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mono, ni una vaca, ni un árbol. Soy una persona. ¿Pero
qué es esto? Como todo ente, también yo me separé de la
divinidad infinita, pero no puedo confrontarme con nin-
gún animal, con ninguna planta y con ninguna piedra.
Sólo un ente mítico está por encima de los hombres.
¿Cómo se puede tener una opinión definitiva acerca de sí
mismo?
Una persona es un proceso psíquico al que no domi-
na, o sólo parcialmente. Por eso no puede dar un juicio fi-
nal de sí misma ni de su vida. Para ello tendría que saber
todo lo que la concierne, pero a lo más que llega es a figu-
rarse que lo sabe. En el fondo, uno nunca sabe cómo ha
ocurrido nada. La historia de una persona tiene un co-
mienzo, en cualquier punto del que uno se acuerda, pero
ya entonces era muy complicado. Uno no sabe adonde va
a parar la vida. Por esto el relato no tiene comienzo, y la
meta sólo se puede indicar aproximadamente.
La vida del hombre es un intento arriesgado. Sólo
cuantitativamente se le puede considerar como un fenó-
meno prodigioso. Es tan efímero, tan insuficiente, que es
un milagro que pueda existir algo y desarrollarse. Esto me
impresionó ya cuando era estudiante de medicina, y me
pareció que sería un milagro no morir prematuramente.
La vida se me ha aparecido siempre como una planta
que vive de su rizoma. Su vida propia no es perceptible, se
esconde en el rizoma. Lo que es visible sobre la tierra dura
sólo un verano. Luego se marchita. Es un fenómeno efí-
mero. Si se medita el infinito devenir y perecer de la vida
y de las culturas se recibe la impresión de la nada absolu-
ta; pero yo no he perdido nunca el sentimiento de algo que
vive y permanece bajo el eterno cambio. Lo que se ve es
la flor, y ésta perece. El rizoma permanece.
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sueños e imaginaciones. Además constituyen la materia
prima de mi trabajo científico. Fueron como de lava y de
basalto que cristaliza en piedra tallable.
Al lado de los acontecimientos internos los demás re-
cuerdos (viajes, personas y ambiente) se esfuman. La his-
toria de la época la han vivido y escrito muchos: mejor
leerles a ellos o escuchar cuando alguien la cuenta. El re-
cuerdo de los factores externos de mi vida ha desapareci-
do o se ha difuminado en su mayor parte. Sin embargo,
los encuentros con la otra realidad, el choque con el in-
consciente han marcado mi memoria de modo indeleble.
En este aspecto hubo siempre plenitud y riqueza, y todo lo
demás quedó eclipsado.
Así, pues, también los hombres se convirtieron en re-
cuerdos imborrables sólo cuando en el libro de mi destino
tenían ya sus nombres incorporados desde mucho tiempo
antes, y su conocimiento venía a ser como una revelación.
También las cosas que en la juventud o posteriormen-
te me afectaron desde lo externo y se me hicieron impor-
tantes lo fueron al quedar incorporadas a la experiencia
interna. Llegué muy pronto a la convicción de que si no se
da una respuesta y solución desde lo interno a las relacio-
nes de la vida, su significado es muy pobre. Las circuns-
tancias externas no pueden sustituir a las internas. Por eso
mi vida es pobre en acontecimientos externos. De ellos no
puedo decir gran cosa, porque lo que dijera me parecería
vacío o trivial. Sólo puedo comprenderme a partir de los
sucesos internos. Constituyen lo peculiar de mi vida, y de
ellos trata mi «autobiografía».
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