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Cierta noche me quedé despierto pensando en los problemas del día. Durante toda
la semana había ido a verme mucha gente a mi despacho, gente maravillosa,
algunos agobiados de tristeza y angustia; otros que aprendían el arrepentimiento a
través de las penurias de la vida; y otros frustrados por problemas en su
matrimonio, por sus aberraciones morales, por sus dificultades económicas y por
sus deficiencias espirituales.
Estas personas eran básicamente buenas; pero al transitar por la vida, se les había
hecho difícil permanecer en el camino principal y se habían desviado por otros
senderos; habían olvidado los convenios y habían pospuesto el cumplimiento de sus
buenas resoluciones.
“La historia de la cuña de hierro comenzó hace muchos años cuando el granjero
canoso era niño aún y ayudaba a su padre. Hacía poco que se habían llevado el
aserradero del valle y los colonizadores aún encontraban herramientas y piezas
raras de equipo por donde caminaban...
“En una ocasión, él había encontrado una cuña de leñador ancha, plana y pesada,
de más de treinta centímetros de largo y achatada por los muchos martillazos. El
sendero que venía del prado no pasaba por la leñera y como ya estaba atrasado
para la cena, el muchacho dejó la cuña... entre las ramas del joven nogal que su
padre había plantado cerca del portón de entrada. Después de comer, o alguna vez
que pasara por allí, la llevaría a la leñera.
“Realmente era su intención hacerlo, pero nunca lo hizo. Estaba todavía allí entre
las ramas, un poco apretada, cuando el jovencito llegó a ser hombre. Seguía allí,
firmemente agarrada, cuando se casó y empezó a ocuparse del trabajo de la granja.
Sólo se podía ver la mitad de ella el día en que los segadores comieron debajo del
árbol... Ya totalmente cubierta y oculta, la cuña aún estaba en el árbol aquel
invierno cuando llegó la tormenta de hielo.
‘Habría dado mil dólares porque no hubiera sucedido esto’, dijo. Era el árbol más
bonito de todo el valle.’
“De repente, sus ojos vieron algo en la ruina que yacía a sus pies.
‘La cuña’, dijo con tristeza y reproche. ‘La cuña que me encontré en el prado.’ Con
una sola mirada pudo saber por qué se había caído el árbol. La cuña había evitado
que las fibras de la madera pudieran volver a unirse en la forma debida.”
“Sé que es malo, pero me tiene agarrado como un pulpo. Algún día lo conquistaré”.
Sí, ¡algún día! Pero los días se hicieron años; el cabello se le volvió más fino, el
rostro se le puso amarillento; y finalmente empezó a tener tos, una tosecita seca.
Nos preocupaba a quienes apreciábamos sus buenas cualidades, pero no podíamos
hacer nada.
Me mudé al estado de Utah y por algunos años no lo vi. El tiempo pasó y los años
empezaron a acumularse. Un día estaba en Phoenix, Arizona, cumpliendo con una
asignación, cuando un amigo mutuo, conociendo mi afecto por Juan, me dijo:
“¿Sabías que está en el hospital muriendo de cáncer del pulmón?” Dejé todo y me
fui rápido al hospital. Allí estaba sobre la cama, agonizando. Me dio gusto que me
reconociera aun cuando fue por sólo un momento. Su sonrisa forzada se le congeló
en la cara. Su luz se apagó para siempre. Cierto que había tenido el propósito de
vencer el hábito, especialmente después que los estudios científicos habían
confirmado la revelación del Señor, pero su amo dictador no lo quiso así.
Allí había yacido con miedo, solo, encarando lo inevitable. El cáncer estaba
demasiado profundo, demasiado esparcido, demasiado atrincherado.
Temblé al ver morir a este amigo de treinta años. Podría haber vivido mucho tiempo
todavía con salud y felicidad. Al detenerme allí, con la cabeza inclinada, recordé
aquel otro árbol grande que no había podido aguantar la tormenta por causa de la
cuña olvidada, la cuña que lentamente le ocasionaba la muerte. Mañana habría
tirado sus cigarrillos, pero ese dilatador mañana, ese mañana que supuestamente
nunca llega, había llegado. Jamás fumaría otro cigarrillo; las cuñas se habían
encargado de eso. Entonces recordé las palabras de Ralph Parlett:
“La fortaleza y la lucha viajan juntas. El galardón supremo de la lucha es la
fortaleza. La vida es una batalla y el más grande de los gozos es vencer. Cuando el
hombre va en pos de las cosas fáciles, se vuelve débil…”
La cuña de la botella aún estaba allí cuando los hijos llegaron a la adolescencia. Les
resultaba difícil comprender cómo podía su padre ser un hombre de personalidad
dulce un día, y un monstruo al día siguiente. Era tan bueno cuando no estaba
embriagado. La dejadez hizo que la cuña se enterrara con más y más profundidad
en el nogal; se estaba acercando el día en que ya le sería imposible quitarla.
Pasaron los años y otra vez me encontré con él. Me pidió prestados dos dólares. De
momento no comprendí para qué le servirían los dos dólares ni cuán desesperada
podría sentirse una persona por obtener lo que compraría con dos dólares. Tenía el
cabello ya canoso, el cuerpo descuidado, los ojos turbios, la risa vacía. Sus hijos se
habían ido cada cual por su camino. Uno había muerto en una taberna; otro se
había divorciado tres veces. Un día encontré a mi viejo amigo tirado en una cuneta.
La tormenta había llegado, la cuña estaba muy enterrada. Ayer, con disciplina,
podría haber vencido a su enemigo y podría haberse encaminado hacia tronos y
exaltación, pero el ayer se volvió mañana. Al ayudarle levantarse, sentí tristeza y
recordé las cuñas, las cuñas ocultas.
“Es una vieja fábula — dijo con cansancio y sin esperanzas, moviendo sus vetustos
huesos para escribir—. Millones han seguido este camino a lo largo de las épocas,
privando a sus cónyuges, desatendiendo a sus hijos, corrompiendo vidas,
destruyendo el carácter. — Luego se quejó —: ¿Por qué no me dejan dormir? ¿Por
qué tengo que continuar anotando vidas distorsionadas, civilizaciones corruptas?
¿No aprenderá nunca el hombre?” (Taylor Caldwell, The Earth is the Lord’s, pág.
414.)
¡Ahí estaban las cuñas de botellas!, los vientos y torbellinos de las cuñas, los
árboles destruidos, los esqueletos de árboles sin ramas.
Luego me acordé de Bill. Su historia también era triste. Su comienzo había sido
prometedor, su familia era buena. La vida en su hogar era mejor que en el
promedio de los hogares, pero él estaba cansado de las restricciones.
Un día cedió a la tentación, se dejó llevar por un impulso y tuvo un contacto que lo
dejó en un mundo extraño para él, un mundo de pecado. Las enseñanzas que había
recibido lo rescataron y cayó de rodillas arrepentido. Pero la memoria del hombre
es frágil y las sensaciones y demandas de lo carnal son insistentes; con abandono
lanzó su cuña a las horcaduras de su nogal. Algún día la quitaría y la colocaría en su
debido lugar.
Bajo la presión de sus conocidos, empezó a fumar y luego a tomar, sofocando sus
inhibiciones. Con la cuña en la horcadura de su árbol, al principio se sentía
incómodo y le molestaba la conciencia, pero pronto la cauterizó. Transcurrieron
muchos meses; se acercaba al final de su servicio militar. En una de las muchas
ocasiones en que había tomado más de la cuenta, sacó del bolsillo unas monedas y
dijo jactándose: “Con estas monedas puedo comprar cualquier tipo de pecado que
se conozca”. Y sin pensarlo más, hizo su compra. Hacía mucho tiempo que había
dejado de orar. ¿Cómo podría pedir las bendiciones del Señor sobre sus hechos,
perversiones y aberraciones pecaminosas? En poco tiempo habría terminado con
este asunto de la guerra y regresaría a la vida normal. Seguramente, entonces
extirparía la cuña.
La madera había crecido alrededor de la cuña. Sólo una cirugía considerable podría
sacarla.
Luego recordé la historia del joven agricultor y del nogal, que se cayó cuando el
hombre llegó a la vejez, y nuevamente pensé: ¡Cuñas olvidadas! ¡Cuñas ocultas! Mi
corazón se entristeció, y me acordé de las palabras de Horace Greeley:
“El que no puede dominarse tampoco tendrá dominio sobre otras personas; el que
se sobrepone a sus defectos será rey”.
Recuerdo otro caso de una pareja de Texas. En sus conflictos, egoísmo y terquedad
prolongados, se había abierto entre ellos un gran abismo. Sus parientes lloraban por
ellos, sus líderes se esforzaban por ayudarles y sus hijos inocentes sufrían
frustración, rebelión y delincuencia por causa de estas dos almas de gran potencial.
El hermoso amor de dieciséis años atrás estaba tornándose rápidamente en odio; la
confianza de antaño se estaba volviendo rencor. Cada uno se empeñaba en
reformar al otro; usaban argumentos, presión, palancas y amenazas para forzar al
otro a hacer su voluntad. Mientras se peleaban y fabricaban veneno en sus
incriminaciones y recriminaciones, se marchitaban, se arrugaban, se rebajaban. El
que antes había sido un gran caballero se tornó en un antagonista pendenciero; la
que antes había sido una hermosa dama se convirtió en una fiera. Dos personas
egoístas degeneraron hasta llegar a ser pigmeos arrugados. Sus cuñas habían
estado mucho tiempo en el árbol. Algún día él la conquistaría; algún día ella
ganaría, justificando su posición. Sí, mañana corregirían sus errores, vencerían su
orgullo, neutralizarían su egoísmo y sacarían la cuña, pero ésta ya estaba
incrustada fuertemente en la horcadura.
¡Oh cuán ciego es el hombre egoísta y egocéntrico, con sus feas cuñas! Estas
personas quizás nunca reciban su “carroza de luz”, según lo expresó Ralph Waldo
Emerson:
“Cada uno se cuida para que su vecino no lo engañe. Pero llega el día en que
empieza a preocuparse de no engañar a su vecino. Entonces todo va bien. Ha
cambiado su carreta de mercado por una carroza de luz.”
“Ustedes, los que permiten que los miserables malos entendidos sigan año tras año
con la intención de aclararlos algún día; ustedes, los que mantienen con vida
lamentables riñas porque no pueden convencerse de que hoy es el momento de
sacrificar su orgullo y terminarlas; ustedes, los que se encuentran en la calle con
hombres que fueron sus amigos y no les hablan por algún motivo infantil, y sin
embargo, saben que sentirían vergüenza y remordimiento si se enteraran mañana
que uno de ellos ha fallecido; ustedes, los que dejan con hambre a su vecino, hasta
oír que se está muriendo y que piensan dar mañana al amigo la palabra de aprecio
o comprensión que tanto necesita hoy; si sólo pudieran saber y ver y sentir
repentinamente que ‘el tiempo es breve’, ¡cómo se rompería el maleficio!
Inmediatamente irían y harían aquello que quizás nunca volverían a tener la
oportunidad de hacer”.
Percy Adams Hutchison nos dio este verso en su poesía “El Cristo sin espada”
(Vicisti Galilee, primera estrofa):
Muchos deben de haber pasado por las calles angostas de Jerusalén, haberse dado
vuelta a mirar de nuevo a la persona que habían tocado y después seguido su
camino hacia sus quehaceres diarios, habiendo perdido su oportunidad.
¿Cuántos habrán escuchado la historia de cuando caminó sobre el agua, pero
estarían demasiado ocupados vendiendo pescado en el mercado o pastoreando las
ovejas para preguntar acerca de sus motivos tan importantes y profundizar en los
poderes insondables?
¿Cuántos de los que lo vieron en la cruz vieron sólo vigas, clavos, carne y sangre, y
no hicieron ningún intento de penetrar los propósitos y las razones? ¿Cómo podría
uno elegir una muerte tan ignominiosa? ¿Cómo podría controlarse a tal grado en
esos momentos de dolor tan agudo? ¿Cuáles fueron los motivos para tal
tratamiento? ¿Cuáles fueron los propósitos profundos? ¿Quién era este “autor de
eterna salvación para todos los que le obedecen” (Hebreos 5:9)?
“La cuña está allí; lo sabemos. La pusimos en ese lugar nosotros mismos, un día en
que estábamos apurados y distraídos; claro que no debería estar allí, pues está
dañando el árbol. Pero estamos ocupados y la dejamos; con el tiempo queda oculta
y se nos olvida. Los años pasan rápidamente; el invierno llega con sus tormentas y
su hielo; la vida que tanto apreciábamos cae en la pérdida irremediable del
desastre espiritual. Por años después de haberse ocultado la cuña, el árbol prospera
y no da ninguna señal de su debilidad interna. Sucede lo mismo con el pecado.
“Hay muchas casas elegantes, en calles bellas, que tienen una cuña de pecado
dentro de su elegancia. Muchos de los que caminan por las calles, con orgullo y
arrogancia por su éxito mundano, son pecadores impenitentes ante Dios. Pero la
cuña está allí y el resultado final de su obra es un árbol caído, quebrado y sin
valor.”
Que el Señor nos bendiga a todos para que podamos pronto reconocer, recordar y
extirpar todas las cuñas antes de que puedan hacer estragos en nuestra vida, lo
pido en el nombre de Jesucristo. Amén. (En Improvement Era, junio de 1966, págs.
525— 526; o Conference Report, abril de 1966, págs. 70 —75.)