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ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ANTONIO MALO PÉ

ANTROPOLOGÍA
DE LA AFECTIVIDAD

EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A.


INSTITUTO DE CIENCIAS PARA LA FAMILIA
PAMPLONA
Título original: Antropologia dell’affettività

© 1999 del original: Armando Editore, Roma

© 2004 de la edición española: Antonio Malo Pé


Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA)
© Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España
Tfno.: +34 948 25 68 50 – Fax: +34 948 25 68 54
e-mail: eunsa@cin.es

ISBN: 84-313-2155-5
Depósito legal: NA 490-2004

Imprimatur: Vicario de Roma


Imprimatur: 7 de enero de 1999

Tratamiento: Pretexto. Estafeta, 60. Pamplona

Imprime: GraphyCems, S.L. Pol. Industrial San Miguel. Villatuerta (Navarra)

Printed in Spain – Impreso en España

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y trans-
formación, total o parcial, de esta obra sin contar con autorización escrita de los titulares del Copyright. La infracción de los dere-
chos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Artículos 270 y ss. del Código Penal).
ÍNDICE

INTRODUCCIÓN
1. LAS RAÍCES DE LA VIDA AUTÉNTICA ................................................................. 11
2. LA OPOSICIÓN ENTRE RAZÓN Y AFECTIVIDAD COMO PROBLEMA ACTUAL ........... 14
3. FINALIDAD Y LÍMITES DE ESTE ENSAYO ............................................................. 16

CAPÍTULO PRIMERO
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD:
EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO
1. LA TEORIA CARTESIANA DE LAS PASIONES ........................................................ 23
1.1. La antropología de Les passions ......................................................... 24
1.2. La reducción de la pasión a conciencia ............................................ 26
1.3. El origen corporal de la pasión ......................................................... 29
1.4. Problemas de la teoría cartesiana de la pasión ................................ 33
2. LA TEORIA CONDUCTISTA DE LA EMOCIÓN ...................................................... 37
2.1. Génesis histórica del conductismo .................................................... 38
2.2. El comportamiento operante de Skinner ........................................ 40
2.3. Emoción y refuerzo ............................................................................ 43
2.4. El autocontrol ..................................................................................... 45
2.5. Problemas de la teoría conductista ................................................... 46
3. LA CONFRONTACIÓN DE DOS ANTROPOLOGÍAS: DUALISMO CARTESIANO Y MO-
NISMO FISICALISTA .......................................................................................... 52
3.1. Dualismo cartesiano ........................................................................... 52
3.2. Monismo fisicalista ............................................................................. 53
8 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

CAPÍTULO SEGUNDO
EL PROBLEMA DEL MÉTODO
EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD
1. ¿POSIBILIDAD O IMPOSIBILIDAD DE LA EXPERIENCIA INTERNA COMO MÉTODO? . 62
1.1. Principales críticas contra la posibilidad de la experiencia inter-
na como método ................................................................................ 62
1.2. Respuestas a las críticas ...................................................................... 67
1.3. La reflexión sobre la experiencia interna como método ................ 72
2. ¿POSIBILIDAD O IMPOSIBILIDAD DE LA EXPERIENCIA EXTERNA COMO MÉTODO? 76
2.1. Principales críticas ............................................................................. 76
2.2. Respuestas a las críticas ...................................................................... 81
3. LA RELACIÓN ENTRE EXPERIENCIA INTERNA Y EXTERNA EN LA CONSTITUCIÓN
DE LA AFECTIVIDAD ........................................................................................ 85
4. LA REFLEXIÓN SOBRE LA EXPERIENCIA INTERNA: LA TENDENCIALIDAD ............. 86

CAPÍTULO TERCERO
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO
1. EL CONCEPTO PLATÓNICO DE DESEO .............................................................. 91
1.1. La trascendencia del eros ................................................................... 92
1.2. El origen de la oposición de los deseos: las partes del alma ........... 95
1.3. El placer y la felicidad ........................................................................ 96
1.4. Conclusión .......................................................................................... 99
2. EL CONCEPTO ARISTOTÉLICO DE OREXIS .......................................................... 101
2.1. ¿Unidad o pluralidad de la orexis? ..................................................... 101
2.2. Las disposiciones para la acción: pasiones y virtudes ...................... 104
2.3. Placer y felicidad ................................................................................ 109
2.4. Conclusión .......................................................................................... 113
3. LA TEORÍA TOMISTA DE LOS APETITOS ............................................................ 116
3.1. Nivel ontológico del apetito: el amor natural .................................. 117
3.2. El nivel psicológico: el apetito elícito ............................................... 122
3.3. Nivel espiritual del apetito: la afectividad espiritual ........................ 135
3.4. Elementos centrales de la teoría tomista del apetito ....................... 138

CAPÍTULO CUARTO
LA TENDENCIA HUMANA
1. LOS INSTINTOS .............................................................................................. 145
2. LAS TENDENCIAS ............................................................................................ 148
2.1. La relación de las tendencias con la realidad .................................. 149
2.2. La relación de las tendencias con el acto humano .......................... 152
ÍNDICE • 9

3. LOS FENÓMENOS AFECTIVOS ........................................................................... 156


3.1. Fenómenos afectivos ligados a la dinamización tendencial ............ 157
3.2. Fenómenos afectivos dependientes del conocimiento del yo y del
otro como poseedores de valores ...................................................... 160
3.3. Sentimientos referentes a la realidad en su dimensión óntica ....... 162
4. LA AFECTIVIDAD HUMANA COMO FONDO SOMÁTICO-PSÍQUICO-ESPIRITUAL ....... 164
5. CONCLUSIÓN ................................................................................................. 168

CAPÍTULO QUINTO
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD
1. LAS FUNCIONES DEL JUICIO RACIONAL: INTERPRETACIÓN, VALORACIÓN Y REC-
TIFICACIÓN .................................................................................................... 176
1.1. La interpretación de la afectividad ................................................... 177
1.2. La valoración de la afectividad .......................................................... 178
1.3. La rectificación ................................................................................... 181
2. LA VOLUNTAD: TENDENCIALIDAD Y LIBERTAD .................................................. 183
2.1. La inclinación natural de la voluntad: la voluntas ut natura ............ 183
2.2. La volición libre: el papel de la voluntas ut ratio ............................... 185
3. LA INTENCIONALIDAD DEL ACTO HUMANO ...................................................... 187
3.1. La intención del fin: el consejo, el consentimiento y la elección ... 187
3.2. La posesión del fin: el mandato, el uso y la fruición ....................... 198
4. CONCLUSIÓN ................................................................................................. 203

CAPÍTULO SEXTO
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL
1. LA REFLEXIÓN DEL ACTO EN LA TENDENCIALIDAD HUMANA ............................. 208
2. LA REFLEXIÓN DEL ACTO EN LA PERSONA: LA FELICIDAD ................................. 209
2.1. El amor como fundamento de la felicidad ....................................... 210
2.2. La diferencia entre los sentimientos y la felicidad ........................... 213
3. EL HÁBITO COMO REFLEJO DEL ACTO: VIRTUD VERSUS TÉCNICA ........................ 214
4. LA DONACIÓN COMO FUNDAMENTO DE LA VERDAD DE LA PERSONA ................. 218
4.1. La donación como finalidad de la autoposesión ............................. 219
4.2. Diversos tipos de donación ................................................................ 220
5. CONCLUSIÓN ................................................................................................. 227

BALANCE CONCLUSIVO ........................................................................................ 229


BIBLIOGRAFÍA ..................................................................................................... 233
INTRODUCCIÓN

S i bien el tema de la afectividad ocupa desde hace tiempo buena parte


de nuestra investigación, hasta este momento no lo habíamos tratado
de forma sistemática. En parte, por la complejidad del mismo; en parte
también, por la falta de un método adecuado. La reciente publicación de
una variada gama de ensayos sobre la afectividad –sobre todo, en los Esta-
dos Unidos y en Europa 1–, así como el éxito editorial de una novela
como Donde el corazón te lleve, nos han indicado un modo posible de aco-
meter tal empresa. En efecto, tras la lectura de estos libros se entiende
que el mundo de las emociones, aunque puede ser enfocado desde dife-
rentes perspectivas (las más corrientes son la psicológica, la neurológica,
la gnoseológica y la ética), sólo admite una forma de comprensión global
a partir de la antropología.

1. LAS RAÍCES DE LA VIDA AUTÉNTICA

Según nuestro parecer, la clave antropológica de la afectividad se ha-


lla en la estrecha relación que las emociones tienen con la vida auténtica.

1. Entre las más importantes se encuentran: S. CATALDI, Emotion, Depth, and Flesh. A
Study of Sensitive Space. Reflections on Merleau-Ponty’s Philosophy of Embodiment, SUNY Press,
Albany 1993; A. DAMASIO, Descartes’Error. Emotion, Reason, and the Human Brain, Grosset-
Putnam, New York 1994; H. PALMER, The Enneagram, HarperSan Francisco, San Francisco
1995; A. TALLON, Head and Heart, Affection, Cognition, Volition as Triune Consciousness, Ford-
ham University Press, New York 1996; M. MEYER, La philosophie et les pasions. Esquisse d’une
histoire de la nature humain, Le livre de Poche, Biblio-Essais, Paris 1991; X. ZUBIRI, Sobre el
sentimiento y la volición, Alianza, Madrid 1992; J.A. MARINA, El laberinto sentimental, Anagra-
ma, Barcelona 1996.
12 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Dicho vínculo se ve con claridad cuando se indaga el porqué de los millo-


nes de ejemplares vendidos de Donde el corazón te lleve 2.
Si se quiere explicar porqué esta novela se ha convertido en un best-
seller en el país de su autora, Italia, y en otros países europeos, como Espa-
ña, no debe recurrirse a las consabidas estrategias del mercado (campaña
publicitaria, buena red distribuidora de la editorial, etc.), pues ni la edito-
rial es de las más conocidas ni ha habido ninguna campaña publicitaria
en el lanzamiento del libro. Parece que la razón del éxito debe, por tanto,
atribuirse sólo a la novela.
A juzgar por las críticas, la novela no posee ni cualidades estéticas ni
valores literarios dignos de mención. De ahí la sorpresa de los expertos
ante el arrollador éxito del libro entre personas de toda condición social
y cultural. Tal vez los críticos no han tenido en cuenta algo muy sencillo:
una obra literaria es a veces el epifenómeno de una nueva sensibilidad.
Nos parece que el principal mérito de la novela consiste precisamente en
plantear e intentar dar respuesta al problema de la autenticidad, que se
presenta como acuciante al hombre de hoy.
Aunque la trama del libro es conocida, vale la pena recordarla ya
que, no obstante su sencillez, manifiesta una concepción actual de la sub-
jetividad, de la que tomaremos pie para nuestras breves reflexiones en tor-
no a las relaciones entre afectividad y vida auténtica.
La estructura narrativa corresponde a la de una larga carta, mediante
la cual una anciana se dirige a su joven nieta, de viaje por los Estados Uni-
dos. A través de la narración, el lector se entera de que las relaciones entre
los dos personajes se han ido deteriorando, hasta convertirse en hostiles:
en parte, por la diferencia de edad; en parte también, por la intrincada y
dolorosa historia humana que las une. El viaje de la nieta no es, pues, fun-
damentalmente de placer, sino que debe interpretarse como una fuga en
busca de la propia identidad, amenazada por la convivencia con la abuela.
En la carta la anciana, barruntando la muerte que se avecina, inten-
ta disculparse por los malentendidos surgidos en los últimos tiempos.
Cuenta a la nieta los principales sucesos de una vida en apariencia feliz,
pero en realidad llena de desencanto: la infancia, en la que comenzó a
ser inauténtica a causa de una educación racionalista, dominada por el
aparentar y la falta de espontaneidad; el matrimonio con un hombre abu-
rrido y previsible; la relación conflictiva con la hija, nacida de un amor
sincero fuera del matrimonio; la trágica muerte de ésta, de la que todavía
se siente culpable; los recuerdos alegres de la infancia de la nieta hasta el
momento de la ruptura. Mediante esta confesión, la abuela además de

2. S. TAMARO, Donde el corazón te lleve, Seix Barral, Barcelona 1994.


INTRODUCCIÓN • 13

dar a conocer a la nieta lo mucho que la ama, quiere trasmitirle la lección


aprendida tras una existencia fracasada: el único viaje posible para descu-
brir la propia identidad no es la huida a un país extranjero, sino recorrer
los caminos del corazón que conducen al yo originario, escondido en las
profundidades del ser.
La novela puede leerse como la parábola del hombre contemporá-
neo. La prisa, los negocios, el bombardeo de los medios de comunica-
ción, las diversiones vacías..., llevan a perder de vista algo sencillo y a la
vez profundo: para poder seguir viviendo es necesario dar un sentido a la
propia vida. El hombre actual –parece apuntar Tamaro– no puede apelar
al sentido propuesto desde antiguo por las religiones ni al más reciente
propugnado por ideologías de distinto signo, pues la fe y los credos ideo-
lógicos aparecen ante sus ojos como algo falso o, por lo menos, caduco 3.
Debe, por tanto, descubrir el sentido de la vida por sí mismo. Si no lo hace,
la existencia se transforma en una especie de flujo anónimo, en donde la
persona se ve zarandeada de una parte a otra como una botella de plásti-
co a merced de las aguas de un río.
El ser humano posee sin embargo, para Tamaro, una luz para buscar
y encontrar el sentido de la vida: el anhelo de la alegría que todos hemos
experimentado en la infancia, cuando la educación todavía no había trans-
formado lo que somos en algo distinto, en un ser anónimo que poco a
poco se aleja del centro de su yo. El modo de llegar a este yo escondido
no es el propugnado por el psicoanálisis, que, como otros métodos edu-
cativos, supone una imposición externa; tampoco es el del seguimiento
de la razón, la cual conduce a imitar modelos de comportamiento y a re-
alizar juicios morales despersonalizados. Sólo el corazón, o la espontanei-
dad afectiva, es el camino inmediato para volver al yo. Pero para escuchar
la voz del corazón, además de librarse de lo impersonal se necesita elimi-
nar dos sentimientos, siempre al acecho: la prisa, contraria al silencio in-
terior, y el miedo a ser uno mismo.
El consejo, dirigido a la nieta, con que termina la novela, posee el es-
tilo de una máxima llena de sabiduría: «Y luego, cuando ante ti se abran
muchos caminos y no sepas cuál recorrer, no te metas en uno cualquiera
al azar: siéntate y aguarda. Respira con la confiada profundidad con que
respiraste el día en que viniste al mundo, sin permitir que nada te distrai-
ga: aguarda y aguarda más aún. Quédate quieta, en silencio, y escucha a
tu corazón, y cuando te hable levántate y ve donde él te lleve» 4.

3. Esta visión de la religión, sin embargo, ha sido modificada por Tamaro en Anima
mundi (Seix Barral, Barcelona 1997), en donde aparece la apertura a una realidad tras-
cendente, identificable con Dios. Y también en Rispondimi, Rizzoli, Milano 2000.
4. S. TAMARO, Donde el corazón te lleve, cit., p. 187.
14 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

2. LA OPOSICIÓN ENTRE RAZÓN Y AFECTIVIDAD COMO PROBLEMA ACTUAL

La novela de Tamaro parece, pues, sugerir que el yo se descubre en


el corazón –en la interioridad afectiva– y no en la razón. Se niega así la te-
sis cartesiana de la identidad del sujeto con la razón y, en último término,
con la conciencia. En cierto sentido, puede decirse que la identificación
de la afectividad con la autenticidad es fruto de una sensibilidad posmo-
derna que rechaza la visión racionalista, según la cual la esencia humana
y la conciencia formarían una unidad inseparable.
No todos los posmodernos, sin embargo, consideran a la persona
como algo real. Algunos, como los deconstructivistas, niegan que exista una
identidad personal. Para Foucault, uno de los principales exponentes del
deconstructivismo francés, ni la razón constituye el núcleo de algo que se lla-
maría sujeto ni tampoco el corazón o la afectividad; afirmar lo contrario
equivaldría a sostener la hipótesis de la existencia de algo unitario en el
hombre, lo que es absolutamente falso. Razón y corazón son sólo algunas
de las máscaras tras las cuales no hay nada fijo, sino una realidad tan cam-
biante y fluida como el puro deseo. El sujeto sería, pues, un flatus vocis con
el que se intenta dar unidad al alternarse fortuito de una multiplicidad de
máscaras.
Según Foucault, la idea de un corazón o de una razón como centro
del yo es una invención del pensamiento moderno. El desarrollo de la fi-
lología, la psicología y la biología –piensa este autor– pondría de mani-
fiesto que no existe nada parecido a un yo. Cuando al ser humano se le
despoja de las máscaras a través, sobre todo, de la interpretación de los
signos según los contextos, se descubre la omnipresencia de un deseo po-
limorfo y voluble 5. Freud –en opinión de Foucault– comienza la ardua ta-
rea de demolición del yo, al concebirlo como una estructura nacida del
choque entre el impulso vital impersonal o libido y el principio de reali-
dad. Pero a pesar de abatir el orgullo del yo consciente, Freud no lo eli-
mina; es más, lo considera algo necesario, pues –según él– «en donde hay
Ello, debe haber Yo». Nietzsche da un paso más en la misma dirección, al
reducir el sujeto a pura voluntad de potencia. Así, en lugar de un yo inte-
grado, se descubre una pluralidad dionisíaca de personajes, simbolizados
por el niño, que encarna la «inocencia» y el «juego». Lo que hasta la mo-
dernidad era un ser unitario, se fragmenta a partir de Nietzsche en «pla-

5. «No hay nada absolutamente primero, porque en el fondo ya todo es interpreta-


ción. Cada signo es en sí mismo no la cosa que se ofrece a la interpretación, sino interpre-
tación de otros signos» (M. FOUCAULT, Nietzsche, Freud y Marx, Anagrama, Barcelona 1970,
p. 34).
INTRODUCCIÓN • 15

cer, apetito, violencia, depredación» 6, manifestación poliédrica de la vo-


luntad de potencia del superhombre. Por eso, Foucault sostiene que «la
promesa del superhombre significa sobre todo la inminente muerte del
hombre» 7.
Si observamos algunos fenómenos de la vida moderna, parece como
si la tesis de Foucault de reducir el sujeto a una serie de máscaras encon-
trara confirmación. En efecto, mucha gente se comporta como si su vida
fuese un calidoscopio de vivencias sin continuidad ni relación entre ellas.
Personas ordenadas y eficaces en trabajos que requieren el máximo auto-
control se abandonan en diversiones con las que intentan conscientemen-
te anular la propia conciencia, por ejemplo a través del alcohol y de las
drogas, o en las que se da cabida a impulsos destructivos.
¿Es posible en estos casos hablar de un yo que dé continuidad a ese
flujo de vivencias? Para Foucault la respuesta es clara: el intento moderno
de integrar la subjetividad conduce, desde el punto de vista psíquico, a la
forma más grave de paranoia, y, desde el punto de vista político, al totali-
tarismo. La autenticidad consistiría así en reconocer lisa y llanamente que
eso que llamamos identidad personal es en el mejor de los casos un mito
que debe ser abandonado. Lo único que existe es un deseo polimorfo, di-
rigido exclusivamente por el principio de búsqueda de placer 8.
Junto al planteamiento deconstructivista existe también otro diferen-
te, heredado de una larga tradición histórica que va desde las ideas de
Rousseau hasta un, por así llamarlo, neorromanticismo posmoderno, en
donde se mezclan elementos de una gnosis cristiana con algunas creencias
de las grandes religiones orientales, como el budismo o el hinduismo 9.
Según este movimiento cultural, al que podrían adscribirse los personajes
de la novela de Tamaro, más allá de las apariencias y de las formas de la
tradición y cultura occidental se hallaría la verdadera realidad, cuya puer-
ta de acceso son los sentimientos. La pretensión de sacar a la luz la propia
autenticidad, liberándola de los escombros de normas y leyes que han
sido arrojados sobre la subjetividad por siglos de educación y cultura,
equivale a considerar ese núcleo del yo como dotado de una bondad na-
tural. Por ello el sentimento, o la escucha atenta a las inclinaciones que
brotan del centro de la subjetividad, se convierte en el guía fiel para
orientarse en la jungla del vivir cotidiano. Así, la persona, dejándose con-

6. F. NIETZSCHE, Más allá del bien y del mal, ed. de Colli y Montanari, Walter de Gruy-
ter, Berlín 1967-77, apostilla 20.
7. M. FOUCAULT, Les mots et les choses, Gallimard, París 1966, pp. 367-368.
8. Cfr. M. FOUCAULT, Saber y verdad, La piqueta, Madrid 1985, p. 33.
9. Este segundo movimiento es más práctico que teórico, y admite formas variadas.
Tal vez la más conocida sea el «New Age».
16 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ducir por el sentimiento, puede alcanzar una vida auténtica, indepen-


dientemente de que ésta contenga comportamientos que los demás juz-
gan irracionales o, incluso, inmorales.
Estas dos actitudes posmodernas (la deconstructivista y la neorro-
mántica), si bien arrancan de visiones antropológicas diferentes y en cier-
to sentido contrarias, comparten la creencia típica de la modernidad de
que la afectividad y la razón se oponen entre sí: constituyen dos máscaras
antitéticas de una subjetividad que no existe (como sostiene el decons-
tructivismo), o bien son respectivamente la realidad y la máscara de una
misma subjetividad (como afirma el neorromanticismo posmoderno).

3. FINALIDAD Y LÍMITES DE ESTE ENSAYO

Confirmar o rechazar la oposición entre razón y afectividad consti-


tuye el principal objetivo de este libro. De ahí que, en el primer capítu-
lo, se analice la tesis cartesiana de las pasiones del alma, en donde creemos
que se encuentra el origen de dicha oposición. Así mismo examinare-
mos el intento del conductismo de resolver la oposición cartesiana en el
campo psicológico, mediante la reducción de la subjetividad a pura ex-
terioridad objetiva. A pesar de las diferencias entre estos dos plantea-
mientos (cartesianismo y conductismo), veremos que ambos tienen un
elemento en común. En efecto, tanto en el cartesianismo como en el con-
ductismo, se acepta la existencia de un control completo de la afectividad.
Pero ¿es posible dicho control si se parte de la razón y de la afectividad
como realidades opuestas, o si se reduce la subjetividad a pura objetivi-
dad? Por otra parte ¿el único control adecuado es de carácter técnico, como
parecen sostener –no obstante las divergencias– cartesianismo y conduc-
tismo?
En el capítulo segundo nos ocuparemos de una cuestión, señalada
por los románticos y neorrománticos posmodernos: ¿se debe considerar
la afectividad como una forma directa de acceso a la interioridad del suje-
to? Para responderla se estudiarán los diversos métodos empleados en el
estudio de los sentimientos. De este modo, además de examinar la estruc-
tura somático-psíquico-espiritual que configura la afectividad, trataremos
de entender el modo en que la persona se refleja en los sentimientos.
La propuesta de Tomás de Aquino de considerar los afectos o pasio-
nes como apetitos sentidos constituirá el núcleo del tercer capítulo; mien-
tras que la comparación entre la teoria tomista de apetito y el concepto fe-
nomenológico de tendencia será el tema del cuarto.
Por último, en los capítulos quinto y sexto se afrontará otra de las in-
tuiciones del romanticismo y el neorromanticismo: el sentimiento amoroso
INTRODUCCIÓN • 17

parece indicar tanto la relación de la subjetividad consigo mismo, como la


relación auténtica con las demás subjetividades y, sobre todo con el Infini-
to, ya que en el amor la subjetividad experimenta la ausencia de límites.
A pesar de la profundidad de ésta y otras intuiciones semejantes, no
podemos esconder cierta perplejidad. En efecto ¿puede identificarse el
amor al otro con el sentimiento? Dicho de otro modo: ¿puede afirmarse
que sin el sentimiento no hay amor? Por otro lado, los románticos entien-
den el amor como actividad del yo, es decir, como sentimiento activo,
¿pero puede la persona concebirse como pura actividad, sobre todo en el
amor, que es el ámbito de la donación?
Nos parece que en la respuesta a esas preguntas se encuentra la posi-
bilidad de resolver la paradoja romántica –todavía vigente en nuestra cul-
tura– de una donación amorosa que es al mismo tiempo pérdida del yo y
ausencia de límites.
Como es fácil de observar, las preguntas formuladas anteriormente
implican una cuádruple perspectiva –metafísica, gnoseológica, antropoló-
gica y ética– tanto por lo que se refiere a su contenido, como al método
empleado para responderlas. No se trata, sin embargo, de cuatro puntos
de vista desligados, sino más bien de perspectivas que se complementan
mutuamente. La perspectiva antropológica constituye, de todas formas, el
enfoque principal desde donde la investigación comienza y hacia donde
convergen los resultados obtenidos. De ahí que las respuestas a las princi-
pales cuestiones planteadas por la afectividad permitan una mejor com-
prensión de la antropología, es decir, de quién es el hombre y de cuál es
su esencia. En efecto, a través de la relación afectiva –sobre todo, de la
persona con el otro– se vislumbra la posibilidad de considerar la relación
como fundamento último no sólo de la afectividad, sino también del pro-
pio ser humano.
La perspectiva ética, por su parte, aparecerá sobre todo al plantear-
nos cuál es el origen del control de la afectividad y cuáles sus efectos. La
respuesta a esas dos cuestiones, si bien no basta para alcanzar el núcleo
de la ética, es necesaria para descubrir alguno de los fundamentos antro-
pológicos de una ética de la afectividad. Sin embargo, debido al carácter
esencialmente antropológico del ensayo, no nos ocuparemos ni de la sis-
tematización ni del desarrollo de dicha ética.
La perspectiva gnoseológica surgirá al examinar tanto el influjo de la
afectividad sobre el error y la certidumbre, según el problema crítico in-
augurado por el racionalismo cartesiano, como el tipo de relación exis-
tente entre la afectividad y el conocimiento. Este último punto facilitará
la comprensión del papel que la afectividad juega en la percepción de la
realidad, en particular en el conocimiento de la alteridad. Por consi-
guiente, esta perspectiva arrojará nueva luz sobre la función que el otro
18 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

desempeña en la constitución y en el desarrollo de la afectividad humana,


sobre todo de la felicidad.
A pesar de que a lo largo del texto indicaremos las fuentes de nues-
tra reflexión, queremos señalar ahora el papel fundamental que en ella
ha desempeñado la teoría tomista de los apetitos, la cual contiene implí-
citos muchos de los elementos necesarios para elaborar una teoría de la
afectividad. En el modo de servirnos de esas ideas nos hemos inspirado
en Karol Wojtyla, quien –como Edith Stein, otra fenomenóloga– ha inten-
tado tender un puente entre la tradición aristotélico-tomista y la filosofía
moderna. El empleo que hacemos tanto de la filosofía de santo Tomás
como del pensamiento moderno, en particular de la fenomenología, no
es ni histórico ni pertenece a una determinada escuela. De ahí la falta de
una contextualización rigurosa de los problemas, con excepción –claro
está– de la teoría clásica de los apetitos, por ser el elemento central de
nuestra tesis. Tampoco intentareremos defender determinadas interpreta-
ciones. Nos inspiramos en el pensamiento de esos autores como en un pa-
trimonio de notable riqueza filosófica, sobre el que se debe seguir refle-
xionando en busca de las respuestas a los problemas del hombre actual.
Para terminar nos gustaría agradecer de forma especial a nuestro co-
lega el profesor Sanguineti sus importantes sugerencias y sus no menos
importantes objeciones, que muchas veces han servido de acicate para
profundizar en cuestiones complejas, aclarar expresiones y términos que
hemos debido crear o llenar de nuevo contenido. Asimismo, agradece-
mos a los profesores F. Russo, D. Gamarra y L. Clavell el intercambio fruc-
tífero de opiniones y puntos de vista.
Capítulo primero

DOS TEORÍAS OPUESTAS


DE LA AFECTIVIDAD:
EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO
Y EL CONDUCTISMO
C omo la estatua de Jano bifronte, que mira con uno de sus rostros al
pasado mientras dirige el otro al futuro, la afectividad se presenta
como una realidad bipolar, en especial por lo que respecta al conocimien-
to de la misma. Por una parte, la afectividad parece ser accesible a cual-
quier ser humano, en tanto que éste es capaz de experimentar una gama
muy variada de sentimientos (placer, dolor, odio, amor, ira, esperanza,
etc.); por otra, pocas realidades como la afectividad son tan complejas y
difíciles de explicar. ¿Cuál es su origen? ¿Qué función desempeña en la
vida humana? Son sólo algunas de las preguntas que surgen al examinar
el mundo afectivo.
Ya en la vida cotidiana descubrimos el carácter accesible y, al mismo
tiempo problemático, de los fenómenos afectivos. Para ello, basta consi-
derar las dificultades propias de la descripción de los sentimientos o la di-
versidad de palabras que el lenguaje corriente usa para nombrarlos. Pa-
sión, sentimiento, emoción, afecto, estado de ánimo... son términos que
se utilizan a veces como sinónimos, por ejemplo, cuando se habla de la ira
como pasión, como emoción, o como estado de ánimo. Otras veces –es el
caso del dolor y del placer– el impedimento para describirlos es mayor
aún, como se observa en el hecho de que para aludir a ellos se empleen
indistintamente los términos de sensación y sentimiento. No cabe sor-
prenderse, pues, de que algunos filósofos, como Wittgenstein, juzgen los
nombres con que designamos los fenómenos afectivos como palabras ca-
rentes de significado por falta de una referencia firme y concreta 1.

1. «Nos preguntamos “¿Qué significa propiamente tengo miedo y cuál es mi objeti-


vo al pronunciar esas palabras?” Y naturalmente, no se nos ocurre ninguna respuesta. O
la que se nos ocurre no nos satisface. La cuestión es: “¿En qué tipo de contexto se en-
22 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Si en la vida ordinaria la experiencia de la afectividad aparece dota-


da de una complejidad tan grande, ésta aumenta todavía más en el ám-
bito de la reflexión filosófica. Allí, la elección de unos términos u otros
–como la preferencia de la modernidad por los vocablos emoción y senti-
miento, en lugar del término clásico pasión, o las sutiles distinciones de la
fenomenología en el campo semántico de la afectividad– no obedece sólo
al intento de una mejor conceptualización y clasificación de una realidad
vaga y de perfiles tan difuminados, sino que depende, sobre todo, de la
unión estrecha entre la afectividad y una determinada concepción del
hombre.
La relación entre teorías de la afectividad y teorías antropológicas es-
triba en que los fenómenos afectivos incluyen siempre una experiencia
inmediata de sí mismo donde se muestra la complejidad del ser humano
(cambios fisiológicos, conciencia de sí, juicios, inclinaciones hacia dife-
rentes acciones, etc.). Para entender esa pluralidad de elementos en su
unidad y relaciones mutuas hay que interpretar los sentimientos, concep-
tualizarlos y, por último, sistematizarlos. Puesto que la reflexión sobre
esos datos se realiza a partir de una visión determinada del hombre, en
toda teoría de la afectividad se contiene, por lo menos implícitamente,
una antropología. No hay que olvidar, además, que la experiencia afecti-
va influye en las diversas concepciones del hombre, ya sea para confir-
marlas, ya sea para modificarlas. Entre la teoría de la afectividad y la an-
tropología se podría, pues, hablar de una relación biunívoca: la teoría de
la afectividad contiene una antropología implícita o, al menos, una con-
cepción del hombre; y la antropología, por su parte, se ve influida por la
experiencia afectiva.
Por ese motivo, las teorías de la afectividad no deben verse como una
lista de definiciones y clasificaciones, ni tampoco como un intento de es-
tablecer los elementos necesarios para elaborar una teoría general de la
educación (ciertamente, las consecuencias de las teorías de la afectividad
en el terreno educativo son decisivas), sino más bien como una de las ma-
nifestaciones más claras de una determinada concepción del hombre.
Si esta clave antropológica es válida para interpretar una teoría de la
afectividad cualquiera, lo es en mayor medida para aquellas nacidas en el
seno de la modernidad. En ellas la pregunta sobre el hombre (¿qué o
quién es el hombre?) ocupa una posición central: unas veces, para subra-
yar la diferencia esencial entre el hombre y los demás seres; otras, para
mostrar la continuidad –sin hiato– entre los entes inferiores y la persona
humana.

cuentra?”» (L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen-Philosophical Investigations, 3.ª


ed., The Macmillan Company, New York 1970, 2.ª parte, § 9).
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 23

Estas dos concepciones del hombre, contrastantes y extremas, se ha-


llan presentes en dos de las teorías de la afectividad con mayor influjo en
la filosofía y la psicología contemporáneas: la teoría cartesiana de las pa-
siones del alma y la conductista de la emoción como acción. Ambas refle-
jan no sólo dos modos contrarios de concebir la afectividad (su conside-
ración como pasión o como acción), sino también, aunque sea de formas
distintas, la íntima conexión entre teoría de la afectividad y antropología.
En efecto, mientras en Descartes la experiencia de la pasión es un proble-
ma nacido de una antropología avant la lettre dualista, en los conductistas
la teoría de la afectividad se basa –como veremos– en una antropología
implícita de corte monista. El análisis de estas dos teorías servirá, pues,
para comprobar la validez de sus respectivas visiones del hombre.

1. LA TEORÍA CARTESIANA DE LAS PASIONES

La concepción cartesiana de la pasión es importante tanto desde el


punto de vista de la historia de la filosofía y la psicología, como del que
corresponde a la propia antropología cartesiana. En efecto, puede afir-
marse sin posibilidad de error que tanto la filosofía como la psicología
modernas arrancan de las tesis antropológicas cartesianas; ya sea para
continuarlas con las modificaciones debidas a las nuevas visiones sobre el
hombre y a los descubrimientos de las ciencias experimentales –en parti-
cular, de la fisiología y neurología–; ya sea para combatirlas. ¿A qué obe-
dece el éxito del cartesianismo en el terreno antropológico?
Responder a esta pregunda no es tarea fácil. Tal vez una de las razo-
nes del éxito sea el carácter innovador de la teoría de las pasiones. Des-
cartes mismo era consciente de ello cuando declaraba que los filósofos
nunca se habían equivocado tanto como al hablar de las pasiones. La im-
portancia concedida por Descartes a este tema se observa también en la
abundancia de textos que, de una forma u otra, tratan de las pasiones 2.
Entre ellos, destaca la obra Les passions –publicada en 1649, un año antes
de morir–, auténtico tratado de antropología avant la lettre.
Ya en el prólogo, Descartes afirma su intención de desarrollar el
tema de forma distinta a los filósofos precedentes: «el propósito no ha

2. Además del tratado del Homme, hay numerosas cartas dirigidas a Isabel, princesa
del Palatinado, como la del 21 de mayo de 1643, en la que Descartes explica a su discípula
la posibilidad de armonizar la distinción de sustancias con la unión sustancial humana
(vid. AT III, p. 665). Las obras de Descartes se citan de acuerdo con la edición de Charles
ADAM y Paul TANNERY, Oeuvres de Descartes, Vrin, Paris 1974-1983; el volumen se indica con
números romanos. La traducción del original francés es nuestra.
24 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

sido explicar las pasiones como orador, ni siquiera como filósofo moral,
sino solo como físico» 3. En el intento cartesiano de evitar el plantea-
miento retórico y moral, propio de la filosofía anterior, se manifiesta,
por una parte, el deseo de no verse involucrado en polémicas con los te-
ólogos escolásticos; por otra, la aspiración a encontrar un nuevo enfoque
más en consonancia con el desarrollo de las ciencias experimentales,
que fuera, a la vez, capaz de refutar las tesis materialistas de los escépti-
cos y libertinos eruditos, negadores de cualquier tipo de realidad espiri-
tual 4. La tentativa cartesiana es, pues, importante: combatir el escepticis-
mo con las mismas armas –los conocimientos científicos– usadas por sus
defensores. Por eso, aunque el enfoque fisiológico no era una novedad
(como lo demuestran las numerosas obras de médicos y humanistas re-
nacentistas 5), Descartes se servirá de él con un fin distinto: proponer
una concepción del hombre en la el mecanicismo fisiológico, lejos de
eliminar o disminuir la libertad, se coloque hasta cierto punto bajo su
dominio.

1.1. La antropología de Les passions

Con la mentalidad propia del científico moderno, antes de estable-


cer las características y los tipos, Descartes ofrece una definición de pa-
sión: «Considero que todo lo que ocurre o sucede de nuevo es (...) una
pasión en relación al sujeto al que le ocurre, y acción en relación a lo que
lo determina. De tal modo, aunque el agente y el paciente sean a menu-
do muy diversos, la acción y la pasión serán siempre una misma cosa con
dos nombres, según que se refiera a uno u otro de los dos sujetos» 6.
Ante tal definición no se puede evitar una impresión de perplejidad,
debida no al contenido, ni a la formulación, ni a la falta de coherencia con
la pretensión de tratar de las pasiones de forma totalmente nueva, sino
sobre todo a los términos utilizados, en particular a los de acción y pasión.
En apariencia, ambos suponen una continuidad con la tradición aristoté-
lica en su forma escolástica; pero sólo en apariencia, pues la definición
cartesiana es aplicable sólo a un tipo de acciones, las transitivas, ya que sólo

3. Les passions, AT XI, p. 326.


4. Canziani ha estudiado el influjo de estos pensadores en la aspiración cartesiana
de construir una moral autónoma y racional (vid. G. CANZIANI, Filosofia e scienza nella mora-
le di Descartes, La Nuova Italia, Firenze 1980).
5. Entre los más importantes se encuentran: los españoles Luis Vives y Huarte de
San Juan, y el humanista francés Cureau de la Chambre. La obra de Luis Vives De anima
et vita influyó en la concepción cartesiana de pasión como motus del alma.
6. Les passions, AT XI, p. 328.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 25

a ellas corresponde una pasión en otro sujeto 7. Porque la pasión, de


acuerdo con la definición de Descartes, implica una relación de causali-
dad eficiente entre dos sujetos distintos.
Es la posibilidad misma de tal relación la que origina la perplejidad,
pues en la definición cartesiana de substancia se niega de forma explícita
su existencia: la substancia es aquello que puede ser pensado como algo
que no necesita de nada para existir y, en consecuencia, como una reali-
dad autónoma e independiente. ¿Cómo puede sostenerse la independen-
cia y distinción de la substancia extensa y de la pensante y, a la vez, afir-
mar que cada una de ellas puede actuar en la otra y, por consiguiente,
padecer una acción ajena? La perplejidad nace, pues, de la contradic-
ción, por lo menos a primera vista, entre la definición de pasión y la de
substancia. ¿Es una contradicción real o es posible encontrar una explica-
ción capaz de desvanecerla?
Si bien no se le oculta la dificultad de concebir la distinción entre el
cuerpo y el pensamiento juntamente con su unión, el filósofo francés
considera que ambas ideas –la de distinción y la de unión– son verdade-
ras porque el sujeto, además de la experiencia eidética clara y distinta, po-
see una experiencia vivida 8. La antropología cartesiana, tal como aparece
en Les passions, es pues simultáneamente ideal y existencial: se halla unida
a la metafísica como a la raíz, y a la medicina y a la moral como a los fru-
tos o resultados. El papel de vínculo entre el mundo de las evidencias im-
mutables y el cambiante propio de las pasiones y acciones del hombre
–desempeñado por la antrolopogía–, no debe hacernos olvidar que las
dos substancias del compuesto humano no cuentan con el mismo valor ni
con igual grado de evidencia. En efecto, el yo, que no es pensable separa-
do de la substancia pensante pues su esencia es el pensamiento, o mejor,
la conciencia, puede ser escindido de la extensión. De ahí que, debido al
carácter privilegiado del pensamiento, el yo se experimente a sí mismo en
primer lugar como puro pensamiento 9.
Si el yo no tuviese otra experiencia que la del pensamiento, la antro-
pología cartesiana poseería la misma claridad y distinción que la metafísi-
ca; más aún, se identificaría con la metafísica. El yo experimenta, sin em-

7. En Aristóteles, el término de pasión es analógico, por lo que puede afirmarse


que, desde el punto de vista de la afección, incluso el pensamiento del hombre puede ser
denominado en cierto modo pasión, lo que es negado por Descartes. Sobre esta cuestión
puede verse nuestro artículo Coscienza e affettività in Cartesio, «Acta Philosophica», II-2
(1993), pp. 281-289.
8. «La unión del alma y del cuerpo se percibe sólo en el trascurso de la vida y en el
trato habitual, sin meditar ni estudiar las cosas de que se ocupa la imaginación» (Lettre à
Elisabeth, 28-V-1643, AT III, p. 692).
9. Cfr Méditations, AT VII, p. 27.
26 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

bargo, algo más: su existencia; desde luego, no con la claridad y la distin-


ción que corresponden al pensamiento, pero sí de forma innegable. La
sensación de calor, el sentimiento de dolor y la emoción de la tristeza, por
ejemplo, a pesar de no pertenecer esencialmente al yo, no pueden ser re-
chazadas, pues son conciencia, la cual es inseparable del yo. Esas expe-
riencias proporcionan a la antropología cartesiana, por una parte, un es-
tatuto propio, es decir, no identificable con el de la metafísica, ya que la
sensación, el sentimiento y la emoción no pueden reducirse al pensa-
miento puro; por otra parte, permiten que la antropología se conecte
con la medicina y la moral, en tanto que dichas experiencias dan a cono-
cer aspectos del hombre que revisten una gran importancia para esas
ciencias (la sensación, en el caso de la medicina; la emoción, en el caso
de la moral).

1.2. La reducción de la pasión a conciencia

La imposibilidad de reducir a pensamiento puro esas experiencias


supone la presencia en ellas de algo que, precisamente por estar presen-
te en la conciencia sin todavía identificarse con el pensamiento, actúa en
el pensamiento. De ahí el nombre de pasiones, pues sin ser acciones del
pensamiento son percibidas por él. La experiencia de la pasión requiere,
para ser explicada, la unión de la substancia extensa y pensante, en tanto
que sólo esa unión permite concebir la unidad entre dos substancias di-
versas. Se trata, sin embargo –he aquí la paradoja–, de una unión que, a
diferencia de la distinción de ambas sustancias, no se explica a partir del
contenido ideal de las experiencias antes citadas (sensación, sentimiento
y emoción), porque el análisis de esas experiencias no alcanza jamás el ni-
vel de la intuición que corresponde a las ideas claras y distintas. La com-
plejidad de esas experiencias no es reductible a unidad, pues nace de una
complejidad originaria; a saber: la de la unión de dos substancias distin-
tas 10.
Hay que subrayar el carácter paradójico de la sensación, del senti-
miento y de la emoción, si se quiere entender el análisis hecho por Des-
cartes. En efecto, lo analizado no es nunca un contenido ideal, a pesar de

10. La dificultad para considerar la res cogitans como puro pensamiento se observa
sobre todo en las dos definiciones de sustancia pensante. Cuando se pregunta qué es
aquel yo descubierto, responde: «res cogitans, es decir, mente, o ánimo, o intelecto, o ra-
zón». Pero en las mismas Meditationes, Descartes ofrece otra definición de res cogitans a
partir de las pecepciones presentes en la conciencia del sujeto: «que duda, entiende, afir-
ma, niega, quiere, imagina y también siente» (M. HENRY, Généalogie de la psychanalyse, PUF,
Paris 1985).
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 27

que Descartes hable siempre de ideas; sino una vivencia, es decir, un con-
tenido subjetivo. Por eso todas esas experiencias, si bien parecen idénti-
cas desde el punto de vista del pensamiento (pues son ideas oscuras y
confusas), se diferencian desde el punto de vista de la subjetividad. La
subjetividad, reducida primeramente al puro acto de pensar, se llena así
de contenido vivencial. Es verdad que, para la concepción inicial de la
subjetividad como actividad, las nuevas vivencias representan la negación
de una actividad absoluta y, por consiguiente, manifiestan la contingencia
y finitud del sujeto. Pero si se las ve como momentos en que la subjetivi-
dad se experimenta a sí misma, las experiencias revelan lo que significa
sentirse vivo y, por tanto, descubren algo positivo. De ahí que Descartes
valore positivamente las pasiones, pues evitan el aburrimiento y la mono-
tonía de una subjetividad limitada a la experiencia del puro pensar.
Vivir equivale a introducir en la subjetividad el cambio y la tempora-
lidad, ya que en las vivencias la subjetividad se experimenta de modo di-
verso. En opinión de Descartes, sólo la unidad del acto de pensar y su
identidad con el yo permiten que, no obstante las modificaciones, la sub-
jetividad sea siempre la misma. En el cambio se encuentra, por una parte,
el valor positivo del vivir; por otra, la tentación constante de olvidarse de
que el pensamiento es el fundamento de la unidad esencial del hombre,
bien porque se rechaza la existencia de unidad en el hombre, bien por-
que se la confunde con la unidad corporal, como defendían los escépti-
cos y libertinos eruditos.
Frente a la tentación antropológica –siempre al acecho– del materia-
lismo monista, Descartes propone su teoría de las pasiones. Con arreglo a
los cambios introducidos en la subjetividad, el pensador francés establece
una diferencia entre las pasiones. Las sensaciones o percepciones, los sen-
timientos y las emociones muestran tres niveles de la subjetividad modifi-
cada: el cuerpo, el compuesto y el alma. En la sensación de calor en la
mano, por ejemplo, lo reflejado es la modificación corporal, es decir, la
exterioridad de la subjetividad; en el sentimiento de dolor, causado por la
quemadura, la modificación comprende la totalidad de la subjetividad: el
dolor no aparece como una modificación de la mano, sino de mí; en la
emoción de tristeza, en fin, el cambio es aún más profundo, porque se ex-
perimenta como modificación de la propia alma. Debido a la mayor pro-
fundidad de la emoción, Descartes reserva a las emociones el nombre de
pasiones, pues son las que más conmueven al alma 11.

11. El efecto principal de la emoción consiste en empujar y disponer el alma a que-


rer o rechazar las cosas que se presentan como ventajosas o dañinas. Entre todas las per-
fecciones que el alma puede experimentar, éstas son las que más la conmueven. Por este
motivo, Descartes las llama pasiones: «sólo son estas últimas las que yo me he propuesto
28 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Descartes se da cuenta también de que, en todas esas modificacio-


nes, la subjetividad no se experimenta como simplemente modificada,
sino como modificada en relación a algo. De aquí procede el error de creer
que las modificaciones de la subjetividad permitan conocer algo que esté
más allá de la subjetividad modificada. Así, en la sensación, se tiende a
trasladar la modificación sentida a una determinada realidad exterior,
por ejemplo, al fuego 12; en el sentimiento, al propio cuerpo, como suce-
de en el dolor producido por la quemadura de la mano 13; en la emoción,
a un objeto o persona, como en el caso de la tristeza por la muerte de una
persona querida 14. La tendencia a buscar una causa de la pasión nace, se-
gún Descartes, en la infancia, cuando el alma, por falta de percepciones
claras y distintas, se acostumbra a trasformar en claras y distintas las per-
cepciones oscuras y confusas que contienen engañosamente la referencia
a una causa. Debe decirse, de todas formas, que Descartes no rechaza
para las sensaciones y los sentimientos la existencia de una causa remota
(la realidad exterior o el propio cuerpo), sino sólo que, a través de estas
percepciones, sea posible conocer la causa. Las emociones, en cambio,
no cuentan con ninguna causa remota; atribuirles una causa y pensar que
mediante ella conocemos algo sería, en opinión de Descartes, un error
imperdonable. Hay pues que cambiar esa tendencia tan arraigada en el
hombre y juzgar de otro modo; por ejemplo, no es que tengamos miedo
de un perro porque sea peligroso, sino que el animal nos parece peligro-
so porque tenemos miedo. En definitiva, no debemos trasladar nuestra
emoción a una realidad, que se convierte así en causa falsa de la emo-
ción, sino que hemos de situarla en el alma.
Esta primera consideración acerca de la distinción entre la concien-
cia de algo y su causa, si bien permite afrontar el engaño de la pasión en
sentido amplio –en tanto que nos libera del prejuicio materialista de la in-
fancia (solo existiría el cuerpo)–, no elimina completamente algunas con-
secuencias suyas, como el relativismo, pues no explica si es posible tras-

examinar aquí bajo el nombre de pasiones del alma» (Les passions, AT XI, p. 348). Nos-
otros usaremos el término de pasión para referirnos a los diversos tipos (sensaciones y
sentimientos), mientras que reservaremos el de emoción para indicar las pasiones que
más conmueven al alma, como la alegría, el miedo, la ira, etc.
12. «Así cuando vemos la luz de una antorcha o sentimos el sonido de una campa-
na, este sonido y esta luz son dos acciones diversas que, por el hecho de excitar dos movi-
mientos diferentes en alguno de nuestros nervios y por medio de éstos en el cerebro, dan
al alma dos sentimientos diversos, que nosotros colocamos en una relación tan estrecha
con los objetos que suponemos ser la causa, que creemos ver la antorcha y oír la campa-
na directamente, allí en donde sentimos únicamente los movimientos de los que proce-
den» (Les passions, AT XI, p. 346).
13. Cfr. ibid., p. 346.
14. Cfr. ibid., XI, p. 348.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 29

cender las múltiples modificaciones de la subjetividad. Por lo que el pro-


blema de la identidad del sujeto queda sin resolver.
Otra consecuencia del materialismo, a la que no corroe lo más míni-
mo la explicación cartesiana de la pasión, es la creencia de que las accio-
nes humanas estén completamente determinadas. Es más, la conexión
cartesiana entre emoción y acción (por ejemplo, el miedo impulsaría a la
huida, y la ira, al combate) parece confirmar la tesis determinista: las ac-
ciones humanas serían causadas necesariamente por las modificaciones
de la subjetividad. Si esto fuera verdad, significaría la victoria final del mo-
nismo materialista. En efecto, lo que se experimenta como acción libre,
sería una falsa ilusión, pues al originarse en las pasiones escaparía de
cualquier control.
El análisis de la pasión en Descartes conduce, pues, a los siguientes
resultados: la pasión es una idea o percepción oscura y confusa; se rela-
ciona con una determinada creencia (ser causada por una realidad exte-
rior o por el propio cuerpo), y tiende a una determinada acción (apartar
la mano cuando uno se quema; huir cuando se tiene miedo, etc.). La re-
ferencia de la pasión a la creencia y a la acción exige saber más acerca de
su origen, para evitar el peligro del determinismo. De ahí que Descartes
deba examinar si la pasión es compatible con la libertad del hombre.

1.3. El origen corporal de la pasión

Las razones que sugieren un origen corporal de las pasiones son dos:
por una parte, su oscuridad y confusión; por otra, su independencia de la
volición, pues las pasiones aparecen y desaparecen sin que su presencia o
ausencia sea querida por el sujeto. Si las pasiones tienen su origen en el
cuerpo, el modo de explicarlas será el que corresponde a las acciones de la
sustancia extensa, es decir, al calor y al movimiento.
El modelo explicativo que Descartes utiliza es el de la causalidad físi-
ca natural. De ahí que, como sucede en la causa física, la relación entre la
pasión y su causa sea originalmente falta de libertad; pero, a diferencia de
lo que ocurre en la naturaleza, la causalidad entre el cuerpo y el alma no
es eficiente. No hay eficiencia porque cada una de las sustancias puede
sólo producir el efecto que le es propio: o movimiento, en el caso del
cuerpo, o pensamiento en el caso del alma; por ejemplo, el movimiento
físico por el que la aguja se clava en la carne no tiene como efecto nece-
sario el dolor del pinchazo, como tampoco la volición de mover la mano
produce de forma necesaria el movimiento de ese miembro. Así, entre
los diversos movimientos corporales, las pasiones y las acciones de un mis-
mo hombre se establece una simple relación de contigüidad de origen na-
tural.
30 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Según los textos de Descartes, el esquema básico de la pasión sería


el siguiente: la realidad externa influye en el cuerpo mediante el movi-
miento de los filamentos nerviosos que hay en los diversos sentidos; este
movimiento se trasmite a las partes del cerebro de donde salen los fila-
mentos, por los cuales confluyen los espíritus animales 15; la fuerza del
movimiento de esos espíritus hace que la glándula pineal, la sede princi-
pal del alma, se incline hacia un lado; el movimiento de la glándula pi-
neal está unido naturalmente a una volición; a su vez, la volición se halla
conectada con un movimiento de la glándula pineal, que termina en una
acción 16.
El miedo a un animal, por ejemplo, se explicaría de la siguiente for-
ma: la imagen del animal, impresa en cada uno de los dos ojos, llega has-
ta la glándula pineal mediante el movimiento de los espíritus animales.
Allí la imagen, una vez unificada, actúa en el alma provocando una sensa-
ción visual; ésta, que se encuentra unida al movimiento de los espíritus,
hace que una parte de estos se dirija al corazón, mientras otra parte va a
los nervios para preparar la fuga. Hasta aquí todavía no es posible hablar
de pasión, pues se trata sólo de movimientos del cuerpo. Pero los espíri-
tus animales, además de influir sobre el corazón y las extremidades, mueven
también la glándula pineal. Ese movimiento se halla unido naturalmente
a una imagen determinada, por medio de la cual el sujeto experimenta
miedo. Dicha emoción, por último, se halla conectada a la volición de la
huida.
La causalidad natural no tiene otro objetivo que conservar lo que
es natural, es decir, el cuerpo. En los animales, cuyo ser es puramen-
te corporal, basta este tipo de causalidad. En el hombre, en cambio, la
causalidad natural no es suficiente, pues no le permite vivir como lo
que esencialmente es: una sustancia pensante. De ahí que, en el hombre,
la causalidad natural no sólo no sea necesaria, sino que se halle sometida
a otro tipo de causalidad: la voluntad libre. Mediante la libertad, el sujeto
es capaz de controlar y modificar las conexiones naturales. El influjo de
esta doble causalidad se observa sobre todo en las emociones, como el
miedo, la ira, etc., en cuanto que es posible sentir de un modo y actuar de
otro.
Además de por su origen, las dos causas –natural y libre– son también
distintas por el modo de influir en la acción humana: la naturaleza influye

15. Los espíritus animales son las partes más sutiles y veloces de la sangre: el mayor
espesor y la agitación de los espíritus hacen que éstos prosigan –en línea recta– hacia el
interior de las cavidades y de los poros del cerebro, y desde allí se dirijan a los músculos
(cfr. Les passions, AT XI, p. 329).
16. Este esquema se encuentra, por ejemplo, en ibid., pp. 334 y ss.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 31

indirectamente, por medio de la voluntad, en cuanto que la mueve a que-


rer; mientras que la voluntad lo hace directamente. Otra diferencia es que,
para querer, la voluntad no necesita de la causalidad de la naturaleza, pues
es causa sui. El mayor engaño de la pasión consiste, por tanto, en confun-
dir la emoción con la volición, ya que por nacer de causas distintas poseen
finalidades distintas: la emoción persigue el bien del cuerpo; la volición, el
bien del hombre, que se funda en su dignidad de sustancia pensante 17.
El hombre no debe permitir, pues, que sus acciones fluyan espontá-
neamente a partir de las conexiones naturales, ni tampoco que deriven
de una voluntad arbitraria. Según el pensador francés, las acciones tienen
que nacer del conocimiento de las ideas claras y distintas (existencia de
Dios, inmortalidad del alma y extensión indefinida del universo) y de la
voluntad de actuar siempre del mejor modo posible. La sustancia pensan-
te juzgaría así desde una perspectiva moral, a la vez ideal y existencial, por
lo que sería capaz de percibir el bien del compuesto o bien moral, mien-
tras que el cuerpo juzgaría desde una perspectiva vital (la autoconserva-
ción). La diversidad de puntos de vista provoca, en muchas ocasiones, un
conflicto interior: ante la batalla se puede experimentar, al mismo tiem-
po, el deseo de huir porque se teme la muerte y la infamia que supone la
fuga.
Sentir de un modo y actuar de otro implica, según Descartes, la exis-
tencia de una relación contingente entre el movimiento físico, la pasión
y la acción, lo cual permite el influjo de la voluntad en el obrar humano.
Aún careciendo de dominio sobre el proceso fisiológico de la pasión, la
voluntad puede modificar la relación entre el movimiento de la glándu-
la pineal y la percepción, por una parte; y entre la percepción y la ac-
ción, por otra. Se logra esto, en primer lugar, a través de las técnicas de
adiestramiento, aprendidas al estudiar la conducta animal; por ejemplo,

17. Charles Taylor traza el recorrido que, desde la reinterpretación renacentista de


la interioridad agustiniana, conduce al tema típicamente moderno de la dignidad de la
persona humana, a través del giro cartesiano que coloca las fuentes de la moralidad ex-
clusivamente en nuestro interior: «una vez que la hegemonía de la razón se entiende
como control racional, como poder de objetivar cuerpo, mundo y pasiones, es decir, de
adoptar en relación a ellos una actitud puramente instrumental, entonces las fuentes mis-
mas de la fuerza moral non pueden ya considerarse fuera de nosotros...» (Ch. TAYLOR,
Sources of the Self. The Making of the Modern Identity, Cambridge University Press, Cambridge
1989, p. 195. Trad. esp.: Las fuentes del yo: la construcción de la identidad moderna, Paidós,
Barcelona 1996). La exterioridad de las fuentes morales de que habla Taylor no corres-
ponde, sin embargo, a las enseñanzas de la tradición clásica cristiana, sobre todo a aque-
llas de inspiración tomista, para las cuales la ley natural en el hombre, además de ser in-
terior en cuanto que es una participación de la creatura en la ley divina, es también
interior porque es racional, es decir, es el ámbito de investigación de la razón práctica.
32 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

los perros se sienten impulsados de modo natural a correr tras la perdiz


y a huir ante los disparos, pero mediante el entrenamiento son capaces
de responder a esos mismos estímulos de forma opuesta: pararse ante la
perdiz y salir corriendo en la dirección del disparo. Mediante el apren-
dizaje se consigue modificar la conexión natural entre los movimientos
de la glándula pineal y la pasión. Descartes aconseja ese tipo de compor-
tamiento, sobre todo, cuando se hace frente a una emoción tan violenta
que no deja tiempo para reflexionar. Si la emoción no es violenta, es po-
sible emplear otras técnicas que ayuden a suscitar la emoción contraria;
por ejemplo, imaginándose la infamia de ser tachado de cobarde o recor-
dando ejemplos del coraje de otros hombres nace la valentía, que impide
la fuga.
Junto a las técnicas anteriormente citadas, hay otro modo de lograr
el control de las pasiones: el análisis y la clasificación de las emociones
hasta individualizar las más elementales, pues controlando ese tipo de
emociones se deberían dominar las restantes 18. En efecto, según Descar-
tes, las pasiones complejas, como sucede con las demás ideas compuestas,
son susceptibles de ser reducidas a ideas simples, si bien –en el caso de las
emociones– nunca llegarán a ser claras y distintas.
El análisis cartesiano conduce a la individuación de seis emociones pri-
migenias: la admiración, el deseo y dos parejas de opuestos: amor/odio,
alegría/tristeza. Desde un punto de vista puramente genético, la admira-
ción es la primera emoción y, en cierto sentido, el origen de las demás, en
tanto que es capaz de entresacar una determinada realidad del ámbito de
lo que resulta indiferente, ya sea porque el sujeto la considera algo nuevo
o muy diverso de como antes la conocía, ya porque la ve muy distinta de
como la suponía al principio. Las otras emociones añaden a la admiración
inicial una valoración posterior. En el amor/odio, que surgen directamen-
te de la admiración, se percibe no sólo el carácter especial de la realidad,
sino sobre todo su conveniencia o perjuicio. Considerando esa valoración
como algo esencial, Descartes no distingue entre los diversos tipos de amor:
el de un borracho por el vino, el de un estuprador por la víctima, el de un
esposo por la esposa..., pues en todos esos casos la valoración del objeto
sería la misma. La pareja alegría/tristeza, por su parte, añade a las emo-
ciones anteriores la idea de posesión: la alegría es, pues, admiración del
objeto conveniente que se posee, mientras que la tristeza es admiración
del objeto nocivo poseído. El deseo, por último, si bien es una emoción
originaria, depende de las demás, es decir, de la admiración y de las pare-

18. Para un análisis detallado de las pasiones en Descartes y de su significado en la


moral de este pensador, envíamos al lector a nuestra obra Certezza e volontà. Saggio sull’eti-
ca cartesiana, Armando, Roma 1994, en especial el capítulo III.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 33

jas amor/odio, alegría/tristeza. Lo que añade el deseo a las demás pasio-


nes es la falta actual de lo deseado.
En definitiva, el complejo mundo afectivo puede reducirse a una va-
loración positiva o negativa de la realidad, realizada por el cuerpo. Las
emociones simples son, pues, naturales, y dependen de circunstancias bio-
gráficas normalmente desconocidas. Por ejemplo, la aversión a las rosas
pudo nacer en la primera infancia, cuando el olor de esas flores provocó
un terrible dolor de cabeza al recién nacido en la cuna; desde entonces,
en aquella persona el perfume de las rosas se asociará siempre con el do-
lor de cabeza 19. Otras veces, las circunstancias que se hallan en el naci-
miento de una emoción son conocidas por el sujeto. El mismo Descartes,
por ejemplo, era consciente de que su simpatía hacia las personas aqueja-
das de estrabismo se debía a un amor infantil. Es preciso, pues, buscar en
la infancia el origen de las emociones, ya que en ese periodo se producen
conexiones entre el alma y el cuerpo al margen de la razón.
Por medio de las ideas claras y distintas, de las técnicas y de la reduc-
ción de las emociones a las primigenias, Descartes piensa haber resuelto
el problema del influjo de la pasión en la acción humana, salvando así la
libertad. De este modo introduce el dominio del sujeto en un ámbito –la
afectividad– que al principio parecía opuesto o, por lo menos, refractario
al poder de la razón.

1.4. Problemas de la teoría cartesiana de la pasión

A pesar de la agudeza de algunas observaciones sobre el origen y las


características de las pasiones y a pesar también de la utilidad de las técni-
cas empleadas para controlar la afectividad, la teoría cartesiana parece hoy
obsoleta. No sólo por sus anticuadas bases fisiológicas, sino sobre todo
porque hace surgir dos problemas sin solución:
a) la explicación de la pasión en sí misma considerada;
b) la existencia de dos causas opuestas en el origen de la pasión.

a) La explicación de la pasión en sí misma considerada. El primer proble-


ma se observa con claridad en el doble enfoque cartesiano para tratar de
la pasión: fisiológico y valorativo. El punto de vista fisiológico parece estar
de acuerdo con la premisa de Descartes de estudiar la pasión como físico,
analizándola en sus procesos corporales causados por los movimientos de

19. Cfr. Les passions, AT XI, p. 429; Lettre à Arnauld, 4-VI-1648, AT V, p. 192.
34 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

los espíritus animales. El enfoque fisiológico es, sin embargo, limitado,


pues al aplicarse sólo a la extensión deja de lado la pasión en sí misma
considerada, pues ésta pertenece a las ideas oscuras y confusas de la sus-
tancia pensante.
Cabría esperar que Descartes explicara la pasión –como las demás
ideas– a partir de su realidad objetiva o contenido eidético. Sin embargo,
no ocurre así: en el tratado de Les passions no se dice nada acerca del ob-
jeto de la pasión. Es verdad que Descartes habla de la conciencia de los
movimientos de la glándula pineal y de los espíritus animales, pero esa
conciencia no tiene nada que ver con el contenido objetivo de la pasión.
De otro modo, el objeto de la pasión se identificaría con la acción del
cuerpo en una especie de paralelismo psico-físico 20, lo que no es posible,
según Descartes, ya que el alma no tiene nada en común con el cuerpo.
Una confirmación de dicha imposibilidad es el papel que la imagen des-
empeña en el esquema cartesiano de la pasión, al actuar de enlace entre
el alma y el cuerpo 21. La imagen, sin embargo, por ser una idea de la res
cogitans, no pertenece al cuerpo; de ahí que no pueda realizar una verda-
dera función de nexo.
Además del enfoque fisiológico, Descartes utiliza otro tipo, que llama-
remos valorativo porque se refiere al significado positivo o negativo con que
son percibidas las diversas realidades. La pasión se presenta así como dotada
de un valor especial en la vida del hombre. ¿En qué consiste dicho valor? La
respuesta del filósofo francés es coherente, en apariencia, con el enfoque fi-
siológico: la pasión posee un significado esencialmente biológico, pues la
valoración de lo útil o nocivo depende del cuerpo: «la función de todas las
pasiones consiste sólo en disponer el alma para querer lo que la naturaleza
nos indica como útil y para perseverar en esta voluntad; del mismo modo
que la agitación de los espíritus, que las causa, dispone al cuerpo para los
movimientos que son necesarios en la ejecución de tales cosas» 22.
Si todas las pasiones tuviesen un valor biológico, no habría lugar en-
tonces para una afectividad de tipo espiritual y, por consiguiente, no se
podrían amar ni odiar los objetos sin relación con el cuerpo. Pero ¿cómo
puede un filósofo creyente, como Descartes, negar la existencia del amor
a la verdad y a Dios, y la alegría que deriva de esos dos amores, a pesar de
ser emociones difícilmente adscribibles a la esfera del cuerpo?
Descartes parece darse cuenta de este problema cuando propone la
existencia de emociones puras, como el amor y el odio intelectuales. Si

20. De la misma opinión es M. NEUBERG, Le Traité des passions de l’âme de Descartes et


les théories modernes de l’emotion, «Archives de Philosophie», 53 (1990), pp. 488-499.
21. Cfr. Elisabeth, 6-X-1645, AT, IV, pp. 312-313.
22. Les passions, AT XI, p. 372.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 35

en las emociones normales la valoración del bien o del mal se refiere al


cuerpo, en las puras el bien o el mal se refiere al alma. Así, junto a un
amor/odio causados por los movimientos de los espíritus animales, habrá
un amor/odio intelectuales que dependen de los juicios del alma acerca
de la conveniencia o perjuicio de un determinado objeto 23.
Mediante el amor/odio intelectuales, Descartes deja abierta una ren-
dija por donde se cuelan los afectos espirituales, pues esas emociones pu-
ras –como sucedía con las no puras– son capaces de generar todas las de-
más. Así el amor a la verdad, a Dios, y las emociones que dependen de él
pueden ser consideradas como afectos humanos. ¿Cuál es entonces la di-
ferencia entre las emociones puras y los actos de pensamiento?
Descartes parece rechazar que las emociones puras, a pesar de pro-
ceder de los juicios del alma, sean acciones del alma; pues en ellas, en
tanto que se percibe la utilidad o daño del objeto, se da cierta pasividad.
Sin la pasión –parece plantear– careceríamos de afectividad espiritual,
pues ésta implica siempre una vivencia. De ahí que Descartes sostenga
que, en esta vida, las emociones puras son acompañadas por las pasio-
nes 24. Para conectar las pasiones a las emociones puras es necesario un
complejo proceso cuyo punto de partida se halla en el alma. En efecto,
«apenas nuestro intelecto se da cuenta de que poseemos algún bien, aun-
que sea tan diverso de cualquier realidad corporal que ni siquiera poda-
mos imaginarlo, la imaginación no deja de producir inmediatamente en
el cerebro alguna impresión, a la que sigue el movimiento de los espíritus
que excitan la pasión de la alegría» 25.
La dificultad cartesiana para ofrecer una explicación de la afectivi-
dad espiritual no es una casualidad, sino una consecuencia necesaria de
los hechos de que la valoración, en el caso de las emociones puras, no es
biológica, y de que la valoración –al igual que ocurre en las pasiones– no
forma parte de la emoción en sí misma considerada. Por eso, se debe afir-
mar que ni el enfoque fisiológico ni el valorativo permiten conocer la pa-
sión en cuanto tal.
Es preciso concluir que la pasión, en sí misma considerada, es un es-
tado mental sin relación con los cambios físicos y sin contenido eidético
preciso. Sorprende, por eso, la tesis cartesiana de que la pasión se conoce
en sí misma, en el momento mismo en que se experimenta. La única for-
ma de explicar tal afirmación es suponer, en la pasión, la existencia de
una evidencia semejante a la del cogito. Pero la pasión, a diferencia del co-

23. Cfr. ibid., p. 387.


24. «Mientras dura la unión entre el alma y el cuerpo, esta alegría intelectual no
deja nunca de acompañarse de otra que es pasión» (Les passions, AT XI, p. 397).
25. Cfr. ibid., p. 397.
36 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

gito, no es acto de pensamiento, sino sólo una idea distinta de todas las
demás y diferenciada en sí misma. Llegamos así al punto más débil de la
tesis cartesiana: el sujeto es capaz de tener una evidencia no sólo de la
existencia de la pasión, sino también de su multiplicidad y diferencias (lo
que le permite reconocerlas y reidentificarlas), pero no logra decir nada
de su contenido objetivo.
Además, si experimentar una pasión equivale a conocerla, ¿cómo se
explica que la persona apasionada desconozca con frecuencia lo que le
pasa? En definitiva, la pasión es asimilada a un estado puramente subjeti-
vo, cuyo acceso se halla limitado al sujeto que la experimenta. El plantea-
miento cartesiano de las pasiones conduce así a una cierta contradicción.
Volviendo al ejemplo del apasionado, estaría, por una parte, bajo el influ-
jo de la pasión; por otra, en la medida en que no es capaz de reconocer-
la, no lo estaría.

b) La existencia de dos causas opuestas en el origen de la emoción. Aparente-


mente la pasión tiene una sola causa: el movimiento del cuerpo. Se trata
de una causa contingente para el alma, pues cuerpo y alma son dos sus-
tancias distintas. La relación contingente, además de ser la más coheren-
te con la distinción de las sustancias, parece respetar la libertad humana,
en cuanto que no se impone completamente. Sin embargo, la relación
contingente no es inicialmente libre, sino natural, por lo que cada pasión
tendrá una historia, que comienza en la infancia. Las experiencias sucesi-
vas no repiten simplemente una unión ya establecida, sino que la refuer-
zan: la memoria corporal retiene, mediante una especie de huellas, el
movimiento de los espíritus animales que anteceden a la pasión y a la ac-
ción. De ahí que baste la aparición de un objeto, conectado biográfica-
mente con una determinada pasión, para que los espíritus animales sigan
el mismo curso.
Un análisis detallado de Les passions sugiere, sin embargo, que la cau-
sa de las emociones no es sólo el cuerpo, sino también la voluntad, como
lo muestra el poder que Descartes le atribuye. En efecto, la voluntad, ade-
más de reforzar las conexiones antiguas cuando se quieren las acciones
preparadas en el nivel fisiológico, puede también, por medio de técnicas,
interrumpirlas e incluso crear nuevas conexiones. Si esto es así, hay que
sostener que la voluntad actúa como causa. A través del uso de la volun-
tad, Descartes pretende alcanzar el mayor control posible de las pasiones,
pues éstas se hallan –tanto en su génesis como en los procesos que las des-
encadenan– bajo el poder de la voluntad.
En conclusión, si bien –como veremos– el enfoque fisiológico resulta
válido para explicar la pasión, no es suficiente si se desea conseguir una
comprensión global de los fenómenos afectivos. La cuestión que, en la te-
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 37

sis cartesiana no está aún resuelta, es la integración de ese enfoque parcial


con otros distintos, como el valorativo. Tal defecto se debe, a nuestro pa-
recer, al dualismo de la metafísica cartesiana, en particular a la distinción
absoluta entre alma y cuerpo, que impide cualquier tipo de integración de
enfoques, pues la explicación exclusivamente fisiológica de la pasión es
incompatible con la espiritualidad humana.
El modo extraño de explicar los afectos espirituales y el control de
las emociones manifiesta, con elocuencia, las dificultades que Descartes
encuentra para hacer convivir en un mismo hombre pasión y libertad. La
solución de escindir al hombre en algo natural (el origen corporal de las
pasiones, que puede ser manipulado), y algo espiritual (la libertad, que
permite el control) requiere pagar un precio muy alto: la imposibilidad
de explicar la pasión y, como consecuencia, la misma acción humana. En
efecto, si bien Descartes no condena la pasión en sí misma, sugiere mirar-
la siempre con sospecha, ya que se trata de una idea que nace no de la es-
piritualidad del hombre, sino de lo que hay de natural en él. De ahí que
el control de la pasión no será nunca completo ni, sobre todo, interno, sino
externo y limitado a las técnicas; en palabras de la psicología clásica será
un control despótico o rígido.

2. LA TEORIA CONDUCTISTA DE LA EMOCIÓN

Si la teoría cartesiana de las pasiones podía considerarse como una


antropología todavía sin desarrollar, el conductismo se presenta a sí mis-
mo como contrario a cualquier tipo de teoría antropológica: sería pura
ciencia experimental del comportamiento humano. A pesar de tal pre-
tensión, el conductismo –como procuraremos mostrar– contiene una
concepción muy precisa del hombre y de la vida humana.
Con el fin de defender esa tesis, en el estudio de la teoría conductis-
ta de la afectividad seguiremos un método diferente del empleado al tra-
tar de las pasiones en Descartes: nos ocuparemos sólo de examinar las
emociones según el esquema interpretativo de algunos autores, en parti-
cular según el así llamado comportamiento operante de Skinner. La exposi-
ción del conductismo tendrá, por tanto, un carácter monográfico y sinté-
tico.
Mediante dicho enfoque intentaremos determinar qué tipo de visión
del hombre se esconde en el conductismo. Creemos que la individuación
de la antropología que subyace en esta corriente nos permitirá valorar el
conductismo no sólo a partir de su contribución a la teoría de la emoción,
sino sobre todo a partir de sus presupuestos antropológicos.
38 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

2.1. Génesis histórica del conductismo

Desde el punto de vista de la ciencia psicológica, el conductismo es


el resultado de un largo proceso que surge de la oposición a una psicolo-
gía de impronta cartesiana. El cartesianismo, como es sabido, además de
influir decisivamente en el terreno filosófico y científico (matemáticas y
ciencias experimentales), resulta de capital importancia en la génesis y el
desarrollo de la psicología como ciencia independiente. La identificación
cartesiana entre subjetividad y conciencia se encuentra, por ejemplo, en
la base de la psicología de Wundt y, sobre todo, de Titchner. Estos dos au-
tores establecieron como primer principio de esa nueva ciencia la impo-
sibilidad de explicar los eventos mentales o fenómenos de conciencia a
través del mecanicismo que, en cambio, es propio de los procesos natura-
les. Así, puesto que la experiencia externa quedaba excluida como méto-
do, a la psicología no le quedaba otra vía que la introspección 26.
Contra la reducción de la psicología al análisis de la conciencia se
alzó a comienzos del siglo XIX la protesta de quienes, como Carpenter,
consideraban lo mental un epifenómeno de lo físico. De este modo, la
concepción mecanicista de la vida, teorizada en el mundo clásico por De-
mócrito y Epicuro y retomada en el siglo XVIII por La Mettrie, condujo a la
elaboración de la llamada psicología sin alma 27. La nueva disciplina debía
ocuparse sólo de los procesos fisiológicos del ser vivo. Ciertamente, existían
diferencias respecto a la psicología mecanicista inicial: por una parte, los
teóricos de la psicología sin alma disponían de una mayor cantidad de datos
acerca de las relaciones, en una misma acción, entre procesos mentales y
fisiológicos; por otra, la nueva psicología compartía en líneas generales la
visión darwiniana del mundo, caracterizada por la lucha por la vida y la su-
pervivencia del más apto. El desarrollo de la psicología sin alma dio lugar a
la creación de una psicología objetivista que llegaría al culmen con el con-
ductismo. Pero para el nacimiento del objetivismo faltaba un principio ca-
paz de explicar el porqué de las relaciones entre procesos mentales y pro-
cesos fisiológicos, pues las leyes descubiertas eran más fruto del azar que
confirmación de una tesis psicológica madura.

26. «La exposición más cuidada del método introspectivo, el “esquema de la intros-
pección”, se encuentra ya en los artículos escritos en 1912 por Titchner (...). El esquema
de la introspeccción se extendía, por una parte, al estudio cualitativo de los fenómenos
psíquicos, excluidos por el método de la percepción interna de Wundt, e introducía, por
otra parte, nuevas características en la investigación» (L. MECACCI, Storia della psicologia del
Novecento, Laterza, Bari 1992, p. 8).
27. Para una visión de conjunto de la llamada psicología sin alma véase G. MURPHY,
Historical Introduction to Modern Psychology, 5.ª ed., Routledge & Kegan Paul, London 1960,
en particular la tercera parte: Sistemas psicológicos contemporáneos.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 39

Con la llegada del nuevo siglo, la psicología creyó encontrar ese prin-
cipio en el método del reflejo condicionado. Aunque la existencia de ese
tipo de reflejo era conocida desde hacía siglos, fue Paulov, famoso fisiólo-
go ruso, quien lo empleó por primera vez con el fin de resolver algunas
cuestiones en el terreno de la fisiología. A diferencia del reflejo espontá-
neo que se produce sólo ante el estímulo, el condicionado presenta como
peculiaridad aparecer también cuando el estímulo está ausente. Paulov,
como es sabido, realizó el siguiente experimento: hizo sonar un diapasón,
mientras colocaba cierta cantidad de carne en la boca de un perro; des-
pués repitió el experimento con pequeñas pausas hasta que la vibración
del diapasón, sin la presencia de la carne, provocó el flujo continuo de la
saliva. El fisiólogo ruso dedujo de esa experiencia el siguiente principio:
todas las regularidades biológicas a las que el organismo debe adaptarse
consisten en asociaciones, como las del sonido del diapasón y la vista de
la carne.
A pesar de que Paulov no se ocupó nunca de psicología, el método del
reflejo condicionado influyó mucho en esta ciencia. Otro fisiólogo ruso,
Bechterev, construyó a partir de las teorías de Paulov un sistema psicológi-
co, en donde todos los procesos superiores (imaginación, pensamiento y
volición) se explicaban mediante la reducción a respuestas simbólicas basa-
das en el condicionamiento. La lectura de la obra de Bechterev Psicología
objetiva proporcionó al psicólogo estadounidense Watson el método que
buscaba para construir una psicología conductista, capaz de dar cuenta
de los comportamientos psicopáticos. Watson descubrió así que lo que
hasta entonces se había considerado una mente enferma no era más que
el resultado de un comportamiento modificado por reflejos condiciona-
dos. El misterio del perro que prefiere comer carne podrida se desvela
cuando nos enteramos de que en el pasado fue castigado por comer carne
fresca.
Los éxitos en la aplicación de este método a la curación del comporta-
miento psicopático condujeron a Watson a la realización de un proyecto
ambicioso: tratar de explicar cualquier tipo de comportamiento mediante
el reflejo condicionado. En 1919, con la publicación de su principal obra,
Psicología desde el punto de vista de un conductista, su deseo se convirtió en
realidad. En ese libro, Watson planteaba por primera vez la elaboración
de una ciencia de la personalidad, fundada en los condicionamientos
producidos en la infancia. Tras algunos experimentos con niños menores
de un año llegó a la conclusión de que no sólo los hábitos motores sim-
ples, sino también los rasgos más duraderos de la personalidad, como las
emociones, podían forjarse a través del condicionamento. Las emociones,
pues, lejos de ser un fenómeno psíquico al cual sólo se accede mediante
introspección, aparecen como un pattern-reaction (modelo de reacción)
heredado que contiene profundos cambios fisiológicos. Y, puesto que el
40 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

pattern-reaction natural se modifica por medio del reflejo condicionado,


derivado de las experiencias personales y de la educación, las emociones
primigenias se encontrarían sólo en los niños pequeños.
Los experimentos con niños sugirieron a Watson la existencia de tres
emociones básicas: el miedo, la rabia y el amor (en el sentido freudiano
de libido), que constituirían así tres tipos de comportamiento espontáneo.
Estudiando los estímulos que provocan los diversos comportamientos, el
psicólogo estadounidense descubrió la relación entre ruidos muy fuertes
y la agitación y el llanto del niño, que caracterizaría la emoción del mie-
do. Para probar la validez de su tesis sobre el influjo del reflejo condicio-
nado en los cambios emocionales, Watson asoció el estímulo de los marti-
llazos contra una plancha de metal con la presencia de otro estímulo: un
muñeco de peluche que el niño acariciaba espontaneamente. La repeti-
ción de los martillazos cada vez que el niño tocaba el muñeco hizo que el
estímulo positivo se trasformara en negativo: al ver el muñeco, el niño se
agitaba y lloraba, incluso una vez desaparecido de su vista. Watson confir-
maba así la tesis de que la emoción no es una especie de fenómeno psí-
quico, sino el nombre de una reacción observable, cuyas manifestaciones
pueden modificarse mediante los reflejos condicionados 28.

2.2. El comportamiento operante de Skinner

Las tesis de Watson tuvieron mucho éxito, sobre todo en la psicolo-


gía de los países anglosajones. Skinner, uno de sus discípulos, las ha con-
ducido en los últimos decenios a las últimas consecuencias 29 .
Aunque Skinner sostiene el principio conductista como el único modo
de estudiar el comportamiento del animal y del hombre, rechaza algunas
tesis de su maestro, por ser contrarias al principio conductista de acep-
tar sólo lo que puede ser observado sin hacer ningún tipo de inferencia 30.
Skinner, por ejemplo, niega que la emoción se identifique con determi-
nados cambios fisiológicos. Tras una serie de investigaciones en colabora-
ción con Holland, descubre una base fisiológica común a todas las emo-
ciones, l’activation syndrome, o el síndrome de activación de la hormona

28. La identificación de la emoción con las simples reacciones observables ha sido


criticada rigurosamente por A. KENNY, Action, Emotion and Will, 6.ª ed., Routledge & Ke-
gan Paul, London 1979, pp. 42-51.
29. Una síntesis de la relacción entre Pavlov, Watson e Skinner se encuentra en el
ensayo de L. STEVENSON, Seven Theories of Human Nature, Oxford University Press, 1974, ca-
pítulo VIII de la segunda parte.
30. Para el estudio de los principales psicólogos del conductismo véase J.B. WATSON,
Psychology as the Behaviorist View it, «Psycological Review», XX (1913), pp. 158-177.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 41

llamada adrenalina. Los reflejos fisiológiocos de ese síndrome son: el au-


mento de los niveles de azúcar y oxígeno en la sangre, la menor resisten-
cia eléctrica de la piel y la dilatación de las pupilas, el cese de la secreción
gástrica y de las contracciones del estómago e intestinos.
Otros experimentos hicieron que Skinner se convenciese de que el
síndrome de activación no se encontraba sólo en las diferentes emociones
(miedo, ira, ansiedad, etc.), sino también en un organismo que acababa
de realizar tareas que exigían gran esfuerzo físico. Skinner concluyó, así,
que el síndrome de activación, excepto en el caso de ansiedad, desempe-
ñaba siempre una función biológica: «la mayor parte de las respuestas da-
das en el miedo y en la ira activan en el organismo su capacidad de esfuer-
zo físico. Este síndrome de activación es importante para la supervivencia
(...) en un ambiente muy primitivo» 31. En la ansiedad, en cambio, el sín-
drome no posee valor biológico, pues el organismo no debe afrontar nin-
gún esfuerzo físico ni adaptarse a un ambiente hostil; de ahí que el perdu-
rar del síndrome sea causa de desórdenes de tipo psicosomático.
En contra de la tesis de Watson, Skinner sostiene la imposibilidad de
identificar una emoción mediante cambios fisiológicos, pues por una par-
te éstos son comunes a todas las emociones y, por otra, los cambios se pro-
ducen incluso cuando el organismo no se encuentra en una situación
emocional. Por consiguiente, los cambios, por sí solos, no sirven para in-
dicar si se padece una emoción o no. El método para determinar las emo-
ciones es otro: el comportamiento operante, que representa el grado más des-
arrollado del comportamiento animal.
En lugar de limitar la psicología –como hace Watson– al estudio del
comportamiento de respuesta 32, es decir, la respuesta del animal frente a un
estímulo (por ejemplo, el sudor ante el estímulo del calor), Skinner pro-
pone un modelo más adecuado, el comportamiento operante, pues la mayor
parte de los comportamientos animales y humanos no admite una expli-
cación tan simplista como la del esquema estímulo-respuesta.

31. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior: A Program for Self-Instruction
McGraw-Hill, New York 1961, p. 210, n.º 30-2.
32. Popper expone de forma simplificada, pero clara, la teoría del reflejo: «El
comportamiento del animal consiste en respuestas musculares ante estímulos. En el caso
más simple del estímulo es una irritación o excitación de un órgano sensible, o sea de
un nervio centrípeto. Desde el nervio centrípeto la señal es conducida al sistema nervio-
so central (la médula espinal y el cerebro) y aquí es reflejado; es decir, excita (tal vez des-
pués de ser elaborado en el sistema nervioso central) un nervio centrífugo, que a su vez
es responsable de la estimulación y de la contracción de un músculo. Lo que causa un
movimiento físico de una parte del cuerpo: una respuesta comportamental» (K.R. POPPER y
J.C. ECCLES, The Self and its Brain. An argument for Interactionism, Springer Verlag, Heidel-
berg-Berlin-London-New York, I, n.º 40).
42 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

El nombre de comportamiento operante deriva de la función capital


que la operación desempeña en el comportamiento de los animales. La
operación no es un simple reflejo fisiológico, sino la respuesta del ani-
mal ante una situación determinada. Al contrario de lo que sucedía con
el estímulo que es exterior y singular, la situación está constituida por el
conjunto de las diversas variables del ambiente y del animal (entre ellas,
son sin duda importantes los condicionamientos del animal). La modifi-
cación de algunas de estas variables impulsa el animal a actuar. Así el
animal, cuando está hambriento, realiza diferentes operaciones para sa-
tisfacer el hambre. La totalidad de esas operaciones equivale al comporta-
miento operante, o sea al tipo de comportamiento que obra o actúa en el
ambiente 33.
Skinner se encontró con el problema de individualizar los elementos
que actúan como condicionamiento del comportamiento operante. Los
experimentos de la psicología de entonces no permitían alcanzar ese ob-
jetivo, pues colocaban al animal en una situación ideal de condiciona-
miento en que o permanecía totalmente pasivo o en completa libertad
ante los estímulos del ambiente. En el primer caso, se descartaba cual-
quier tipo de operación del animal; en el segundo, los condicionamientos.
Para resolver el problema, Skinner ideó un nuevo modelo de experimen-
to, en que se permitía al animal actuar para satisfacer sus necesidades,
mientras se le limitaban las posibilidades de acción. De este modo, según
el psicólogo estadounidense, sería posible cuantificar el influjo del estímu-
lo en el desarrollo de la acción. Skinner introdujo un ratón en una caja
cerrada, provista en su interior de una barra horizontal unida a un dispo-
sitivo que hacía entrar la comida cada vez que el animal bajaba la barra.
El animal, premiado con la comida, repetía la operación hasta que no sa-
lía más alimento. El análisis de este experimento proporcionó los elemen-
tos fundamentales del comportamiento operante: el refuerzo positivo (la
comida), llamado así porque hacía aumentar la probabilidad de cumplir
una determinada acción; el operante o acción del animal (bajar la barra
para recibir alimento) y, por último, la desaparición del operante por falta
de refuerzo (el animal disminuía paulatinamente la acción hasta llegar al
cese total).

33. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior, cit., p. 46. El desarrollo de
la psicología conductista a partir de Watson ha sido estudiado, entre otros, por D.E. BRO-
ADBENT, Behaviour, Methuen, London 1961.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 43

2.3. Emoción y refuerzo

El esquema del comportamiento operante fue aplicado por Skinner


al estudio de la emoción, pero con una variante: en vez del refuerzo posi-
tivo, introdujo la noción de refuerzo negativo, es decir, el aumento de la
probabilidad de ejecutar determinadas acciones con el fin de hacer cesar
una situación. La razón de esta modificación derivaba de la imposibilidad
de explicar la emoción a través de un refuerzo positivo, porque el com-
portamiento propio de la emoción no consiste en conseguir un objeto
para satisfacer una necesidad, sino más bien en hacer cesar una situación
negativa, por ejemplo, de peligro. En la emoción se daría, así, un com-
portamiento semejante al de la persona que siente dolor, pues en ambos
casos se intentaría eliminar una situación negativa.
La comparación de la emoción con el dolor es la clave, según Skin-
ner, para entender la función del comportamiento operante en las diver-
sas emociones. En efecto: en aquellos mismos experimentos con ratones
Skinner descubrió que cuando aparecía el estímulo doloroso aumentaba
la probabilidad de emitir una clase de operantes (o grupos de acciones)
que habían sido reforzados en el pasado por la reducción del estímulo do-
loroso (refuerzo negativo). De igual modo observó que, bajo las diferen-
tes condiciones emocionales, aumentaba en los ratones la propabilidad
de emisión de operantes reforzados negativamente en el pasado. La con-
clusión que Skinner dedujo de esa comparación es clara: las emociones,
como el dolor, pueden ser determinadas a partir de la emisión de los di-
ferentes grupos de operantes.
El estudio de los grupos de operantes debería conducir, según Skin-
ner, a la determinación de las emociones (ira, miedo, amor y ansiedad).
El hombre enojado, por ejemplo, emite todos o, por lo menos, algunos
de los siguientes operantes: da un puñetazo en la mesa, se despide con un
portazo o la emprende a golpes con el causante de su ira... Por medio de
esos operantes, intenta influir en la persona con quien está enojado para
que esta cambie de actitud y deje de realizar las acciones que han causa-
do su ira. De forma semejante, el hombre con miedo emite algunos ope-
rantes, como la fuga, con el fin de eliminar la situación negativa.
Aunque Skinner no trata la aversión como una emoción distinta del
miedo, distingue entre el comportamiento preventivo (equivalente a la aver-
sión) y la fuga. El comportamiento preventivo es una respuesta que se da
antes de la aparición del estímulo adverso, con el fin de retardarlo o evitar-
lo; por ejemplo, el perro que aprende a saltar fuera de la jaula en el mismo
momento en que se enciende la luz, para evitar así la descarga eléctrica.
El comportamiento de la fuga, en cambio, es una respuesta posterior a la
aparición del estímulo adverso.
44 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Skinner modifica en parte este modelo explicativo al tratar del amor


y de la ansiedad. Para el amor no sirve la noción de refuerzo negativo,
pues aquél se identifica con el hecho de que «nosotros mismos hemos
sido reforzados por medio de la persona de la que estamos enamora-
dos» 34. Habría que decir, por tanto, que en el amor –como en las necesi-
dades biológicas– el refuerzo es positivo: el enamorado, reforzado por la
persona amada, intenta estar junto a ella, hacer lo que a ella le gusta... La
ansiedad, por su parte, es una emoción muy particular. A pesar de proce-
der –como las demás emociones– de una situación reforzada negativa-
mente, la ansiedad no desaparece emitiendo operantes, pues ninguna ac-
ción es capaz de eliminar la situación negativa; así, el conductor con una
ansiedad condicionada por el exceso de velocidad conducirá lentamente,
sin que por eso disminuya o desaparezca la ansiedad. La prolongación del
estado de ansiedad es la causa, según Skinner, de frecuentes trastornos psí-
quicos.
En definitiva, la completa igualdal entre emoción y operantes no sig-
nifica sólo la imposibilidad de reconocer la emoción mediante cambios fi-
siológicos, sino también la de describir una emoción a partir de la situa-
ción. Pues, aunque es verdad que –como sostiene Skinner– hay algunas
situaciones que provocan espontáneamente el síndrome de activación,
esto no ocurre siempre, ni de modo duradero. Las circunstancias des-
acostumbradas, por ejemplo, pueden funcionar como un estímulo nega-
tivo, o sea como una situación de la que se intenta escapar, por ejemplo, la
oscuridad para el niño pequeño; pero si con el paso del tiempo el sujeto
logra adaptarse a ellas, deja de manifestarse el comportamiento operativo
no condicionado (la huida es un comportamiento emocional condiciona-
do); por ejemplo, el niño que es castigado repetidamente a permanecer
encerrado en una habitación a oscuras puede terminar por acostumbrar-
se a la oscuridad. Por otra parte, algunas situaciones normales, como la
de la búsqueda de un objeto, pueden trasformarse en emocionales por
falta de refuerzo; así, la persona que busca el paquete de tabaco emite
una serie de operantes: se mira en los bolsillos, revuelve los cajones... y si,
a pesar de todo, no lo encuentra, se sentirá frustrado, es decir, en un esta-
do emocional caracterizado por la ausencia del refuerzo acostumbrado 35;
si en cambio, lo halla, el refuerzo positivo pondrá punto final al compor-
tamiento operante. Por último, cualquier tipo de estímulo puede volver-
se emocional a través de un proceso de condicionamiento. Las palabras
malo y error, por ejemplo, que con frecuencia van acompañadas de casti-
gos, pueden originar miedo.

34. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior, cit., p. 215, n.º 31-12.
35. Cfr. ibid., p. 217, n.º 31-29.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 45

Emoción y situación, aunque a veces coinciden, son, por tanto, dos


conceptos diferentes. Emoción y grupo de operantes, en cambio, se iden-
tifican: el grupo de operantes constituye el comportamiento operante
que define una determinada emoción. De este modo, la emoción aparece,
en el conductismo, como pura exterioridad; y, en cuanto tal, como algo
absolutamente observable, describible y comunicable.

2.4. El autocontrol

Como es lógico, el planteamiento skinneriano de la emoción no ad-


mite ningún tipo de control libre, es decir, fundamentalmente depen-
diente del sujeto, pues todo comportamiento operante deriva siempre de
un refuerzo positivo o negativo y, por consiguiente, depende de determi-
nadas variables. No tiene sentido, pues, según Skinner, distinguir el com-
portamiento voluntario del involuntario, como si el primero dependiera
de forma exclusiva del sujeto.
Tal distinción, sin embargo, se podría hacer –plantea Skinner– si,
privándola de cualquier referencia a la libertad, se la entendiese única-
mente como referida a la pecularidad del comportamiento humano, es
decir, a la diferencia entre un comportamiento operante y otro de res-
puesta (o reflejo), pues mientras el comportamiento de respuesta posee
una función biológica inmediata, el operante la tiene sólo mediata, en
cuanto que influye en el comportamiento de respuesta. Esto se ve con cla-
ridad en el ejemplo del llanto: llorar, como respuesta al reflejo producido
por la lectura de una novela lacrimógena, sería un comportamiento de res-
puesta, semejante a las lágrimas causadas por la entrada de unas motas de
polvo en el ojo; mientras que leer ese tipo de novelas sería un comporta-
miento operante.
Skinner denomina autocontrol a la clase de comportamiento en el
que hay dos respuestas –el comportamiento operante y el de respuesta,
que es producido por el operante–. El autocontrol, sin embargo, no de-
pendería del ejercicio de un poder interior o voluntad, sino de variables
que, cuando son modificadas, hacen cambiar el grado de probabilidad de
la respuesta controlada. Esas variables son los diversos tipos de refuerzo
positivo o negativo. Según Skinner, el conocimiento de las condiciones
relevantes para que se produzca un determinado comportamiento permi-
tiría controlar tanto el propio como el ajeno.
El autocontrol es considerado, así, como el conjunto de las técnicas
que surgen del conocimiento de las principales variables de comporta-
miento. Entre las más importantes se encuentran, en opinión de Skinner,
las que permiten modificar o reforzar el propio comportamiento. Cuan-
do, por ejemplo, el comportamiento se halla condicionado por los comen-
46 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

tarios de otras personas, nos podemos servir de ellos para crear refuerzos
negativos o positivos; el comentario negativo funciona como estímulo ad-
verso condicionado, mientras que el positivo genera un refuerzo positivo.
Así, cuando los amigos de una persona obesa la felicitan por haber adel-
gazado, la interesada recibe un refuerzo adicional para seguir con el régi-
men o disminuir aún más la cantidad de alimento.
Mediante el autocontrol se alcanzaría, en opinión de Skinner, la cima
de la psicología objetiva. La propia subjetividad sería tan dominable como
lo es la subjetividad de los otros, pues una y otra se reducen a un puro ob-
jeto científico, o sea al conocimiento de las variables del comportamiento
y a las técnicas que nos permiten manipularlas. En esta perspectiva, la
emoción adquiere un relieve particular en el autocontrol. Veámoslo.
La emoción, a pesar de estar constituida –según Skinner– por los
cambios fisiológicos (el síndrome de activación) y los operantes, es en rea-
lidad idéntica al comportamiento operante, pues los cambios fisiológicos
son comunes a todas las emociones. La identificación de operantes y
emoción comporta el triunfo del objetivismo. En efecto, puesto que los
operantes son perfectamente observables y no pueden ser reducidos a
otro tipo de operante, carece de sentido hablar de emociones básicas, como
si estas fueran los elementos inobjetivables presentes en cada emoción
compleja. Placer y dolor, que en Watson aparecían todavía como elementos
afectivos originarios, dejarán de ser considerados por Skinner como emo-
ciones, pues se trata sólo de conceptos no científicos.
La eliminación del placer y del dolor conduce a la destrucción del últi-
mo escollo en el navegar de la psicología científica. En ella todo queda re-
ducido a una serie limitada de comportamientos diferentes y, a la vez, irre-
ductibles, que, precisamente por eso, son completamente cognoscibles.
Dentro del comportamiento hay dos conceptos científicos elementales que
desempeñan un papel decisivo: el refuerzo positivo y el negativo; son defi-
nidos de acuerdo con su capacidad para hacer aumentar la frecuencia de
un determinado operante. La diferencia entre estos dos tipos de refuerzo
deriva de lo siguiente: el positivo se repite mientras está presente el estí-
mulo; el negativo, en cambio, sólo hasta que desaparece. A través de esos
dos conceptos, la psicología conductista piensa haber alcanzado el grado
más alto de simplicidad científica, que permite la explicación de cualquier
tipo de comportamiento.

2.5. Problemas de la teoría conductista

El conductismo se presenta como la única psicología científica posi-


ble, porque se matendría siempre en el nivel de los datos experimentales
sin hacer nunca ningún tipo de inferencia. Para alcanzar ese estatuto cien-
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 47

tífico, el conductismo se habría liberado de diversos prejuicios: en primer


lugar, de los eventos mentales propios de la psicología introspectiva; en
segundo lugar, de la creencia de que en el hombre existe algo distinto de
los animales; en tercer lugar, del prejuicio fisiologista, que reduce el com-
portamiento a un simple reflejo.
La coherencia de la tesis comportamentista con sus premisas de re-
ducir las acciones del hombre a algo puramente exterior –observable y
previsible según leyes de naturaleza puramente física– no elimina, sin em-
bargo, algunas dificultades.
Analizaremos ahora sólo aquellas que podrían considerarse los pun-
tos débiles de la tesis skinneriana de las emociones:
a) La imposibilidad de reducir la emoción al comportamiento.
b) La función biológica de la emoción.

a) La imposibilidad de reducir la emoción al comportamiento. Además de


no considerar la emoción como un evento mental, Skinner niega que el
elemento determinante de la emoción sean los cambios fisiológicos, ya
que estos son comunes no sólo a todas las emociones, sino también a los
estados del organismo que se prepara a realizar un esfuerzo físico. Una
vez descartados los aspectos psíquico y fisiológico, queda sólo el comporta-
miento porque, por una parte, en él influyen –además de los cambios fi-
siológicos– una multiplicidad de variables sociales, políticas y culturales;
por otra, el comportamiento continúa siendo algo de carácter físico y, en
consecuencia, objetivable. La tesis es, pues, coherente con el descubri-
miento del síndrome de activación y con el rechazo de cualquier asomo de
trascendencia de lo físico.
Esta coherencia con los principios no esconde, sin embargo, graves
dificultades. En primer lugar, la igualdad de la emoción con el compor-
tamiento operante supone que todas las emociones puedan ser individu-
lizadas mediante determinados operantes o, por lo menos, mediante de-
terminados grupos de operantes. De ahí que las emociones se reduzcan
a tres: miedo, ira y amor. Así, dar un puñetazo en la mesa, pegar un por-
tazo... son los operantes del comportamiento agresivo. El ejemplo pare-
ce concluyente. Pero basta reflexionar un poco para darse cuenta de
que clasificar una emoción basándose en los operantes no es tarea fácil.
En el ejemplo anterior, además de los operantes enumerados hay otras
acciones, como elevar el tono de la voz, insultar, etc., que pueden ser tam-
bién reconocidas como manifestaciones de enojo. Se debería afirmar,
por eso, la imposibilidad de establecer una clasificación completa de los
operantes de una emoción, por el temor a dejar alguno sin anotar. Ade-
más, cada uno de esos operantes puede encontrarse en comportamientos
no agresivos: es posible alzar el tono de voz porque se está borracho, ale-
48 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

gre, etc.; de forma semejante, es posible insultar a un amigo en broma.


Por tanto, ni siquiera la presencia de los operantes considerados como
pertenecientes a la emoción de la ira permiten reconocerla sin errores.
Podría objetarse que Skinner habla de grupos de operantes. Ahora bien,
si ninguno de los operantes, tomados aisladamente, puede ser identifi-
cado con una emoción determinada, tampoco lo podrá ser el conjunto;
por lo menos, no lo podrá ser a partir de la simple consideración de los ope-
rantes.
En realidad a los operantes se les hace coincidir con una determina-
da emoción, porque son la respuesta a una situación dada que actúa
como refuerzo, es decir, los operantes son identificados siempre en una
determinada situación; con palabras de Skinner: «algunas condiciones
definidas por sus efectos en el comportamiento operante tienen siempre
efectos emocionales. Quitarle a un niño los dulces –un refuerzo– tiene un
efecto emocional (ira, rabia, etc.)» 36. El llanto y los gritos de ese niño pue-
den ser reconocidos como operantes de la ira porque vemos que siguen a
la privación de los dulces (refuerzo positivo) o a un castigo –no físico–
por haber cometido un error; o pueden ser reconocidos como operantes
del miedo porque son la consecuencia de una pesadilla; o pueden ser re-
conocidos como manifestación de una disfunción física cuando se produ-
cen después de una caída... El recurso a la situación para establecer la
igualdad de una emoción con determinados operantes significa que la si-
tuación ya es en cierto sentido emotiva. Encontramos, así, una circulari-
dad lógica en la definición conductista de emoción 37: se define la emo-
ción de acuerdo con el comportamiento operante, que, a su vez, sólo puede
ser entendido como emocional a partir de la producción de determina-
dos efectos.
No es posible, pues, afirmar que el comportamiento operante es
igual a la emoción. Eso se aprecia con mayor claridad aún cuando se con-
sideran otras emociones, como el amor, el odio, la alegría, la tristeza, etc.
Dichas emociones carecen de operantes propios; se podría identificar
–como hace Skinner– el odio con la respuesta emotiva ante una persona
que actúa como estímulo adverso, pero hay una importante distinción en-
tre la persona odiada y cualquier otro tipo de estímulo adverso. En efec-
to, a diferencia de los estímulos adversos, la permanencia junto a la per-
sona odiada no sirve para anular el odio.
Skinner, sin embargo, no piensa que el odio deba explicarse de for-
ma distinta de la aversión, ya que también aquél desaparece si se logra

36. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior, cit., p. 216, n.º 31-28.
37. Una crítica en este sentido es la que hace W. LYONS, Emotion, Cambridge Uni-
versity Press, Cambridge 1980, p. 22.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 49

estar junto a la persona odiada en determinadas condiciones que no sus-


citan odio. ¿Cuáles son esas circunstancias? Aunque Skinner no respon-
de directamente a esta pregunta, lo hace de modo indirecto, al soste-
ner que el amor es un comportamiento emocional incompatible con el
odio. Pero si analizamos la definición skinneriana de amor no podremos
evitar una sorpresa, pues el amor no es más que un refuerzo «mediante
la persona de quien estamos enamorados». En definitiva, controlar el
odio supone actuar como si la persona que hace las veces de refuerzo
negativo fuese un refuerzo positivo. A la pregunta de porqué complicar-
se la vida y no dejarse arrastrar simplemente por los refuerzos positivos o
negativos que ya tenemos, Skinner respondería con toda probabilidad
que tanto el autocontrol como el comportamiento de respuesta simple
persiguen sólo la propia supervivencia y, por consiguiente, el autocon-
trol resulta, para nosotros, igual de necesario que cualquier otro tipo de
reflejo.

b) La función biológica de la emoción. He aquí la tesis más problemática


de Skinner 38. En líneas generales, puede aceptarse que el miedo y la agre-
sión desempeñen un papel en la conservación de la vida, pero ¿cuál es el
valor biológico de una emoción como la ansiedad? Skinner la define
como una «predisposición emocional que con frecuencia anticipa un estí-
mulo adverso no condicionado» 39. La ansiedad, sin embargo, no se re-
suelve con el alejamiento del estímulo adverso, entre otras cosas porque
no se reconoce el estímulo como tal. Precisamente porque no existe nin-
gún comportamiento que produzca la extinción de la ansiedad, debe afir-
marse que ésta carece de valor biológico, salvo que se la conciba como se-
ñal de alarma ante un trastorno interno y, como consecuencia –en contra
de la tesis de Skinner– como un estado que no se genera por un refuerzo,
sino por el vivir de la persona.
En donde, de ningún modo, se encuentra ese supuesto valor biológi-
co es en los efectos emocionales causados por la lectura de un libro o la
visión de una película. Skinner alude a ellos cuando, refiriéndose al géne-
ro de diversión tear-jerker (arranca-lágrimas), afirma que «es un libro, una
representación teatral, o una película ideados para reforzar al lector o es-

38. Spaemann indica con claridad la trayectoria recorrida por la modernidad: des-
de el dominio de la naturaleza, fundamentado en la distinción entre res extensa y res cogi-
tans, a la reducción del hombre a un ser natural, propia de la objetivación científica: «La
Antropología biológica, la Psicología, la Sociología pueden interpretar el arte, la ética, la re-
ligión, así como la misma ciencia, sólo desde el punto de vista de las estrategias para la su-
pervivencia» (R. SPAEMANN, Das Natürliche und das Vernünftige. Aufsätze zur Anthropologie, Pi-
per, München 1987, p. 102).
39. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior, cit., p. 225, n.° 33-11.
50 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

pectador mediante la producción de efectos emocionales ligeros» 40. En


estos casos ¿los efectos se identifican también con los operantes del mie-
do, de la ira, del odio...? Skinner no habla de ello, pero está claro que la
respuesta es negativa: la lectura de una novela de terror no nos hace huir,
gritar, etc. Los efectos emocionales no tendrían otro objetivo que el de fa-
vorecer la prosecución de la lectura; una acción que, a todas luces, carece
de valor biológico.
Llegamos así a la conclusión –paradójica, si se considera el valor
biológico de la emoción– de la existencia en el hombre de dos tipos de
comportamientos emotivos: los que, como la ansiedad, no tienen valor
biológico, y los que, como el miedo y la ira, lo tienen; si bien pueden ser
reforzados por situaciones en donde no hay ninguna referencia a las ne-
cesidades biológicas, como en el caso de la película de terror. En definiti-
va, la consideración del valor biológico de la emoción, no obstante sirva
para explicar el comportamiento de los animales y de algunas acciones
humanas –como la fuga y la agresión–, arroja poca luz sobre la compleji-
dad de la conducta humana.
Skinner parece percatarse en parte de esta dificultad, pero el modo
de resolverla no es a través de la consideración de otro tipo de valores
más acordes con el comportamiento humano, ya que esto requeriría in-
troducir en el hombre algo que no fuera puramente físico. Como solu-
ción propone, en cambio, una definición del refuerzo que no tiene nada
que ver con los aspectos subjetivos internos o estados psíquicos, ni con las
necesidades del animal o del hombre. El refuerzo deja de ser aquello que
produce placer o satisface una necesidad vital (estas dos definiciones de
refuerzo, según Skinner, introducirían una relación causal no observa-
ble), para limitarse a una pura función; en concreto, a aquello que «es
(puede ser) definido de acuerdo con su capacidad para aumentar la fre-
cuencia de una respuesta posterior» 41. La trasformación del placer y del
dolor en una simple función marca el punto final en el proceso de reduc-
ción de la dimensión cualitativa a pura cantidad.
La cualidad, sin embargo, no puede ser completamente eliminada,
pues, de otra forma, se pierde incluso la capacidad para definir los diver-

40. Ibid., p. 242, n.° 36-1.


41. Ibid., p. 222, n.° 32-16. Scott, otro conductista, sostiene que todas las emociones
tienen dos funciones en los sistemas orgánicos: mantener el comportamiento durante lar-
gos períodos para que se produzca la adaptación, y reforzar el comportamiento de un
modo positivo o negativo, contribuyendo así al aprendizaje de las respuestas necesarias
para sobrevivir (vid. J.P. SCOTT, The function of emotions in behavioral systems: a systems theory
analysis, en AA.VV., Emotion: Theory, Research, and Experience I: Theories of Emotion, Academic
Press Inc., London 1980, pp. 35-56).
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 51

sos comportamientos. Skinner, por ejemplo, utiliza la expresión conduc-


ta inadecuada para referirse a una persona adulta que es incapaz de reali-
zar el acto sexual porque los castigos recibidos por su comportamiento
sexual cuando era niño le han provocado tal ansiedad que ahora, ante el
refuerzo positivo, emite «respuestas que pueden ser incompatibles con
una conducta sexual adecuada» 42. ¿Qué debemos entender como con-
ducta adecuada? Skinner parece sugerir que se trata del comportamien-
to sexual adecuado al refuerzo positivo. Sería fácil objetar, sin embargo,
que esa conducta, aunque no sea adecuada al refuerzo positivo, lo es al
refuerzo negativo. Si se es coherente con la definición científica de re-
fuerzo, habría que afirmar que el comportamiento, sea el que fuere, es
siempre adecuado y, por tanto, no hay ningún motivo para modificarlo.
La reducción del placer y del dolor a simples refuerzos hace imposible
hablar de comportamiento inadecuado. Por eso, si el comportamiento
del ansioso se juzga como inadecuado, no es por falta de un refuerzo
(negativo, en este caso), sino porque sus operantes no consiguen elimi-
nar el ansia, provocando así un daño. En definitiva, hablar de conducta
adecuada sólo tiene sentido si ésta se refiere, por los menos, a un valor
biológico. De ahí que el comportamiento no pueda reducirse nunca al
puro refuerzo.
Sin embargo, como ya hemos indicado, el valor biológico por sí sólo
no sirve para entender el comportamiento humano; en especial, el auto-
control. Éste, desde el punto de vista biológico, parece más bien una ca-
rencia, pues para poder alcanzar el mismo resultado que el animal al
hombre no le basta un comportamiento operante simple, sino que nece-
sita uno sumamente complejo. Además, el autocontrol hace que la con-
ducta humana sea menos previsible y, por consiguiente, menos suscepti-
ble de ser objetivada.
Ciertamente, Skinner no aceptaría esta última objeción, pues para él
la imprevisibilidad de la conducta humana depende de la falta de conoci-
miento de la biografía de una persona; más aún, si fuéramos capaces de co-
nocer la totalidad de los refuerzos que influyen en una persona, no sólo
podríamos prever su conducta sin temor a errar, sino que podríamos ha-
cer de ella lo que quisiéramos: un delincuente o un gran hombre.
No hace falta insistir en lo absurdo de la afirmación de Skinner de
una ciencia absoluta de la conducta humana; basta darse cuenta de que
requiere una ciencia divina: no sólo porque habría que conocer cuál, de
entre todos los refuerzos, prevalecerá en un momento determinado, sino
sobre todo porque se debería conocer por dentro la misma libertad. En

42. J.G. HOLLAND y B.F. SKINNER, The analysis of behavior, cit., p. 226, n.º 33-17.
52 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

efecto, lo más característico del comportamiento humano no se identifi-


ca con la imprevisibilidad de los procesos físicos, puesta de relieve por la
física moderna, sino con el uso que el hombre hace de su libertad. Una
visión del acto humano como imprevisible sería una caracterización pura-
mente exterior del mismo, incapaz de captar su esencia. Ésta se revela, en
parte –como intentaremos mostrar–, cuando se la mira desde dentro, es
decir, desde la experiencia de la propia acción. En esta prospectiva, el
acto humano revela la capacidad que la persona tiene de autoposeerse y
autodonarse. En definitiva, la conducta humana nos hace descubrir, so-
bre todo, la existencia de la libertad.

3. LA CONFRONTACIÓN DE DOS ANTROPOLOGÍAS: DUALISMO CARTESIANO


Y MONISMO FISICALISTA

3.1. Dualismo cartesiano

Tras haber analizado la concepción cartesiana de la emoción y la


conductista estamos en condiciones de confrontar las antropologías en
que se basan.
Hemos visto cómo Descartes debía hacer compatibles la distinción
de las dos sustancias –pensamiento y extensión– con la experiencia de su
unión. El modo de lograrlo es afirmar que, mientras la distinción se pien-
sa mediante ideas claras y distintas, la unión no puede ser entendida, sino
sólo vivida. La unión sustancial no es, pues, objeto de ciencia, sino una
pura experiencia. Por eso para hablar del hombre completo en la filosofía
cartesiana no puede apelarse a una reflexión sobre la unión alma-cuerpo,
sino sólo a lo que en ella hay de científico: por una parte, a los mecanis-
mos de los procesos corporales; por otra, a las acciones del pensamiento.
Tal distinción en el hombre cartesiano entre mecanicismo y conciencia
da lugar a un doble enfoque: el ámbito de la interioridad, entendida
como pensamiento o conciencia, en donde reina la libertad propia del es-
píritu; el ámbito de la exterioridad, entendida como cuerpo o extensión
física, en donde reina la necesidad de la materia.
La pasión, concebida en sentido amplio (sensaciones, sentimientos y
emociones), si bien nos hace gozar de la vida, supone, para Descartes, al
mismo tiempo el peligro de que la materia introduzca la necesidad en el
ámbito del espíritu. Con el fin de evitar un riesgo tan formidable, la an-
tropología cartesiana perseguirá dos objetivos: por una parte, localizar la
fuente del error al que conduce la pasión, en particular la emoción; por
otra, controlar las pasiones para que no resten libertad al hombre.
El origen del error, según Descartes, se halla en la infancia, cuando
el espíritu –adormecido en la materia– no es capaz de tener conciencia
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 53

de sí mismo. El hombre se acostumbra, en ese periodo, a juzgar que sólo


existe el cuerpo y, como consecuencia, a identificar los deseos del cuerpo
con lo que él verdaderamente quiere. El remedio contra este doble enga-
ño consiste en descubrir y desarrollar la vida del espíritu; de tal modo
que se logre distinguir qué procede del cuerpo y qué, en cambio, nace
del espíritu, es decir, del pensamiento y del querer libre.
En la emoción aparece, pues, el conflicto entre necesidad y libertad.
Para resolverlo el hombre cartesiano cuenta, además de con el conoci-
miento de algunas verdades necesarias (existencia de Dios, inmortalidad
del alma y extensión indefinida del universo), con el empleo de algunas
técnicas que le permiten oponerse y cambiar el curso natural de las emo-
ciones.
De este modo, la unión sustancial cartesiana es sólo una realidad de
hecho: no puede negarse, pues es un objeto presente a la conciencia,
pero, a pesar de su evidencia, desde el punto de vista de la ciencia es pro-
blemática. De ahí el embarazo de Descartes al tratar de explicar en el
hombre la relación entre interioridad y exterioridad: aunque no es posi-
ble hablar de causalidad eficiente pues esta se da sólo dentro de una mis-
ma sustancia (el movimiento y el calor son causados por el cuerpo, mien-
tras que las ideas lo son por el pensamiento), a veces se sirve de la causa
como razón explicativa (el movimiento de la glándula pineal sería la cau-
sa del movimiento de los espíritus animales) y otras veces utiliza el con-
cepto de ocasión; así, para referirse al influjo mutuo entre movimientos y
pasiones, habla a veces de una ocasión o relación instituida por la naturale-
za 43 . En definitiva, el origen de las dificultades que encuentra Descartes
en el terreno antropológico (de forma especial, en las relaciones entre
cuerpo y pensamiento) hay que buscarlo en su concepción dualista del
hombre.

3.2. Monismo fisicalista

La crítica que puede hacerse al conductismo va más allá de las aporías


internas del sistema, pues se refiere a un punto esencial de su concepción
del hombre: al rechazo de cualquier tipo de interioridad en cuanto que
ésta trascendería el hecho físico, única realidad existente. Puesto que la
negación de la interioridad es –como veremos– el resultado lógico de una
antropología monista fisicalista, sólo si se logra refutar el monismo será po-
sible mostrar la falsedad de interpretar la conducta humana como pura
realidad física que, además, está completamente condicionada.

43. Cfr. Méditations, AT IX-1, p. 69.


54 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Para mostrar alguna de las contradicciones del monismo fisicalista


nos serviremos de las críticas realizadas desde diversos ámbitos de la cien-
cia; en particular, desde el dualismo popperiano y la psicología cognitiva.
Esto no quiere decir, por supuesto, que aceptemos las concepciones an-
tropológicas presentes en tales teorías, sino sólo lo relativo al modo en
que rechazan el monismo.
Antes de pasar a las críticas queremos destacar un hecho que, a ve-
ces, ha pasado inadvertido: la continuidad entre dualismo y monismo. En
efecto, si uno se fija sólo en la tesis central del conductismo, parece que
éste, en tanto que supone la negación de la sustancia pensante, se opone
diametralmente al cartesianismo; sin embargo, cuando se la examina me-
jor, se percibe una continuidad entre ambas teorías, si bien se trata de
una continuidad dialéctica. El punto de arranque del conductismo es,
por un lado, la refutación de la sustancia pensante como algo distinto del
cuerpo (monismo); por otro, la aceptación de la idea cartesiana del cuer-
po como pura realidad física (fisicalismo).
El monismo ha encontrado en el pensamiento de Popper, filósofo de
la ciencia, uno de sus mayores detractores. El pensador austriaco, defen-
diendo en parte el dualismo cartesiano, ha criticado el monismo, cuya
consecuencia necesaria sería el conductismo, por obrar una reducción fi-
losófica. Dicha reducción se caracteriza por una visión simplista del mun-
do, la cual atrae al científico, pues en la ciencia se buscan teorías simples.
Pero, mientras que la teoría científica simple es controlable y además po-
see un alto poder explicativo, la reducción filosófica resulta peligrosa; so-
bre todo si, como en el caso del monismo fisicalista, se quitan de en me-
dio los problemas antes de haber aferrado plenamente las cuestiones por
resolver. «En particular –escribe Popper–, no deberíamos privarnos de
problemas interesantes y estimulantes –aun cuando parezcan indicar que
nuestras mejores teorías son inexactas e incompletas–, con la persuasión
de que el mundo sería más simple si estos no existieran» 44.
Entre los principales problemas que debería afrontar el fisicalismo
Popper destaca los dos siguientes: la idea de teoría en cuanto teoría y la
manifestación –en el mismo mundo físico de la existencia– de procesos
mentales. En efecto, la idea de teoría que aparece en los fisicalistas ten-
dría que suscitar, según Popper, cierto embarazo, pues sus mismas pala-
bras, argumentaciones, etc., parecen contradecirla. «Para superar esta di-
ficultad –afirma Popper–, el fisicalista radical se ve obligado a adoptar el
conductismo radical y a aplicarlo a sí mismo: su teoría, su creer en ella no
son nada; solo la expresión física en palabras y, tal vez, en argumentos –su

44. K.R. POPPER y J.C. ECCLES, The Self and its Brain, cit., n.º 18.
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 55

comportamiento verbal y los estados disposicionales que lo guían– son


algo» 45. Pero actuando así el fisicalista priva a la teoría de lo que le perte-
nece y de los valores de validez e invalidez.
En segundo lugar, sin los fenómenos de conciencia no puede expli-
carse la existencia de algo que parece radicalmente distinto de lo que, se-
gún nuestro modo de ver habitual, podemos encontrar en el mundo físi-
co, como se observa en los dibujos con figura y fondo de la Gestaltheorie o
teoría psicológica de la forma, en donde se perciben alternativamente
dos imágenes distintas. Tampoco es posible explicar la percepción de los
sentimientos ajenos cuando no se manifiestan en un comportamiento de-
terminado, lo que no es verdad. Por último, no se pueden explicar «los
cambios dramáticos y, desde un punto de vista físico, extraños, que se han
verificado en el ambiente físico del hombre, debidos, por lo que parece,
a la acción consciente e intencional. Esto no habría ni que ignorarlo ni
que justificarlo dogmáticamente» 46.
La antropología monista fisicalista también ha recibido una dura crí-
tica por parte de la psicología actual, sobre todo del cognitivismo. En bue-
na medida, la psicología cognitiva ha rechazado la tesis central del con-
ductismo: la reducción de lo mental a lo físico, al introducir procesos o
estadios intermedios entre el estímulo y la respuesta. Frente a los termi-
nos estímulo y respuesta, el cognitivismo prefiere usar los de imput y out-
put, tomados de la informática. Los imput constituyen la información reci-
bida proveniente del exterior, mientras que los output son la salida de
información que da lugar a un determinado comportamiento. El nuevo
esquema cognitivo requiere que la información recibida sea elaborada,
pues sólo así puede llegar a ser comprensible y operativa. El proceso de
elaboración de la información se realiza a través de diversas operaciones
cognitivas o funciones (percepción, atención, memoria, emoción, razona-
miento, etc.). Así, la lectura de esta página no equivale sólo a la recepción
del estímulo físico, o sea, a un determinado número de puntos de tinta
sobre un fondo blanco. El imput sensible hace comenzar un proceso que
trasmite informaciones al cerebro y, a menudo, da lugar a otros procesos:
ver, leer, e incluso recordar. Entre la recepción del estímulo y la experien-
cia de la lectura se producen muchas trasformaciones, no sólo de los ra-
yos luminosos en una determinada imagen visual, sino también de con-
frontación de esa imagen con otras conservadas en la memoria.
El problema del cognitivismo consiste en explicar cómo se relacio-
nan las diversas funciones hasta llegar a constituir una totalidad ordena-
da. Si bien muchos cognitivistas son materialistas y rechazan la existencia

45. Ibid.
46. Ibid.
56 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

del espíritu, todos ellos sostienen la existencia de una estructura o de un


grupo de estructuras interconectadas, o mente. Tal estructura sería el re-
sultado de la evolución del cerebro humano 47 y de las primeras experien-
cias del niño 48.
Desde el punto de vista de la constitución y funcionamiento de la
mente humana, la teoría de las emociones de Minsky es particularmente
interesante pues, además de hacer ver la imposibilidad del autocontrol a
partir de los refuerzos conductistas (el premio y el castigo), descubre la
función especial que la emoción desempeña en la conducta humana.
El punto de partida de la tesis de Minsky, autoridad en el campo de
la inteligencia artificial, es la pregunta acerca de la posibilidad de cons-
truir máquinas inteligentes sin que experimenten emociones 49. Según él,
estar privado de emociones o de intereses es lo mismo que estar orienta-
do implacablemente a una única causa; ambas cosas son, a su vez, sinóni-
mo no sólo de ausencia de humanidad, sino también de cierta estupidez.
La búsqueda de una sola meta supone una necesidad extrínseca que ex-
cluye cualquier tipo de decisión y de razonamiento.
Así, para Minsky –y también para nosotros–, la emoción no sólo no
es contraria a la razón, sino que es inseparable de ésta. Esto se muestra,
de forma clara, en el influjo de los afectos en el proceso de construcción

47. Para explicar las conexiones entre las diversas funciones, los cognitivistas, ade-
más de servirse de los descubrimientos de los expertos en inteligencia artificial, utilizan los
datos de las ciencias neurológicas, neurofisiológicas y neuropsicológicas, las cuales distin-
guen en el cerebro humano tres niveles funcionales: el inferior, que comprende gran par-
te del sistema nervioso periférico, de la médula espinal, del tronco-encéfalo y del diencé-
falo (filogenéticamente es la estructura más antigua, con las funciones correspondientes a
la vida vegetativa: digestión, circulación de la sangre, respiración, etc.); el intermedio, cuyo
núcleo esencial es el sistema límbico (que corresponde a la vida emotiva: miedo, agresivi-
dad, amor, odio, etc.); y el superior, que se identifica sobre todo con la neocorteza cerebral
y está unido a las funciones del razonamiento, de la decisión, etc. (cfr. J. CERVOS-NAVARRO y
S. SAMPAOLO, Libertà umana e neurofisiologia, en AA.VV., Le dimensioni della libertà nel dibattito
scientifico e filosofico, eds. F. RUSSO y J. VILLANUEVA, Armando, Roma 1995, p. 28).
48. Para algunos cognitivistas, en el niño existe ya un núcleo central o una mente,
que desarrolla sus diversas funciones a partir de la distinción entre el sí mismo y el mun-
do; para otros no hay ningún tipo de núcleo originario: inicialmente el cerebro del niño
es un caos de elementos inconexos, entre los que poco a poco se establecen relaciones
hasta constituir un todo coherente. Para la evolución histórica de los modelos cognitivos
véase M.P. VIGGIANO, Introduzione alla psicologia cognitiva. Modelli e metodi, Laterza, Bari
1995, p. 12).
49. «El problema no es si las máquinas inteligentes pueden tener emociones, sino
si las máquinas pueden ser inteligentes sin tener emociones; mi impresión es que si les
damos la capacidad de alterar sus propias capacidades, tendremos que dotarlas de nume-
rosos complejos dispositivos de ajuste» (M. MINSKY, La società della mente, Adelphi Edizio-
ni, Milano 1989, p. 315).
DOS TEORÍAS OPUESTAS DE LA AFECTIVIDAD: EL DEBATE ENTRE EL CARTESIANISMO Y EL CONDUCTISMO • 57

de la mente humana. En efecto, los primeros signos emotivos del niño


implican la existencia de una diversidad de necesidades o de metas; lo
que hace pensar a Minsky en la existencia de diferentes estructuras en la
mente del niño, o sea, de agencias casi separadas. Como confirmación de
la realidad de tales estructuras, Minsky habla de la rapidez con que los ni-
ños pasan de la sonrisa de contento a los gritos por hambre.
Con el paso del tiempo las emociones adquieren un nuevo significa-
do. En efecto, junto al significado puramente biológico de indicar la satis-
fación de las propias necesidades, surgen otros significados secundarios
de carácter utilitario. Así se puede fingir estar enfadado o contento o, in-
cluso, amenazar con mostrarse enojados o afectuosos para alcanzar deter-
minados fines: conseguir lo que se desea, evitar lo que se considera nega-
tivo, etc. Este proceso no sólo supone un mayor grado de complejidad y
de conexión entre los diversos objetivos de las agencias, sino sobre todo la
posibilidad de aprender a dominar estos sistemas.
Para controlarlos se requiere, además del influjo de la sociedad y la
cultura (los únicos reconocidos por el conductismo), el apego afectivo a
modelos humanos, como los padres o las personas que encarnan nues-
tros ideales. Según Minsky, el apego afectivo se encuentra en la base de la
construcción de un sistema de valores coherentes, puesto que el niño
sólo puede aprender los valores imitando a un modelo.
La tesis de Minsky sobre las emociones, en la medida en que propo-
ne un aprendizaje especial para conocer las metas de nuestras acciones,
muestra la insuficiencia de la tesis conductista. A pesar de esto, la concep-
ción minskiana del yo como unión de una sociedad de agencias y la explica-
ción del comportamiento humano como un puro juego de funciones ma-
nifiesta una visión del hombre estrictamente materialista, si bien más
refinada que la conductista.
En conclusión, tanto la antropología dualista como la monista fisica-
lista se encuentran frente a grandes problemas, ya sea para explicar la
afectividad, ya para integrarla en la persona.
Por lo que se refiere a las dificultades del dualismo, la más importan-
te es la distinción en el hombre de dos ámbitos de actividad completa-
mente diferentes (extensión y conciencia). El estatuto metafísico – radi-
calmente distinto– del cuerpo y del pensamiento hace imposible la
relación entre ellos. De ahí que no sea posible explicar la afectividad en sí
misma. Por otro lado, la actuación en el hombre de dos principios total-
mente diferentes es causa de la oposición permanente entre lo irracional
y lo racional, que se manifiesta sobre todo en las pasiones. Para superar
este conflicto no queda más remedio que acudir a un control rígido o
despótico por parte de la voluntad. De este modo, lo que en el hombre
hay de natural se reduce a un puro significado biológico, mientras que lo
58 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

racional y voluntario adquiere el valor de lo propiamente humano. Como


es evidente, ni el modo de concebir la relación de la afectividad con la ra-
zón ni su control por parte de esta última permiten que la persona pueda
educarla, convirtiéndola en fuerza útil para su propio crecimiento.
Por lo que respecta al monismo, parece como si –en esta corriente–
los problemas del dualismo –especialmente, el doble origen de la acción
humana y el conflicto entre afectividad y voluntad– encontrasen una solu-
ción, mediante el rechazo de todo aquello que no sea puramente físico.
Hemos visto, sin embargo, cómo el planteamiento monista comporta una
reducción dogmática, en tanto que niega la existencia de realidades que
deberían ser examinadas, como la existencia en el hombre de un actuar
libre que trasciende los condicionamientos físicos y psíquicos. También,
en el caso del conductismo –versión psicológica del monismo fisicalista–,
nos encontramos con un tipo de control rígido, pues las emociones se-
rían plenamente dominadas por el comportamiento operante. De ahí
que, en el conductismo, no exista tampoco una verdadera educación de
la afectividad, sino sólo un aprendizaje para someterla a los diversos tipos
de refuerzo. No se entiende, sin embargo, porqué se debe someterla.
La confrontación entre el cartesianismo y el conductismo nos plan-
tea una pregunta decisiva: ¿es posible hallar una explicación antropológi-
ca de la afectividad que supere el conflicto –aparentemente irresoluble–
entre naturaleza y libertad, sin caer en el dominio rígido de la afectividad
por parte de la razón, ni en un autocontrol que nace de la reducción de
la persona a un simple objeto manipulable?
Capítulo segundo

EL PROBLEMA DEL MÉTODO


EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD
E l problema para elaborar una teoría de la afectividad que tenga en
cuenta las dificultades del monismo y del dualismo equivale en cier-
to sentido al que surge cuando se estudia la génesis de la afectividad y el
acto humano, pues, sin ser realidades completamente diferentes, no se
identifican. En efecto, si –como parece sugerir el cartesianismo– la afec-
tividad tuviera un origen absolutamente diverso de las acciones libres, la
única integración posible de la afectividad sería a través de un control rí-
gido, que introduce la libertad allí donde al principio estaba ausente.
Por otro lado, si –como sostiene el conductismo– el origen de las accio-
nes humanas fuese el mismo que el de las emociones, no habría necesi-
dad de integrar la afectividad, pues acción y emoción coincidirían plena-
mente.
De ahí surge, por tanto, la necesidad de estudiar la afectividad en las
primeras etapas de su formación. Ahora bien, como se ha visto en el pri-
mer capítulo, tal investigación no es fácil, pues para remontarse al origen
hay que ir más allá de la complejidad de la experiencia afectiva. Se re-
quiere, pues, un método que, además de analizar la experiencia en sus ele-
mentos constitutivos, sea capaz de reconducirla al origen. Esto no equiva-
le, sin embargo, a reducir la experiencia a un solo tipo. Al contrario, nos
encontraríamos con una teoría de la afectividad parcial y, por consiguien-
te, falsa en tantos aspectos, como se ve con claridad en las teorías cartesia-
na y conductista.
En efecto, estas teorías, por encima de las diferencias, tienen algo
en común: la reducción de la emoción a un solo tipo de experiencia,
que se transforma así en el único método válido para estudiar la afectivi-
62 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

dad 1. Descartes, por ejemplo, considera la experiencia interna como la


única vía para acceder a la afectividad, ya que, no obstante la oscuridad y
confusión de su contenido, es clara por lo que respecta a la existencia y al
tipo de emoción, pues la experiencia interna permite identificar y reiden-
tificar una determinada emoción. Para el filósofo francés, las emociones
–al igual que las demás pasiones y acciones humanas– son una experien-
cia interna que el yo tiene de sí mismo, inobservable para cualquier otro
sujeto, salvo en las conexiones contingentes de las modificaciones fisioló-
gicas con el comportamiento. De ahí que la emoción sea –en sí misma–
incomunicable, y que los cambios del comportamiento emotivo se hallen
ocasionados de forma contingente sólo por la voluntad del sujeto.
Los conductistas, por su parte, al reducir la emoción a comporta-
miento, parecen indicar, en cambio, la experiencia externa como la única
via de acceso al mundo afectivo. Para ellos, la emoción dejaría de ser un
evento mental privado para convertirse en un hecho físico plenamente
perceptible por cualquier observador externo y, por tanto, perfectamente
comunicable. Las modificaciones en la conducta emocional no depende-
rían de la voluntad subjetiva, ya que ésta no existe, sino únicamente de los
condicionamientos del pasado.
Pensamos que las dificultades y aporías de las tesis cartesiana y con-
ductista derivan precisamente de la reducción de la afectividad a una ex-
periencia simple. Para probar esta hipótesis es preciso resolver dos cues-
tiones: la primera se refiere a la posibilidad real de cada uno de los dos
métodos (experiencia interna y externa), ya que uno y otro han tenido
muchos detractores a lo largo de los siglos, sobre todo en época reciente;
la segunda se refiere a la posibilidad de explicar la afectividad a partir de
una única experiencia.

1. ¿POSIBILIDAD O IMPOSIBILIDAD DE LA EXPERIENCIA INTERNA COMO MÉTODO?

1.1. Principales críticas contra la posibilidad de la experiencia interna


como método

Las críticas contra la posibilidad de servirse de la experiencia interna


como método para estudiar la afectividad son fundamentalmente de dos
tipos: la que rechaza la posibilidad de conceptualizar la experiencia inter-
na; y la que niega la posibilidad de captar la experiencia interna en sí mis-

1. En este capítulo usamos el término emoción en un sentido más amplio, como


equivalente al de fenómeno afectivo. Más adelante intentaremos establecer una distinción
entre los diversos fenómenos afectivos.
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 63

ma, es decir, la vivencia originaria. Si bien las dos críticas –como vere-
mos– tienen una raíz común, en el modo de plantear la objeción existe
una importante diferencia: la primera crítica se dirige contra el carácter
no científico de la experiencia interna, mientras que la segunda rechaza
la posibilidad misma de conocerla.

a) El carácter no científico de la experiencia interna

Entre los que sostienen el carácter no científico de la experiencia in-


terna se encuentran Wittgenstein y algunos de sus discípulos. Su rechazo
de este tipo de experiencia deriva de una concepción de la ciencia como
análisis, descripción y relación entre hechos observables. Según Wittgens-
tein, la experiencia interna carece de estatuto científico por dos razones 2:
a) Porque no existe un sentido interno que permita conocer lo que
sucede en nosotros.
b) Porque no existen los «hechos de conciencia».

a) El error de los autores que aceptan la existencia de una experien-


cia interna analizable dependería –en opinión de Wittgenstein– de la te-
sis racionalista y empirista de la presencia en el hombre de un inner sense
o sentido interno –semejante a los sentidos externos–, mediante el cual
sería posible una percepción infalible de cualquier tipo de evento men-
tal 3.
Para el filósofo austriaco, la falsa existencia de un inner sense se basa
en la asimetría entre la primera y la tercera persona de los verbos psicoló-
gicos: yo veo y él ve 4. Los racionalistas y empiristas, en lugar de explicar la
asimetría lingüísticamente, la explicarían psicológicamente, distinguien-
do entre la percepción infalible de lo que sucede en nosotros (el yo) y la
percepción dudosa de lo que sucede en el otro (el él). Por eso, según
esos autores, cuando se afirma la existencia de una percepción en el otro,
se correría el riesgo de equivocarse.

2. Por ese motivo considera que las ciencias, como la física, no emplean el conteni-
do de la experiencia interna ni, por consiguiente, los nombres que se refieren a ella (cfr.
L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, cit., n. 410).
3. «Pero ¿qué puede querer decir: “dirigir mi atención a mi conciencia”? ¡Nada hay
más extraño que el que pueda darse algo de ese tipo!» (Ibid., n. 412). Fue Locke el primero
que –intentando explicar porqué nuestros sentimientos se perciben infaliblemente– plan-
teó la existencia de un sentido interno.
4. Cfr. J.V. ARREGUI, Descartes y Wittgenstein sobre las emociones, «Anuario Filosófico»
24/2 (1991), p. 299.
64 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Wittgenstein rechaza la hipótesis de la existencia de un sentido inter-


no porque, en lugar de explicar la razón de la asimetría, la destruye. En
efecto, si existiera tal sentido, la afirmación «yo veo» se deduciría necesa-
riamente de la observación del fenómeno psíquico del «ver», del mismo
modo que la afirmación «él ve» se deduce de los gestos externos y del
comportamiento de una persona. Pero, a pesar del intento de racionalis-
tas y empiristas, la asimetría –según Wittgenstein– se mantiene. Así, «cuan-
do digo “siento dolor” no me refiero a una persona que sienta dolor, por-
que, en cierto modo, no sé efectivamente quién siente dolor. Y esto se
puede justificar. Porque, ante todo: no he dicho que tal persona sienta
dolor, sino: “yo siento...”. Diciendo esto no nombro a ninguna persona;
como no nombro a ninguno cuando gimo por el dolor, si bien, por los
gemidos, el otro ve quién siente dolor.
Entonces, ¿qué quiere decir: saber quién siente dolor? Quiere decir,
por ejemplo, saber qué persona, en esta habitación, siente dolor: y, por
tanto, saber que es aquel fulano que está sentado allí, o aquél que está de
pie en aquel rincón, aquél alto y rubio, etc. ¿A dónde quiero llegar? Al
hecho de que existen criterios muy distintos de identidad personal.
Ahora ¿cuál de ellos me induce a decir que «yo» siento dolor? Abso-
lutamente ninguno» 5.
La asimetría entre la primera y la tercera persona procede –en opi-
nión del filósofo austriaco– del hecho de que «yo» no denomina a ningu-
na persona. No sólo porque el referente del «yo» cambia según quién lo
dice, sino sobre todo porque el «yo», a diferencia del «él», no puede ser
mostrado, ni identificado, ni observado. Al «yo» –como a las demás reali-
dades no físicas–, aunque se le pueda dar un nombre, no se lo puede de-
nominar 6. El nombre de «yo», según Wittgenstein, no se refiere a algo in-
terno a la persona, sino únicamente a su empleo lingüístico: en el «yo
siento dolor», por ejemplo, el «yo» corresponde a la forma del pronom-
bre personal de primera persona del singular del indicativo de cierta cla-
se de verbos.
Puesto que –en la afirmación «yo veo» o «yo siento dolor»– no puede
observarse nada que podamos llamar «yo», Wittgenstein concluye que la
hipótesis de un sentido interno capaz de percibir lo que nosotros llama-
mos «yo» es inconsistente. Y, como consecuencia, niega también la reali-
dad de una percepción infalible que nos permita captar lo que ocurre en
nuestro interior.

5. L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, cit., n. 404.


6. «“Yo” no denomina a ninguna persona; “aquí”, ningún lugar, “esto”, no es nin-
gún nombre. Pero están en relación con los nombres. Y los nombres se explican median-
te ellos» (Ibid., n. 410).
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 65

b) La expresión «hecho de conciencia» es –según Wittgenstein– con-


tradictoria. El término «hecho» se refiere siempre a algo (libro, pie, me-
sa, etc.) sobre lo que se pueden formular preguntas con diversas respues-
tas posibles, pues cada una de las preguntas comporta aplicaciones
prácticas. Así a la pregunta: ¿este pie es mi pie?, puede responderse pen-
sando en los casos «en que mi pie está anestesiado o paralizado. En cier-
tas circunstancias la pregunta podría ser contestada cerciorándome de si
siento dolor en aquel pie» 7. En los fenómenos de conciencia no existe,
sin embargo, una referencia a algo que, manteniéndose, nos permita co-
nocerlo y reidentificarlo, sino a una realidad que es múltiple y cambiante.
Por eso, afirma el filósofo austriaco, la pregunta acerca del referente pro-
voca cierta confusión: ¿esta sensación es mía? «Pero entonces ¿cuál es esta
sensación? Es decir: ¿cómo se emplea, aquí, el pronombre demostrativo?
¡Ciertamente, de modo diverso a como se emplea, pongamos por caso,
en el primer ejemplo! Aquí surgen nuevamente confusiones, porque pre-
sumimos que una sensación se indica dirigiendo la atención hacia ella» 8.
Según Wittgenstein, los conceptos empleados para hablar de los fenó-
menos de conciencia –sensación, estado de ánimo, emoción, sentimiento,
etc.– pueden mover a engaño, haciéndonos creer que en este caso nos ha-
llamos ante hechos precisos, cuando en realidad se trata solo de usos lin-
güísticos. De ahí que, concluye Wittgenstein, el evento mental –por recoger
en sí una gran cantidad de casos especiales– no pueda ser descrito ni siquie-
ra cuando está asociado a una palabra aislada 9. Y como los nombres que
usamos para hablar de los sentimientos no proceden de una descripción,
no es posible establecer ninguna relación entre ellos: no puede afirmarse,
por ejemplo, que el dolor es la negación del placer, como si éste fuera su
significado, porque el placer, a su vez, debería ser definido como lo opues-
to al dolor, cayendo así en un círculo lógico. Las expresiones lingüísticas
que se refieren a los hechos presentan, sin embargo, un carácter compara-
tivo, negativo y opositivo, cuya significación deriva no de una vivencia, sino
de una elección y valoración de los términos del sistema lingüístico, de
acuerdo con la observación y posterior descripción del hecho 10.

7. Ibid., n. 411.
8. Ibid.
9. «En el concepto de experiencia vivida, como en el de evento, proceso, estado,
algo, hecho, descripción y narración; allí creemos encontrarnos con un fundamento sóli-
do y más profundo que todos los métodos y juegos especiales del lenguaje. Pero estas pa-
labras extremadamente generosas tienen también un significado extremadamente débil.
En efecto, se refieren a una enorme cantidad de casos especiales, que no las hacen más
sólidas sino más fluidas» (L. WITTGENSTEIN, Remarks on the Philosophy of Psychology, I, eds.
G.E.M. Anscombe y G.H. von Wright, Blackwell, Oxford 1980, § 648).
10. Comentando estas ideas, Petit escribe: «nos referimos a las cosas mediante la to-
talidad de nuestro lenguaje y mediante todo el sistema de nuestros conceptos. Holismo:
66 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

El error de concebir los fenómenos psíquicos como si fueran hechos


proviene –en opinión del filósofo austriaco– de la idea de «que el lengua-
je funciona siempre de un único modo o sirve siempre para un mismo fin:
transmitir pensamientos – pensamientos en torno a casas, dolores, al bien
y al mal, o a cualquier otra cosa» 11. De hecho, cuando hablamos, por ejem-
plo, del dolor, lo concebimos como un hecho, pero tras esta palabra no hay
ningún pensamiento que se refiera a un hecho y, por consiguiente, no exis-
te una representación del dolor. De ahí que para entender el dolor no sea
preciso resepresentárselo, sino que baste analizar el empleo de la palabra
tal como es verdaderamente, o sea, el contexto en el que se emplea ese tér-
mino, así como las exclamaciones y los gestos de la persona que sufre 12.

b) La imposibilidad de captar la experiencia interna originaria

Otros autores, como Comte, a pesar de aceptar la existencia de la ex-


periencia interna, niegan que éste sea un método adecuado para acceder
a la afectividad humana. La razón de su rechazo depende de la creencia
en que la experiencia interna sólo es cognoscible a través de la reflexión.
Y, como la refexión es siempre posterior a la vivencia originaria, no es po-
sible captar la experiencia interna en sí misma.
Para Messer, que en este punto comparte la tesis de Comte, la refle-
xión correspondería a la experiencia originaria sólo si hubiera identidad
entre experiencia originaria y reflexión. Por otra parte, para que se diese
esta identidad, una y otra deberían ser simultáneas. Pero como la refle-
xión es siempre posterior a la percepción del fenómeno psíquico, la iden-
tidad es imposible. Más aún –en opinión de Messer 13– vivencia y reflexión
son dos actos que se excluyen mutuamente, ya que mientras se experi-
menta algo (ver, sentir, etc.) no puede reflexionarse sobre ello.

una palabra es solidaria con la estructura gramatical de una frase, y esta frase tiene con la
lengua la misma relación que una pieza de una máquina con la máquina entera. El siste-
ma total de la lengua no corresponde, pues, a ninguna de nuestras experiencias vividas»
(J.-L. PETIT, La Philosophie de la Psychologie de Wittgenstein, «Archives de Philosophie», 54
(1991), p. 595).
11. L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersuchungen, cit., n. 304.
12. «Imagina que hemos encontrado un hombre que, hablando de su sentimiento
de las palabras, nos dice probar el mismo sentimiento ante las palabras “si” y “pero”. –¿Po-
dríamos no creerle? Tal vez una cosa de ese género nos sorprendería. “Este no juega cier-
tamente a nuestro juego”, diremos. O también: “Este es otro tipo de hombre”. Si nuestro
amigo emplease las palabras “si” y “pero” como nosotros las empleamos, no creeríamos que
las comprende como nosotros las compredemos» (Ibid., 2.ª parte, § 6).
13. A. MESSER, Psychologie, 1934, p. 101; cit. por Ph. LERSCH, La estructura de la perso-
nalidad, Editorial Scientia, Barcelona 1966, p. 60.
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 67

En definitiva, para esos autores, si bien es posible una objetivación


de las vivencias a través de la reflexión, la objetivación no corresponde a
la experiencia originaria interna. De ahí que no se pueda alcanzar un co-
nocimiento de la experiencia interna de los fenómenos psíquicos.

1.2. Respuestas a las críticas

a) El sentimiento es anterior a cualquier reflexión

Las objeciones de Wittgenstein deben entenderse bien. En primer lu-


gar, el pensador austriaco no es un cripto-conductista. Wittgenstein mismo
se defiende de tal acusación afirmando que, a diferencia de los conductis-
tas, él no niega la existencia de procesos espirituales ni de eventos menta-
les, sino sólo la posibilidad de representarlos, por ser inobservables 14. Para
conocer las emociones contamos sólo con la expresión y el comportamien-
to 15.
Es verdad que, como ya hacíamos notar al tratar de la tesis cartesiana
sobre las pasiones, no es posible concebir como ideas las emociones si es-
tas carecen de un contenido objetivo, porque una idea sin objetividad es
tan contradictorio como un hierro de madera. Por eso, la crítica de Witt-
genstein es pertinente: no es posible saber, por ejemplo, qué es el miedo,
si la emoción es un evento mental puramente subjetivo. ¿Quiere esto de-
cir –como afirma Wittgenstein– que el miedo es explicable a partir del
contexto en que se usa ese término? 16.
De acuerdo con Wittgenstein, habría que suponer que el conoci-
miento del miedo depende del modo en que empleamos la palabra «mie-
do» en una determinada situación. No basta, sin embargo, con utilizar bien
una palabra, es decir, comportarse de forma adecuada a su significado,
pues si se carece de una determinada experiencia interna puede suceder

14. «¿Qué diferencia podría ser mayor? –En el caso de los dolores creo poder exhi-
bir ante mí mismo, en privado, esta diferencia. Pero la diferencia entre un diente roto y
uno sano la puedo exhibir ante cualquiera. –Pero para exhibirla privadamente ante ti no
necesitas provocarte un dolor; basta que te la representes –por ejemplo torciendo un poco
la cara. ¿Y cómo sabes que lo que exhibes ante ti es un dolor y no, pongamos por caso,
una expresión del rostro? Y, además, ¿cómo sabes qué debes exhibir ante ti, antes de ex-
hibirlo? Esta exhibición privada es una ilusión» (L. WITTGENSTEIN, Philosophische Untersu-
chungen, cit., n. 311).
15. Ibid., n. 288.
16. «Nos preguntamos: “¿Qué significa, propiamente, tengo miedo y cuál es mi obje-
tivo al pronunciar estas palabras?”. Y, naturalmente, no se nos ocurre ninguna respuesta.
O no se nos ocurre la que nos satisface. La cuestión es: “¿En qué tipo de contexto se en-
cuentra?”» (Ibid., 2.ª parte, § 9).
68 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

entonces que se esté mintiendo o representando el personaje de una pie-


za teatral o de una película. En efecto, el buen actor es capaz de imitar
con tanta perfección el comportamiento que corresponde al miedo que
parece asustado, sin estarlo realmente. En definitiva, para poder hablar de
una emoción verdadera se requiere la existencia de una determinada ex-
periencia interna.
¿Cómo debemos concebir la experiencia interna? Desde luego, no
como la observación de algo a lo que denominamos miedo, como en cam-
bio parece sugerir Descartes. Wittgenstein está en lo cierto cuando habla
de la asimetría entre «yo tengo miedo» y «él tiene miedo». En el primer
caso, no necesito obervar nada para saber que yo padezco esa emoción;
en el segundo, en cambio, la observación es necesaria: lo veo temblar ante
un perro e, inmediatamente después, emprender la huida, y concluyo:
«él tiene miedo». De dicha asimetría, el pensador austriaco deduce que
no existe una autoobservación en el primer caso («yo tengo miedo»), pues
todo lo que es observable es externo y no tiene nada de evento mental o
privado. La crítica de Wittgenstein arroja luz sobre los problemas de la te-
sis cartesiana, pero no explica el porqué de esa asimetría.
La diferencia entre la experiencia del propio miedo y la del miedo
ajeno resulta evidente, en cambio, si comparamos la exclamación «¡Soco-
rro!» con la frase «él tiene miedo». En efecto, «¡Socorro!» expresa la emo-
ción de forma inmediata, mientras que «yo tengo miedo» lo hace de for-
ma refleja, a través de la distinción y relación entre el sintagma nominal y
el verbal. La diferencia entre expresión inmediata o exclamación y expre-
sión refleja permite considerar la emoción del miedo como algo previo a
cualquier reflexión: no es lo mismo sentirse asustado que reflexionar so-
bre esa experiencia y concluir «yo tengo miedo», porque en el momento
mismo en que emito este juicio me distancio en cierto sentido de mi mie-
do, estableciendo una primera distinción entre el «yo» y «mi miedo». La
separación es absoluta cuando, en lugar de emplear el presente, utilizo el
pasado: «yo tuve miedo». Pero tanto un caso como el otro se distinguen
de «él tiene o tuvo miedo», porque aquí falta la referencia al sentirse asus-
tado, es decir, a la vivencia del miedo.
La experiencia interna del miedo no es, por tanto, ni una idea ni la
observación de algo, sino la conciencia de una realidad que es peligrosa
para mí, previa a cualquier reflexión. Dicha conciencia, además de no ser
objetiva (en ella no se da un objeto separado del yo), tampoco es pura sub-
jetividad –como, en cambio, parece sostener Descartes–, sino que se trata
de la conciencia del yo en su relación inseparable con la realidad temible 17.

17. La complejidad de estas experiencias internas no tiene lugar en la psicología de


Wittgenstein porque piensa que el significado y la referencia de la experiencia psicológi-
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 69

La fuga, el temblor, los gritos, la exclamación «¡Socorro!»... son diversos


modos de manifestar el sentimiento de peligro.
Llegados a este punto de la investigación, para poder avanzar debe-
mos reflexionar sobre la esencia de la experiencia interna. El método
adecuado parece ser la reflexión, pues –como hemos visto– sólo ella per-
mite cierta objetivación de lo que es previo a cualquier objetivación. Pero,
antes de utilizar la reflexión como método es preciso discutir la validez de
las criticas realizadas por el positivismo y el vitalismo contra la posibilidad
de reflexionar sobre la vivencia.

b) Necesidad de distinguir entre conciencia originaria, reflexión


y valoración moral

El fundamento de esas objeciones nace del considerar la reflexión


como un acto absolutamente distinto de la vivencia originaria o experien-
cia interna: ya sea a causa de la posterioridad de la reflexión (por lo que
no se logra aferrar la vivencia), ya sea porque toda reflexión introduce
siempre algo extraño a la vivencia originaria.
Las objeciones pueden refutarse, en primer lugar, mediante la reduc-
ción al absurdo. En efecto, si la reflexión fuera un acto absolutamente di-
verso de la vivencia originaria, se abriría un proceso al infinito en la mis-
ma reflexión y, por consiguiente, la reflexión no sería posible. La razón es
la siguiente: si la reflexión fuera un acto absolutamente distinto, no ten-
dría como objeto la vivencia originaria, por lo que se referiría a sí misma. De
este modo, una vez comenzado el proceso de la reflexión, se reflexionaría
infinitamente en el vacío, pues a cada reflexión seguiría una cadena inter-
minable de reflexiones. Ahora bien, si en el acto de reflexión se desenca-
denase un proceso al infinito, la reflexión no sería posible. Pero puesto
que la reflexión es posible, no es un acto absolutamente distinto de la vi-
vencia originaria.
Por otra parte, la reflexión es necesariamente posterior a la vivencia
y, por consiguiente, el acto de reflexión no puede identificarse con la vi-
vencia. Descartes intentó resolver esta aparente paradoja (la existencia de
dos actos temporalmente distintos que, no obstante, deben tener algo en
común, pues, de otra forma, la reflexión sería imposible), mediante la dis-

ca –sensaciones, imágenes, y sentimientos– no corresponden a ningún acto mental parti-


cular, sino al contexto de la situación-estímulo y de las reacciones comportamentales del
individuo. A propósito de cómo la psicología de Wundt, a través de su discípulo y amigo
de Wittgenstein C.S. Myers influye en esta concepción de la experiencia psicológica véase
J.N. FINDLAY, Wittgenstein: a Critique, Routledge & Kegan Paul, London 1984, pp. 10-11.
70 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

tinción entre una diferencia real o absoluta y una diferencia modal o re-
lativa. El filósofo francés aplica dicha distinción al pensamiento: entre el
pensamiento espontáneo y el reflejo no habría una diferencia real, sino
modal, pues se piensa lo mismo pero de otro modo 18. La distinción real
entre los actos de pensamiento no deriva –en su opinión– de la tempora-
lidad, sino sólo de la realidad objetiva de la idea, es decir, de su objeto.
Por consiguiente, el pensamiento espontáneo posee el mismo objeto que
el pensamiento reflejo.
Pero si es así, ¿porqué algunos pensamientos que tienen como obje-
to el yo son claros y distintos –como la res cogitans–, mientras otros –como
las emociones– no lo son? Para resolver el problema, Descartes recurre a
la diferencia objetiva, es decir, a la distinción entre una objetividad que se
identifica con el pensamiento (ideas claras y distintas) y otra que no se
identifica (ideas oscuras y confusas, como en las emociones). En definiti-
va, Descartes descubre lo que tienen en común todos los fenómenos de
conciencia: el hecho de ser conscientes de ellos.
Hemos visto, sin embargo, cómo la emoción del miedo, por ejemplo,
no puede ser identificada con una idea, pues carece de un objeto preciso.
Por tanto, la distinción entre la vivencia originaria y la reflexión no se en-
cuentra sólo en la posterioridad del acto reflejo, sino también en la falta
de un objeto. Esto no significa, sin embargo, que entre ellas no haya una
identidad de contenidos. En efecto, mientras que el sentimiento es una
síntesis inseparable del yo y de algo que no es el yo, la reflexión introdu-
ce una separación entre esos elementos, pero sin añadir ninguno nuevo.
Es verdad que, en el algunos sentimientos (ira, envidia, etc.), la refle-
xión puede estar acompañada de una valoración moral negativa, pero la
valoración, en cuanto tal, no forma parte de la reflexión, como lo demues-
tra el hecho de poder reflexionar sobre el miedo o la alegría sin emitir
ningún tipo de juicio. Claro está que la reflexión simultánea a la vivencia
es imposible, porque la reflexión bloquea la misma experiencia originaria.
Pero no lo es, en cambio, la reflexión posterior a la vivencia. Nietzsche tie-
ne razón cuando afirma que el orgullo impide reconocer lo que nos aver-
güenza. Pero también es verdad que puede descubrirse el autoengaño del
orgullo y, en consecuencia, que la reflexión sobre nuestras vivencias es po-
sible; de otra forma, ni la envidia ni la vanidad serían cognoscibles.
Si nuestro análisis es correcto, es posible distinguir entre la concien-
cia originaria, la conciencia refleja y la valoración moral. Por conciencia
originaria entendemos aquello que aparece de forma inmediata, es decir,

18. Cfr. J.-M. BESSAYDE, Descartes. L’Entretien avec Burman, PUF, Paris 1981, p. 22; AT
V, p. 149.
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 71

las vivencias –sensaciones del propio cuerpo, sensaciones de la realidad


externa, emociones, imaginaciones, recuerdos, etc.– o las voliciones y
pensamientos.
A partir de esta distinción puede criticarse tanto la doctrina cartesia-
na que considera la experiencia interna como única vía de acceso a la
afectividad, como las tesis negadoras de la experiencia interna y de la re-
flexión para estudiar los sentimientos. La identificación cartesiana entre
representación (llamada aquí conciencia originaria) y reflexión es una
consecuencia de la falta de distinción entre la conciencia y el cogito. En
efecto, puesto que la conciencia aparece como el ámbito de objetividad,
la percepción de la propia subjetividad es interpretada por Descartes como
algo objetivo 19. Pensamos, sin embargo, que, si bien la conciencia es el
ámbito del aparecer, el aparecer no equivale a la objetivación de lo que apa-
rece.
Wittgenstein, a pesar de captar la distinción entre experimentar una
vivencia y su objetivación (observar una emoción es distinto que padecer-
la), acepta, sin embargo, la premisa del racionalismo cartesiano: la identi-
ficación de la conciencia originaria con la reflexión. Tal premisa no da
cuenta de la complejidad de la conciencia, pues en el momento en que
siento tristeza, por ejemplo, tengo conciencia de algo, sin que todavía
pueda distinguir entre mi acto de sentir, lo que viene sentido y yo mismo
que lo siento: yo no siento la tristeza como si fuera una realidad diversa
de mí, sino que me siento triste. Si la tristeza fuese una realidad diversa
del sentirse triste, se podría hablar de verdad o falsedad, y sería también
posible el error de sentirse triste sin estarlo, como es posible, por defecto
de la vista, ver rojo cuando el color real es verde. El error, en el caso de
los sentimientos, no corresponde a la conciencia originaria, sino a su in-
terpretación, la cual deriva de la reflexión sobre el propio sentimiento.
En efecto, es posible creer que se siente tristeza, por ejemplo, cuando uno
está cansado, sin que esa interpretación corresponda a la realidad. La dis-
tinción entre creer estar triste y estar triste es muy importante y tiene un
doble significado:
1. El sentimiento, en sí mismo, es conciencia originaria, mientras
que la interpretación del sentimiento o creencia implica la refle-
xión y, en ocasiones, también un juicio.
2. Es posible corregir las propias interpretaciones de los sentimien-
tos, aprendiendo a distinguir entre el sentirse de un modo deter-

19. El sum inferido desde el cogito es el pensamiento en tanto que acto real, pero, al
centrar la pregunta en el sujeto, Descartes toma la propia subjetividad como tema y, por
consiguiente, la objetiva en cierto sentido como «res cogitans, id est, mens sive animus,
sive intellectus, sive ratio» (Meditationes, AT VII, p. 27).
72 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

minado y el estarlo realmente; lo que resulta especialmente impor-


tante en relación a los sentimientos de bienestar o malestar físico,
pues debido a su carácter vago e indeterminado con mucha fre-
cuencia se interpretan como bienestar o malestar de la persona.

1.3. La reflexión sobre la experiencia interna como método

Si aplicamos ahora la reflexión a los fenómenos que aparecen en la


conciencia originaria, puede establecerse una primera distinción entre
aquellos en los que la subjetividad aparece sólo de forma connotada, es
decir, no se toma a sí misma como tema, por ejemplo, en las sensaciones,
en los pensamientos y en la voluntad, y aquellos otros en los que la subje-
tividad está presente temáticamente. Por ejemplo, al ver a una persona
que creo conocer, lo que aparece en la conciencia es la imagen de la per-
sona, el recuerdo de ella y su objetivación, mientras que el yo se halla pre-
sente de forma connotada, o sea, en tanto que son la imagen, el recuerdo
y la objetivación que yo tengo; la otra persona aparece, en cambio, como
tema de mi conciencia. Si, en cambio, reflexiono sobre el hecho de que
«me parece conocerla», el yo se separa del acto de recordar y del objeto
del recuerdo. La reflexión introduce, pues, una separación entre el suje-
to, su actos y los objetos de éstos.
En los sentimientos, en cambio, la subjetividad aparece ya como
tema de la misma conciencia originaria. Como se ve, por ejemplo, en el
dolor y en el placer, y también en el hambre, en el miedo, la ira, etc. En el
momento preciso en que siento dolor me siento a mí mismo dolorido; es
como si se produjera una cierta reflexión. Sin embargo, no puede afir-
marse que se trate de una reflexión verdadera, pues el acto de sentir es
uno solo. En efecto, puedo reflexionar sobre mi propio dolor y valorarlo
como algo negativo, pero en el momento mismo en que lo hago mi con-
ciencia del dolor es menos viva, ya que la atención se divide entre el sen-
timiento actual de dolor y la reflexión sobre el sentimiento pasado. La
posterioridad del acto reflejo se aprecia todavía mejor si, cuando refle-
xiono sobre mi dolor, no experimento ya dolor alguno. Algo semejante
sucede con las emociones, en las que la subjetividad también se halla pre-
sente de forma inmediata. Ciertamente el sentimiento de miedo, por
ejemplo, no se refiere sólo a una modificación de la subjetividad, como su-
cede en cambio en el dolor, sino también a una valoración de la realidad
que la subjetividad realiza de forma espontánea. Y es precisamente a tra-
vés de esta modificación-valoración como la subjetividad se hace presente
en el sentimiento de miedo.
De estas reflexiones acerca de la conciencia originaria propia de los
sentimientos podemos deducir dos conclusiones:
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 73

a) Entre la conciencia originaria simple, que corresponde a las sen-


saciones, pensamientos y voliciones, y la conciencia refleja, se halla –desde
el punto de vista fenomenológico 20– otro tipo de conciencia: la concien-
cia originaria refleja o reflexión originaria 21. En esta última, la subjetivi-
dad es inmediata a sí misma, sin que haya una verdadera reflexión.
La reflexión originaria, por ejemplo, en el miedo, además de no ser
una especie de meditación sobre la esencia de este sentimiento, no cons-
tituye tampoco en sentido estricto una reflexión, pues es un acto trascen-
dente, es decir, un acto cuyo objeto está fuera de mí y me costriñe, a pesar
de ser vivido como mío. Respecto a la reflexión originaria, la reflexión
propiamente dicha posee, en cambio, un carácter secundario: mientras
que en la reflexión originaria el miedo es inseparable de mí mismo, en la
reflexión sobre el miedo se produce una distancia entre el yo y el yo afec-
tado. Lo que la reflexión no puede hacer, sin embargo, es negar la exis-
tencia del miedo y, por consiguiente, negar que, aunque ahora ya no lo
sienta, aquel miedo me ha pertenecido. En definitiva, en toda reflexión
sobre una reflexión originaria se observa que la nueva reflexión es distin-
ta de la vivencia inicial por dos razones: la primera, porque el sujeto que
reflexiona se encuentra a sí mismo distanciado del sujeto de la reflexión
originaria; la segunda, porque, por ejemplo «la autopresencia del dolor
en acto sólo merece el nombre de objetiva porque es algo más que una
connotación, y no porque a su vez sea una distancia» 22. La conciencia ori-
ginaria refleja no es tampoco una conciencia originaria simple, pues la
subjetividad no se da en ella de un modo sólo connotado: el dolor me opri-
me; el sentimiento de peligro me invade, etc.

b) La conciencia no se identifica con un ámbito de objetividad. Esto


se ve con claridad tanto en la conciencia originaria simple como en la ori-
ginaria refleja. En la primera, porque –como sucede en las sensaciones–
no hay todavía objetivación alguna, aunque sí trascendencia, o sea en la
conciencia aparece algo que el sujeto no es; en la segunda, porque la sub-

20. Desde el punto de vista ontológico de las operaciones de la conciencia, la refle-


xión originaria se identifica, en cambio, con la conciencia originaria o conciencia conco-
mitante de cualquier acto del sujeto. La distinción fenomenológica subraya la diversa per-
cepción que se tiene del sujeto.
21. El término reflexión originaria ha sido acuñado por Millán-Puelles para referirse
a algunos sentimientos en los que la subjetividad se halla inmediatamente autopresente
en tanto que constreñida por algo (cfr. A. MILLÁN-PUELLES, La estructura de la Subjetividad,
Rialp, Madrid 1967, p. 272). Aunque el autor no use este término para referirse a las
emociones, nos parece que puede emplearse con tal de que se introduzcan los ajustes ne-
cesarios.
22. Ibid., p. 271.
74 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

jetividad se capta a sí misma en el mismo acto de trascender; así, en la va-


loración de la realidad como peligrosa, la subjetividad se percibe ame-
drentada.
Si la conciencia no se reduce a ser ámbito de objetividad ¿qué es, en-
tonces, lo que la caracteriza? En una primera aproximación puede res-
ponderse que la conciencia es el ámbito de los fenómenos psíquicos. En
la filosofía contemporánea es Brentano quien, de forma más convincen-
te, destaca la unidad de los fenómenos psíquicos. En su Psychologie vom em-
pirischen Standpunkt (Psicología desde el punto de vista empírico), publicada en
1874, realiza una distinción –hoy clásica– entre fenómenos psíquicos, que
son cualquier tipo de representación por medio de sensaciones, imagina-
ción o disposiciones afectivas basadas en una representación , y los fenó-
menos físicos, que no presentan un objeto. «El fenómeno psíquico está
caracterizado, por tanto, por lo que los escolásticos de la Edad Media lla-
man la inexistencia intencional (o también mental) de un objeto; lo que
nosotros llamaremos la relación a un contenido, la dirección hacia un objeto (el
cual no se entiende aquí, sin duda, como realidad) o también objetividad
inmanente. Todo (fenómeno psíquico) contiene en sí algo como un objeto,
aunque no siempre del mismo modo. En la representación se representa
algo, en el juicio se admite o rechaza algo [...]. Esta inexistencia intencio-
nal es propia, de forma exclusiva, de los fenómenos vitales y ningún fenó-
meno físico muestra algo semejante. Y por esto podemos definir los fe-
nómenos psíquicos diciendo que son los que contienen en sí un objeto
intencional» 23.
La tesis de Brentano sobre la intencionalidad, como característica de
los fenómenos de conciencia, fue desarrollada más tarde por Husserl y su
escuela fenomenológica y también, con diversos matices, por la escuela
analítica inglesa 24. Según Husserl, la intencionalidad se identifica con la
presencia del objeto en la conciencia. Algunos autores, como Levinas, cri-
tican la concepción husserliana de la conciencia porque oscurece el ca-
rácter especial de algunos fenómenos psíquicos, como los sentimientos
de dolor, miedo, etc., los cuales, a pesar de no ser una representación ob-
jetiva, siguen siendo fenónemos de conciencia 25.

23. F. BRENTANO, Psychologie vom empirischen Standpunkt, I, Felix Meiner Verlag, Ham-
burg 1973, pp. 124-125.
24. Sobre este punto pueden verse G.E.M. ANSCOMBE y P.T. GEACH, Three philoso-
phers, Blackwell, Oxford 1963; A. KENNY, Action, emotion and will, Routledge, London 1963;
G.E.M. ANSCOMBE, The intentionality of sensation, en IDEM, The collected philosophical papers, II,
Metaphysics and the philosophy of Mind, Blackwell, Oxford 1981.
25. Levinas ve en la consideración de las sensaciones y los sentimientos como ideas
oscuras y confusas una de las más profundas intuiciones cartesianas: «Es ésta su superiori-
dad sobre la fenomenología husserliana que no pone límite alguno a la noematización»
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 75

Otros autores, como Wojtyla, al examinar el carácter inobjetivo de al-


gunos fenómenos de conciencia, concluyen que el aparecer, propio de di-
chos fenómenos, no es todavía intencional, ya que, en algunos de ellos,
como en los sentimientos, la conciencia no conoce todo lo que es repre-
sentado, es decir, no tiende hacia lo que en ella aparece representado 26.
Otros fenomenólogos, como Ricoeur, sugieren que la intencionalidad no
debe ligarse completamente a la objetividad, pues los sentimientos, a pe-
sar de ser anteriores a la objetivación, son intencionales 27.
Como puede deducirse de este breve e incompleto status quaestiones,
la cuestión de la intencionalidad es compleja y está todavía lejos de una
clarificación completa: en parte, por el carácter fundante que la concien-
cia originaria posee respecto a la reflexión; en parte también por la poli-
semia del término «intencional», revelada por la filosofía analítica, la fe-
nomenología y el neotomismo 28. Puede afirmarse, sin embargo, por ser
aceptado por la mayor parte de autores, que lo común a esos fenómenos
no deriva de su objetividad, sino de algo previo, que llamaremos intencio-
nalidad. Esta hay que entenderla, por una parte, como lo que permite que
exista la conciencia de algo, es decir, el darse cuenta de algo; y por otra,
como lo que se halla en la base de toda reflexión.
Entendiendo así la intencionalidad es posible establecer una distin-
ción entre dos tipos de intencionalidad: a) intencionalidad no objetiva,
propia de los fenómenos de conciencia que no corresponden a ningún
pensamiento ni volición; b) intencionalidad objetiva, propia de las repre-
sentaciones de los pensamientos y voliciones. A este segundo tipo de in-
tencionalidad pertenece también la reflexión, que a su vez puede tener
una intencionalidad objetiva parcial (es parcial cuando no puede objeti-
varse perfectamente la distinción entre sujeto y lo que se siente, como su-
cede en la reflexión sobre el sentimiento de miedo), o una intencionali-
dad objetiva total (es total cuando se objetiva perfectamente la distinción
entre los diversos elementos del acto, como ocurre en la reflexión sobre

(H. LEVINAS, Totalité et Infini. Essai sur l’extériorité, Nijhoff, La Haye 1971, p. 103. Trad. esp.:
Totalidad e infinito, ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1997).
26. «No hay actos intencionales de la conciencia que objetiven el “yo” respecto a la
existencia o a la acción. Esta función es desempeñada por los actos del autoconocimien-
to. A ellos les debe cada hombre el contacto objetivante consigo mismo y con los propios
actos» (K. WOJTYLA, Osoba i czyn-Persona e atto, eds. G. REALE y T. STYCZEN, Bompiani Testi a
fronte, Milano 2001, p. 111).
27. Cfr. P. RICOEUR, Philosophie de la volonté, II: Finitude et culpabilité, Aubier, Paris
1960, capítulo IV.
28. Acerca de los diversos sentidos del término intencionalidad puede verse AA.VV.,
Finalité et intentionnalité: doctrine thomiste et perspectives modernes, «Actes du Colloque de Lou-
vain-la-Neuve et Louvain 21-23 mai 1990», eds. J. FOLLON y J. MCEVOY, Vrin, Paris 1992.
76 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

los pensamientos y las voliciones; hay que notar, sin embargo, que tanto
el sujeto como el acto no son objetivables).
Si desde el punto de vista de la intencionalidad un sentimiento como
el miedo aparece con una intencionalidad no objetiva, desde el punto de
vista de la subjetividad aparece, en cambio, como constricción, o sea como
algo que la subjetividad padece. En efecto, en la reflexión sobre el dolor,
por ejemplo, éste aparece como algo que no se quiere y se padece, es de-
cir, como algo que no depende de la propia actividad. Querer evitar el
dolor mediante un calmante aparece, en cambio, como una acción nues-
tra.
Además de distinguir diversos tipos de intencionalidad, la reflexión
sobre la experiencia interna permite descubrir que en la subjetividad hay
diferentes niveles: 1) nivel del actuar, es decir, la acción humana y todos
los fenómenos de conciencia que dependen de ella; 2) nivel del suceder
que, sin embargo, puede también depender de una acción humana: me-
moria, imaginación, pensamiento; 3) nivel del suceder que no depende
de ninguna acción humana: afectividad (reflexividad originaria) y sensi-
bilidad (conciencia originaria simple).
Es preciso, por tanto, concluir que la reflexión sobre la experiencia
interna es una posible vía de acceso al estudio de la subjetividad y, en con-
secuencia, de la afectividad.

2. ¿POSIBILIDAD O IMPOSIBILIDAD DE LA EXPERIENCIA EXTERNA COMO MÉTODO?

2.1. Principales críticas

Parece comúnmente aceptado que el mundo afectivo puede cono-


cerse a través de algunas manifestaciones exteriores, como las expresio-
nes corporales (el llanto en el dolor, la risa en la alegría, el rubor en la
vergüenza, etc.), los gestos (apretar los puños en la ira, abrir los brazos en
la alegría, etc.) y también el comportamiento (huir en el miedo, agredir
en la ira, etc.). También es un hecho que no siempre los sentimientos se
expresan mediante esas manifestaciones corporales, ni mediante gestos o
comportamientos determinados. Por otra parte, una misma expresión
corporal, gesto o acción puede corresponder a sentimientos diferentes
(el rubor del rostro puede expresar vergüenza y también ira; la fuga pue-
de deberse al miedo o a otros motivos, etc.); a veces, incluso, las expresio-
nes corporales no tienen nada que ver con los sentimientos (el esfuerzo
físico puede ocasionar el llamado síndrome de activación, como han mos-
trado los experimentos de los conductistas).
Probablemente la experiencia de sentirse de un modo y no manifes-
tarlo, o de actuar de una forma diversa de lo que inspira frecuentemente
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 77

un sentimiento, ha conducido a algunos, especialmente a Descartes y sus


continuadores en el ámbito de la psicología introspectiva, a rechazar la
experiencia externa como vía de acceso al sentimiento.

a) La relación entre emoción y experiencia externa es contingente

El rechazo de la experiencia externa para identificar o reidentificar la


emoción se basa en la tesis cartesiana del sentimiento como evento men-
tal, cuyo objeto coincide exactamente con la percepción de la propia emo-
ción. Según dicha tesis, basta sentir la emoción para darse cuenta de qué
tipo es.
Es verdad que Descartes, como hemos visto, dedica una parte del tra-
tado sobre las pasiones a los cambios fisiológicos, a la imaginación y al
comportamiento; pero todos esos aspectos, si bien sirven para explicar el
origen de la emoción y sus posibles consecuencias, no forman parte de
ella, porque la emoción es una idea de la res cogitans. El estudio de la ex-
periencia externa (cambios fisiológicos del cuerpo y acciones) desempe-
ña una finalidad más bien práctica: mostrar que la pasión, a pesar de no
ser controlable en sí misma, admite un cierto dominio externo: en la me-
dida en que se modifica la relación natural –pero contingente– entre
cambio fisiológico-imagen-emoción-acción, puede lograrse no padecer la
emoción o evitarse actuar de forma pasional.
Descartes ve con claridad la existencia de dicha relación al estudiar
el comportamiento –contrario al habitual– de los perros de caza: se pa-
ran al oír el disparo e, inmediatamente después, se lanzan a correr. El
aprendizaje (los conductistas hablarían aquí de refuerzo) permite modi-
ficar la relación natural entre cambio fisiológico-acción. Como para Des-
cartes los perros –como el resto de los animales– carecen de emociones,
el aprendizaje en ellos demuestra sólo la posibilidad de romper la rela-
ción natural, sin explicar el modo en que las emociones son controla-
bles.
Para explicar las emociones humanas, Descartes introduce junto a
los cambios fisiológicos y a la acción, otros elementos: la imagen, la emo-
ción misma y la voluntad. Cada uno de ellos es un evento mental sin nin-
guna relación necesaria con las modificaciones corporales o las manifes-
taciones exteriores, es decir, sin referencia alguna a la exterioridad. Las
manifestaciones por sí solas no son, pues, significativas del sentimiento,
como tampoco lo son de las voliciones: el llanto–según Descartes– no es-
taría ligado necesariamente al dolor o a la tristeza, ni el gesto de apretar
los puños a la ira, ni la fuga al miedo. Según este planteamiento, las mani-
festaciones exteriores, como los cambios fisiológicos, tendrían con la emo-
78 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ción una relación de pura contingencia, explicable a través de circunstan-


cias biográficas que casi siempre nos son desconocidas 29.
Si en el perro de caza la modificación de la relación natural provenía
del exterior, en el hombre, en cambio –sostiene Descartes–, la modifica-
ción no procede sólo de las experiencias pasivas, sino sobre todo de la
propia interioridad. Ciertamente, ni la imaginación ni la emoción poseen
este tipo de dominio sobre la relación natural, sino sólo la voluntad, pues
es principio de la acción. La pasión, por hallarse naturalmente ligada –por
medio de los deseos– a una determinada volición, se encuentra –según
Descartes– en el origen natural de la acción tal como aparece en la prime-
ra infancia. Pero más tarde, cuando se llega al uso de razón, la voluntad no
sólo es capaz de modificar esta unión, sino que incluso puede originar la
misma acción y pasión: directamente, como sucede con las pasiones pu-
ras, o indirectamente, como sucede con las modificaciones introducidas
por la voluntad en la relación natural. De ahí que la voluntad sea un po-
der, oculto a los otros pero patente en sí mismo, que establece o puede
establecer un control absoluto del comportamiento humano.

b) La acción como máscara de la emoción

También los defensores de la psicología profunda rechazan la rela-


ción necesaria entre sentimiento y manifestaciones exteriores (gestos y
comportamiento), pero por otras razones a las hasta ahora vistas. No
aceptan –en contra de la teoría cartesiana– que el sentimiento vivencia-
do, a pesar del papel esencial que desempeña, sea el único elemento de
la emoción, pues el sentimiento no es más que la máscara consciente o el
símbolo mnemónico de la energía instintiva (libido en Freud, deseo de
poder en Adler, subconsciente colectivo en Jung, etc.) 30.
Tal vez el rechazo del conocimiento de la emoción más coherente
con esos postulados sea el del psicoanálisis freudiano. En su teoría, Freud

29. El origen del enlace entre emoción, cambios fisiológicos y comportamiento hay
que buscarlo en la infancia, pues en esa edad se producen conexiones entre el alma y el
cuerpo al margen de la razón (cfr. Les passions, AT XI, p. 429). Algunos ven en esta afir-
mación de Descartes un precedente de la tesis freudiana del origen inconsciente de las
emociones. Azuvi sostiene, por ejemplo, que el inconsciente cartesiano no es psicológico,
sino que se coloca en el límite entre el cuerpo y el alma, en el punto en que el movimien-
to se trasforma en cualidad; lo que tiene cierta semejanza con el concepto freudiano de
pulsión, situada entre lo somático y lo psíquico (cfr. F. AZOUVI, Le rôle du corps chez Descar-
tes, «Revue de Métaphysique et de Morale», 83 [1978], p. 11).
30. Para una introducción a la historia del psicoanálisis véase J.A.C. BROWN, Freud
and the Postfreudians, Penguin, London 1964.
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 79

sintetiza el punto de vista cartesiano –la relación natural contingente–


con la tesis de Hume sobre el papel capital que el placer o el displacer tie-
nen en la emoción 31. Pero lo hace de un modo completamente nuevo.
Freud acepta –como Hume– que la emoción no es un evento mental o
first impression, sino una impresión secundaria o reflective impression y, como
consecuencia, algo no originario. La diferencia entre Freud y Hume estri-
ba en lo siguiente: según Freud, esta imprensión secundaria no deriva de
las impresiones originales –ni inmediatamente ni tan siquiera a través de
su idea–, pues la causa de la emoción no tiene que ver ni con la concien-
cia ni con el cogito.
Freud llega a esta conclusión después de haber estudiado el mundo
de los sueños 32. En las producciones oníricas complejas de los adultos,
como también en las emociones, se puede distinguir entre un contenido
manifiesto y otro latente. Las escenas más o menos caóticas de nuestros
sueños que logramos contar constituyen la máscara (el contenido mani-
fiesto) de un acaecer anímico (contenido latente).
El sueño nos descubre tres planos del psiquismo: la conciencia o plano
de los contenidos manifiestos (en el sueño, la conciencia es onírica o aluci-
nada por falta de distinción entre lo subjetivo y lo real); el subconsciente
(en el sueño, este nivel se halla constituido por los contenidos latentes), y
el preconsciente o ámbito de la transformación de los contenidos latentes
en contenidos manifiestos (en el sueño, el preconsciente modifica los con-
tenidos latentes en aquellos que son aptos para aparecer en la conciencia).
La deformación onírica y la emoción –concluye Freud– pueden explicarse
a partir de la existencia de algo en el acaecer anímico que es censurado y,
por tanto, presuponen en el psiquismo una multiplicidad de contenidos
que, si bien pertenecen al sujeto, le resultan intolerables.
La distinción entre una causa de la emoción, siempre inconsciente, y
la emoción misma, resuelve el problema cartesiano de la oscuridad y con-
fusión presentes en la emoción. En efecto –según Freud– la emoción, en
tanto que fenómeno de conciencia, es clara, pero se trata de una claridad
engañosa pues oculta su origen oscuro, el subconsciente, cuya materia pri-
ma es la libido o pulsión instintiva más impersonal y antigua 33.

31. Ciertamente, la tesis de Freud no es tan sutil como la de Descartes, según el


cual, aunque las emociones se relacionan con los movimientos de los espíritus animales,
no se identifican con la conciencia de los cambios que estos producen; para el psicólogo
vienés, en cambio, la emoción no es más que la huella que los movimientos corporales
dejan en la conciencia.
32. Vid. S. FREUD, Die Traumdeutung, Fischer Taschenbuch Verlag, Frankfurt 1983.
33. En la reducción de la psique humana y, por tanto, de todas las manifestaciones
culturales a libido, influye sobre todo la filosofía de Schopenhauer (vid. J. CHOZA, Concien-
cia y afectividad, EUNSA, Pamplona 1978, en particular el primer capítulo). Además de
80 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

En la explicación de la emoción, Freud se sirve precisamente de esa


distinción. La emoción incluye, en primer lugar, descargas pulsionales (la
causa); y, en segundo lugar, ciertos sentimientos de dos tipos: percepcio-
nes de las acciones motrices y sentimientos de placer o displacer que dan
a la emoción su coloración esencial. La unión de ambos aspectos surge,
de acuerdo con Freud, de la repetición de una experiencia particular que
debe situarse en la prehistoria, no sólo del individuo sino también de la
especie. Cuando se presenta una situación semejante a la de la experien-
cia original (el deseo sexual de la infancia que permanece reprimido e in-
consciente), los estados afectivos son vividos de nuevo como símbolos
mnemónicos de esta experiencia. El objeto o la persona que provoca la
emoción se halla unido, por tanto, a este deseo. Cuando la energía instin-
tiva que reside en el subconsciente es alta, se necesita una descarga que la
reconduzca a los niveles normales. Si la descarga no se produce a través
de los canales apropiados (el comportamiento sexual), se realiza enton-
ces mediante válvulas de seguridad, es decir, mediante las emociones 34. La
emoción es considerada, de este modo, como un signo de la energía ins-
tintiva.
Si la emoción es la máscara de un deseo reprimido, la acción ligada
al sentimiento (el llanto, la fuga, la agresión, etc.) nos aleja todavía más
–según Freud– del origen de la afectividad, pues sería como la máscara
de una máscara. Las acciones no son más que los síntomas de los senti-
mientos, los cuales, a su vez, son signos de la actividad de la libido. De ahí
que los psicoanalistas interpreten las acciones como si fueran significan-
tes especiales, en busca de un sentido oculto.
El planteamiento freudiano de la emoción cuenta, así, con un valor
hermeneútico contrario al que Descartes le había asignado. El psicoaná-
lisis analiza la emoción, no para evitar actuar de forma irracional, sino
para descubrir algo escondido, que es la causa del desequilibrio psíqui-
co. En definitiva, si para Descartes la libertad se muestra en el control
–por parte de la razón– de lo que es natural, para Freud, en cambio, la li-
bertad o liberación consiste únicamente en la remoción de la censura.
Una vez descubiertos los deseos censurados o reprimidos, el psiquiatra
austriaco aconsejará al paciente lo que debe hacer para recuperar la si-
tuación de equilibrio psíquico: «la solución de sus conflictos y la supre-

este instinto, que podemos llamar positivo, está el thanatos o instinto de muerte y de auto-
destrucción, que por tener un carácter negativo no desempeña ningún papel en la cons-
trucción de la psique.
34. En la imposibilidad de liberar esta energía instintiva de forma natural se en-
cuentra el origen de la frustración, de los complejos y de los conflictos humanos (vid. S.
FREUD, The Psychopathology of Everyday Life, Holt, New York 1915).
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 81

sión de sus resistencias no se consigue más que cuando les hemos pro-
porcionado representaciones de espera que en ellos coinciden con la rea-
lidad» 35. La elección de lo que debe hacerse corre –según Freud– a cargo
del paciente.

2.2. Respuestas a las críticas

a) Las manifestaciones externas son necesarias para identificar


la emoción

Hemos visto cómo las manifestaciones exteriores (expresión, gestos,


acción), aunque no siempre acompañan a una emoción, muchas veces la
hacen reconocible e identificable. De ahí que deban descartarse tanto la
tesis conductista que identifica la emoción con el comportamiento, como
la cartesiana que sostiene la existencia de una relación contingente, no
esencial, entre emoción y manifestaciones exteriores.
Para Wittgenstein, por ejemplo, la emoción sería un pattern o mode-
lo que, además de contener una multiplicidad de experiencias internas
no observables, recoge una serie determinada y descriptible de elemen-
tos, como los cambios orgánicos, los gestos, el comportamiento, etc. La
relación dinámica entre ellos hace que pueda hablarse de la emoción
como de un proceso, como sucede en el enamoramiento, los celos, la ale-
gría, la tristeza 36... De ahí que los elementos formen parte necesaria de la
emoción, y no sólo contingente.
La crítica de Wittgenstein a la tesis cartesiana de la relación natural o
contingente nos parece adecuada, si se incluyen en los elementos de la
emoción las vivencias, los juicios, etc., es decir, lo que Wittgenstein llama
eventos mentales. Cuando no se incluyen surgen diversos problemas, como
se ve en Kenny, para quien la emoción estaría constituida por tres elemen-
tos perfectamente observables:

35. S. FREUD, Introducción al psicoanálisis, 9.ª ed., Alianza Editorial, Madrid 1979, p.
471. Una lectura atenta de la obra de este autor revela la contradicción entre la negación
teórica de la libertad y su aceptación en el ámbito de la praxis analítica. De esta opinión
es, por ejemplo, A. LAMBERTINO, Aspetti della teoria freudiana dell’uomo, en I. YARZA, Immagi-
ni dell’uomo. Percorsi antropologici nella filosofia moderna, Armando, Roma 1996, p. 67.
36. «La “aflicción” describe un pattern que se repite en la trama de nuestras vidas.
Entonces un proceso es parte de este pattern. Si las expresiones corporales de displacer y de
alegría del hombre se alternasen, digamos, como el tic tac de un metrónomo, entonces
no existiría el pattern del displacer o de la alegría. (Lo que no significa que la alegría o el
displacer sean dos tipos de conducta)» (L. WITTGENSTEIN, Last writtings on the Philosophy of
Psychology, Blackwell, Oxford 1982, § 406).
82 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

a) Por las circunstancias que causan miedo: la vista de un león devo-


rador de hombres que avanza hacia nosotros rugiendo.
b) Por los síntomas del miedo (descripción puramente física): tem-
blar, palidecer, sentir palpitaciones...
c) Por la acción emprendida para evitar lo que resulta temible: huir,
esconderse...
Si, tras relatar una aventura en la selva en la que se da el conjunto de
estas condiciones, el protagonista concluye: «Yo tuve entonces un miedo
terrible», sus palabras resultan plenamente comprensibles; «las expresio-
nes verbales del miedo restan inteligibles cuando uno, o dos, de estos fac-
tores está ausente, pero el tercero permanece» 37. Lo que no es posible, en
opinión de Kenny, es afirmar que se experimenta un miedo terrible si fal-
tan los tres elementos, pues la emoción no es un evento mental que pue-
da experimentarse de forma privada sin que se dé una relación con los
elementos exteriores que constituyen el contexto y que permiten que la
emoción pueda ser identificada y reidentificada por un interlocutor.
Observamos así la paradoja de la propuesta de Kenny: se establecen
tres elementos como condición para entender el significado de aquella
proposición y, a la vez, se acepta que, aunque se trate de una misma emo-
ción, pueda faltar alguno de ellos o puedan ser diversos (huir o quedarse
en el sitio, en el caso del miedo 38). La razón de la paradoja se encuentra,
a nuestro parecer, en el punto de arranque de la tesis de Wittgenstein, por
el cual la emoción es una vivencia que puede ser identificada y definida
sólo a partir de la exterioridad (la expresión y el contexto). Pero si se de-
fine la emoción según el conjunto de elementos que la constituyen, la au-
sencia de un elemento impide que pueda hablarse de una idéntica emo-
ción. Podría objetarse a nuestra crítica que se trata sólo de una relación
lógica y, por consiguiente, pueden faltar algunos elementos sin que la
emoción cambie, pero siguiendo por ese camino se termina por afirmar
que basta un solo elemento para identificar la emoción. La experiencia
de las representaciones teatrales y de la hipocresía muestra la insuficien-
cia de esta tesis: el término miedo puede ser bien utilizado en un deter-
minado contexto sin que, por eso, se experimente la realidad como peli-
grosa.
Nuestra pregunta es: una vez aceptada la relación necesaria entre in-
terioridad y exterioridad, ¿cuál de los dos aspectos de la realidad no pue-

37. A. KENNY, Action, emotion and will, cit., p. 67.


38. «El soldado dirigiéndose a la batalla puede poner rígido el labio superior y re-
primir cualquier deseo de huir; los síntomas y la acción de evitar (el peligro) están ausen-
tes, pero las circunstancias por sí solas hacen inteligible cualquier confesión posterior de
miedo» (Ibid., p. 68).
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 83

de ser modificado, so pena de cambiar también la emoción? Nos parece


que para responder a esta pregunta debemos partir de la siguiente evi-
dencia: si bien la experiencia interna de la emoción no puede ser tomada
como su definición, no es una parte más, sino que constituye el meollo 39.
Ciertamente, la experiencia interna de la que hablamos aquí no se redu-
ce a una simple sensación cinestésica o cenestésica, es decir, no es sólo la
conciencia de la propia corporeidad, sino que también contiene la inten-
cionalidad hacia algo. De ahí que la interioridad de la emoción del miedo,
por ejemplo, no se reduzca al evento mental, en sentido wittgensteniano,
ni a la simple conciencia del objeto del miedo (el león, en el ejemplo de
Kenny).
En nuestra opinión, debe mantenerse –como característica de la in-
terioridad emocional– la conciencia refleja originaria, o sea, la presencia
inmediata de la subjetividad a sí misma. En la emoción, la subjetividad
aparece ante sí en tanto que en ella acontece algo que no es ella misma:
en el ejemplo anterior, el león como peligroso para mí en estas circuns-
tancias. Este modo de aparecer la subjetividad impide que la emoción sea
definible; sólo puede serlo a través de una reflexión posterior, que permi-
te separar los elementos ya presentes en la experiencia originaria: los
cambios orgánicos, el objeto, la valoración, etc.
En esta perspectiva se entiende bien que el cambio orgánico caracte-
rístico de una emoción no sea modificable por la sola voluntad, pues el
aspecto fisiológico se halla fuera del alcance de su poder. El lenguaje cor-
poral, en el que se expresa la emoción, está sometido, en cambio, a la
educación y a la voluntad, como por otra parte sostienen cartesianos y
conductistas. Por último, la acción humana, a la que conduce espontánea-
mente la emoción, resulta por lo general totalmente controlable, pues esa
no es más que una posibilidad contenida en la emoción cuya realización
requiere, por otra parte, el uso de la razón y la voluntad.

b) La acción no es la máscara de la emoción

Hemos visto que la acción no está ligada necesariamente a la emo-


ción, o sea como el efecto depende de la causa eficiente, sino como la po-

39. El mismo Wittgenstein reconoce implícitamente que las vivencias son algo más
que las puras sensaciones cinestésicas cuando se amonesta a olvidarlas: «Olvida, olvida
que tú mismo has tenido esas vivencias» (Zettel, 179). McGuinness piensa que la conside-
ración wittgensteiniana de las vivencias como faltas de significado proviene del modo de
concebir la afectividad como pura pasividad, impotencia y sufrimiento (cfr. B. MCGUIN-
NES, Wittgenstein: a Life. Young Ludwig, 1889-1921, Duckworth, London 1988, p. 193).
84 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

sibilidad se halla unida a su realización según determinadas condiciones.


Lo que no quiere decir que entre la emoción y la acción se dé una rela-
ción contingente en sentido cartesiano, pues la acción que depende de
una emoción es siempre la posibilidad de esa emoción y no de otra: la
fuga del león es una posibilidad contenida en la emoción del miedo, es
decir, en la percepción del león como animal peligroso. Precisamente
por tratarse de posibilidad, y no de necesidad, no se excluyen otros mo-
dos de actuar: permanecer en el sitio en lugar de huir, pedir auxilio, etc.
Pero las acciones reales no son ya sólo posibilidades de la emoción, sino
sobre todo realizaciones que derivan de la libertad humana. Esta es la
causa de que las acciones se trasformen, a veces, en máscara de la emo-
ción, en cuanto que la esconden, pero lo más frecuente es que la acción
corresponda verdaderamente a la posibilidad contenida en la emoción.
Por eso afirmar, como Freud, que todas nuestras acciones son una
máscara es una conjetura sin la necesaria confirmación. A la tesis de
Freud puede hacerse la misma crítica que al monismo fisicalista, pues
aunque el padre del psicoanálisis establece una distinción entre diversas
estructuras de la psique, todas se reducen –según él– a fuerzas físicas o
impulsos. Esta reducción es dogmática porque elimina como seudopro-
blemas algunas cuestiones importantes: ¿cómo puede considerarse la
enorme riqueza de las emociones humanas –en particular, las más carac-
terísticas: alegría, tristeza, sentimiento del deber, sentimiento estético,
etc.– como la máscara de la libido? ¿Cómo puede reducirse el complejo
mundo de la acción humana a una sola inclinación?
Tal vez la causa del dogmatismo de la tesis freudiana sea su preten-
sión de explicar tanto la emoción como el comportamiento humano de
forma causal y necesaria. Por eso consideramos válida la crítica de Witt-
genstein al psicoanálisis: la de no distinguir entre razón y causa, dos con-
ceptos decisivos desde el punto de vista epistemológico. Es verdad que la
explicación de Freud, como también la de los conductistas, da razón de
algunas emociones (sobre todo las que el hombre tiene en común con
los animales) y, por consiguiente, de algunas acciones. Estas razones no
logran explicar, sin embargo, la causa de la afectividad y todavía menos la
de las acciones humanas. Por este motivo Wittgenstein afirma que, con-
fundiendo la razón con la causa, Freud comete el error de los demás psi-
cólogos. El valor de Freud consiste, en cambio, en haber dado una razón
tan semejante a los mitos que la psicología freudiana se convierte, según
Wittgenstein, en una mitología moderna.
Aunque la crítica de Wittgenstein es irreprensible, nos parece que el
concepto de causa no debe eliminarse del ambito de la emoción y del com-
portamiento. Desde luego la acción humana, en tanto que es una posibi-
lidad, no puede ser explicada a través de una causa necesaria, al margen
de la propia libertad; sin embargo, es posible encontrar causas y no sólo
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 85

razones del acontecer de las emociones, pues para comprenderlas hay


que partir de una relación real, y no sólo hipotética, entre el sujeto y la re-
alidad. Para entender la emoción no basta, por tanto, la unión entre la
expresión y el contexto, sino que se requiere descubrir su origen, lo que
equivale a buscar una causa.

3. LA RELACIÓN ENTRE EXPERIENCIA INTERNA Y EXTERNA EN LA CONSTITUCIÓN


DE LA AFECTIVIDAD

Tras el análisis precedente debemos concluir que tanto la experien-


cia interna como la externa son necesarias para entender la esencia de la
afectividad. Ésta no es, sin embargo, la suma de las dos experiencias: la
experiencia interna y la externa no son dos realidades diferentes, sino
dos facetas de una misma realidad; por ejemplo, sentir la realidad como
peligrosa y la acción de huir son las dos caras del miedo.
A pesar de la referencia común de ambas experiencias a una misma
realidad, la experiencia interna es prioritaria, ya que sin ella no es posible
identificar los sentimientos ni interpretarlos; en efecto, podemos conocer
el miedo de una persona no sólo porque la vemos huir en una determinada
situación, sino sobre todo porque alguna vez también nosotros lo hemos
experimentado. Esta prioridad se da una vez que la experiencia interna
posee ya un significado preciso, es decir, cuando sentimos la realidad
como algo positivo o negativo en sus múltiples matices (agradable, dolo-
rosa, peligrosa, indiferente o contraria a nuestras expectativas, etc.). An-
tes de llegar a este momento, que llamaremos constitutivo del significado
de nuestras experiencias afectivas, la experiencia interna precisa del len-
guaje del cuerpo en que se manifiesta.
De ahí que pueda afirmarse que la experiencia afectiva adquiere su
significado más o menos preciso en relación con la alteridad, pues única-
mente a través del reflejo del propio lenguaje corporal en el lenguaje cor-
poral del otro comienza a cobrar sentido la experiencia interna. Así, el
niño pequeño mediante el lenguaje de su cuerpo y del de sus padres
aprende a sonreír cuando está contento, a gritar o llorar cuando se ha en-
fadado, etc. Y además de aprender a manifestar los propios sentimientos,
logra también interpretarlos mediante el lenguaje corporal del otro. Como
se aprecia –por contraste– en los llamados border line, personas aparente-
mente normales en las que, sin embargo, existe una disociación entre el
yo psíquico o conjunto de experiencias interiores, y el yo corporal o modo
de manifestarlas. El border line, además de no conseguir manifestar los sen-
timientos, no es capaz de entender su significado y, por consiguiente, no
logra integrarlos en su vida. Como muestra la psiquiatría, la mayor parte
de los border line tienen padres que, por diversos motivos, no han sabido
86 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

interpretar el lenguaje corporal de su hijo, por lo que las respuestas in-


adecuadas de éstos les han impedido modelar una afectividad normal. De
ahí que la afectividad del border line aparezca como caótica y fuente de in-
numerables conflictos personales.
Otro fenómeno que habla a favor de la estrecha relación entre expe-
riencia externa e interna es la empatía. En efecto, si es posible empatizar
una determinada vivencia de otra persona, entender y comprender qué
le sucede, es porque la conducta –incluyendo en este término los gestos y
las expresiones corporales– se halla ligada a la vivencia. La conducta a la
que aludimos no se refiere, desde luego, a algo inmutable, sino que admi-
te cambios según el ámbito sociocultural y el carácter de la persona. Por
ejemplo, si alguien llora tras haber sido informado de la muerte de un
pariente o amigo, entenderé que esa persona siente dolor porque amaba
al difunto.
En conclusión: la experiencia interna, una vez dotada de significado
gracias a las acciones de otra persona, en especial al lenguaje corporal,
es capaz de ser conocida e interpretada. De ahí que, a pesar de la necesi-
dad de la experiencia externa, la interna cuente con la prioridad en el
ámbito de los afectos; lo que contradice la tesis comportamentista, pues
es posible por ejemplo estar enojado sin que se realicen las acciones corres-
pondientes a la ira. La experiencia interna debe ser, por tanto, el punto
de arranque para poder analizar el mundo afectivo, ya que en ella están
contenidos, por lo menos implícitamente, los dos aspectos principales
que la caracterizan: la conciencia de la unión de la subjetividad con algo
que no es ella, y la posibilidad de una acción adecuada o contraria a dicho
vínculo.

4. LA REFLEXIÓN SOBRE LA EXPERIENCIA INTERNA: LA TENDENCIALIDAD

Si desde el punto de vista fenomenológico reflexionamos sobre el


primer hecho (el aparecer de la subjetividad a sí misma en tanto que se
halla unida a algo no subjetivo), descubrimos que la existencia de fenó-
menos afectivos permite concebir la conciencia no sólo como intencio-
nal, o sea como la presencia de algo, sino también como afectiva, es decir,
como la presencia de la subjetividad a sí misma. Esto quiere decir que la
subjetividad, aunque no siempre está presente ante sí, puede estarlo. Por
consiguiente debe afirmarse que, en la estructura misma de la subjetivi-
dad, se encuentra la posibilidad de la propia presencia.
¿En qué consiste tal potencialidad de la subjetividad que la afectivi-
dad nos descubre? De acuerdo con el análisis realizado podemos decir
más bien lo que no es. En primer lugar, no es –en contra del dualismo
cartesiano– el dinamismo del cuerpo. En efecto, lo que aparece en la ex-
EL PROBLEMA DEL MÉTODO EN EL ESTUDIO DE LA AFECTIVIDAD • 87

periencia afectiva, si bien no es un modo de la subjetividad (entendién-


dola de forma cartesiana, es decir, como pura conciencia objetiva), no tie-
ne un origen diverso de ella (no tiene como causa la res extensa cartesia-
na). Por lo que la subjetividad que aparece en la afectividad no puede
reducirse a conciencia objetiva, es decir, no es la actualidad o la presencia
de una idea, pues entonces el sentimiento carecería de las condiciones
para existir.
Freud indicó justamente el carácter irreductible del hombre a suje-
to consciente, pero su tesis de la emoción como máscara de la libido no
deja determinar qué tipo de potencialidad aparece en la experiencia afec-
tiva. En efecto Freud, en vez de hablar del sentimiento como presencia
de la subjetividad a sí misma, lo considera únicamente como la percep-
ción de las diversas acciones motoras que han tenido lugar. En definitiva,
para él, la subjetividad que se descubre en la afectividad sería reductible
a una serie de fuerzas físicas; pero, como hemos visto, el planteamiento
fisicalista deja sin responder cuestiones importantes. Si la potencialidad
que se descubre en la afectividad no puede ser reducida a la presencia
objetiva, ni a una simple percepción de acciones físicas, ni tampoco es la
máscara de una pura energía vital, ¿qué tipo de potencialidad manifiesta
entonces?
Si seguimos aplicando la reflexión a la experiencia afectiva, descubri-
mos que es posible establecer una relación entre el objeto del sentimien-
to y la subjetividad, es decir, entre una intencionalidad (la presencia de
algo) y el suceder algo en el sujeto. Esto indica un tipo de relación especial,
distinto, por ejemplo, de las sensaciones, de la imaginación, del recuerdo,
pensamiento, etc., en que lo presente es la cualidad sentida, la realidad
imaginada, recordada, pensada... El tipo de relación propio de la afectivi-
dad presupone pues no sólo la posesión intencional o inmanencia, sino
también la salida de la subjetividad hacia la realidad o trascendencia, pues
únicamente de este modo la subjetividad puede estar presente a sí misma,
en el modo de la afección.
La salida o éxtasis de la subjetividad forma parte de la experiencia
afectiva, en cuanto que aparece en la conciencia como inclinación de la
subjetividad hacia una determinada realidad. La inclinación, sin embar-
go, no debe ser confundida con la experiencia afectiva, pues es algo pre-
vio. No hay que confudir dicha anterioridad con la tesis freudiana de la
afectividad como máscara, pues la experiencia afectiva no oculta su refe-
rencia a la tendencia, sino que la muestra; por otra parte la tendencia, a
la que aludimos, no es un simple impulso mecánico. Nos encontramos,
por tanto, frente a la existencia de algo anterior a la experiencia afectiva,
cuya realidad es tal que se halla en la base misma de dicha experiencia.
El análisis fenomenológico de la experiencia afectiva conduce a la in-
dividuación, en la persona, de una potencialidad que, en cuanto tal, pre-
88 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

cede a cualquier fenómeno de conciencia. Es preciso, pues, fundamentar


esta potencialidad en un acto, cuya realidad no consiste en aparecer en la
conciencia, sino en una actualidad previa y permanente, o sea en el acto
de ser de la persona. La tendencia se presenta así como el punto de enla-
ce entre fenomenología y ontología. Desde el punto de vista ontológico,
la tendencia manifiesta –como veremos– la potencialidad del ser perso-
nal, es decir, su naturaleza; desde el punto de vista fenomenológico, la
tendencia se muestra, en cambio, como presencia de la subjetividad ante
sí misma.
La relación entre experiencia externa e interna se basa en algo que
está más allá de la experiencia, es decir, en la tendencia. Si la relación en-
tre las dos experiencias equivale a una relación de posibilidad, se debe al
hecho de que ambas tienen un mismo origen: la tendencialidad de la
subjetividad. Ésta, lejos de agotarse en la experiencia interna, la precede
en la inclinación inconsciente y la trasciende en la acción exterior. De ahí
que la investigación de la tendencia sea imprescindible no sólo para po-
der establecer los diversos tipos de experiencia afectiva, sino también
para examinar la posibilidad de integrarla en la persona humana median-
te la interpretación y valoración de los sentimientos y, sobre todo, me-
diante la acción.
Antes de ocuparnos del problema de la tendencialidad y de la inte-
gración de los afectos, intentaremos mostrar cómo un concepto semejan-
te al alcanzado por medio del análisis fenomenólogico se encuentra ya en
la idea tomista de apetito. El estudio de la noción de apetito nos ayudará
a profundizar en los resultados obtenidos hasta ahora, así como a des-
arrollar aquellos aspectos que son capitales en la elaboración de una an-
tropología de la afectividad.
Capítulo tercero

LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO


E l objetivo de este capítulo es estudiar los elementos centrales de la
noción tomista de apetito, así como algunas de las principales fuen-
tes filosóficas que la han originado. A causa de la complejidad del tema,
no trazaremos una historia completa de esta noción, pues esa tarea, ade-
más de superar los límites del presente ensayo, se aparta de la meta prin-
cipal: la elaboración de una teoría de la afectividad. No obstante, con el
fin de señalar tanto los precedentes históricos de nuestra propuesta como
los elementos implícitos que intentaremos desarrollar, analizaremos el
modo en que la filosofía clásica trata dicha cuestión. En concreto, exami-
naremos las tesis de Platón y Aristóteles, que pueden considerarse como
las dos etapas más importantes en la formación de la noción tomista de
apetito.

1. EL CONCEPTO PLATÓNICO DE DESEO

La formación del concepto de deseo, en el pensamiento helénico,


ha sido lenta y trabajosa: desde los poemas homéricos hasta Sócrates, pa-
sando por los presocráticos, la idea de deseo va desprendiéndose de los
elementos mitológicos para perfilarse como una inclinación exclusiva del
hombre 1. En su concepción del deseo, Platón realiza una síntesis del pen-
samiento precedente; allí encontramos huellas ya sea de la hamartia ho-
mérica o error cuya causa se desconoce, ya sea de la fuerza cósmica que

1. Para el estudio de la formación del concepto platónico de deseo véase nuestro


artículo Il desiderio: precedenti storici e concettualizzazione platonica, «Acta Philosophica», 5-2
(1996), pp. 317-337.
92 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

–en la doctrina de Empédocles sobre el Amor y el Odio– explicaría el ci-


clo del nacimiento y de la destrucción de todas las cosas 2, ya sea, en fin,
del significado pragmático que el deseo tiene en el hombre, pues –en Só-
crates y los sofistas– éste se encuentra en el origen mismo de la vida afec-
tiva y de las acciones humanas.

1.1. La trascendencia del eros

Es precisamente el naturalismo de los sofistas el que induce, primero


a Sócrates y después a Platón, a construir una nueva teoría del deseo ca-
paz de refutar el relativismo antropológico de la sofística.
Sócrates, por ejemplo, no acepta la reducción de Gorgias del deseo a
una simple necesidad vital, pues, además de los deseos biológicos, existen
otros que los trascienden. El deseo de contemplación y la tendencia al
otro, que caracterizan al eros y a la amistad respectivamente, no suponen
ninguna necesidad vital ni son un instrumento al servicio de las propias
necesidades. Por eso, a pesar de su falta de utilidad, Sócrates considera el
eros como un deseo; más aún, como el mayor de los deseos humanos. De
ahí que la investigación socrática sobre el deseo se centre especialmente
en el eros.
En Lisis intenta determinar su esencia analizando las tesis de los filó-
sofos precedentes, en particular de Empédocles y de los sofistas. Por un
lado, Sócrates destaca la contradicción contenida en la tesis de Empédo-
cles, para quien el amor conduce a la unión con lo que es semejante. La
crítica socrática arranca de la experiencia habitual de que en cada deseo
y, por tanto, también en el amor, se busca una ventaja (en el caso de la amis-
tad, la bondad del amigo). Pero no es posible ninguna ventaja si el amigo
posee solo el bien que nosotros ya tenemos. Y si no recibimos nada del
amigo no podemos amarlo, ya que «quien no tiene necesidad de nada,
no prueba afecto por nada» 3.
Por otro lado, Sócrates tampoco acepta la tesis sofista porque es con-
traria al sentido común: el justo, en efecto, no puede ser amigo del injus-
to, ni el moderado del intemperado, ni el bueno del malo. Para Sócrates,
se puede apetecer sólo lo que es afín 4. La afinidad no consiste en la sim-
ple ausencia ni en la total posesión de algo. La ausencia de algo sirve para

2. «Turnándose predominan uno sobre otro en un ciclo recurrente y, entre ellos,


menguan y crecen en la vicisitud del destino» (H. DIELS y W. KRANZ, Die Fragmenter der Vor-
sokratiker, 10.ª ed., Berlin 1960, 31 B 17, fragm. 26).
3. PLATÓN, Lisis, 215a.
4. Cfr. ibid., 221e-222a.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 93

explicar los deseos vitales (nutrición, reprodución, etc.), los únicos de los
que hablan los sofistas; mientras que la posesión total no logra explicar ni
los deseos vitales ni el deseo amoroso. El diálogo se concluye manifestan-
do la imposibilidad de definir de forma positiva en qué consiste dicha afi-
nidad.
Sócrates, según el relato platónico, descubre la esencia del deseo
amoroso en el transcurso de un diálogo con Diotima, la sacerdotisa de
Mantinea. Este personaje le hace entender que, en primer lugar, es un
error pensar en eros como en un dios bueno y hermoso, porque es atraído
por la bondad y la hermosura. Sócrates se aleja así de la visión homérica
del amor y también de la propia de Empédocles. Pero es igualmente equi-
vocado pensar que eros no posea ni bondad ni belleza. Eros –concluye Dio-
tima– es un ser intermedio entre lo divino (la posesión del bien y de la
belleza) y lo humano (la falta de los mismos); por ser hijo de Poros, la ri-
queza, y de Penia, la escasez, eros se distingue completamente de la pura
necesidad biológica.
La posesión que caracteriza al deseo amoroso no es de algo material,
sino de lo divino, de la Belleza y del Bien; se trata, sin embargo, de una
posesión limitada, por lo que eros, al no conformarse con lo que tiene,
tiende a la Belleza en sí misma 5. Para poder alcanzar la Belleza, eros debe
ascender desde los grados inferiores a los superiores: en primer lugar, la
belleza del cuerpo; después, la belleza sensible; más tarde, la belleza de
las almas, por la que se penetra en el mundo de los eidos desencarnados
(la idea de virtud, de número, de figura geométrica, la intuición de los gé-
neros supremos); y, por último, lo Bello o el Uno 6. La atracción erótica
nace, pues, de la huella que lo superior deja en lo inferior 7.
De ahí el aspecto paradójico de eros: no se contenta nunca con la
perfección adquirida, pues no debe llenar un vacío, sino crecer continua-
mente en aquello que ya posee. El eros no es, pues, un deseo más del
hombre, sino el deseo por antonomasia, o sea el deseo en el que se descu-
bre la esencia de todo deseo, que consiste en la tendencia hacia una per-
fección absoluta. El ciclo ininterrumpido de la necesidad y de su satisfac-
ción no es más que la mímesis o imitación de lo perfecto e inmortal. De

5. Cfr. Carta, VII, 344b.


6. Reale sostiene que en Platón lo Bello nos permite ver el Bien, el cual en las doc-
trinas no escritas es el Uno (cfr. G. REALE, Per una nuova interpretazione di Platone. Rilettura
della metafisica dei grandi dialoghi alla luce delle «Dottrine non scritte», Vita e Pensiero, Milano
1991, 10.ª ed., pp. 489-494).
7. El automovimiento que caracteriza al eros es una prueba más de la inmortalidad
del alma (cfr. PLATÓN, Fedro, 245c). Según Platón se da una relación íntima entre la ascen-
sión erótica, el automovimiento del alma y el hecho de no corromperse, es decir, la in-
mortalidad.
94 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ahí que la inmortalidad sea el modelo imitado inconscientemente por


cada uno de los deseos vitales. En efecto, como afirma la sacerdotisa de
Mantinea, lo que es mortal cambia continuamente y el único modo de
permanecer es dejando, en lugar de lo que desaparece –carne, huesos,
deseos, placeres, etc.– algo que es joven y semejante 8. El deseo, en todas
sus expresiones, es búsqueda de inmortalidad; no de una inmortalidad
cualquiera, sino de aquella que consiste en la posesión de la Belleza.
Los deseos vitales son así –para Sócrates– una degradación del eros.
En efecto, mientras que en la indigencia vital el ser que desea y el objeto
deseado se colocan uno frente a otro en una relación de absoluta alteri-
dad, en el eros la alteridad no es absoluta y por eso, a diferencia de los de-
seos vitales, no debe destruir al otro para conseguir algo ventajoso. El
otro es querido como reflejo del Bien, es decir, como la mejor parte de
nosotros mismos. De ahí que el deseo amoroso consista en una especie de
autorreflexividad que mejora al amante 9. Lo deseado como bien o como
bello es lo afín (oikeiotaton), que recuerda una situación de perfección
originaria perdida, como la del hogar abandonado 10. La amistad es, pues,
una tendencia hacia el amado que perfecciona al amante, en la medida
en que lo ayuda a ascender por la escala del Bien y la Belleza.
La satisfacción de esos dos tipos de deseo –el vital y el amoroso– se ex-
perimenta en dos sentimientos diferentes: el placer, que –junto con su con-
trario, el dolor– está ligado a la satisfacción de las necesidades vitales, y la
felicidad, que se halla unida al eros. El otro, objeto del eros, no es visto como
una cosa que satisface, sino como un bien que perfecciona, pues en el otro
se refleja la Belleza. Por eso, además de la esencia del deseo, en el eros se
descubre la esencia del hombre: su tendencia necesaria a la perfección.
Cuando pierde ese impulso ascendente, el eros queda rebajado a un
puro deseo vital, con lo que la felicidad se troca en placer. El deseo carnal
es el más temible adversario del eros, pues la repetición del ciclo de la ne-
cesidad-satisfacción cierra las puertas a la trascendencia.

8. PLATÓN, El banquete, 206e.


9. Diotima considera falsa la explicación del amor mediante el mito del andrógi-
no, o sea que los amantes busquen a su otra mitad. «Mi discurso dice, en cambio, que el
amor no es amor ni de la mitad ni de lo entero, a no ser, querido amigo, que estos no
sean el Bien» (Ibid., 205e).
10. El término griego oikeiótaton, traducido como afín, conserva el significado pri-
migenio de «casa» y «hogar», por lo que «afín» podría traducirse como encontrar acogi-
da en el otro (vid. E. GADAMER, Logos und Ergon im platonischen «Lysis», en Kleine Schriften
III, J.C.B. Mohr, Tübingen 1972, pp. 50-63). Calvo indica la existencia en Sócrates de una
relación dialéctica entre lo apropiado (lo afín) y lo propio (el objeto del deseo como seme-
jante al sujeto deseante) (F. CALVO, Cercare l’uomo. Socrate, Platone, Aristotele, Marietti, Ge-
nova 1989, p. 97).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 95

¿De dónde procede la oposición entre deseo vital y eros? ¿Es una opo-
sión originaria? ¿Se puede superar? Estas son algunas de las preguntas
que dirigen la investigación platónica acerca del deseo.

1.2. El origen de la oposición de los deseos: las partes del alma

Al afrontar la cuestión de la génesis de los deseos humanos, Platón


baraja diversas hipótesis. En los primeros escritos, considera que la oposi-
ción entre los deseos vitales y el eros se resuelve afirmando la existencia de
un doble origen: uno corporal para los deseos vitales; otro espiritual para
el eros. Así, la contradicción entre los deseos no dependería del alma, sino
del cuerpo, concretamente de la encarnación del alma humana. El modo
de liberarse de la oposición es ascético, o sea la renuncia a todo lo que
atañe al cuerpo. Esta es, por ejemplo, la tesis defendida en el Fedón 11.
Aunque esta forma de resolver la oposición coincide con las doctrinas
órficas aceptadas por Platón en algunos escritos, es contraria a la concep-
ción platónica del alma como motor inmóvil, pues en los deseos vitales ésta
parece ser absolutamente pasiva. El alma sería, así, movida por el cuerpo, lo
cual implica una seria impugnación a la inmortalidad del alma, ya que una
de las pruebas para defenderla se basa en el automovimiento del alma. En
efecto, según Platón, sólo lo que se mueve a sí mismo es inmortal, pues el
mover a otro siendo movido (generar) o el ser movido (ser generado) ter-
mina con la cesación del movimiento, es decir, con la muerte 12.
La importancia de esta objeción conduce a Platón a proponer otras
soluciones. Así, en el Fedro, habla de una división triple del alma, simboli-
zada en el mito del carro alado: el auriga es la parte racional o nous, de la
que procede el eros; el caballo blanco es la parte de la gloria o thymos, a la
que corresponden la templanza y el pudor; y el caballo negro es la parte
de los bajos deseos o epithymia. Tal división sirve, por un lado, para resolver
la contradicción de un alma que mueve y, al mismo tiempo, es movida por
el cuerpo, pues no sería el alma quien es movida, sino el cuerpo mediante
la epithymia; por otro, para ampliar la gama de sentimientos: a través del
thymos, la parte irracional del alma puede desear la gloria, que –según Pla-
tón– no es objeto de los deseos vitales. Pero, sobre todo, la distinción de
partes en el alma permite explicar la oposición que se libra en la interiori-
dad humana o thymos entre los deseos antagónicos del eros y de la epithymia.

11. «Debemos separarnos del cuerpo y mirar con la sola alma las cosas en sí mis-
mas. Y únicamente entonces, como parece, nos será dado alcanzar lo que ardientemente
deseamos y de lo que nos decimos amantes; a saber: la sabiduría» (PLATÓN, Fedón, 66e).
12. Cfr. ibid., 245c.
96 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

De ahí que el thymos aparezca como el lugar en donde el ser humano se re-
vela en toda su conflictividad 13.
Platón no piensa, sin embargo, que éste sea el estado original del alma,
sino más bien el resultado de una caída, previa a la encarnación del alma.
Los deseos irracionales, aunque son indestructibles, pueden ser purifica-
dos mediante el crecimiento del eros. La fuerza de eros frena, entonces, in-
directamente (a través del thymos) los bajos deseos, favoreciendo así el na-
cimiento de tres virtudes: la templanza, la fortaleza y la justicia.
De este modo el thymos, además de lugar antropológico del conflicto,
es ámbito de eticidad. Esta última propiedad del thymos se observa en lo
que podríamos llamar sentimientos éticos: el pudor, en que se experimen-
ta la perfección a la que conduce el eros; la ira, en que se siente la fuerza
del eros para dominar los deseos desenfrenados; la vergüenza, en que, tras
haber realizado acciones bajas movido por la epithymia, se experimenta
por influjo del eros el valor del Bien y las virtudes, en especial la templan-
za. En el sentimiento de vergüenza, se manifiesta con claridad el conoci-
miento simultáneo del bien y del mal humanos, pues el hombre no sólo
es nous o epithymia, sino también thymos.
La explicación mitológica de la existencia de tres partes en el alma se
ve confirmada por el análisis racional que Platón efectúa en la República.
El método empleado ahora es diverso: en lugar de estudiar directamente
el alma humana, la examina a través de una lente de aumento, la vida de
la ciudad, que por estar constituida por la unión de muchos hombres equi-
vale a un alma engrandecida. Platón llega a la misma conclusión del Fedro:
a las dos partes –racional (formada por los gobernantes filósofos) e irra-
cional o concupiscible (constituida por los artesanos, campesiones y mer-
caderes)– hay que añadir la parte irascible (representada por los guerre-
ros), la cual se coloca entre la racional y la irracional 14. Y, aunque no es
racional, la parte irascible se halla por naturaleza dispuesta a colaborar
con la razón, a no ser que una educación malsana la haya corrompido. La
educación moral de los ciudadanos, como también la de los deseos del
alma, consiste en la subordinación de las partes inferiores a la superior, lo
que garantiza la armonía y perfección del conjunto.

1.3. El placer y la felicidad

En la República existe también el intento de superar la oposición en-


tre los dos sentimientos fundamentales: el placer y la felicidad, pues am-

13. Cfr. P. RICOEUR, Philosophie de la volonté, cit., I, p. 108.


14. Cfr. PLATÓN, La República, 437c.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 97

bos se refieren al bien. En efecto, la división de los ciudadanos según las


funciones que desempeñan plantea la existencia de una pluralidad de
bienes, que, si bien pueden contraponerse entre sí, son igualmente nece-
sarios: la nutrición, la reproducción, los medios para poder vivir, la capa-
cidad de defensa, la fama y la sabiduría.
El bien común de la ciudad y del alma, según el pensamiento madu-
ro de Platón, no se opone a los bienes particulares como lo que les es
contrario, sino como lo que los trasciende, es decir, como el bien general
respecto a los bienes particulares: la paz, en el caso de la ciudad, y la feli-
cidad, en el caso del alma. Sólo la parte racional del alma y el filósofo
pueden saber en qué consiste el Bien, pues conocen tanto los bienes par-
ticulares como el bien general, mientras que las demás partes del alma y
los demás ciudadanos conocen únicamente el bien propio hacia el cual
tienden. El conocimiento del Bien permite al nous y al filósofo discernir
en cada momento cuáles son los bienes particulares que deben sacrificar-
se por el bien del alma y de la ciudad respectivamente 15.
Con la teoría de la pluralidad de bienes expuesta en la República el
concepto de placer deja de ser igual al de satisfacción corporal para pasar
a designar la posesión del bien. De ahí que el placer admita una jerarquía
de acuerdo con el tipo de bien poseído. Los placeres más bajos son los que
se hallan ligados a la ausencia de dolor físico; siguen los placeres sensibles
–como los de la nutrición y reproducción–, para pasar luego al de la fama,
hasta alcanzar, por último, el placer superior o felicidad; es superior, por-
que su objeto, el Bien, trasciende a todos los demás bienes que son sólo
una participación suya 16.
A pesar de que la inclusión de la felicidad en el concepto de placer
parece rehabilitar a este último, la revalorización platónica del placer no
está exenta de ambigüedad. En primer lugar, porque el bien platónico
–incluso el más bajo, el nutritivo– no debe entenderse en un sentido pu-
ramente natural, sino en un sentido ontológico, es decir, en su participación
en el Bien 17. De ahí que el placer de los deseos vitales, que se satisfacen con
un bien limitado, sea algo necesario pero bajo.

15. «Por tanto, por lo que se refiere a la experiencia los juicios mejores serán los
del filósofo (...) Y será también el único que sabrá unir el raciocinio a la experiencia» (Ibid.,
581d).
16. Cfr. ibid., 580d-581d.
17. Ciertamente lo placentero no debe ser considerado como contrario a la verda-
dera naturaleza del hombre, porque no es más que el «saciarse con lo que es conforme a
la naturaleza» (H.G. GADAMER, Platos dialektische Ethik, Felix Meiner Verlag, Leipzig 1982,
III, sección 3, § 7). Sin embargo, no hay que olvidar que lo que es conforme a la natura-
leza humana es el Bien, pues todo lo que es conforme participa del Bien.
98 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

En segundo lugar, Platón establece una identidad entre la perfec-


ción del goce y el grado de certeza del placer: el placer en que se recibe
el bien en menor proporción «tiene menos posibilidad y menos certi-
dumbre de alcanzar una auténtica plenitud y, en cualquier caso, participa
de un placer más inseguro y menos puro» 18. De ahí la conclusión de Pla-
tón: la felicidad no sólo es un placer superior, sino también el auténtico
placer 19, por lo que los demás placeres, además de ser más bajos que la fe-
licidad, serán inauténticos.
La ambigüedad en el concepto platónico del placer procede del in-
tento de querer mantener dos concepciones diferentes: la de su relación
con los bienes del cuerpo, y la de su relación con la felicidad. De acuerdo
con la primera, el placer aparece siempre como algo positivo o real; de
acuerdo con la segunda, el placer es juzgado, unas veces, como real o au-
téntico; otras, como incierto o falso.
La identidad de la felicidad con el auténtico placer es la expresión
de la segunda concepción. La felicidad se muestra como el modelo a par-
tir del cual deben ser valorados los demás placeres. Desde este punto de
vista se entiende que ni los deseos ni los placeres de la parte irracional
sean considerados una regla adecuada para actuar: «el hombre con seso
no orientará la vida confiando la responsabilidad de la nutrición y del
comportamiento de su cuerpo a un placer bestial, privado de razón» 20. El
gobierno del comportamiento humano corresponde, en cambio, a la par-
te racional del alma, que está destinada no sólo a mandar, sino también a
imponer sus juicios a las otras partes cada vez que estas se opongan a la
razón. El dominio de la razón –según Platón– no las daña, pues es interés
de cada uno dejarse gobernar por un ser racional y divino: «ciertamente,
lo ideal sería que éste se encontrase dentro de nosotros y nos fuese fami-
liar, pero también es bueno el caso contrario, cuando nos rige desde fue-
ra» 21. Este tipo de subordinación a la parte racional son las virtudes, en es-
pecial la templanza.

18. PLATÓN, La República, 585d-e.


19. «Y además –añadí–, ¿cómo pensamos que el filósofo juzgará los demás placeres,
si los confronta con el conocimiento de la verdad y de su naturaleza y con la tendencia a
dedicar todo su tiempo a estos estudios? ¿No los juzgará a mil millas de distancia del au-
téntico placer?» (Ibid., 581e).
20. Ibid., 591c-d.
21. Ibid., 590d. Según Nussbaum, el amor que se halla presente en la ciudad del vir-
tuoso es distinto del que aparece en las tragedias y que es juzgado por la mayor parte
como tal, pues se basa en la autosuficiencia virtuosa (cfr. M.C. NUSSBAUM, The therapy of
desire. Theory and Practice in Hellenistic Ethics, Princeton University Press, New Jersey 1994,
pp. 92-93). Aunque concordamos con la tesis de Nussbaum, nos parece que para alcanzar
la autosuficiencia virtuosa es preciso el eros y, por tanto, el éxtasis hacia el otro.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 99

Entre felicidad y virtud se da así una relación de tipo circular o, con


terminología informática, de feed-back (retro-alimentación): la contempla-
ción del Bien sin impedimentos da a luz a la virtud y ésta, a su vez, permi-
te el control del cuerpo y de la parte irracional del alma, evitando que los
placeres obstaculicen la contemplación.

1.4. Conclusión

La idea platónica del deseo parece cercana a lo que hemos denomi-


nado tendencia, pues supone la inclinación natural del hombre hacia
una pluralidad de bienes. Y a través de esa inclinación el hombre es capaz
de tener afectos, o sea, de experimentar placer, ira, vergüenza, y felicidad.
El deseo platónico no es, sin embargo, unitario, sino dual, en razón
de los dos principios que lo originan: el nous o razón y la parte irracional
del alma. Al nous corresponde la felicidad, mientras que a la parte irracio-
nal corresponde el placer. Aunque son dos partes del alma, lo racional y
lo irracional combaten entre sí. Debido a esa oposición, el hombre expe-
rimenta una tensión interior, que se manifiesta sobre todo en dos senti-
mientos: ira y vergüenza.
La relación del deseo con el Bien y la tensión que los deseos opues-
tos producen en el hombre son la causa de que la concepción platónica
del deseo se encuentre a caballo entre la visión negativa de quienes lo juz-
gan como ligado a una culpa, y la positiva de quienes –como los sofistas–
lo consideran como el medio para llenar un vacío originario. De aquí el
carácter paradójico que tiene el deseo en Platón.
En la perspectiva del alma antes de su encarnación cualquier deseo
que ésta tenga, incluido el eros, es una imperfección, pues nace de una
falta de contemplación del Bien. En la situación del alma encarcelada, el
eros aparece, en cambio, como algo positivo, ya que surge de la contem-
plación del bien, si bien imperfecta.
Al considerar el papel fundamental del eros en la vida humana, Pla-
tón teoriza el valor positivo del deseo, que había sido defendido sólo de
forma pragmática por los sofistas. La positividad del eros no se refiere, sin
embargo, a la satisfacción temporal de una necesidad biológica, sino a la
recuperación paulatina de la situación original en que el alma contem-
plaba el Bien y la Belleza. La felicidad que caracteriza la ascensión erótica
es, por tanto, un anticipo de lo que será la felicidad del alma una vez pu-
rificada de cualquier vínculo con la materia.
Si la contemplación de la Belleza en esta tierra es un pálido reflejo
de la felicidad perfecta, el placer del deseo vital o epithymia la representa
aún de forma más tenue: el ciclo continuo de necesidad-satisfacción, pro-
pio de la epithymia, es una mímesis inconsciente del impulso del eros.
100 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

De este modo Platón, a pesar de hablar de diversos deseos y de una


oposición insuperable entre eros y epithymia, convierte el eros en el modelo
de todo deseo. Pero la distinción y la oposición chocan con la idea de un
solo tipo de deseo. La concepción del deseo aparece, así, en toda su proble-
mática.
La existencia de un contraste primigenio entre epithymia y eros se ve to-
davía con más claridad en el hecho de que el influjo del eros en el deseo de
placer es exterior. Por consiguiente, ninguna virtud –ni siquiera la templan-
za– se origina en la epithymia, que sigue siendo una parte irracional del
alma. La virtud es, en cambio, la regla de la razón que mide desde fuera los
diversos deseos, indicando cuándo y cómo deben ser satisfechos para que
el placer alcanzado sea auténtico, es decir, no contrario a la razón. La ima-
gen del auriga que tira de las riendas del caballo negro hasta hacerlo san-
grar explica muy bien el tipo de dominio despótico que el eros ejercita.
La distinción entre un placer auténtico y otro inauténtico aparece
como una consecuencia lógica de la reducción de los deseos a un solo
modelo, el eros. Pero una de dos: si los modelos son el eros y la felicidad
hay que aceptar respectivamente como deseo y placer sólo los que no les
son contrarios; si, a pesar de todo, estos últimos se consideran como tales,
se debe negar la existencia de un modelo; en otras palabras: se debe afir-
mar que el deseo y el placer no son realidades unívocas.
Un problema semejante se encuentra en el concepto de amistad: el
amigo parece ser necesario; no por sí mismo, sino porque conduce a la
perfección del amado. De hecho Platón ve la tendencia hacia el otro, pro-
pia de la amistad, como una manifestación del impulso que siente el eros
hacia el Bien. Pero puesto que es siempre una participación limitada del
Bien, el amigo se trasforma en un escalón que debe abandonarse para al-
canzar la contemplación perfecta del Bien; por lo que la amistad entre
personas manifiesta el eros, pero no es su verdadero objeto, que es, en cam-
bio, el Bien.
A pesar de las objeciones suscitadas por la concepción unívoca del de-
seo y del placer, la tesis platónica contiene dos puntos que tendrán un in-
flujo notable en las doctrinas de Aristóteles y de santo Tomás. El primero
se refiere a la idea de que el hombre alcanza su perfección no mediante la
satisfacción de los deseos vitales o de la fama, sino a través de la contem-
plación. También la relación establecida por Platón entre contemplación
y amistad será aceptada tanto por Aristóteles como por santo Tomás. El
amor al Bien, consagrado por la teoría platónica del eros, supone la apertu-
ra de la afectividad a las inclinaciones del espíritu, lo que constituye un im-
portante legado para el pensamiento cristiano.
El segundo influjo en las doctrinas de Aristóteles y del Aquinate es el
vínculo que Platón establece entre virtud, contemplación y felicidad. Cierta-
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 101

mente, como veremos más adelante, tanto el modo de entender la felicidad


como el de la relación entre ésta y la contemplación son diferentes en los
tres autores, en especial en Tomás de Aquino. No obstante, tanto Aristóteles
como el Aquinate mantienen la consideración platónica del deseo como
una inclinación que influye en la perfección o imperfección del hombre.

2. EL CONCEPTO ARISTOTÉLICO DE OREXIS

Con el concepto de orexis o deseo, Aristóteles intenta explicar cuáles


son las relaciones entre las diversas realidades que se hallan presentes en
la teoría platónica y sobre las cuales faltaba, sin embargo, una mayor re-
flexión filosófica. En efecto, si bien Platón hablaba ya de realidades como
los deseos, los placeres, las virtudes, etc. y de su influjo en las acciones hu-
manas, en su teoría del deseo se halla todavía sin determinar lo que las
caracteriza esencialmente.

2.1. ¿Unidad o pluralidad de la orexis?

En el tratado De Anima, Aristóteles estudia el deseo desde un punto


de vista que podríamos llamar antropológico avant la lettre, pues lo exami-
na tal como aparece en la realidad, sin referencia alguna a una explica-
ción de tipo mítico. Por ese motivo, pone en tela de juicio la validez de la
tesis central de Platón que distingue en el hombre tres deseos, dos de los
cuales (eros y epithymia) se oponen entre sí por tener un origen diverso.
Para Aristóteles, en cambio, la orexis no es fácilmente divisible en dos
deseos, uno que dependería de la razón y otro que dependería de la par-
te irracional, pues tal separación conduce al absurdo. En efecto, si así fue-
ra, en la parte racional residiría sólo la boulesis o voluntad, y en la irracio-
nal sólo el impulso o movimiento físico. El absurdo sería aún mayor
–según Aristóteles–, si se dividiera el alma en tres partes, porque «el de-
seo existiría entonces en cada una de ellas» 22 y, por consiguiente, habría
que hablar de tres deseos, dos de los cuales serían irracionales. De ahí la
conclusión del Estagirita: la orexis es un deseo o apetito unitario.

22. ARISTÓTELES, De Anima, 432b, 5-8. Skemp sostiene que, en Aristóteles, el término
orexis tiene un significado muy amplio, pues sintetiza elementos éticos, psicológicos y bio-
lógicos; de ahí que pueda ser interpretado ya como facultad, ya como deseo: la primera in-
terpretación acentúa el aspecto biológico, mientras que la segunda subraya los aspectos
éticos y psicológicos (vid J.B. SKEMP, orexis in de Anima III 10, en Aristotle on mind and the sen-
ses. Proceedings of seventh symposium aristotelicum, eds. G.E.R. LLOYD y G.E.L. OWEN, Cambrid-
ge University Press, Cambridge 1978, pp. 181-184).
102 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Pero la unicidad del apetito, en opinión de Aristóteles, no se debe al


hecho de que haya un solo modelo de deseo, sino al descubrimiento en
el alma de una potencia (el orektikon), que es distinta no sólo del intelec-
to sino también de la facultad motriz que hace posible la acción.
Con la distinción entre orexis, razón y facultad motriz, Aristóteles su-
pera las aporías de la concepción platónica del deseo y también de los so-
fistas. No se debe confundir –como hace Platón al hablar de eros– el deseo
con el conocimiento, pues la inclinación del intelecto a la contemplación
no es orexis; tampoco hay que confundirlo –como los sofistas– con el mo-
vimiento local, pues éste requiere una facultad distinta.
La diferenciación de las tres facultades mencionadas no implica la
falta de relación entre ellas, pues las tres –si bien de forma distinta– están
presentes en la acción: la orexis, en cuanto que es origen del movimiento
de aproximación o de fuga; la razón práctica, en cuanto que se aplica a la
acción; la facultad motriz, en cuanto que ejecuta el movimiento 23. El liga-
men entre el movimiento y la razón práctica explica, según Aristóteles, el
modo de actuar de las personas continentes, pues no tienden hacia lo
que las atrae, sino hacia lo que es racional.
Del análisis aristotélico se deduce la existencia de una única facultad
apetitiva o orektikon, con dos tipos de inclinaciones: la voluntad (bouleutikê
orexis) y el deseo irracional (epithymia); la primera se caracteriza por la
rectitud, pues el intelecto siempre es recto, mientras que el deseo puede
ser equivocado. Tanto la voluntad como el deseo son, por su parte, movi-
dos por el objeto: el bien en el caso de la voluntad, o lo que aparece como
bien en el caso del deseo; pero no por cualquier bien o apariencia de
bien, sino por aquél que es objeto de la acción (prakton agathon). La fun-
ción de mediación entre conocimiento y acción que desempeña la orexis
permite dar razón del carácter complejo de la realidad humana, pues ésta
no sólo es capaz de un conocimiento puramente teórico, sino también de
un conocimiento que, a través del deseo, llega a ser acción.
Al considerar la orexis como facultad única surge la pregunta sobre el
porqué de la contraposición entre una inclinación favorable a la razón y
otra que le es contraria, como sucede, por ejemplo, en la incontinencia o
akrasia. Se trata de un problema aparentemente sin solución si –como se
afirma en el De Anima– la orexis es una sola facultad, pues en el inconti-
nente habría que suponer la existencia de una misma facultad con dos in-
clinaciones contradictorias. Aristóteles, sin embargo, no se plantea la
cuestión en este escrito.
En la Ética a Nicómaco, redactada entre el 334 y el 330 a.C. poco antes
de comenzar a escribir el tratado De Anima, encontramos un intento de

23. ARISTÓTELES, De Anima, 26-29.


LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 103

solución. Allí se ofrece una respuesta en la que se prescinde de cualquier


referencia a la unión sustancial, que todavía no había sido teorizada por
el Estagirita. En lugar de tratar de la orexis como de una única facultad,
Aristóteles habla de ella como entidad constituida por las tres partes des-
iderativas del alma: la epithymia, que es sorda a la voz de la razón; el thymos,
que sigue parcialmente las indicaciones racionales; y la boulesis, que dirige
sus movimientos según lo que la razón le ordena.
La distinción aristotélica de los tres deseos es a primera vista seme-
jante a la tesis platónica; pero en realidad no es así: se opone tanto a la
concepción negativa del cuerpo como a la identidad entre la incontinen-
cia y el error; en efecto, de acuerdo con Aristóteles, el incontinente cono-
ce lo que es recto y, no obstante, se deja arrastrar por un deseo contrario
a la razón 24.
¿Cómo se explica entonces el acto del incontinente? La respuesta se
encuentra, según el Estagirita, en la distinción-relación entre el deseo y la
boulesis o voluntad, facultad que no es esencialmente racional (a diferencia
del eros platónico), sino sólo por participación, es decir, en cuanto que de-
pende del intelecto práctico. En sí misma, la boulesis es deseo. La voluntad
del incontinente es semejante a la de los animales o niños, pues como la
de éstos, no se halla precedida por una elección (proairesis), sino que sigue
espontáneamente el deseo natural 25. Esta aclaración permite a Aristóteles

24. «Sócrates redujo las virtudes a ciencia y a conocimiento y negó que el hombre
pudiese querer y hacer voluntariamente el mal. Platón compartió en larga medida esta con-
cepción y, a pesar de descubrir en el ánimo humano fuerzas irracionales, o sea el alma
concupiscible y el alma irascible, capaces de oponerse al alma racional, creyó que la vir-
tud humana consistía en el dominio de la razón por la fuerza misma de la razón, así que
también para él la virtud restaba, en último análisis, razón. Aristóteles intenta superar esa
interpretación intelectualista del hecho moral. Como buen realista que era, se dio cuenta
de que una cosa es conocer el bien y otra actuarlo, realizarlo y, por así decir, hacerlo subs-
tancia de las propias acciones, e intentó determinar cuáles son los complejos mecanismos
psíquicos que presupone el hecho moral» (G. REALE, Introduzione a Aristotele, Laterza, Bari
1974, p. 115. Trad. esp.: Introducción a Aristóteles, Herder, Barcelona 1992).
25. Aristóteles emplea el término voluntario en un sentido amplio, para referirse a
todas las acciones que nacen de los deseos, cuyo principio –a diferencia de los actos forza-
dos– no se halla fuera del agente (Etica Nicomachea, 1110a 1-13). La acción originada por el
deseo irracional es también voluntaria en sentido analógico; en palabras de Aristóteles es
ekon. Sin embargo, ni en los niños de pocos meses ni en los animales debe hablarse de in-
continencia, pues, a diferencia del incontinente, unos y otros siguen espontáneamente el
deseo natural sin conocer otro modo de actuar. La educación del niño desde los primeros
meses es, por eso, importantísima: aunque el niño no es responsable moralmente de sus
acciónes, estas constituyen un hábito o hexis que tendrá un influjo decisivo cuando llegue
al uso de razón (Ibid., 1104b 11 y ss.). Al niño le basta vivir de acuerdo con el ethos que le
han enseñado, sin que le sea necesario reflexionar o juzgar. Aristóteles llama a esta virtud
que carece de prudencia: virtud natural. En relación a las tipologías del carácter y a su in-
104 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

distinguir entre el incontinente y el intemperante. En efecto, el inconti-


nente, en tanto que se deja arrastrar por los deseos irracionales, actúa de
forma voluntaria pero sin que haya elección, por lo que, a pesar de come-
ter acciones injustas, el incontinente no se hace injusto; el intemperante,
que por haber pervertido su capacidad de elección elige en cambio un fin
malo, no sólo actúa injustamente, sino que también se hace injusto 26.
La elección, por otra parte, no se identifica con la deliberación, es
decir, con el juicio de la razón práctica, pues, si bien el objeto de la deli-
beración y el de la elección son una misma cosa, el de la elección se halla
determinado por el juicio de la razón, pues «se elige lo que anteriormen-
te ha sido deliberado» 27. Por este motivo, la elección siempre es fruto de
un intelecto-que-desea o de un deseo-que-razona buscando los medios
concretos con que realizar una acción con vistas a un fin 28. De ahí que sea
este deseo-que-razona o boulesis el origen tanto de las acciones del virtuo-
so como de los vicios del intemperante.
Pensamos que las incompatibilidades entre la tesis de la orexis, defen-
dida en el tratado De Anima, y la distinción entre boulesis y deseos irracio-
nales, propia de la Ética a Nicómaco, proceden de una doble concepción
del deseo, antropológica y ética, que no logra saldarse; tal vez por depen-
der de dos visiones diferentes del hombre. Así, cuando Aristóteles exami-
na la tendencialidad de la orexis desde el punto de vista antropológico, le
aparece con claridad la distinción entre el deseo y las demás facultades
presentes en la acción, quedando en penumbra el problema de la oposi-
ción de los deseos. Cuando, en cambio, juzga la moralidad de los deseos,
lo que se destaca es el hecho de que algunos, como la boulesis, son mora-
les por depender de la razón, mientras que otros, como la epithymia y el
thymos, no lo son.

2.2. Las disposiciones para la acción: pasiones y virtudes

Como en Platón, la afectividad humana –según Aristóteles– se halla


ligada a los deseos. El modo en que el Estagirita la relaciona con los de-

flujo en la vida moral véase S. VERGNIERES, Ethique et politique chez Aristotele, PUF, Paris 1995,
pp. 87-92. En este punto se pueden descubrir semejanzas entre la tesis aristotélica y la de
Minsky del aprendizaje de los valores por apegamiento afectivo.
26. Cfr. ARISTÓTELES, Etica Nicomachea, 1151a 10-15.
27. Ibid., 1113a 2-7.
28. Aubenque analiza este significado de la proairesis, que no se refiere a la elección
del fin, sino a la de los medios para poder alcanzar el fin. Se trata del momento de la habili-
dad moral, en cuanto que el que busca actuar lo hace no sólo por hábito, sino sobre todo
por cálculo (cfr. P. AUBENQUE, La prudence chez Aristote, PUF, Paris 1986, 3.ª ed., pp. 119-126).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 105

seos varía, sin embargo, con arreglo a las diversas obras. Lo que se man-
tiene, en cambio, es el término con que Aristóteles designa la afectividad:
pathe o pasión.
La teoría aristotélica de la pasión es muy compleja, pues intenta ana-
lizar esta realidad en una doble perspectiva: esencial, es decir, la pasión
en sí misma, y genética, es decir, la pasión en su origen. El primer enfo-
que se observa, sobre todo, en el tratado de la Retórica; el segundo, en el
De Anima.
En la Retórica la pasión aparece como un elemento del discurso retó-
rico, cuyo objetivo es conmover a los oyentes 29. A través del lenguaje oral
o gestual que despierta experiencias pasadas o hace imaginar otras nue-
vas, el orador suscita en los oyentes estados de ánimo que le sirven para
convencerlos de la verosimilitud de algunas afirmaciones (se trata del as-
pecto propiamente retórico de las pasiones, relacionado con la lógica) o
para moverlos a actuar (se trata del aspecto pragmático de las pasiones,
relacionado con la ética y la política) 30.
Para estudiar la pasión, Aristóteles emplea los dos métodos anterior-
mente analizados: el introspectivo y el de la experiencia externa. Descubre
así que la pasión cuenta con tres elementos: el estado de ánimo o disposi-
ción; el objeto o realidad –verdadera o imaginaria– ante la que se experi-
menta, y el motivo, que es causa no sólo de la pasión, sino también de un
modo determinado de actuar. Para individualizar una pasión no basta,
pues, con conocer el estado de ánimo de la persona que padece, sino que
también ha de indicarse el objeto y, sobre todo, el motivo. Si el orador no
logra determinar uno de esos elementos, no conseguirá despertar en el
público la pasión requerida.
La relación entre la valoración del objeto por parte del sujeto y la pa-
sión, se observa muy bien en la definición aristotélica de la ira: «deseo im-
pulsivo y doloroso de venganza ante un aparente insulto que se refiere a
nosotros o a lo que es nuestro, cuando el insulto es inmerecido» 31. Dos son
los elementos centrales de esa definición. En primer lugar, se trata de un
insulto aparente e inmerecido; si faltase la valoración de algo como insulto in-
merecido no se daría –según Aristóteles– la pasión de la ira. En segundo lu-
gar está el deseo de venganza, que es la actitud propia de la persona airada.
Lo que no queda claro, en cambio, es el tipo de relación que se da
entre la valoración y la pasión. Aparentemente es una relación de causali-

29. Los elementos del discurso retórico son tres: el que habla u orador, aquello de
lo que se habla o argumento, el oyente, que determina la finalidad y el objeto del discur-
so (cfr. ARISTÓTELES, Retórica, 1358a 35-1358b 2).
30. Cfr. ibid., 1377b 20-24.
31. Ibid., 1378a 30-32.
106 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

dad: la argumentación persuasiva del orador o pisteis actuaría en las pasio-


nes de los oyentes, las cuales, a su vez, los moverían a juzgar y a actuar de
acuerdo con las intenciones del orador. La relación causal parece confir-
mada, además, por la idea aristotélica de que las cuestiones acerca de la
esencia (la esencia de la ira está indicada por su definición) y las cuestio-
nes sobre la causa son una misma cosa.
Dicha relación no parece compatible, sin embargo, con la siguiente
afirmación de Aristóteles: «las pasiones son la causa por la que los hom-
bres cambian de juicio» 32. En efecto, en este texto parece como si el or-
den de la relación causal se hubiese invertido, ya que no es el juicio el
que causa la pasión, sino la pasión la causante del juicio. Creemos que se
trata de una contradicción sólo aparente, pues el término pasión se refie-
re aquí no al puro estado de ánimo, sino al resultado final, por lo que no
se niega que la valoración esté en el origen de la pasión, es decir, sea la
causa. La pasión presenta, así, una estructura circular: el juicio causa o
modifica la pasión existente y, a su vez, la pasión (entendida como resul-
tado) da lugar a nuevos juicios; por ejemplo, la valoración de algo como
un insulto inmerecido causa la ira y ésta, por su parte, causa el juicio de
que es conveniente vengarse.
Otro problema que plantea la concepción aristotélica de pasión con-
siste en dilucidar el tipo de causalidad existente entre la valoración, el de-
seo y la acción. ¿Se trata de una causalidad eficiente o de otro tipo?
En la Retórica, la pregunta queda sin responder, pues se acepta la re-
lación como un simple dato de experiencia: basta saber que ésta existe,
para que con el discurso se alcancen los objetivos previstos.
Habrá que esperar al De Anima para encontrar los primeros atisbos
de una posible respuesta. En esta obra, Aristóteles se ocupa nuevamente
de las pasiones, pero esta vez no tanto para saber cómo suscitarlas, sino
para investigar en sus orígenes. El punto de partida es la distinción entre
sensación (el acto de registrar cognoscitivamente un dato que proviene
de fuera), sentir físico (el acto por el que referimos a la situación orgáni-
ca lo dado en la sensibilidad), y la pasión, que se refiere tanto a la sensa-
ción como a la situación orgánica.
Las pasiones básicas, según Aristóteles, son el placer y el dolor, pues
derivan del conocimiento más elemental, el táctil. El conocimiento causa
la pasión; no directamente, sino a través del orektikon o facultad apetitiva.
De ahí que, además del conocimiento del objeto, la pasión requiera sen-
tir la inclinación hacia el objeto conocido, pues lo que se conoce se desea

32. Ibid.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 107

y lo que se desea se siente como benéfico para el propio organismo, o sea


como placer 33. La pasión aparece enlazada estrechamente a la orexis.
La relación de la pasión con la orexis comporta dos consecuencias im-
portantes. En primer lugar, la pasión, como la orexis, desempeña una fun-
ción necesaria en la vida del hombre, ya que le permite conocer lo que es
adecuado o contrario a su naturaleza. La pasión aparece, así, como la in-
formación espontánea que recibe el hombre acerca de la relación entre
su naturaleza y la realidad. En segundo lugar, la pasión, debido al papel
central que el apetito desempeña en la acción humana, se encuentra liga-
da a la acción y, como consecuencia, al comportamiento humano.
Las pasiones son clasificadas por Aristóteles según la relación que tie-
nen con la orexis. En el De Anima se habla de dos pasiones que dependen
directamente de los dos deseos opuestos (epithymia y boulesis): el placer
sensible corresponde al deseo irracional, mientras que la vergüenza co-
rresponde al deseo racional. La razón permite apreciar que el placer in-
mediato no debe ser considerado como un bien absoluto, porque no se
lo puede concebir como algo durarero. Cuando el deseo racional vence,
la persona experimenta la pasión del pudor; cuando, en cambio, es de-
rrotada, siente vergüenza.
En la Ética a Nicómaco, los tres deseos (a los dos anteriores se añade
aquí un tercero, el thymos) dan lugar a la totalidad de las pasiones. La ira,
por ejemplo, depende de este tercer deseo; en efecto, esta pasión, aun-
que pertenece a un apetito irracional, sigue hasta cierto punto la razón.
De ahí que la incontinencia en el deseo de placer origine una vergüenza
mayor que la que surge del deseo de vengarse, pues quien no contiene la
ira es vencido en cierto modo por la razón 34. Las pasiones presentan así
características, que podríamos llamar fenomenológicas, según los apeti-
tos de los que proceden. En efecto, las pasiones del placer y del dolor se
refieren siempre al presente, porque el deseo de placer atañe a lo inme-
diato; la pasión de la ira hace referencia simultáneamente al pasado y al
futuro, ya que, además de recordar el mal recibido, se espera vengarse; la
vergüenza, por último, es atemporal, pues requiere la autorreflexión, es
decir, una operación que trasciende el tiempo 35.
La dependencia de las pasiones de los deseos modifica el estatus moral
de éstas. En efecto, las pasiones, que en sí mismas son moralmente indife-
rentes, adquieren un valor positivo o negativo según el deseo del que de-
penden. La incontinencia en el deseo de placer, por ejemplo, es un vicio,

33. Cfr. ARISTÓTELES, De Anima, 425-435.


34. Cfr. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1149b 1-3.
35. Cfr. ARISTÓTELES, De Anima, 433b 5-13.
108 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

porque supone el engaño de tomar como absoluto y eterno un bien relati-


vo y temporal; la ira que depende de la boulesis es, en cambio, virtuosa 36.
De este modo, Aristóteles establece una distinción entre pasiones y
virtudes que tendrá consecuencias en la ética cristiana. En sí misma, la
virtud –a diferencia de la pasión– merece alabanza o reproche, porque
es una disposición o hexis no natural. La virtud se adquiere mediante ac-
tos que nacen de una buena elección; así, «cumpliendo acciones justas
se hace uno justo; acciones templadas, templado; acciones valerosas, va-
liente» 37.
Aunque la pasión es indiferente desde el punto de vista moral, está
estrechamente relacionada con la virtud, ya que en cada pasión, siempre
hay la posibilidad de un vicio: sea por exceso, como sucede en aquél que
todo teme; sea por defecto, como en aquél que no tiene miedo de nada y,
por eso, se enfrenta a todos los peligros. Tanto el exceso como el defecto,
si no son moderados, dan lugar al vicio: en el primer caso, a la vileza o co-
bardía; en el segundo, a la temeridad.
Por eso, Aristóteles caracteriza la virtud como el justo medio que no
puede ser determinado de modo rígido y absoluto, sino de modo propor-
cional en cada individuo y situación; por ejemplo, padecer una pasión
«cuando es el momento, por motivos convenientes, hacia las personas jus-
tas, para el fin y en el modo en que se debe; esto es el medio y, por consi-
guiente, lo mejor, lo que es propio de la virtud» 38. La bondad o maldad
de las acciones y pasiones procede, pues, del juicio del intelecto práctico,
que es capaz de captar el justo medio. Así, la virtud depende tanto del jui-
cio recto y de su fundamento último (la razón práctica), como de la ac-
ción virtuosa, la causa próxima.
¿Debe concluirse de lo anterior que, en modo análogo a como el de-
seo dependiente del conocimiento sensible se siente como placer o como
ira, el deseo de la razón práctica se siente como virtud? No, pues si así
fuera, la virtud habría que concebirla como una pasión, pero la virtud
–según Aristóteles– no es pasión, sino hábito, en concreto un hábito no
natural hacia el bien. No obstante, la virtud se halla ligada al placer, más
aún a la felicidad o placer máximo; no porque sea un deseo, sino por el
hecho de disponer a la realización de actos buenos, necesarios para que
el hombre alcance el fin último. ¿Nos hallamos nuevamente con una con-
sideración unívoca del placer, como en Platón, o es posible establecer
una diferencia entre el placer y la felicidad sin caer en contradicción?

36. Cfr. ibid., 432b 26-433a 8.


37. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1103b 14.
38. Ibid., 1107a 6-8.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 109

2.3. Placer y felicidad

Aristóteles no identifica la felicidad humana con el placer sensible,


como los sofistas, ni con la contemplación alcanzada por el eros, como
Platón. De ahí que no la considere el modelo de los demás placeres.
La razón del equilibrio aristotélico en la concepción del placer deri-
va de una visión analógica del mismo, ya que el placer no está unido sim-
plemente al apetito que nace de las sensaciones, en especial de la táctil,
sino que sobre todo se halla ligado a la actividad de los animales y del
hombre, en cuanto que cada tipo de actividad produce un placer deter-
minado. Por eso Aristóteles considera la misma vida de los animales y del
hombre, que es una actividad, como una inclinación al placer: «se podría
pensar que todos los hombres aspiran al placer, porque todos tienden a
vivir. La vida es una especie de actividad, y cada uno ejercita su actividad
en relación a los objetos y con las facultades que más ama» 39. El placer, in-
cluso el ligado a los actos más elementales de la vida, no puede ser juzga-
do como malo, pues corresponde al acto de vivir, que siempre es un bien.
No significa esto, sin embargo, que no haya diferencia entre los placeres,
pues las actividades no son todas iguales.
¿Cómo debe entenderse la relación entre actividad y placer? Aristóte-
les, que defiende esta tesis especialmente en la Ética a Nicómaco, ofrece dos
explicaciones diversas. En el libro VII habla del placer como de la última
perfección del acto: «los placeres, en efecto, no son procesos ni están to-
dos acompañados por un proceso, sino que son actividad, es decir, un fin:
nosotros los probamos no porque lleguemos a ser algo, sino porque ejerci-
tamos alguna facultad; y no en todas las actividades el placer es algo distin-
to de las mismas, sino sólo en las que conducen a la perfección de la natu-
raleza. Por eso, no está bien decir que el placer es un devenir percibido
por el sujeto, sino que es necesario decir, más bien, que es la actividad de
la disposición según la naturaleza y, en lugar de “percibido”, hay que decir
“no impedido”» 40. El placer queda así incluido en la actividad como el
punto de máxima perfección, o sea como la posesión del fin por parte de
la actividad. La experiencia del placer no es más que la experiencia de la
actividad de una determinada facultad. Por eso, el placer es distinto del
proceso (kinêsis) que puede darse en la actividad y, como consecuencia,
también hay placer en los actos en que no existe ningún proceso, es decir,
en las operaciones inmanentes, cuyo fin coincide con la misma operación.
En el libro X de dicha obra, el placer no sólo se diferencia del proce-

39. Ibid., 1175a 10-15.


40. Ibid., 1153a 9-15.
110 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

so, sino también del mismo acto. En efecto, a pesar de que aquí el placer
sigue siendo considerado como una perfección, no es ya una perfección
del acto, sino añadida a él y, por tanto, distinta, aunque inseparable: «sin
actividad, en efecto, no se produce placer, y el placer perfecciona toda ac-
tividad» 41.
A pesar de que no queda completamente claro cómo Aristóteles une
la actividad con el placer, es evidente que rechaza la división de los place-
res entre los que en sí mismos son buenos, menos buenos o malos, pues
no se los debe separar del acto y, en definitiva, de la vida, que siempre es
un bien. De ahí que el Estagirita prefiera hablar de placeres más o menos
adecuados a la naturaleza del animal y del hombre, en cuanto que «para
cada ser vivo hay una forma propia de placer, así como hay una operación
propia» 42.
En los animales, por ejemplo, el placer propio corresponde a las ope-
raciones sensibles, porque son las más propias del animal; en el hombre,
en cambio, el placer propio corresponde a otras operaciones. La demos-
tración aristotélica se basa en la relación entre el placer y la acción, y en-
tre esta última y el fin. En algunas operaciones, como la nutrición o la re-
producción, el placer, no obstante su perfección, es relativo, pues el acto
tiene como fin la satisfacción temporal de una necesidad. En otras opera-
ciones, como en el acto del intelecto práctico, el placer, a pesar de ser
más completo y durarero, sigue siendo relativo. En efecto, el acto del in-
telecto práctico, aunque cuenta con la mayor perfección posible en el
ámbito de la praxis (es fin en sí mismo) en cuanto que es capaz de usar
todos los demás actos como medios respecto al fin, no es todavía absolu-
tamente perfecto, pues se refiere a la acción, la cual depende a su vez de
la existencia de deseos. Hay una única operación que no depende de una
necesidad vital: el acto del intelecto teórico o contemplación de Dios.
Este acto, que es un fin en sí mismo absolutamente independiente, es ab-
solutamente perfecto. Por consiguiente, el placer que le corresponde es
el mayor al que el hombre pueda aspirar. De ahí que Aristóteles lo llame
felicidad.
La contemplación nace de la elección de lo que es más perfecto, en
tanto que se la elige por sí misma y nunca en vistas a otro. Por eso la feli-
cidad aristotélica no se halla ligada simplemente al acto contemplativo,
sino sobre todo a un tipo de vida, la del filósofo. «Si es así, si considera-
mos como función propia del hombre cierto tipo de vida (precisamente
esta actividad del alma y las accciones acompañadas por la razón) es fun-
ción propia del hombre de mérito actuarlas bien y perfectamente (cada

41. Ibid., 1175a 15-21.


42. Ibid., 1176a, 3-4.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 111

una se cumplirá perfectamente, cuando se haga de acuerdo a la virtud


propia); si es así, el bien del hombre consiste en una actividad del alma
según la virtud y, si las virtudes son más de una, según la mejor o más per-
fecta. Pero hay que añadir: en una vida cumplida. En efecto, una golon-
drina no hace la primavera, ni un solo día: así un solo día o poco tiempo
no harán a ninguno bienaventurado o feliz» 43.
Se entiende porqué la felicidad puede ser considerada como el ma-
yor placer, pues contiene en sí algo que la distingue de los demás place-
res: en efecto, además de suponer el ejercicio de la actividad más perfec-
ta, requiere elegir la contemplación como tipo de vida.
La complejidad del concepto de felicidad aparece con más claridad
aún si se tiene presente que, en el caso del hombre, la actividad contem-
plativa necesita de las acciones de la vida práctica. De ahí que Aristóteles
concluya que, sin contar con los medios necesarios para vivir, la felicidad
es imposible. Por consiguiente, la actividad contemplativa no puede sepa-
rarse de la vida, sino que forma parte de ella como la operación más per-
fecta 44.
La relación entre actividad práctica y teórica se encuentra ya en la fa-
mosa definición aristotélica del hombre como «animal político». Por eso,
la felicidad aristotélica implica tanto la perfección de los actos del hom-
bre singular como las perfecciones poseídas por los amigos. Aunque el
hombre feliz goza de la autosuficiencia o autarkeia, es preciso darse cuen-
ta de que se trata siempre de una autosuficiencia relativa a la naturaleza
humana: «entendemos la autosuficiencia no en relación a un individuo
en su singularidad, es decir, al que conduce una vida solitaria, sino en re-
lación con los padres, los hijos, la mujer y, en general, los amigos y con-
ciudadanos, pues el hombre es por naturaleza un ser que vive en comuni-
dad» 45.
Además del impulso sexual, propio de los animales, el hombre tiene
una tendencia natural a la amistad. Aristóteles entiende esta inclinación
como el conjunto de las disposiciones morales y afectivas del individuo
con respecto a sus semejantes. La amistad incluye, pues, relaciones huma-

43. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1097b 22-1098a 20.


44. «Por tanto, la felicidad es juntamente la cosa más buena, más hermosa y más
placentera, cualidades éstas que no deben ser separadas (...) Es manifiesto, sin embargo,
que ella tiene necesidad, además, de bienes exteriores, como hemos dicho: en efecto, es
imposible, o no fácil, cumplir acciones hermosas si se está privado de recursos materiales.
En efecto, muchas acciones se cumplen por medio de amigos, de la riqueza, del poder
político, como por medio de instrumentos. Y los que están privados de algunos de estos
bienes se encuentran estragada la felicidad» (Ibid., 1099a 24-b 4).
45. Ibid., 1097b 8-11.
112 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

nas muy distintas, que el Estagirita reduce a tres tipos: la utilitaria, la pla-
centera y la honesta. En esta clasificación se recogen los conceptos de
amistad de los filósofos precedentes, en particular de los sofistas y de Pla-
tón.
Aristóteles no rechaza, como Platón, que la amistad humana tenga
una base por decirlo así psicosomática, enraizada en los bienes materia-
les. En efecto, el hombre necesita de los demás para poder satisfacer los
propios apetitos, como el de la nutrición y reproducción. Este tipo de
amistad –la única que aceptan los sofistas– es la más lábil, pues desapare-
ce una vez alcanzado el bien de los apetitos. Por eso, sin negar a la amis-
tad una componente psicosomática, Aristóteles destaca el papel de otros
elementos, como la atracción de la belleza y de los bienes exteriores del
amigo. Esta amistad, basada en bienes más altos, es más segura que la an-
terior, pero sigue siendo poco duradera y, sobre todo, poco profunda. Por
último, la amistad honesta, aunque contiene los elementos positivos de
los otros dos tipos, no se funda ya en la utilidad o en los bienes exteriores,
sino en algo de mayor solidez, la virtud:«la amistad perfecta, en cambio,
es la amistad de los hombres buenos y semejantes por virtud: estos, en
efecto, aman uno el bien del otro, de forma similar, en tanto que son bue-
nos, y son buenos por sí mismos. Los que quieren el bien de los amigos
por ellos mismos son los amigos más grandes; en efecto, prueban este
sentimiento por aquello que los amigos son por sí mismos, y no acciden-
talmente. Pues bien, la amistad de estos dura hasta que ellos son buenos
y, por otra parte, la virtud es algo permanente» 46.
Se puede hablar de la amistad honesta como de un preferir para nos-
otros lo que en sí es perfecto, pues «el amigo es por naturaleza lo que hay
de más afín al otro amigo; por esto conocer a un amigo es en cierto modo
conocerse a sí mismo» 47. Se quiere el bien de los amigos como un camino
auténtico para hacer el propio bien. En esto estriba – según Aristóteles–
la diferencia entre el egoísmo bueno y el malo, en que en el último se
prefiere lo útil o placentero a lo que, en cambio, es en sí perfecto.
Puede afirmarse, pues, que tanto el conocimiento teórico como la
amistad conducen la naturaleza humana a la perfección: el primero por
el hecho de ser la actividad más perfecta; la segunda porque, además de
suponer la virtud, implica también su conocimiento, reflejado en la vir-
tud del amigo. Aristóteles termina afirmando que la vida del contemplati-
vo incluye la amistad verdadera: en efecto, el contemplativo «posee las co-
sas que son buenas por naturaleza, y está claro que es mejor pasar las

46. Ibid., 1156b 7-12.


47. ARISTÓTELES, Ética a Eudemo, 1245a 35-38.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 113

jornadas junto con amigos y personas virtuosas, que con extraños y con
los primeros que toca en suerte. El hombre feliz tiene, por tanto, necesi-
dad de amigos» 48.
El modo de plantear la amistad, por parte de Aristóteles, nos permi-
te entender que no existe ninguna diferencia entre la tendencia a la amis-
tad y la que conduce al conocimiento, pues «deseamos vivir porque desea-
mos conocer; y, en cuanto al conocer, deseamos ser nosotros mismos el
objeto conocido» 49. A la felicidad que surge de la contemplación de la
verdad se añade, mediante la amistad, la que nace del cumplimiento par-
cial del deseo de ser nosotros mismos el objeto conocido. Ciertamente la
amistad no equivale nunca a la identidad, pues el amigo, por más afín
que pueda ser, es siempre otro. Pero si es verdad que la felicidad aumen-
ta en la medida en que la afinidad es mayor, habrá que decir que la con-
templación, en cuanto que en ella se establece una afinidad total entre la
idea y el intelecto, supone el mayor grado de felicidad en esta tierra. La
felicidad de la contemplación crece con arreglo a la perfección del cono-
cimiento hasta llegar a ser perfecta, lo que sucede sólo en el Dios aristoté-
lico o pensamiento que se piensa a sí mismo. La amistad aparece, de esta
forma, como un modo de perfección de la naturaleza humana porque no
es autosuficiente y, por tanto, no pertenece a la perfección divina.
En Aristóteles queda sin embargo, como cuestión abierta, la actitud
que ha de tener el hombre ante Dios, porque si por una parte parece que
no existe amistad entre ellos en cuanto que ésta se da sólo entre seres con
igual grado de perfección, por otra cabe pensar que la amistad del hom-
bre con Dios es posible, pues el hombre es capaz de contemplarlo 50.
Tal vez la solución al problema se halle en el estudio del papel que la
contemplación desempeña en el concepto aristotélico de amistad huma-
na. Si el conocimiento de la virtud del otro se identifica en Aristóteles
con la amistad, la contemplación de la perfección máxima tendrá que ser
considerada un tipo de amistad, más aún la máxima amistad que puede
alcanzar el hombre.

2.4. Conclusión

Aunque deudora de la platónica, la concepción aristotélica del deseo


u orexis presenta importantes diferencias respecto a la de su maestro. En
primer lugar, ningún deseo –ni siquiera el vital– es visto de forma negati-

48. ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, 1169b 19-23.


49. ARISTÓTELES, Ética a Eudemo, 1245a 10-11.
50. ARISTÓTELES, Metafísica, 1072b 15-30.
114 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

va, sino siempre como algo bueno, por corresponder a la naturaleza hu-
mana. La valoración positiva del deseo, lejos de ser algo casual, corres-
ponde plenamente a a la concepción aristotélica del hombre. A pesar de
que el Estagirita no hace depender la perfección humana de la satisfac-
ción del deseo de placer o epithymia (siguiendo en esto la tesis de Platón,
contra los sofistas), la incluye en la felicidad, pues nada de lo que forme
parte de la naturaleza humana puede ser, según él, considerado malo.
La esencia humana no es ni un logos ajeno a cualquier tipo de deseo ni
un puro cuerpo animal, sino un animal que tiene logos. En virtud de la
unidad sustancial entre el logos y el cuerpo, los deseos del cuerpo no tie-
nen un origen contrario al de las funciones superiores del logos. De ahí
que en el De Anima, Aristóteles hable de la orexis como de una única fa-
cultad.
El problema se plantea cuando se analiza la contraposición entre los
deseos. Aristóteles no ofrece una solución clara, pues aunque hace de-
pender la oposición de la existencia de un deseo irracional, éste no tiene
un origen contrario al logos, lo que sería un contrasentido, pues el alma es
una. Por tanto, aunque Aristóteles hable de deseo contrario a la razón, la
oposición no debe entenderse ontológica o antropológicamente (esta es,
a nuestro parecer, la principal diferencia con Platón), sino éticamente.
La respuesta de Aristóteles a la contraposición de los deseos hay que
buscarla, por eso, en la Ética a Nicómaco. En esta obra la orexis se analiza so-
bre todo desde el punto de vista ético. Si los deseos no racionales (epithy-
mia y thymos) aparecen en sí mismos como algo neutro, el racional, en tan-
to que depende de una elección, es en cambio ético: a favor o en contra
de la perfección del hombre.
Esta distinción de puntos de vista –antropológico y ético– es impor-
tante para afrontar el problema de las pasiones. Las pasiones, en la medi-
da en que dependen del apetito no racional, escapan en su origen del
control de la razón, por lo que no son dignas de alabanza o de reproba-
ción; pero, en cuanto que pertenecen al hombre, se hallan parcialmente
bajo el poder de la razón, de tal forma que ésta puede evitar en ellas todo
lo que sea excesivo o defectuoso. Del planteamiento aristotélico se dedu-
ce una consecuencia importante: el dominio que el hombre tiene sobre
las propias pasiones no es despótico, como el del señor sobre el esclavo o
el del alma sobre el cuerpo, sino político, como el del gobernante sobre
los ciudadanos libres por nacimiento. Como los ciudadanos de la polis, las
pasiones pueden seguir las directrices de la razón o bien oponerse a su go-

51. «El alma, en efecto, domina al cuerpo con la autoridad del patrón, mientras
que la inteligencia domina al deseo con la autoridad del hombre político o del rey; en es-
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 115

bierno 51.
El elemento dominante en el hombre, la razón, no es sin embargo
una parte, sino casi el todo; no ya en el sentido de que la razón disuelva la
corporeidad en sí, sino en cuanto que esta es capaz de salvaguardar y cui-
dar lo propio de la naturaleza humana. Por eso, «quien gobierna debe po-
seer la virtud moral en su totalidad [...] mientras que los demás cada uno
según lo que le corresponde» 52. La incontinencia en el deseo de placer es
un mal porque supone el engaño de considerar como adecuado a la natu-
raleza humana lo que sólo es relativo y temporal. En definitiva, la valora-
ción de algo como moralmente bueno o malo no depende de la sensibili-
dad, que se refiere al bien de una parte de la naturaleza, sino que deriva
del juicio de la razón, la única que puede captar el bien del hombre.
Siendo en cierto sentido la materia de las virtudes morales, la pasión
juega un papel central en la vida del hombre, cuyo fin es la felicidad. De
este modo, para Aristóteles, pasión y felicidad no se excluyen ni se identi-
fican, sino que se integran en la vida virtuosa. Así, el acto virtuoso, como
los demás actos naturales, no sólo produce placer, sino que sobre todo
contribuye a la felicidad. Es precisamente el placer que corresponde a la
acción virtuosa el más importante, porque la acción humana no sólo es
un medio para tender a determinados bienes, sino sobre todo para per-
feccionar la propia naturaleza. De ahí la importancia del control de la pa-
sión, que se halla en la base de la acción virtuosa.
La virtud, además de contribuir a la felicidad propia, hace posible la
amistad perfecta, ya que según Aristóteles únicamente la virtud engendra
este tipo de amistad. La amistad virtuosa no es, sin embargo, algo que se
añada a la felicidad, sino que forma parte de ésta como elemento inte-
grante, pues sin la amistad la perfección humana queda incompleta. Por
eso, a pesar de que la contemplación y la amistad virtuosa son dos realida-
des distintas, poseen algo en común, en cuanto que su elección supone la
perfección de nuestra naturaleza, es decir, la felicidad.
En el intrincado concepto aristotélico de felicidad humana puede
descubrirse una realidad misteriosa, pues para ser feliz no sólo se requie-
re perfeccionarse mediante las virtudes y la contemplación, sino también
amar. El Estagirita afirma la relación entre estos tres elementos –contem-
plación, virtudes y amistad–, pero no la razona, por lo menos de forma
explícita. En esta conclusión hemos intentado ofrecer una explicación
del modo en que se relacionan, lo que –como es lógico– no es más que

tos casos, está claro que es natural y ventajoso para el cuerpo estar sometido al alma, y
para la parte afectiva, a la inteligencia y a la parte dotada de razón» (ARISTÓTELES, Política,
1254b 2-8).
52. Ibid., 1260a 15-20.
116 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

una entre las muchas interpretaciones posibles de los textos aristotélicos.


Otro punto oscuro de la tesis aristotélica se refiere a la posibilidad
que tiene el hombre de alcanzar la felicidad, porque, si bien ésta constitu-
ye el fin de la vida, no parece posible en la tierra. Y si es así, debe con-
cluirse que el deseo humano de felicidad nos conduce hacia una meta
que se halla más alla de nuestra capacidad.
De estos dos puntos tomaremos pie, en el último capítulo, para esbo-
zar una teoría de la felicidad continuadora de las doctrinas de Aristóteles
y, sobre todo, de santo Tomás.

3. LA TEORÍA TOMISTA DE LOS APETITOS

Como hemos visto, para Platón y Aristóteles el problema del deseo,


no obstante sus profundas raíces ontológicas y psicológicas, es fundamen-
talmente de tipo ético. Para santo Tomás, como para los demás autores
cristianos, la cuestión sobre el deseo no se plantea, en cambio, éticamen-
te, ya que todos ellos saben por revelación: sea lo que moralmente debe
desearse, sea en qué consiste la perfección del hombre.
El principal problema para los autores cristianos es otro: determinar
la naturaleza misma del deseo, en especial el que dirige al hombre hacia
Dios. Pero ¿es posible hablar del amor a Dios como si fuera un deseo? Y
por otro lado ¿el amor que Dios tiene a sus criaturas, en particular al
hombre, puede ser considerado como un deseo?
La respuesta a las dos preguntas constituye el marco de la teoría to-
mista de los apetitos, la cual, en la medida en que pretende analizar los
diversos niveles de esta compleja realidad, contiene una gran riqueza de
reflexión especulativa. A pesar de su valor, la teoría tomista no alcanza ni
la sistematización ni el desarrollo que cabría esperar del genio filosófico
del autor; en parte, porque santo Tomás no estudia los apetitos por sí mis-
mos, sino siempre en relación a otras cuestiones; en parte también, por-
que los textos que se refieren a este tema se hallan dispersos por la vasta
obra del Aquinate.
Con el fin de alcanzar una visión de conjunto de la doctrina tomista
sobre los apetitos, realizaremos una breve síntesis de los aspectos más no-
tables, distinguiendo los diversos niveles filosóficos y teológicos de perte-
nencia. En primer lugar, nos ocuparemos del nivel metafísico, en el que
–como veremos– influye sobre todo la analogía del amor del pseudo-Dio-
nisio. En segundo lugar, analizaremos el nivel psicológico, en el que san-
to Tomás se remonta a la psicología aristotélica (aludiremos también a la
perspectiva ética, la más original, pues se ocupa de la función que los ape-
titos desempeñan en la acción humana). Por último, afrontaremos el ni-
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 117

vel de la interioridad cristiana, casi mística; aquí el Aquinate, tomando


pie del pensamiento de san Agustín y de otros Padres de la Iglesia, se in-
terna en las esferas más altas de la unión del hombre con Dios por medio
de la virtud de la Caridad.

3.1. Nivel ontológico del apetito: el amor natural

La investigación de los pensadores cristianos acerca del deseo arran-


ca de una doble pregunta: sobre los orígenes o causa eficiente, y sobre el
fin o causa final del amor humano, en especial del que tiene a Dios por
objeto.
El pensamiento cristiano parte de la idea de que el amor a Dios, a
pesar de ser natural, va más allá de los deseos naturales humanos: ya sea
por lo que se refiere al origen (en el cristiano ese amor nace de la virtud
de la Caridad), ya sea por lo que respecta al fin (el amor perfecto consis-
te en la participación en la bienaventuranza divina). De ahí surge el pro-
blema de compaginar el carácter natural del amor a Dios con un origen y
un fin que son sobrenaturales.
Además, el análisis del deseo humano hace descubrir a los pensado-
res cristianos dos aspectos que a primera vista parecen alejarlo de Dios: su
dirigirse de forma inmediata hacia el propio yo o hacia todo aquello que
se refiere al yo, y su insatisfación perpetua. En efecto, si el hombre está
orientado naturalmente al amor de sí mismo, no se ve cómo puede que-
rer naturalmente a los demás y, sobre todo, a Dios. Junto a esto, tampoco
se entiende porqué el hombre no se contenta nunca con lo que posee.
La solución a estos dos problemas se halla ya en germen en la tesis
de San Agustín, retomada y desarrollada posteriormente por teólogos
como San Bernardo. Este último considera la insaciabilidad del deseo
como algo positivo: puesto que el corazón humano es atraído por un
bien infinito, ningún bien finito lo satisface plenamente. La insatisfacción
impulsa al hombre a una búsqueda continua (desconocida muchas veces
por quien busca), cuyo objeto es Dios, Bien infinito. Además, según esos
autores, el deseo de infinito no sólo se dirige a Dios como a su fin, sino que
procede de Él; Dios es al mismo tiempo Aquél a quien deseamos y Aquél
que nos impulsa a desearlo 53. La cuestión que aquí todavía queda sin re-
solver es explicar cómo un deseo natural puede partir de Dios y guiarnos
hacia Él.
La respuesta de santo Tomás supone una síntesis del pensamiento fi-

53. Vid. S. BERNARDO, De diligendo Deo, VIII.


118 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

losófico griego y del cristiano (teológico y místico), en tanto que hace ver
cómo es posible conciliar lo que podría llamarse la concepción natural
del amor, propia de los griegos, con la extática característica de san Agus-
tín, del pseudo-Dionisio y, en general, de la mística cristiana.
El punto de arranque es considerar el deseo que el hombre y los
otros seres tienen del bien como la manifestación del finalismo del cos-
mos, pues el Bien es el fin que todos ellos buscan 54. Esta tesis de santo To-
más, aunque enlaza con el finalismo aristotélico (toda substancia tiende a
la perfección porque es atraída por el acto puro), se basa sobre todo en la
metafísica de la creación, pues el acto puro hacia el cual todos los seres
tienden es un Dios creador; en otras palabras: la causa motriz del univer-
so es tal porque es causa creadora. De ahí que el finalismo de las criaturas
se origine en el mismo acto creador: las criaturas tienden a Dios porque
han sido creadas por Él.
Para entender con profundidad el finalismo de las criaturas, o sea su
inclinación al bien, es preciso referirse al acto creador. Santo Tomás, si-
guiendo cuanto afirma san Agustín y toda la tradición cristiana, sostiene
que el acto creador no es necesario, pues Dios, que es la «Bondad de toda
bondad» 55, carece de necesidad alguna. ¿Cuál es, pues, su origen? El Aqui-
nate encuentra la respuesta en la doctrina del pseudo-Dionisio sobre el
Bien: éste es no sólo objeto de amor, o fin de las criaturas, sino sobre todo
sujeto de amor. Al decir que Dios es sujeto de amor, se convierte en explí-
cita la verdad contenida en el texto sanjuanista Deus caristas est (I Jn. 4,
16), ya que sólo quien es Amor puede actuar (crear) exclusivamente por
amor 56. El acto creador no tiene, por tanto, otro manantial que el amor
de Dios a sí mismo, por lo que no se realiza con vistas a algo distinto, sino
por puro amor.
El hecho de que el manantial de donde surge la creación sea el amor
divino no significa, sin embargo, que Dios ame el mundo como se ama a
sí mismo. La explicación de santo Tomás se entiende a partir de su con-
cepto de amor, que, en conformidad con Aristóteles, es definido como
habitudo ad perfectum. Pero mientras que en el Estagirita –como en Platón–
Dios no parecía capaz de amar, pues para ambos el amor suponía siempre
una falta de perfección, en el Aquinate, en cambio, el Amor en sí mismo,
lejos de implicar imperfección, manifiesta la perfección que se posee.
Cuanto mayor sea la perfección poseída, mayor será el amor de esta per-

54. Entre los numerosos textos en donde se encuentra esta tesis, puede verse TO-
MÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 21, a. 1.
55. S. AGUSTÍN, De Trinitate, VIII, c. 3.
56. El pseudo-Dionisio entiende la creación como una eficiencia descendente o di-
fusión (diateinei) del Bene (cfr. De divinis nominibus, IV, 1).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 119

fección, hasta el punto de identificarse con ella cuando la perfección sea


absoluta, es decir, cuando se trate no ya de perfección poseída sino de la
misma perfección del Ser absoluto. En definitiva, el amor se halla unido
necesariamente a la propia perfección, la cual a su vez radica en el acto
de ser, origen de todas las perfecciones: Dios se ama naturalmente de for-
ma máxima, porque su perfección, que se identifica con su Ser, es absolu-
ta; de ahí que el acto con que Dios se ama sea concomitante con su Ser,
sin que haya distinción –como, en cambio, sucede en las criaturas– entre
el acto de amor con que se ama y el propio Ser 57.
Puesto que en Dios el acto de amor y el propio Ser se identifican, el
objeto del Amor de Dios sólo puede ser el propio Ser 58. El amor de Dios
por sí mismo es, por eso, simultáneamente necesario y libre; necesario,
porque su objeto no puede ser más que el Ser absoluto, y libre, porque
no es causado por ningún agente ni puede serlo, ya que nada es más alto
que Dios (autosuficiencia absoluta) 59.
El amor de Dios a las criaturas es, en cambio, no necesario. En efec-
to, las criaturas no constituyen ni un fin para Dios, pues no se identifican
con el Ser divino, ni un medio necesario, pues la Bienaventuranza divina
es perfecta. Por consiguiente, la creación nace de un acto de pura libera-
lidad divina 60.
Si el amor con que Dios se ama es natural, o sea surge de la misma
naturaleza divina, el amor con que ama a las criaturas es no natural o,
como lo denomina santo Tomás, un amor electivo. El amor creador, al di-
rigirse a los seres que elige, no introduce, por tanto, una nueva habitudo
ad perfectionem en el Esse, pues los entes-término de este amor están ya pre-
contenidos en el Esse-Bonum, que es el único determinante real de Sí mis-
mo. En tanto que precontenidos «son presentados por la Inteligencia y
son así amados en el mismo amor del Bien que los precontiene en la úni-

57. Cfr. TOMAS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, q. 26, a. 3. Las obras del Aquina-
te se citan según la edición Leoniana.
58. Hay que señalar, sin embargo, que el amor de Dios a sí mismo no es objetivo en
el sentido corriente del término, sino que es personal: Padre e Hijo se conocen y aman
mutuamente por toda la eternidad. Y este amor consustancial es la tercera Persona, el Es-
píritu Santo. La perfección del ser no supone, por tanto, como sostiene Nietszche en uno
de sus famosos aforismos («un sol no puede calentar otro sol»), clausura e incomunicabi-
lidad, sino todo lo contrario: donación total amorosa.
59. Cfr. TOMAS DE AQUINO, De potentia Dei, q. 10, a. 2. La idea de considerar la nece-
sidad compatible con la libertad de coacción se encuentra ya en Aristóteles, pero es san
Agustín quien la desarrolla en ámbito cristiano (cfr. S. AGUSTÍN, De civitate Dei, V, 10, 1).
60. «Por lo que Avicena dice que sólo la acción de Dios es puramente liberal» (TO-
MAS DE AQUINO, De Veritate, q. 23, a. 4).
61. J.R. MÉNDEZ, El amor fundamento de la participación metafísica. Hermenéutica de la
Summa contra Gentiles, Universidad Católica de Salta, Salta 1990, p. 235.
120 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ca autodeterminación del Esse-Intelligens-Volens Intensivo» 61. Amando a los


entes, Dios les confiere la realidad por participación trascendental. El
amor de Dios a las criaturas es, por tanto, real, es decir, origen de las cria-
turas o términos reales de su amor de elección, pero no introduce ningu-
na realidad nueva en Dios: la única novedad real son las criaturas 62. La
complacencia divina ante las criaturas es una manifestación del amor in-
tratrinitario. En efecto, al crear, Dios derrama en las criaturas algo de su
esencia inefable y de su bondad, cuyo esplendor es la belleza. Por eso,
viendo las cosas hermosas, la Trinidad se complace en ellas, pues encuen-
tra allí la imagen y el vestigio de su Ser íntimo63.
Además de ser fundamento de las criaturas, el amor divino de elec-
ción es fuente del amor natural con que estas aman, denominado por el
Aquinate apetito natural 64. Por hallarse ligado a la participación en el ser,
el amor natural de la criatura participa en el amor con que Dios se ama.
El universo, nacido de la elección divina, está atravesado por el amor
natural que establece una relación ordenada de las criaturas entre sí y
con el Creador, reconduciendo de este modo la realidad entera a Dios,
fuente inagotable de Amor 65. El amor natural de las criaturas refleja el or-
den que existe en el universo y que se manifiesta en dos niveles de menor
a mayor profundidad: el de igualdad o semejanza, y el de dependencia 66.
En primer lugar, cada ente se ama a sí mismo, pues la unidad que tiene
consigo es la más fuerte; de ahí que el amor de sí preceda al que se da en-
tre los seres que pertenecen a un mismo orden. La semejanza es la causa
por la que las cosas tienden a amar lo que se halla unido con ellas en un

62. El concepto de analogía, que a través del pseudo-Dionisio pasa a santo Tomás,
resulta especialmente importante para examinar la relación entre las criaturas –en parti-
cular el hombre– y Dios (vid. TOMAS DE AQUINO, In de divinis nominibus, I, 1).
63. La consideración de la belleza como esplendor de la verdad y de la bondad di-
vina es una idea que el Aquinate toma prestada del pseudo-Dionisio (cfr. ibid., lect. 9).
64. Cfr. IDEM, Contra Gentes, III, 69.
65. «En el amor aparece cierta circulación, en cuanto que es del bien al bien»
(Ibid., lect. 11).
66. Las relaciones que el amor natural establece entre los entes pueden recondu-
cirse al nivel jerárquico del bien deseado según la dialéctica de la dependencia de la par-
te respecto al todo o de lo que es imperfecto respecto a lo que es perfecto: «Si el afecto
del amante recae en algo más alto, de lo cual depende, el amante ordena su bien al ama-
do: si la mano pudiera amar al hombre, por ejemplo, todo lo que ella es lo ordenaría a su
todo y, así, se proyectaría totalmente fuera de sí misma, puesto que no dejaría nada de
cuanto ella es de ordenarlo al amado. Pero esto no sucede si alguno ama lo que es igual
o inferior a sí: si una mano pudiese amar a otra, no se ordenaría toda a ella, y ni siquiera
el hombre que ama su mano ordena todo su bien al bien de la mano. Por consiguiente,
es necesario que cada ente ame a Dios, sin dejar de ordenar nada suyo a este amor» (Ibid.,
lect. 10).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 121

mismo orden de igualdad, y así los hombres se aman recíprocamente con


un amor natural. Los semejantes fundamentan su unidad en el principio
común que los reune, y que es razón del amor hacia los que participan en
él; por consiguiente, «cada individuo naturalmente ama más el bien de su
especie que su propio bien» 67. La analogía del orden no se agota, sin em-
bargo, en el nivel de la semejanza.
Aunque para las criaturas irracionales basta el amor basado en la
semejanza específica, para la persona humana este tipo de amor es insu-
ficiente, pues no explica del todo su inclinación hacia el otro. La causa
de esta diferencia entre el hombre y los demás animales se encuentra
en lo que puede llamarse principio personalista: la persona es la única
criatura querida y amada por sí misma, y no en orden a otro, pues «las cria-
turas intelectuales son gobernadas por Dios como por sí mismas, y las
demás en cuanto que son ordenadas a las racionales» 68. El amor perso-
nal no deriva, por tanto, sólo de la inclinación del individuo a la especie,
sino sobre todo de la elección del otro como un fin por sí mismo. De
ahí que, en este tipo de amor, se manifieste especialmente la dilección di-
vina.
Además, puesto que el modo de ser de las criaturas depende de la
participación en el ser, los entes «aman a Dios más que a la propia especie
o a la propia individualidad, pues Dios es la causa radical de su comunica-
ción con el resto de las criaturas» 69. También el amor del hombre a Dios
es a la vez necesario y electivo, porque la persona, creada por amor, está
llamada por Dios a la bienaventuranza, o sea a participar en la visión y el
amor divinos.
Mediante la analogía del orden, propia del amor natural, santo To-
más es capaz de afirmar que «puesto que en Dios se encuentra nuestro
bien perfecto, como causa universal primera y perfecta de todos los bienes,
el bien en Él nos atrae naturalmente más que el bien en nosotros. Por eso,

67. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 60, a. 5, ad 1.


68. IDEM, Contra Gentes, III, 112.
69. J.J. SANGUINETI, La filosofia del cosmo in Tommaso d’Aquino, Ares, Milano 1986, pp.
218-219. Este autor indica la importancia de no reducir la analogía del orden a la simple
semejanza, pues, de otro modo, no se entendería el amor natural entre los desiguales,
que, como en el caso del amor del padre al hijo, es mayor que el que existe entre los igua-
les, por ejemplo entre los hermanos (cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 96, a. 3, ad 2). De
este modo, es posible rechazar la tesis de Rousselot, para quien el amor de sí (amor de
concupiscencia) es en santo Tomás la medida de los demás amores (cfr. P. ROUSSELOT,
Pour l’histoire du problème de l’amour au moyen âge, Vrin, Paris 1933, pp. 14-56); así como la
crítica de Nygren al Aquinate, a quien reprocha haber transformado el agape del mensaje
evangélico en el amor propio, es decir, en el eros (cfr A. NYGREN, Eros und Agape. Gestalt-
wandlugen der christlichen Liebe, II, Der Rufer Evangelischer, Gütersloh 1930, pp. 465 y ss.).
70. TOMÁS DE AQUINO, In III Libros Sententiarum P. Lombardi, d. 29, q. 1, a.3.
122 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

incluso con amor de amistad natural, el hombre ama a Dios más que a sí
mismo» 70. De ahí que la analogía del orden explique no sólo porque to-
dos los seres tienden hacia la perfección que está más allá de su propia
naturaleza, sino también porque no hay ninguna contraposición entre el
amor natural a sí mismos, a los semejantes y a los superiores (especial-
mente a Dios), porque se trata de un amor natural, que es por sí mismo
ordenado. La oposición que el hombre experimenta no es natural, sino
fruto de la perversión originada por el pecado, que ha roto el orden del
amor natural. Por eso, como veremos, la caridad rectifica el amor natural
del hombre, conduciéndolo al mismo tiempo hacia una perfección más
allá de la naturaleza.
Pero, ¿en qué consiste el amor natural? Según el Aquinate, el amor
natural o apetito natural no es un deseo «elícito» o dependiente del co-
nocimiento, ya que es previo a toda facultad y a toda actividad 71; es el im-
pulso originario de los seres finitos hacia el fin de su naturaleza, que es
amado de modo necesario, pues la naturaleza tiende siempre ad unum.
La tendencia ad unum no significa, sin embargo, que en el amor natural
no haya una articulación entre los diversos bienes de los seres, precisa-
mente porque todos ellos son participación del Bien, que se identifica
con el Ser absoluto, el único Ser perfecto 72. Por eso, mientras que en los
seres irracionales el amor natural no puede perderse y se articula siempre
del mismo modo, en los seres dotados de razón puede trastocarse y co-
rromperse, porque ese orden no es necesario, sino libre. La jerarquía del
amor se quebranta cuando se ama de forma desordenada: se aman las co-
sas como si fueran personas y las personas, como cosas. Debido a ese des-
orden, la persona va perdiendo capacidad para amar a Dios como Bien
absoluto.

3.2. El nivel psicológico: el apetito elícito

Siendo una inclinación hacia el bien de la propia naturaleza, el ape-


tito natural requiere el conocimiento de tal bien, pues de otro modo los
seres no podrían tender hacia él. Ahora bien, como hemos visto hace
poco, el apetito natural, que es previo a cualquier conocimiento por par-
te de la criatura, depende exclusivamente de la naturaleza de la criatura,
tal como es querida por Dios. En el amor creador se encuentra, por eso,

71. Cfr. IDEM, De Malo, q. 16, a. 5.


72. La articulación de la idea de ente perfecto, o en fase de perfeccionamiento, pa-
rece depender del trascendental bonum, en tanto que «algo se dice bueno en la medida
en que es perfecto» (IDEM, S. Th., I, q. 5, a. 5). Y la perfección «inhiere a las cosas en cuan-
to que son y cada defecto les compete en cuanto que no son» (IDEM, Contra gentes, I, 28).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 123

tanto el conocimiento de lo que es el bien de los diversos seres, como el


origen de la inclinación hacia Él.
La distinción entre lo que es el bien de la criatura (en Dios) y la incli-
nación (existente en la criatura) permite explicar porqué el apetito natu-
ral, que surge con la misma creación divina, tenga un fin permanente, in-
cluso cuando –como en el caso del hombre– éste se haya corrompido.
El apetito elícito no es más que el modo en que se realiza el apetito
natural en los seres dotados de conocimiento. La multiplicidad de los
apetitos elícitos deriva de la mayor o menor indeterminación en la forma
de tender hacia el fin que, por eso, puede ser determinada por las formas
conocidas. Aunque el apetito elícito exige el conocimiento, no se identi-
fica con él, pues el fin del apetito no es la posesión intencional, sino real
de lo que ha sido conocido como un bien 73. De ahí que el apetito elícito
no introduzca un fin diverso del natural, sino que más bien lo continúa y
realiza con la ayuda del conocimiento 74. Por eso, puede decirse que el
apetito elícito tiene el mismo fin que el apetito natural: alcanzar la propia
perfección. En definitiva, los seres con apetito elícito son aquellos que no
pueden obtener la propia perfección si no es mediante el conocimiento.
Lo cual no supone imperfección, sino una mayor perfección ontológica,
pues son capaces de perfeccionarse; en la cúspide de estos seres más per-
fectos se encuentran los espirituales, que, a semejanza del amor con que
Dios se ama, tienden hacia el fin de modo natural y libre. Las criaturas
con mayor perfección ontológica son, así, las que mejor imitan el amor
divino.
A los animales, para poder alcanzar el fin, les basta el auxilio del co-
nocimiento sensible; pues cuando el bien es conocido, el apetito elícito
del animal tiende a poseerlo realmente, pero sólo en sus aspectos sensi-
bles. De ahí que el amor del animal no trascienda la sensibilidad en sus
dos formas: concupiscencia e irascibilidad.
En el hombre, en cambio, el conocimiento que guía sus acciones no
sólo es sensible, sino sobre todo intelectual. A través de la inteligencia la
persona logra captar la razón de bien en cuanto tal. De este conocimien-
to arranca una nueva inclinación, el appetitus intellettivus o voluntad, que
–según santo Tomás– se abre a todo aquello que es bueno, o sea, a la en-
tera realidad. La existencia en el hombre de este apetito le permite tener

73. Cfr. IDEM, S.Th., I-II, q. 22, a. 2.


74. El modo de ser de las criaturas, que es el origen de toda su actualidad sucesiva,
se expresa en el amor ontológico y natural antes que en el elícito (cfr. IDEM, Contra gentes,
I, 91; IDEM, De Veritate, q. 22, a. 1).
75. Cfr. IDEM, S.Th., I-II, q. 2, a. 8.
124 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

como fin el conocimiento y el amor de Dios, raíz de cualquier otro apeti-


to hacia las cosas finitas 75.

a) La experiencia del bien presente: la concupiscibilidad

Aunque santo Tomás comparte la distinción platónica de las tres par-


tes del alma entre epithymia (apetito concupiscible), thymos (apetito irasci-
ble), y boulesis (apetito inteligible), parece rechazar –por lo menos así lo
sugieren algunos textos suyos– una distinción rígida entre lo que en el
hombre es sólo sensible o sólo racional. Por eso, como veremos, su clasifi-
cación de las pasiones sensibles debe aplicarse únicamente a los animales;
para las pasiones humanas, como la tristeza, la alegría, etc., que manifies-
tan la espiritualidad de la persona, hay que emplear otros criterios de cla-
sificación.
Por otro lado, aunque algunos términos, como amor y odio –utiliza-
dos por el Aquinate–, puedan ser aplicados analógicamente a los anima-
les y al hombre, parecen más adecuados para referirse a la afectividad hu-
mana que a las pasiones del animal, en el cual no puede hablarse de
enamoramiento y, menos aún, de amistad.
Por todo ello no nos referiremos a las pasiones del apetito sensible
como si fueran analógicas; en lugar de ello, hablaremos de las pasiones
del apetito elícito, pues pueden ser aplicadas al animal y al hombre de
forma analógica (el aspecto genérico que presenta la clasificación de las
pasiones en el Aquinate permite dicha analogía). Para confirmar la hi-
pótesis de la analogía del apetito elícito intentaremos indicar, primero,
lo que es común a los animales y al hombre, señalando después algunas
caraterísticas de las pasiones humanas que las diferencian de los anima-
les 76.
En primer lugar, el apetito elícito se distingue del natural por depen-
der del conocimiento. Junto al carácter dependiente, el Aquinate señala
una segunda diferencia: la inclinación del apetito elícito supone una acti-
vidad psicosomática. Para estudiar este apetito no basta, pues, con tener
en cuenta el conocimiento del que deriva, sino que es necesario también
analizar lo que santo Tomás denomina de modo genérico con el término
pasión 77.

76. La principal diferencia se observa en el hecho de que las pasiones humanas son
susceptibles de habitus ético (cfr. IDEM, S.Th., I-II, q.56, a. 4).
77. Una buena síntesis del aspecto corporal de las pasiones se encuentra en A. LO-
BATO, El cuerpo humano, en AA.VV., El pensamiento de santo Tomás de Aquino para el hombre de
hoy, Edicep, Valencia 1995, pp. 208-217.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 125

Aunque el Aquinate establece una clasificación de once pasiones ele-


mentales, las fundamentales son sólo seis; las cinco restantes dependen
de éstas tanto en su origen como en el fin. Las pasiones centrales se refie-
ren a la percepción del bien apetecible o a su ausencia; de ahí la forma
dialéctica con que el Aquinate las presenta: amor/odio, deseo/aversión,
placer/dolor 78.
Desde el punto de vista de la actividad del apetito, el objeto apeteci-
ble conforma, en primer lugar, el apetito, por lo que el sujeto se compla-
ce en lo apetecido. A esta complacencia la llama santo Tomás amor. Poste-
riormente, el objeto mueve el apetito, introduciéndose de algún modo
en su intención; dicho movimiento, mientras no se posea el objeto, se sien-
te como deseo. Una vez poseído, el acto del apetito se experimenta, en cam-
bio, como placer. Estas tres pasiones, junto con sus contrarias (odio, aver-
sión, y dolor), constituyen las pasiones del apetito elícito en relación a lo
que es su bien o le es contrario. En definitiva, la pasión se refiere a las di-
versas etapas por las que atraviesa el apetito: desde la conformación ini-
cial con el objeto hasta su posesión real, pasando por el movimiento que
permite poseerlo.
El amor, entendido como pasión del apetito elícito, no es más que el
hecho de sentir la complacencia que sigue a la conformación con el bien.
Así pues el amor-pasión, que en los animales cumple el amor natural, no
debe confundirse con el deseo, porque el amor existe en tanto que dura
la conformación, mientras que el deseo desaparece tan pronto como se
posee el objeto apetecible: no se puede desear lo que se posee, mientras
que se ama siempre aquello de lo que se goza.
Ni el amor ni el deseo presentan problema alguno para considerar-
los como pasiones, pues ambos son manifestaciones del influjo del bien
en el apetito. El placer, en cambio, parece no ser pasión, pues se halla li-
gado a la posesión real, es decir, al acto. Santo Tomás recoge esta obje-
ción en la parte de la Summa Theologiae dedicada a las pasiones: «Aristóte-
les escribe que “padecer es ser movido”. Pero el placer no consiste en ser
movido, sino en haber sido movido; en efecto, el placer deriva del bien
que ya se ha alcanzado. Por tanto, el placer no es una pasión» 79.
Para el Aquinate, el núcleo del problema consiste en que padecer sig-
nifica potencialidad y –como consecuencia– movimiento, mientras que el
placer, que corresponde a la perfección del acto, no implica ninguna po-
tencialidad. No obstante, el Aquinate considera el placer como una pa-
sión porque, si bien en sí mismo es un acto inmanente ajeno a cualquier

78. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 23, a. 1.


79. Ibid., q. 31, a. 1.
126 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

tipo de movimiento, el placer depende siempre de algo que lo causa. Tal


dependencia –según santo Tomás– convierte el placer en pasión.
La causa del placer es la operación. No una cualquiera, sino la opera-
ción connatural no impedida. «Por eso, a la constitución de algo en la
operación connatural no impedida, sigue placer, que consiste, de acuer-
do con la explicación dada, en la perfección alcanzada. Y, por tanto,
cuando se dice que el placer es una operación, no se quiere indicar la
esencia, sino la causa» 80. La precisión de santo Tomás es importante. Por
una parte, se niega que el placer sea un acto que se añade a otro acto, a la
vez que se defiende su carácter perfectivo; por otra, se afirma que única-
mente las operaciones connaturales pueden ser fuente de placer.
Puesto que supone el perfeccionamiento del acto, el placer puede
ser entendido como una cierta operación, que consiste en sentir la conve-
niencia entre la propia naturaleza y el objeto poseído en el acto. Una y
otra cosa –obtener el objeto conveniente y sentir su conveniencia– son
necesarias para que pueda hablarse de placer.
De todo lo dicho cabría pensar que sólo el placer (o gozo, que es el
placer espiritual) corresponde a la posesión real del fin. Sin embargo,
santo Tomás parece tener una idea de placer más amplia, cuando afirma
que los objetos de las operaciones no nos resultan placenteros si no en la
medida en que se unen a nosotros: ya sea mediante el conocimiento de
los mismos, ya sea al darnos cuenta de que los poseemos 81. En esta pers-
pectiva es posible afirmar que el amor se halla ligado al placer no sólo
porque se complace en el bien amado, sino también porque supone el
conocimiento de un determinado bien que es amado, lo que implica ya
un inicio de gozo, aunque imperfecto 82. Si ya en el amor, que es la prime-
ra pasión, ocurre esto, con mayor motivo se dará en el deseo la unión y
complacencia.
De ahí que el Aquinate hable de dos tipos de pasiones: las que co-
rresponden al orden de la intención del bien (consecutione), y las que co-

80. Ibid., ad 1.
81. «Los objetos de nuestras operaciones no son agradables, sino en cuanto que se
unen a nosotros: o mediante el conocimiento, como cuando gozamos al considerar o ver
las cosas; o de otro modo, pero también con conocimiento, como cuando uno se compla-
ce considerando que posee un bien, por ejemplo, riquezas, honores o algo por el estilo.
Pero todas estas cosas no producirían placer, si no fueran percibidas como poseídas»
(IDEM, S.Th., I-II, q. 32, a. 1).
82. Esta interpretación se ve confirmada, por ejemplo, por el siguiente texto del
Aquinate: «Si bien lo que está en movimiento no posee perfectamente el objeto hacia el
que se mueve, de todas formas comienza ya a tener algo de él y, por eso, el movimiento
mismo contiene ya algo de placer» (Ibid., a. 2).
83. Ibid., q. 25, a. 2.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 127

rresponden al orden de la realización, es decir, a la posesión real (executio-


ne). Según el orden de la intención, hay dos pasiones que preceden al
placer: amor y deseo, pues «es primero lo que se determina primeramen-
te en el sujeto que tiende al fin» 83; en efecto, el amor es la primera pasión
respecto del fin. Según el orden de la realización o posesión real, la rela-
ción se invierte: no es el amor, sino la complacencia la primera pasión,
que, por eso, es causa del deseo. Ciertamente, la complacencia en acto no
causa por sí misma el deseo, sino sólo per accidens, es decir, en la medida
en que todavía no se posee el bien amado.
La relación entre la operación y la complacencia es, por tanto, mu-
tua: la operación supone la perfección de la complacencia (comenzada
ya en el amor), y la complacencia perfecciona la operación de dos for-
mas: a) como causa final, en cuanto que la complacencia es el fin de la
operación; b) como causa agente indirecta, pues al gozar de su operación
el agente la espera vehementemente y la ejecuta con diligencia. «Y según
esto se dice en X Ethic. que los goces favorecen las propias operaciones e
impiden las contrarias» 84.
Las pasiones contrarias (odio, aversión, dolor) se explican también a
partir del amor, porque «de la necesidad del bien amado nace el dolor,
que deriva de la pérdida del bien ansiado o del sobrevenir un mal contra-
rio. En cambio, el placer es incompatible con la necesidad del bien ama-
do, pues es descanso en el bien conseguido. Por eso, siendo el amor la
causa del placer y del dolor, cuanto más fuerte es el sentimiento del amor
agudizado por el contraste, tanto mayor es la repulsa por el dolor» 85. El
término del movimiento del apetito se encuentra ligado, por tanto, al pla-
cer o al dolor. Pero en el caso del dolor, puesto que el término del movi-
miento no es adecuado al apetito, más que hablar de fin deberá hablarse
de cesación del movimiento por causas violentas. Por consiguiente, el do-
lor no es, como el placer, un acto perfecto, pues no supone quietud, sino
la inquietud máxima que sólo desaparece a través de otra operación.
Por lo que respecta al influjo en la operación, el dolor produce tam-
bién un doble efecto: por una parte, al ensombrecer el ánimo, debilita la
operación; por otra, la hace aumentar, pues la operación es la única posi-
bilidad que se ofrece para abandonar la falta de reposo, propia del do-
lor 86.
Tras analizar las pasiones en lo que tienen de común, hemos de exa-
minar ahora sus particularidades en el hombre. En un texto del De Verita-

84. Ibid., q. 33, a. 4.


85. Ibid., q. 35, a. 6.
86. Ibid., q. 37, a. 3.
87. IDEM, De Veritate, q. 26, a. 4.
128 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

te se afirma: «Por eso, la primera etapa del movimiento concupiscible es


el amor, la segunda el deseo, la última el gozo. Y, en razón de los contra-
rios, las pasiones que se refieren al mal se ordenan así: al amor correspon-
de el odio, al deseo la fuga, al gozo la tristeza» 87. Los términos empleados
aquí por santo Tomás para referirse a las pasiones humanas son los mis-
mos que aparecen en la clasificación general de las pasiones, excepto los
de gozo y tristeza, que se aplican sólo al hombre. Ahora bien, si el gozo y
la tristeza –como el placer y el dolor– son la perfección de la operación
que nace del amor y se continúa en el deseo, entonces el amor y el deseo
que preceden al gozo y la tristeza serán también distintos de los de los
animales.
De la existencia de un amor y un deseo propiamente humanos hay
ya alguna huella en la distinción que santo Tomás establece entre dos ti-
pos de deseo: el natural y el no natural. En efecto, además del deseo que
hasta ahora hemos visto, el Aquinate habla de otro tipo que, a pesar de
poder dirigirse a los bienes sensibles, depende de un conocimiento racio-
nal. «Por eso, los primeros, es decir, los deseos naturales son comunes a
los hombres y a los animales, ya que ciertas cosas son convenientes y pla-
centeras para unos y otros según la naturaleza. Y en ellos convienen to-
dos los hombres; en efecto, el Filósofo llama a estos deseos “comunes y
necesarios”. En cambio, los segundos son propios de los hombres, que
tienen la facultad de considerar como buena o conveniente una cosa
fuera de las necesidades de la naturaleza. Por eso, el Filósofo afirma que
los primeros son “irracionales”, los segundos, en cambio, están “unidos a
la razón”» 88.
La característica del deseo racional o no natural es su infinitud. To-
más sostiene que el deseo natural (frecuentemente usa la expresión con-
cupiscentia naturalis) no puede ser infinito en acto, pues la naturaleza físi-
ca tiende siempre a algo finito y cierto (la comida, la bebida y los
restantes bienes corporales). El deseo natural es infinito sólo en potencia:
puesto que la satisfacción sigue a la necesidad, la infinitud aparece en la
forma de la repetición ad infinitum de este ciclo. El deseo no natural pue-
de ser, en cambio, infinito en acto, pues depende de la razón, que es ca-
paz de considerar una realidad como absolutamente conveniente. El de-
seo de riqueza o de salud puede así no tener un término preciso, por
ejemplo, cuando una persona desea actualmente ser lo más rica posible,
es decir, ser simpliciter rico.
El problema que se plantea el Aquinate es saber si el deseo no natu-
ral es una verdadera pasión. La dificultad aparece cuando se cae en la

88. IDEM, S.Th., I-II, q. 30, a. 3.


LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 129

cuenta de que, por referirse a una realidad de forma universal, la razón


no parece capaz de hacer pasar el apetito de la potencia al acto, y sin la
actualización del apetito no existe pasión alguna. No obstante, santo To-
más afirma que el deseo no natural es una pasión.
Según el Aquinate, la concupiscencia no natural nace de la tenden-
cia de la voluntad hacia los bienes sensibles y espirituales. Está claro que
la tendencia de la voluntad no se siente como una pasión, pues el acto de
querer no contiene movimientos físicos. El deseo no natural no se asimi-
la pues al acto de la voluntad, sino a la pasión que puede acompañarlo.
En efecto, cuando el apetito superior es tan intenso que revierte en el in-
ferior, provoca en este último una redundancia, en virtud de la cual el
apetito inferior tiende a su modo hacia el bien captado por la razón.
Arrastrado por el apetito superior, el apetito sensible puede incluso desear
los bienes espirituales «según la expresión del Salmo: “mi corazón y mi
carne exultan en el Dios vivo”» 89.
La imposibilidad de separar en el hombre lo que es puramente sen-
sible de lo que es racional todavía se ve mejor en las pasiones de la alegría
y la tristeza: «el término alegría se usa solo para el placer que acompaña a
la razón: por eso para los animales no se habla de alegría, sino de placer.
Pero siempre es posible desear, incluso con el placer de la razón, todo lo
que deseamos según la naturaleza; pero no al revés. Por tanto, en los se-
res racionales lo que es objeto de placer puede ser también objeto de ale-
gría, aunque no siempre lo sea; en efecto, a veces uno siente en el cuerpo
un placer, del que no goza la razón. De ahí que el placer sea más extenso
que la alegría» 90.
La diferencia entre las pasiones de los animales y del hombre apare-
ce ya en el mismo placer, pues mientras que los primeros pueden experi-
mentar sólo placer, el segundo puede gozar tanto de placer como de ale-
gría: en el hombre el placer es siempre corporal; la alegría, en cambio,
puede ser mixta, cuando se trata de la posesión de un bien sensible muy
querido, o de uno puramente espiritual. También la tristeza puede ser una

89. Ibid., q. 30, a. 1. Santo Tomás se plantea el problema de la existencia de una


concupiscencia espiritual, cuando examina el texto del libro de la Sabiduría: «la concu-
piscencia de la sabiduría conduce al reino perpetuo».
90. Ibid., q. 31, a. 3.
91. La pasión tomista de la tristeza se identifica en algunos casos con el concepto
de frustración, característico de la psicología contemporánea, que fue elaborado por
Freud y la escuela psiconalítica y, posteriormente, desarrollado por el conductivismo. La
frustración consiste en la insatisfacción de una necesidad que puede ser tanto biológica
como espiritual (cfr. J. DOLLARD, Frustrazione e aggressività, C.E. Giunti-G. Barbera-Univer-
sitaria, Firenze 1967).
92. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 41, a. 4.
130 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

mezcla de sensibilidad y racionalidad, que por eso influye profundamen-


te en el cuerpo 91. Como se ve, por ejemplo, en la distinción tomista de los
cuatro tipos de tristeza: «la acidia es la tristeza que deja sin voz; la ansie-
dad es la tristeza que ensombrece; la envidia es la tristeza del bien ajeno;
y la misericordia es la tristeza del mal ajeno» 92. La relación de la tristeza con
la corporalidad se manifiesta, sobre todo, en el llanto, que sigue a la tris-
teza de forma natural y, por eso, resulta deleitable 93.
Se debería, por tanto, plantear la existencia de una comunicación in-
terna entre el apetito sensible y el racional, gracias al cual el hombre, in-
cluso en el nivel más bajo, participa de la infinitud de su ser espiritual. De
ahí que no pueda establecerse en el hombre una separación rígida entre
un amor y un deseo sensibles y un amor y un deseo inteligibles, pues la
pasión humana es a la vez sensible e inteligible.

b) La experiencia del bien arduo: la irascibilidad


La concupiscibilidad explica, según el Aquinate, tanto el acto de
acercamiento del animal al objeto sensible y su posesión, como la huida
del mal. Lo que sin embargo no explica es, por ejemplo, porqué el corde-
ro huye ante el lobo, pues la huida de algo que no es un mal sensible se
encuentra «como por encima del poder ordinario del animal» 94 que se
refiere sólo al bien o al mal inmediatos. Con la huida ante el lobo, el cor-
dero muestra su capacidad de actuar no sólo ante el bien o mal presentes,
sino también ante el bien o el mal que no aparecen inmediatamente.
Dos son las preguntas que se hace santo Tomás: ¿en qué consiste este
tipo de bien-mal que se manifiesta sobre todo en la huida o en la ira?
¿Cómo se puede percibir?
Según el Aquinate, la ira tiene como objetivo alcanzar el bien que es
arduo, o sea difícil de conseguir; el lobo, por ejemplo, debe superar una
serie de obstáculos antes de poder devorar el cordero. La agresividad ca-
racterística de la ira presupone, pues, la percepción de un nuevo objeto
(el bien arduo) y, por consiguiente, la existencia de un nuevo apetito, el

93. Con penetración psicológica, santo Tomás sostiene que las lágrimas y los gemi-
dos alivian el dolor: «En primer lugar, porque cada elemento nocivo incubado interior-
mente produce mayor aflicción, pues la atención del alma se concentra más en él; en
cambio, cuando se expande hacia fuera, la atención del alma en cierto sentido se disper-
sa, y así el dolor interno disminuye (...). En segundo lugar, porque la operación que con-
viene a un hombre, según la disposición en que se encuentra, le es siempre agradable.
Ahora bien, llorar y gemir son operaciones convenientes para quien está triste o con do-
lor» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., q. 38, a. 2).
94. Ibid., q. 23, a.1.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 131

irascible, que sigue siendo puramente sensible: ya sea porque el objeto es


un bien sensible, ya porque aparece en algunos animales dotados única-
mente de conocimiento sensible.
El apetito elícito se divide, por tanto, en dos especies: el apetito con-
cupiscible y el irascible. Por otra parte, aunque el objeto de los apetitos
concupiscibles e irascibles es el bien, éste puede entenderse de dos for-
mas diversas: o como bien en absoluto (ciertamente, en el animal, el bien
es siempre sensible), o como bien arduo o difícil. La distinción entre los
dos objetos (bien concupiscible e irascible) deriva del hecho de que en la
agresión el animal se encuentra, a la vez, deseando y rechazando una mis-
ma realidad. Puesto que desear y rechazar la misma realidad no puede
corresponder a la inclinación de un único apetito, se debe introducir,
junto al apetito concupiscible que lleva a desear el objeto, otro que per-
mita percibir los aspectos negativos del objeto, para tratar de evitarlos.
A pesar de esto, el apetito irascible no es un apetito contrario al con-
cupiscible, pues su inclinación nace del amor concupiscible al bien y su
fin consiste en la posesión del mismo. Puede decirse que el apetito irasci-
ble es el mismo apetito concupiscible en el que ha surgido una complica-
ción, al descubrir que la realidad sensible no es completamente buena.
El problema se plantea cuando se pretende determinar el tipo de co-
nocimiento que origina el apetito irascible. ¿Se puede afirmar que los
sentidos externos y los internos (imaginación y memoria) bastan para
captar el aspecto parcial de mal que puede haber en el bien sensible?
Aristóteles había indicado ya en la Retórica que en la pasión humana
de la ira se da una valoración negativa del objeto, pero no se preocupó de
individuar la procedencia de ese juicio. Aunque en el De Anima el Estagi-
rita se interroga sobre el origen de la ira, su preocupación no consiste
tanto en conocer la esencia de ésta, como en descubrir lo que la distingue
de los otros deseos (de placer y racional); de ahí que concluya que a la ira
no le baste el conocimiento sensible externo, sino que requiera también
de los sentidos internos: de la imaginación y de la memoria.
Santo Tomás, siguiendo las huellas de Avicena, considera en cambio
que la ira contiene un juicio particular que se refiere a algo que aparece
como conveniente o contrario; por ejemplo, la peligrosidad del lobo para
la oveja. La peligrosidad no puede ser percibida por los sentidos, pues es
una intentio insensata, es decir, una cualidad insensible. Por otra parte, por
tratarse de un juicio sobre lo particular, no basta la razón para emitirlo,
pues ésta se refiere siempre a lo que es universal y necesario. De ahí que,
para explicarlo, el Aquinate recurra a la operación de un nuevo sentido

95. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 10, a. 5.


132 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

interno: la estimativa, en los animales, y la cogitativa, en el hombre. Este


sentido sirve para estimar o juzgar lo que es útil o nocivo. La cogitativa,
además, requiere del juicio de la razón; de ahí su nombre. Se trata de un
juicio especial, pues la premisa mayor procede de la inteligencia, mientras
que la menor deriva de la cogitativa. La conclusión es la acción 95.
El juicio de la estimativa o cogitativa es, por tanto, un juicio práctico,
pues el fin de esta facultad es la acción del animal o del hombre respecti-
vamente, mediante la actualización del apetito irascible. Aquí se observa
otra diferencia entre la tesis aristotélica y la tomista: la función de media-
ción entre sensibilidad y razón, que el Estagirita atribuye al deseo, es des-
empeñada en el Aquinate por este nuevo sentido. Y, además de unir las
dos instancias aprensivas del hombre, la cogitativa enlaza el conocimien-
to con la acción, ya que a través del apetito irascible la cogitativa mueve al
hombre a actuar.
Mediante el apetito irascible se explican, de acuerdo con el Aquinate,
no sólo la fuga y la agresión, sino también otras pasiones, como la audacia,
la esperanza, etc. Para ello, santo Tomás aplica al apetito irascible la distin-
ción entre los dos órdenes ya vistos: el de la intención y el de la realización.
Así, según el orden de la intención, las pasiones irascibles son: esperan-
za/desesperación-temor/ audacia-ira, mientras que según el orden de la
realización son: ira-temor/audacia-esperanza/ desesperación. En efecto,
ante el bien arduo que todavía no se ha alcanzado, la inclinación se siente
como esperanza cuando lo considera posible o como desesperación, en el
caso contrario; cuando, en cambio, se trata de un mal, las pasiones son el
temor, si se considera invencible, o la audacia, en el caso contrario 96. Por úl-
timo, ante el mal presente, existe una única pasión: la ira.
Como puede observarse, en las pasiones irascibles, hay dos tipos de
contrariedad: la primera se basa en la oposición de los objetos, es decir,
en la antinomia bien-mal; por ejemplo, la esperanza se opone al temor de
forma semejante a como el deseo es contrario a la aversión. La segunda
se basa en el acto de acercamiento o alejamiento respecto a una misma
realidad, por ejemplo, la esperanza se opone a la desesperación. A partir
de este segundo tipo de contrariedad, las pasiones irascibles se distin-
guen, en cambio, de las concupiscibles, pues ante el bien concupiscible
no pueden realizarse dos actos contrarios; el bien arduo «en cuanto bien,
tiene un aspecto que justifica una tendencia hacia él y es la pasión de la

96. Meyer examina la relación entre audacia y miedo: ante el mal que aparece
como insuperable, el sujeto, incapaz del menor movimiento de audacia, experimenta te-
rror (cfr. M. MEYER, Le probleme des Passions chez Saint Thomas d’Aquin, «Revue Internationa-
le de Philosophie» 3 (1994), p. 374).
97. TOMÁS DE AQUINO, S. Th., I-II, q. 23, a. 2.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 133

esperanza; y en cuanto arduo, o difícil, determina una repulsa, que es la pa-


sión de la desesperación» 97.
La ira, en cambio, es la única pasión irascible en la que no hay con-
trariedad, pues tiene como objeto el mal presente. El apaciguarse de la
ira supone privación, no contradicción, en el apetito.
Si desde el punto de vista de la concupiscibilidad las pasiones más
importantes son el amor, raíz de todas las demás, y el placer o la alegría,
que indican el final del movimiento apetitivo, desde el punto de vista del
impulso hacia el acto son decisivas, además del amor, la esperanza y el te-
mor, pues la primera conduce al placer y a la alegría, mientras la segunda
al dolor y a la tristeza. El amor, la alegría y la esperanza son, por tanto, las
pasiones fundamentales del apetito elícito.
Puesto que en el objeto de la esperanza se encuentra una doble con-
trariedad, su definición proporciona los elementos necesarios para des-
cribir las pasiones fundamentales, en cuanto que se oponen de alguna
forma a la esperanza. La esperanza presenta las siguientes características:
a) Su objeto es bueno, mientras que el temor tiene como objeto el
mal.
b) Su objeto es futuro, mientras que el placer y la alegría tienen
como objeto algo presente que ya se posee.
c) Su objeto es arduo, mientras que el deseo tiene como objeto el
bien concupiscible simple.
d) Su objeto puede ser alcanzado, mientras que en la desesperación
es inalcanzable.
Gracias a la irascibilidad, el animal tiende no sólo hacia un bien que
todavía no posee, sino también hacia un bien que aún no está presente;
lo que da al animal dotado de apetito irascible una mayor independencia.
La irascibilidad implica, por tanto, una formalización mayor del apetito
elícito, o sea una unión más estrecha entre las diversas facultades sensiti-
vas y apetitivas del animal.
El hombre se distingue del animal también en la irascibilidad. En
primer lugar, porque en él la pasión de la ira se halla siempre precedida
por el juicio acerca de algo como injusto, por lo que su conclusión es la
venganza; en los animales, en cambio, la ira, que se desencadena por me-
dio de la imaginación, conduce inmediatamente a la acción agresiva 98. En
segundo lugar, y es aquí donde se ve con más claridad la peculiaridad de
la irascibilidad humana, la ira en el hombre nace de la tristeza causada so-

98. Ibid., q. 46, a. 7.


134 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

bre todo por la injuria y termina en la alegría, pues la justicia que es el


término de la ira, es natural y, por consiguiente, deleitable. Antes de su rea-
lización, la justicia se hace presente al enojado de un doble modo: per spem,
en cuanto que ninguno se indigna si no espera que se le haga justicia; per
cogitationem, o sea pensando en ella. Esta última forma de manifestarse la
ira es también deleitable, pues el pensamiento de la justicia implica en cier-
to modo su realización y, por tanto, el gozo que comporta 99. La causa últi-
ma de la ira humana es algo que únicamente el hombre puede experi-
mentar: el desprecio. En efecto, el desprecio, que se opone a la
excelencia que todos los seres buscan, sólo es percibido por el hombre, ya
que sólo él apetece el honor en cuanto tal y sufre cuando se le niega 100.
De todas formas, es en la pasión de la esperanza donde se manifiesta
la mayor diferencia con el animal. Según el Aquinate, en el apetito natu-
ral, como en el sensitivo hay que atribuir al conocimiento la certidumbre
de alcanzar el bien. De ahí que también, en la esperanza, la valoración de
un bien arduo como alcanzable se deba a la iniciativa de la razón. Esta va-
loración se basa, normalmente, en el sentimiento de la propia potencia o
capacidad. En el hombre, además de la esperanza, existe la expectativa o
espera, que se fundamenta en la confianza en otra persona (expectare),
pues «expectare equivale a ex alio spectare (mirar hacia otro); ya que la facul-
tad cognoscitiva no solo mira el bien que pretende obtener, sino también
a aquel, en cuyo poder confía, según la expresión del Eclesiástico: “yo mi-
raba hacia un socorro humano”» 101.
La espera trasforma también la relación entre el amor y la irascibili-
dad. En efecto, mientras la sola esperanza nace del amor y tiende al obje-
to amado, la espera, si bien se origina en el amor, lo hace crecer; no tan-
to el que se refiere al objeto como el que se refiere a la persona que nos
ayuda a alcanzarlo, «porque del hecho de que esperamos que alguien nos
confiera un bien, nos movemos hacia él como hacia un bien nuestro, y así
comenzamos a amarlo» 102. La espera nos habla, pues, del amor a una per-
sona en quien confiamos. Esta pasión es absolutamente diferente de to-
das las demás, pues sólo ella permite amar a otro como si fuera el propio
fin.
El análisis del apetito desde el punto de vista psicológico nos condu-

99. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., q. 48, a. 1. Santo Tomás distingue tres especies de
ira: fel, cuando hay facilidad y prontitud en el movimiento de la ira; maniam, cuando la tris-
teza imprime permanentemente la ira en la memoria; furorem, cuando la ira no se aplaca,
si no es con el castigo (cfr. ibid., q. 46, a. 8).
100. Cfr. ibid., q. 47, a. 7.
101. Ibid., q. 40, a. 2.
102. Ibid., a. 7.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 135

ce a importantes conclusiones. La primera se refiere al papel central que


sigue desempeñando el amor en el apetito elícito; tan es así, que puede
hablarse del amor como de la pasión radical, no sólo porque el mundo
pasional nace del amor, sino también porque el amor es el fin mismo del
apetito. La complejidad de las pasiones deriva de la distancia existente
entre el amor inicial y el amor final, en donde el apetito halla reposo. La
separación entre el amante y el bien amado es la fuente de la concupisci-
bilidad, mientras que el origen de la irascibilidad es, además de la separa-
ción, la dificultad para alcanzar la unión con el bien.
En el caso del hombre, el amor no es nunca –ni siquiera cuando se
dirige a realidades corporales– puramente sensible, pues la sensibilidad
participa en mayor o menor medida de la racionalidad; de ahí que todas
las pasiones del apetito elícito presenten en la persona humana caraterís-
ticas especiales. Tal vez la más importante sea la infinitud del deseo y,
como consecuencia, la posibilidad de que se produzcan en la interioridad
humana la tensión y la oposición entre deseos, así como la experiencia de
pasiones contrarias –placer y tristeza, dolor y alegría– en el momento de
la unión con el objeto apetecible.
La segunda conclusión se refiere al hecho de que la pasión humana
permite experimentar la unión sustancial entre el cuerpo y el alma. Y esto
por dos razones: en primer lugar, porque la sensibilidad humana partici-
pa de la racionalidad; por eso, las pasiones propiamente humanas son la
alegría, la tristeza, la esperanza (sobre todo, la espera) y la desesperación,
las cuales suponen la percepción del bien y del mal en toda su amplitud
ontológica y existencial. En segundo lugar, porque la pasión es el punto
en que converge el dinamismo corporal de las facultades apetitivas con el
conocimiento del objeto al que tienden los apetitos 103. En la pasión no
aparece sólo un ser intencional, como en cambio sucede en el conoci-
miento, sino una intención que es a la vez una apetición. La realidad que
aparece en la pasión es, pues, una realidad existencial, dotada sobre todo
de positividad o de negatividad en relación al sujeto que la padece.
El modo en que el Aquinate plantea el estudio de las pasiones nos pa-
rece de sumo interés, pues además de mostrar que se trata de realidades
capaces de hacernos experimentar la unión sustancial, indica cómo hasta
cierto punto se las puede explicar de forma metafísica y psicológica 104.
Además, el análisis tomista de las pasiones proporciona los elementos ne-
cesarios para intentar educarlas; en efecto, las pasiones aparecen como
controlables porque, aunque no sean originariamente racionales, son sus-

103. Cfr. ibid., q. 22, a.3.


104. Cfr. IDEM, De Veritate, q. 26, a. 10.
136 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ceptibles de obedecer a la razón bajo el influjo de las virtudes.

3.3. Nivel espiritual del apetito: la afectividad espiritual


Si en los animales la irascibilidad supone el mayor grado de perfec-
ción apetitiva, en el hombre, en cambio, no es así, pues el bien de la per-
sona, que se encuentra en Dios, no es percibido por la cogitativa, sino por
la razón. La perfección apetitiva de la persona depende, pues, del apetito
racional o voluntad, en cuanto que sólo esta puede tender al bien absolu-
to 105.
La voluntad, como las otras facultades apetitivas, posee una tenden-
cia natural y necesaria hacia su bien, que se refiere a cualquier cosa exis-
tente. La tendencia natural y necesaria de la voluntad (voluntas ut natura)
explica porqué todos los hombres desean la felicidad, que se encuentra
en Dios, pues sólo Él fundamenta todos y cada uno de los bienes particu-
lares. Esta inclinación no comporta, sin embargo, querer en acto, o sea el
amor personal. Por eso el dinamismo de la voluntad, además de la incli-
nación necesaria, incluye la deliberación de la razón que precede a la
elección de un determinado bien o voluntas ut ratio 106.
Aunque afrontaremos más adelante el papel de la voluntad en la per-
fección de la persona, es necesario aludir ahora a algunas características
del amor personal que constituyen la esencia de la afectividad espiritual.
Según santo Tomás, existe un amor, una esperanza y un gozo pura-
mente espirituales. Estos afectos, sin embargo, no deben ser considerados
pasiones, pues nacen directamente de un acto de la voluntad. Por ese mo-
tivo, el Aquinate habla de amor y gozo no sólo en el hombre, sino tam-
bién en los ángeles e, incluso, en Dios, pues el amor y el gozo «expresan
un simple acto de la voluntad por una semejanza de efectos, pero sin pa-
sión» 107.
La relación entre la afectividad espiritual y el acto de la voluntad hu-
mana es la clave para acceder a un tipo de afectividad que en sí misma no
es sensible. En efecto, el amor, la esperanza, y el gozo espirituales no son
más que los efectos del acto de la voluntad, propios del querer humano.

105. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 22, a. 9.


106. Cfr. IDEM, In II Libros Sententiarum P. Lombardi, d. 39, q. 1, a. 1.
107. IDEM, S.Th., I-II, q. 22, a. 2. Santo Tomás afirma que el amor de la voluntad hu-
mana puede ser denominado pasión en un sentido amplio, es decir, en cuanto que se da
la inmutación del apetito por parte de lo apetecible.
108. El Aquinate, en la Contra Gentes, I, 91, retoma la definición aristotélica del
amor: «Amar es querer el bien para alguien» (ARISTÓTELES, Retórica, 1381 a).
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 137

¿Cuál es la característica del amor humano? Como los otros tipos


–natural y sensible–, el amor personal implica la inclinación hacia el
bien adecuado 108. El amor humano añade a la inclinación una finalidad
propia: la persona, pues el bien es siempre querido por una persona (el
propio yo o el otro). Estos dos elementos del amor humano: el bien que-
rido y la persona para quien se quiere, dan lugar a la unión de concupis-
cencia y benevolencia, característica de los actos de voluntad. La concu-
piscencia, o amor del bien, no es el elemento principal, pues aquello de
lo que tenemos concupiscencia se dice simplemente y de modo propio
que lo deseamos 109. El elemento que trasforma esta inclinación en amor
humano es la persona para la que se quiere el bien, o sea el amor de bene-
volencia.
El amor humano da lugar a la alegría, es decir, a una connaturalidad
dinámica entre el amante y el amado (la persona para quien se quiere el
bien). En el amor que la persona se tiene a sí misma se puede hablar de
una necesidad. La persona, sin embargo, puede querer el bien para otro,
en la medida en que en el otro descubre otro yo, o sea, una persona que
también es capaz de amar 110. Cuando se ama con benevolencia la afecti-
vidad trasciende la esfera de los apetitos animales, en cuanto que se tien-
de a otra realidad como uno tiende a sí mismo y «se quiere para él el bien
como también [lo quiere] para sí» 111. La amistad realiza una completa
identidad de voluntades, de corazones, de sentimientos: «es propio de los
amigos querer o no querer las mismas cosas y gozar o sufrir con lo mis-
mo» 112.
Entre las personas humanas la comunión afectiva, que es la esencia
de la amistad, no llega nunca a la identificación perfecta, ni siquiera en el
caso de la amistad virtuosa, con que se ama al amigo como uno se ama a
sí mismo 113. El amante, aunque ame mucho al amado, no podrá jamás
amarlo con el mismo amor con que es amado, porque el origen del amor de
uno y otro es distinto. En la amistad con Dios por medio de la gracia, o
charitas, la persona no ama ya únicamente de modo humano, sino que,
bajo la acción del Espíritu Santo, ama ante todo de forma divina. La perso-
na quiere a Dios con el mismo amor con que Él se ama. Este modo de

109. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, I, 91.


110. «El amor consiste en cierta conveniencia del amado con el amante» (IDEM,
S.Th., I-II, q. 27, a. 1).
111. Ibid., q. 27, a. 3.
112. IDEM, Contra Gentes, III, 151.
113. «De dos, la amistad hace uno por medio del afecto» (Ibid., 158).
114. «La misma caridad [...] es participación en cierta caridad infinita que es el Es-
píritu Santo» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 24, a. 7).
138 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

amar es fuente de un tipo de afectividad espiritual, en donde el deseo na-


tural se trasforma por la gracia en amor perfecto a Dios, realizándose así
la identificación con su Voluntad 114. De este modo, la persona se goza o se
entristece con lo que Dios ama o rechaza. Por otra parte, a pesar de que
en esta tierra la unión con Dios es parcial y puede perderse, la caridad
conduce a la esperanza de la unión perfecta, porque se espera que Dios
perfeccione ese amor.
A través de la caridad, la persona no sólo trasciende la esfera de los
apetitos animales, sino también un modo de amar, gozar y esperar pura-
mente humano, pues participa de la misma amistad divina o caridad in-
creada, que es el Espíritu Santo. Tal trascendencia no significa la destruc-
ción del amor humano, sino su perfección, ya que el amor humano sin
caridad es un amor todavía incompleto; pero, por otro lado, el amor hu-
mano es condición necesaria, si bien no suficiente, de la caridad con que
amamos a Dios. Se puede, por tanto, concluir afirmando que el amor
cristiano es simultáneamente humano –porque tiene como objeto a Dios,
fin natural del hombre–, y divino, porque se lo ama participando del amor
que Dios se tiene.

3.4. Elementos centrales de la teoría tomista del apetito

El punto de partida de la teoría tomista del apetito es el amor con que


Dios ama a las criaturas –un amor de plena liberalidad– en el momento
mismo en que las crea. Dios no tiene necesidad de ser –en palabras de
santo Tomás– redamatus («reamado»), pero crea porque quiere ser reda-
matus, pues las criaturas encuentran su perfección sólo en Aquél que es
perfección absoluta. De ahí que el grado de perfección ontológica de las
criaturas corresponda plenamente al grado de amor a Dios al que están
llamadas.
El amor natural es el grado común a todas las criaturas, pues surge
del propio acto de ser. Por eso, el Aquinate habla del carácter de criaturas
como la causa primera y última de la tendencia de los seres a Dios. El
amor natural contiene una triple inclinación: hacia la propia perfección;
hacia los otros que participan en modo analógico de la propia perfección; y,
sobre todo, hacia Dios, como perfección absoluta y, por consiguiente,
como perfección del propio ser. El amor natural debe entenderse, por
tanto, desde una perspectiva metafísica, es decir, en modo analógico. Las
explicaciones que santo Tomás utiliza para mostrar cómo las criaturas in-
animadas tienden a la propia perfección dependen de la física aristotéli-
ca, por lo que muchas veces no son válidas. El planteamiento de fondo
conserva, en cambio, toda su validez: el finalismo de la creación, según el
cual el universo en su conjunto tiende a la perfección.
LA NOCIÓN TOMISTA DE APETITO • 139

En la medida en que es mayor la participación en el ser, aumenta en


las criaturas la triple inclinación natural; hasta llegar a los seres vivos, que
tienden a la realización de su fin no sólo con el ser, sino también con el
obrar, en particular mediante las operaciones inmanentes, pues vivir es
acción inmanente.
Los animales, además, son capaces de conocer sensiblemente el pro-
pio vivir y los fines que le corresponden. El conocimiento sensible del fin
conduce al animal a realizarlo. El amor natural hacia el fin se convierte
así en apetito elícito, que el animal experimenta en forma de pasiones,
en especial de placer/dolor. Este apetito elícito del animal sigue siendo
necesario, es decir, no libre: el animal tiende al propio fin de forma nece-
saria; de ahí que en él no haya espacio para la moralidad.
El apetito elícito humano participa de la libertad del ser espiritual.
Tal participación se observa ya en las que hemos denominado pasiones
humanas, que se originan a partir de un conocimiento sensible-inteligi-
ble, y también en la infinitud del deseo; pero en donde se manifiesta, so-
bre todo, es en el apetito racional o voluntad, que se halla abierto a la
perfección absoluta. Con la voluntad se alcanza la perfección del apetito
en el ámbito de las criaturas corporales, pues mediante esta facultad el
hombre tiene como fin natural el conocimiento y el amor de Dios, de for-
ma libre. De ahí que el amor humano sea semejante a aquél con que Dios
se ama, es decir, un amor a la vez natural y libre.
La voluntad sigue siendo sin embargo apetito, por lo que se dirige
hacia todas aquellas realidades en las cuales la persona encuentra el bien;
de ahí que pueda ser precedida o acompañada por las pasiones, lo que
además de confirmar en el hombre la relación entre los diversos apetitos
supone la imposibilidad de establecer divisiones rígidas entre las pasiones
humanas. Esto se ve, por ejemplo, en las pasiones consecuentes, cuando
el querer de la voluntad es tan intenso que revierte en los apetitos inferio-
res.
La experiencia del amor, en el hombre, no se reduce a la inclinación
y posesión de los bienes sensibles, porque el hombre cuando ama lo hace
siempre como persona, es decir, quiere algo para alguien, por lo menos
para sí mismo. El amor de concupiscencia es, sin embargo, el más pobre,
pues la persona queda encerrada en la perfección propia, que es limita-
da. El amor de benevolencia o amistad abre, en cambio, a la persona al
amor y al gozo por los bienes del amigo, lo que supone la trascendencia
de la inclinación hacia los propios bienes, la elección del bien ajeno y la
comunión afectiva con otra persona. Ahora bien, ninguno de los bienes
creados –ni siquiera los amigos, pues son limitados– puede satisfacer la
tendencia que naturalmente el hombre experimenta hacia el Bien infini-
to. Sólo el amor de Dios, Ser infinito, logra satisfacer completamente el
deseo del hombre.
140 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

La afectividad se eleva a las cimas más altas del espíritu mediante la


virtud de la caridad, con la que Dios, amante perfecto, arrastra al hombre
hacia Sí, haciéndolo partícipe de su amor, ya en esta tierra. El hombre
puede así corresponder a la liberalidad de Dios, amándolo por sí mismo
y amando a los demás como a sí mismo, porque son, igual que él, criatu-
ras amadas por Dios infinitamente. De este modo el amor natural, a la vez
que recupera el orden de su estructura primigenia perdido como conse-
cuencia del pecado original y de los pecados personales cometidos, es ele-
vado a una perfección superior: la participación en la misma bienaventu-
ranza divina. La unión afectiva con Dios da lugar a la felicidad, que si
bien en esta vida no siempre se halla acompañada de sentimientos ni es
perfecta, es real y por eso más o menos perceptible, pues el hombre es ca-
paz de tener una cierta autopercepción de su vida espiritual.
Una vez examinada la teoría tomista del apetito, intentaremos pro-
fundizar en lo que podríamos llamar su nivel antropológico, desarrollan-
do algunos elementos que se encuentran implícitos en los textos del
Aquinate, como la relación entre apetito y acción humana, el papel de la
voluntad en la integración de la afectividad, etc. Así mismo, en los próxi-
mos capítulos indicaremos los diversos temas de índole antropológica, gno-
seológica y ética que han de ser considerados en una teoría antropológi-
ca de la afectividad.
Capítulo cuarto

LA TENDENCIA HUMANA
E n el pensamiento contemporáneo la corriente fenomenológica, mo-
vida por el interés en «volver a las cosas mismas», ha intentado des-
cribir la esencia de lo que hemos denominado inclinación o apetito, su-
brayando también la distinción entre las inclinaciones de los animales y
las del hombre. Así algunos fenomenólogos, como Lersch, han estableci-
do una separación entre el instinto, que se encuentra en la raíz del com-
portamiento animal, y la tendencia humana 1.
Come hemos analizado en el capítulo anterior, santo Tomás muestra
la existencia de una clara distinción entre los apetitos propios de los ani-
males y el apetito humano. Este punto de contacto entre el planteamien-
to tomista y la fenomenología nos permite completar el concepto de ap-
petitus con el de tendencia.
Desde una perspectiva fenomenológica, a la esencia de la tendencia
le corresponden tres notas: a) el reflejo de la ley vital de comunicación
entre la persona y el mundo; b) la anticipación del futuro, aunque de for-
ma oscura y confusa; c) la dirección hacia el fin que debe realizarse.
El término tendencia es así semejante al clásico de appetitus, ya que
en ambos se da la referencia a la inclinación hacia un objeto, que por eso
se convierte en fin; pero desde otro punto de vista es distinto, pues la ten-
dencia, a diferencia del apetito, se refiere sólo al hombre, porque sólo él
tiene relación con el mundo (los animales –como veremos más adelante–
se relacionan con el ambiente, no con el mundo).
Además, la fenomenología aplica el vocablo tendencia sólo a las in-
clinaciones humanas, porque en ellas el sujeto es empujado de forma pa-

1. Cfr. Ph. LERSCH, La estructura de la personalidad, cit., sobre todo el capítulo IV.
144 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

siva. El acto de la voluntad, en que no se experimenta ningún tipo de pa-


sividad o de acaecer, no es considerado por eso como tendencia.
A pesar del significado restringido del término tendencia es posible
encontrar en la teoría tomista del appetitus algunos elementos que hacen
suponer que el término tendencia por sí mismo, lejos de oponerse al de ap-
petitus (como parecería en un primer momento), es complementario. En
efecto, si con la palabra tendencia se subrayan dos aspectos existenciales: la
comunicación entre la persona y el mundo y el papel de la inclinación en
la acción, con el de appetitus se destacan dos realidades ontológicas: el fina-
lismo, que corresponde a una visión teleológica de la naturaleza, y la rela-
ción entre el acto y la potencia. Por consiguiente, la síntesis de estos dos
conceptos –appetitus y tendencia– crea las bases para fundamentar ontoló-
gicamente la tendencia humana, que la fenomenología se limita a descri-
bir.
El arranque de nuestras reflexiones lo constituye el análisis de las rea-
lidades ontológicas que contiene el concepto de appetitus: el finalismo y la
relación entre el acto y la potencia. Como hemos visto, santo Tomás en-
tiende el apetito de los seres como la inclinación hacia su bien o fin. Pues-
to que todos los seres –también los privados de conocimiento– tienden
hacia el bien, el Aquinate habla de la existencia de un apetito natural. En
los seres sin conocimiento este apetito es movido por el conocimiento di-
vino, pues para que ellos tiendan al bien que no conocen es necesario el
conocimiento de uno que los dirija, ya que de otro modo no tenderían al
fin.
A esta visión del apetito natural estrictamente metafísica se puede
añadir otra de tipo existencial que la complementa: la de la experiencia
del propio tender. Examinémoslo atentamente.
En primer lugar está claro que el apetito natural, que corresponde a
la perfección ontológica de la criatura, no es el mismo en todos los seres.
En los seres dotados de conocimiento, el apetito forma un plexo con las
realidades que, a través del conocimiento, se contituyen en fines. Como
la inclinación a esos bienes precede al conocimiento, hay que concluir
que el apetito natural aparece, en estos seres, no como una sola inclina-
ción, sino como una pluralidad en correspondencia a los diversos fines
(el alimento, la pareja sexual, el juego, la relación con los individuos de la
propia especie, etc.), que son determinaciones de la tendencia hacia la
propia perfección que todo ser posee.
En segundo lugar, además de componerse de una pluralidad de ten-
dencias, el apetito natural de los seres dotados de conocimiento puede ser
experimentado en su mismo dinamismo, incluso antes de que se conozca
el objeto que las satisface. La razón de esta peculiaridad es que las inclina-
ciones producen, en esos seres, cambios psicosomáticos que ellos experi-
LA TENDENCIA HUMANA • 145

mentan como sensaciones; por ejemplo, el hambre y la sed suponen, jun-


to a diversos procesos orgánicos, la sensación de necesidad, la cual no
puede reducirse a la simple conciencia de la homeostasis física 2.
Todo ello nos permite sostener la tesis de que, en algunos animales y
en el hombre, el apetito natural es una potencialidad de sus respectivos
actos de ser que, en virtud de la unión entre el cuerpo y el alma, puede
ser conocida en sí misma, por lo menos parcialmente 3.

1. LOS INSTINTOS

Las determinaciones del apetito sensible, poco estudiadas por santo


Tomás, se hallan en el centro de los estudios de la antropología y psicolo-
gía contemporáneas, a causa del descubrimiento de su influjo en las ope-
raciones del animal y en el comportamiento humano. En efecto, las incli-
naciones del apetito sensible no se limitan, en el animal, a la obtención
de determinados fines de forma necesaria, sino que también desempe-
ñan un papel importante en la constitución de la psique del mismo y,
como consecuencia, en sus operaciones.
Los fenomenólogos, por ejemplo, destacan cómo en los animales el
instinto de supervivencia, el nutritivo y el sexual, forman una triple po-
tencialidad que llena de sentido el lugar en donde vive el animal, trans-
formándolo en Umwelt (ambiente). Gracias a los instintos, el animal se-
lecciona la información que le llega por medio de las sensaciones; luego,
a través de un proceso de elaboración de la misma, emite las respuestas
requeridas. Se establece así una relación circular entre el instinto y la
sensación: ésta influye en el comportamiento instintivo y el instinto, a su
vez, influye en la información recibida, filtrando determinados elemen-
tos y dotándolos de sentido. Así la percepción olfativa del animal, que lo
informa de la presa o de la pareja sexual, comienza el proceso que con-
ducirá al comportamiento nutritivo o sexual; pero por otra parte es el
instinto el que, además de hacer posible la percepción de determinadas
sensaciones, les confiere un determinado valor; por ejemplo, el murciéla-

2. Según santo Tomás, todas estas sensaciones orgánicas dependen de una altera-
ción del organismo (S.Th., I, q. 78, a. 3, ad 3). La psicología actual, gracias al desarrollo
de la fisiología, habla de sensaciones cinestésicas para referirse a la percepción del propio
cuerpo.
3. La trasformación del apetito natural en apetito sensible es una manifestación
más de la unidad de la inclinación. La distinción tomista de los apetitos –natural, sensible
y racional– no debe hacernos perder de vista la unidad del apetito, en virtud de la cual las
especificaciones del apetito sensible y racional pueden ser reconducidas a la inclinación
natural.
146 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

go percibe los ultrasonidos, que le sirven para orientarse durante el vue-


lo y recibir información acerca del movimiento de los insectos de los que se
nutre.
El influjo del instinto en la percepción del ambiente nos habla de un
dinamismo que antecede su actualización en el comportamiento instinti-
vo. ¿Cómo ha de entenderse tal dinamismo?
A pesar de su relación con la dinamización orgánica, el dinamismo
instintivo no equivale al simple funcionamiento de determinados órganos,
sino que tiene un fin preciso: el acto instintivo, en el que encuentra una
satisfacción parcial. Así, mientras que la dinamización orgánica (latidos
del corazón, respiración, etc.) no admite ningún tipo de satisfacción,
pues se halla ligada al vivir del animal y a sus ciclos orgánicos de origen
neuronal (por ejemplo, el del sueño-vigilia), los instintos admiten un cese
parcial o total de la dinamización no sólo debido a los ciclos orgánicos
(en los animales, el ciclo de la reproducción está unido a las estaciones
del año), sino también a la satisfacción parcial producida por el acto; por
ejemplo, el acto de comer satisface temporalmente el instinto nutritivo.
Parece, pues, que el instinto sea un tipo especial de potencialidad de la
totalidad psicosomática del animal, la cual tiende a través del conocimien-
to del objeto adecuado al acto que parcialmente la satisface 4. De ahí que,
en el instinto, además de la dinamización, exista una actualización, que
precede el acto instintivo. ¿En qué consiste dicha actualización?
En una primera aproximación, puede decirse que es el paso de un
tipo especial de potencialidad a un tipo especial de acto, gracias a la pose-
sión intencional del objeto mediante el conocimiento sensible; por ejem-
plo, el león hambriento (con dinamización del instinto nutritivo) al olfa-
tear la gacela actualiza el instinto (percibe la gacela como alimento). Es
posible hablar de un tipo especial de potencialidad porque, por una par-
te, en la dinamización del instinto se da ya una cierta actualidad, es decir,
una inclinación actual del instinto, que se siente, por ejemplo, como
hambre 5. Y, por otra parte, porque tal inclinación está en potencia res-
pecto al momento en que se da la presencia del objeto tendencial.

4. Ciertamente, en el instinto más básico, el de supervivencia, puede hablarse de


una dinamización continua y, por consiguiente, de una falta de satisfacción, pues este ins-
tinto se halla ligado necesariamente al acto de vivir (el instinto de supervivencia se en-
cuentra así cercano a la dinamización orgánica). Otros instintos, como el sexual, no supo-
nen, en cambio, una dinamización continua, pues no dependen sólo del acto vital, sino
también del desarrollo orgánico y de la relación del animal con el ambiente.
5. La filosofía analítica se ha ocupado del estudio en el ámbito físico de las llama-
das propiedades dispositivas, como soluble, fusionable, etc. Éstas muestran que, en deter-
minadas circunstancias, algunas realidades físicas manifiestan ciertas disposiciones para
actuar. Las inclinaciones de los instintos, aunque suponen también una disposición al
LA TENDENCIA HUMANA • 147

La actualización del instinto aparece también como un acto especial,


pues comporta tanto la dinamización del instinto, como la presencia in-
tencional de su objeto. En santo Tomás pueden encontrarse atisbos de lo
que hemos llamado actualización del instinto, cuando trata de las pasiones
sensibles, porque éstas se hallan constituidas de forma inseparable por la
dinamización psicomática y por la posesión intencional del objeto del
apetito. De ahí que pueda afirmarse que las pasiones son la actualización
de las inclinaciones del apetito natural o instintos, los cuales, antes de ser
actualizados por el conocimiento, existen en el animal como pura dina-
mización.
La actualización del instinto no implica, sin embargo, el cese del mis-
mo, pues éste se alcanza únicamente a través de la posesión real –y no
sólo intencional– del objeto; por ejemplo, el león se siente satisfecho sólo
después de haber comido. Así, la actualización corresponde a la posesión
intencional del objeto apetecible, mientras que el acto instintivo corres-
ponde a la posesión real. La diferencia entre actualización y acto del instin-
to se observa con claridad en la distinción entre las pasiones tomistas del
deseo y del placer, pues la primera se refiere a la actualización (se desea,
en tanto que no se posee realmente lo deseado), mientras que la segunda
depende del acto del instinto (se goza al poseer realmente lo que se dese-
aba).
Pensamos que esta distinción –y a la vez relación– entre dinamización,
actualización y acto permita analizar las inclinaciones naturales del animal
en sí mismas, y no sólo a partir del influjo que el conocimiento ejerce en
los instintos 6. Así mismo, explica porqué la simple actualización del ins-
tinto no basta para satisfacerlo, pues la satisfacción requiere el acto 7. De

acto, no corresponden a una realidad puramente física, sino a la totalidad psicosomá-


tica del animal.
6. En la perspectiva de la dinamización de la tendencia, se observa con claridad la
distinción entre inclinación tendencial y posesión intencional, pues la tendencia apare-
ce como un tendere-in y, por consiguiente, todavía no posee aquello a lo que tiende,
mientras que la posesión intencional aparece como in-tendere, es decir, un estar ya en
aquello a lo que se tiende (cfr. L. POLO, Teoría del conocimiento, I, EUNSA, Pamplona 1984,
pp. 157-160). De todas formas, como hemos visto, no puede negarse cierta posesión in-
consciente y oscura del objeto por parte de la tendencia, lo que no sucede en la simple
dinamización de los órganos. Sobre este tema puede verse nuestra contribución La liber-
tà nell’atto umano. Le tendenze come manifestazione di libertà, en AA.V.V., Le dimensioni della li-
bertà nel dibattito scientifico e filosofico, eds. F. RUSSO y J. VILLANUEVA, Armando, Roma 1995,
pp. 65-86.
7. Si la perfección del conocimiento se alcanza con la presencia intencional de la
realidad (lo conocido) en el cognoscente, para la del apetito no basta este tipo de presen-
cia (la rationem speciei de lo amado), sino que se requiere también la posesión real, «según
el ser que tiene en la naturaleza de las cosas» (TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 21, a. 1).
148 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ahí que el animal, cuando realiza los actos instintivos, experimente el pla-
cer de haber alcanzado el propio fin.
En conclusión, los instintos tienen dos características: la relación con
un objeto, cuyo conocimiento los actualiza, y la relación con un acto deter-
minado, que parcialmente los satisface. Los actos instintivos, en el animal,
son necesarios. La necesidad con que el animal realiza los actos instintivos
está en relación directa con la necesidad que de ellos tiene y con la falta
de conocimiento del fin en cuanto tal. En efecto, sin el instinto, el animal
no podría alcanzar los bienes imprescindibles para vivir, pues no es capaz
de conocer lo que lo perfecciona, es decir, lo que para él es fin. El instinto
guía, por eso, de forma necesaria a la consecución de la meta. De ahí que
el comportamiento animal sea rígido y certero, sin obstáculos internos ni
modificaciones internas que lo hagan fracasar. La actualización de los ins-
tintos conduce a determinadas experiencias psicosomáticas (el deseo de
alimento, la agresividad, etc.) que se hallan enlazadas necesariamente con
un determinado acto, cuya bondad se siente como placer 8.

2. LAS TENDENCIAS

Si el instinto no es una simple dinamización orgánica ni una mera


cadena de reflejos condicionados, sino un medio para la interacción vital
del animal con el ambiente 9, con mayor motivo no lo son tampoco las in-
clinaciones del apetito natural humano (a la supervivencia, a la nutrición,
a la relación consigo mismo y con el otro –en especial, con Dios–, al cono-
cimiento, a la creatividad, etc.); más aún, las inclinaciones humanas parti-
cipan de la espiritualidad de la persona. Las razones del carácter privile-
giado del apetito natural humano, respecto al instinto, son dos: en
primer lugar, el apetito natural humano comporta la interacción vital del
hombre, no con el ambiente, sino con el Welt «mundo» 10, o mejor todavía
con la realidad en cuanto tal; en segundo lugar, este apetito se encuentra
abierto al acto humano, pues para el cumplimiento de dicha inclinación
son necesarias la advertencia y el querer.
Estas dos características tienen entre sí una relación muy estrecha,
que podemos llamar de retroalimentación, ya que la relación del hombre

8. El placer se da tambien en los animales, porque tienen conocimiento sensible


del fin, es decir, un conocimiento que «se limita a conocer el fin y el bien singular en par-
ticular» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 11, a. 2).
9. Cfr. J.L. PINILLOS, Principios de psicología, Alianza Editorial, Madrid 1988, p. 221.
10. M. SCHELLER, Die Stellung des Menschen im Kosmos, Nymphenburger Verlagshan-
dlung, München 1949, p. 39.
LA TENDENCIA HUMANA • 149

con la realidad configura la tendencia humana, la cual, por su parte, per-


mite que el hombre se abra a la realidad en cuanto tal, es decir, a una re-
alidad que no se restringe a una serie de significados puramente vitales.

2.1. La relación de las tendencias con la realidad

Las tendencias, como los instintos, surgen de una potencialidad de


la persona, que en algunos casos no es corporal; así sucede, por ejemplo,
en la tendencia al saber, a la creatividad, a la amistad, etc. La dinamiza-
ción de la tendencia indica la existencia de una inclinación de la persona
hacia determinados bienes; esta inclinación puede manifestarse desde el
comienzo de la vida (como en la supervivencia y nutrición) o mostrarse
en un determinado periodo (como en la sexualidad, amistad, creatividad,
etc.), lo que supone la existencia de una dinamización temporal en algu-
nas tendencias.
Las tendencias a los bienes del cuerpo son dinamizadas, por lo me-
nos las primeras veces, por la homeostasis orgánica 11, como ocurre sobre
todo en las tendencias más elementales, como la nutritiva. En el nivel de
las primeras dinamizaciones fisiológicas, o la tendencia no emerge a la
conciencia o aparece confusamente como una vaga sensación de positivi-
dad o de negatividad o como un sentimiento de necesidad 12.
La aparición de estas sensaciones en la conciencia nos habla de la di-
namización orgánica de la tendencia. De todas formas, la tendencia puede
influir –antes incluso de aparecer en la conciencia– en la construcción de
la psique y, por consiguiente, en la misma percepción del mundo. El
modo de hacerlo no es inmediato, sino que requiere la mediación de otra
persona. De aquí nace la importancia de manifestar e interpretar, a través
del cuerpo, los sentimientos vagos de bienestar o malestar, o de necesidad.
El llanto, ante las sensaciones negativas, y el reposo (más tarde también la
sonrisa), ante las sensaciones positivas, son las dos formas más importan-

11. El término homeostasis fue acuñado por el fisiólogo Canon para referirse al
mantenimiento del medio interior de un sistema que depende del intercambio continuo
con el medio exterior en que se encuentra; en otras palabras: la autorregulación de un
sistema en relación a las variables exteriores (vid. W.B. CANON, The Wisdom of the body, Nor-
ton, New York 1932).
12. Aunque Strasser sostiene la misma tesis, niega que estos sentimientos conten-
gan en sí la referencia a un objeto; por eso, los llama Zumutesein («sentirse de un modo
determinado») (cfr. S. STRASSER, Phenomenology of feeling, Duquesne University Press, Pitts-
burg 1977, pp. 181 y ss.). Nos parece, sin embargo, que el objeto, aunque sea inconscien-
te, no debe negarse, si no se quiere destruir al mismo tiempo lo que caracteriza estos sen-
timientos.
150 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

tes y primigenias del lenguaje corporal con que se puede manifestar la di-
namización de las tendencias.
Como todo signo, el lenguaje corporal debe ser interpretado. Las res-
puestas de otra persona al lenguaje del propio cuerpo aparece así como
algo imprescindible no sólo para satisfacer las necesidades básicas, como
en los animales, sino también para comenzar a estructurar la psique hu-
mana, que por eso es radicalmente dialógica. En efecto, a través del refle-
jo de los propios sentimientos en el lenguaje corporal del otro –como ocu-
rre en los cuidados de los padres a los hijos pequeños– y de sus respuestas
verbales se descubren no sólo los objetos que satisfacen las tendencias y la
relación entre determinadas sensaciones y una acción concreta, sino tam-
bién al otro, en el que el propio yo se refleja. A través de este diálogo conti-
nuo se construye poco a poco la conciencia del propio yo.
Probablemente, la vez primera que un recién nacido siente hambre o
sed se trata de una sensación de necesidad no bien definida que, mediante
la experiencia de su satisfacción y la repetición de la sensación, se hace
siempre más determinada, hasta llegar a ser identificada como hambre o
sed. Siempre queda en ellas, de todas formas, cierto grado de vaguedad
que hace posible interpretarlas de modo erróneo; el hambre, por ejemplo,
puede confundirse con un dolor gástrico o con una cefalea. Lo cual supo-
ne, por una parte, la posibilidad de conocer nuestras inclinaciones a los
bienes del cuerpo y, por otra, la oscuridad de las sensaciones tendenciales.
Pero en la acción de nutrirse muchas veces no se encuentra simple-
mente la satisfacción de una necesidad, sino sobre todo la relación de
amor con el otro, en particular con la madre. Son conocidos los estudios
comparados del psicólogo Spitz entre los niños nacidos en prisión, nutri-
dos y educados por sus propias madres que debían cumplir la pena por
los delitos cometidos, y otros niños, alejados de sus madres, pero que ha-
bían crecido en condiciones inmejorables desde el punto de vista de la hi-
giene, educación, etc., pues habían sido criados por expertas en educa-
ción infantil. El resultado de la investigación causó sensación: por lo que
se refería al índice de mortandad y a la propensión para contraer diversas
enfermedades físicas y psíquicas, los niños nacidos en prisión resultaban
mejor protegidos que los otros. De este modo, Spitz mostró cómo el influ-
jo materno iba más allá de la simple función nutritiva, llegando hasta la
misma formación de la psique del niño y de sus hábitos 13.
El yo que se va construyendo por medio de las primeras experiencias
tendenciales no es simplemente el alternarse de la conciencia de necesi-

13. Vid. R. SPITZ, Hospitalism, en The Psychoanalitic study of the child, I, International
University Press, London 1945.
LA TENDENCIA HUMANA • 151

dad-satisfacción, sino que es un cuerpo personal que manifesta su bienes-


tar y malestar, experimenta el amor y la falta de amor del otro, y reaccio-
na en consecuencia. Como algunos estudios de psicología actual demues-
tran, el descubrimiento del amor del otro es el factor más importante
para alcanzar la madurez personal.
Además de ser una búsqueda de lo que satisface las necesidades, las
tendencias humanas comportan la posibilidad de dar sentido a una parte
de la realidad en cuanto tal, a través de la mediación racional del otro; así
el objeto de la nutrición no es nunca un puro elemento aislado del am-
biente, cuyo significado se reduciría a la relación con el instinto, sino una
realidad que se relaciona con todas las otras que constituyen nuestro
mundo, entre las cuales destaca el otro. En el instinto, en cambio, falta el
sentido de realidad en cuanto tal pues, con palabras de Zubiri, éste no es
más que el estímulo de un ambiente perfectamente definido 14. Esta dis-
tinción nos habla de cómo la misma dinamización fisiológica de la ten-
dencia está impregnada de la espiritualidad humana, incluso cuando la
persona que tiende carece de conciencia racional o ésta se halla poco
desarrollada y, por consiguiente, hay en su inclinación una falta de racio-
nalidad y voluntariedad actuales. En la capacidad de dar sentido humano
a la realidad, a través de las tendencias, se encuentran precisamente los
primeros signos de libertad: la falta de conexión necesaria entre inclina-
ción y comportamiento que, en cambio, caracteriza al instinto. En efecto,
sólo en donde existe la posibilidad de tender a la realidad en cuanto tal
surge la posibilidad de separar la tendencia de la conducta correspon-
diente, pues la realidad, lejos de encerrarse en la condición de estímulo,
permanece abierta a la totalidad de sus contenidos.
De todas formas, esta trascendencia respecto a los instintos se obser-
va mejor aún en las tendencias que se refieren directamente al mundo y
al otro. Entre ellas se cuentan la creatividad, el deseo de saber, la amistad,
etc. Las tendencias dirigidas al mundo, como la creatividad, presentan
como característica común la percepción del valor de algunos aspectos
de la realidad –tanto en su actualidad, como en sus posibilidades– y el in-
tento de mostrarlo. En la tendencia al trabajo, por otra parte, el hombre
procura añadir algo que contribuya a la bondad del mundo, haciéndolo
así más adecuado a la vida humana.
El deseo de saber o interés nace de la inclinación a ampliar el hori-
zonte del mundo mediante un conocimiento de la realidad que trasciende
lo experimentable físicamente: se desea conocer la realidad en sus prime-
ros principios y últimas causas. El deseo de saber se transforma en amor,

14. Cfr. X. ZUBIRI, Sobre el sentimiento y la volición, cit., pp. 333-337.


152 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

cuando se busca la verdad por sí misma, más allá de la posible utilidad


que la realidad tiene o puede tener.
Las tendencias dirigidas al otro derivan de la misma condición hu-
mana, que se manifesta de dos formas: como asociación (ser con el otro) y
como amistad (ser para el otro). En la asociación se da una tendencia a co-
municar con los demás hombres y a compartir su conciencia del mundo
mediante el lenguaje, las tradiciones, la cultura, etc. La primera expre-
sión de esta tendencia es, según Aristóteles, la mimesis o imitación 15; el len-
guaje, por ejemplo, se aprende repitiendo sonidos, palabras, frases... En
la tendencia a la amistad los demás aparecen no sólo como algo impres-
cindible para aprender cuanto necesitamos, sino sobre todo como un bien
en sí mismo. La elección del otro como amigo conduce a la benevolencia
y a la ayuda real. Por otro lado, el amor esponsal, aunque participa de la
tendencia a la asociación, tiene como esencia la amistad, pues para reali-
zarse requiere –como veremos– la donación.
La trascendencia de las tendencias se realiza de modo perfecto en la
inclinación hacia Dios, ya que se trata de un impulso hacia el principio y
fin de la realidad y, por tanto, también de la propia persona.
En definitiva, la tendencia comporta la apertura de la esencia huma-
na en un doble sentido: como necesidad, y desde este punto de vista la
tendencia manifiesta las carencias de la persona; y como capacidad de dar
sentido de realidad –mediante la razón– a aquello a lo que se abre; desde
este punto de vista, la tendencia implica la trascendencia de lo meramen-
te instintivo. Partiendo del nivel psicosomático más elemental, la tenden-
cia aparece ya, pues, no sólo como un impulso que tiende a un resultado,
sino como apertura a la realidad, que a su vez se abre, se da. En las ten-
dencias más propiamente humanas –las dirigidas al mundo y al otro– la
trascendencia aumenta, hasta alcanzar en la inclinación a Dios el grado
absoluto.

2.2. La relación de las tendencias con el acto humano

La teorización de la tendencialidad como una apertura al acto huma-


no, aunque no se encuentra formulada en estos términos en la obra de
santo Tomás, es conforme no sólo a su doctrina de la unión substancial,
sino también a su afirmación de la existencia de una unión radical entre
las diversas acciones a causa de la referencia a un mismo sujeto agente 16.

15. Cfr. ARISTÓTELES, Poética, 1454b.


16. «El mismo hombre es el que percibe que entiende y siente; el sentir, sin embar-
go, no se da sin el cuerpo» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 76, a. 1).
LA TENDENCIA HUMANA • 153

¿Qué significa que la tendencia está abierta al acto humano? Antes


de nada, hay que hacer notar que dicha apertura no equivale a que la ten-
dencia desemboque siempre en un acto humano, pues a veces no origi-
na ninguna acción (por ejemplo, cuando los deseos, por los motivos que
fuere, permanecen en forma de deseos); sino que equivale a una simple
posibilidad, si bien decisiva, pues la tendencia se orienta al acto humano
como a su perfección. Por eso, no es verdad –en contra de Freud– que
toda expresión cultural sea la máscara de una tendencia, sino más bien
que, en razón de su apertura, las tendencias tienen un valor simbólico;
por ejemplo, en las pinturas rupestres se pueden descubrir, junto al ca-
rácter mágico, la expresión de diversas tendencias: la relación con lo sa-
grado, el deseo de posesión, la tendencia nutritiva, la de la creatividad,
etc. Es verdad, por tanto, que el mundo simbólico se enraiza en las po-
tencialidades de la persona, que, además de dar lugar a las acciones co-
rrespondientes, admiten diversas transposiciones expresivas: una expre-
sión lingüística, artística, un gesto e incluso la ejecución de un simple
movimiento. La cultura debe ser concebida así como una continuación
de la naturaleza mediante procesos en los que ésta se trasciende a sí mis-
ma, en cuanto que la naturaleza en el hombre se halla dotada de espiri-
tualidad.
Por otra parte, gracias a la relación entre la interioridad de las perso-
nas, a la cual pertenecen las tendencias, y el mundo de la expresión hu-
mana, los actos de las tendencias adquieren o pueden adquirir un carác-
ter simbólico que sobrepasa su significado tendencial. En efecto algunas
tendencias, como la nutritiva y la amorosa, se realizan a través de actos es-
pecíficos que, sin embargo, no son reductibles a un puro valor biológico;
el acto de alimentarse, por ejemplo, además del valor vital, posee una
constelación de significados simbólicos: el de hospitalidad al forastero,
manifestado antiguamente en la oferta del pan y de la sal; el de la amis-
tad, bajo la forma del comer juntos, etc. Lo que nos habla de la imposibili-
dad de reducir habitualmente los actos tendenciales, incluso los más ele-
mentales, a mera biología.
En la medida en que la tendencia se refiere al otro, el acto tendencial
contiene en sí mismo un valor todavía más profundo, porque es expresión
de actitudes y decisiones que comprometen existencialmente a la persona.
De ahí que pueda hablarse del significado unitivo del acto conyugal. A
causa del carácter simbólico, el lenguaje corporal del acto conyugal huma-
no va más allá del significado de la reproducción de la especie y también
de la atracción de los sexos, pues es expresión de la mutua donación de
los esposos. La apertura del acto conyugal a la vida es manifestación de la
auténtica donación. La concepción de una nueva vida no es, por eso, un
eslabón más de la cadena en la trasmisión de la especie humana, sino que
tiene valor en sí mismo, pues es fruto de la donación esponsal.
154 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

En las tendencias sin valor biológico, como la amistad, las acciones


que las cumplen no admiten la inclusión en una lista definitiva, pues de-
penden de la percepción de las necesidades del otro en una determinada
circunstancia espacio-temporal. Por eso, la benevolencia entre amigos no
debe ser concebida como simple producción de actos, sino fundamental-
mente como una atención diligente hacia lo que constituye el bien del
amigo, ayudándole a alcanzarlo. En esto consiste precisamente la comu-
nicación entre amigos, que constituye la base de la amistad. La conviven-
cia, que nace de la amistad y lleva a la amistad, está hecha de palabras, si-
lencio, ayuda recíproca, etc. No hay reglas que indiquen a los amigos
cómo deben comportarse; han de aprender, a través de la experiencia, a
fomentar todo lo que es favorable a la comunicación afectiva y a desechar
todo lo que la contraría 17.
Tras examinar en qué sentido la tendencia es apertura al acto, debe-
nos definir el acto humano. Karol Wojtyla analiza con precisión las dos ex-
periencias que se encuentran en la base misma del acto humano, mos-
trando la peculiaridad de éste respecto a los dinamismos fisiológicos y a
los instintos de los animales. En la primera experiencia, la que capta la
esencia del acto humano, se descubre el yo concreto como causa volunta-
ria de una acción, mientras que en el dinamismo fisiológico la conciencia
del yo como causa de una acción voluntaria está ausente. En la segunda
experiencia, la que percibe la integración, el dinamismo no es ajeno a la
unidad e identidad del yo, pues la persona reconoce el dinamismo como
algo que le pertenece 18.
Nos encontramos así frente a la distinción de dos niveles de operati-
vidad que se integran en un único yo: el dinamismo fisiológico puede ser
entendido como una dinamización continua producida por el funcio-
namiento orgánico; el acto humano, en cambio, como la actualización de
las diversas potencialidades del yo. Ciertamente, la unión entre el dina-
mismo fisiológico y el acto no es igual en los actos físicos y en los espiritua-
les; en los primeros, como caminar, comer, etc., la unión es muy estrecha,
mientras que en los segundos, como pensar o amar, la unión es menor.
La distinción que hace Wojtyla entre dinamismo y acto, aunque no
es una novedad en la historia de la filosofía (se la puede relacionar con la

17. Según santo Tomás, la communicatio desempeña un papel muy importante en la


amistad, pues representa la unión característica del amor. Como el amor, la comunica-
ción es analógica: la comunicación en la forma o unión de semejanza es el principio radical
de la amistad; la comunicación afectiva o unión afectiva es la esencia de la amistad; la comu-
nicación social o unión real es la consecuencia de la amistad (cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th.,
I-II q. 28, a. 1).
18. Cfr. K. WOJTYLA, Osoba i czyn, cit., pp. 213-215.
LA TENDENCIA HUMANA • 155

distinción entre potencia y acto), subraya la importancia que la conciencia


de sí tiene en el acto humano, y, por consiguiente, también la conciencia del
otro, hasta el punto de que, si ésta faltase, el acto humano no existiría; por
eso, debe afirmarse que la conciencia de sí es constitutiva del actuar hu-
mano 19. De ahí nace la posibilidad de establecer en el hombre una distin-
ción entre una operatividad que no participa en todas las potencialidades
de la persona (los dinamismos fisiológicos) y una operatividad que parti-
cipa plenamente (los actos humanos).
A pesar de que los dinamismos no suponen de por sí el desarrollo de
la totalidad de la persona, no deben ser interpretados como algo ajeno o,
por lo menos, separado de ella, en contra de la tesis de Descartes y en ge-
neral de cualquier tipo de dualismo. Y no sólo porque somos conscientes
de que nos pertenecen, sino sobre todo porque forman parte del mismo
acto humano: sea como dinamismos físicos de la acción (digestión, en el
acto de nutrirse), sea como dinamismos físicos que dependen de un que-
rer de la persona (los llamados actos imperados: querer comer, caminar,
hablar, etc.); en definitiva: ni el acto de nutrirse, ni el de la reproducción,
ni el trabajo pueden producirse sin la dinamización fisiológica, lo que no
significa, en contra de la tesis conductista, que el acto humano se reduzca
a la simple dinamización, pues como hemos visto es siempre consciente y,
sobre todo, voluntario.
Además el acto humano, por participar de todas las potencialidades
de la persona, está disponible de modo directo. La distinción entre los di-
namismos físicos que se activan por sí mismos y el acto humano que de-
pende de la voluntad es importante para la ética, pues la dinamización fí-
sica que no forma parte del acto humano es extraña a la voluntad y, por
tanto, carece de la moralidad que, en cambio, representa un aspecto esen-
cial del acto humano.
Por otro lado, los dinamismos físicos se integran muchas veces en el
acto humano. De ahí que los dos principios de operatividad humana, aun-
que se distinguen desde el punto de vista de las potencialidades desarro-
lladas, no se oponen, pues son sólo dos niveles de operatividad de una
misma persona, que se integran en la constitución de un mismo acto hu-
mano. Esta distinción entre dinamización física y acción no es de tipo me-
tafísico sino antropológico, ya que está presente únicamente en el hom-
bre, pues en los animales la dinamización y la acción tienen un único
origen: el instinto.

19. No hay duda de que tanto la conciencia de sí como la voluntariedad ya estaban


comprendidas implícitamente en el término racional de la definición clásica de persona,
como substancia individual de naturaleza racional (individua substantia rationalis naturae)
(Cfr. BOECIO, De duabus naturis et una persona Christi, c.3, en Migne PL, 64, col. 1345).
156 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Si lo natural en el hombre fuesen sólo los dinanismos fisiológicos, se


podría concluir que la integración de la naturaleza en la persona se reali-
za exclusivamente a partir de las instancias cognoscitivas y volitivas, por lo
que la naturaleza humana podría ser integrada no por virtud propia, sino
por el poder que la persona tiene respecto de lo que es inferior; ésta es
en líneas generales la tesis cartesiana. En cambio, las tendencias humanas
nos muestran que la continuidad entre los dinamismos fisiológicos y la ac-
ción humana no surge por imposición de una instancia exterior, sino que
se basa en la misma naturaleza humana.
Este carácter privilegiado de la tendencia se nota cuando la compa-
ramos con los dos niveles de operatividad antes mencionados: dinamismo
fisiológico y acto humano. En efecto, la tendencia no es, como hemos vis-
to, un simple dinamismo fisiológico o dinamización permanente de un
órgano. Por una parte, porque sólo las tendencias más elementales pre-
sentan una dinamización corporal; por otra, porque incluso en esos casos
la tendencia no siempre se halla dinamizada o, una vez dinamizada, es po-
sible que cese y posteriormente se vuelva a dinamizar, como sucede en las
tendencias nutritiva y sexual. La mayor parte de las tendencias humanas
carecen, sin embargo, de dinamización corporal, como la tendencia a co-
nocer, a la creatividad, a la amistad, etc.
Por otro lado, ni la dinamización de la tendencia, es decir, la inclina-
ción hacia su bien antes de conocerlo, ni la actualización o inclinación al
bien conocido son necesariamente un acto humano: el deseo de saber,
por ejemplo, es un signo de la activación de la inclinación del apetito na-
tural, sin que todavía sea un acto humano; además, la tendencia puede
activarse sin que se dé la conciencia del yo como causa voluntaria (por
ejemplo, cuando se experimentan deseos que el sujeto rechaza). De todas
formas, aunque no sea un acto humano, la activación de la tendencia se
halla abierta al acto humano, no sólo como capacidad de ser integrada en
él, sino como su potencialidad originaria. Así en el hombre la tendencia
nutritiva está abierta al acto humano de nutrirse que depende también
de la cultura, educación, experiencias pasadas, etc.; no todos los alimen-
tos que por naturaleza son aptos para satisfacer el apetito se consideran
adecuados por razones culturales, religiosas, estéticas, etc. La tendencia
participa pues de una disponibilidad que la vuelve plasmable; lo que si no
es libertad es, sin duda, manifestación de libertad.

3. LOS FENÓMENOS AFECTIVOS

La relación de las tendencias con la realidad y el acto humano pasa a


través de la afectividad, o sea a través de la conciencia de la propia subje-
tividad tendente. En efecto, sin la afectividad no sería posible tener viven-
LA TENDENCIA HUMANA • 157

cias de la realidad a la que tendemos ni, por consiguiente, sería posible el


obrar humano, en el que el conocimiento y la volición del fin constituyen
los elementos esenciales. De ahí que la afectividad desempeñe un papel
central tanto en la constitución de la psique humana mediante la rela-
ción con la realidad, como en la formación del carácter personal, me-
diante los actos y los hábitos a que éstos dan lugar.
La dinamización y actualización de las tendencias, así como el mis-
mo acto humano, origina una multiplicidad de fenómenos afectivos: des-
de la sensación de hambre o sed, ligada a la dinamización orgánica, hasta
la de los afectos espirituales, como la alegría y la tristeza, que dependen
de los actos humanos, pasando por la actualización de las inclinaciones
tendenciales, como el deseo de estima, de amor, etc., o por fenómenos
afectivos como el goce estético, la contemplación de la verdad, que de-
penden de la percepción de los géneros supremos de la realidad o tras-
cendentales.
No intentaremos, sin embargo, clasificar los diferentes fenómenos
afectivos, porque esta tarea, además de ser casi imposible a causa de la ri-
queza y complejidad de los mismos, es menos importante que la de indicar
los criterios que permiten establecer los tipos fundamentales de afectos.
De acuerdo con lo visto hasta ahora, estos criterios son dos. El primero se
refiere a la tendencia en sí misma, en concreto a la distinción entre su di-
namización (sin influjo del conocimiento) y actualización (con conoci-
miento). El segundo criterio se refiere al objeto de la tendencia, median-
te el cual distinguimos las tendencias dirigidas a la realidad no personal
de las que, en cambio, se dirigen a las personas. Usando juntamente los
dos criterios podemos establecer tres tipos de fenómenos afectivos.

3.1. Fenómenos afectivos ligados a la dinamización tendencial

La dinamización de la tendencia es orgánica en las tendencias a los


bienes corporales, y no orgánica en las demás tendencias humanas.
La afectividad ligada a la dinamización orgánica puede referirse tan-
to a la dinamización espontánea, como a la que deriva del conocimiento.
Desde el punto de vista de la dinamización espontánea, se puede hablar
de un ámbito de la afectividad limítrofe a las sensaciones del propio cuer-
po, como en el hambre, la sed, el deseo sexual, etc., que indican la falta
de algunos bienes necesarios para la supervivencia de la persona o la per-
petuación de la especie.
En la dinamización orgánica dependiente del conocimiento, además
de la referencia a la propia corporeidad, se experimenta la inclinación
hacia un determinado bien tendencial. El objeto de la tendencia puede
ser descubierto como resultado de la búsqueda producida por la dinami-
158 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

zación de la tendencia, como sucede en el ejemplo del hambre y la sed, o


puede presentarse de improviso, como ocurre con el deseo de comer
cuando vemos un alimento que nos gusta.
La dinamización orgánica de la tendencia a partir del conocimiento
posee, por tanto, características precisas en la esfera psíquica. En efecto, la
posesión intencional del objeto apetecido da lugar a una serie de fenóme-
nos afectivos, denominados por Tomás de Aquino pasiones. En ellas se ha-
lla presente de forma inseparable sea la subjetividad dinamizada sea el ob-
jeto sensible conocido. En virtud del carácter personal de la subjetividad,
la actualización de la tendencia nutritiva, por ejemplo, no supone sólo el
deseo sensible del alimento, sino de una realidad que es o no adecuada a
la persona: el alimento puede ser deseado por el placer que produce, por
sus propiedades dietéticas, estéticas, religiosas, etc. Es verdad que en el
niño pequeño se dan amor, aversión, deseo, placer, miedo e ira, que pue-
den ser considerados como puramente sensibles, pero estas pasiones se
convierten pronto en afectos humanos, a través de la mediación del otro.
Por eso, el llanto y la sonrisa del niño no son simplemente manifestacio-
nes de determinadas pasiones, sino que sobre todo son manifestaciones
de un afecto personal cuyo destinatario es capaz de percibirlo.
Por lo que se refiere a la dinamización espontánea de las tendencias
no orgánicas, éstas no son sentidas; sin embargo, es posible hablar de di-
namización, pues se trata de potencialidades de la persona que comien-
zan a manifestarse en un momento preciso de la existencia, por ejemplo
la tendencia a la amistad, a la creatividad, etc.
El conocimiento del objeto de estas tendencias puede también dar
origen a diversas pasiones (entendiendo estas de modo analógico), ya
que se trata de una relación entre la subjetividad personal tendente y la
realidad conocida que, muchas veces, es personal. Ciertamente, no es lo
mismo el amor al alimento que el amor a la ciencia, a una persona, a Dios...,
por lo que, en el lenguaje ordinario, se habla de desear el alimento y no
de amarlo, mientras que el término amor se reserva para la relación con
las realidades espirituales (el conocimiento, el trabajo) y, sobre todo, con
las personas. Sin embargo, en uno y otro caso se puede hablar de un amor
pasión en sentido analógico, pues la esencia del amor no es la dinamiza-
ción orgánica ante el bien, ni siquiera la sensación de carencia que la acom-
paña, sino la inclinación inicial sentida hacia una realidad, con la que se
tiene una cierta comunidad de semejanza. De ahí que antes de conocer el
objeto no pueda hablarse de amor, pues aunque el sujeto tienda (como
sucede en la dinamización orgánica espontánea), no experimenta la se-
mejanza con el objeto en el mismo acto de tender.
Las demás pasiones descritas por Tomás: deseo/aversión, valor/mie-
do, esperanza/desesperación, ira y placer/dolor, tienen el mismo carác-
ter analógico. En efecto, no son iguales la aversión o el miedo que el hom-
LA TENDENCIA HUMANA • 159

bre puede sentir ante un animal, una ideología, una persona, etc., ni son
idénticas la esperanza del explorador perdido en el desierto de encontrar
agua que la del científico de hacer un importante descubrimiento o la
del creyente de ir al cielo. Lo que las acomuna es la relación análoga que
se establece entre sujeto y objeto tendencial, o sea la consideración de
algo como adverso, temible, posible de alcanzar, etc. Este aspecto es de tal
importancia que la sola consideración de una situación como algo adver-
so, aunque en sí no contenga ningún tipo de dinamización, puede dar lu-
gar a una dinamización orgánica; así, a pesar de que la inclinación a la
amistad y a la ciencia no sean orgánicas, la traición del amigo o la imposi-
bilidad de hacer el descubrimiento ansiado pueden producir profundos
cambios físicos 20.
En el caso de las pasiones del placer/dolor, el mismo término emplea-
do puede hacernos confundir este tipo de pasiones con las sensaciones
del bienestar o malestar, o con el placer/dolor corporales. A pesar del ca-
rácter analógico de estos fenómenos, el placer/dolor pasiones se distin-
guen del resto por hallarse ligadas a la posesión del bien/mal tendencia-
les. De ahí que pueda hablarse del placer de comer, de trabajar, de amar,
pues en los tres casos nos referimos a la posesión de un bien tendencial.
Además, al cumplimiento de las tendencias por medio del acto humano,
le corresponde lo que Tomás llamaba alegría, un afecto que puede ser acom-
pañado de placer sensible, pero cuya esencia no es la sensación placente-
ra, sino la perfección del acto de la voluntad (se está alegre porque la vo-
luntad realiza su querer). El coleccionista de arte, por ejemplo, puede
experimentar ante una obra maestra el deseo de poseerla. Ni este deseo
ni la alegría cuando logra cumplirlo implican ningún tipo de cambio fi-
siológico que, en cambio, están presentes cuando se trata de un deseo y
placer biológicos 21.

20. Una parte del sistema límbico, el hipocampo, asume «un papel importante en
el aprendizaje, en cuanto que selecciona las experiencias según su colorido afectivo. En
este sistema existen núcleos específicos cuya estimulación evoca modelos de comporta-
miento respectivamente de calma o docilidad, o de rabia y rebelión» (J. CERVOS-NAVARRO
y S. SAMPAOLO, Libertà umana e neurofisiologia, cit., p. 29).
21. Cada sentido tiende naturalmente hacia el objeto apropiado, pero el deseo del
animal (apetito sensible) tiende hacia lo que es benéfico para el animal (cfr. TOMÁS DE
AQUINO, S.Th., I, q. 80, a. 1, ad 3). Kenny considera que el deseo del coleccionista de arte
muestra cómo el criterio de la percepción sensible como origen de los deseos no sirve
para explicar los propiamente humanos (cfr. A. KENNY, Aquinas on Mynd, Routledge, Lon-
don-New York 1979, p. 62. Trad. esp.: Tomás de Aquino y la mente, Herder, Barcelona 2000).
Aunque es verdad que santo Tomás no ha teorizado sobre la existencia del apetito humano,
habla implícitamente de él cuando se refiere a un gozo que, sin identificarse con el placer
ni con la felicidad, puede acompañar tanto al uno como a la otra.
160 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

3.2. Fenómenos afectivos dependientes del conocimiento del yo


y del otro como poseedores de valores

El conocimiento del propio yo y de los otros puede dar lugar a tres


deseos típicamente humanos: el de tener (Habsucht), el de poder (Herr-
sucht), el de honor (Ehrsucht) 22, así como a una multiplicidad de senti-
mientos, como la simpatía, la admiración, el desprecio, la envidia, la com-
pasión, etc.
Aunque los tres deseos suponen el conocimiento, no deben confun-
dirse con el acto de la voluntad, pues (salvo cuando dependen directamen-
te de una volición) aparecen en la conciencia como algo que sucede en
mí, es decir, como una afección, por lo que es posible no querer algo al tiem-
po que se desea. Ciertamente, en estos deseos se muestra un nivel supe-
rior de la afectividad humana, pues no se refieren a objetos que son nece-
sarios para vivir, sino a realidades propias de la condición humana. De ahí
que la infinitud del deseo manifieste en ellos toda su potencia; como in-
dica santo Tomás, el hombre puede desear simpliciter ser rico, ser estima-
do, o dominar a los demás 23.
En el especial carácter de infinitud de estos deseos puede verse, por
una parte, la espiritualidad del hombre que es capaz no sólo de ir más
allá de la simple satisfación de sus tendencias, sino también de desear los
objetos tendenciales de forma infinita. La imposibilidad de satisfacer el
deseo con la repetición del ciclo necesidad-satisfacción parcial o con el
incremento del objeto poseído indica que se trata de un falso infinito. Por
otra parte, el desear lo finito de forma infinita supone algo negativo, pues
además de producirse una ruptura de la unidad somático-psíquico-espiri-
tual de la persona, se da lugar a una ansiedad continua, como en el caso
del avaro.
Este aspecto negativo del deseo humano es un hecho cuyo origen no
puede ser explicado racionalmente. De todas formas, tiene un significado
preciso: en la afectividad humana existe una desintegración que debe ser
corregida, o mejor, curada, mediante la integración. La tesis estoica de la
destrucción de los deseos como modo de devolver al hombre la libertad

22. Vid. I. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Ma-


drid 1983, 8.ª edición.
23. Santo Tomás afirma que la concupiscencia natural no puede ser infinita en
acto, porque la naturaleza tiende a algo finito (la comida, la bebida y los otros bienes cor-
porales); pero la concupiscencia no natural es absolutamente infinita, pues sigue a la ra-
zón, a la que compete proceder in infinitum. Por eso, la concupiscencia de las riquezas o
del placer por sí mismo puede no tener un término cierto, como ocurre con el que desea
ser simpliciter rico (cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 30, a. 4).
LA TENDENCIA HUMANA • 161

perdida y la aristotélica de la virtud como forma de alcanzar la integra-


ción de los deseos humanos son dos de los intentos más importantes de
resolver el problema de la infinitud del deseo. Darse cuenta de la desinte-
gración y considerarla negativa es ya algo, si bien no permite zanjar la cues-
tión. Sólo con la revelación de la existencia de un pecado original se es
capaz de considerar tal negatividad en toda su profundidad, pues el des-
orden en la interioridad humana es un reflejo de la falta de correspon-
dencia del hombre al amor de Dios, Bien absoluto. Sin el misterio de la
Encarnación, acto de donación infinita, el hombre no alcanzaría a descu-
brir el camino que le permite reparar el desorden afectivo, y correspon-
der plenamente al amor de Dios.
La posibilidad que el hombre tiene de desear algo como si fuese in-
finito es fuente de contraposiciónes y también de entrelazamientos entre
los diversos deseos, pues el sujeto es sólo uno. Precisamente en la rela-
ción entre los diversos deseos reside, por ejemplo, la eficacia del mensa-
je publicitario, que presenta un producto con una pluralidad de conno-
taciones capaces de alimentar los deseos de la propia excelencia, la
posesión, el poder, etc.; así una determinada marca de licor se anuncia
más por ser una bebida exclusiva o porque es señal de la pertenencia a
un determinado grupo social, etc. Pero donde el entrelazamiento es ma-
yor es en el amor humano, en el que el deseo de posesión, de poder, de
estima, pueden convivir en mayor o menor grado con la donación. En la
medida en que estos deseos se purifican, la donación crece, porque en
lugar de la satisfación del deseo se busca el bien de la persona amada.
Cuando, en cambio, la satisfacción de los deseos es el objetivo principal
de la relación conyugal, en vez de donación hay un intento de dominar
al otro, con la intención –más o menos consciente– de acrecentar así el
propio yo.
El conocimiento del yo y del otro es también origen de sentimientos
como la autoestima, el enamoramiento, la compasión para con los que
sufren, la admiración o el desprecio respecto a determinadas personas
por sus cualidades o falta de ellas respectivamente... Una característica de
estos fenómenos es la facilidad con que pueden ser enmascarados o per-
manecer desconocidos para el propio sujeto. En el desconocimiento in-
fluye, qué duda cabe, la falta de dinamización orgánica; por ejemplo, en
la lisonja, la persona deseosa de ser estimada y alabada puede no ser cons-
ciente de esta inclinación, lo que no sucede con la ira o con el miedo, pues
cuando se reflexiona se cae en la cuenta de considerar la realidad como
injusta o peligrosa. Sin embargo, la causa principal del no reconocimien-
to de los sentimientos negativos depende, sobre todo, del escaso conoci-
miento de sí mismo o del rechazo de los sentimientos que son contrarios
a la propia imagen; por ejemplo, reconocer que uno es envidioso equiva-
le a admitir la propia inferioridad en relación a la persona envidiada y, si
162 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

se tiene la conciencia bien formada, admitir que se trata de un deseo


malo, pues la envidia consiste en entristecerse del bien ajeno.
Entre los sentimientos que se refieren al otro en cuanto otro yo, están
la simpatía, la compasión y, sobre todo, el amor. En la simpatía se descu-
bre al otro como el polo en que encontramos una resonancia espontá-
nea. En la compasión, el otro aparece en su alteridad (sólo se puede sen-
tir verdadera compasión del otro, no de sí mismo), pero a la vez la alegría
o el sufrimiento del otro nos afectan en lo íntimo, pues las juzgamos en
cierto sentido como algo nuestro. De ahí que la compasión no suponga
pasividad o contagio afectivo (como el pánico de los que se ven envueltos
en un accidente aéreo o la exaltación de la muchedumbre ante la victoria
del propio equipo deportivo), sino el deseo de compartir activamente la
alegría del otro o de intentar eliminar el sufrimiento o, cuando no es po-
sible, de ofrecer consuelo al que sufre.
En el amor, en fin, el otro es querido como otro yo, por lo que no se
aman únicamente algunas cualidades suyas, sino al otro en su totalidad.
Por eso es preciso distinguir entre el enamoramiento (un sentimiento
tan potente que puede impedir durante algún tiempo la valoración obje-
tiva: algunas cualidades positivas, al ser idealizadas, no dejan descubrir
las faltas y defectos del amado) y el amor, que lejos de ser un sentimien-
to pasivo, es una acción de la voluntad del amante, en concreto de auto-
donación, que –como hemos visto– es también fuente de afectividad espi-
ritual.

3.3. Sentimientos referentes a la realidad en su dimensión óntica

Otro ámbito de la afectividad corresponde a sentimientos como la


alegría ante la realidad, la belleza, o la verdad, que no pueden concebirse
ni como afectos dependientes de una dinamización orgánica, pues en
ellos no hay dinamización corporal, ni como afectos dependientes del co-
nocimiento del propio yo o del otro 24. Es verdad que en el amor se da tam-
bién la alegría ante la existencia de la persona amada, pero la alegría ante

24. En Kant se puede encontrar la referencia a este tipo de afecto que se refiere a
la realidad en sí misma cuando afirma: «Lo que se refiere a las inclinaciones y necesida-
des del hombre tiene un precio comercial; lo que, sin suponer una necesidad, se conforma
a cierto gusto; es decir, a una satisfacción producida por el simple juego, sin fin alguno,
de nuestras facultades, tiene un precio de afecto; pero aquello que constituye la condición
para que algo sea fin en sí mismo, eso no tiene meramente valor relativo o precio, sino un
valor interno, esto es, dignidad» (cfr. I. KANT, Fundamentación de la metafísica de las costum-
bres, cit., p. 127). Ciertamente, aunque estas inclinaciones no suponen una necesidad bio-
lógica, siguen siendo tendencias humanas.
LA TENDENCIA HUMANA • 163

la belleza o la verdad se experimentan ante todo lo que existe, sea una


realidad, una obra maestra o una persona. Lo mismo debe afirmarse del
sentimiento de deber, que surge no sólo ante la responsabilidad frente a
las personas, sino también ante la realidad en cuanto bien.
No obstante, estos sentimientos tienen en común con los referidos al
otro la trascendencia del propio yo, pues se refieren a lo que posee valor
en sí mismo con independencia de su utilidad. En estas tendencias lo que
aparece con claridad es el éxtasis hacia la realidad, como consecuencia de
la capacidad humana de contemplarla: sentimientos estéticos ligados a la
contemplación de lo bello, cognoscitivos ligados a la contemplación o
descubrimiento de la verdad, diversas variantes de los sentimientos liga-
dos a la esfera del deber. Estos sentimientos se diferencian de los demás
porque en ellos, junto a una menor presencia de la subjetividad, hay una
mayor interiorización del valor de la realidad 25.
¿A qué se debe esta mayor interiorización? A la capacidad que el
hombre posee de captar, a través de la sensibilidad e inteligencia, los tras-
cendentales del ser, o sea a la apertura de la persona a los trascendenta-
les, que tiene su origen tanto en la apertura de la tendencia a la realidad
como en el conocimiento de la realidad en cuanto tal. Considerar algo
como bello o bueno supone, además, un acto reflejo. En efecto, el hom-
bre con el intelecto no sólo comprende el ente; sino que comprende que
entiende, o sea el ente es verdadero; y comprende que apetece, o sea es bue-
no 26; y se podría decir también que capta la relación de armonía entre el
ente y nuestra sensibilidad, o sea es bello. De ahí que, como fundamento
de nuestros sentimientos de verdad, bien y belleza, haya que plantear la
reflexión sobre la percepción de estos trascendentales.
Estos sentimientos no se reducen a la pura reflexión del intelecto,
pues comportan la existencia de un reposo contemplativo del que partici-
pa la afectividad. Por eso, mientras que el sentimiento relativo a la verdad
es la certidumbre, la falta de reposo se manifiesta en los sentimientos de
duda, incertidumbre, etc.; en el caso del bien, el reposo contemplativo
coincide con la exultación, el júbilo, la alegría, etc., mientras que la ca-
rencia de descanso se puede sentir como sentimiento de culpa, remordi-
miento, etc; en el de belleza, en fin, la falta de quietud puede experimen-
tarse como disarmonía o, por lo menos, como imperfección más o menos
grande que impide la contemplación.

25. Según Wojtyla, la distinción entre lo que él llama pasiones (corresponden más
o menos a las pasiones clásicas) y emociones, como los sentimientos de lo bello, del bien
y de la verdad, es la falta casi total de reactividad somática por parte de las últimas (cfr. K.
WOJTYLA, Osoba i czyn, cit., p. 529).
26. Cfr TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 16, a. 4, ad 2.
164 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

El papel central que desempeña la comprensión en estos sentimien-


tos es la causa de que, mientras que no puede darse razón sobre el por-
qué uno tiene simpatía o antipatía hacia una persona recién conocida, se
pueda explicar porqué se experimenta incertidumbre ante una determi-
nada situación, placer estético ante un paisaje y, más aún, porqué se expe-
rimenta el sentido del deber en una circunstancia precisa. Pues en estos
sentimientos la realidad es vivida por el sujeto, que logra así intuir los va-
lores de verdad, bien y belleza.
El lenguaje humano se encuentra ligado íntimamente a la percep-
ción de los trascendentales. En efecto, mientras los gritos y movimientos
de los animales sirven para mostrar placer o dolor, o a veces para infor-
mar del peligro, la voz humana expresa lo que es verdadero, bello y justo.
Porque es propiedad particular del hombre, que lo distingue de los de-
más animales, «ser el único que tiene sentimiento del bien y del mal, de
lo justo y de lo injusto y de las demás cualidades morales, y es la participa-
ción en estos sentimientos lo que genera la familia y la ciudad» 27. Se tra-
ta, pues, de sentimientos no sólo comunicables, sino también fundamen-
tales para la sociedad humana y la cultura. El sentimiento del bien y del
mal, a diferencia del de lo verdadero y, todavía más, de lo bello, no com-
porta simplemente la relación entre la persona y el mundo en el ámbito
de la realidad creada, sino sobre todo entre la persona humana y Dios.
Sólo si se tiene experiencia, por lo menos implícita, de Dios, es posible pro-
bar los sentimientos que corresponden a la dimensión ética y religiosa del
hombre.

4. LA AFECTIVIDAD HUMANA COMO FONDO SOMÁTICO-PSÍQUICO-ESPIRITUAL

Después de analizar los diversos tipos de afecto, estamos en condicio-


nes de hablar de la afectividad como un fondo somático-psíquico-espiri-
tual, cuya particularidad es la conciencia espontánea que la persona tiene
de sí en relación con el mundo. El carácter unitario de la afectividad hu-
mana se manifiesta también –como veremos– en la relación existente en-
tre los diversos tipos de afectos.
En efecto, la persona puede experimentarse a sí misma de forma es-
pontánea en los diversos niveles que la constituyen como una unidad
máximamente compleja. Las sensaciones de la propia corporeidad, sea a
través de las sensaciones genéricas de bienestar o malestar, sea a través
de las diversas tendencias ligadas al dinamismo corporal, permiten que
la persona se experimente como cuerpo, o sea, como subjetividad sensi-

27. ARISTÓTELES, Política, 1253a 15-18.


LA TENDENCIA HUMANA • 165

ble a todo lo que está a favor o en contra de la vida orgánica. En las sen-
saciones del propio cuerpo, en la dinamización de los órganos y de las
tendencias básicas, así como en la capacidad de reaccionar ante los estí-
mulos, el propio cuerpo deviene en cierto sentido contenido de expe-
riencia penetrando de este modo en el campo de la conciencia. Las sen-
saciones del propio cuerpo, además, facilitan al hombre la vivencia de su
yo somático, «no distinguible del yo personal, sino intrínsecamente unido
a él» 28. Cuando me siento bien, cansado, enfermo, sediento, etc., soy cons-
ciente, por medio de la corporalidad, de la totalidad de mí mismo. El ca-
rácter global y unitario del cuerpo hace que se trate de sensaciones vagas
y difusas.
Aunque los afectos humanos de los que hemos hablado (miedo, ira,
amor, odio, etc.) son más claros, en cuanto que suponen la presencia
consciente de algo, siguen siendo todavía conciencia del propio cuerpo,
por ejemplo, en el caso de la dinamización orgánica de las tendencias o
cuando la tendencia encuentra un obstáculo a su cumplimiento. El des-
cubrimiento del objeto de la tendencia a los bienes corporales, a través
del conocimiento, produce la actualización de las tendencias, que apa-
rece en la conciencia con el rasgo de la excitabilidad. La actualización
imprevista de la tendencia se caracteriza por una gran intensidad que
conmueve toda la estructura de la persona. Estos afectos reciben el nom-
bre de emociones, las cuales a menudo dependen del conocimiento de
los objetos tendenciales, como en el susto, la agitación, la ira ante el peli-
gro...
Las emociones corresponderían en parte a las pasiones clásicas, pero
con algunos matices; por ejemplo, las emociones deben tener un carácter
de inmediatez y poseer gran intensidad en un breve lapso de tiempo. La
excitación es mayor aún en las llamadas emociones primitivas, como el
susto, la agitación o la ira. El susto se caracteriza porque, en el horizonte
emocional que envuelve a la subjetividad, el objeto aparece de repente
como una amenaza. Dicha vivencia se manifiesta en la parálisis de movi-
mientos: la respiración cesa, el ritmo cardiaco casi se interrumpe; la agi-
tación se produce, en cambio, cuando la percepción de la amenaza hace
perder el control de la propia motilidad, pues el peligro no puede abra-
zarse totalmente. La agitación se manifiesta en la tempestad de movi-
mientos involuntarios, ligados a la excitación del sistema nervioso. Si el
susto y la agitación presentan un carácter defensivo, la ira aparece en
cambio como reacción agresiva. La ira no sólo supone la percepción de
un peligro, sino también la percepción de algo que es un límite u ofrece
resistencia a los propios deseos (ira ante la injusticia, o ante el deseo de

28. K. WOJTYLA, Osoba i czyn, cit., p. 541.


166 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ser estimado, de dominar, etc. que encuentra obstáculos); por eso puede
hablarse de la ira como de un furor que destruye los obstáculos 29.
La conmoción somática es menor en las emociones más evoluciona-
das de la vida afectiva, como el entusiasmo, la compasión o la admiración,
pues nacen del conocimiento del valor poseído por el yo y el otro. A pe-
sar de todo, la conmoción se manifiesta o puede manifestarse en los ges-
tos, en el tono de la voz, en la pronunciación, etc. Por ejemplo, el entusia-
mo frente a un éxito personal o de un amigo puede reflejarse en el brillo
de los ojos, en hablar en voz alta; la compasión en las lágrimas, o en las
premuras y cuidados con el que sufre.
En los sentimientos referidos a la realidad en cuanto tal (sentimien-
to de lo bello, del bien y de la verdad), la conmoción somática es todavía
menor. La estabilidad y serenidad que –desde el punto de vista corporal–
caracteriza a estos sentimientos es la causa de que, para referirse a ellos,
se use habitualmente el nombre genérico de sentimiento. No obstante, en
estos sentimientos puede hablarse de entusiasmo o de conmoción, por
ejemplo frente a la belleza de un paisaje, una obra de arte... Debido al in-
flujo que los diversos afectos tienen entre sí, este tipo de sentimientos
puede dar lugar a verdaderas emociones 30. Así la contemplación de una
obra de arte puede suscitar admiración, envidia, irritación, etc. Los re-
mordimientos pueden también ser fuente de irritabilidad, tristeza; el des-
cubrimiento de una verdad puede experimentarse como entusiamo que
impulsa a querer compartirla con otras personas, etc.
La relación entre los diversos afectos se ve aún mejor en el caso de
las emociones. Así, éstas no sólo influyen en la afectividad dando lugar a
movimientos físicos producidos por una excitación inmediata (y que se
manifiestan muchas veces externamente por hallarse ligados naturalmen-
te a determinadas acciones: la fuga, la agresión, etc.), sino que también
influyen creando o reforzando las disposiciones para experimentar deter-
minadas emociones. Por eso, es posible distinguir entre las emociones ac-
tuales y los estados de ánimo disposicional 31. Mientras que en la emoción
se da una unión con los cambios físicos que nacen cuando se percibe la
realidad de un modo determinado, en los estados de ánimo disposicionales
no hay manifestaciones físicas, sino únicamente la experiencia que el su-

29. En la descripción fenomenológica de la agitación, del susto y de la ira hemos te-


nido en cuenta algunas notas individuadas por PH. LERSCH, La estructura de la personalidad,
cit., pp. 207-213.
30. Scheler, por ejemplo, habla de la posibilidad de pasar del nivel de excitación al
de contemplación y viceversa (cfr. M. SCHELER, Der Formalismus in der Ethik und die materia-
le Wertethik, Francke, Bern-München 1966, pp. 331-335).
31. Cfr. W. LYONS, Emotion, cit., pp. 53-69.
LA TENDENCIA HUMANA • 167

jeto tiene de la existencia en sí, de una disposición a actuar o valorar la rea-


lidad de un modo determinado.
Para explicarlo mejor, tomemos como ejemplo la ira. Considerada
disposicionalmente, nace de una rabia pasada que no ha sido dominada,
sino sólo debilitada por el tiempo, las distracciones, etc. Basta el recuerdo
o la asociación de ideas para que la rabia se experimente como una emo-
ción actual. Los estados disposicionales son una muestra de la inmanen-
cia de la emoción en el fondo afectivo: la persona que se enoja con facili-
dad ante cualquier dificultad tiene una tendencia que la distingue de la
persona que sólo se enfada ante algunos obstáculos o, todavía más, de la
que se enfada en contadas ocasiones. La distinción entre estado disposi-
cional y emoción conduce, por ejemplo, a Lyons, a distinguir entre térmi-
nos como la ira, que indican tanto la emoción considerada disposicional-
mente como la emoción actual; y otros como el amor, que nombran sólo
una disposición, o la cólera, que se refieren a una emoción actual.
Los estados de ánimo disposicional pueden ser identificados con las
pasiones, como las entiende el lenguaje de hoy (la pasión por la música, el
deporte, la ciencia, la verdad, la libertad, etc.). Las disposiciones que en-
contramos en el término actual de pasión no son sólo algo pasivo –como
sucede en cambio con los estados de ánimo disposicional que provienen
de emociones espontáneas–, sino que también dependen de los actos hu-
manos, por lo que las disposiciones del apasionado, además de incluir de-
terminados estados de ánimo disposicionales, tienen siempre un significa-
do moral. En efecto, la pasión puede dar lugar a actitudes y acciones de las
que el apasionado es responsable; por ejemplo, el hincha de un equipo de
fútbol puede odiar o atentar contra la vida de los hinchas de los otros
equipos. La pasión referida a los bienes materiales puede conducir al
odio, como el avaro que odia a todos los que tienen la misma pasión por-
que son adversarios potenciales; pero incluso las pasiones relativas a los
bienes espirituales que se desea poseer exclusivamente pueden llevar a ac-
titudes inmorales. Así, el que quiere alcanzar el poder o el honor en el te-
rreno político, social o científico puede sentir envidia en relación con los
colegas que lo superan, tratar de abajarlos, desacreditarlos, etc.
Los estados de ánimo disposicionales no agotan los posibles estados
de ánimo, ya que no todos ellos dependen de emociones pasadas; hay al-
gunos que son originarios y constituyen, por así decir, el fondo más radi-
cal de la afectividad, que no depende de un objeto concreto, sino de la
relación de la persona con el mundo en su globalidad 32. El estado de áni-

32. Esta es, por ejemplo, la tesis sostenida por Solomon, para quien la diferencia en-
tre una emoción y un estado de ánimo depende de los respectivos objetos: «las emociones
se refieren a particulares (objetos) o a particulares generalizados; los estados de ánimo o
168 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

mo se distingue de la emoción por el objeto: para el primero, el objeto es


la totalidad. De ahí que el estado de ánimo esté más cercano a las sensa-
ciones corporales de frío, dolor, etc., que a las emociones, pues en los es-
tados de ánimo se siente la totalidad de la persona de forma vaga.
Ciertamente, en el estado de ánimo, como en las emociones, hay un
juicio de valor; no sobre un objeto concreto, sino sobre el mundo. Es pre-
cisamente la valoración del mundo de un modo determinado lo que
constituye el estado de ánimo; por eso el de la persona deprimida, por
ejemplo, no equivale a la autoconciencia de la propia depresión ni siquie-
ra al modo de comportarse, sino al modo negativo (de impotencia, an-
gustia, desesperación, etc.) con que se afronta la realidad. En el estado de
ánimo se da, pues, la conciencia de estar-en-el-mundo como totalidad.
Se pueden concluir estas reflexiones sobre la afectividad afirmando
la existencia de estados de ánimo permanentes, que corresponden al
modo en que se encuentra el hombre en relación con el todo, ligados al
temperamento psicosomático y, por consiguiente, al dinamismo espontá-
neo orgánico-tendencial del que ya hemos hablado. Los estados perma-
nentes contienen inclinaciones a experimentar determinadas sensaciones
y afectos. A su vez, los afectos influyen en los estados de ánimo mediante
el refuerzo o la creación de disposiciones. La relación circular entre el es-
tado de ánimo y el afecto nos hace descubrir cómo el estado de ánimo,
frente a la sensación corporal, cuenta con una referencial moral 33. La mo-
ralidad de los estados de ánimo depende de su causa. Algunos, como la
depresión o la angustia, aunque tal vez tengan una causa neurofisiológi-
ca, pueden deberse a la existencia de ciertas responsabilidades morales
que no se quiere aceptar o a comportamientos o actitudes equivocados
que no se desea cambiar.
La afectividad aparece así como un ámbito de la interioridad perso-
nal que influye en nuestra relación con el mundo, en especial a través de
las valoraciones y de las acciones a las que tiende al sujeto.

5. CONCLUSIÓN

La teoría tomista de los apetitos, basada en sólidos fundamentos me-


tafísicos (sobre todo, en el finalismo y en la noción de potencia-acto),
permite la elaboración de una tesis sobre la tendencia humana que, ade-
más de señalar las diferencias entre el comportamiento animal y huma-

no se refieren a nada en particular o, a veces, se refieren al mundo como a un todo» (R.C.


SOLOMON, The passions, Anchor Press-Doubleday, Garden City, New York 1976, p. 173).
33. Cfr G.E.M. ANSCOMBE, Will and emotion, en IDEM, The collected papers. I: From Par-
menides to Wittgenstein, Blackwell, Oxford 1981, p. 104.
LA TENDENCIA HUMANA • 169

no, muestra la apertura de la tendencia al acto humano, en cuanto que


éste es necesario para la posesión real de los objetos tendenciales, es de-
cir, de los fines del hombre 34. En efecto, ni la dinamización espontánea
de la inclinación, como sucede en la tendencia que precede al conoci-
miento, ni su actualización gracias al conocimiento del objeto tendencial,
suponen en el animal, y menos aún en el hombre, la perfección de la in-
clinación. Pero mientras que en el animal a la actualización del instinto
sucede el comportamiento, que sólo puede ser modificado desde fuera, a
la actualización de la tendencia humana no sigue necesariamente un
comportamiento determinado, sino únicamente la posibilidad de una ac-
ción libre.
Dicha posibilidad de acción existe realmente incluso en las tenden-
cias básicas orientadas a satisfacer las necesidades corporales. Pero preci-
samente por el hecho de ser sólo posibilidades, admiten muchas modifi-
caciones no sólo desde fuera (cultura, educación, etc.), sino sobre todo
desde la propia interioridad. La posibilidad de acción adquiere una gama
amplísima en las tendencias propiamente humanas, cuyo cumplimiento
da lugar a una multiplicidad de actos humanos: trabajar, ayudar al próji-
mo, contemplar la verdad, etc. Todo esto nos habla de la separación y, al
mismo tiempo, de la unión entre la tendencia y la acción humana.
La tendencia ofrece así una posible explicación del complejo mundo
de la afectividad humana; sea porque éste se halla formado por las sensa-
ciones corporales y los estados de ánimo ligados a la constitución psicoso-
mática de la persona; sea porque el conocimiento del objeto tendencial
origina una multiplicidad de afectos; sea porque, gracias a su apertura, la
tendencia humana permite la existencia de sentimientos, es decir, la per-
cepción vivida del ser y de sus trascendentales; sea, en fin, porque hay
una relación muy estrecha entre las pasiones en sentido moderno y las
disposiciones que se encuentran en algunos estados de ánimo, como la
irascibilidad, la admiración, el entusiasmo, etc.
Por todo ello, en los afectos, la tendencia se halla presente de forma
directa, como en las emociones, los estados de ánimo disposicionales, las
pasiones en sentido moderno; o indirectamente, como en los sentimien-
tos relativos a los valores trascendentales de la realidad. En el primer caso,

34. Estos fines se encuentran jerarquizados según el orden de las inclinaciones na-
turales: la supervivencia, la conservación de la especie, la sociabilidad y la amistad, en es-
pecial con Dios. Lo que no significa que la supervivencia sea el valor superior, ya que
«desde el grado ínfimo de la vida, como la vegetativa, hasta el supremo de las puras fun-
ciones espirituales, señorea soberana el alma inmortal. La jerarquía consiste en el hecho
de que una función sirve a otra en la medida en que el espíritu las regula» (D. COMPOSTA,
Rapporti tra diritto naturale e biologia, en Atti del IX Congresso Tomistico Internazionale, I, Edi-
trice Vaticana, Città del Vaticano 1991, p. 258).
170 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

la tendencia influye como posibilidad de una determinada acción, por


ejemplo, la fuga en el miedo, la agresión en la ira; en el segundo caso,
como motivo de nuestro comportamiento. Por ejemplo, el hombre que
se detiene ante un cuadro porque ha sido arrebatado por su belleza, o el
que no se tranquiliza, víctima de los remordimientos, o el que no es capaz
de gozar de las cosas buenas y hermosas por temor de ser engañado. En
esta perspectiva, los afectos más importantes para la persona no son los
que implican mayores cambios físicos, sino los que influyen más y duran-
te un periodo de tiempo más largo en las acciones voluntarias. De aquí
deriva la importancia de las inclinaciones que nacen del conocimiento
del propio valor y del valor del otro, en especial de Dios, y de las que se
dirigen a los trascendentales, pues unas y otras pueden dar razón no sólo
de determinada acción, sino del fin existencial de toda una vida.
La afectividad humana aparece así marcada íntimamente por el ca-
rácter tendencial del hombre hacia lo que, desde algún aspecto, le resul-
ta conveniente o contrario, pues se refiere a la inclinación del hombre ha-
cia su fin. En definitiva puede decirse que la afectividad en todas sus formas
es la manifestación de la conveniencia o inconveniencia de la realidad respecto a
la subjetividad tendente. La existencia en la afectividad de algo que es real-
mente conveniente o contrario nos permite afirmar que la afectividad no
siempre debe ser rechazada como algo opuesto a la perfección de la per-
sona, pues corresponde a valores reales.
¿Significa esto que podemos tomar los afectos como la guía del pro-
pio comportamiento? Para responder a esta pregunta es preciso indagar
en el sentido de la definición de la afectividad humana que hemos dado
anteriormente.
Capítulo quinto

RAZÓN Y VOLUNTAD
EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD
L a relación entre subjetividad y realidad –presente en los fenómenos
afectivos– puede explicarse a partir de la tesis tomista del conoci-
miento por connaturalidad. Aunque no define en qué consiste este tipo
de conocimiento, Tomás de Aquino emplea una abundamente gama de
expresiones para aludir a él. Las más frecuentes son: per connaturalitatem;
per modum inclinationis; cognitio affettiva; per modum naturae; notitia experi-
mentalis; per affinitatem; per viam voluntatis; per contactum; per unionem; per
amorem; ex intimo sui; per deiforme contemplationem; ad modum primorum prin-
cipiorum; sine discurso; ex instinctu divino 1. La diversidad de expresiones
empleadas para referirse a una misma realidad indica la riqueza y variedad
de ese tipo de conocimiento. Más allá de los matices, lo que constituye su
esencia es el hecho de ser una relación natural entre nuestra sujetividad y
la realidad, más aún: una relación natural que corresponde a las inclina-
ciones del sujeto 2.
El conocimiento de la realidad que es objeto de nuestras tendencias
no nos resulta jamás indiferente desde el punto de vista existencial, pues
supone, como ya hemos visto, el amor o unión entre nosotros y la rea-
lidad. Dicha unión se halla en la base de lo que el Aquinate llama notitia
experimentalis o juicio natural. El término juicio debe ser entendido en
sentido analógico, o sea no como un juicio en sentido estricto o juicio ra-

1. Cfr. F. MARIN-SOLA, La evolución homogénea del dogma católico, BAC, Madrid 1952, p.
403.
2. En el conocimiento por connaturalidad se ve muy bien el papel de las inclinacio-
nes: «de esto resulta claramente que las pasiones del alma son lo mismo que las afeccio-
nes. Pero las afecciones claramente pertenecen más a la parte apetitiva que a la aprehen-
siva» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 22, a. 2).
174 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

cional, pues para alcanzar la notitia experimentalis no se requiere la fun-


ción de la razón, sino que basta la experiencia de la unión con el objeto
tendencial. En el juicio afectivo, las cosas no son conocidas de forma
conceptual y objetiva, sino en su misma realidad 3. Así, lo que es nocivo,
útil, importante, hermoso, etc., se percibe sin que medie ningún tipo de
conceptualización y sin que haya necesidad de un juicio racional; de ahí
que el artista, por ejemplo, experimente la belleza sin que, a menudo,
pueda explicar en qué consiste, y el santo sienta un afecto positivo hacia
todo lo que se refiere a la gloria de Dios sin necesidad de detenerse a ra-
zonar, pues, impulsado por el don de sabiduría, es capaz de saborear y juz-
gar rectamente las cosas divinas 4.
De lo dicho parecería que la afectividad, en la medida en que permi-
te captar las cosas en sí mismas, fuera la regla de nuestro comportamien-
to. Así piensan cuantos creen encontrar en las cualidades de los propios
afectos los criterios para vivir. Según algunos, el criterio para vivir sería es-
tético, porque permite distinguir sentimientos buenos, como el enamora-
miento, y malos, como la envidia y el rencor. Los buenos sentimientos, en
opinión de estos mismos autores, deberían ser educados, desarrollados, y
los malos combatidos o, al menos, considerados con sospecha, pues no se-
rían fiables como guía del propio comportamiento. Según otros, conti-
nuadores del pensamiento romántico todavía de moda en la posmoderni-
dad, el criterio no sería tanto el aspecto estético del afecto cuanto el
carácter original del mismo. Por eso, la persona auténtica debería actuar
en cualquier circunstancia espontáneamente, es decir, según sean los afec-
tos que siente, sin intentar camuflarlos.
Basta observar estos criterios desde el punto de vista de las relaciones
interpersonales para darse cuenta, sin embargo, de sus aspectos negati-
vos. Por lo que se refiere al criterio estético o de belleza del sentimiento,
además de no ser objetivo puede conducir, por ejemplo, al derrumba-
miento de la fidelidad, pues la persona sería incapaz de ser fiel a los com-
promisos libremente aceptados, en cuanto que su amor se encontraría en
poder de sentimientos que cambian con relativa facilidad. Por otro lado,
el criterio de espontaneidad, además de presentar los mismos inconve-
nientes del anterior, dificulta la convivencia social porque a veces sacrifi-
ca la buena educación en aras de una espontaneidad que se toma como
regla absoluta.

3. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In De divinis nominibus, II, lect. IV.


4. «Por eso, el don de sabiduría tiene en la voluntad su causa, es decir, en la cari-
dad; pero su esencia reside en el intelecto, al que pertenece el acto de juzgar rectamen-
te» (IDEM, S.Th., II-II, q. 45, a. 2). La caridad, en cuanto que realiza la unión con el obje-
to amado, hace posible el juicio.
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 175

De todas formas, el rechazo a considerar los sentimientos como cri-


terio del propio comportamiento, posee raíces más profundas. En efecto,
por ser un juicio natural tendencial, la afectividad no es guía segura en el
actuar, pues no tiene en cuenta la finalidad de la persona, sino sólo algu-
nas inclinaciones suyas. El fin de la persona no puede ser sólo sentido (ni
siquiera cuando tal sentir participa de la razón), sino que, sobre todo,
debe ser conocido racionalmente y querido en cuanto tal, pues se trata
de un fin que ha de elegirse libremente. En el juicio natural faltan preci-
samente el conocimiento y la elección del fin personal, como se ve en el
hecho de que el hombre virtuoso muchas veces juzga los propios senti-
mientos como contrarios a lo que realmente le conviene; puede, por ejem-
plo, experimentar envidia hacia una persona y, a la vez, rechazar ese sen-
timiento.
El error de los que consideran los sentimientos como guía de las ac-
ciones consiste en confundir el juicio natural del sentimiento con la per-
cepción de lo que es bueno para el hombre. Otras veces, el error estriba
en no saber distinguir entre el sentir y el querer; por eso, por ejemplo,
muchos consideran el enamoramiento como una especie de querer más
real que el mismo amor, sobre todo cuando en este último falta el senti-
miento.
Además, puesto que el juicio natural es la relación inseparable entre
la subjetividad tendente y el objeto tendencial, la trascendencia de este
juicio supone el empleo de una instancia que permite captar separada-
mente sea la objetividad sea la propia subjetividad, que se hallan en cam-
bio confundidas en el juicio natural; de tal modo que la persona pueda
actuar de acuerdo con su verdad profunda, es decir, con lo que ella es en
relación a su fin.
La tarea de evaluar los afectos según la verdad de la persona y, por
consiguiente, de integrar el juicio natural en la compleja estructura per-
sonal corresponde al binomio inteligencia-voluntad, porque sólo los actos
de estas facultades son capaces –como veremos– de trascender ese juicio.
Aunque el binomio puede analizarse en las dos facultades a partir de sus
actos específicos (conocer y querer), también debe verse en su interac-
ción, ya que únicamente ésta permite explicar la integración de la afecti-
vidad, lo cual es un momento necesario, si bien no suficiente, para poder
hablar de un actuar auténtico en el pleno sentido de la palabra, o sea un
actuar adecuado a la verdad de la persona. De ahí que, en primer lugar,
intentemos aislar las funciones fundamentales de dicho binomino, para
pasar después a la interacción de las dos facultades.
Para cumplir esos objetivos deben afrontarse dos cuestiones: en pri-
mer lugar, el modo en que la razón se ocupa de la afectividad; en segun-
do lugar, cómo la afectividad se integra en la persona.
176 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

1. LAS FUNCIONES DEL JUICIO RACIONAL: INTERPRETACIÓN,


VALORACIÓN Y RECTIFICACIÓN

En Aristóteles y en santo Tomás encontramos ya una respuesta a las


dos preguntas recién apuntadas, cuando ambos afirman que la razón ejer-
ce sobre los apetitos un control político, no tiránico, porque los gobierna
de forma flexible. La defensa de un control de este tipo contradice tanto
la tesis de los filósofos de la modernidad que conciben –según los dife-
rentes tipos de dualismo– la razón y la afectividad como originariamente
contrapuestas, como la tesis conductista, para la cual la razón y la afecti-
vidad tendrían un origen puramente material. En efecto, para los defen-
sores del dualismo cartesiano, el único dominio posible sería rígido,
pues los apetitos no pueden obedecer a la razón; para los conductistas,
en cambio, no se debería hablar de un control de la razón, sino más bien
del uso más o menos consciente de modelos de comportamiento, los cua-
les tienen como objetivo la adecuación del organismo a las necesidades
vitales.
Pero, ¿cómo se realiza el control flexible de la afectividad por parte
de la razón? Si bien en Aristóteles y en el Aquinate hay muchas indicacio-
nes al respecto, en particular cuando hablan del influjo de la virtud en los
apetitos, falta en ellos el análisis sistemático del papel que el binomio ra-
zón-voluntad desempeña en este control.
En primer lugar, es preciso recordar que la misma posibilidad de do-
minio político depende de la unión sustancial del hombre, pues razón y
afectividad no tienen un origen contrario, como si nacieran de dos suje-
tos diferentes, sino un único origen: es la misma persona quien siente las
inclinaciones, reflexiona sobre ellas y actúa. No obstante, razón y afectivi-
dad corresponden a diversas potencialidades de una misma persona,
como se ve en el hecho de las inclinaciones que no surgen de un juicio de
la razón e, incluso, se le oponen. El problema es, por tanto, descubrir de
qué modo la razón puede influir en los afectos que inicialmente no son
racionales.
Nuestra tesis es que la razón puede influir en los afectos precisa-
mente porque en ellos se contiene un juicio natural. Si éste no existiera,
la razón no podría interpretar la afectividad, valorarla a la luz del fin de
la persona y, por consiguiente, no podría corregirla cuando se opone a
la razón. Hay, por tanto, una continuidad o, por lo menos, puede existir,
entre el juicio natural y las diversas funciones de la razón. Tal ligamen se
fundamenta en la conciencia de lo que el hombre hace o de lo que le su-
cede. La dinamización de las tendencias, como ocurre también en el
acto humano, redunda en cierto modo en el intelecto, en cuanto que
éste conoce sus operaciones como algo propio, es decir, cognoscit se opera-
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 177

ri 5. Sin embargo, dicho conocimiento no comporta ningún tipo de inter-


pretación, ni de valoración, sino que es simplemente la conciencia que
acompaña siempre a la operatividad humana. De ahí que la llamemos con-
ciencia concomitante, porque en ella la subjetividad se encuentra presen-
te sólo en cuanto que es sujeto del actuar o del padecer: sensaciones, co-
nocimiento racional, voliciones, etc., distinguiéndola así de la conciencia
originaria refleja, en que la subjetividad se halla presente en una determi-
nada circunstancia: sensaciones corporales, dinamización somática de las
tendencias, emociones, sentimientos, etc.

1.1. La interpretación de la afectividad

Una primera función de la razón consiste en interpretar la afectivi-


dad captando el diverso significado de los fenómenos afectivos, para lo
cual es necesaria la reflexión sobre lo que aparece en la conciencia origi-
naria refleja, incluso cuando se trata de fenómenos elementales como el
placer y el dolor.
En efecto, a pesar de que en las sensaciones corporales, como el do-
lor y el placer, puede hablarse de la existencia de un significado vital posi-
tivo o negativo que se percibe en la misma sensación sin ayuda de la refle-
xión (el dolor, por ejemplo, se experimenta espontáneamente como algo
contrario a la propia vida), la reflexión sigue siendo necesaria: ya sea para
descubrir la causa del dolor, ya sea para eliminarla, ya sea, sobre todo,
para valorarla de forma racional. Esto no quiere decir, sin embargo, que
la reflexión deba ser hecha siempre por la misma persona que siente pla-
cer o dolor, pues inicialmente dicha interpretación depende de la razón
de otro; así, frente al dolor del niño recién nacido es la razón del padre y
de la madre la que investiga para descubrir la causa y el modo de elimi-
narlo o, por lo menos, de paliarlo. Más tarde será el propio juicio el que
se encargará de estas tareas, llegando incluso a encontrar el significado
que el placer y el dolor tienen en la propia vida.
Pero en el significado del dolor como algo en sí mismo negativo no
existe posibilidad de error. Si se siente dolor, no sólo es imposible no sen-
tirlo, sino que, además, éste nos informa de algo contrario a la propia vi-
talidad. Como veremos, la razón puede valorar el dolor en el conjunto de
la persona, pero no puede modificar su significado vital.
A diferencia de las sensaciones corporales, las que se hallan ligadas a
la dinamización orgánica de la tendencia, como el hambre o la sed, requie-

5. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, In III Libros Sententiarum P. Lombardi, d. 23, q. 1, a. 2.


178 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

ren de la interpretación de la razón para conocer su significado. La fun-


ción interpretativa de la razón no se agota en las primeras experiencias,
sino que parece repetirse hasta interiorizarse, llegando a ser en cierto
modo concomitante con la propia sensación. Una vez que determinadas
sensaciones son identificadas con el hambre, la persona no necesita emi-
tir un nuevo juicio para saber que tiene necesidad de comer.
La exigencia de interpretar estas sensaciones tendenciales depende
de la estructura de la subjetividad. Antes de conocer el objeto que puede
satisfacer las tendencias, la subjetividad experimenta de forma vaga la fal-
ta de algo necesario. Ese modo oscuro de sentir la propia subjetividad ex-
plica porqué es precisa una razón ajena que sea capaz de iluminarla.
Pero la interpretación de los afectos se hace aún más compleja en los
estados de ánimo disposicionales, como los celos, la envidia o el deseo des-
medido de estima, porque en ellos la oscuridad del afecto no deriva de su
cercanía a lo somático, sino de su relación estrecha con el yo de la perso-
na. En efecto, para poder interpretar esos afectos de forma adecuada es
preciso aceptar que el yo posee determinadas inclinaciones, lo que, si el
hombre tiene una conciencia recta, le llevará a valorarlas como algo ne-
gativo y, en consecuencia, a intentar modificarlas. En la función interpre-
tativa de la razón observamos ya el papel fundamental que desempeña la
voluntad, en cuanto que para interpretar algo es necesario querer inter-
pretarlo o, por lo menos, no rechazar el conocimiento de lo que somos,
aunque a veces pueda ser desagradable y obligarnos a tomar decisiones do-
lorosas.

1.2. La valoración de la afectividad

Si la función interpretativa de la razón deja fuera las sensaciones cor-


porales de dolor y placer en sí mismas, la valoración se refiere en cambio
a cualquier afecto, porque éste contiene siempre un juicio natural, que
ha de examinarse cuidadosamente sin que, por eso, se lo considere con-
veniente para la persona. De este modo se evita tanto la descalificación de
los afectos como algo sin valor o propio sólo de personas débiles, como el
planteamiento contrario: considerarlos como la manifestación primaria
de lo que la persona es.
Pero, ¿cómo puede la razón juzgar el juicio natural? Si en la interpre-
tación la razón considera el significado de los afectos, en la valoración
considera en cambio a la persona que los experimenta. La razón, a través
de la reflexión, no sólo es capaz de conocer qué tendencia se ha actuali-
zado, cuál es el objeto que la satisface o la contraría..., sino también de se-
parar el yo –sometido a la afección– de la realidad a la que tiende. Esta se-
paración, que depende del conocimiento de lo que la persona es y quiere
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 179

ser, influye al mismo tiempo en el conocimiento y en el querer de la per-


sona. Por eso, en la valoración de la afectividad, la moralidad ocupa un
lugar destacado: el bien o el mal tendenciales se juzgan a partir del bien
o fin de la persona.
Así, las sensaciones corporales de placer y dolor no deben ser recha-
zadas como algo malo (como sostienen los estoicos), ni deben ser trasfor-
madas en el único fin (como defienden los representantes de un materia-
lismo hedonista). La información que ofrecen es importante: sea porque
estas sensaciones revelan una determinada situación corporal, sea por-
que, en el caso del placer y dolor ligados a la posesión o separación del ob-
jeto tendencial, se refieren a fines que son necesarios para la vida del indi-
viduo y de la especie. Es precisamente la valoración racional la que permite
verlas como algo valioso, pero parcial, en cuanto que no reflejan comple-
tamente lo que la persona es. El papel de la razón consiste, pues, en per-
sonalizar esas sensaciones. El dolor, por ejemplo, sobre todo cuando es
fortísimo, persistente e insuprimible, puede sentirse como un mal absolu-
to, que se impone a la persona y le hace perder su dignidad. El juicio de
la razón, al permitir el distanciamiento de ese yo doliente, evita que se dé
una identificación del dolor con la persona, abriendo así la puerta a di-
versas posibilidades: convivir con el dolor, asumirlo como un reto, y –en
el caso de la razón iluminada por la fe– aceptarlo e, incluso, amarlo. El
amor al dolor no equivale ni a la destrucción de la negatividad del dolor,
ni al masoquismo, sino al descubrimiento de un horizonte en el que el
dolor, lejos de destruir a la persona, es un instrumento que la transforma
y perfecciona. No es tampoco masoquismo, porque el amor al dolor del
que hablamos no se encierra en el círculo del dolor-placer, sino que lo
trasciende. Y es precisamente esa trascendencia la que permite integrar el
dolor en la persona. En cambio, un dolor encerrado en sí mismo o un do-
lor abierto sólo al placer, como en el masoquismo, no puede ser integra-
do, pues placer y dolor se hallan en ese caso absolutizados.
La valoración racional parece ser más necesaria aún en el ámbito de
las emociones, porque el juicio natural contenido en ellas se aproxima
más al de la razón. La causa de esto estriba en que el juicio natural de las
emociones se refiere, en parte, a una realidad exterior. Esto no quiere de-
cir, sin embargo, que se trate de un juicio objetivo, pues en la emoción el
objeto no aparece como tal, sino siempre indisolublemente unido a la
subjetividad tendente. Y al revés: la subjetividad aparece siempre indisolu-
blemente unida a un objeto, o sea aparece en una determinada relación
con la realidad, que constituye, por ejemplo, la situación de peligro, espe-
ra, etc. En el juicio de las emociones se da, por tanto, una certeza existen-
cial: el que tiene miedo está convencido de que la situación es peligrosa,
el que espera está convencido de que los problemas y dificultades se re-
solverán, etc. Además del convencimiento, el juicio de la emoción se pre-
180 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

senta como un motivo para actuar de un modo adecuado: para huir del
peligro, para soportar las dificultades, etc.
A pesar de que la certeza y el motivo contenidos en el juicio emotivo
pueden dar razón de las acciones («huyó porque tenía miedo»), no quiere
esto decir que la certeza y el motivo sean racionales. Para que lo fueran,
tendrían que tener en cuenta el bien, es decir, la situación real personal,
lo cual es imposible, pues las emociones no son capaces de trascenderse.
A la razón incumbe, por tanto, examinar lo que haya de adecuado en la
certeza y los motivos –contenidos en la emoción–, y en la acción a que la
emoción impulsa.
Para que la razón pueda realizar la valoración de la emoción es nece-
sario, en primer lugar, que ésta se interiorice. De otro modo, la emoción
sería un puro acaecer momentáneo sin significado en la vida humana;
algo semejante a la sucesión continua de vivencias desconectadas y exis-
tencialmente indiferentes, como las imágenes de un calidoscopio. La in-
teriorización no es algo pasivo, es decir, la huella o impresión que las
emociones dejan en el fondo afectivo, sino que es algo fundamentalmen-
te activo, que depende del conocimiento que el yo tiene de sí y, se podría
añadir, del deseo de seguir conociéndose con mayor profundidad. Dicha
actividad consiste, sobre todo, en poner en relación el acaecer emotivo
con el yo: ¿qué me sucede? ¿por qué me sucede? constituyen algunas de
las preguntas que permiten interiorizar la emoción, es decir, vivirla de
modo personal.
Después, la persona deberá juzgar si la situación en que emocional-
mente se encuentra corresponde o no a la situación verdadera. Si la situa-
ción en que se encuentra un individuo es objetivamente tal que se la deba
considerar, por ejemplo, como dolorosa, la tristeza no sólo no será algo
contrario a la persona, sino que corresponderá a aquello que ésta debe
sentir, a lo que ella es verdaderamente en este momento concreto. Así,
ante la muerte de una persona querida no sentirse tristes no es un signo
de virtud, sino tal vez de falta de amor o, por lo menos, una manifesta-
ción del defecto que los clásicos llaman insensibilidad. El juicio de la ra-
zón no sólo debe valorar si se trata de una emoción adecuada o no, sino
también el mismo modo de sentirla, para evitar los extremos a los que es-
pontáneamente tiende la emoción; por ejemplo, la tristeza inclina a la
desesperación; la ira, a la venganza. A través del juicio de la razón y, como
veremos, de las virtudes que de éste derivan, la persona logra educar la
propia afectividad. El prototipo de una afectividad perfectamente inte-
grada se descubre leyendo las páginas del Evangelio: la ira de Cristo ante
la hipocresía de los fariseos no le conduce al odio, sino a la corrección de
los errores con paciencia y misericordia; la tristeza ante la maldad del pe-
cado, sufrida en su propia carne en la Pasión y muerte en la Cruz, no le
lleva a la desesperación, sino a entregarse por amor de su Padre Dios y de
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 181

sus hermanos, los hombres. Además, puesto que las emociones impulsan
a la acción, la valoración de la razón debe tener en cuenta las posibilida-
des de acción que se hallan contenidas en ellas. Hay acciones, como la
venganza, que siempre son contrarias a la verdad de la persona; otras,
como la fuga, dependen de la circunstancia, de la capacidad del sujeto de
hacer frente al peligro, de la necesidad de hacerle frente, etc.
Así, lo que en el juicio natural había sido aceptado o rechazado de
forma espontánea se somete a una serie de preguntas que hacen dismi-
nuir la fuerza con que el impulso tendencial se dirige al propio fin; son
preguntas acerca de la certeza, los motivos, la posibilidad de acción y, so-
bre todo, el papel que esa emoción puede desempeñar en la propia vida.
La distinción entre el significado del afecto en sí mismo y su significa-
ción para la persona es importante para plantear bien la educación de la
afectividad. Puesto que en todo afecto hay siempre un juicio natural de
la realidad, es necesario descubrir la tendencia que nos conduce a juzgar la
realidad como positiva o negativa, capaz de ser poseída, inadecuada, etc.,
para examinar después si dicha valoración puede o no aceptarse racio-
nalmente.

1.3. La rectificación

Como hemos visto, la valoración racional, en cuanto que ayuda a su-


perar o eliminar todo aquello que es contrario a la integración de la emo-
ción en la persona, comporta ya cierta rectificación del juicio natural. Sin
embargo, la rectificación de la que ahora nos ocupamos se refiere a algo
distinto de la valoración.
A veces la rectificación no atañe a un juicio natural, sino a uno racio-
nal realizado bajo el influjo de una emoción, como en el caso del escru-
puloso, quien experimenta sentimientos de duda y remordimientos por-
que cree haber faltado a un deber moral. Como su juicio racional de la
situación en que se encuentra no es verdadero, la valoración del escrupu-
loso ha de ser corregida por el juicio de otra persona. Encontramos aquí
nuevamente el papel que la razón ajena desempeña en la integración de
la propia afectividad. Algo semejante ocurre en los estados de ánimo que
dependen del temperamento o de trastornos psicosomáticos (depresión,
angustia, ansiedad, etc.), los cuales impiden una relación real con el
mundo y, por consiguiente, son causa de valoraciones y motivaciones in-
adecuadas para actuar.
Otras veces, la rectificación se refiere directamente a las acciones rea-
lizadas bajo el influjo de la emoción. En ocasiones, como en el caso de la
emocionalización de la conciencia, la acción surge casi necesariamente de
la misma emoción. Es lo que sucede, por ejemplo, en los delitos cometi-
182 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

dos bajo el pánico o la ira que oscurecen, e incluso ciegan las luces de la
razón 6. En otras ocasiones, la acción depende de un juicio racional equi-
vocado, porque el placer u otro tipo de afecto pueden presentarse con tal
fuerza de atracción o persuasión que se quiere juzgar como conveniente
lo que en realidad es perjudicial. A través de la reflexión sobre el juicio
formulado bajo el influjo del afecto, la razón puede darse cuenta del pro-
pio error y corregirlo. Un caso histórico de rectificación de una acción
cumplida bajo el influjo de la emoción es el del rey David: la pasión lo cie-
ga hasta el punto de juzgar conveniente apoderarse de Betsabé y asesinar
después a su marido, Urías. El profeta Natán, para conducir a David a un
juicio que lo haga comprender la maldad de los pecados cometidos, le
cuenta como si fuera verdadera la historia de un rico mercader que come-
te una injusticia intolerable contra un pobre. La narración es el primer
paso para favorecer la reflexión de David, consintiéndole así separarse de
la pasión que lo obnubila. Natán alcanza, parcialmente, su objetivo, cuando
David se enfada terriblemente por el malvado comportamiento de aquel
rico. A pesar de la gravedad de los pecados cometidos, la conciencia mo-
ral de David no se ha oscurecido; sigue siendo recta, por lo que está en con-
diciones de rectificar el juicio inicial. Por ese motivo, cuando el profeta
hace notar a David que él se ha comportado todavía peor que el mercader
de la narración, el rey-profeta se arrepiente sinceramente.
En conclusión: la interpretación, la valoración y la rectificación de los
afectos no dependen del juicio tendencial, sino del juicio racional. La
tendencia empuja a una determinada acción, como fin posible. Pero para
que esa posibilidad se trasforme en acción real es necesaria la interpreta-
ción y la valoración racional del juicio natural. La valoración de la razón
no destruye la afectividad, sino que la sitúa en un contexto de mayor am-
plitud, el relativo a la persona. A través de la valoración racional del afec-
to, la persona no sólo se experimenta en una determinada circunstancia,
sino que considera tal circunstancia desde el punto de vista del bien, es
decir, en relación a su fin.
Aunque el juicio de la razón se encuentra en las raíces del acto hu-
mano, no es su causa. Para poder actuar no basta el conocimiento de lo
que es el fin de la persona y de la relación entre éste y los fines tendencia-
les, sino que también se precisa la inclinación hacia el fin. Tal inclinación
no se halla en la razón, pues ésta no es tendencial, sino en la voluntad, es
decir, en la tendencia racional que realiza las posibilidades de la acción,
convirtiéndolas en acto humano. La voluntad es, pues, una tendencia di-

6. «Un tipo de fenómeno límite es, aquí, la emocionalización de la conciencia, en


donde el exceso de emoción parece destruir la conciencia y la capacidad ligada a ésta de
una normal experiencia vivida» (K. WOJTYLA, Osoba i czyn, cit., p. 581).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 183

versa de todas las demás: ya sea porque tiene una relación especial con la
racionalidad, ya sea porque su inclinación hacia el fin no se experimenta
como un acaecer, sino como la causa del actuar humano.
El estudio de esta relación y del carácter activo de la voluntad, ade-
más de poseer un claro interés antropológico, resulta imprescindible para
determinar las funciones de esta facultad respecto a la afectividad, en par-
ticular el modo en que logra que la afectividad se integre en el acto hu-
mano.

2. LA VOLUNTAD: TENDENCIALIDAD Y LIBERTAD

Desde el punto de vista de la tendencialidad e intencionalidad, la vo-


luntad aparece como una inclinación que tiene una relación esencial con
el intelecto: sin la inteligencia, no sólo no habría percepción de lo que es
querido, sino que ni siquiera se actualizaría la voluntad por falta de obje-
to (algo que puede ser querido) y, por consiguiente, no habría ningún
tipo de querer.
¿En qué consiste la relación esencial de la voluntad con el intelecto?

2.1. La inclinación natural de la voluntad: la voluntas ut natura

Santo Tomás sostiene que la voluntad es la inclinación hacia lo que


la inteligencia ha captado como bien. Se puede decir que allí donde la in-
teligencia descubre la razón formal de bien se activa naturalmente el ape-
tito de la voluntad.
Para referirse a la relación inseparable de la inteligencia con la ape-
tencia del bien, el Aquinate emplea la expresión voluntas ut natura. La in-
clinación al bien en general mueve la voluntad a tender hacia cualquier
bien concreto, en cuanto que descubre en él la formalidad de bien: quie-
ro vivir y no morir; amo el placer y no el dolor. De ahí que la voluntas ut
natura se sienta inclinada hacia los bienes de los apetitos inferiores.
La inclinación de la voluntas ut natura es ad unum, o sea al bien en
toda su universalidad. El ad unum de la inclinación de la voluntad no está
dirigido, como en los animales, a un objeto tendencial concreto, sino a la
totalidad del bien 7. Por eso, en cuanto supone una apertura a todas las
cosas, el ad unum de la voluntad es puramente formal: es un ad unum que
significa un ad omnia. De ahí que la inclinación ad unum de la voluntad

7. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I, q. 83, a. 4; IDEM, De Veritate, q. 23, a. 4.


184 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

no se oponga a la libertad, pues, además de no surgir de constricción ex-


terior, no se halla limitada por un objeto particular, sino que tiene la mis-
ma amplitud del bien captado por la inteligencia.
La inclinación de la voluntas ut natura puede así denominarse una
apertura activa 8; este término subraya mejor el carácter activo de la volun-
tad. Por eso, no debe concebirse la libertad como una indiferencia de
cuño racionalista, o como un no sentirse atraída por los objetos en cuanto
que ninguno tiene suficiente perfección ontológica, sino más bien como
una inclinación hacia todo lo que forma parte del fin último del hombre.
La tesis de una inclinación natural que, a la vez, es libre, puede enla-
zarse con la concepción tomista del amor natural. Es verdad que santo
Tomás establece una distinción entre el apetito natural y el elícito, por lo
que en esta perspectiva no es posible hablar de la voluntad como amor
natural, pues es un apetito que depende del intelecto. Pero si se acepta
nuestra tesis de que las tendencias humanas –por participar en el amor
de la persona al fin– son naturales y al mismo tiempo gozan de cierta li-
bertad, se ve entonces con claridad que la voluntas ut natura debe ser con-
siderada como un amor natural y libre; más aún, como el amor natural
propio de la persona.
El carácter natural de las tendencias humanas y al mismo tiempo su
participación en la libertad plantea una nueva pregunta sobre la relación
entre las tendencias y la voluntad. A pesar de que esta cuestión no apare-
ce formulada por el Aquinate en estos términos, podemos encontrar una
posible respuesta en su afirmación de que la voluntas ut natura tiende ha-
cia todo lo que es captado como bien. Pues, según esto, la voluntad se re-
laciona inicialmente con las tendencias a través de los objetos tendenciales,
en concreto a través de la participación de las tendencias y de la voluntad
en el bien personal.
El punto de vista de la unidad del bien, es decir, de lo que se apetece,
refuerza el carácter unitario de la tendencialidad humana. En efecto, el
amor natural humano es uno, no sólo en virtud de la unidad del sujeto,
sino también de su objeto: el bien del hombre. La unidad de este bien, o
fin personal, pone de relieve que la captación del bien no es algo que se
añada a las inclinaciones del sujeto, sino que es un elemento constitutivo

8. «Pues la misma potencia de la voluntad, de por sí, es indiferente a la pluralidad


de las cosas (ad plura); pero lo que sale determinado en este acto o en aquel no es deter-
minado por otro, sino por la misma voluntad» (TOMÁS DE AQUINO, In II Libro Sententiarum
P. Lombardi, d. 39, q. 1, a. 1). Para denominar este aspecto constitutivo de la libertad, pre-
firimos utilizar la expresión apertura activa, en lugar de la acuñada por Fabro como indif-
ferenza attiva, porque subraya mejor la esencia de la libertad (C. FABRO, Reflessioni sulla li-
bertà, Maggioli Editore, Rimini 1983, p. 47).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 185

de las mismas, que, además, permite el acto humano. De ahí que tanto la
falta de rigidez de las tendencias, propia –en cambio– de los instintos,
como su apertura al acto humano y, en él, al fin personal, sean manifesta-
ciones de la participación de las tendencias en la libertad. Por eso, las dos
perspectivas –la unidad de las tendencias en el sujeto y la unidad del fin–
pueden sintetizarse en una nueva: la de la libertad. En efecto, así como la
libertad, que depende del acto de ser personal, sólo llega a ser operativa a
través de la intelección del bien; las tendencias, a pesar de participar des-
de el comienzo de la libertad del ser personal, sólo llegan a ser humanas
por medio de la razón, que presupone siempre la comprensión del bien.
La inclusión de los objetos de todas las tendencias en el objeto de la
voluntad es necesaria para que el hombre pueda lograr su fin, pues por
una parte el fin no consiste en la suma de bienes parciales, sino en Dios,
Bien infinito; por otra, para alcanzarlo, no basta un conjunto de inclina-
ciones limitadas, sino que se requiere una inclinación unitaria abierta al
Bien infinito, es decir, la voluntad. La raíz de la integración de las tenden-
cias en la persona se encuentra, por tanto, en esta inclinación unitaria ha-
cia todo aquello que es percibido como bien.
Pero aunque la inclinación de la voluntas ut natura es la condición
que hace posible la integración de las tendencias, no es una condición su-
ficiente, pues dicha integración, además de no ser espontánea, debe rea-
lizarse mediante la volición de algo concreto. La inclinación de la voluntas
ut natura, sin embargo, no comporta ni la intencionalidad personal ni la
posesión de un fin concreto, sino únicamente una apertura universal.
¿Cómo se realiza, pues, la integración?

2.2. La volición libre: el papel de la voluntas ut ratio

De acuerdo con santo Tomás, el acto de querer las realidades concre-


tas se realiza mediante la voluntas ut ratio, la cual no depende del intelec-
to, sino de la razón; de ahí la expresión con que se la denomina. El modo
de interpretar el concepto tomista de voluntas ut ratio difiere según los crí-
ticos.
La interpretación tradicional hace depender de la razón la elección de
la voluntad. Así, mientras que la voluntas ut natura surgiría de la intelección
del bien en general y se referiría al fin último, la voluntas ut ratio derivaría
de la razón y se referiría a los medios, que, a diferencia del fin, son objeto
de elección 9. La posibilidad de elegir los medios depende, en opinión de

9. «La voluntad humana quiere necesariamente con necesidad de especificación, y


con necesidad de ejercicio, el bien en común o beatitud, y las cosas que se hallan conec-
186 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

estos autores, del hecho siguiente: como ningún bien concreto agota la in-
clinación de la voluntas ut natura (las cosas finitas poseen aspectos que las
hacen apetecibles y otros que inducen a evitarlas), la voluntad –para poder
querer de forma plena– tiene necesidad no sólo de la intelección del bien,
sino también de la razón; ésta presenta el bien a la voluntad no como bien
en sí mismo, sino como un bien en relación a otros bienes, estableciendo
así un orden jerárquico entre ellos. A esta operación de la razón sigue la in-
clinación de la voluntad o voluntas ut ratio, que ya no es una inclinación ge-
nérica hacia el bien, sino una inclinación hacia el bien ex ordine ad aliud (en
orden a otro bien). Por eso, para estos críticos, al conocimiento racional
del bien sigue la voluntad, no ya como inclinación natural, sino como elec-
ción. De este modo hay, según ellos, dos tipos de libertad: la de especifica-
ción, o sea la capacidad de la voluntad de querer este bien o aquél otro; y la
de ejercicio, o sea la capacidad de querer o no querer.
Este modo de entender la libertad conduce a dos afirmaciones de
notables repercusiones antropológicas. En primer lugar, el fin personal
no puede ser elegido, pues es un objeto necesario de la inclinación natu-
ral de la voluntad que sigue a la intelección del bien. En segundo lugar, la
libertad de la voluntad, que se halla reducida a la elección de los medios,
depende no tanto de la perfección de la persona, cuanto de la imperfec-
ción de la voluntas ut natura. En efecto –según estos autores– la libertad
existe sólo porque la inclinación natural de la voluntad no se satisface en
esta vida; si se satisficiera, la libertad no sería precisa, pues no habría ne-
cesidad de la razón y, por consiguiente, se carecería tanto de la libertad de
especificación como de la de ejercicio. De ahí la conclusión de estos in-
térpretes: tras la muerte la libertad deja de ser necesaria: los bienaventu-
rados se adhieren forzosamente a la contemplación de Dios 10.
Creemos que, a pesar de la existencia de numerosos textos tomistas
–por lo demás, muy aristotélicos– que pueden interpretarse a favor de la
tesis recién mencionada, la posibilidad de elegir fines y no sólo medios
aparece, por lo menos en germen, en la doctrina del Aquinate, especial-
mente en la que trata de la intencionalidad del acto humano 11. Por eso,

tadas con ella» (J. GREDT, Elementa Philosophiae aristotelico-thomisticae, vol. I, Friburgi Brisgo-
viae, 1937, 7.ª ed., p. 478).
10. Tal interpretación podemos encontrarla en el libro de Laporta, quien afirma:
«a menudo la voluntad sufre una amarga desilusión, pues aquí abajo no se siente nunca
satisfecha. Por esta razón permanece libre; la libertad deriva, pues, de su imperfección.
Una vez conquistada la beatitud, la voluntad se adherirá a ella necesariamente» (J. LAPOR-
TA, La destinée de la nature humaine selon Thomas d’Aquin, Vrin, Paris 1965, p. 32).
11. La posibilidad de elegir los fines existenciales se basa en la afirmación tomista
de que libertad y necesidad son compatibles, por lo que, por ejemplo, la obediencia a los
votos es, al mismo tiempo, necesaria y libre (cfr. TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, III, 138).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 187

más que intentar mostrar cuál es el pensamiento definitivo de santo To-


más en este punto, buscaremos desarrollar las ideas que son acordes con
una visión de la libertad como perfección no sólo de la voluntad sino, so-
bre todo, de la persona 12.
Por otra parte, hay que comprender bien la distinción entre voluntas
ut natura y voluntas ut ratio. Nos parece que ésta no debe entenderse
como referida a dos actos diversos de la voluntad, sino más bien a dos ele-
mentos necesarios de una única volición; en efecto, en todo acto de la vo-
luntad se da, junto con la inclinación hacia algo que es percibido como
bueno, la volición de esa realidad porque es juzgada por la persona como
bien hic et nunc.

3. LA INTENCIONALIDAD DEL ACTO HUMANO

Puede afirmarse que el Aquinate realiza un análisis en cierto sentido


fenomenológico del acto humano, en cuanto que su punto de partida es
la experiencia interna 13. En una primera aproximación, el análisis puede
parecer demasiado sutil y enrevesado; sin embargo, como veremos, tal
complejidad no es gratuita, sino que responde a una distinción muy pe-
netrante en la estructura de la voluntas ut ratio: la intencionalidad del fin
y su posesión en el acto. En efecto, mientras que la voluntas ut natura se re-
laciona con el fin de un único modo, la voluntas ut ratio lo hace de dos
formas: según el orden de la intención (el consejo, el consentimiento y la
elección), y según el orden de la ejecución o posesión del fin (el manda-
to, el uso y la fruición).

3.1. La intención del fin: el consejo, el consentimiento y la elección

El análisis tomista de la intención del fin tiene como objetivo com-


prender la relación entre volición y acto humano. Las divergencias en las
interpretaciones de este objetivo comienzan cuando se intenta determinar
el alcance de la intención de nuestras voliciones.

12. Esta idea se encuentra en el siguiente texto: «sin embargo, pertenece a la digni-
dad divina que mueva, incline y dirija, mientras que ella no es movida, ni inclinada, ni di-
rigida. De aquí que, cuanto más cercana a Dios se halla una naturaleza, menos se halla in-
clinada y más nace para inclinar» (TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 24, a. 1 ad 17).
13. Por supuesto el análisis de santo Tomás no sale de la nada, sino que arranca del
realizado por san Juan Damasceno, aunque simplificado y reducido a los elementos más
importantes (vid. S. JUAN DAMASCENO, De Fide Ortodoxa, c. 22).
188 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Según los críticos tomistas ya citados, la intención del fin hay que en-
tenderla como simple elección de los medios adecuados a un fin, puesto
que el fin último es querido necesariamente; por ejemplo, la intención
de la voluntad hacia la salud consiste en querer las medicinas en caso de
enfermedad o querer evitar todo lo que pueda dañarnos 14. La razón de
tal interpretación es clara: en el acto de la voluntas ut ratio el consenti-
miento es siempre posterior al consejo, que se refiere a los medios; y, como
no hay volición sin consejo, debe concluirse que, en esta tierra, la voli-
ción se refiere sólo a los medios.
Sin entrar en polémica con estos autores, nos parece que en el análi-
sis tomista aparecen ya algunas alusiones que muestran que la intención de
la voluntad no se refiere ni primera ni directamente a los medios, sino al
fin, o sea a lo que hemos denominado intencionalidad personal.
La volición referida sólo a los medios corresponde, en nuestra opi-
nión, a un ámbito restringido del actuar humano: el constituido por la
contraposición entre motivos para actuar de un modo u otro (inclinacio-
nes tendenciales, afectos, hábitos, cultura, educación, etc.), que la razón
valora y, posteriormente, la voluntad acepta o rechaza. Así, ante un trozo
de papel tirado en el suelo, por ejemplo, podemos detenernos para co-
gerlo y echarlo en la papelera, o seguir caminando. Los motivos para ac-
tuar de una u otra forma pueden ser muy variados: la cultura cívica, el de-
sagrado ante el desorden y la suciedad... o la prisa para no llegar tarde a
una cita, la pereza, el lumbago, etc. Ninguno de estos motivos, a pesar del
influjo que puedan tener en mi decisión, es causa necesaria del acto de
detenerse o de seguir caminando, porque la causa es únicamente el que-
rer de la persona.
El influjo concomitante de los diferentes motivos en la acción es pre-
cisamente lo que estudia santo Tomás cuando habla de consejo, consen-
timiento y elección. En efecto, para poder actuar ante una pluralidad de
motivos es preciso tanto la deliberación de la razón o consejo (una vez
valorados los diversos motivos, la razón puede aconsejar conveniente de-
tenerse para coger el papel y arrojarlo en la papelera más cercana o guar-
dárselo en el bolsillo para echarlo en el cesto de los papeles del despa-
cho), como el consentimiento de la persona a la deliberación de la razón,
y la elección de un medio para la ejecución de la acción (deshacerse del
trozo de papel).
Pensamos que el ámbito de la intención de la voluntad es más am-
plio que el de la elección de los medios, pues puede referirse al mismo
fin. La persona del ejemplo anterior puede pasar de largo ante el papel,

14. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 12, a. 1.


RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 189

no sólo porque tiene miedo de llegar con retraso a la cita, sino también
porque quiere la puntualidad por sí misma, es decir, porque para ella la
puntualidad es un fin. Esto se ve con mayor claridad si la persona, por te-
mor a ser impuntual, no se detuviese ni siquiera para ayudar a los heridos
en un accidente de carretera. En este segundo caso, debería afirmarse
que aquella persona ha preferido ser puntual a salvar vidas humanas y,
por consiguiente, que para ella la puntualidad es un fin superior al de la
vida ajena. Si el ejemplo es válido, habría que hablar de una elección de
la puntualidad como fin concreto.
Y es precisamente la elección de fines concretos lo que constituye la
intención más propia de la voluntad. Con el fin de probar esta tesis, estu-
diaremos el papel que la intención de los fines concretos desempeña en
el consejo, el consentimiento y la elección.

a) El consejo

Para santo Tomás, el consejo es el acto de la razón práctica por el que


se juzga o delibera acerca de los medios, según lo que el hombre quiere
hacer 15. En opinión de muchos tomistas, el querer o velle al que se alude
aquí no es el acto de la voluntas ut ratio, sino el de la voluntas ut natura,
pues el consejo no hace referencia al fin último, que es querido necesa-
riamente, sino a las cosas que se refieren a él (de eo quod est ad finem).
Aunque no faltan textos tomistas que podrían confirmar la interpre-
tación que hace depender la libertad del ejercicio de la razón 16, hay tam-
bién otros en los que se afirma que el juicio práctico, previo a la elección,
se halla en poder de la voluntad 17. De acuerdo con estos últimos textos, la
voluntad tendría dominio no sólo sobre la elección, sino incluso sobre el
mismo juicio: «el hombre, en virtud de la razón que juzga acerca de lo
que debe hacerse, puede juzgar su propio arbitrio en cuanto que conoce
la razón del fin y de lo que se refiere al fin, y el hábito y el orden de uno
respecto al otro: por eso no sólo es causa sui (de sí mismo) en el moverse,
sino también en el juzgar» 18.

15. Cfr. ibid., q. 14, a. 1.


16. Estos textos aparecen, sobre todo, en la Summa. La elección se refiere a «bienes
particulares que no tienen una connexión necesaria con la bienaventuranza» (Ibid., I, q.
12, a. 2). «El hombre se determina por la razón a querer esto o aquello» (Ibid., I-II, q. 9,
a. 6 ad 3). «La razón es la causa de la libertad» (Ibid., q. 17, a. 1 ad 2).
17. Como se ve ya en el Comentario a las sentencias (TOMÁS DE AQUINO, In II Libros Sen-
tentiarum P. Lombardi, d. 24, q. 1, a. 3 ad 2) y, sobre todo, en el De Veritate: «aunque el jui-
cio pertenece a la razón, la libertad de juzgar depende directamente de la voluntad» (q.
24, a. 6, ad 3).
18. IDEM, q. 24, a. 1.
190 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

En este texto encontramos la tesis defendida por nosotros: la volun-


tad ha de referirse no sólo a los medios, sino también a los fines concretos.
En efecto, si la persona es capaz de determinarse a juzgar, se debe al he-
cho de que puede tender hacia diferentes fines (la fama, la riqueza, el
poder, la donación, etc.), pues si no existiera la posibilidad de elegir uno
de estos fines, la libertad de juzgar carecería de sentido: para actuar,
bastaría querer el juicio que ya se ha emitido. En cambio, la libertad de
juzgar, que da a la voluntad la capacidad de influir en la razón, tiene como
objetivo buscar, discutir y examinar no sólo los medios relativos a un fin
necesario, sino también los que se refieren a diferentes fines concretos
y que manifiestan la intencionalidad de la persona, o sea su querer-que-
rer.
A través de dicha intencionalidad descubrimos el ámbito de la liber-
tad trascendental (existencial) de la persona humana, que además de
permitirnos la elección entre una pluralidad de fines concretos, nos ca-
pacita para elegir alguno de ellos como fundamento de la mayor parte de
nuestras acciones, por lo que lo podemos llamarlo fin existencial. No
quiere esto decir que sea preciso elegirlo como tal fin y ser consciente de
esta elección, sino que basta el modo de orientar la propia vida, tomar de-
cisiones, jerarquizar los valores y actuar, para que una determinada reali-
dad vaya adquiriendo paulatinamente las características del fin existen-
cial.
Por otro lado, el fin existencial puede proceder, además de los bien-
es tendenciales naturales, de todo aquello que aparece como bueno por
razones de cultura, educación, hábitos, etc. (salud, deporte, puntualidad,
etc.). Estos u otros bienes pueden ser perseguidos como fines en sí, lo
que significa que, ante ellos, la persona no se halla en una pura situación
de pasividad: además de experimentar su atracción, es capaz de trasfor-
marlos mediante el querer en el fin de su propia vida.
En una perspectiva más profunda, se puede considerar –como hace
Fabro 19– un único fin de la intencionalidad personal: verdadero, Dios; o
falso, el propio yo. La volición de este fin último se realiza muchas veces
sin que haya una elección explícita del mismo, en cuanto que, como he-
mos visto, el amor de la persona posee una estructura natural (amor a
Dios, a los demás y a sí mismo) que se realiza o no en cada acción, por lo
que respetar esta estructura equivale a eligir el fin verdadero. Otras veces,
la elección de Dios como fin es explícita; por ejemplo, cuando se elige

19. A partir de una extensa selección de textos del Aquinate, Fabro propone la po-
sibilidad no sólo de elegir los fines, sino también el mismo fin existencial de la persona
(cfr. C. FABRO, Riflessioni sulla libertà, cit., especialmente pp. 35-55).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 191

amar a Dios sobre todas las cosas, dirigiendo todos los demás amores ha-
cia Él 20.
La orientación hacia el fin existencial último no es algo abstracto,
como si la libertad trascendental, por el hecho de serlo, no tuviese nada
que ver con las acciones ordinarias. La elección del fin último se realiza
cada vez que actuamos de acuerdo con lo que debemos hacer, es decir,
cuando experimentando la propia libertad en la acción nos hacemos res-
ponsables ante un Ser trascendente. Es verdad que muchas elecciones no
se refieren directamente a un fin existencial. Así, la decisión de viajar a
París puede originarse por el deseo de conocer la ciudad, el cumplimien-
to de un deber profesional o la búsqueda de un merecido descanso, que
probablemente ni implícita ni explícitamente constituyen fin existencial
alguno. No obstante, también este tipo de elecciones son reconducibles
al fin existencial. Aunque el juicio racional acerca de la conveniencia del
viaje a París no se encuentra directamente en relación con un fin existen-
cial, no puede negarse que la voluntad sigue influyendo en el juicio y,
por tanto, que esa deliberación se apoya en la elección de un fin existen-
cial.
Por otro lado, en el querer o no querer formular el juicio racional se
manifiesta que la persona se autoposee y se autodetermina, lo cual sólo es
posible porque la persona quiere algo como fin existencial en modo más o
menos consciente; de otro modo, se daría un proceso al infinito en la serie
del querer. El origen de la autoposesión hay que buscarlo en el conocimien-
to: no sólo en el juicio de la razón sobre el objeto tendencial (mediante la
interpretación, la valoración y la rectificación, que ya hemos estudiado),
sino, sobre todo, en el conocimiento del propio yo. Sin dicho conocimien-
to no se darían ni la aplicación de la voluntad al juicio, ni el conocimiento
de los medios en cuanto tales, ni la elección de uno ellos.
El conocimiento del yo se alcanza por medio de la reflexión de la
propia potencia cognoscitiva. En el conocimiento racional dirigido a una
posible acción se da también la reflexión, en cuanto que el yo conoce y
sabe que conoce. Y es precisamente esta reflexión la que actualiza la liber-
tad para juzgar. En efecto, a través de la reflexión la persona, tomando
posesión de sí misma, puede deliberar acerca de los medios para hacer
algo. La intencionalidad en el sentido más profundo hay que entenderla,

20. Por este motivo, el amor de los bienaventurados, lejos de suponer la desapari-
ción de la libertad, comporta una autodeterminación perfecta: «en la visión beatífica del
Cielo, el amor al bien poseído será irrevocable, pero no por eso cesará de ser autodeter-
minación hacia el bien, amor de amistad con Dios, unión con Él que nace de lo íntimo
del hombre, donación del propio actuar inmanente» (L. CLAVELL, Metafisica e libertà, A.
Armando, Roma 1996, p. 170).
192 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

por tanto, como el querer o tender de la persona hacia la realidad queri-


da. Con la redundancia de los términos querer-querida se intenta expre-
sar el carácter reflejo de la volición, cuya definición más precisa es la de
querer querer.
La existencia de libertad en el juicio no sólo supone la capacidad de
autodeterminación del sujeto que lo emite, sino también el uso de ésta y,
como consecuencia, su responsabilidad. Así, el consejo presupone el asen-
timiento a determinados juicios, en lugar de otros, y el asentimiento, aun-
que no requiera la inclinación directa de la voluntad, la supone de forma
indirecta 21 . Por ejemplo, el deseo de venganza puede llevar a imaginarse
diversos medios para castigar al presunto culpable; la deliberación racio-
nal acerca de estos medios supone cierta voluntariedad, incluso en el caso
de que la persona no quiera vengarse, pues la voluntad, en cuanto que ha
permitido hacer ese juicio, se halla ya presente en la deliberación. Si, ade-
más, hay atención y cuidado en la deliberación, significa que la voluntad
no sólo permite el juicio, sino que además lo mantiene dirigiendo la aten-
ción hacia él. Por eso ha de afirmarse que en la deliberación acerca de
una determinada acción, aún cuando no se dé un consentimiento poste-
rior, se encuentra ya un inicio de moralidad.
El carácter libre del asentimiento es importante, sobre todo, en las
relaciones entre afectividad y razón, pues la aceptación de fenómenos
afectivos que impulsan a valoraciones y deseos negativos (venganza, ren-
cor, odio, etc.) comporta en mayor o menor grado la presencia de la vo-
luntad, por lo que el fenómeno afectivo deja de ser un simple acaecer
para trasformarse en asentimiento. Así es posible distinguir entre la mo-
ralidad de las tres situaciones siguientes: la venganza imaginaria de un es-
critor en una de sus novelas, la valoración de los medios para vengarse
bajo el impulso de la ira, y la misma valoración nacida del querer vengar-
se. En el primer caso el juicio carece de moralidad, pues no tiene ningu-
na relación con un verdadero acto humano de venganza; en el segundo
hay cierta moralidad, pues el juicio supone la inclinación de la voluntad
al acto de vengarse; en el tercero, en fin, la moralidad es plena, pues el
juicio depende de la decisión de vengarse 22. De ahí la importancia de evi-
tar ser arrastrados por los juicios emotivos, pues tales valoraciones pue-
den conducir, por lo menos, a asentir a algo que es malo, abriendo así las
puertas al consentimiento de la voluntad. Lo que no significa que, una vez

21. «Se puede decir, sin embargo, que el intelecto asiente, en cuanto que es movi-
do por la voluntad» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 15, a. 1, ad 3)
22. San Josemaría acostumbraba a afirmar que el diálogo con la tentación supone
ya cierta voluntariedad, por lo que aconsejaba: «No quieras dialogar con la concupiscen-
cia: despréciala» (JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, Rialp, Madrid 1986, 44.ª ed., n. 127).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 193

pasado el influjo de los afectos, no haya que reflexionar sobre esos jui-
cios, pues éste es el único modo de poder descubrir la raíz de la que pro-
ceden valoraciones y actitudes equivocadas respecto a la realidad; no ha-
cerlo así equivale a dejar a oscuras un ámbito de la propia interioridad
que, como el psicoanálisis ha revelado, influye, a menudo inconscienten-
temente, en nuestros deseos y acciones.

b) El consentimiento

Si asentir (ad aliud sentire) implica cierta distancia por parte de la vo-
luntad, el consentir (simul sentire) supone, en cambio, la unión con lo que
se asiente. Dicha unión se produce –en opinión de santo Tomás– median-
te la aplicación del apetito racional a lo que se ha determinado en el con-
sejo 23. El consentimiento es, según esta definición, la aceptación de la deli-
beración racional.
Nos parece que este modo de plantear las relaciones entre razón y
voluntad es de carácter puramente formal, y no permite explicar porqué
el consentimiento tiene un papel existencial y moral tan importante. En
efecto, si el consentimiento dependiese sólo del orden que establece la
razón entre los medios y el fin, la voluntad se encontraría en una situa-
ción de subordinación absoluta; el único acto en que la persona podría
manifestar la capacidad de querer-querer sería el rechazo de dicho or-
den. Al consentir en lo que la recta razón presenta como bueno la perso-
na no se equivocaría, pero el papel de la voluntad sería de simple acepta-
ción.
Tal concepción de la libertad de la voluntad es insuficiente. Si la vo-
luntad consiente o rechaza algo, es porque lo que le presenta la razón se
encuentra de acuerdo o es contrario a lo que la persona quiere. Este que-
rer, aunque a veces se puede dar razón de él (existen motivos del mismo),
no es causado por la razón, sino que procede de sí mismo; en el ejemplo
anterior de la venganza, la persona no sólo asiente al juicio que presenta
la venganza como algo bueno, sino que quiere vengarse, por lo que con-
siente en los medios, objeto de la deliberación.
Este modo de entender el consentimiento nos aleja tanto de una
concepción racionalista de la libertad, como de una irracionalista, del
tipo de la que aparece, por ejemplo, en el existencialismo de Sartre. Para
este autor ser libre equivale a darse completamente la propia esencia,
porque la libertad es pura actividad creadora; la libertad aparece así como

23. «El consentimiento designa la aplicación del movimiento del apetito a algo que
preexiste en el poder del que lo aplica» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 15, a. 3).
194 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

una actividad sin origen y sin fin. Pero una libertad sin destino es lo mis-
mo que una libertad para la nada 24. Como hemos visto, este planteamien-
to es tan irreal como el racionalista: la libertad humana tiene origen y
destino, por lo que no es posible negar ni los motivos de nuestras accio-
nes ni la inclinación hacia el Bien infinito.
No faltan, sin embargo, los textos donde el Aquinate afirma que «el
agente establece por sí mismo, a través de la voluntad, el fin por el que ac-
túa» 25. Santo Tomás acepta aquí la posibilidad de que la voluntad elija su
propio fin, sin limitarla a desempeñar un papel pasivo, por lo que la in-
tención del fin no depende ya principalmente de la razón, sino de la vo-
luntad. De ahí que, a partir de nuestro análisis de la libertad del juicio,
pueda afirmarse que el consentimiento contiene no sólo la actualización
de la libertad de juzgar, sino también una determinada intencionalidad
de la persona. Y es precisamente dicha intencionalidad la que se halla en
el impulso de la voluntad hacia lo que es querido.
Por eso, aunque el Aquinate defina el consentimiento como la apli-
cación del movimiento apetitivo a lo deliberado en el consejo, el consen-
timiento de la voluntad no debe ser confundido con el deseo 26. Frente al
deseo que nace de las tendencias y es por tanto una pasión, el consenti-
miento de la voluntad es esencialmente activo: nace de la autoposesión y
se refiere, a través de los medios elegidos, a lo que la persona quiere. Por
fundarse en la libertad, o sea en la espiritualidad, el consentimiento –a di-
ferencia del deseo– alcanza su perfección sin necesidad del acto externo.
Así pueden comprenderse las palabras de Jesús: «Pero yo os digo que
todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su cora-
zón» 27. Los deseos del adúltero no son una inclinación espontánea, sino
la manifestación de un querer intenso.
Encontramos cierta analogía entre el amor tendencial y el consenti-
miento, pues en ambos se da –mediante la complacencia en el bien al que
se adhiere– la experiencia del fin. Si el amor pasión nace de la semejanza
entre el sujeto tendente y la realidad a la que tiende, el consentimiento
nace de la intencionalidad de la persona en la que están presentes tanto
el dominio que la persona tiene de sí (la autoposesión), como la intencio-
nalidad hacia un determinado fin y, por consiguiente, la semejanza entre

24. Cfr. J.-P. SARTRE, L’être et le néant, Gallimard, Paris 1943, p. 722. (Trad. esp.: El ser
y la nada, Alianza, Madrid 1989).
25. TOMÁS DE AQUINO, Compendium Theologiae, c. 174. Esta misma idea puede encon-
trarse en santo Tomás cuando, refiriéndose a los condenados, afirma que el fin de su vo-
luntad es distinto del Sumo Bien: «por que la voluntad ha quedado fija en el propio bien
sin que pueda tender al sumo bien, que es el fin último» (Ibid., c. 113).
26. Cfr. IDEM, S.Th., I-II, q. 16, a. 2.
27. Mt. 5, 28.
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 195

la persona y la realidad querida. Pero mientras que el amor pasión es algo


que simplemente sucede al hombre, el consentimiento constituye el fun-
damento del acto humano; tan es así que, sin consentimiento, no se pue-
de hablar con propiedad de acto humano.
La inclinación natural padecida voluntariamente no es, pues, una
pasión en sentido pleno, ya que ésta contiene algo de la esencia del acto
humano: el consentimiento; puede afirmarse –con el Aquinate– que el
que consiente en la pasión es más agente que paciente 28. Si no hay con-
sentimiento, la inclinación es entonces involuntaria, pues se trata de algo
que se sufre y que contraría la intencionalidad personal. Así, el consenti-
miento aparece como la característica esencial del querer humano y de la
acción voluntaria 29.
El poder que la libertad humana manifiesta al consentir o rechazar
la estructura del amor natural impide que consideremos la volición del
fin como pura espontaneidad, sin origen. La volición del fin tiene necesa-
riamente en cuenta el amor natural; las inclinaciones y motivos de éste,
aunque no causan el querer, influyen en él: ya sea porque lo contextuali-
zan y concretan, ya sea porque, además, impulsan a la persona para que
ésta quiera. Por eso, el consentimiento de la voluntad puede manifestarse
en el gozo que procede de la aceptación de las inclinaciones, en cuanto
que los objetos tendenciales son trasformados por la voluntad en fin con-
creto. A veces la voluntad pasa de una repugnancia inicial al gozo, porque
la voluntad, que al principio se oponía a los deseos por ser contrarios al
propio fin, termina por consentirlos, siendo arrastrada por la atracción
del placer. Otras veces, aunque se quiere lo deseado, la persona experi-
menta cierta repugnancia, pues se halla en una situación con dos fines
igualmente queridos, en el que uno excluye al otro; es el caso del merca-
der que, en medio de la tempestad y por miedo de que la nave se vaya a
pique, se ve obligado a arrojar por la borda la mercancía: querer salvar la
propia vida es el motivo para actuar así, pero puesto que la posesión de la
riqueza es también otro fin elegido, queda la repugnancia por haberse
visto obligado a deshacerse de la mercancía 30.
El consentimiento no basta, sin embargo, para realizar el acto; no
sólo porque –como sostiene santo Tomás– se puede consentir en todos los
medios que han sido presentados por el consejo, sino también porque en
el consentimiento cabe prescindir de la posibilidad de ponerlos en prác-
tica. Claro está que, cuando una volición no conduce a una acción, hay
una razón para que tal cosa no ocurra, pues, de otra forma, en lugar de

28. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., II-II, q. 59, a. 3.


29. Vid. ibid., q. 15, a. 4, ad 2.
30. Cfr. ibid., q. 6, a. 5, e a. 7, ad 1.
196 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

una verdadera volición, sería más bien un deseo irrealizable. En efecto,


en el caso de que no se haga algo que se dice querer, «el agente debería
ser capaz de explicar porqué no persigue la cosa querida. A veces se habla
de estas razones como de “consideraciones prevalentes” que se contrapo-
nen a la acción. Tales consideraciones pueden nacer de voliciones más
fuertes o de obligaciones que “compiten” entre sí» 31. De todas formas, el
consentimiento de la voluntad no requiere un acto externo. Esto es espe-
cialmente claro en las voliciones en que nos negamos a actuar 32.
En definitiva, desde el punto de vista del acto cumplido el consenti-
miento de la voluntad aparece como una incoación del actuar humano,
pero puesto que en el consentimiento se encuentra ya la elección del fin
por parte de la voluntad, en él está presente la intencionalidad personal.
El consentimiento, como la intención del fin, no se hace perfecto a través
de un proceso temporal: en el momento en que se consiente, éste es ya
perfecto. No obstante, en cuanto acto de una inclinación, el consenti-
miento es susceptible de una mayor o menor intensidad, manifestada en
los sentimientos que origina. Por eso, cuando se siente un dolor físico o
moral y no se querría sufrirlo, el rechazo puede experimentarse como
tristeza. De ahí que sea posible establecer una distinción entre la tristeza
como emoción, que surge ante la presencia de algo que se juzga natural-
mente como mal, y la tristeza que nace del acto de la voluntad: concreta-
mente, del no querer una realidad.
En conclusión: la existencia del consentimiento tanto cuando se quie-
re algo que actualmente es inalcanzable, como cuando no se quiere algo
que es real o inevitable, permite establecer una distinción entre el acto de
la voluntad en sí mismo considerado y el acto de la voluntad respecto a la
realización de lo que se quiere, es decir, el acto humano. A pesar de las di-
ferencias, el consentimiento constituye la esencia de uno y otro acto.

c) La elección

Cuando la persona quiere algo que todavía no posee y tiene el poder


necesario, se ve obligada a elegir los medios para lograr lo que quiere.
Por eso, santo Tomás sitúa la elección inmediatamente después del con-
sentimiento, pues «vemos que se puede tener la intención del fin, antes
de determinar los medios, que son objeto de la elección» 33. Aunque es po-

31. G.H. VON WRIGHT, Freedom and Determination, The Philosophical Society of Fin-
land, Helsinki 1980, p. 103.
32. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 6, a. 3.
33. Ibid., q. 12, a. 4.
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 197

sible distinguir entre el consentimiento y la elección desde el punto de


vista del objeto, desde el punto de vista de la voluntad se trata de un úni-
co impulso que nace de querer algo como fin: se denomina consenti-
miento o intención si tiene por objeto directamente el fin; y elección, si
su objeto son los medios ordenados al fin.
A pesar de que el Aquinate no establece una distinción dentro del
acto de elección, en cuanto que considera que ésta se da siempre (tam-
bién cuando el medio presentado es uno solo), es posible distinguir entre
la elección en la que no hay exclusión de otros medios, y aquella en la
que elegir uno implica descartar todos los demás; en el ejemplo anterior,
el mercader que desea salvarse cuenta con un solo medio: arrojar por la
borda las mercancias, por lo que la elección es del primer tipo.
Incluso tratándose del primer tipo, la elección es distinta del consen-
timiento, ya que en la elección no se puede prescindir ni de los medios ni
de la circunstancia en que se encuentra el agente; por ejemplo, no es po-
sible elegir no sufrir un mal que está presente, mientras sí es posible re-
chazarlo. Así mismo, en la elección tampoco se prescinde del poder ac-
tual del agente, pues lo que no está en su poder no puede ser objeto de
elección: no puedo elegir viajar a París en un cohete espacial. Es verdad
que el agente puede elegir un medio que no está en su poder, pero lo
hace siempre porque lo considera erróneamente posible.
De todas formas, la elección que cumple totalmente con el significa-
do del término es aquélla en la que los medios para elegir son más de
uno, pues en ésta, además de concretarse el consentimiento, se manifies-
ta la jerarquía del querer personal, en el que se da siempre una preferen-
cia por determinados medios, en vez de otros. A través de este tipo de
elección, la voluntad y –por medio de ésta– la persona, responde a la situa-
ción en que se encuentra, en lugar de ser determinado por ella. La capa-
cidad de dar tal respuesta revela el sentido más profundo de la elección
del fin existencial. De ahí que la elección dependa en primer lugar del
poder que la persona tiene para autodeterminarse de acuerdo con el co-
nocimiento de quién es ella, pues el preferir algo es una respuesta activa,
personal, y no una inclinación pasiva y necesaria.
Aunque la elección supone un querer más intenso que el del puro
consentimiento, la intencionalidad de la persona no se encuentra todavía
satisfecha, pues aún no posee el fin. Por lo que, tras la elección, puede
hablarse –como hace el Aquinate– de una nueva relación de la voluntad
con el fin, que consiste en la fruición de éste 34. Si bien la fruición comien-

34. «La intención es un acto de la voluntad relativo al fin. Pero la voluntad dice rela-
ción al fin de tres maneras. Primero, de forma absoluta; y entonces se llama querer, en cuan-
198 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

za ya en la intención, ésa alcanza su perfección únicamente con la pose-


sión del fin en el acto.

3.2. La posesión del fin: el mandato, el uso y la fruición

Snto Tomás analiza los tres momentos que constituyen la posesión


del fin: el mandato, el uso y la fruición, que surgen de una única inten-
cionalidad personal.

a) El mandato

El Aquinate lo define como ordenar algo a su cumplimiento median-


te una intimidación. Se trata de un acto de la razón, porque ordenar lo
puede hacer sólo la razón; en efecto, para ordenar es necesario compren-
der la relación existente entre los medios y el fin. No obstante, este acto
de la razón depende también de la voluntad, pues es ésta la que mueve a
la razón a ordenar. A pesar de que santo Tomás no habla de forma con-
creta de la relación entre razón y voluntad en el mandato, podemos in-
tentar explicarlo teniendo en cuenta los textos ya estudiados.
El mutuo influjo entre razón y voluntad deriva, en nuestra opinión,
de la reflexión de la persona sobre sus propios actos. Una vez la persona
consiente en lo querido, o sea quiere-querer, elige los medios adecuados
al fin de su querer; esta elección, por su parte, mueve a la razón a presen-
tar como querida dicha relación medios-fin, que de esta forma llega a ser
conocida por la persona. El ordenar no sería, pues, más que conocer que
se quiere la relación de los medios con el fin. En esta perspectiva, el man-
dato equivale al conocimiento de la elección hecha, por lo que la intimi-
dación a cumplir la acción dependería del mismo acto de elegir; en el
ejemplo anterior, el avaro, que es consciente de querer a toda costa salvar
sus riquezas, se intimida a sí mismo a no arrojarlas al mar.
En este modo de explicar el mandato vemos en cierto sentido un
planteamiento semejante al que hemos encontrado ya al tratar de la liber-
tad de juicio y de consentimiento. En efecto, si la razón puede establecer
el orden entre los medios y el fin, es porque la voluntad quiere hacerlo; y

to que queremos la curación u otras cosas por el estilo. Segundo, se considera el fin como
objeto en que la voluntad descansa; y en este caso la relación con el fin es fruición. Tercero,
se considera el fin como término de cosas a él ordenadas; y entonces la relación con el fin
se denomina intención. En efecto, decimos tender a la curación no sólo porque la quere-
mos, sino porque queremos alcanzarla con cualquier medio» (TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-
II, q. 12, a. 1).
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 199

lo quiere porque ya se ha decidido a considerar ese orden; por lo que, si


bien el acto de ordenar pertenece a la razón, la aplicación de la razón
que lo precede depende de la voluntad. Lo mismo puede afirmarse res-
pecto a la intimidación, que –según santo Tomás– forma parte de la esen-
cia del mandato: la voluntad no se deja imponer nada si antes no ha deci-
dido aceptarlo.
El mandato de la razón se ejerce no sólo sobre los actos de la volun-
tad, sino también sobre las tendencias. Sobre estas últimas, el mandato
de la razón es parcial, pues aunque pueda influir en la razón particular o
cogitativa (la razón universal regula la particular), el acto de los apetitos
depende también de las disposiciones del cuerpo, que no se someten to-
talmente al gobierno de la razón 35. Aquí se encuentra, en opinión del
Aquinate, el origen del dominio político de la razón sobre los apetitos. La
relativa independencia de los apetitos se observa, sobre todo, en los movi-
mientos imprevistos de la concupiscencia o en las disposiciones físicas
para experimentar una determinada pasión, que santo Tomás llama cua-
lidades antecedentes; en cambio, las cualidades consecuentes, como el
acaloramiento producido por la ira, pueden obedecer al mandato de la
razón a través, por ejemplo, de la imaginación, que se halla subordinada
a la voluntad.
Si el mandato de la razón sobre la voluntad nace, como hemos visto,
de la elección ¿se puede afirmar el mismo origen en el caso del mandato
de la razón sobre los apetitos? Nos parece que sí. En primer lugar, porque
la voluntad tiene el poder de trascender todas las tendencias y de conver-
tir en fines los objetos tendenciales. En segundo lugar, porque el manda-
to pasa siempre a través de la volición de algo o de su rechazo; en efecto,
para que el hombre pueda controlar la ira debe querer, es decir, no dejar-
se arrastrar por la pasión.

b) El uso

En el nivel del mandato, la persona sigue sin poseer el fin: se da la


elección y el conocimiento de la elección tomada, pero todavía falta la
unión de la persona con el fin. Para que ésta tenga lugar es preciso un
nuevo acto de la voluntad: el uso (usus).
El Aquinate define el uso como la aplicación de una cosa a otra cosa;
concretamente, de la voluntad a las diversas potencias que deben emplear-
se en la realización del acto. Aunque el uso –según santo Tomás– supone

35. Ibid., a. 7.
200 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

el acto de la razón (la aplicación es posible en la medida en que conoce


la relación entre lo aplicado y el que lo aplica), es un acto de la voluntad,
pues la aplicación requiere un impulso del que está privada la razón; en
el ejemplo anterior de la ira, sólo la voluntad puede usar la imaginación y
la memoria con el fin de controlar la emoción.
Mediante el uso, la voluntad aplica a la acción ya los principios inte-
riores de ésta (las potencias del alma; por ejemplo, la memoria y la razón
durante un examen escrito; los hábitos operativos; los miembros del cuer-
po, como los movimientos de la mano en la escritura), ya los objetos exte-
riores, como la pluma en el acto de escribir, que son aplicados mediante
los principios interiores. La voluntad, que tiene como tarea mover las po-
tencias del alma hacia sus propios actos, es así el primer motor del uso;
las potencias, en cambio, son instrumentos del agente principal, la volun-
tad, mientras que la razón es la facultad directora 36.

c) La fruición

El Aquinate considera la fruición (fruitio) como el reposo de la vo-


luntad en el fin último, es decir, en Dios. Por eso establece una distinción
entre fruición perfecta e imperfecta: la primera corresponde a la pose-
sión real del fin; la segunda, a la intención del fin (in intentione tantum) 37.
¿Es posible amar con fruición los fines existenciales concretos, que no
son Dios? Santo Tomás, sin descartar esta posibilidad, considera que, en
ese caso, debe hablarse de una fruición sólo en sentido impropio, porque
en ella falta algo de su noción específica, a saber: el aquietarse perfecto
de la voluntad 38.
A pesar de estar de acuerdo con esta precisación del Aquinate, nos
parece que debe entenderse la fruición en sentido analógico: puesto que
la persona puede elegir algunas realidades concretas como fin, se puede
afirmar que cuando las posee goza con ellas. Es verdad que se trata de
una fruición incompleta, pero no por eso deja de ser tal. En definitiva,
creemos que la esencia de la fruición no es tanto el reposo total de la vo-
luntad como el «usar de un bien con la alegría de la realidad y no con la
de la esperanza» 39.

36. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., q. 16, a. 1.


37. Cfr. ibid., q. 11, a. 4.
38. Cfr. Ibid., ad 2.
39. SAN AGUSTÍN, De Trinitate, X, c. 11. Santo Tomás acepta la definición de san
Agustín, pero sólo la considera válida en el caso de la fruición perfecta.
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 201

Como la voluntad alcanza la posesión real del fin en la acción, el


acto humano aparece así no sólo como fuente de placer o de desagrado,
sino también de fruición, pues se refiere siempre a un fin querido. La in-
tensidad de la fruición dependerá de la intensidad del querer: cuanto
más se busca una realidad como fin existencial, más intensos son los sen-
timientos que acompañan su posesión real, si bien –como afirma el Aqui-
nate– éstos nuncan serán capaces de satisfacer completamente la volun-
tad.
Descubrimos de este modo que el acto de la voluntad no sólo posee
una reflexividad propia: el querer-querer, sino también una afectividad
peculiar. La persona no sólo quiere-querer y sabe que quiere, sino que
también goza de aquello que quiere. A través de los sentimientos y deseos
que pueden nacer del consentimiento o del rechazo y, sobre todo, de la
posesión del fin querido, aparece un tipo de afectividad, propia sólo del
hombre, cuyo origen no es ya un acaecer, sino una acción consciente y li-
bre.
En conclusión, la voluntad se relaciona con las demás tendencias de
modo biunívoco: las tendencias influyen en la voluntad, en la medida en
que sus objetos son bienes queridos naturalmente por ésta; y la voluntad,
por su parte, influye en las tendencias: negando algunas y satisfaciendo
otras de acuerdo con el fin querido.
En el acto de la voluntad, además de la inclinación hacia todo aque-
llo que se presenta bajo la razón formal de bien, se da la determinación
del querer: sea subjetivamente, en cuanto que la persona se autodermina,
es decir, quiere-querer; sea objetivamente, en cuanto que se elige un de-
terminado fin y los medios adecuados a éste. La intencionalidad de la vo-
luntad es, pues, muy especial, ya que, si bien se refiere a lo que es queri-
do, comporta la intencionalidad personal, o sea la inclinación consciente
y libre hacia el objeto querido, lo que no ocurre en los demás actos inten-
cionales 40.
La capacidad de autodeterminarse mediante el querer corresponde,
en parte, a lo que santo Tomás denomina libertas exercitii, es decir, al poder
ejecutar u omitir una acción. Sin embargo, lo más característico de la au-

40. La concepción de la voluntad como manifestación de la intencionalidad perso-


nal permite añadir una especificación posterior a la distinción entre razón y voluntad: si
se considera la naturaleza de los actos, conocer es –según santo Tomás– más noble que
querer; si, en cambio, se consideran los objetos, querer es más noble, pues el consenti-
miento supone una unión mayor que la del juicio racional (cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th.,
I, q. 82, a. 3). Habría que completar esta distinción diciendo que, si se considera el agen-
te, querer es más perfecto que conocer, pues supone el modo en que el hombre se auto-
determina y elige su fin existencial.
202 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

todeterminación no es tanto el poder realizar una acción, sino el dominio


que la persona tiene sobre sí misma mediante el uso de la libertad. A pesar
de que el Aquinate no habla del autodominio de la persona a partir de la
voluntad, nos parece que éste se halla implícito en el mismo concepto de
voluntad como impulso que es capaz de usar de sí mismo. Esta capacidad
depende de la reflexividad de los actos de la voluntad. En efecto, puesto
que los actos de la voluntad siempre revierten en la misma facultad, se
puede decir «que la voluntad consiente en elegir, consiente en consentir,
y usa de sí misma para consentir y elegir» 41. Y, en la medida en que las va-
loraciones racionales y la elección dependen de la persona a través de la
voluntad, la persona no sólo puede realizarlas, sino también suspenderlas.
Este poder de suspensión supone que el juicio emitido por la razón no se
impone a la persona, sino que le está sometido. De ahí que la persona
pueda rechazar la valoración realizada, modificarla a su gusto o dejarla sin
ejecución hasta que las circunstancias sean adecuadas a lo que ella quiere.
La importancia que el querer personal desempeña en la autodeter-
minación nos descubre que ésta no consiste sólo en el puro uso de la pro-
pia voluntad, sino también en la elección de un fin concreto, pues lo que
se usa se usa siempre con vistas a un fin. Así, entre los bienes que se ofre-
cen a la libertad, la persona elige el que prefiere o quiere; de este modo, la
bondad o malicia (el mérito o la culpa) de la acción dependen de la bon-
dad o malicia de la elección que, a su vez, deriva del querer personal 42. En
definitiva, la persona quiere un determinado fin y, al quererlo, se autode-
termina: se hace buena o mala.
Por otra parte, como la voluntad no es simplemente la condición de
posibilidad del acto humano sino su origen real, nos encontramos con un
tipo de tendencia en cierto sentido paradójico, ya que su inclinación no
sólo no se experimenta como un acaecer, sino como acto y fuente de acti-
vidad. De ahí que –como veremos– el acto humano, que contiene en sí la
intencionalidad personal, influya en la voluntad y, a través de ésta, en la
persona mediante una reflexión completa 43. En efecto, mientras que los
sentimientos, por sí solos, no logran determinar la esencia de la persona
(se trata sólo de vivencias de la propia subjetividad tendente), el acto con-
sigue, en cambio, penetrar en la esencia, determinándola de acuerdo con
el mismo modo de querer. Así el acto humano, que procede de la esencia
en el nivel tendencial y racional, revierte en la persona haciéndola buena
o mala.

41. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 16, a. 4, ad 3.


42. C. FABRO, Riflessioni sulla libertà, cit., p. 45.
43. Un análisis de la estrecha relación entre libertad y autoreflexión puede verse en
TOMÁS DE AQUINO, De Veritate, q. 24, a. 2.
RAZÓN Y VOLUNTAD EN SU RELACIÓN CON LA AFECTIVIDAD • 203

4. CONCLUSIÓN

En contra de la propuesta dualista y monista de un control despótico


de la afectividad, hay que sostener que el único control posible es de ca-
rácter político. La razón de esto deriva de que la afectividad, si bien pue-
de ser interpretada e integrada, tiene un origen que escapa del conoci-
miento y del imperio de la voluntad.
El fundamento de este control flexible es la unidad y libertad de la
persona. En efecto, una misma persona es origen tanto de las tendencias
como del binomio razón-voluntad que permite la integración de la afecti-
vidad. La integración es posible no sólo porque la razón-voluntad son po-
tencias superiores a las tendencias, en cuanto que las trascienden, sino
también porque las inclinaciones humanas se hallan naturalmente abier-
tas a la razón (sin la racionalidad no podría hablarse de tendencias) y a la
voluntad, que las transforma en acto humano. Aunque es naturalmente
posible integrar las tendencias en la persona, la integración efectiva no es
espontánea, pues las tendencias, a diferencia de los actos de la razón-vo-
luntad, no corresponden a la totalidad operativa de la persona, sino única-
mente al ámbito de las inclinaciones y pasiones, que manifiestan la poten-
cialidad humana. De ahí que la integración se logre mediante la acción,
pues en ella la potencialidad de la subjetividad se torna acto humano.
Aunque en todo acto humano se puede hablar de cierta integración
de la operatividad humana, o sea de la unión de acaecer y actuar, sólo en
algunos actos se logra una integración de la afectividad en la persona. La
integración personal no es espontánea ni depende únicamente del libre
albedrío, sino que tiene un fin: el bien de la persona, que como hemos vis-
to corresponde a lo que ésta es en relación a su fin. En este sentido pode-
mos hablar indistintamente del bien o de la verdad de la persona.
Llegamos así a la cuestión central de la teoría antropológica de la
afectividad: la determinación de la verdad de la persona, pues sólo si se
logra individuarla será posible indicar el modo en que la afectividad ha
de ser integrada.
Capítulo sexto

INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD
Y DONACIÓN PERSONAL
C on el fin de determinar lo que constituye la verdad de la persona,
utilizaremos como método la reflexión sobre el acto humano, pues
éste, además de realizar la intencionalidad personal, da lugar a importan-
tes trasformaciones en el mundo y la subjetividad, en las que se manifesta
la relación de retroalimentación entre el acto humano y la persona que
actúa.
Por lo que se refiere a los cambios introducidos por el acto en la sub-
jetividad, hay que decir en primer lugar que no todos poseen el mismo
significado para la persona. La importancia de éstos no depende de la in-
tensidad con que son experimentados, sino de la profundidad de la tras-
formación que obran. Así, un mismo acto puede reflejarse a la vez en va-
rios niveles; por ejemplo, en el nivel tendencial, como satisfacción o
insatisfacción de la subjetividad tendente y, en el nivel esencial, como
algo que aumenta o disminuye la perfección inicial de la persona.
La existencia de diferentes niveles en la reflexión del acto hace posi-
ble experimentar simultáneamente placer y tristeza, o dolor y alegría. No
debe confundirse esa mezcla de sentimientos con cierto gozo ante la tris-
teza que a veces siente el melancólico o con el aburrimiento ante el pla-
cer que experimenta el hedonista encallecido; en estos casos, los senti-
mientos no indican una mayor o menor perfección esencial, sino sólo la
capacidad humana de encontrar algo a la vez positivo y negativo en situa-
ciones que naturalmente poseen un significado unívoco. Por ejemplo, el
gozo del melancólico en la tristeza manifiesta, por una parte, la presencia
de un mal, por otra, la consideración de la misma tristeza como algo en
cierto sentido agradable; de ahí que el melancólico goce de una situación
de la que, en cambio, debería huir. En este ejemplo se observa, una vez
más, la capacidad del hombre para trascender las valoraciones espontáneas
de la propia naturaleza, e incluso las que derivan de un juicio racional.
208 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

1. LA REFLEXIÓN DEL ACTO EN LA TENDENCIALIDAD HUMANA

El acto se refleja en la tendencialidad humana como un acto inma-


nente, es decir, como un acto que vuelve a la persona, informándola del
cumplimiento de los diversos fines. Dicha información se experimenta en
forma de afectos.
Los afectos ligados a la posesión del fin tendencial se diferencian de
acuerdo con el nivel o niveles de la subjetividad que se hallan involucrados
en el acto. El más elemental corresponde al placer sensible, que informa
de la satisfacción de las tendencias básicas (nutrición, reproducción, etc.);
el superior –nos referimos siempre al nivel tendencial– corresponde, en
cambio, al gozo, que informa del cumplimiento de las tendencias huma-
nas ligadas al yo o a la alteridad (tener, poder, estima, autoestima, amis-
tad, etc.).
Aunque teóricamente es posible establecer una distinción entre los
diversos tipos de reflejos relativos al acto de las tendencias, en la realidad
éstos se experimentan de modo más o menos mezclado, debido a la uni-
dad que existe en la persona humana entre lo somático, lo psíquico y lo
espiritual. El acto humano, que –mediante la intencionalidad– participa
en esta unidad de composición, se refleja de acuerdo con la misma es-
tructura constitutiva. Por eso no podemos pensar en el placer sensible
como pura satisfacción de las tendencias básicas ni en el gozo como sim-
ple cumplimiento de las inclinaciones referidas al yo o a la alteridad, pues
se trata siempre del placer o del gozo de una persona que, en ese placer
o en ese gozo, experimenta la fruición del bien querido y poseído. Ahora
bien: ¿sirven el placer y el gozo para indicarnos los actos que correspon-
den a la verdad de la persona?
Por lo que respecta al placer, está claro que este afecto refleja direc-
tamente el bien de la subjetividad tendente y sólo indirectamente el de la
persona. Los actos que producen placer sensible no pueden ser conside-
rados como perfectivos de la persona en cuanto tal: ningún objeto de las
tendencias básicas, ni siquiera cuando es querido y poseído, logra apagar
el deseo de infinito del corazón humano, pues son realidades materiales
y contingentes. Tampoco el gozo que se experimenta al poseer riquezas,
fama, poder, etc., satisface el querer humano, pues se trata de un gozo re-
lativo a los deseos del yo y, por consiguiente, relativo a una realidad que
es también finita.
La inadecuación de estas realidades para satisfacer el deseo infinito
del hombre se muestra con evidencia cuando se las elige como fin exis-
tencial, pues al no ser en sí infinitas, se trasforman en falsos infinitos que
alienan al hombre. En efecto, el que busca como fin de su vida el placer,
el poder, la fama, etc., trasforma estas realidades en algo absoluto, pero
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 209

puesto que no lo son, se ve obligado a repetir infinitamente el ciclo de la


necesidad-satisfacción. Esto supone una alienación en la que no sólo se
pierde el sentido de la realidad finita (la riqueza del mundo queda redu-
cida a un número limitado de significados tendenciales), sino sobre todo
se oculta el valor de la propia realidad personal: el que elige esas realida-
des como fines es incapaz de concebirse como persona, o sea como fin en
sí; se entiende, en cambio, como un yo dependiente de lo deseado, es de-
cir, un yo menesteroso y satisfecho parcialmente en sus apetencias.
La persona puede escoger también como fin existencial no ya las rea-
lidades relativas a sus tendencias, sino los mismos afectos: el placer, el
gozo. Esta posibilidad es una prueba más de la capacidad del hombre de
determinar sus propios fines. Pero si las realidades finitas no deben elegir-
se como fin, menos aún han de serlo los afectos que se hallan ligados a su
posesión. La búsqueda del placer o del gozo por sí mismos produce una
alienación todavía peor: la realidad, sustituida por los estados subjetivos, se
difumina; mientras que la persona, incapaz de conocerse y de autoposeer-
se, termina por perder completamente la propia identidad.

2. LA REFLEXIÓN DEL ACTO EN LA PERSONA: LA FELICIDAD

Además de como placer y gozo, la reflexión del acto puede experi-


mentarse como un tipo de afectividad más estable y duradero, o sea como
felicidad. Pero ¿en qué consiste la felicidad? Aunque todavía no estamos
en condiciones de responder a esta pregunta, podemos sintetizar lo que
hasta ahora hemos visto en relación a dicha cuestión. En primer lugar, la
felicidad no se halla ligada simplemente al acto de las tendencias básicas
o a los deseos relativos al yo, pues el puro placer y el gozo tendenciales
producen una honda insatisfacción. La felicidad, en cambio, implica una
satisfacción profunda. ¿De qué depende entonces la felicidad? De la in-
tencionalidad de la persona o el querer-querer, que como hemos visto es
capaz de trascender los diversos deseos porque se halla abierta al infinito.
En segundo lugar, para ser felices no basta con querer-querer, pues
el sólo acto de la voluntad no garantiza la obtención de la felicidad. La fe-
licidad corresponde al acto de la voluntad no por sí mismo, sino en razón
de su fin. El único acto de la voluntad que es capaz de hacernos felices es
el amor a un Ser infinito, es decir, a Dios.
En definitiva, podemos concluir que la felicidad es el reflejo del acto
de una intencionalidad personal que se refiere amorosamente a una rea-
lidad absoluta. Dicho acto, en cuanto trasciende el ámbito psicosomático
de la subjetividad y también el espiritual de los deseos relativos a realida-
des finitas, permite descubrir una dimensión afectiva más profunda de la
persona que coincide con su verdad. La verdad de la persona aparece así
210 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

como la relación de amor con el Infinito.


De estas breves reflexiones surge una pregunta que afrontaremos a
continuación: ¿qué tipo de actos hacen feliz a la persona?

2.1. El amor como fundamento de la felicidad


De lo que hasta ahora hemos dicho puede desprenderse que la feli-
cidad es un acto en el que amamos personalmente a Dios, es decir, es un
acto de amistad. Pero ¿el amor no supone imperfección y dependencia?
¿cómo la felicidad, que supone la posesión de la máxima perfección, pue-
de basarse en la dependencia?
Para que el amor no se vea como imperfección, es necesario que no
sea considerado sólo como deseo, pues se desea aquello de lo que se care-
ce 1. Con la revelación cristiana, el amor, en lugar de concebirse como de-
seo, se entiende principalmente como donación, porque Dios, que por
ser perfecto no tiene necesidad de nada, crea el mundo sólo por amor.
Así, el amor de Dios por las criaturas, lejos de ser un deseo de éstas, es ori-
gen de su ser y de sus perfecciones.
Si es evidente que en Dios el amor es perfección, no lo es, en cam-
bio, en el amor humano. En primer lugar, porque en el hombre amar su-
pone más recibir que dar, pues la persona humana es menesterosa, aun-
que no totalmente, pues también puede dar; en segundo lugar, porque
debido a la necesidad que forma parte de la estructura de la subjetividad
humana, en el amor humano hay siempre deseo y, por tanto, se ama la
perfección que no se posee.
Santo Tomás intenta resolver estas dificultades mediante su concep-
ción del amor humano, en la que se da un equilibrio entre necesidad y
donación. El Aquinate, de acuerdo con Aristóteles, define el amor como
«el querer el bien para alguien» 2. El amor tiene así dos términos: uno ab-
soluto y directo, la persona para la que se quiere el bien, porque la perso-
na siempre es querida como un fin, es decir, por sí misma; y otro relativo
e indirecto, el bien que se quiere para la persona. Estos dos términos dan
lugar a dos tipos de amor: el amor de concupiscencia, que consiste en que-
rer algo (en sentido amplio) porque es un bien, y el de amistad o benevo-

1. Esta interpretación del eros griego es característica de algunos fenomenólogos.


Para Scheler, por ejemplo, el eros no es acto, sino deseo; mientras que el amor cristiano es
puro acto espiritual (M. SCHELLER, Vom Umsturz der Werte, en Gesammelte Werke, Band 3,
Francke, Berna 1954, pp. 72-73). Nos parece que el amor humano no es una pura activi-
dad del espíritu, pues se trata siempre de una inclinación de la totalidad de la persona,
también de sus dimensiones psicosomáticas.
2. ARISTÓTELES, Retórica, 1381a.
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 211

lencia, que consiste en querer bien a la persona por sí misma.


Los dos tipos de amor no son dos especies de un mismo género, sino
modos esencialmente distintos de una noción análoga, con analogía de
atribución. Por ese motivo, entre ellos existe un orden de prioridad y de
posterioridad: el amor de amistad es el primer analogado, es decir, designa
el amor de forma plena y principal, mientras que el de concupiscencia, o
amor del bien (algunos autores lo llaman de algo, para subrayar con más
fuerza la distinción 3), designa el bien de modo imperfecto y derivado.
Aunque el amor de concupiscencia es derivado, no es superfluo,
sino que forma parte de la misma estructura del amor humano; más aún,
es la marca de la radical contingencia del hombre, pues la persona siem-
pre tendrá necesidad de determinados bienes que no son ella misma.
Pero en el hombre esa tendencia hacia los bienes no tiene como fin los
bienes por sí mismos, sino por las personas (la propia persona y la del
otro), por lo que el amor de amistad perfecciona al de concupiscencia se-
gún una relación análoga a la que existe entre los medios y el fin: el amor
de concupiscencia debe ser un medio para el de amistad 4.
Ahora bien, puesto que el amor humano es libre, cabe la posibilidad
de invertir la relación natural entre los bienes y la persona, convirtiendo
el amor de concupiscencia en el fin, al que se supedita entonces la perso-
na (es lo que sucede, como hemos visto, en la alienación producida por
los falsos infinitos). Cuando el amor de concupiscencia se trasforma en
fin, es decir, cuando se ama el placer, la riqueza, la ciencia, el arte, por sí
mismas o como fin último, la persona se ama a sí misma de forma inade-
cuada: se somete a esas realidades, en lugar de usarlas para amarse como
persona, es decir, de acuerdo con lo que constituye su verdad. La persona
se ama entonces con amor de concuspicencia y no con amor de amistad.
La persona que, en cambio, se ama con amor de amistad, quiere ne-
cesariamente a los otros con el mismo amor, pues el amor de benevolen-
cia hacia los demás no es algo que se añada al amor de amistad propio,
sino que forma parte esencial del mismo: el hombre ama al otro con el
mismo amor con que se ama a sí mismo (quiere el bien del otro para el
otro), pues el otro es «otro yo».
El amor de amistad, por tanto, lejos de ser manifestación de imper-

3. Cfr. J. GARCÍA LÓPEZ, Tomás de Aquino, maestro del orden, Cincel, Madrid 1985, pp.
209-211.
4. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 26, a. 4.
5. Esta perfección propia del amor hacia el otro se manifiesta en primer lugar «en la
afirmación y aprobación de su existencia personal» (J. CRUZ CRUZ, Ontología del amor en Tomás
de Aquino, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 1996, p. 16).
212 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

fección, es la demostración más patente de la perfección de la persona 5.


En efecto, ser capaz de amar con amor de benevolencia a los otros supo-
ne cierto poder de darse a los otros, es decir, de hacerles partícipes del
propio amor o, lo que es lo mismo, de abrirse al posible amor de los otros.
La mutua donación constituye el grado más alto de perfección: lo que se
comparte no son sólo determinados bienes, sino algo que es la fuente
misma de las demás perfecciones, el amor, que por eso forma parte de la
perfección personal o de su verdad.
A pesar del alto grado de perfección implicado en la benevolencia
entre los amigos, no es –según santo Tomás– la máxima perfección a la
que el hombre está llamado. Ésta se encuentra en la caridad, es decir, en
el amor de Dios al hombre, que lo sana y eleva, haciéndolo apto para co-
rresponder al amor divino. A través de la caridad, la persona no sólo ama
con benevolencia humana, sino con el mismo amor divino, que supera
infinitamente el modo humano de amar. Esto es posible por dos razones.
En primer lugar, porque la caridad es el hábito de amar a Dios como Él se
ama, lo que se halla por encima de nuestra capacidad: de modo natural el
máximo amor al que se puede llegar es amar a Dios, porque somos criatu-
ras dependientes de Él 6.
En segundo lugar, porque la caridad permite gozar de Dios como es
en Sí y no sólo intencionalmente. En esta vida la caridad supone ya la exis-
tencia de una inclinación hacia Dios por Dios mismo, que es el más alto
don del que el hombre participa en esta tierra 7. El Aquinate considera,
pues, la causa de la perfección última del hombre no tanto como un de-
terminado acto, cuanto como una determinada inclinación proveniente
de Dios, o virtud de la caridad: «el hombre puede tender mejor hacia Dios
mediante el amor, dejándose arrastrar pasivamente por Dios mismo, que
cuanto pueda conducirlo a ello la propia inteligencia, incluida en el con-
cepto de dilección» 8.
En la medida en que es un hábito que se refiere a una inclinación

6. Aunque la caridad supone una perfección añadida al amor natural de Dios


como creador, no quiere decir esto que en el hombre haya dos fines: el natural (amar a
Dios como creador) y el sobrenatural (amarlo como Dios se ama a sí mismo), pues el fin
del hombre es uno solo: el conocimiento y el amor de Dios; la caridad, sin embargo, con-
duce a la perfección la naturaleza del hombre, que no puede alcanzar con sus propias
fuerzas el fin adecuado a una naturaleza intelectual, es decir, la visión y fruición de Dios
mismo, porque este es un don. Por eso, santo Tomás afirma que el amor perfecto del
hombre a Dios sólo puede ser llamado fin sobrenatural «en cierto modo, según que», es
decir, desde el punto de vista de su obtención (cfr. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., III, q. 9, a. 2, ad 3).
7. En relación al problema de las relaciones entre lo natural y lo sobrenatural véase
R. SPIAZZI, Natura e Grazia. Fondamenti dell’antropologia cristiana secondo San Tommaso d’Aqui-
no, EDS, Bologna 1991, en especial los capítulos VII y VIII.
8. TOMÁS DE AQUINO, S.Th., I-II, q. 26, a. 3, ad 4.
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 213

hacia una persona, la caridad es afín a la amistad virtuosa, ya que la incli-


nación hacia el amigo nace del amor por su bien. La diferencia entre
amistad y caridad deriva precisamente de su origen: mientras que la amis-
tad supone sólo el conocimiento y amor naturales del otro, la caridad re-
quiere el don de la gracia por parte de Dios, que se da a conocer en su
vida íntima y empuja al hombre a amarlo como se ama a sí mismo. Así,
entre Dios y el hombre se da una conveniencia de naturaleza que, como
hemos visto, es –en opinión de santo Tomás– la causa de la amistad. Por
eso, la caridad puede considerarse semejante a la amistad 9. Además de es-
tablecer un amor perfecto entre el hombre y Dios, la caridad da lugar
también a un nuevo tipo de amistad entre los hombres, en cuanto que
cada hombre participa o puede participar del amor divino. El otro es
querido como «otro yo» por amor de Dios, pues en él se descubre la ima-
gen y semejanza de Dios, es decir, que es amado por Dios por sí mismo.
La felicidad de la persona depende del amor de Dios y de la respues-
ta personal humana. Dicha respuesta, a pesar de basarse en el amor natu-
ral, no sólo no es algo necesario, sino que depende de la iniciativa divina
y de la aceptación de este don por parte de la persona. En esta vida la fe-
licidad es imperfecta a causa de la imperfección de nuestro conocimien-
to de Dios y de nuestra correspondencia a su amor. Desde esta perspecti-
va, la felicidad en esta tierra es un estado, el de viator o saberse en camino
con la esperanza de amar a Dios como Él se ama, basada exclusivamente
en el amor que Dios nos tiene. Descubrimos así la profundidad del texto
aristotélico que su autor no podía ni de lejos sospechar: «lo que podemos
a través de nuestros amigos, es como si lo pudiéramos por nosotros mis-
mos». La felicidad humana, que en la tierra es incompleta, se tornará
perfecta gracias a la amistad divina.

2.2. La diferencia entre los sentimientos y la felicidad

Hemos visto cómo la felicidad puede ser considerada la cima de la


afectividad humana, pues depende del amor del hombre a Dios, que al-
canza la perfección con la caridad.
No hay que confundir, sin embargo, la felicidad con un sentimiento
determinado. Pues, aunque a veces la felicidad pueda experimentarse en

9. El amor de Dios «es dilección perfecta y simple, semejante a la amistad, porque


no ama a la criatura sólo como el artífice su obra, sino también según cierta comunidad
amistosa, como el amigo al amigo, en tanto que [Dios] la arrastra a la participación de su
fruición, que consiste en la gloria y bienaventuranza, pues Dios es bienaventurado» (TO-
MÁS DE AQUINO, In II Libros Sententiarum P. Lombardi, d.26, q.1, a.1, ad.2).
214 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

forma de paz interior, alegría y fruición del bien del amado, hay otras
muchas en que no va acompañada de sentimientos.
La felicidad se distingue de los demás reflejos afectivos por dos razo-
nes. La primera, porque su objeto es el Ser verdaderamente infinito o
Dios; la segunda, porque en esta tierra hace referencia sólo a una satisfac-
ción parcial; de ahí que sea posible experimentar dolor e, incluso, triste-
za por la presencia de un mal para la persona, sin que por eso uno deje
de ser feliz, pues ese dolor o esa tristeza no suponen ninguna carencia en
el nivel más profundo, el personal. Es verdad que la existencia de una
contraposición en el nivel afectivo revela el carácter complejo de la es-
tructura personal (las perfecciones de un nivel no comportan necesaria-
mente las perfecciones de los demás niveles ni tampoco de la persona, en
cuanto tal), así como la imperfección de la felicidad en esta tierra, que se
trata más de un deseo que de una realidad.
La distinción entre sentimientos y felicidad puede alcanzarse me-
diante un doble camino. En primer lugar, mediante la experiencia de un
vacío profundo que el cumplimiento de las tendencias no puede llenar:
las realidades finitas que han sido elegidas como fines muestran así su pro-
pia finitud. En segundo lugar, mediante la paz interior, la alegría y el
gozo que se experimentan aun cuando se sientan a la vez determinadas
carencias tendenciales o la presencia del mal en la propia vida; lo cual
nos descubre el carácter trascendente de la felicidad respecto a los senti-
mientos.
En la felicidad, el acto humano se refleja en el nivel dinámico de la
esencia personal, o sea el nivel de la autodeterminación a través del amor
al verdadero fin. De ahí que, mientras los sentimientos no muestran la
perfección de la persona pues sólo indican el perfeccionamiento parcial
conseguido mediante la posesión del bien en el acto, la felicidad, que
muchas veces no es sentida, señala la perfección de la persona. La oposi-
ción entre los sentimientos y la felicidad depende del hecho de que el
acto que causa placer o gozo puede oponerse a la verdad de la persona
que consiste –como hemos visto– en el amor al otro y especialmente a
Dios 10.

3. EL HÁBITO COMO REFLEJO DEL ACTO: VIRTUD VERSUS TÉCNICA

10. Algunos autores, como Ricoeur, consideran que la acción humana, aunque
pueda ser sumamente placentera, no agota el deseo de felicidad, porque la acción huma-
na es finita, mientras que el deseo de felicidad es infinito (cfr. P. RICOEUR, Philosophie de la
volonté, cit., p. 109).
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 215

Hemos visto que el acto humano se refleja en la persona de diversos


modos: como placer-gozo, cuando es adecuado a las tendencias; como fe-
licidad, cuando corresponde a la verdad de la persona. Pero el acto, ade-
más de como afectos, se refleja también en forma de hábitos. En estos úl-
timos, el reflejo del acto alcanza la misma esencia, que queda
transformada en buena mediante los hábitos buenos o virtudes, y mala
mediante los hábitos malos o vicios. Los hábitos, por tanto, más que infor-
mar de la adecuación del acto a la verdad de la persona, son los que reali-
zan dicha verdad. En efecto, en la medida en que los hábitos integran y
configuran los diversos niveles operativos de la persona, la esencia huma-
na se personaliza, convirtiéndose así en un principio de operaciones más
perfecto, si se trata de una virtud, o más imperfecto, si se trata de un vi-
cio.
¿A qué se debe que el acto se refleje como un hábito? Pensamos que
el origen del hábito es la intencionalidad personal que constituye el nú-
cleo esencial del acto humano. Aunque la intencionalidad del acto no se
identifique con la persona, contiene la totalidad de la persona, que se au-
toposee y determina a través de la elección del fin existencial. El acto deja
en la esencia de la que procede la marca de autodeterminación, que la
configura según lo querido.
Junto al influjo directo del hábito en la esencia, está el indirecto, que
se realiza a través de las diversas facultades. El hábito configura, en pri-
mer lugar, el binomio razón-voluntad, pues es –como hemos visto en re-
petidas ocasiones– la fuente de la intencionalidad personal. Por eso, los
hábitos hacen que el hombre experimente una tendencia cada vez mayor
a querer de un modo determinado y a gozar de lo que quiere. De ahí que
el gozo de la voluntad sea en cierto sentido medida o regla para juzgar la
bondad o maldad morales: el hombre bueno se goza en la virtud, mien-
tras que el malvado se goza en el vicio 11. El refuerzo de la voluntad me-
diante el hábito, además de aumentar la intensidad de la fruición en el
querer, influye en el juicio de la razón; no sólo porque la persona puede
aceptar o rechazar con más facilidad y prontitud lo que habitualmente
quiere u odia, sino también porque las disposiciones de la persona hacen
que le resulte más fácil juzgar aquello para lo que ha adquirido cierta
connaturalidad: el virtuoso no sólo goza con todo aquello que se refiere a
la verdad personal, sino que también juzga de modo adecuado lo que
debe hacer, es decir, juzga con prudencia.
Además, a través del binomio razón-voluntad, los hábitos influyen en
las tendencias. Esto se debe a que la intencionalidad personal tiene en

11. Cfr. ARISTÓTELES, Etica Nicomaquea, 1106b 25-30.


216 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

cuenta las tendencias, pues representan diversos motivos para actuar. No


quiere decir, sin embargo, que las tendencias indiquen el modo más ade-
cuado de actuar, pues debido a su origen irracional no son capaces de en-
contrar el justo medio entre los extremos a los que tienden de forma es-
pontánea. Mediante el hábito se introduce paulatinamente en las
inclinaciones la racionalidad, en forma de determinaciones en el modo
de tender y de experimentar las inclinaciones. Así el acto virtuoso influye
en las tendencias que han sido motivo del acto, moderando y corrigiendo
todo lo que es contrario a la verdad de la persona. En esta perspectiva,
pueden añadirse a las virtudes aristotélicas otras igualmente necesarias,
que se refieren a la tendencias relativas al propio yo, como la humildad,
la sinceridad, etc., o al otro, como la misericordia o la compasión.
La virtud se manifiesta, pues, en el modo de estar inclinado y juzgar
las circunstancias ya en el nivel tendencial. El discernimiento de la regla
que permite actuar adecuadamente es muchas veces innecesario, pues se
halla en cierto sentido en las tendencias, como un modo habitual de ac-
tuar o reaccionar. Si Sócrates no se enfadaba ante los insultos de los sofis-
tas, cuando lo llamaban corruptor de los jóvenes, era porque no estaba
apegado desordenamente al deseo de la fama, es decir, no juzgaba ten-
dencialmente las acciones de los sofistas como una injuria contra su per-
sona, sino como un mal en sí por tratarse de una acusación falsa.
La relación del hábito con los afectos es tan estrecha que, a veces, un
término que se usa para indicar la emoción puede servir también para
referirse a una virtud o a un vicio; por ejemplo, la palabra ira puede refe-
rirse a la emoción en que se experimenta el deseo de vengarse por la
ofensa recibida, o puede referirse al carácter de una persona que reaccio-
na ante una situación normal de forma agresiva. Tal vez la razón de esta
conexión entre afectos y hábitos haya que buscarla en la tendencia de los
afectos a arraigarse en la persona, dando lugar a estados de ánimo dispo-
sicionales: irascibilidad, timidez, envidia, celos, etc. Dicha tendencia no
es, sin embargo, puramente espontánea, sino que en ella participan tam-
bién el binomio razón-voluntad: ya sea para permitirla o fomentarla, ya
sea para rechazarla y combatirla. De ahí que todos aquellos afectos que
son contrarios a la verdad de la persona, como la envidia, los celos, el
odio, deban ser rechazados completamente . El modo de rechazarlos no
es, sin embargo, la pura negación, sino la modificación de las actitudes y
valoraciones de la realidad (separarse de algunos valores, cambiar la je-
rarquía de otros, situar los valores en un contexto de mayor amplitud, etc.);
así, la persona envidiosa debe evitar las comparaciones con otros, apren-
der a agradecer las propias cualidades, alegrarse de los bienes que poseen
los otros, etc.
Además del influjo en la esencia y en las facultades, el hábito incide
directamente en la operatividad bajo la forma de un proceso de retroali-
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 217

mentación: los actos dan lugar a los hábitos, los cuales son a su vez dispo-
siciones para nuevos actos. Éstos, en la medida en que nacen de prece-
dentes actitudes y valoraciones adecuadas o contrarias a la verdad de la
persona, suponen un crecimiento en la virtud o viceversa. La acción vir-
tuosa es a la vez natural y personal en grado máximo, pues corresponde a
la tendencialidad humana que, a través de la intencionalidad del querer,
participa de la autodeterminación de la persona.
La virtud no debe ser confundida, por eso, con una técnica de auto-
control en el actuar: no basta la simple repetición de acciones objetiva-
mente buenas para trasformarse en virtuoso, sino que es preciso que el
nivel tendencial-afectivo se integre en la persona, es decir, sea capaz de
obedecer al gobierno político del binomio razón-voluntad. El autocon-
trol es, en cambio, una técnica que no sirve para hacer nacer la virtud,
sino sólo para favorecerla. Otras técnicas son: la reflexión sobre verdades
generales, el control de los sentidos, en especial de los internos como la
imaginación y la memoria, distraerse, etc. Pero todas estas técnicas no tie-
nen nada que ver con la virtud cuando la inclinación hacia lo que no es
adecuado a la verdad de la persona no se modifica desde dentro. Una po-
sible manifestación de que el acto nace del autocontrol pero no de la vir-
tud es la aparición de sentimientos de frustración, repugnancia y tristeza,
en lugar de los de alegría y facilidad, que generalmente distinguen al acto
virtuoso, pues la virtud –como hemos indicado– es fuente de acciones
connaturales a la persona.
Por otra parte, la posibilidad de influir desde dentro en la tendencia-
lidad revela el carácter moldeable de la persona, haciendo descubrir un
ser capaz de trascender naturalmente lo que pertenece a su dotación ori-
ginaria, a la vez que impide considerar a la persona como absolutamente
virtuosa o viciosa. Ni la virtud ni el vicio son algo inmutable, si no un ca-
mino en el que se puede avanzar o retroceder hasta llegar a la pérdida o
adquisición del hábito contrario. Por eso puede afirmarse que mientras
las causas naturales están determinadas ad unum y, por consiguiente, son
fácilmente previsibles, lo que el hombre hará o dejará de hacer es impre-
visible, porque las causas voluntarias no se hallan determinadas ad unum.
En definitiva, el hábito no excluye la libertad, sino que la presupone y, en
el caso de la virtud, la aumenta haciéndola más operativa.
Aunque el vicio supone también la existencia de una libertad esen-
cial, disminuye la libertad operativa, pues, además de desintegrar a la per-
sona, introduce en ella una inclinación que es contraria a su verdad. El vi-
cioso es el que, incapaz de proyectarse con verdad en el futuro, prefiere
lo que ahora es y no será nunca más (la satisfacción de una tendencia
provisional) a lo que será pero todavía no es; en realidad, el vicioso pre-
fiere el pasado, porque sus costumbres vienen del pasado: el borracho,
aunque sabe que le sentará mal el alcohol, prefiere seguir bebiéndolo,
218 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

porque tiene esa costumbre; el vicioso se niega a ver el objeto deseado tal
como es, atribuyéndole un prestigio que, en cambio, no tiene: los objetos
se transforman en símbolo del pasado.
El rechazo del tiempo característico de la pasión viciosa nace del he-
cho de que el futuro requiere esfuerzo y tensión, pues, al no consistir en
la simple repetición de modelos ya experimentados en el pasado, en cier-
to sentido depende de nosotros (de nuestra elección); por otra parte, el
futuro provoca inquietud, porque no se posee la certeza del éxito de la
acción. En el vicio la persona intenta repetir el pasado, pues éste no ad-
mite ni la incertidumbre ni la angustia y puede por eso ser elegido sin co-
rrer aparentemente ningún riesgo. El movimiento por el que en vano se
busca volver al pasado es así la esencia de la pasión viciosa; mientras que
la virtud supone la elección del riesgo, con una actitud de verdadera es-
peranza.
La distinción entre virtud y pasión viciosa es importante para evitar
concebir la virtud como el hábito que fija nuestros gustos y actitudes, res-
tringiendo así el campo de nuestras posibilidades. La virtud nace de la
elección de lo que queremos, es decir, de la autodeterminación, gracias a
la cual se da una integración de la operatividad personal y, por consi-
guiente, aumenta la capacidad de autoposesión y autodeterminación.
En conclusión, el hábito incide en la esencia humana, configurándo-
la en su estructura y capacidad operativa. El hábito introduce en la ten-
dencialidad un elemento que antes pertenecía al acto humano: la inten-
cionalidad personal, que modela la tendencialidad de acuerdo con el
propio querer. Pero el hábito no sólo personaliza la esencia humana, sino
que la hace ser buena o mala, según corresponda o no a lo que la perso-
na es, es decir, a la verdad personal.
El hábito bueno o virtud desempeña, por eso, un papel decisivo en
el descubrimiento y perfeccionamiento de la verdad personal. Por una
parte, porque la persona, mediante la virtud, conoce el valor relativo de
los objetos tendenciales respecto al fin existencial; por otra, porque la
persona experimenta cada vez con más fuerza el agrado de actuar en con-
sonancia con su verdad.
Aunque la virtud nos permite crecer en el conocimiento de la ver-
dad personal y realizarla, no se identifica con ella, pues la autoposesión y
la autodeterminación que proceden de la virtud son siempre para algo, es
decir, no son fines en sí mismos, sino en orden a un fin último: la dona-
ción.

4. LA DONACIÓN COMO FUNDAMENTO DE LA VERDAD DE LA PERSONA


Hemos visto cómo la felicidad y la virtud hacen descubrir aspectos de
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 219

la verdad de la persona: la felicidad revela la capacidad del hombre de go-


zar de su fin existencial; la virtud desvela la disposición de juzgar y de ac-
tuar de acuerdo con la verdad personal, encontrando en ello facilidad y
alegría. De todas formas, la felicidad y la virtud no pueden ser considera-
das como el fundamento de la verdad de la persona, pues son sólo el re-
flejo del acto adecuado a la misma.
¿Dónde está entonces la verdad de la persona? Aunque ya hemos res-
pondido de forma implícita, ha llegado el momento de hacerlo abierta-
mente: la verdad de la persona consiste en su relación con el otro, en
concreto en la elección de Dios como fin existencial, pues Dios, que es
origen de la persona, es por eso también su único fin. Queda por ver aho-
ra qué tipo de relación se establece entre la verdad de la persona y la elec-
ción de Dios como fin existencial. Para poder tratar de este asunto es nece-
sario resolver tres cuestiones: ¿porqué una elección puede tener relación
con la verdad de la persona? ¿Hay otras elecciones que se refieran tam-
bién a esta verdad? ¿Cuál es la diferencia esencial entre la elección de
Dios y las demás elecciones?

4.1. La donación como finalidad de la autoposesión

La autoposesión y la autodeterminación manifiestan la libertad y pue-


den favorecer su crecimiento, pero no son su fin. Cuando, como en el caso
de la ataraxia de los estoicos, la autoposesión se transforma en fin del ac-
tuar, se cae necesariamente en un círculo autorreferencial, por falta de
fundamento. En efecto, el acto humano no puede tener como fin la auto-
posesión, pues si lo tuviera, ésta, que depende del acto (sólo es posible
llegar a ella mediante los actos virtuosos), sería a la vez fundamento del
acto.
Para descubrir el fundamento del acto humano es necesario exami-
nar cuál es su fin. El acto humano tiene siempre como fin la intencionali-
dad personal, la cual corresponde necesariamente a uno de los dos tipos
de amor ya vistos: el de concupiscencia o el de benevolencia. Pero como
el amor de concupiscencia no debe ser perseguido como fin, sino como
medio al servicio de la benevolencia, puede afirmarse que el fin del acto
humano y, por tanto, de la autoposesión que se fundamenta en el acto, es
el amor de benevolencia.
El amor de benevolencia hay que entenderlo como donación de sí,
pues querer el bien del otro no consiste simplemente en querer determi-
nados bienes para el otro, sino en querer el bien del otro por sí mismo.
Este tipo de querer supone la elección del otro como bien, lo que, a pesar
de que parezca una paradoja, se identifica con la propia donación. En
efecto, no es posible querer bien al otro si no nos entregamos, porque
220 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

para querer bien al otro como a otro yo es necesario, además de conocerlo


como otro yo, ofrecerle nuestro amor, es decir, amarlo libremente como
nosotros nos amamos necesariamente.
En la donación descubrimos porqué una elección se relaciona con la
verdad de la persona 12. La elección amorosa del otro como otro yo mues-
tra con claridad que el carácter relacional no es un elemento más de la
persona, sino aquello que se halla en la base de su perfección en cuanto
persona. La verdad de la persona no se encuentra en su desarrollo psico-
somático ni en la actualización de sus potencias superiores (inteligencia y
voluntad), sino en la donación. Las restantes perfecciones se precisan en
la medida en que la persona las necesita para alcanzar y desarrollar su ca-
pacidad de darse. En la donación, las perfecciones y potencialidades en-
cuentran su lugar y significado.
El don de sí o autodonación no es un término que tenga significado
en solitario. A diferencia de la autoposesión, la donación adquiere signifi-
cado en relación con otro término: la aceptación. Únicamente hay dona-
ción, si, por lo menos, existe la posibilidad de aceptar lo que se entrega.
De ahí que la donación sea un acto muy peculiar, pues se halla constitui-
do por la acción correlativa de dos sujetos personales, en donde la acep-
tación del don equivale a la propia donación. Sólo la persona, por ser ca-
paz de darse, puede ser sujeto de la donación; el perro, por ejemplo,
aunque podemos llamarlo amigo, no es sujeto de donación, pues no se
autoposee y, por consiguiente, es incapaz de darse. Darse y aceptar el don
son las dos caras del acto en el que la persona nace y crece en cuanto tal.

4.2. Diversos tipos de donación

Sin pretender hacer un análisis exhaustivo de la donación, estudiare-


mos los principales tipos, con el fin de determinar el elemento común y
las diferencias.
Antes de nada, hay que afirmar que la donación del hombre se ob-

12. El tema de la donación como elemento constitutivo de la personalidad ha sido


afrontado sobre todo por los filósofos personalistas (Bubber, Stein, Guardini, Marcel, Le-
vinas, Wojtyla, etc.). La noción de persona como relación, introducida originariamente
para comprender la naturaleza de las relaciones intratrinitarias, ha cobrado cada vez ma-
yor centralidad en el pensamiento de estos autores. Para el estudio de la relación entre la
filosofía de la donación y el ambiente cultural, filosófico y teológico que ha inspirado las
llamadas filosofías del diálogo véase G. MURA, La filosofía de la religión como antropología inte-
gral, en L. LEUZZI (ed.), Etica e poetica in Karol Wojtyla, Società Editrice Internazionale, To-
rino 1997, pp. 154-160.
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 221

serva en las distintas relaciones personales, más áun, es lo que las hace au-
ténticamente personales: cuando no se considera al otro como otro yo, las
relaciones humanas se falsifican porque dejan de ser personales.
De todas formas, puede establecerse una diferencia entre las relacio-
nes interpersonales a partir de su origien tendencial. En efecto, existe un
tipo de donación que se basa en inclinaciones naturales muy fuertes, como
el amor paterno y, en menor medida, el fraterno. La inclinación paternal
puede ser anulada o, por lo menos, debilitada, porque no se impone con
necesidad absoluta. Los padres comienzan a amar a los hijos empujados
por una inclinación natural; la alegría que encuentran en la donación es
superior a los sinsabores que de mil modos los hijos puedan causarles.
Pero si las molestias se absolutizan los padres pueden perder paulatina-
mente dicha alegría hasta sentir la tarea de cuidar de los hijos como un
peso, lo que influye negativamente en sus relaciones con ellos. En defini-
tiva, incluso en la donación natural se requiere la decisión de entregarse,
más o menos consciente. Amar al hijo no significa amarlo como si fuera
una extensión del propio yo, sino como otro que debe ser amado por sí
mismo.
Con el paso del tiempo, la donación –tanto la de los padres, como la
de los hijos– se hace más consciente y libre; no basta el afecto natural
para que ésta se mantenga, pues si no se cultiva, puede terminar por des-
aparecer o transformarse en indiferencia. Por eso, en la medida en que
los hijos consolidan su madurez personal, la donación de los padres debe
ser menos espontánea y más sostenida por la elección del bien de los hi-
jos: deben guiarlos y acompañarlos en el camino hacia la realización de
su verdad personal.
Cuando la donación se mantiene, en cambio, como una inclinación
meramente espontánea, da lugar a diversas deformaciones, como el amor
posesivo. El padre y la madre posesivos pretenden apoderarse, de modo
más o menos deliberado, del yo del hijo para transformarlo en una pro-
longación del propio yo. En este caso no puede hablarse de donación,
sino más bien del deseo de posesión camuflado de amor. Dicho deseo
puede manifestarse en querer que el hijo sea a imagen y semejanza del
propio yo (no se acepta, por ejemplo, que los hijos proyecten libremente
sus propias vidas), o en un exceso de protección, porque no se desea que
los hijos lleguen a ser independientes. Cuando el hijo rechaza los proyec-
tos que los padres han imaginado para él, se le considera un ingrato. Una
forma sutil del amor posesivo consiste en darse a los hijos de tal forma
que estos no puedan aceptar el don. Así sucede, por ejemplo, con la seño-
ra Fidget, personaje de una narración de Lewis; esta mujer acostumbraba
a repetir que se mataba a trabajar por su familia sin que su marido y sus
hijos se diesen cuenta; en realidad, como comenta el autor con ironía:
«no había forma de impedírselo, ni era posible quedarse sentados a mi-
222 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

rarla sin sentirse culpables. Debían ayudarla; la verdad es que se sentían


continuamente en el deber de ayudarla. Lo que significa que estaban
constreñidos a hacer cosas para ella, con que ayudarla a hacer cosas para
ellos que, personalmente, no deseaban que ella hiciese» 13. Aunque la se-
ñora Fidget se entregaba a sus hijos, no existía verdadera donación, pues
al ser incapaz de entender lo que ellos querían les daba algo que no esta-
ban en condiciones de aceptar.
En el hijo puede existir también una falsa aceptación del don, cuan-
do éste lo acepta sólo porque le gusta o lo necesita, y no por lo que es:
manifestación del amor de sus padres. Esta actitud conduce a desconocer
el valor del don en sí mismo, que es confundido con determinados obje-
tos, cuidados, etc. que se acostumbra a recibir y que, por eso, se conside-
ran como algo debido.
Aunque la donación se encuentra en cualquier tipo de relación au-
ténticamente personal, es en la amistad donde se realiza de forma para-
digmática. En primer lugar, porque la esencia de la amistad es querer
bien al otro por sí mismo. Por eso puede decirse que la amistad es esen-
cialmente universal o, como afirma santo Tomás, homo homini naturaliter
amicus 14. En efecto, toda persona en cuanto tal es un amigo potencial. Pues-
to que el respeto es el primer grado de amistad, la persona tiende natu-
ralmente a respetar a los demás. Si la persona no es capaz de ser amiga en
acto de todos, es sólo porque resulta físicamente imposible.
La amistad actual supone una determinación de esta inclinación na-
tural. La semejanza entre los amigos en acto no es, sin embargo, la que se
posee por el hecho de ser personas. Cada uno es para el otro portador de
determinados valores personales que le son afines: carácter, actividades,
proyectos, etc. Aunque la amistad actual nace de esa afinidad, para conso-
lidarse necesita la elección del otro como amigo de forma más o menos
consciente; dicha elección se muestra sobre todo en la conversación, el
trato y en la ayuda que los amigos se prestan.
Como vieron Aristóteles y santo Tomás, la amistad admite también
deformaciones. En primer lugar, la de amar al otro no por sí mismo, sino
exclusivamente por los valores que posee: ya sea porque nos resultan úti-
les para nuestros objetivos personales (amistad útil) o porque los encon-
tramos agradables (amistad placentera). En ambos casos, el otro es ama-
do no como otro yo, sino de forma egoísta, pues se le instrumentaliza. El
carácter posesivo de la amistad egoísta se observa con claridad cuando

13. C.S. LEWIS, The Four Loves, Harcourt, Brace & World, New York 1960, p. 75.
(Trad. esp.: Los cuatro amores, Rialp, Madrid 2002).
14. Cfr. TOMÁS DE AQUINO, Contra Gentes, IV, 54; S.Th., I-II, q. 82, a. 3, ad 2.
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 223

pensamos en la profunda intuición de Aristóteles: «lo que podemos por


medio de nuestros amigos, es como si lo pudiéramos a través de nosotros
mismos». En la verdadera amistad, la potencialidad que alcanzamos a tra-
vés de los amigos es un don, mientras que en la amistad egoísta dicha po-
tencialidad no aparece ya como un regalo, sino como algo debido y de lo
que se puede disponer a capricho. La amistad útil, que podía estar en-
mascarada bajo la forma de benevolencia, se manifiesta cuando el otro
deja de poseer aquello que nos servía o cuando se echa en cara al amigo
el no ayudarnos. Ciertamente, si el otro es un verdadero amigo, se sentirá
impulsado por el amor a ayudarnos cuando nos vea necesitados, lo que
no quiere decir que la ayuda sea algo debido, pues se trata siempre de un
don.
Es propio de los amigos comunicarse lo que consideran perfectivo
para sus vidas, pertenezca esto a los niveles más elementales o a los supe-
riores; así los amigos comparten el descubrimiento de una buena novela,
de una película, de una persona, y hablan también de sus intereses en los
diversos campos: deportivo, científico, cultural, político, religioso, etc. No
hay que confundir el deseo de los amigos por compartir lo que les perfec-
ciona con intentar imponer al otro lo que se considera bueno, porque en
este caso se elimina la posibilidad misma de compartir, en cuanto que se
atenta contra la libertad del otro.
Una realización peculiar de la donación es el amor humano entre
hombre y mujer. En este caso puede hablarse también de una inclinación
natural, cuya peculiaridad consiste en su dependencia del carácter sexua-
do de la persona. Este tipo de amor, que nace de una afinidad entre dos
personas de sexo diverso, se siente inicialmente como enamoramiento
del otro, en quien se descubre una determinación personal de la riqueza
de valores somáticos y psíquicos característicos de la feminidad o masculi-
nidad humanas.
El enamoramiento, que es fundamentalmente un sentimiento, no
puede fundamentar el amor humano, sino sólo prepararlo, por lo que –a
diferencia de la donación– no debe ser considerado en sí mismo como
fin. Es verdad que habitualmente el enamoramiento no es una pura
atracción, sino que comporta siempre, por lo menos implícitamente, el
querer personal, pues la persona puede, si quiere, evitar dejarse atrapar
en las redes de esa atracción e incluso rechazarla. Por eso, la persona en-
amorada no sólo se siente atraída, sino que también goza de la atracción
porque ha comenzado a amar. Sin embargo, el enamoramiento es sólo la
primera etapa de un proceso en el que la unión, que el enamoramiento
presenta como ya alcanzada, debe realizarse día a día.
El fin natural de este amor es la unión esponsal y la fundación de
una familia. Rechazarlo es señal, por desgracia, de que dicha donación
no es auténtica, pues se elige al otro, pero no la responsabilidad que
224 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

conlleva tal decisión. En el caso de la relación entre los esposos, la auto-


donación presenta un carácter irrevocable: marido y mujer se donan
mutuamente en todas las dimensiones personales que pueden ser recibi-
das por el otro cónyuge. La unión física expresa la donación-recepción
del don, o sea el querer un proyecto existencial común, que dé lugar a la
familia. Una vez manifestada a través del acto conyugal, la autodonación
es irrevocable; revocarla sería un acto de infidelidad: el marido o la mu-
jer no disponen del amor dado, sino para acrecentarlo. La fidelidad no
puede, sin embargo, reducirse a un vínculo jurídico de derechos y debe-
res, nacidos del contrato estipulado entre los esposos. Los derechos y los
deberes custodian sólo la responsabilidad de los cónyuges y la justicia
respecto a los demás miembros de la familia: no se les puede privar de lo
que pertenece a ellos en virtud del contrato matrimonial; pero la dona-
ción va más allá de las cláusulas jurídicas, pues se refiere a la intenciona-
lidad de la persona. Se pueden respetar los derechos y deberes, por lo
menos, durante algún tiempo, y no obstante no existir una verdadera do-
nación.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que en el origen del enamo-
ramiento pueden estar implicadas diversas tendencias, como la sexual, la
de poder y la de estima, que requieren del otro. La conveniencia descu-
bierta en el otro desde el punto de vista tendencial pueden inducir, inclu-
so en la misma vida conyugal, a confundir la donación con actitudes y
comportamientos como los celos que no tienen nada que ver el amor. Para
evitar querer al otro como un medio y no como fin en sí, es preciso descu-
brir cuáles son las raíces de donde brota esa relación. Además, es necesa-
rio darse cuenta de que el enamoramiento no deja desvelarse a la perso-
na en su finitud, pues impide que se perciba todo aquello que en el otro
es negativo.
El descubrimiento de los defectos y faltas del otro en el transcurso de
la vida conyugal con sus momentos de alegría y de dolor, en que desem-
peñan un papel especial los hijos, puede hacer que el cónyuge considere
el enamoramiento inicial como una falsa ilusión, llegando a pensar que
ya no ama. De ahí la importancia de intentar conocer bien al otro tal
como es, sin idealizarlo. La aceptación del otro con sus virtudes y límites
es el primer paso de la auténtica donación, que consiste en quererlo por
sí mismo o también en querer que sea lo que es.
Tras este breve análisis de los diversos tipos de entrega, estamos en
condiciones de indicar lo que caracteriza a la donación humana: se dirige
a la persona por sí misma y, por tanto, está potencialmente abierta a todas
las personas; es duradera y, además, como en el caso de la donación con-
yugal, es irrevocable.
Aunque la donación es el fin de la autoposesión, ninguno de los ti-
pos que hemos visto hasta ahora puede ser el fin último de la vida huma-
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 225

na. De otro modo se caería nuevamente en un círculo vicioso: la dona-


ción humana fundamentaría la autoposesión pero, puesto que este tipo
de donación es imperfecto, tendría necesidad de la autoposesión para rea-
lizarse, por lo que la autoposesión sería, a la que vez que fundada, funda-
mento. Nos encontramos pues frente al hecho de que la donación exige
una amistad que sea perfecta, pues si no no existiría en la persona la ca-
pacidad de darse.
De esta amistad perfecta nos habla la tesis cristiana del amor divino o
Caridad. Sólo Dios es capaz de fundar la donación humana. En efecto, el
fundamento de cualquier donación por parte del hombre es la donación
divina primigenia, es decir, el acto creador divino. El hombre y el mundo
han sido creados por Dios por amor. En el hombre, además de la recep-
ción necesaria del don como en el resto de las criaturas, existe la capaci-
dad de aceptarlo o rechazarlo, o sea de orientar la vida o no hacia Dios
como fin existencial.
La donación originaria divina explica no sólo todas las donaciones
de que es capaz la persona, sino también la posibilidad misma de una do-
nación perfecta. En efecto, la capacidad de entregarse no es una pura
consecuencia de la donación de los padres, pues de este tipo de potencia-
lidad no puede darse razón causalmente como si fuera un puro efecto del
acto de amor conyugal. La donación no es pensable como proceso causal,
porque, si lo fuera, sería infinito. La razón es simple: la donación requie-
re necesariamente de otro, por lo que si se entiende en sentido causal,
conduce a un proceso infinito, en cuanto que cada alteridad finita reen-
vía a otra y así sucesivamente. Es necesaria, por tanto, una donación origi-
naria por parte de un Ser personal que no tiene necesidad de recibir para
darse; puede decirse que su Persona se identifica precisamente con la au-
todonación eterna que por este motivo es origen de todas las demás do-
naciones. En definitiva, la autodonación de los padres puede explicar
parcialmente el paso de la donación potencial del hijo a su actualización,
pero no la existencia de esta misma potencialidad, que requiere en cam-
bio de una donación eterna y autosubsistente.
Por otra parte, para que todas las demás donaciones puedan estar
plenamente fundamentadas es preciso que el hombre se done radical-
mente. Pero la donación radical puede ser sólo una, pues donarse plena-
mente equivale a ponerse por entero en las manos del destinatario del
don y, por consiguiente, que sea él quien da sentido a la propia vida. Para
que nuestro don se mantenga es necesario que el destinatario de nuestra
donación sea fiel y eterno; si no, la donación sería sólo temporal y desapa-
recería. La persona tiene necesidad de ser amada continuamente por una
persona eternamente fiel, o sea por Dios. Precisamente en la aceptación
del amor de Dios por parte del hombre es posible descubrir una elección
radical que la persona debe realizar en un determinado momento de la
226 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

vida, gracias a la cual todas las demás donaciones adquieren sentido. En


este ámbito de una donación radical puede entenderse el profundo sen-
tido de la sentencia agustiniana ama et fac quod vis.
Si hay una donación que es radical ¿para que sirven todas las demás?
Las restantes donaciones dependen de los diferentes grados en que la
persona puede darse y ser recibida (amor paterno-filial, fraterno, espon-
sal). Ninguna de ellas es capaz de recibir a la persona en cuanto tal; por
eso, ni siquiera el amor esponsal, en el que la donación en cierto sentido
se asemeja más a la divina (es exclusiva e irrevocable) puede ser conside-
rada como una donación absoluta. Cuando se la transforma en absoluta,
además de hacer perder el sentido de la vida (la infidelidad del otro o su
muerte supondrían que el sentido de la propia vida es finito), da lugar a
una clausura ante cualquier otro tipo de donación, pues el otro es un ser
limitado que no puede fundamentarlas, más aún puede considerarlas
como contrarias y, por tanto, como un obstáculo 15. De todas formas, el ca-
rácter limitado de estas donaciones no debe hacernos perder de vista su
necesidad y bondad: «cada uno de nosotros es, en cierto sentido, la suma
del amor que le ha sido dado; otros hombres participan realmente en la
creación de nuestra personalidad concreta, tan es así que nosotros, sin
ellos, no habríamos llegado a ser lo que somos. Existen relaciones humanas
decisivas, y nuestro destino depende en gran medida de cómo las vivi-
mos» 16.
En el amor a Dios, la donación, siendo absoluta, está abierta, pues
Dios es el origen de todas las demás donaciones. En este punto descubri-
mos un aspecto esencial de la donación: la identificación entre amante y
amado. Cuando la persona acepta la donación de Dios, ama todo lo que
Él ama. Por eso la donación de Dios al hombre, además de ser fundamento
de las diversas donaciones humanas, perfecciona el bien que se encuen-

15. A pesar del error de Fromm de considerar el amor como una orientación produc-
tiva, cuyo aspecto más importante es la actividad del sujeto, es muy agudo su análisis del
amor narcisista –tanto el del individuo como el de la pareja–, al que tacha de clausura y
egoísmo (cfr. E. FROMM, The Sane Society, Rinehart & Company Inc., New York 1955, sobre
todo el punto titulado Alienación y salud mental).
16. R. BUTTIGLIONE, L’uomo e la famiglia, Editore Dino, Roma 1991, p. 127.
17. Lewis habla de la dedición propia del eros como paradigma del amor que debe-
ríamos practicar en las relaciones con Dios y con el hombre: «como la naturaleza, para el
amante de la naturaleza, da contenido a la palabra gloria, así éste [el eros] da contenido a
la palabra caridad. Es como si, a través del eros, Cristo nos dijese: “Así, precisamente de
esta forma, con esta prodigalidad, sin pensar en cuanto os puede costar, habéis de amar-
me a mí y al último de mis hermanos”» (C.S. LEWIS, The Four Loves, cit., pp. 153-154).
18. Esta tesis ha sido sostenida por D. VON HILDEBRAND, Das Wesen der Liebe, en Ge-
sammelte Werke, Band 3, Habbel-Kohlhammer, Regensburg-Stuttgart 1971, p. 342. Dicho
autor considera que la dicotomía entre el deseo del bien para el amado y del mal para
INTEGRACIÓN DE LA AFECTIVIDAD Y DONACIÓN PERSONAL • 227

tra ya en las donaciones naturales 17. El amor al prójimo por Dios conduce
a la amistad perfecta, pues se lo ama no sólo por ser otro yo, sino sobre
todo por ser imagen y semejanza de Dios 18. En definitiva, la Caridad no
sólo no destruye las demás donaciones, sino que las perfecciona purifi-
cándolas de todo lo que es incompatible con el verdadero amor.

5. CONCLUSIÓN

La perfección del ser personal no consiste sólo en la libertad ontoló-


gica, ni tampoco en la pura libertad operativa que conduce a la autopose-
sión y a la autodeterminación, sino en una libertad cuya actualización co-
rresponde a la verdad de la persona: un ser amado y destinado a amar
eternamente. Sólo si la persona intenta alcanzar voluntariamente el fin al
que ha sido llamada adquiere la perfección que le corresponde; con otras
palabras: para la persona humana ser persona es una perfección ontoló-
gica, indestructible y eterna, pero sólo inicial, mientras que la perfección
última, que se alcanza en el nivel existencial, es su verdad. Si desde el
punto de vista ontológico no es posible crecer ni disminuir en libertad,
desde el punto de vista existencial esta posibilidad está siempre abierta,
pues se puede aceptar o rechazar el fin de la propia libertad.
Hemos visto que dicho fin existencial es la autodonación, es decir,
la entrega de sí. Sólo el otro es fin de esta entrega, porque únicamente
él puede recibir dicha donación. De todas formas, el amor a otra perso-
na humana por sí misma o amistad virtuosa no puede ser considerado
como el fin existencial último de la persona, pues ésta no es capaz de
fundamentar la donación; únicamente Dios, como origen del ser perso-
nal y de la capacidad que el hombre tiene de darse, puede ser el fin últi-
mo y absoluto de la donación personal. La elección de Dios como fin
existencial es el fundamento de la perfección de la persona. Esta elec-
ción no es algo abstracto, sino que se concreta y perfecciona mediante
los actos humanos, aun cuando estos se dirijan a fines diversos (la super-
vivencia, los bienes materiales y espirituales, el trabajo, las relaciones in-
terpersonales, etc.), porque todos ellos pueden ser amados desde, en y
por Dios.
En esta perspectiva, cada acto humano, a pesar de su temporalidad y
contingencia, no es indiferente para la felicidad personal porque, sea vir-
tual o actualmente, supone la aceptación o el rechazo de la donación di-
vina. Tal característica del actuar humano hace que la moralidad no que-

aquellos que contrarían ese amor, sólo se supera cuando el amor al prójimo nace del de-
seo de amar a Dios en todos y de obedecerlo en todo.
228 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

de reducida a un ámbito de la vida del hombre, sino que constituya el nú-


cleo de la misma. Lo que no cae bajo la ley, cae en cambio bajo la acepta-
ción del don, es decir, bajo la caridad, la cual es por eso fundamento de la
obediencia a la ley 19. Se crea así un proceso de retroalimentación entre la
donación y la virtud. La aceptación del don divino a través de la caridad
es el fundamento de las virtudes, las cuales mediante la autoposesión con-
ducen a una mayor donación; esta última, a su vez, aumenta las virtudes
en un crecimiento sin fin, porque el hombre en esta tierra siempre pue-
de autoposeerse y darse más, ya que está llamado a corresponder a una
donación infinita.

19. San Agustín se pregunta: ¿Es el amor el que hace observar los mandamientos o
es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?; y responde: «Pero
¿quién puede poner en duda que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no
ama está privado de motivos para observar los mandamientos» (S. AGUSTÍN, De spiritu et lit-
tera, 19, 34).
BALANCE CONCLUSIVO

A l final de este ensayo podemos trazar un breve balance conclusivo de


nuestro análisis de la afectividad. En primer lugar, hemos confirma-
do la hipótesis que abría la investigación: toda teoría de la afectividad se
basa en una concepción filosófica de la persona, que influye sea en las ex-
periencias que se admiten como pertinentes, sea en el modo de inter-
pretarlas.
El examen de las teorías de la afectividad se presenta así como un
método adecuado para someter al tamiz de la crítica las diversas antropo-
logías y a la inversa. De este modo, se descubre que determinadas premi-
sas antropológicas son falsas: unas veces porque la coherencia con ellas
imposibilita dar una explicación de la experiencia afectiva o, por lo me-
nos, hace surgir importantes problemas; otras, porque la experiencia
afectiva obliga a ser incoherentes con la propia concepción antropológi-
ca.
Tras aplicar el método recién citado al dualismo de cuño cartesiano
y al monismo materialista, se observa que tanto uno como otro son inade-
cuados para explicar la complejidad de los fenómenos afectivos, pues re-
ducen la afectividad a un solo tipo de experiencia: la conciencia, en el
caso del cartesianismo; la materia física, en el del monismo. La afectivi-
dad, sin embargo, no admite una interpretación reductiva: no es sólo un
fenómeno de conciencia, ni sólo comportamiento (ni siquiera en sentido
amplio: gestos, lenguaje, acciones), pues uno y otro son aspectos insepa-
rables de una misma experiencia. Lo que no significa que la conciencia y
la acción estén presentes de la misma forma en el afecto: mientras que el
fenómeno de conciencia se da siempre (no hay afectos sin conciencia de
una relación inseparable entre subjetividad tendente y realidad), la ac-
ción no se realiza muchas veces, como sucede cuando uno logra contro-
lar el miedo o la ira. Existe, sin embargo, una relación entre los dos aspec-
230 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

tos de la afectividad, que hemos denominado de posibilidad; por ejem-


plo, entre el sentir la realidad como peligrosa y la fuga. Precisamente, a
través de esa relación, se descubre la raíz de la afectividad: la tendenciali-
dad humana; en efecto, en la medida en que la persona tiene, por ejem-
plo, la tendencia a salvaguardar la propia vida o fama, puede sentir la rea-
lidad como peligrosa o vergonzosa y, por consiguiente, sentirse empujado
a huir o a ocultarse.
La tendencialidad desempeña así una función mediadora entre el ser
personal, del cual es un tipo especial de potencialidad, y el acto humano,
hacia el cual se dirige. En virtud de esa función, la tendencialidad se colo-
ca como vínculo de unión entre las dos perfecciones de la persona: la en-
titativa, que corresponde a la realidad ontológica, y la existencial, que de-
pende de la obtención del fin (el conocimiento y el amor de Dios). De
este fin participan la multiplicidad de las tendencias humanas de acuerdo
con lo que santo Tomás llama analogía de la semejanza y del orden: el
amor a sí mismo, el amor a los demás y, en fin, el amor a Dios.
Si bien el Aquinate habla de este amor tendencial o natural sólo des-
de el punto de vista metafísico, hemos visto que es posible tratarlo también
desde el punto de vista existencial, pues la tendencia humana participa de
la estructura somático-psíquico-espiritual de la persona. El aspecto somáti-
co aparece como dinamización orgánica en las tendencias básicas (nutriti-
va, de supervivencia, sexual); se muestra, en cambio, como conmoción, en
los demás deseos; o no se manifiesta, como en la inclinación a Dios, pues
se trata de una tendencia puramente espiritual. Es verdad que, como sos-
tiene santo Tomás, cabe siempre la posibilidad de un influjo de la inclina-
ción de la voluntad en la sensibilidad, cuando la persona ama con mucha
intensidad. El aspecto espiritual de la tendencia se descubre, en cambio,
indirectamente, a través de lo que hemos llamado su apertura al mundo y
al acto humano. Esto es posible porque se da una especie de plexo entre la
tendencialidad y el binomio razón-voluntad en virtud del mismo origen,
pues son potencialidades de una misma persona.
Antes de que la tendencia encuentre el objeto conveniente, la dinami-
zación somática puede dar lugar a determinadas sensaciones en que la sub-
jetividad se experimenta como tendente: hambre, sed, etc. Pero es, sobre
todo, en el encuentro con la realidad conocida como objeto conveniente
donde la tendencia se actualiza en forma de emociones y sentimientos. Se
experimenta así la realidad en una amplia gama de matices existenciales:
como peligrosa, amable, odiosa, admirable, sublime, etc.
La tendencia no se agota en la posesión intencional de su objeto,
sino que busca la realidad que la satisface. De ahí su inclinación a trasfor-
marse en acto humano. La tendencia no requiere sólo el acto humano de
la persona, sino también el de los demás, sobre todo cuando la persona
BALANCE CONCLUSIVO • 231

por falta de uso de razón o enfermedad se halla incapacitada para actuar


adecuadamente. En virtud de dicho acto interpersonal, sobre todo en el
ámbito de la familia y de las demás relaciones humanas, la persona descu-
bre el significado de las propias tendencias, aprendiendo a interpretarlas
y valorarlas no según el juicio natural (aspecto afectivo), sino de acuerdo
con la verdad de la persona.
Además de las funciones de la razón, la tendencia necesita el uso de
la voluntad para alcanzar el objeto propio. La inclinación tendencial pre-
senta diversos motivos para actuar de una forma u otra, que son sólo po-
sibilidades de acción. La trasformación de estas posibilidades en algo real
corre a cargo de la voluntad, pues ésta –a diferencia de la tendencialidad
espontánea– es reflexiva: la persona no sólo quiere, sino que quiere-que-
rer. El hombre no sólo necesita de determinados fines percibidos como
reales, sino sobre todo del conocimiento de sí mismo y de la relación de
esos fines con lo que se quiere en un momento determinado. La volun-
tad humana aparece como un momento especial de la tendencialidad hu-
mana pues, al querer algo, no lo hace como una inclinación parcial de la
subjetividad, sino que involucra la totalidad de la persona, ya que al que-
rer ésta se autoposee y autodetermina. La voluntad, a causa de su carácter
tendencial e intencional, no se manifiesta sólo en la volición, sino tam-
bién en la afectividad, pues la persona, además de querer-querer, goza de
aquello que quiere.
La fruición que la persona experimenta al querer algo y, de forma es-
pecial, al amar al otro, nos hace entender que la afectividad no sólo permi-
te acceder a las potencialidades de la persona, sino también a la misma
persona desde el punto de vista existencial. La afectividad se manifiesta
tanto en la actualización de la tendencia que ha encontrado un objeto
adecuado o contrario (enamoramiento, compasión, miedo, envidia, etc.)
como en el reflejo del acto humano (placer, gozo, alegría). Pero, mientras
que –en la actualización– la afectividad aparece como relación natural en-
tre subjetividad tendente y realidad, en el acto humano se manifiesta sim-
plemente como adecuación del acto a la naturaleza, a los deseos o al que-
rer personales y, sobre todo, a la verdad de la persona, es decir, a su
destino de amor. Como hemos visto, el reflejo de la afectividad respecto a
la donación no siempre se experimenta, por lo que cabe un amor sin afec-
tos. No puede afirmarse –como hace el romanticismo posmoderno– que
el sentimiento es el único criterio para actuar y vivir auténticamente.
La continuidad de la donación es fuente de virtud o de disposiciones
a actuar de acuerdo con lo que la persona es. Por eso, en la medida en que
las tendencias se orientan, a través de las virtudes, a inclinarse y juzgar en
conformidad con la verdad personal, habrá momentos en que el reflejo
afectivo de la inclinación tendencial, lejos de ser un obstáculo para la pro-
pia donación, sea un elemento de ayuda.
232 • ANTROPOLOGÍA DE LA AFECTIVIDAD

Estas consideraciones son importantes para plantear bien la educa-


ción de la afectividad, huyendo así de dos extremos hoy en boga: actuar
sólo cuando se experimenta el reflejo afectivo, o negar a este reflejo, en
nuestras acciones, cualquier valor. Se debe encontrar el equilibrio entre
la valoración positiva y la necesidad de actuar sin probar nada o incluso
experimentando sentimientos contrarios a lo que hacemos.
En definitiva, el amor no se identifica con el afecto que puede acom-
pañarlo (enamoramiento, gozo, fruición, alegría), sino con la donación.
La donación personal no hay que confundirla, sin embargo, con la activi-
dad del amante. En primer lugar, porque la donación humana se basa en
la capacidad de darse que ninguno puede conferirse a sí mismo; en se-
gundo lugar, porque para que la donación sea tal se requiere la acepta-
ción del don y, por consiguiente, la actividad de otra persona que, a su
vez, se da. Mediante esta estructura donación-recepción puede resolverse
la paradoja romántica del amor: una dependencia en que se siente la in-
finitud del propio yo. En efecto, más que concebir el amor como pura
perfección del sujeto, o sea como una independencia llena de actividad
(lo que conduce a la contradicción de una independencia que se muestra
en la dependencia), hay que concebirlo como perfección perfeccionante
de la propia persona y, a la vez, del otro. El carácter doblemente perfecti-
vo del amor depende de su estructura de reciprocidad: no sólo amando
al otro se alcanza la propia perfección, pues la donación al otro forma
parte del fin personal, sino que con la aceptación del don por parte del
otro se va más alla de la perfección personal individual, pues amante y
amado participan de una perfección que los trasciende: el don mutuo.
Si esto sucede ya en el ámbito del amor humano, con mayor razón
ocurrirá en el de la amistad divina. Es verdad que la persona, cuando ama
a Dios, no lo perfecciona, puesto que es infinito y la perfección de la per-
sona humana depende completamente de la donación originaria. Sin
embargo, aceptando la donación de Dios, el hombre no sólo se perfeccio-
na como persona, sino que participa de la misma vida divina. La dona-
ción a Dios, a través de la caridad, además de permitir a la persona una
mayor autoposesión y una autoderminación más libre, la hace feliz. De
ahí que, en la felicidad de la autodonación a Dios y a los demás por Él, la
afectividad alcance la cima más elevada: la persona no sólo sabe que ama,
sino que, sobre todo, se sabe amada de modo infinito.
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DEL
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TEXTOS
El consentimiento matrimonial. Técnicas de calificación y exégesis de las causas ca-
nónicas de nulidad (cc. 1095 a 1107 CIC). Pedro-Juan Viladrich
Manual de Sociología de la Familia. Pierpaolo Donati
Antropología de la Afectividad. Antonio Malo Pé

CLÁSICOS DE MATRIMONIO Y FAMILIA


Esencia del amor. Dietrich von Hildebrand
Una Caro. Escritos sobre el matrimonio. Javier Hervada

FAMILIA, MATRIMONIO Y DERECHO


Agonía del matrimonio legal (4.ª ed.). Pedro-Juan Viladrich
Convenios reguladores de las relaciones conyugales paterno-filiales y patrimoniales en
las crisis del matrimonio (2.ª ed.). Edición dirigida por Pedro-Juan Viladrich
Dinámica de la comunicación en el matrimonio. Pautas de evaluación (2.ª ed.). Da-
vid Isaacs
El hogar y el ajuar de la familia en las crisis matrimoniales. Bases conceptuales y cri-
terios judiciales. Edición coordinada por Pedro-Juan Viladrich

OBRAS DE CONSULTA
Matrimonio. El matrimonio y su expresión canónica ante el III milenio. Edición dirigi-
da por Pedro-Juan Viladrich, Javier Escrivá-Ivars, Juan Ignacio Bañares y Jorge Mi-
ras.
Vivir y morir con dignidad. Temas fundamentales de Bioética en una sociedad plural.
Ana Marta González, Elena Postigo y Susana Aulestiarte (Eds.).

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