerpo con enfermizo beneplácito;
se incorporó rápidamente y entró corriendo al baño. Edith se puso de pie trabajo-
samente y se tambaleó hacia la puerta, para caer en los brazos de Lionel cuando
él entraba. Se aferró a él, y comenzó a llorar temblorosamente.
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nueva y fresca mancha roja en el vendaje del pulgar. Cuando arrebató la palanca
de las manos de Florence, debió haber apartado los labios de la herida. Ella estu-
vo a punto de mencionarlo, pero se contuvo, con un sentido de desesperación ab-
soluta oprimiéndola.
Lionel abrió la puerta del cuarto de Florence, y ambos se acercaron a su cama.
Yacía inmóvil bajo las frazadas. Después de que Lionel le hubo hablado por algún
tiempo, ella emergió del baño cubierta con una toalla, sin hablar, y con la mirada
en blanco; y con ojos abatidos como de niña arrepentida, aceptó las tres píldoras,
se puso el camisón, y en instantes dormía profundamente.
Barrett le levantó su párpado izquierdo y auscultó el ojo fijamente. Edith evitó su
cara. Luego Lionel volvió a tomar a Edith por el brazo y la condujo al corredor,
encaminándose dolorosamente a su habitación.
—¿Me alcanzarías un vaso de agua? —solicitó Lionel.
Edith entró en el baño y llenó un vaso. Cuando ella regresó, Lionel estaba en ca-
ma, sentado contra la cabecera.
—Gracias —murmuró al recibir el vaso; tenía dos codeínas en su palma. Las tra-
gó, apurado—. Voy a llamar por teléfono al hombre de Deutsch para que envíe
una ambulancia.
Edith sintió una momentánea brisa de esperanza.
—Quiero que lleves a Fischer y a Tanner al hospital más próximo.
La esperanza se fue. Edith lo miró desconsolada.
—Me gustaría que te fueras con ellos —atajó Lionel.
—No antes que tú.
—Edith, me harías sentirme mucho mejor.
Edith negó con la cabeza. —Nunca sin ti.
Lionel suspiró. —Muy bien. Terminaré esta tarde, de todos modos.
—¿Lo harás?
Barrett se mostró asombrado. —¿Acaso perdiste tu fe en mí?
—¿Y qué pasó con la máquina?
—¿No lo ves? Esto prueba lo que yo decía.
—¿Cómo?
—El ataque al Reversor fue su último gesto de reconocimiento y aceptación. Ella
sabe que estoy en lo correcto. «Entonces, no hay nada más que hacer», fueron
sus propias palabras, si mal no recuerdo; no le quedaba otra cosa por hacer, ex-
cepto destruir mis creencias antes de ver destruidas las suyas.
Barrett alcanzó a Edith con su mano izquierda y la atrajo hacia la cama.
—Ella no está poseída por Daniel Belasco —dijo—. Ella no está poseída por nadie,
salvo por su yo interior, su verdadero ser, su ego reprimido.
Lo mismo que me pasó con Fischer, pensó ella. Miró a Lionel sin esperanzas.
—La personalidad de los médium es muy inestable y complicada —dijo.
—Cualquiera que se haga llamar psíquico invariablemente resulta ser un histérico,
una víctima de su propia conciencia dividida. El parecido entre el trance del mé-
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Barrett abrió los ojos, para encontrarse mirando la cara durmiente de Edith. Sin-
tió una punzada de preocupación; no había tenido la intención de dormir.
Descolgó su bastón de la cabecera y resbaló sus piernas sobre el borde del col-
chón; ya sentado, se puso los zapatos trabajosamente. Luego cruzó alternada-
mente sus piernas para atarse los cordones con la mano izquierda.
Apoyó los pies y pudo sentir alguna mejora en sus tobillos. Extrajo su reloj y lo
consultó. Se acercaban las diez. Se angustió. ¿Las diez de la mañana o las diez de
la noche? En esta condenada casa de ventanas tapiadas, no había forma de estar
seguro.
No quiso despertar a Edith. Ella había tenido muy pocas horas de sueño esta se-
mana. ¿Sin embargo, se atrevería a dejarla sola? Se puso de pie, indeciso, mi-
rándola dormir en la cama de al lado. ¿Habrá pasado algo en los últimos cuarenta
minutos mientras él dormía? Ya había caminado en sueños antes, sin tener ante-
cedentes de sonambulismo.
Decidió dejar abierta la puerta y bajar la escalera lo más rápido como le fuera po-
sible. Si cualquier cosa ocurriese, seguramente se daría cuenta de eso.
Salió del cuarto y cojeó en el corredor, apretando los dientes por el dolor en su
pulgar.
A pesar de que había abusado de la codeína, ese maldito dedo latían sin parar.
Quien sabe que aspecto tendría ahora; no tenía ninguna intención de comprobar-
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lo. Indudablemente requeriría cirugía menor cuando este trabajo estuviese termi-
nado; incluso podría quedar parcialmente incapacitado del pulgar. No importa, el
precio era aceptable.
Abrió la puerta de Fischer y miró adentro. Fischer no se había movido. Barrett es-
peraba que aún permaneciese dormido cuando lo cargasen fuera de aquí en una
camilla. Él no tenía nada que hacer aquí; nunca lo tuvo.
Al menos, sobreviviría para contarlo otra vez.
Se dirigió al cuarto de Tanner y entreabrió la puerta. Ella también estaba inmóvil.
Barrett la contempló con compasión. Esa pobre mujer tendrá muchísimo que con-
frontar después de abandonar esta casa. ¿Podría sobreponerse a la mentira de su
existencia pasada? ¿Podrá dejar atrás la tontería del espiritismo? Probablemente,
no. Lentamente, volvería sigilosamente a la pretensión; sería menos difícil para
ella.
Se apartó de la puerta de Florence y se encaminó hacia la escalera.
Después de todo, esta ha sido una semana extraordinaria, pensó. Sonrió involun-
tariamente. Y menos mal que Tanner había quedado cegada por su furia; porque
si hubiera sabido donde golpear en el Reversor, si hubiera propinado un par de
buenos golpes en las partes más delicadas, todo el proyecto habría quedado
arruinado. Tembló ante ese pensamiento.
¿Qué haremos después de haber dejado la casa? Se preguntó al bajar la escalera
vacilantemente, con su mano izquierda en el pasamanos. Era una especulación
interesante. ¿Qué hará Fischer con cien mil dólares en sus bolsillos?
En lo que respecta a Edith y a él mismo, el futuro era relativamente claro. Evitó
pensar acerca de sus problemas personales aún sin solucionar. Eso lo dejarían
para más adelante.
Al menos todos ellos saldrían vivos de la Casa del Infierno. Como líder extraoficial
del grupo, sintió un poco de orgullo de eso; aunque quizás, fuera un poco absur-
do sentirlo.
En las expediciones de 1931 y 1940, los grupos habían sido virtualmente exter-
minados. Esta vez, cuatro de ellos habían entrado en Hell House, y los cuatro sal-
drían ilesos esa misma noche.
Se preguntó qué haría con el Reversor después de hoy.
¿Debería dejarlo en exhibición en su laboratorio de la universidad? Eso sería lo
más probable. Tal vez, sería como exhibir la cápsula espacial del primer astronau-
ta en órbita; y algún día muy lejano, el Reversor ocuparía un lugar de honor en el
Museo Smithsoniano. Sonrió sarcásticamente. O Tal vez nunca.
No te engañes, Lionel. El mundo científico no perderá el equilibrio por tu triunfo.
No, faltan todavía muchos años antes de que la parapsicología consiga un lugar
de prestigio al lado de las otras ciencias naturales.
Caminó hacia las puertas principales y abrió una. Luz del día. Cerró la puerta,
renqueó hasta el teléfono, y llamó.
No hubo respuesta. Barrett volvió a marcar y jugueteó con el cable mientras es-
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peraba. Vamos, contesten. Nada. Marcó otra vez. Nunca podría sacar a Fischer y
a Tanner de aquí sin la ayuda de alguien.
Estaba a punto de colgar cuando escuchó el chasquido característico del auricular
levantándose en el otro extremo de la línea.
—¿Sí? —contestó el hombre de Deutsch.
Barrett exhaló con alivio.
—Puff, usted me preocupó un poco. Habla Barrett. Necesitamos una ambulancia
en la casa Belasco.
Silencio.
—¿Me oyó usted?
—Sí.
—Mire, la necesito de inmediato; el señor Fischer y la señorita Tanner requieren
hospitalización urgente.
No hubo respuesta.
—¿ENTIENDE LO QUE LE ESTOY DICIENDO?
—Sí.
La línea quedó silenciosa.
¿Oiga, que le pasa? —inquirió Barrett.
El hombre suspiró repentinamente.
—Caramba, esto no es justo para usted —dijo coléricamente.
—¿Qué pasó?
La voz del hombre vaciló.
—¿Hola?
Otra vacilación; luego el hombre dijo rápidamente: —El viejo Deutsch falleció
anoche.
—¿Murió?
—Sí. Tenía cáncer terminal... Se le fue la mano con las píldoras para aliviar el do-
lor... Se mató accidentalmente.
Barrett sintió que su cerebro crecía y comenzaba a presionar agudamente su crá-
neo.
—¿Por qué no nos llamó antes? —preguntó.
—Porque recibí órdenes de no hacerlo.
Órdenes del hijo, pensó Barrett.
—Además... —la voz del hombre era apenas perceptible.
—¿Qué cosa?
—...Recibí órdenes de dejar todo como está.
—¿Y que hay de nuestros honorarios? —Barrett tuvo que preguntar, si bien cono-
cía la respuesta.
—No sé nada sobre eso, pero dadas las circunstancias... —dijo el hombre, suspi-
rando—. ¿Tiene algo por escrito? ¿Algún contrato firmado?
Barrett cerró los ojos.
—No.
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—Oh, ya veo —el tono del hombre fue lacónico—. Entonces está a merced de ese
roñoso hijo de... —se cortó— ...de él —y continuó—: Vea doctor, le hablaré con
franqueza: me disculpo personalmente por no haberle llamado antes, pero mis
manos están atadas. Tengo que volver a Nueva York de inmediato. Usted tiene el
coche allí. Le sugiero que salgan de la casa. Hay un hospital aquí en Caribou Falls
al que pueden ir. Haré lo que pueda por usted... —su voz se desvaneció, y luego
hizo un ruido de repugnancia—. Caramba, probablemente yo también me meta
en apuros y pierda mi empleo. No puedo aguantar a ese tipo. El padre era un pe-
dazo de mierda, pero el hijo...
Barrett colgó ruidosamente el teléfono, estremecido por una sombría oleada de
desesperación: ningún dinero, ninguna provisión para Edith, ninguna jubilación,
ninguna oportunidad de descansar.
Apoyó su frente contra la pared.
—No, no, ¡NO! —gritó.
El pantano.
Barrett giró rápidamente con un jadeo y miró alrededor del vestíbulo de entrada
como si alguien le hubiera susurrado inadvertidamente. Esas palabras habían
asaltado su mente. No, pensó. Apretó sus dientes.
—No —le dijo a la casa, moviendo la cabeza a los lados.
Se encaminó hacia la gran sala.
—No vas a ganarme —dijo—. No podré conseguir el dinero, pero tú no vas a ven-
cerme. No tú. Porque conozco tu secreto. Y voy a destruirte.
Jamás había sentido tanto odio en su vida. Se acercó al Reversor y lo señaló con
el dedo, con un gesto de triunfo.
—¡AQUÍ ESTÁ! ¡AQUÏ ESTÁ TU CONQUISTADOR!
Tuvo que apoyarse contra la pared del pasaje abovedado, agotado, transido de
dolor y desesperanzado. No importa, se dijo a sí mismo; cualquier dolor que sin-
tiera era secundario. Más tarde se preocuparía por Fischer y Tanner, más tarde se
preocuparía por Edith y por sí mismo. Había solo una cosa que tenía importancia
en este momento: terminar su trabajo y derrotar a Hell House.
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los ocultos hornillos de sus riñones, donde se quemaban apresuradamente los úl-
timos ingredientes narcóticos. Su torrente sanguíneo fluía exaltado.
«Adelante; tu puedes, dulzura» le dijo Daniel; «No, déjame» gimió Florence.
La presión en sus riñones y en su vejiga era arrolladora.
Ya no pudo contenerse; sintió el irrefrenable chorro caliente de orina en sus mus-
los, y lanzó un agudo alarido de vergüenza.
Repentinamente, estaba despierta. Empujó a un lado la ropa de cama y se levan-
tó, mirando aturdida la sábana empapada. Ahora él estaba tan arraigado en su
interior que podía controlar el funcionamiento de su cuerpo.
«—Florence».
Ella sacudió con fuerza su cabeza al ver su cara proyectada en el reflejo plateado
de la lámpara colgante.
«—Por favor» —dijo él.
Ella lo miró. Él comenzó a sonreír.
«—Por favor» —se burló.
—Basta.
«—Por favor, házmelo dulcemente» —volvió a mofarse.
—Detente.
«—Por favor» —le mostró sus dientes en una satírica sonrisa.
«—Por favor».
—¡NO! —chilló.
«—Oh, por favor, por favor, por favor, por favor por favor, por favor...»
Florence dio vueltas y trastabilló hacia el baño. Una mano fría la asió del tobillo, y
cayó pesadamente al piso. La presencia helada de Daniel inundó todo su cuerpo,
mientras su voz, su aullido demencial, berreaba en sus oídos:
«—¡Por favor, házmelo dulcemente, por favor, por favor..!»
Ella no podía emitir ningún sonido; Su presencia parecía controlar su aliento.
«—¡Por favor, por favor!» —comenzó a reírse con sádico placer.
¡Ayúdame, Dios mío! Pensó Florence, en agonía—. ¡Ayúdame, Dios!
—Llévame contigo, Señor! —imploró—. Llévame contigo, Señor!
«—Llévame contigo, Señor!» —se burlaba Daniel, imitando su voz.
Florence presionó ambas manos sobre sus oídos.
—¡OH, DIOS! —lloró.
Su presencia desapareció. Florence se quedó jadeando convulsivamente. Se puso
de pie dificultosamente y se encaminó fuera del baño.
«—¿Ya te vas?» —dijo su voz—. Florence trató de poner su mente en contra de su
voluntad. Giró sobre el lavatorio, abrió el agua fría y la salpicó en su cara.
Se miró al espejo. Su cara estaba pálida, surcada por arañazos, costras oscuras y
magulladuras descoloridas. Lo que podía ver en su cuello y pecho superior, eran
marcas y laceraciones dentadas. Inclinándose hacia adelante, se vio los senos in-
flamados, y los tarascones de sus aureolas estaban negros ahora.
La puerta se cerró, y ella giró sobre sus talones, quedándose rígida. Vio el reflejo
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de la capilla.
Un hombre estaba sentado en el piso y apoyaba su espalda en la puerta; su cara
estaba lívida y su expresión era la de un drogadicto. Sujetaba una mano amputa-
da frente a sus labios, chupando uno de los dedos. Ella volvió a morderse. El apa-
recido se esfumó. Florence cayó con todo su peso contra la puerta y la abrió.
Caminó a través del atrio central aguantando la pestilente vorágine de poder que
cargaba el aire. Éste era el núcleo, el corazón mismo de la condenación. A mitad
de camino, se estremeció al ver al gato yaciendo en un charco de sangre. Había
sido cortado en dos.
Ya no debía retroceder; había golpeado a Daniel y ahora era el turno de la casa.
Cruzó por encima del gato, acercándose al altar. ¡Bendito Dios, el poder allí era
increíble! Se irradiaba a través de ella, pulsante, maligno.
La oscuridad titiló en su mente. Metió su mano dolorida en su boca y mordió otra
vez. La oscuridad se aclaró un poco y la empujó hacia delante, como si tuviera
una pared viviente frente a ella.
Había llegado casi frente al altar. Sus ojos se concentraron. Todavía no ganaba su
batalla. Sólo lo conseguiría con la ayuda de Dios.
Una debilidad repentina paralizó sus extremidades y cayó encima del altar estre-
pitosamente. El poder era demasiado potente. Miró atontada hacia el crucifijo. Le
pareció que se movía. Mantuvo los ojos horrorizados sobre él. Se movía hacia
ella. Trató de echarse atrás, pero sus músculos no respondían; estaba adherida a
ese lugar por un magnetismo demoníaco. El crucifijo caía sobre ella irremedia-
blemente.
Florence gritó descarnadamente cuando el macizo y pesado madero golpeó su
cabeza y aplastó su pecho en el impacto. Al chocar contra el piso, el frío serpen-
teante de su espalda fue purgado de un tirón. Trató de gritar pero ya no podría.
La oscuridad fluyó sobre ella.
La posesión había finalizado instantáneamente.
Los ojos de Florence estaban distorsionados por la agonía. Ya no podía respirar,
tan intenso era el dolor. trató de apartarse del crucifijo, pero no se movería. Es-
taba inmóvil, gimiendo en las interminables ondas de sufrimiento que la colma-
ban. Otra vez intentó empujar el crucifijo. Se movió un poco, pero el movimiento
casi le provoca un vahído. Su cara estaba gris, perlada de sudor frío.
Le tomó hacerlo unos quince minutos. En ese tiempo, casi se desmayó siete ve-
ces antes de reunir la voluntad suficiente para acometer el esfuerzo paroxístico
de moverse. Finalmente, resbalándose bajo el madero, empujó un poco el crucifi-
jo y trató de sentarse, quedándose sin aliento. Se puso boca abajo. La sangre
brotaba bajo sus muslos. En un espasmo de dolor, vomitó ruidosamente el conte-
nido de su estómago en el piso, con los ojos garapiñados de rojo.
Él la había engañado.
No había respuestas aquí. Sólo había querido cometer esta profanación final en su
mente y su cuerpo. Florence pasó una mano temblorosa a través de la comisura
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de sus labios. Basta. No más, pensó. Miró alrededor y vio la enorme clavija que
sostenía el crucifijo; había sido arrancada fuera de la pared. Se arrastró hasta al-
canzarla. Asiéndola, comenzó a cortarse las muñecas con la afilada punta, sollo-
zando.
—No más —balbuceó—. No más.
La sangre comenzó a fluir a raudales. Cerró sus ojos. Ya no puede lastimarme
más, pensó. Aunque mi alma quede esclavizada en esta casa para siempre, no
seré su títere nunca más.
Florence sintió como la vida se le escapaba. El dolor se desvanecía. Dios perdona-
ría su autodestrucción. Pero era lo único que debía hacer.
Él entendería.
Sus ojos se abrieron. ¿Escuché ruidos de pasos? Trató de voltear la cabeza pero
no podía. El piso pareció temblar y ella trató de ver. ¿Había alguien ahí mirándo-
me? Florence no podía enfocar sus ojos.
Una idea la golpeó repentinamente. Horrorizada, pensó en los demás.
¡Tengo que hacérselos saber!
Florence resbaló en su sangre al intentar moverse. Nubes de oscuridad la envol-
vían.
¡Ayúdame Dios mío! ¡Tengo que hacérselos saber!
Lentamente y agonizando, Florence extendió un dedo para escribir su último
mensaje en el piso, con tinta escarlata.
11:08 A.M.
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y roja.
—Fischer, mejor acuéstese —dijo él.
—¡Cállese! —gritó roncamente Fischer. Se encorvó, haciendo arcadas de náuseas.
—Fischer, escúcheme...
Fischer caminó a tientas hacia una silla y se dejó caer sobre ella. Barrett se acer-
có tan pronto como pudo, seguida por Edith. Se detuvieron cuando Fischer dejó
caer sus brazos y los miró en estado de shock.
—¿Qué pasa? —preguntó Barrett.
Fischer comenzó a temblar.
—¿PERO, QUE TIENE? —la voz de Barrett aumentó involuntariamente. La apa-
riencia de Fischer lo enervó.
—La capilla.
11:14 A.M.
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Fischer se encorvó al lado del cuerpo. La oscuridad palpitó ante él, y tuvo que po-
ner en el suelo ambas manos para soportar su propio peso, planchando sus pal-
mas en la sangre. Después de un rato su vista se aclaró, y miró la cara de Floren-
ce. Te esforzaste tanto, pensó. Alargó su brazo, y le cerró los ojos tan afectuosa-
mente como pudo.
—¿Qué será eso? —preguntó Barrett.
Fischer miró hacia arriba, tolerando el dolor que el movimiento causó. Barrett di-
rigía los ojos hacia el piso, cerca de Florence. Lo escuchó buscar a tientas en sus
bolsillos; luego, el ruido de un fósforo encendiéndose. La llamarada de luz le hizo
contraer sus ojos dolorosamente.
Ella había dibujado un símbolo en el piso, usando su sangre. Un círculo con algo
garabateado dentro de él. Fischer lo miró fijamente, tratando de descifrarlo.
Abruptamente se dio cuenta. Barrett habló en el mismo momento.
—Parece una “B” mayúscula.
11:47 A.M.
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echando hacia atrás lentamente. Sus dedos temblaron al sacar su reloj de bolsi-
llo.
—Mediodía —dijo. Apropiadamente preciso, pensó. Metió el reloj en su bolsillo y
recurrió a Edith—. Tenemos que irnos.
Sus abrigos estaban en la mesita más cercana a la puerta principal; Barrett los
había bajado más temprano. Precipitadamente ayudó a Edith a ponerse el suyo;
al hacerlo, ella recorrió la mirada hacia la sala. El ruido del Reversor era más do-
loroso ahora; los pulsos matraqueaban los muebles haciendo vibrar los floreros y
los tiestos cercanos.
—Rápido —dijo Barrett.
Un momento más tarde habían dejado la casa y se apresuraban a lo largo del
camino de grava, alrededor de la laguna pantanosa. Al cruzar el puente, Edith vio
al Cadillac parado en la niebla, y tuvo un escalofrío al pensar en que Florence es-
taría los próximos cuarenta minutos en el auto con ellos, esperando a que el Re-
versor hiciera su trabajo.
Barrett abrió la puerta trasera, sorprendiéndose al ver a Fischer sosteniendo en
sus brazos a la difunta; la tenía cubierta con una frazada, acunando su cabeza y
torso, y dispuesta a lo largo del asiento trasero.
Barrett vaciló, luego cerró la puerta. Se sentía incapacitado para discutir.
—¿Ella está allí con él? —susurró Edith.
—Sí.
Edith puso mala cara. —Es que no puedo sentarme allí con... —no pudo terminar
la frase.
—Te sentarás adelante conmigo.
¿No podemos regresar a la casa? —preguntó, velozmente consciente del carácter
grotesco de su pregunta.
—Claro que no. La radiación nos mataría.
Ella lo miró a los ojos. —De acuerdo —dijo finalmente.
Cuando entraron al auto, Barrett dirigió la mirada al espejo retrovisor. Fischer es-
taba agobiado sobre el cuerpo de Florence. Su barbilla descansaba sobre la parte
de la cabeza que sobresalía de la frazada.
¿Qué tan mal pudo haberle afectado su muerte? Se preguntó.
De pronto, recordó algo y se lo dijo a Edith.
—Deutsch falleció —dijo, mirándola.
Edith no respondió. Finalmente asintió con la cabeza, si dejar de ver hacia ade-
lante.
—No tiene importancia.
Inesperadamente, Barrett sintió una llamarada de cólera. ¿Cómo que no tiene
importancia? Pensó. Si se había esmerado y lacerado y puesto al borde de la
muerte para proveerle sustento. A ella no le importa...
Se sacudió fuera la cólera. ¿Qué más podría decir ella? Se enderezó, haciendo
una mueca de dolor por el pulgar.
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Detrás de esas sombrías paredes y de esas ventanas tapiadas, varios metros más
allá, Hell House se preparaba a morir.
12:45 P.M.
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Fischer lo miró en silencio por algún rato antes de retirarse poco a poco del cuer-
po de Florence y, deslizándose hacia un lado cuidadosamente, la depositó a lo
largo del asiento. La miró unos segundos, y luego salió del auto.
Barrett y Edith salieron del coche. Ella temblaba, jalando el cuello de su abrigo.
Lionel había ahorrado combustible prendiendo y apagando la calefacción durante
breves períodos de tiempo durante la espera.
El regreso a la casa tuvo reminiscencias de cuando arribaron el lunes pasado: los
zapatos timbrando en el puente de concreto; ella volviendo la mirada de regreso
para ver como la limosina era tragada por la niebla; el paseo fatigoso alrededor
de la laguna y su horrendo hedor; el crujido de la grava debajo de sus zapatos.
Sólo la ausencia de Florence demolía ese recuerdo.
No tenía caso; por más que se esforzara, ella no podía creer que Lionel estuviese
en lo correcto. De manera que volvían lisa y llanamente hacia una trampa. Habí-
an salido ilesos en cierta forma; por lo menos, tres de ellos. Ahora, increíblemen-
te, regresaban. Aunque le diera todo el crédito a Lionel y a su dichosa máquina,
le era imposible comprender la insensatez suicida de este regreso.
Los metros finales a lo largo del camino de grava. El acercamiento al porche; El
chasquido de zapatos sobre el concreto otra vez. Las contrapuertas delante de
ellos. Edith se estremeció. No, pensó, yo no regresaré adentro.
Luego Lionel sostuvo la puerta para ella, y sin chistar, Edith entró en la casa otra
vez.
Se detuvieron, y Barrett cerró la puerta. Ella vio que el florero había caído al piso
y se había hecho pedazos.
Barrett miró a Fischer inquisitivamente.
—No sé —dijo Fischer.
Barrett perdía su entereza.
—Creo que debería hacer el intento de usar su clarividencia.
¿Sería posible que Fischer hubiera perdido completamente su poder PSI?
La idea de tener que ir hasta Maine a buscar a otro médium era abrumadora para
él.
Fischer se alejó de ellos, adentrándose en la casa. Miró alrededor ansiosamente.
Esto se sentía diferente. Podría ser un truco, sin embargo. Ya había sido engaña-
do antes. Fischer no se atrevía a exponerse como la última vez.
Barrett lo observaba ansioso. Edith miró a su marido y se percató de lo impacien-
te que estaba.
—Haga un intento, señor Fischer —dijo abruptamente—. Le garantizo que no
habrá problema.
Fischer dejó de mirar alrededor. Atravesó el vestíbulo de entrada dando zanca-
das. Asombrosamente, la atmósfera había cambiado. Incluso sin hacerse accesi-
ble, podía sentir eso. ¿Pero, que tanto había cambiado? La teoría de Barrett había
sonado bien; pero no le estaba preguntando sobre una teoría. Le estaba pidiendo
que pusiera su vida en peligro otra vez.
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abriendo las puertas de los vacíos dormitorios a las patadas. ¡Nada! En todos los
lugares, sus papilas clarividentes respiraban sin dificultad. Revisó en todos los
rincones y nada, absolutamente ¡Nada!
El júbilo explotó dentro de él.
Barrett lo había conseguido.
¡La Casa del Infierno estaba despejada!
Tenía que sentarse. Exánime, Se arrojó sobre una silla.
La Casa del Infierno había sido purgada. Hell House había muerto.
Era increíble. Fischer rechazó la idea de que ahora en adelante, tendría que alte-
rar todo en lo que alguna vez había creído.
Pero no tenía importancia. Rió ásperamente. Y él, que había llamado al Reversor
«jodida cajita musical».
¿Por qué Barrett no me había pegado un merecido cachetazo?
Cerró los ojos, recobrando el aliento.
La reacción vino abruptamente.
Si Florence hubiera podido dormir una hora más. ¡Una hora más! Ahora estaría
con ellos, libre y feliz. Sintió una furia repentina y angustiada contra Barrett por
no haberla vigilado mejor.
Lentamente, esa ira se dejó abatir por el respeto que empezaba a sentir por el
científico; paciente y tenaz, Barrett había concretado su trabajo, contra la idea
general de que estaba equivocado. Pero había estado en lo correcto todo el tiem-
po. Fischer negó con la cabeza con asombro. Un milagro. Respiró profundamente.
El aire todavía apestaba.
Era sólo su transpiración.
2:01 P.M.
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¿Por qué fue tan fácil apagar todo ese huracán paranormal como si fuera una
lámpara? Es cierto, no había lógica para respaldar su recelo, pero simplemente,
no lo podía ahuyentar; es que habían habido tantas «Respuestas Finales» en el
pasado. ¡Y tantas personas jurando que habían descifrado el misterio de la Casa
del Infierno!
Florence había sido una de ellas y, por esa creencia, fue atraída a su destrucción.
Y ahora es Barrett quien siente que posee la respuesta final, garantizada por la
palabra de él mismo, un clarividente que justificaba esa certeza.
Sin embargo, si Hell House había tenido un método recurrente a la hora de des-
truir, éste consistía en dar el golpe de gracia en el momento exacto en que los
ocupantes de la casa creían que habían dado con la respuesta final.
Fischer negó con la cabeza. Lógicamente, no podía creer en eso. Barrett había
estado en lo correcto. La casa estaba despejada.
Abruptamente recordó el círculo ensangrentado en el piso de la capilla y la letra
“B” mayúscula dentro de él. Belasco, obviamente.
¿Por qué Florence había dibujado eso? Sus pensamientos estaban cegados por la
inminencia de la muerte? ¿O habían cuajado?
No. No podía ser Belasco. La casa estaba despejada. La radiación electromagnéti-
ca era la respuesta.
¿Por qué, entonces, estaba pisando el acelerador a fondo? ¿Por qué estaba su co-
razón galopando enloquecido? ¿Por qué sentía un vacío helado en sus vísceras?
¿Por qué tenía este temor creciente de volver a la casa demasiado tarde?
2:17 P.M.
Barrett salió del baño, vistiendo bata y chancletas. Cojeó hacia la cama de Edith y
se sentó en el borde. Ella estaba recostada, observándolo.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Edith.
—Maravilloso.
—¿Cómo está ese dedo?
—Lo comprobaré tan pronto salgamos de aquí.
Él nunca le diría que había tratado de desenrollar el vendaje en la ducha, pero se
había visto forzado a detenerse porque casi se había desmayado del dolor.
—Salir de aquí —Edith sonrió aturdida—. Todavía no puedo creer que vayamos a
irnos.
Barrett frunció el ceño.
—Sí. Y con los bolsillos vacíos. Si ese Deutsch Júnior no fuese tan...
—Hijo de puta —proveyó ella.
Barrett sonrió.
—Por decirlo suavemente —la sonrisa desapareció—. Estoy asustado por nuestra
seguridad financiera, mi amor.
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—Tú eres mi seguridad —dijo ella—. Al abandonar esta casa conmigo valdrás un
millón de dólares para mí —ella sujetó su mano izquierda—. ¿Realmente terminó
todo, Lionel? ¿Todo?
Lionel asintió con la cabeza. —Todo.
—Es que es tan difícil creerlo.
—Lo sé —apretó su mano—. ¿Nunca me prestas atención cuando te digo «te lo
dije»?
—No seas malo.
—No lo soy.
—Qué pena que ella tuvo que morirse justo cuando la solución estaba tan cerca.
—Sí, es una lástima. Debí haber hecho que se fuera en un primer momento.
Ella puso su otra mano en sus hombros y la presionó, confortándolo.
—Hiciste todo lo que pudiste, Lionel.
—No debería haberla dejado sola.
—¿Cómo podías saber que se despertaría?
—Eso fue de veras increíble. Su subconsciente estaba tan atento para validar su
ilusión que su sistema rechazó los sedantes.
—Pobre mujer —dijo Edith.
—Sí. Hasta con su último aliento garabateó con su sangre el círculo con la “B” de
Belasco. Hasta en el momento final creyó que estaba en lo correcto; que Belasco
estaba detrás de todo esto, el padre o el hijo, no sé cuál. Ella no podía permitirse
creer que era su propia mente la que la traicionaba.
Se sobresaltó. —Qué doloroso final que ha debido tener; aterrada y...
Viendo el gesto en la cara de Edith, se detuvo. —Oh, lo siento.
—Está bien.
Lionel forzó una sonrisa. —Bien, Fischer debería estar de regreso en una hora
más o menos, y podremos irnos —frunció el ceño—; siempre y cuando no lo
arresten por llevar el cadáver de una mujer en un auto que no le pertenece.
—No puedo decir que extrañaré este lugar —dijo ella después de algunos instan-
tes.
Barrett se rió suavemente.
—Yo tampoco. Aunque sea mi momento... —pensó un segundo—. ¿Cómo lo lla-
maré? ¿De triunfo?
—Sí —ella asintió—. Es un triunfo. Realmente no puedo comprender lo que hiciste
aquí, pero siento lo importante que es.
—No es por hablar bien de mí mismo, pero creo que acabo de darle a la parapsi-
cología un gran impulso hacia su digno lugar en el panteón de las ciencias natura-
les.
Edith sonrió.
—Porque es una ciencia —dijo él—. Ninguna charlatanería. No es una materia de
discusión que admita reparos cuando nos acercamos a ella; nada que se pueda
mirar de reojo. La sensación de farsa que gravita en estos fenómenos y sus de-
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fensores es sin embargo, justificable. Estos fenómenos no son para nada usuales.
Por eso, los críticos continuarán soslayando la parapsicología, me temo, hasta
que sean capaces de —como Huxley lo dijo—:
«Sentarse ante los hechos como si fueran niños pequeños, sin nociones preconce-
bidas, y seguir humildemente dondequiera y cualesquiera sean las pistas de los
abismos de la Naturaleza»
Lionel se rió, consciente de su fatuidad. —Fin del discurso —dijo, y la besó en la
mejilla.
—Este parlanchín te ama —dijo él.
—Oh, Lionel —resbaló sus brazos alrededor de su cuello—. Yo también. Y estoy
tan orgullosa de ti.
2:34 P.M.
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2:46 P.M.
La mano de Edith saltó abruptamente. Su anillo de bodas fue cortado en dos par-
tes, que cayeron silenciosamente sobre la cama. Abrió sus párpados. El cuarto
estaba oscuro.
—¿Lionel?
La puerta se abrió. El corredor también estaba oscuro. Alguien entró.
—¿Lionel? —repitió Edith.
—Sí.
Ella se enderezó un poco, adormilada.
—¿Que sucedió?
—Nada grave. El generador se apagó.
—Oh, no —ella trató de ver; estaba demasiado oscuro.
—No es importante —dijo Lionel.
Edith oyó sus pasos dentro del cuarto y sintió como se sentaba en el borde más
lejano de su cama. Ella extendió la mano nerviosamente y palpó la suya.
—¿Seguro que todo está bien?
—Por supuesto —la mano comenzó a acariciar su pelo.
—No tengas miedo. Aprovechemos este momento.
—¿Qué?
—No hemos estado juntos por mucho tiempo —la mano de Lionel se deslizó ba-
jando por su mejilla— y creo que merecemos un poco de intimidad.
Ella hizo un ruido de interrogación. La mano se deslizó sobre su pecho izquierdo y
comenzó a apretarlo.
—Lionel, no lo hagas —dijo ella.
—¿Por qué no? —preguntó—. ¿No soy lo bastante bueno para ti?
—¿Qué estás haciendo...?
Sus dedos apretaban el pecho, provocándole dolor.
—Fischer fue bastante bueno —interrumpió—, incluso Florence Tanner fue bas-
tante buena.
Edith trató de arrancar con fuerza la mano. Su corazón se aceleraba.
—No —dijo ella.
—Sí —dijo él. La mano se movió hacia abajo abruptamente, deslizándose bajo su
falda para frotar su entrepierna.
—¿Qué tal un poco de argollita para tu viejo maridito, eh?
Edith alargó sus brazos desesperadamente en la oscuridad hacia donde creía que
estaba la cara de Lionel.
No la encontró.
—¡SÍ, MI PERRITA LESBIANA!
Las luces se encendieron.
Edith gritó intempestivamente. La mano se soltó, saliendo por debajo de su falda;
estaba amputada a la altura de la muñeca y limpia de sangre. Flotaba encima de
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Pero no cayó.
Se estremeció erguida por un espasmo eléctrico que la traspasó de pies a cabeza;
la oscuridad en su mente y la aparición, súbitamente se esfumaron.
Ese chispazo de aguda conciencia le advertía que no le estaba permitido desma-
yarse. Se abalanzó hacia las escaleras. El aire ahora estaba espeso y brumoso.
Percibió el hedor de la laguna; otra aparición bloqueaba el pasillo. Edith se detu-
vo. La mujer vestía un traje de noche blanco; estaba completamente empapada y
su pelo azabache caía emplastado sobre su cara mustia. Acunaba algo en sus
brazos. Edith lo miró con un reflujo de asco; un bebé violáceo, malformado y
monstruoso.
¡El Pantano de los Bastardos! Gritó en su mente. Se echó hacia atrás, rumiando el
amargo contenido de su estómago.
Algo la hizo girar, y para abstenerse de caer de espaldas, se vio forzada a correr.
Ya no se encaminaba hacia las escaleras. Trató de detenerse a sí misma y cam-
biar de dirección, pero no podía controlar sus extremidades.
Florence surgió de la nada y se abalanzó sobre ella. Sus marchitos brazos la ro-
dearon con fuerza, y su chillido fue suprimido cuando los labios fríos y yermos de
la aparición se estrellaron contra los suyos. Al resistir el apretón con una fuerte
sacudida, Florence desapareció y Edith cayó de rodillas, impulsada hacia adelante
por su propio movimiento.
—¡LIONEL! —gritó en cuatro patas—. «¡Lionel!» —repitió la voz burlona.
Un ventarrón helado la envolvió, azotando sus ropas y su pelo. Trató de levantar-
se, pero algo atenazaba su cuello hacia abajo, mordiéndolo. Volvió a gritar al sen-
tir esos dientes clavarse profundamente en su carne. Alcanzó a tocar su cuello,
pero no había dientes; sólo una fétida babaza que chorreaba en las profundas
marcas de las dentelladas.
—¡LIONEL! —gritó jadeante, al límite de su cordura.
—¡Aquí! —contestó.
La cabeza de Edith se movió para localizarlo. Él corría por el pasillo a su encuen-
tro; Edith se levantó y se lanzó sobre sus brazos, pero bruscamente se estreme-
ció. Retrocedió lentamente, espantada al reconocerlo. Un hombre, con regocijada
expresión de imbecilidad en su cara, ojos inflamados por el alcohol y la lengua
colgante; estaba desnudo, sacudiendo su enorme pene con ambas manos y avan-
zaba decidido sobre ella, haciendo un sonido de diversión animal que retumbaba
en su pecho.
Era su padre.
Intentó alcanzarla estirando sus brazos. Edith se movió de lado chocando con la
baranda, a cuatro metros por sobre el vestíbulo de entrada. Su padre se le acercó
más.
Desesperada y con lagrimas nublándole la vista, trepó sobre el riel de la baranda,
con la intención de saltar al vacío.
Unas fuertes manos la detuvieron. Edith giró la cabeza, pasmada.
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3:31 P.M.
Edith se estremeció otra vez. Sus ojos parpadearon confusos. Por varios segun-
dos, se quedó con la mirada fija en la guantera del auto. Luego giró la cabeza a
su izquierda y reparó en él; le dirigió una silenciosa mirada inquisidora.
—Lo siento, pero tuve que pegarle —dijo él.
—¿Esa trompada me la dio usted?
Fischer asintió con la cabeza.
Edith miró alrededor abruptamente. —Lionel.
—Su cuerpo está en el baúl.
Ella intentó abrir la puerta, pero Fischer la detuvo.
—Créame, usted no quiere verlo —ella continuó forcejeando—. No lo haga, por
favor.
Edith se echó hacia atrás, evitando su cara. Fischer se sentó en silencio, escu-
chándola llorar.
Ella le rogó abruptamente. —Salgamos de aquí.
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Él no se movió.
—¿Qué le pasa?
—Yo no me voy.
Edith no entendió.
—Voy a volver adentro.
—¿Adentro? —dijo consternada—. ¿Todavía no sabe como es allí adentro?
—Tengo que...
—¡¿DE VERAS NO SABE COMO ES?! —le cortó—. ¡Mató a mi marido! ¡Mató a Flo-
rence Tanner! ¡Me habría matado a mí también si usted no hubiera regresado!
¡Nadie tiene una oportunidad allí dentro! ¿Sabe? ¡NADIE!
Fischer no le discutió.
—¿No son suficientes dos muertes? ¿Tiene que morir usted también?
—No pienso morir.
Ella agarró firmemente su mano. —No me deje, por favor.
—Tengo que volver.
—No.
—Tengo que hacerlo.
—¡Por favor, no lo haga!
—Edith, escúcheme...
—¡NO! ¡Usted no escucha! —sollozó implorando—. ¡No existe ninguna razón para
regresar adentro!
—Edith —Fischer llevó su mano hacia él y esperó a que su llanto menguara.
—Escúcheme ahora.
Ella negó con la cabeza; ojos cerrados.
—Tengo que volver. Se lo debo a Florence; se lo debo a su marido.
—Ellos no querrían eso...
—YO quiero —interrumpió Fischer—. NECESITO volver. Si abandono la Casa del
Infierno ahora, todo lo que me quedaría por hacer es arrastrarme hasta mi tumba
y morir. No he hecho una sola maldita cosa en toda la semana; mientras Florence
y su marido estaban haciendo todo el trabajo, yo no...
—¡Sin embargo, no lo solucionaron! ¡Porque no hay forma de solucionarlo!
—Tal vez no —hizo una pausa—; pero aún así voy a hacer mi intento.
Edith lo miró unos segundos, silenciada por su apariencia.
—Voy a hacer un intento —repitió él.
Guardaron silencio. Finalmente, Fischer le preguntó: —¿Sabe conducir?
Él vio una delatora llamarada de esperanza en su expresión. —No —dijo ella.
Fischer sonrió amablemente. —Oh sí, usted sabe; no puede engañarme.
La barbilla de Edith bajó bruscamente.
—Usted va a morir —dijo quedamente—. Como Lionel; como Tanner.
Fischer aspiró un profundo aliento.
—Entonces, que así sea —dijo, y salió del auto.
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Nada más. Fischer desconectó la grabadora. Cero, pensó. Venir a la carga como
Don Quijote. Necesitaba una aspirina.
Se levantó. No abandonaría la casa hasta que algo ocurriera. No hasta que en-
contrara alguna pista. Se dispuso a pasear otra vez. Y continuaría buscando en
todos los rincones, hasta que apareciera esa minúscula hilacha de iluminación; la
casa podrá estar limpia, pero algo se esconde. Algo lo suficientemente poderoso
como para asesinar.
Carnada viva. Eso es. Al deambular por la gran sala, comenzó a hacerse accesi-
ble. No parecía peligroso hacerlo ahora. Tampoco necesario. Sin embargo, tenia
que hacer algo. Cuidadosamente.
Apenas había dejado caer la última de sus defensas cuándo algo lo empujó. Cru-
zaba hacia el vestíbulo de entrada, y el empellón inesperado casi lo hizo caer.
Tambaleándose hacia un lado, cruzó los brazos automáticamente sobre su cabe-
za, esperando el segundo golpe.
No hubo más. Fischer miró alrededor, ceñudo. Debía volver a abrirse: al fin, algo
tangible; excepto que lo había tomado por sorpresa. Ya no se atrevería a expo-
nerse de la forma en que lo hizo ayer.
Se movió vacilante, rastreando una inusual presencia vigilándolo. Fischer no po-
día decirlo con certeza, pero esa entidad destilaba apremio y determinación.
Enfurecido en su debilidad, se hizo accesible.
Inmediatamente algo lo agarró firmemente de su brazo y lo condujo hacia el co-
rredor. Fischer cruzó sus brazos en un acto reflejo, autoprotegiendo su plexo so-
lar. Tuvo que volver a blindarse como una ostra.
Lo intentaría de nuevo, pero esta vez dilatando la ventana de su clarividencia lo
suficiente como para observar a la presencia en el acto de empujarlo.
Otra vez fue espoleado hacia el corredor.
La fuerza enganchó su brazo izquierdo en asa y le sujetó la mano conduciéndolo
por el pasillo, en un reconocible gesto de acompañamiento femenino. Fischer no
se resistió, asombrado por la ausencia de fetidez en la entidad; es más, olía a flo-
res frescas. No era sombría o destructiva; difundía calidez. Si cerraba los ojos,
podría jurar que era una tía joven apurándolo a la cocina para tomar la merienda:
chocolate con galletitas. Fischer casi se sintió obligado a sonreír frente a esa per-
cepción. Era definitivamente un impulso insistente, demandante y completamente
falto de amenaza.
Florence.
Una flecha de luz le atravesó el cerebro de oreja a oreja.
—¡Florence! —saludó Fischer, con sus ojos húmedos. Una ráfaga de júbilo lo
inundó; Florence estaba a su lado, guiándolo hacia la capilla.
Se aproximó sobre la pesada puerta y la empujó.
El ambiente allí dentro estaba opresivamente quieto. Fischer miró alrededor. El
perfume floral se había extinguido.
«El altar.»
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Las palabras brillaron en su mente tan claro como si las hubiera oído en voz alta.
Caminó por el atrio rápidamente, reparando por primera vez en el cadáver del
gato; luego, pasó el crucifijo caído. Alcanzó el altar y miró la Biblia abierta.
La vetusta página de testimonios encabezada por la palabra NACIMIENTOS.
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Por más de media hora Fischer había permanecido encorvado en la esquina del
asiento del Cadillac; blanco como la nieve, dientes castañeteando, brazos cruza-
dos a través del estómago. Sus ojos parpadeaban infrecuentemente, casi una vez
por minuto, deteniendo su mirada al frente. Su constante tiritar desalojaba la fra-
zada de sus hombros; Edith había tenido que arroparlo repetidamente. De todos
modos, Fischer no había respondido a ninguna de sus atenciones. Ella podría
haber sido invisible para él.
Ella también había quedado exhausta; le había costado lo indecible evitar que se
sumergiera en la laguna.
Aunque el forcejeo lo había hecho progresivamente más débil, su obvia intención
de ahogarse había persistido, insondable. Tironeando de sus ropas, aferrándosele
de sus manos, cuello, cabello, y por fin, abofeteándolo, Edith pudo frustrar sus
esfuerzos una y otra vez. Para cuando la lucha finalmente hubo acabado, ella
había quedado tan mojada y temblorosa como él.
Edith miró el tablero, verificando el indicador de combustible. Había estado en-
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—No es extraño que el secreto nunca fuera solucionado. No hay nada parecido a
esto en toda la historia de las casas estigmatizadas. Imagine un titiritero solitario
en su consola, dotado de un temperamento tan histriónico y hábil, que es capaz
de interpretar a todos los personajes de su farsa.
Edith lo escuchaba.
Eso es Emeric Belasco: una entidad que puede fabricar la compleja ilusión de que
docenas de entidades deambulan por la casa; un ente tan poderoso capaz de ma-
nipular un amplio rango de efectos químicos, físicos y mentales, pervirtiendo y
engañando la percepción de todos los clarividentes y científicos que se atrevieron
a entrar aquí.
Edith apagó el motor; el auto se ponía frío. Deberíamos estar llegando a la ciu-
dad, pensó; pero sentada en la oscuridad, atontada y sometida, escuchó la voz
de Fischer canturreando su explicación.
—Pienso que supo, ni bien entramos, que debía concentrar todas sus fuerzas en
Florence. Sabía que era nuestro eslabón más débil; no en el sentido de carecer de
fuerza, sino porque ella era la más vulnerable emocionalmente.
—Cuando tuvimos la primera sesión la noche del lunes, él debió haber alimentado
sus impresiones más diversas, buscando una que provocara una respuesta en
ella. Así creó al joven que engañó su mente; el joven que Florence identificó co-
mo Daniel Belasco.
—Al mismo tiempo, para usarla en contra de su marido, Belasco la indujo a mani-
festar fenómenos físicos. Sirvió para un propósito múltiple. Verificó las creencias
de su marido. Fue el primer golpe para la autoestima de Florence; Ella sabía que
era simplemente una médium mental, y si bien trató de autoconvencerse que era
la voluntad de Dios, ese hecho siempre la preocupó. Sabía que algo estaba mal.
Ambos lo sabíamos.
—Y como tercer efecto, le impidió a su marido meter a otro clarividente en la casa
después de que me rehusase a sesionar para él.
Fischer bajó la mirada.
—De esta manera, Belasco pudo mantener al grupo en un número manejable.
—Entonces —continuó—, comenzó a estimular la creciente situación de hostilidad
entre Florence y su marido.
Apenas entramos a la casa, supo que ambos disentían en sus creencias y se dedi-
có a aprovechar el inconsciente resentimiento de Florence; ella se sentía ofendida
con su marido desde el reconocimiento físico en el gabinete, y cualquier insinua-
ción de que ella fuera capaz de cometer fraude la habían hecho enojar. Belasco
usó eso a su favor, causando el ataque poltergeist en el comedor, robando una
cierta cantidad de poder psíquico a Florence, pero en su mayor parte, la fuerza
desplegada era la de él. En esa ocasión, le sirvió para debilitar a Florence y
hacerle dudar de sus propias motivaciones; luego, aumentó la animosidad entre
ella y su marido, legitimando sus convicciones científicas; y de paso, lo lastimó en
el pulgar, asustándolo un poco.
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—Lionel no estaba asustado —replicó Edith, con una voz carente de convicción.
—Luego siguió trabajando en Florence —continuó Fischer, como si ella no hubiera
hablado—, agotándola física y mentalmente: los mordiscos y el ataque del gato
hicieron lo suyo. Y cuando su confianza no pudo caer más bajo debido a los di-
chos de su marido, Belasco la indujo a encontrar el cadáver tras la pared de la
bodega, escenificando una aparente resistencia para hacerlo más convincente.
—Así fue como ella se persuadió de que Daniel Belasco deambulaba por la casa.
Además, para garantizar esta convicción, Belasco la condujo a la laguna durante
un sueño para dejar que “Daniel” la rescatara, dándole también una fugaz visión
de sí mismo escapando furtivamente de la escena. Más tarde, después de con-
tarme el episodio, me dijo que había llegado a la conclusión de que Belasco con-
trolaba a cada entidad prisionera en esta casa como si fuera un general.
—¡Pobrecita, estuvo tan cerca! Incluso engañada a cada paso del camino, tuvo la
solución frente a sus narices. Por eso estaba tan confiada; en toda su argumenta-
ción, sólo existió una fina pared entre ella y la verdad que ahora conocemos.
—¡Si tan sólo la hubiera ayudado un poco! Ella podría haberlo visto, podría estar
aquí y ...
Fischer se detuvo bruscamente. Por mucho tiempo se quedó con la mirada fija a
través de la ventanilla. Finalmente siguió.
—Fue cuestión de aprovechar la oportunidad —dijo él—. Belasco ha debido intuir
que, tarde o temprano, Florence llegaría a la respuesta correcta. Así es que se
concentró en ella aun más, usando los recuerdos sobre la muerte de su hermano
y vinculándolos a su obsesión por Daniel Belasco.
Así, la pena de su hermano se convirtió en la pena de Daniel, y la necesidad de su
hermano —Fischer apretó los dientes— se convirtió en la de Daniel.
La expresión en la cara de Fischer era de odio.
—Entonces, le dio el golpe final dejándola entrar en la capilla; le mostró la certifi-
cación del nacimiento de su hijo escrito en la Biblia del altar. Belasco sabía que
ella creería en eso, porque era exactamente lo que ella buscaba. Ya no le queda-
ban dudas a la pobre Florence; había existido un Daniel Belasco, y su espíritu en-
cadenado necesitaba de su ayuda. Combinando los hechos de la existencia de su
hijo con el pesar por la muerte de su hermano, Belasco terminó por convencerla.
Edith se sobresaltó cuando, inesperadamente, Fischer golpeó el borde de la guan-
tera con un puño.
—¡Y pensar que yo percibí la clase de “ayuda” que le estaba pidiendo! ¡Lo supe
aquí dentro! ¡Maldito idiota! —volteó su cara hacia ella—; y la dejé ir, sin acom-
pañarla. ¡La dejé hacer lo que nunca debió haber hecho: destruirse!
—Desde ese momento, la perdí —siguió hablando amargamente—. No había for-
ma de sacarla de la casa; fui un tonto al pensar que podría. Ya se había converti-
do en... una muñeca, un títere. Un juguete para divertirse torturándola —le bri-
llaban los ojos—. Y yo me quedé ahí sentado, mientras su marido nos explicaba
su teoría, sabiendo que estaba poseída, sabiendo que Belasco escuchaba los de-
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Tuvo que hacerlo finalmente. Entró, cerró la puerta y apoyó su espalda sobre ella,
mirando hacia la escalera.
Sintió como si hubiera estado en esta casa en alguna otra vida. El último lunes le
pareció tan distante en su mente como la época de las Pirámides. Ahora que Lio-
nel se había ido, ya nada parecía tener mucha importancia. Esa había sido una
buena razón para volver a entrar allí.
Se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de recibir el verdadero impacto de la
muerte de su esposo; probablemente, cuando volviera a ver el cuerpo, lo sabría.
Siguió con la mirada fija en los escalones. ¿Había sido ayer cuando ella bajó esas
escaleras para exhibirse frente a Fischer? Tembló. Qué presa tan fácil había sido
para Belasco.
Recordó cuando examinó a Florence en el gabinete. Había sido Belasco quien la
observaba detrás de ella, tomando nota de su vergüenza.
Belasco le había mostrado las fotos, le había hecho beber el coñac, había usado
en su contra su miedo a poseer tendencias homosexuales y le había provocado un
contradeseo irreflexivo hacia Fischer; se sobresaltó haciendo memoria. Qué débil,
con qué facilidad me había manipulado.
Se obligó a rechazar esa idea. Cada pensamiento acerca de Belasco era un insulto
a la memoria de Lionel. Ahora sentía pesar de haber regresado, para descubrir
que su marido había estado equivocado en todo lo que había dicho y hecho.
Hizo un mohín de culpabilidad. ¿Cómo puede ser que todo su esfuerzo y trabajo
no hayan significado nada?
Sintió un súbito impulso de cólera hacia Fischer por destruir su fe en Lionel. ¿Qué
derecho tenía para hacer eso?
Una prisa de repentina angustia le hizo precipitarse a través del vestíbulo de en-
trada. Subiendo las escaleras, cruzó el pasillo. Las dos valijas estaban fuera de su
cuarto. Miró alrededor, y oyó sonidos en el cuarto de Fischer; corrió hacia allá.
Cuando Fischer la vio entrar la increpó: —Le dije que...
—Sé muy bien lo que me dijo —interrumpió Edith—. Sólo quiero que me diga por
qué está tan seguro de que mi marido estaba equivocado.
—No lo estoy.
El ímpetu de su cólera se refrenó. Ella comenzaba a hablar otra vez, pero sólo
atinó a preguntar: —¿Qué?
—Lo que dije es que su marido pudo haber tenido razón a medias.
—¿Cómo es eso?
—¿Edith, no recuerda lo que le dijo Florence a su marido?
—¿Qué cosa?
—Ella dijo «¿No puede ver que ambos podemos estar en lo correcto?»
—No le entiendo.
—Florence, como cualquier otro clarividente, podía percibir presencias; y su espo-
so sabía que esta casa estaba saturada de radiación electromagnética; si el poder
de Belasco estaba basado en esa radiación, me pregunto si no fue debilitado por
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el Reversor.
—¿Por qué se permitiría ser debilitado? No tiene sentido, Ben. Especialmente
cuando tuvo la posibilidad de destrozar la máquina.
Ansiosa por restaurar la validez del trabajo de Lionel, continuó:
—Pero ahora que lo pienso, tal vez esté debilitado. Usted dijo que lo atrapó en la
capilla. ¿Si todavía es poderoso, por qué tuvo que hacer eso? ¿Por qué no lo ata-
có en cualquier otra parte?
Fischer no podía convencerse. Algo no encajaba. Comenzó a caminar con pasos
largos y despaciosos.
—Creo que podría explicar por qué me llevó engañado a la capilla —dijo él.
—Cuando salió después de que el Reversor lo había debilitado, gastó la mayor
parte de su energía restante para destruir a su marido y atacarla a usted —se in-
terrumpió coléricamente—. No. No tiene sentido. Si el Reversor hubiera funciona-
do, se habría disipado todo su poder, no una parte.
—Tal vez su poder sea demasiado grande para ser disipado por el Reversor.
—Lo dudo —dijo él—. Además no explica por qué permitió funcionar al Reversor
cuando tuvo la chance de destruirlo.
—Pero Lionel creía en el Reversor —persistió Edith—. ¿Si Belasco lo hubiera des-
truido antes de ser encendido, eso no significaría admitir que sabía que Lionel es-
taba en lo correcto?
Fischer estudió su cara. Algo lo acosaba desde adentro, algo que tenía el mismo
exultante sentido de verosimilitud que había sentido cuándo Florence le había
comentado su teoría sobre Belasco.
Viendo su expresión, Edith se desesperó por convencerlo de que Lionel había te-
nido razón, aunque sea en parte.
—¿No sería más satisfactorio para alguien como Belasco dejar a Lionel encender
el Reversor, para luego tener la satisfacción de destruirlo? En el momento de mo-
rir, Lionel debió haber creído que estaba equivocado. ¿No era eso lo que buscaba
Belasco? —dijo Edith, esperanzada.
La mente de Fischer luchó para ensamblar los pedazos. El sentimiento aumentaba
firmemente.
¿Pudo Belasco arriesgarse a ser exterminado o debilitado sólo para ver la cara de
frustración de Barrett?
Sólo un ególatra podría ser capaz de...
Un gemido visceral lo estremeció de pies a cabeza.
—¿Qué? —preguntó Edith alarmada.
—El ego —dijo él.
Señaló con el dedo a Edith sin darse cuenta. —El ego —repitió.
—¿Qué significa?
—Usted está en lo correcto; no habría sido satisfactorio para él de cualquier otra
forma. Simplemente, dejó a su marido encender el Reversor, para disipar aparen-
temente su poder; y cuándo su marido se encontraba en la cumbre de su satis-
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facción, lo... —se detuvo, mirándola de reojo—. Sí. Sólo de esa forma podría sa-
tisfacer su ego.
—De la misma manera tuvo que hacérselo saber a Florence antes de matarla. Su
grandísimo ego. También debe haberse mostrado frente a su esposo. Su ego. Él
se dejó ver por usted en el teatro. El ego. Tuvo que dejarme saber a mi también.
Su ego. No fue suficiente para él enfrentarnos a nuestra propia destrucción; tam-
bién tuvo que decirnos, en el momento culminante de nuestra máxima impoten-
cia, que había sido él y sólo él. Pero cuando llegó mi turno, la mayor parte de su
poder se había disipado; todo lo que pudo hacer fue engañar mi voluntad para
obligarme al suicidio.
Fischer se sentía repentinamente excitado. —¿Qué tal si ahora está tan débil que
no puede salir de la capilla?
—Pero usted dijo que Belasco lo hizo ir hacia allá —dijo Edith.
—¿Qué tal si no fue él? ¿Qué tal si fue Florence? ¿Qué tal si ella supo que estaba
atrapado allí dentro?
—¿Porqué Florence lo conduciría directamente a su destrucción? —preguntó Edith.
Fischer se afligió. Había percibido a Florence tan claramente que desechó esa
idea.
—No, ella no lo haría. ¿Por qué me arrastró hasta la capilla, entonces? Tenía que
haber una razón.
Recobró su aliento. —El salmo en la Biblia.
Un estertor de premura burbujeó en su pecho. Un latido que no había experimen-
tado desde que era niño, pulsando con fuerza dentro de él, llorando por liberarse.
—Si tu mirada es perversa, arráncate los ojos...
Se paseó como un león enjaulado, de un lado al otro, sintiéndose cerca del borde
del precipicio, la niebla a punto de dividirse delante de él, la verdad a punto de
aparecer.
—Si tu mirada es perversa, arráncate los ojos —repitió.
¿Qué más había ocurrido en la capilla? El empapelado roto. ¿Eso Que significaba?
El medallón hecho añicos, como una punta de flecha señalando el altar. Y, en el
altar, la Biblia abierta.
—Dios mío —su voz temblaba, ansioso; estaba cerca.
Si tu mirada es perversa, arráncate los ojos... El ego de Belasco.
Se detuvo, sus sentidos interiores ardían conscientes. Estaba en la recta final.
—Algo. Algo. Si tu mirada...
—¡La grabación! —chilló.
Se zambulló en el corredor. Edith corrió tras él, y cuando ella llegó a las escale-
ras, él ya estaba a medio camino, brincando los escalones a pasos desmesurados.
Edith descendió tan rápido como pudo y atravesó el vestíbulo tras él, desconcer-
tada.
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Un gigante se aproximaba.
Edith empezó a lloriquear, tironeando constantemente de la mano de Fischer. El
ruido de pasos era casi ensordecedor.
Ella trató de tapar sus oídos pero consiguió levantar sólo un brazo. La capilla pa-
recía latir con el sonido de cada uno de esos titánicos pasos acercándose. Edith se
sacudía frenéticamente, chillando de pánico. Vamos a morir, pensó.
¡VAMOS A MORIR! —gritó en una súbita y violenta explosión de terror que llenó el
recinto. Cerró sus ojos involuntariamente y giró la cabeza.
El silencio la obligó a reabrirlos.
Sofocándose, Fischer la sujetó de los hombros.
—No tema, Edith —su voz estaba tensa con excitación—. Éste es un momento
muy especial. Nadie más que nosotros ha visto esto jamás; no a menos que es-
tuvieran a punto de morir, por supuesto. Fíjese bien, Edith —se apartó un poco:
—Señora Barrett, le presento a Emeric Belasco, “El Gigante Rugiente”.
Las pupilas de Edith se dilataron. Lentamente, levantó la cabeza y contempló la
figura.
Belasco era enorme; vestido completamente de negro, descarnado y pálido; su
rostro estaba enmarcado por una barba azabache.
Sus dientes carnívoros y amarillos, dejaban al descubierto una mueca abierta y
salvaje; sus penetrantes ojos verdes resplandecían con una luz interior. Edith
nunca había visto rasgos tan perversos en su vida.
Muy profundo dentro de sí misma, girando en un remolino de terror, su mente se
preguntó por qué no estaban siendo masacrados en este preciso momento.
—Explíqueme algo, Belasco —le espetó insolentemente Fischer.
Edith no supo si sentir tranquilidad o terror al escuchar el tono insultante y desca-
rado en la voz de Fischer.
—¿Por qué no salió nunca de esta casa? ¿Por qué siempre «despreció la luz del
sol», como dijo alguna vez? ¿No le importaba? ¿O fue porque prefería esconderse
en las sombras?
La figura avanzó hacia ellos. Edith se soltó y se echó hacia atrás rápidamente,
horrorizada al ver a Fischer adelantarse.
—Usted camina trabajosamente ¿Verdad, Belasco? —escupió Fischer—. Cada pa-
so, cada movimiento que hace implica un costo de energía ¿No es cierto?
—¿NO ES CIERTO, BELASCO? —gritó abruptamente, feroz.
La boca de Edith se abrió grande, involuntariamente.
Belasco se había quedado quieto. Sus rasgos estaban ardiendo con una furia roja;
pero parecía, en cierta forma, una furia de frustración.
—Mírese los labios, Belasco —dijo Fischer, dando un paso adelante—. La presión
espástica los mantiene unidos. Mírese esas ridículas manos; la tensión espástica
las mantiene sujetas en sus costados.
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—¿Qué pasa con usted, Belasco? —su voz se regodeaba, burlona—. ¿No será que
es un triste fraude?
—¡EL GIGANTE RUGIENTE! —gritó en su cara—. ¿Usted? ¡JA! ¡ME CAGO EN
USTED! ¡ME CAGO EN EL GIGANTE RUGIENTE!
Su cacareo burlón reverberó en toda la capilla.
—¡¿Usted, un artista?! ¡PERO SI USTED NO ES MÁS QUE UN FENÓMENO DE
CIRCO, UN PEQUEÑO BASTARDO SERRUCHADO A LA MITAD!
Belasco reculó lentamente. Se estaba retirando.
Edith se frotó una manga frente a sus húmedos ojos. Recuperando el color en sus
mejillas, no podía creer lo que veía.
Belasco parecía hacerse más pequeño.
—Oh, ¿Te vas tan pronto, Evil Emeric? —dijo Fischer, con un rictus de animosa
crueldad flotando en su cara.
—¡NO TE VAYAS, PEQUEÑO BASTARDO CHISTOSO!
Fischer se galvanizó súbitamente cuando un gruñido de angustiada furia explotó
en los labios de la sombría y menguante figura que se alejaba. Por un momento,
no pudo reaccionar; luego, la cruel sonrisa regresó a su jadeante rostro.
—Oh, no —dijo, chasqueando los dientes y negando con la cabeza—. No. ¡No pu-
dieron serrucharte tanto! !No puedes ser tan pequeño!
—¡Hey, bastardo! —la figura seguía yéndose—. ¿Te molesta que te llame bastar-
do? ¡No te enojes, bastardo!
—Oh, Belasco. ¡Qué mierda de criatura eres; ni siquiera pareces un fantasma!
—Nunca fuiste un genio, Evil Emeric; sólo fuiste una sombra de hombre, un per-
vertido y un sádico y un BASTARDO. ¡Un pequeño bastardo al que le serrucharon
las piernas!
—¡HEY, BELASCO! —aulló—. ¡Tu madre fue una puta reventada, una mujerzuela,
una sucia perra! ¿ME OYES, EMERIC? ¡Eres un chistoso y deforme malnacido, un
hijo de puta del infierno! ¿Me oyes, Evil Emeric? ¡Un bastardo, bastardo,
BASTARDO, BASTARDO...!
Un horrendo y centrífugo alarido envolvió el aire de la capilla. Edith llevó sus ma-
nos a los oídos instintivamente y cerró los ojos. Fischer se detuvo, extenuado y
con sus sienes a punto de estallar; sus rasgos exaltados por la furia fueron
amenguándose lentamente.
Miró a Edith. Ella mantenía la mirada sobre la figura nebulosa que se desdibujaba
detrás del altar, acobardada y vencida. En ese instante, le pareció oír la voz de
Florence en su mente, susurrándole quedamente:
Sólo el amor verdadero puede alejar todos tu miedos.
Y repentinamente a pesar de todo, Fischer sintió una enfermiza piedad por la pre-
sencia que se desvanecía frente a sus ojos.
—Que Dios se apiade de tu alma, Belasco —soltó.
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morir oculto aquí dentro. O era el Gigante Rugiente o no era nada. De todos mo-
dos, nunca hubo suficiente estatura espiritual dentro de él para compensar sus
bajezas o su bastardía.
Abruptamente miró alrededor. Tiró al suelo la pierna de madera, se acercó a una
de las paredes y puso una mano contra la pared.
—Pero que taimado... —dijo.
—¿A qué se refiere?
—Tal vez sí fue un genio, después de todo —dijo Fischer.
Se paseó alrededor de la cámara, tocando todas las paredes, examinando el cielo
raso y la puerta.
¿Qué encontró, Ben?
—Creo que el misterio final ha sido resuelto —dijo—. Parece que su poder no era
tan grande como para resistir el pulso electromagnético del Reversor —el tono de
su voz sonaba casi impresionado—. Hace más de cuarenta años, el muy misera-
ble ya tenía el conocimiento de que existía una correlación entre la radiación elec-
tromagnética y la supervivencia después de la muerte.
—Échele un vistazo a las paredes, la puerta y el techo; están forrados con una
gruesa capa de plomo.
9:12 P.M.
Los dos bajaron lentamente las escaleras; Edith llevaba su valija y Fischer aca-
rreaba la maleta de Barrett y su bolso.
—¿Cómo se siente? —preguntó ella.
—¿Qué cosa?
—Ser el conquistador de la Casa del Infierno.
—Yo no la conquisté —dijo él—; fuimos todos nosotros.
Edith intentó no sonreír. Sabía que eso era cierto, pero quería que él lo dijera.
—Los esfuerzos de su marido debilitaron el poder de Belasco. Los esfuerzos de
Florence nos condujeron a la respuesta final. Yo simplemente armé el rompeca-
bezas, eso es todo; pero eso habría sido imposible si usted no hubiera salvado mi
vida.
—Supongo que tuvo que ser de esta manera —continuó—. La ciencia de su mari-
do ayudó, excepto que no fue suficiente por sí misma; la espiritualidad de Floren-
ce también sirvió, pero no alcanzó a completar la solución. Faltaba un elemento
más: mi deseo de enfrentar a Belasco en su propio territorio y en sus términos.
Todos esos factores y su inestimable presencia, Edith, derrotaron a Hell House.
Chasqueó los dientes. —Ahora que lo pienso, sospecho que Belasco pudo haberse
dejado vencer, aunque sea como parte de este juego macabro. Después de todo,
había estado esperando más de treinta años para tener nuevos invitados.
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Tal vez estaba tan ansioso por utilizar su poder otra vez que se extralimitó, y co-
metió los primeros errores durante su permanencia en esta casa.
Se detuvieron en la puerta y giraron para contemplar la casa. Por un buen rato
permanecieron en silencio. Edith se preguntó como sería regresar a Manhattan y
a una vida sin Lionel. Por el momento no podía visualizar eso, pero sintió unos
bríos de inexplicable paz recorriéndole el cuerpo. Llevaba en su valija los restos
del manuscrito.
Más tarde se ocuparía de publicarlo; quizás algunas personas interesadas en este
campo científico puedan aprender algo sobre lo que Lionel consiguió aquí. Des-
pués, ya tendría tiempo de preocuparse por sí misma.
Fischer miró alrededor, preguntándose que le depararía el futuro. Pero sea lo que
fuere, ya no tendría importancia; ahora se sentía capaz de enfrentar cualquier
cosa. Resultaba irónico que en esta misma casa, donde alguna vez había perdido
la confianza es sí mismo, la hubiera recuperado, sintiendo una agitación restaura-
tiva de amor propio.
Extendió por última vez su red de supraconciencia sobre los alrededores.
Por unos instantes, cerró los ojos. Luego se volvió y le sonrió a Edith.
—Ella ya no está aquí —le dijo—. Florence sólo se quedó el tiempo suficiente para
ayudarnos.
Fischer abrió la puerta. Luego, sin decir una palabra, salieron y se adentraron en
la niebla. Mientras caminaban, masculló algo.
—¿Qué? —preguntó Edith.
—Feliz Navidad —repitió suavemente Benjamin Franklin Fischer.
[ FIN \
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