Você está na página 1de 5

El emo Morales.

A los doce años, Juan Morales llegó a la capital junto a su padre. Esperaban
encontrar en Buenos Aires una vida mejor, en un próspero país, que comenzaba a
ubicarse entre las mejores naciones del mundo. En Bolivia no quedaba mucho por hacer
y la subsistencia cotidiana se hacía difícil. La dura vida en Huarina, frente al lago
Titicaca, hizo que su padre se viera obligado a emigrar. Había visto los colores de la
bandera Argentina en una pared frente a su casa de adobe y techo de paja. El pedestal de
la estatua del Mariscal de Zepita, Andrés Santa Cruz, que veía desde su ventana, tenía
unos matices celeste y blanco. Su hermana, a la que no veía desde hacía cinco años,
trabajaba como empleada doméstica en una acomodada familia porteña. A menudo,
enviaba algo de dinero, para la subsistencia de su familia. Por ello, las pocas esperanzas
que quedaban, estaban centradas en ese país que limitaban al sur.
Desde niño, Juan había mostrado un gran talento para la poesía y la literatura. Era un
gran prosista, capaz de narrar con claridad, las más ocultas agitaciones del alma. Pero
semejante profundidad artística, no podía desarrollarse en el árido ambiente de su
pueblo. Su padre le enseñó las bondades de la coca. Aquella hoja, podía producirle
ciertas alucinaciones, que le permitían elaborar ideas y pensamientos profundos. Era
capaza de abrirle la mente a un mundo distinto, que no podían ver sus ojos. A diferencia
de ese polvo blanco que enloquecía a los yanquis, la hoja verde era capaz de abrirle la
puerta a una nueva dimensión. Aprendió a tocar el siku y la quena, para entonar
carnavalitos. Le encantaban esos sonidos algo melancólicos y angustiosos, con sus
lamentos armónicos. Con el tiempo aprendió a tocar el taquirari, la chovena y el
huayno. Aprendió a bailar la cueca, las diabladas y las caporales. Su padre le enseño
algunas técnicas ancestrales de pesca y la fabricación de canoas de totora. Desde los
ocho años, lo enviaban a trabajar en la zafra de caña de azúcar, pero su pasión era el
arte.
Sus jornadas se alteraban entre la escuela y el trabajo. Los fines de semana salía con
su canoa a dar vueltas por el lago, para conseguir algo que comer. Su padre lo reprendía
fuertemente, cuando no traía nada a su hogar. Entonces, en algunas ocasiones, solía
llevar algunas ranas gigantes, para que su madre las cocine. La Ramona, las
condimentaba y adobaba, en base a una receta milenaria, que se servía en los mejores
restaurantes de La Paz. Pero en esta dura vida lacustre; las ocasiones en que Juan podía
manifestar sus emociones y su arte eran muy pocas. El iletrado y analfabeto mundo en
que vivía, no le daba lugar s su poesía. Respiraba una impresionante y valiosa cultura,
pero pocos eran capaces de escribir acerca de ella.
Cuando su hermano Pedro de dos años, murió a causa de la bronquitis y la
desnutrición, su padre supo que era el momento de buscar otros horizontes. Mató los
pocos animales que le quedaban en el corral. Se dirigió a la carnicería del pueblo. Y con
lo que recaudó compró tres pasajes a Buenos Aires.
Las luces y el esplendor de la gran ciudad, serían la garantía de una vida próspera.
Cuando lograron alquilar su primera pieza en la zona de Constitución, buscaron una
escuela para su hijo. Enviaron a Juan a un instituto humanista, para que mejorara sus
dotes literarias. Pero sus docentes no fueron capaces de interpretar su extraño arte
aborigen. Al parecer sus narraciones eran algo escabrosas y repletas de simbolismos
ocultos.
Al principio sus compañeros lo discriminaban por su país de origen. Le decían
“blackie” o “negro”, junto a una serie de agraviantes epítetos, acerca de su nacionalidad.
Se reían de sus ropas de llama y alpaca multicolores. Lo burlaban por su color de piel y
se aprovechaban de su mansedumbre. La humillación que sufría no tenía límites. No

1
podía comprender, como un país que recibió con las manos abiertas a millones de
inmigrantes, le mostraba semejante hostilidad. Aunque con el tiempo comprendió, que
en el mundo hay millones de seres discriminados por las más diversas causas. Había
venido a esta tierra a sufrir y a ser perseguido, por comprometerse con su identidad.
Entonces trató de canalizar ese dolor, por medio de una nueva forma de vida. Es así,
que comenzó a participar de un grupo de jóvenes llamados “emos”. Allí se sintió
aceptado y comprendió que el problema está, en que el mundo no nos comprende.
Algunas veces, quienes defienden su cultura y su origen, pueden convertirse en víctimas
de un sistema injusto. Hay mucho odio hacia el que es distinto y se aleja de los
estereotipos universales. Muy pocos son capaces de interpretar a las personas sensibles
y prefieren discriminarlas. Pero también entendió, que el dolor es una forma de
canalizar esa discriminación. Juan Morales era el mártir de un mundo, donde no había
lugar para los sensibles.
Con el apoyo de su grupo de pertenencia, logró compartir y difundir su cultura
emocional. Así logró ir perfeccionando su literatura, con un giro hacia lo oscuro y
perverso. La selva porteña lo hizo abandonar su docilidad y volverse más irónico. El
sarcasmo de sus frases, le permitió aumentar su agresividad y elaborar ideas de un
tenebroso contenido. Sus cuentos parecían indescifrables, aunque tenían una gran
aceptación entres sus amigos góticos. Se desarrollaban en lúgubres castillos y
monasterios medievales donde imperaba el terror. Los cementerios, cadáveres,
vampiros, fantasmas, demonios y monstruos, eran sus temas predilectos. En sus obras
demostraba que el miedo y el dolor, pueden ser una de las más maravillosas y sublimes
expresiones del arte.
Dejó de lado la vestimenta de su pueblo aymará, cambiando los alegres colores por
una armonía más oscura. Sus ropas negras con toques de rosa, a veces se matizaban con
alguna otra prenda de color. La idea era romper con la monotonía de la vestimenta
oscura, que suelen usar los góticos. Con ellos compartía parte de su estética, pero sus
ideales eran diametralmente opuestos. Junto a los amigos de su nuevo grupo, pudo
expresar y manifestar su dolor junto a otros adolescentes que lo entendían. El abandono
y la soledad de su calvario era entendido por miles de jóvenes que padecían lo mismo.
El flequillo tapándole su ojo derecho era su marca de pertenencia. Al igual que todos
sus amigos tapaba su mirada para ocultar aquella parte de su sociedad que le daba
vergüenza. De alguna manera, ese ojo cubierto, los ocultaba de quienes los miraban con
desprecio. Pero la alegría de sus cantos bolivianos se trocó en una mirada triste. Junto a
sus amigos, solía reunirse en la plaza Rodríguez Peña, frente al palacio Pizzurno.
Entonces, comprendió que formaba parte de un fenómeno mundial. Descubrió que su
cultura podía ser global, a diferencia de esa pobre sabiduría que había aprendido a
orillas del gran lago. Una nueva civilización se le aparecía ante sus ojos y lo unía con
todos aquellos que querían vivir sus emociones. Los “emo” o emocionales, tenían algo
que gritarle a la sociedad. Debían expresar todo su dolor y hacer partícipes a los
millones de adolescentes que compartían su sensibilidad. La manera de vestirse les daba
una entidad común, con los cientos de jóvenes que compartían sus ideales. Las
zapatillas amplias, los pantalones negros ajustados al cuerpo, los pañuelos que
ocultaban su antebrazo, los piercing en su cuerpo, algún tatuaje y sus buzos oscuros, les
daban una identidad universal.
Pero sus raros peinados, su aspecto extravagante y su cuidada estética, hacia que sus
compañeros del colegio lo tildaran de homosexual. Dejaron de llamarlo “bolita”
miserable, para tratarlo como gay reprimido. Sus parpados delineados con negro y sus
uñas pintadas de rojo, le daban un aspecto extraño. Había que ser muy raro, para usar
esas prendas de color rosa o fucsia. Sus compañeros, no entendían el estilo andrógino de

2
la cultura emo, como tampoco habían entendido su mundo del altiplano. Las agresiones
verbales y los insultos de todo tipo que le proferían, hacían que su depresión no tuviera
límites. Pero sabía que en todo ese dolor y en su dominio; estaba la esencia de la vida
del emo. Su ropa no expresaba más que la belleza, el miedo, la angustia y la
autenticidad de sus sentimientos. Por ello, no dudaba en llorar y en cortarse las venas.
Las cicatrices que ocultaba con un pañuelo, eran el pasaporte de entrada a su grupo de
pertenencia. Es verdad que tenía cierto andar afeminado. Pero ello se debía a su carácter
refinado.
Juan tenía algunos problemas con la comida, pues desde muy pequeño había tenido
cierta tendencia a la gordura. Por ello, se empeñaba con sumo esfuerzo en tener
controlada su figura aliñada. Es que para un emo no hay nada peor que ser un poco
gordo. La delgadez, la mirada angustiada y la vestimenta dark, eran los ideales de la
estética emo. La palidez extrema de su piel, le había hecho perder parte de su antiguo
color puneño. Su nueva sabiduría emo, pasaba fundamentalmente por la estética y las
emociones. A ellos no les importaban esos absurdos ideales de transformar el mundo o
hacer política. Semejantes excentricidades eran algo fuera de su alcance, pues el dolor
de sus vidas era la única realidad que los atravesaba. Cambiar el mundo o soñar con un
mundo más justo, les parecía un ideal absurdo, en un mundo donde no hay lugar para la
esperanza. El cosmos era un lugar vacío, imposible de transformar, en donde sólo había
lugar para el dolor y la melancolía. Si bien habían copiado algo de los góticos, nada les
importaban sus debates acerca de Dios y el demonio. Para ellos, las únicas verdades que
existían era el sufrimiento, el suplicio, la tortura y la aflicción. Lo único cierto era el
sufrimiento, que todos debemos atravesar.
Su padre lo golpeó varias veces, mientras lo tildaba de maricón. En la cultura
machista de la que provenía, no había nada peor que tener un hijo con actitudes de
mariquita. Mientras se rompía el lomo trabajando en una constructora de renombre, su
hijo le parecía un idiota. Lo consideraba un inútil, que sólo servía para estar todo el día
frente a una computadora o escribiendo cuentos absurdos. Parecía que nadie entendía al
pobre Juan. Su compañera, a la que llamaba mi novia cadáver, era la única capaz de
comprender algo de su terrible angustia. Con ella perfeccionaron la idea filosófica de su
grupo, que manifestaba que la única forma de controlar el dolor, consiste en hacerse una
serie de cortes en las venas del antebrazo. El corte de la piel, no es más que un signo de
descontento con el mundo que no los entiende. El cortarse las venas, era un rito que
practicaba un buen número de emos. Pero era sobre todo, una forma de sentirse vivo, un
procedimiento que excitaba su emoción.
A Yamila la había conocido en un evento freak en la zona del Abasto. Allí se
encontró con gente muy extravagante y de gran imaginación para vestirse. En una época
había sido cosplayer y una fanática de los animé japoneses. Pero con el tiempo se cansó
de imitar a extraños dibujitos y quiso buscar una identidad propia. Su nombre completo
era Yamila Pérez Alberti y pertenecía a una familia acomodada de Recoleta. Al poco
tiempo de conocerse, se hicieron dos profundos cortes en el brazo izquierdo. Así
buscaban afianzar su vínculo y su aspiración de controlar el dolor. Luego subieron a
Internet ese video; llamado “Declaración de amor”. Allí presentaban un tutorial, en
donde enseñaban cómo hacer el proceso de corte de venas. Primero tomaban una hoja
de afeitar, luego colocaban su brazo izquierdo frente a la cámara y culminaban haciendo
un corte vertical a lo largo de toda la vena. Después de semejante corte; mientras
miraban a la cámara, produjeron su habitual grito ensordecedor o “scream”. Este grito
de desesperación, no era más que un signo de su profundo dolor. Una forma de
transmitir el dolor del alma al físico, para poder superarlo.

3
Al poco tiempo, comprobaron con alegría, que fue uno de los videos más vistos y un
icono de la cultura emo. Se hicieron famosos en la Web y hasta tuvieron un grupo de
admiradores. Su padre lo creyó un suicida y pensó en recurrir a un psicólogo. Sin duda
que Juan fantaseaba con la muerte, pero no se creía capaz de semejante cosa.
Junto a sus estrafalarios amigos, organizaban fiestas en distintos locales bailables,
donde mostraban sus pasos de moda. Con su novia hacían “la danza del epiléptico”, que
al poco tiempo, se transformó en furor dentro del movimiento flogger. Sus temblores y
convulsiones espasmódicas, impusieron una nueva moda en la danza. Hacían
variaciones de su paso agregándole desgarradores gritos, tirándose al piso, poniéndose
rígidos o exagerando sus espasmos musculares. Pero en verdad sólo trataban de imitar a
su músico predilecto Ian Curtis, bailando el tema “She’s lost control”.
Cuando Morales vio en la red su nuevo paso, imitado por los floggers, se enloqueció
y se hizo un par de cortes en sus venas. Su danza del epiléptico pasó a convertirse en el
baile electro. No pudo soportar que esos vanidosos idiotas, les robaran su danza y la
promocionaran en su Fotolog. Sus amigos emos despreciaban esa música estridente con
sonido a lavarropas roto. También detestaban el heavy metal, la cumbia y el regetton,
pues no eran capaces de manifestar las emociones más puras del ser humano. Les
causaba repulsión esa estridente música de tambores electrónicos golpeteando sin
sentido.
Al poco tiempo, sus sentimientos se convirtieron en rechazo hacia quienes le habían
robado su paso. Destilando odio por sus venas, se dirigió junto a sus amigos hacia el
shopping, donde se juntaban los presumidos floggers. Allí arremetió contra ellos, con
duras palabras amenazantes. Los acusó de robarles parte de su cultura, su estética y sus
bailes. Entonces, luego de una serie de insultos, se armó una terrible gresca que le dejó
su tabique partido. Sabía que en todo el mundo se estaba organizando una campaña para
pegarle a todos los emos. Había una conspiración anti emo, que buscaba hacerlos
desaparecer del planeta.
Luego de seis meses de noviazgo, el padre de Yamila le impidió continuar junto a él.
Le parecía algo desagradable, que una niña de su clase compartiera su vida con un
boliviano. Cuando Juan fue a buscarla a su departamento de la calle Arroyo, le dijo que
era un mugriento, un repulsivo y asqueroso indígena. Le dio un par de golpes y lo
amenazó, invitándolo a olvidarse de su hija. Le ofreció algo de dinero para abandonarla
y agregó que si no lo hacía así, podía aparecer muerto en algún zanjón.
Por un momento, Yamila creyó que era posible fugarse junto a su amado y
emprender una vida juntos. Aún guardaba algo de afecto por su compañero. Pero a los
diecisiete años, parecía una empresa imposible. Entonces en medio de un tormento
espantoso, le dijo a Juan que era el momento de separarse. Le explicó que ellos sabían
que la vida es así, que se trata de un eterno sufrir, alternado con efímeros momentos de
amor.
Con un suplicio indescriptible, Morales pensó nuevamente en el suicidio. Su
romanticismo parecía quebrarse y dirigirse hacia una zona autodestructiva. Una terrible
crisis lo colocó frente a la inevitable dualidad entre la vida y la muerte. La luz y las
tinieblas se debatían en su alma atormentada. Entonces se dirigió a su habitación y
colocó en la videograbadora su película favorita. Ya se conocía de memoria aquella
danza que los esqueletos hacían durante Halloween en “El extraño mundo de Jack”.
Luego comenzó a cortarse y a infligirse golpes en su espalda; mientras lloraba
amargamente. No se animó a gritar, pues no quiso que sus padres se enteren del daño
que se hacía.

4
Entonces recordó las palabras de su canción predilecta1: ¿Por qué está el dormitorio
tan frío dándome tu la espalada?... Tengo un sabor en la boca mientras la
desesperación me hace presa.
Todas las puertas del paraíso, que esperaba encontrar en su patria adoptiva, se
encontraban cerradas. No había lugar para su cultura marginal y su angustia se hizo
incomprensible para los miles de seres superficiales de este mundo. Se sintió una nada y
un ser sin sentido. Entonces, se dirigió hacia la cocina, se ató una cuerda sobre su cuello
y se subió a una silla. Luego ató firmemente el otro extremo de la soga sobre una
columna y empujó la silla fuertemente. Y en medio de un desesperado grito, que sonó
como un fuerte lamento boliviano, se ahorcó.
El sueño de Juan y las esperanzas de su padre en la nueva tierra prometida, quedaron
truncos. Se había propuesto comprender la nueva cultura que impregnaba la gran
ciudad. Se olvidó de la Pacha Mama, el uso de la coca, la pesca en el Titicaca y su
música con acordes de caja y charango. Pero la nueva cultura terminó con su vida.
Abandonó la creatividad de su tribu aymará, para encontrar algo de luz en su nueva
tribu. Pero sus ideales de esperanza, contacto con la tierra y gratitud al Creador, se
convirtieron en una vida vacía y sin sentido, que lo condujo a la muerte. Al parecer, no
había lugar para los marginales, en esta Argentina en colapso. Lo que España había
hecho físicamente con la devastación de su cultura; Argentina se lo estaba haciendo
espiritualmente al no incluirlos. No lo hacían con espadas o fusiles, sino con el gesto de
una sonrisa hipócrita. A diferencia de la antigua brutalidad española, ahora usaban su
educada xenofobia. Y mientras el señor Morales lloraba la pérdida de su hijo; se
preguntaba: ¿Será la cultura actual superior a la de mis amadas tribus originarias?

Horacio Hernández.

http://www.horaciohernandez.blogspot.com

1
Love will tear us apart, de Joy Division, 1979.

Você também pode gostar