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Tolerancia

La tolerancia social es la capacidad de aceptación de una persona a otra que no es capaz de


soportar a alguien o a un grupo ante lo que no es similar a sus valores o las normas
establecidas por la sociedad .Es el respeto a las ideas, creencias o prácticas de los demás
cuando son diferentes o contrarias a las propias. Es la actitud que una persona tiene respecto a
aquello que es diferente de sus valores. Es la capacidad de escuchar y aceptar a los demás,
comprendiendo el valor de las distintas formas de entender la vida.

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Lo que la tolerancia no es

Tolerancia no es hacer concesiones, pero tampoco es indiferencia. Para ser tolerante es


necesario conocer al otro. Es el respeto mutuo mediante el entendimiento mutuo. Según
ciertas teorías el miedo y la ignorancia son las raíces que causan la intolerancia y sus patrones
pueden imprimirse en la psique humana desde muy temprana edad. Por ello, se podría decir
que la tolerancia es el respeto mutuo, incluso, cuando el entendimiento mutuo no existe.

A menudo se tiende a asimilar la tolerancia a unas nociones, que aunque cercanas en algunos
puntos, se revelan fundamentalmente diferentes.

La tolerancia se ejerce cuando un individuo tiene la autoridad o el poder de prohibir o


suspender una acción que considere indeseable o molesta y no lo hace, sino que deja actuar.

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La indiferencia

La indiferencia es no sentir ni bien ni mal , frente a lo que se percibe. No es en absoluto


necesaria la tolerancia frente a cosas por las cuales no se siente emoción alguna. Por ejemplo,
una persona para quien las cuestiones religiosas no es una preocupaciòn, o no ser calificado.

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La indulgencia

La indulgencia va más allá de la tolerancia, pues es una disposición a la bondad, a la clemencia,


una facilidad de perdonar, mientras que la tolerancia puede ser condescendiente. La
indulgencia es la capacidad que tiene el individuo de pasar por alto una acción que considera
es nociva.

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El respeto

El respeto supone que se comprenda y comparta los valores de una persona o de una idea
cuya autoridad o valor actúa sobre nosotros. A través del respeto, juzgamos favorablemente
algo o a alguien; por el contrario, a través de la tolerancia, intentamos soportar algo o alguien
independientemente del juicio que le asignamos: podemos odiar aquello que toleramos.
Además para poder respetar a los demás, tiene que primero respetarse uno mismo.

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Tolerancia e ideal

Se considera generalmente la tolerancia como una virtud, pues tiende a evitar los conflictos.
Así de uno mismo.", Ejercicio de felicidad, Albert Memmi

"El espíritu de tolerancia es el arte de ser feliz en compañía de otros.", Los puntos sobre las
íes", Pauline Vaillancourt lo que incluye una virtud del sentido del mundo antiguo

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Tolerancia y reprobación

Sin embargo, se considera generalmente que no hay tolerancia sin agresión, es decir que sólo
se puede ser tolerante frente aquello que nos molesta (es decir con lo que no se está de
acuerdo) pero que se acepta por respeto al individuo (el humanismo) o para la defensa de un
ideal de libertad (el liberalismo).

La tolerancia por respeto al individuo se podría formular como:

"No estoy de acuerdo contigo, pero te dejo que lo hagas por respeto a las diferencias"

La tolerancia para la defensa de un ideal de libertad, está perfectamente ilustrada por una
célebre citación atribuida de manera apócrifa a Voltaire ¹:
"No estoy de acuerdo con lo que me dices, pero lucharé hasta el final para que puedas
decirlo".

La tolerancia es sea una elección dictada por una convicción, sea una elección
condescendiente. En todos los casos, para que haya tolerancia, debe haber elección
deliberada. Sólo se puede ser tolerante con aquello que uno puede intentar impedir. La
aceptación bajo constricción es la sumisión.

Desde los años 1950, la tolerancia se define generalmente como un estado mental de apertura
hacia el otro. Se trata de admitir maneras de pensar y actuar diferentes de aquéllas que uno
mismo tiene.

Es tanto más difícil comprender un comportamiento (y eventualmente aceptarlo) cuanto que


uno no conoce los orígenes del mismo. Por ello la educación se considera a menudo un vector
de tolerancia.

Así Helen Keller decía "El mejor alcance de la educación es la tolerancia."

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Tolerancia civil

Puesto que las mentalidades - en algunos sujetos - evolucionan más rápido que las leyes, existe
un desfase entre la moral social (la de un grupo legítimo) y las leyes cívicas. Así, algunas
disposiciones de la ley pueden, en un momento dado, ser reconocidas como inadaptadas y,
por eso, no ser aplicadas más que parcialmente o nada en absoluto, por falta de medios.

Se puede citar como ejemplo:

las casas de tolerancia, establecimientos de prostitución antaño reglamentadas por la ley


francesa y después prohibidas Las modalidades de aplicación de la ley que deberían depender
de los decretos que las promulgan, dependen de hecho a menudo de la disponibilidad del
poder de hacer que se apliquen. Por ejemplo, los decretos Jean Zay (1936) prevén la
prohibición de llevar signos religiosos y políticos en las escuelas francesas, sin embargo, la no
aplicación de esos decretos ha conducido a someter una nueva ley sobre el mismo tema en
2004.
Así Georges Clémenceau decía en Au soir de la pensée, "Toda tolerancia se convierte a la larga
en un derecho adquirido."

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La tolerancia según Locke

Históricamente, la primera noción de tolerancia es la defendida por John Locke en su Carta


sobre la tolerancia, que es definida por la fórmula "dejad de combatir lo que no se puede
cambiar".

Desde un punto de vista social, se trata de soportar aquello que es contrario a la moral (o a la
ética) del grupo puesta como un absoluto. Se trata principalmente de reacción frente a un
comportamiento que se juzga malo, pero que se acepta porque no se puede hacer otra cosa.
Es pues a partir de una glorificación del sufrimiento que se establece una concepción ética de
la tolerancia.

El respeto al individuo y a sus ideas interviene solamente a partir del momento en que no se
puede convocar el poder público contra su manera de actuar y este respeto no aparece
globalmente hasta a partir de 1948 y de la declaración universal de los derechos humanos.

En este marco, la tolerancia no es un valor individual, sino un dinamismo que evoluciona entre
la recepción de la regla y la aptitud del poder para hacer que se respete la misma.

Esta noción de tolerancia depende pues de la manera en que el poder concibe su relación con
la verdad y de los medios que está dispuesto a invertir para hacer valer esta concepción.

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Ejemplo

Los debates contemporáneos sobre la homosexualidad. Mientras el poder público consideró


las prácticas de esta minoría como un delito, era fácil amenazar a un homosexual con la
pérdida de su trabajo u organizar cazas de homosexuales las cuales permanecían impunes.
Desde que el delito ha desaparecido del código civil de la mayoría de países democráticos, se
respeta a los individuos al tiempo que se manifiesta en contra de aquellos proyectos que
apuntan a reconocerles el pleno disfrute de los Derechos Humanos.

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Resumen y análisis de los argumentos de la Carta sobre la tolerancia de Locke

Para las citas de la Carta usamos la edición de Pedro Bravo Gala, editorial Tecnos, Madrid,
1998.

Locke elaboró una de las más famosas y clásicas defensas de la tolerancia, en una obra que dio
mucho que hablar en su tiempo. En la citada obra, desarrolla una serie de argumentos a favor
de la tolerancia de los gobiernos; argumentos que en algunos aspectos aún se puede
considerar que tienen una enorme vigencia. Se trata de la Carta sobre la tolerancia, escrita en
1685. Esta obra, como la naciente idea de tolerancia, resulta estrechamente vinculada al
surgimiento del mundo moderno; representa la expresión y el reflejo de una concepción del
estado que ha desembocado en las actuales democracias liberales, las cuales reposan sobre la
libertad de los individuos; libertad que se ha de materializar, entre otras cosas, en la
posibilidad de mantener cualquiera de los cultos religiosos. De hecho, el propósito estricto de
la Carta fue fundamentar sobre bases firmes la libertad religiosa.

Pues bien, frente a ello, el modelo de estado democrático liberal, nacido con la Modernidad,
considera necesario establecer una serie de libertades en los individuos, dentro de las cuales
está la libertad religiosa (hoy, equiparable a la libertad de conciencia). Resulta inseparable la
defensa de la tolerancia como consentimiento del surgimiento de este tipo de estado. La lucha
contra la intolerancia y, consecuentemente, la consagración de la libertad religiosa y de
conciencia como un derecho político, ha estado ligada históricamente al proceso de
constitución del Estado democrático liberal, uno de cuyos elementos integrantes es el
reconocimiento de la personalidad individual como origen, fin y limitación de la actividad
estatal.

Pedro Bravo Gala, en la introducción a la edición citada de la obra de Locke, también señala
que la marcha hacia la tolerancia aparece ligada a la marcha hacia la idea de libertad y la
eliminación de coacciones por parte de los estados. En esta realización histórica de los
principios individualistas, fueron hitos la Reforma Protestante, las revoluciones inglesa y
americana y la Ilustración. Estos principios se resumen en la idea de "libertad personal", que
considera un dominio de acción exclusivo del individuo, inmune a la acción del poder político.
Se defiende, desde esta perspectiva, la reducción al mínimo del grado de coacción ejercido por
el estado y su influencia en la vida del individuo. Dentro de este ámbito, exclusivamente
individual, se ubica la creencia religiosa. Esta tolerancia ligada a lo religioso, acabará estándolo
a la libertad personal en todas las esferas, además de la religiosa, que no afecten al prójimo. La
tolerancia, una vez desborde el campo de lo religioso, acabará íntimamente vinculada a la
libertad de pensamiento.

Pero la realización práctica de la tolerancia, en un primer momento, se dio cuando grupos


religiosos dominantes dejaron manifestar su diferencia al disidente, renunciando a imponer
sus puntos de vista. Esto implica la separación de la política y la vida religiosa; el estado sólo ha
de intervenir en lo público. Lo religioso, como perteneciente al ámbito de lo privado, deja de
ser de su incumbencia. Esta será la idea fundamental de la Carta; la separación entre la Iglesia
y el Estado, entre el Trono y el Altar. La defensa de la tolerancia hecha por Locke, por tanto,
deriva de su filosofía política, la cual propugna un modelo de estado cuyas funciones son tan
sólo preservar la vida, libertad y propiedades de sus ciudadanos. El camino para ser feliz o
adorar a Dios que cada uno escoja no pertenece al ámbito de la regulación estatal. Pero
veamos los argumentos desarrollados en la Carta, de modo más analítico.

Comienza esta obra con la aseveración “La tolerancia es la característica de la verdadera


Iglesia” (Pg. 3). La coacción para convertir no es algo que se desprenda del mensaje cristiano,
sino la caridad y la virtud. No se puede "amar" persiguiendo y atormentando. Más bien, del
cristianismo se desprende todo lo contrario: “la tolerancia de aquellos que difieren de otros en
materia de religión se ajusta tanto al Evangelio de Jesucristo y a la genuina razón de la
humanidad, que parece monstruoso que haya hombres tan ciegos como para no percibir con
igual claridad su necesidad y sus ventajas” (Pg.8). Esta sería la justificación "teológica" de la
tolerancia religiosa, en la que Locke usa el sentido del propio cristianismo para justificar una
tolerancia de raíz cristiana.

Pero el argumento más poderoso parte de la separación de lo civil y lo religioso. Locke insiste
en descubrir el engaño que supone cometer maldades encubriéndose en el interés general o
en la religión. No debe ser esa la actuación o función del Estado. Más bien, éste es “una
sociedad de hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus
propios intereses de índole civil” (Pg. 8). El magistrado ha de velar por estos intereses de
manera justa, pero no es de su competencia la salvación de las almas, porque:

1º) "El cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil ni a ningún otro hombre"
(Pg. 9), ni por Dios ni por los otros hombres.
2º) Su poder no alcanza el ámbito de la creencia, pues todo lo más que se puede hacer en este
terreno es persuadir, pero no mandar. No es posible mandar que se crea algo; los castigos no
son eficaces para producir la fe verdadera. "la fe no es fe si no se cree" (Pg. 10).

3º) Si el magistrado tuviera que ver en las cuestiones de salvación, "los hombres deberían su
felicidad o su miseria eternas a los lugares donde hubieran nacido" (Pg. 12), quedando
descartada la responsabilidad del propio individuo. Y si no es labor del magistrado coaccionar
para convertir a la religión, tampoco lo es de la Iglesia, la cual es una "sociedad libre y
voluntaria" (Pg. 13) que no debe ejercer autoridad. Al menos, Cristo nunca lo dijo. Afirma
nuestro filósofo: “yo no comprendo cómo puede llamarse Iglesia de Cristo una Iglesia que esté
establecida sobre leyes que no son de Él (...)” (Pg. 16). Cristo jamás expresó que hubiera que
perseguir para convertir. En todo caso, se puede exhortar y aconsejar, e incluso expulsar de la
Iglesia, pero nada más. Ejercer la fuerza sólo le corresponde al magistrado, quien tampoco la
debe emplear para algo más que para garantizar las libertades.

¿Hasta dónde se extiende el deber de tolerancia y en qué medida obliga a cada uno? Locke
aborda el tema de los límites de lo tolerable en cuatro puntos:

1º) "Ninguna Iglesia está obligada en virtud del deber de tolerancia a retener en su seno a una
persona que, después de haber sido amonestada, continúa obstinadamente transgrediendo las
leyes de la sociedad" (Pg. 18). Nunca cabe el uso de la fuerza o el castigo, pero sí se justifica la
expulsión del propio seno de quien no se amolda a las reglas de la "sociedad eclesiástica".

2º) "Ninguna persona privada tiene derecho alguno, en ningún caso, a perjudicar a otra
persona en sus goces civiles porque sea de otra Iglesia o religión" (Pg. 18). La tolerancia no sólo
debe ejercerla el magistrado, sino las propias Iglesias entre sí, pues el poder civil no les
corresponde. Sólo el poder civil puede coaccionar, pero tampoco puede hacerlo para obligar a
seguir una religión determinada. Resulta intolerable, por tanto, quien procure emplear la
fuerza para coaccionar en materia religiosa.

Quien debe decidir qué Iglesia es la verdadera es sólo Dios. No se puede saber cuál lo es, y
aunque se supiera, la verdadera Iglesia no tendría derecho a destruir a la otra. En esto, Locke
propugna una amplia libertad religiosa: “Nadie, (...), ni las personas individuales ni las Iglesias,
ni siquiera los Estados, tienen justos títulos para invadir los derechos civiles y las propiedades
mundanas de los demás bajo el pretexto de la religión” (Pg. 22). Esto es porque “Ni la paz, ni la
seguridad, ni siquiera la amistad común, pueden establecerse o preservarse entre los hombres
mientras prevalezca la opinión de que el dominio está fundado en la gracia y que la religión ha
de ser propagada por la fuerza de las armas” (Pg. 23). Lo cual quiere decir que nunca habrá paz
mientras no haya tolerancia. Éste es uno de los principales motivos esgrimidos por numerosos
pensadores para pretender la universalización de un espíritu de tolerancia que englobe
diversos aspectos.

3º) La autoridad de los curas no puede ir más allá de lo estrictamente religioso: “La Iglesia en sí
es una cosa absolutamente distinta y separada del Estado” (Pg. 23). En esta idea se soporta
todo argumento a favor de la tolerancia. Si se mezclan Iglesia (Religión) y Estado, si el Estado
asume funciones religiosas, será imposible que tengamos una sociedad tolerante, por lo
menos en lo religioso. Con este espíritu, las constituciones de los actuales estados
democráticos declaran la aconfesionalidad de los mismos. Si un estado es confesional, las
libertades no están garantizadas, en la medida en que se impone un modo de vida. La
tolerancia política requiere un Estado neutral en cuanto a religión se refiere.

4º) Nuevamente insiste Locke: “El cuidado de las almas no corresponde al magistrado” (Pg.
26). No se puede salvar a los hombres contra su voluntad y, además, la mayoría de las veces
las discrepancias lo son en cuestiones frívolas. Cuál sea el camino correcto lo dilucida cada
hombre en privado. Sea o no por consejo de una Iglesia, si no hay íntima convicción, no hay
salvación. “Solamente la fe y la sinceridad interior procuran la aceptación de Dios” (Pg. 33).

En suma, todo el razonamiento de Locke se basa en la separación de lo civil y lo religioso. “El


bien público es la regla y medida de toda actividad legislativa” (Pg. 35). Esto quiere decir que el
Estado sólo debe prohibir aquello que perjudique a terceros. Es cierto que no debe permitir las
opiniones contrarias a la sociedad humana o a las reglas morales necesarias para la
preservación de la sociedad civil, pero normalmente, este no es el caso de las religiones. “El
papel de las leyes no es cuidar de la verdad de las opiniones, sino de la seguridad del Estado y
de los bienes y de la persona de cada hombre en particular” (Pg. 48). La perdición de un alma
no conlleva perjuicio a terceros. Si el Estado se inmiscuye en la "salvación" de sus súbditos, si
obliga en materia religiosa, la paz no está garantizada. En cambio, “Los gobiernos justos y
moderados están tranquilos en todas partes, y en todas partes seguros, pero la opresión
levanta fermentos y hace a los hombres luchar para liberarse de un yugo molesto y tiránico”
(Pg. 65).

En síntesis, no se debe intervenir o coaccionar en asuntos religiosos. Esto se justifica a partir de


varios argumentos:

1º) Un argumento político: Los males de la sociedad provienen de la intolerancia, no de la


división. No es necesaria la unidad de fe y culto para mantener el orden; aún más, la tolerancia
es lo que garantiza la paz social. 2º) Varios argumentos teológicos: a) La Iglesia es una sociedad
libre y voluntaria. b) La creencia y el culto han de ser sinceros. c) La persecución es
anticristiana. 3º) Un argumento racionalista: La conciencia es incoaccionable. Se ha de aceptar,
además, la natural ignorancia humana ante la oscuridad del mundo y se ha de confiar en las
virtudes de la discusión para descubrir la verdad. Esta idea la desarrollará principalmente, en el
pensamiento liberal, John Stuart Mill.

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Voltaire y el Tratado de la tolerancia

Las citas de Voltaire se han extraído de la siguiente edición del Tratado de la tolerancia:
Editorial Crítica, Barcelona, 1992. Y del Diccionario de filosofía, Akal, Madrid, 1985.

Otro autor de la Ilustración, además de Locke, que abordó directamente la problemática de la


tolerancia fue Voltaire (1694-1778). A través de su Tratado de la tolerancia y en los artículos
"Fanatismo" y "Tolerancia" de su Diccionario filosófico nos encontramos con argumentos que
confirman y complementan la defensa de la tolerancia hecha por Locke. También, aunque de
menor importancia, escribió un extenso poema sobre la tolerancia: La Henriade, en 1723,
donde critica el fanatismo y sus trágicas consecuencias. Veamos sobre qué bases fundamenta
nuestro filósofo la necesidad de ser tolerantes y cómo entiende que ha de ser la tolerancia,
pero antes hemos de realizar algunas precisiones sobre su filosofía general que consideramos
pertinentes.

Voltaire representa el ala radical de la Ilustración francesa. Su obra significa la última


consecuencia del espíritu crítico ilustrado. Se debate entre el optimismo y la confianza en el
ser humano, por un lado, y la desesperación ante la estupidez humana que lo contradice
(asunto que desarrolla en su divertido cuento Cándido, o el optimista). Esta estupidez sólo
podrá curarse con la Ilustración, esto es, con la supresión del prejuicio y la aplicación de la
razón crítica a las costumbres sociales, la política y el conocimiento. En esta línea se desarrolla
la defensa de la tolerancia que esboza en su tratado. No obstante, en oposición a Leibnitz (con
cuyo exagerado optimismo se enfrenta directamente) y a Rousseau, no elimina un marcado
pesimismo que le lleva a reconocer la existencia y predominio del mal, ante lo cual la razón se
debate impotente. Esto no le impide apelar a ella, a la “sana razón humana”, para que
intervenga en la lucha a favor del bien. Esta lucha es la del mal contra el bien, del saber contra
la ignorancia, de la prudencia contra el fanatismo.

En el Tratado, Voltaire parte del "asunto de Calas", un caso real de persecución desatada
contra una familia de calvinistas franceses. En 1762 fue ejecutado el comerciante Juan Calas,
bajo la falsa acusación de haber asesinado a su hijo porque éste pretendía convertirse al
catolicismo. Alrededor de este asunto, se desarrolló una trama de sucesos, narrada por
Voltaire, donde se puso de manifiesto una vez más la intolerancia y el fanatismo de la misma
sociedad que los ilustrados querían "salvar" desde la razón y su hermana gemela, la libertad.
Ante tales acontecimientos, nuestro autor exclama: “Parece que el fanatismo, indignado por el
éxito de la razón, se vuelve contra ella con más rabia” (P. 15).

Pues bien, afirma, mientras existan pueblos y gobernantes intolerantes, habrá guerras,
tumultos y, por tanto, desgracia. Por el contrario, la tolerancia proporciona paz y prosperidad a
la sociedad. En este sentido, escribe: “(...), esa tolerancia jamás produjo guerras civiles; la
intolerancia ha convertido la tierra en una carnicería” (P. 33). La tolerancia se presenta como
principio para la convivencia, como único modo de vivir en paz y libremente: “(...) y el gran
principio, el principio universal de uno y otro, está en toda la tierra: 'No hagas lo que no
quieras que te hagan'. Pues bien, si se sigue este principio no se advierte cómo un hombre
puede decir a otro: 'Cree lo que yo creo y que tú no puedes creer o morirás'” (P. 39).

La intolerancia se opone a cuanto de racional hay en el hombre y nos acerca a las fieras: “(...) el
derecho de intolerancia es absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres; es mucho más
horrible aún, porque los tigres no se destrozan sino para comer, y nosotros nos hemos
exterminado por unas frases” (P. 40). Voltaire apela a la Historia para demostrar que “(...) de
todos los pueblos civilizados de la antigüedad, ninguno cohibió la libertad de pensamiento” (P.
41).

Argumenta, como ya había hecho Locke, que la persecución intolerante es incoherente con el
verdadero espíritu cristiano, lo que contradice la trayectoria de fanatismo que la Iglesia ha
mantenido durante siglos. “Si no me engaño, hay muy pocos pasajes en los Evangelios, de los
que el espíritu perseguidor haya podido inferir que la intolerancia y la coacción son legítimas;”
(P. 85). Voltaire comenta y cita numerosos episodios bíblicos que apoyan esta idea. En el
Diccionario filosófico, afirma: “De todas las religiones, la cristiana es, sin duda, la que tiene que
inspirar más tolerancia, aunque hasta aquí los cristianos hayan sido los más intolerantes de
todos los hombres” (P. 497).

Donde no hay razón, abunda la intolerancia. Queremos resaltar el énfasis pionero que pone en
ello nuestro filósofo. De la superstición, nace el fanatismo. Existe, por tanto, una estrecha
relación entre la tolerancia y el espíritu crítico y racional que nos conduce al conocimiento del
mundo y de nosotros mismos; como conclusión de su Tratado, Voltaire lo afirma:

“Sólo los espíritus razonables piensan noblemente; cabezas coronadas, almas dignas de su
rango, han dado grandes ejemplos en esta ocasión. Sus nombres serán señalados en los fastos
de la filosofía, que consiste en el horror a la superstición, y en esa caridad universal que
Cicerón recomienda: Charitas humani generis. Esa caridad, cuyo nombre se ha apropiado la
teología, como si sólo a ella perteneciese, pero cuya realidad ha proscrito con frecuencia.
Caridad, amor al género humano; virtud desconocida de los embaucadores, de los pedantes
que argumentan y de los fanáticos que persiguen” (P. 171).

Otro motivo, que se suma a los ya expuestos, para fomentar una actitud tolerante es la
evidencia de que somos seres imperfectos, a quienes cuesta hallar verdades. En el Diccionario
filosófico afirma en este sentido: “Todos estamos modelados de debilidades y de errores.
Perdonémonos las necedades recíprocamente, (...)” (P. 494) “(...) tenemos que tolerarnos
mutuamente, porque somos débiles, inconsecuentes y sujetos a la mutabilidad y al error” (P.
501).

Por último, es muy digno de mención, además de la justificación de la tolerancia que desde su
espíritu comprometido e ilustrado acomete, el sentido profundo de un lema que él hizo
famoso: Écrasez l´infâme! (¡No dejes de pisotear al infame!). Lo podemos parafrasear como no
toleres jamás la intolerancia. Es decir, la propia tolerancia apunta hacia unos límites que no
puede traspasar, so pena de dejar de serlo.

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John Stuart Mill y la defensa de la libertad de pensamiento

JOHN STUART MILL (1806-1873): LA TOLERANCIA COMO INSTRUMENTO EN LA BÚSQUEDA DE


LA VERDAD.

John Stuart Mill escribió la que podría considerarse una de las mejores defensas de la
tolerancia y la libertad de pensamiento que jamás se hayan hecho. Se trata del ya clásico
escrito Sobre la libertad, elaborado en 1859. Vamos a resumir brevemente las ideas que en él
se contienen, destacando como aspecto novedoso y superador de anteriores concepciones de
la “tolerancia” las relaciones existentes entre tolerancia y libertad. Nos referiremos en las citas
a la edición de su obra "Sobre la libertad", de Alianza Editorial, Madrid, 1993.
En la introducción, afirma J. S. Mill que, al escribir esta obra, lo mueve la pretensión de
ocuparse de la libertad en su sentido político, es decir, de los límites que se han de poner al
poder de la sociedad sobre el individuo. Esta es una pretensión, nos dice, que se ha tenido en
todas las épocas, desde los tiempos en los que era necesario protegerse de los excesos de una
tiranía, hasta aquellos en los que es la mayoría, en un gobierno democrático, quien ejerce su
opresión. Esto es así porque no siempre quien gobierna representa verdaderamente al pueblo
gobernado. “El pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es
ejercido (...). El pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las
precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder” (P. 59).
En este sentido, también la mayoría puede ejercer su tiranía. Habría, por tanto, que colocar un
límite, y más sabiendo que “(...) los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa
porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas impuestas a
la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión” (P. 62).

La opinión de Mill es que el gobierno sólo se halla legitimado para intervenir si hay que evitar
daños a terceros; el propio bien de la persona, físico o moral, no es justificación suficiente. Esta
es su respuesta a las acciones emprendidas por numerosos gobiernos, a lo largo de la historia,
a fin de garantizar la "salvación eterna" de los súbditos. Cuando Locke afirmaba que el Estado
no tiene autoridad en cuestiones religiosas, nos estaba planteando por adelantado esta idea
política que desarrollará Mill. De nuevo, la tolerancia gubernamental nos viene asociada a la
separación del poder del ámbito privado de la vida de los ciudadanos. Este ámbito incluye las
decisiones respecto a la propia felicidad, que sólo conciernen a los propios individuos. Cada
uno, defiende Mill, es soberano de sí mismo. En un marco histórico adecuado, por tanto, se ha
de dar la libertad como posibilidad de labrarse el propio camino de la felicidad, sin ser
obligados a vivir a la manera de otros, y sin que privemos a otros de seguir su camino. Resulta
fundamental esta distinción, ya vista en Locke, entre una esfera pública y otra privada en la
sociedad.

Acto seguido, Mill desarrolla por extenso una excelente defensa de la libertad de pensamiento
y discusión. Esta libertad se basaría en el respeto a las opiniones ajenas y a la expresión de las
mismas. Se opone nuestro autor a todo tipo de censura, que no conduce sino a la conversión
de lo defendido en dogma, a una cristalización o congelación del pensamiento cuya
consecuencia es el alejamiento de la verdad, ya que ésta requiere la batalla con sus contrarios
para ser profundizada. Esta es una de las consecuencias negativas de la intolerancia. La
censura, como manifestación de la intolerancia, no sólo no es buena para el progreso, sino que
es causante de terribles errores, ya que aleja del auténtico modo de conocer las cosas. Apoya
Mill esta tesis en la historia y muestra que para que la verdad prospere ha de darse la discusión
libre ("La especulación libre y audaz sobre los problemas más elevados") y el respeto a todas
las opiniones. “Sólo a través de la diversidad de opiniones puede abrirse paso la verdad” (P.
114) Para el libre desenvolvimiento del genio, por tanto, es preciso garantizar la libertad, de
manera que la diversidad sea tolerada e integrada en el común debate que garantiza la paz y el
progreso.
El planteamiento de Mill para justificar la tolerancia como medio de asegurar nuestro camino
hacia la verdad, se basa en una triple posibilidad: “Que la opinión aceptada pueda ser falsa y,
por consiguiente, alguna otra pueda ser verdadera, o que siendo verdadera sea esencial un
conflicto con el error opuesto para la clara comprensión y profundo sentimiento de su verdad”
(P. 111). La tercera posibilidad es que ambas perspectivas tengan algo de verdaderas. En
cualquier caso, la censura de las opiniones ajenas se opone al progreso (entendiendo éste
como el crecimiento de conocimientos acerca del universo y sus consecuencias práctico-
morales), pues atenta contra la búsqueda racional de verdades. La verdad sólo puede
desvelarse en un marco de tolerancia donde tengan cabida diversas perspectivas. Esto
constituye una "utilidad racional o epistemológica" de la tolerancia.

La tolerancia, en efecto, tiene una de sus principales justificaciones en que resulta


imprescindible para el conocimiento. Si queremos saber, hemos de estar dispuestos a
aprender de los demás y a cuestionar nuestra opinión. En esto radica el talante tolerante. Este
carácter no es sino el de quien sabe escuchar a los demás y dialogar con ellos sin más
pretensión que la búsqueda de la verdad. Para ello, resulta necesaria la autenticidad y la
lealtad en la discusión. Si se discute con otras pretensiones, no estamos buscando verdades ni
siguiendo las reglas de una discusión racional.

Las consideraciones expuestas conducen, de modo ineludible, a la exaltación de la


particularidad y así lo hace nuestro autor. Es preciso respetar lo concreto, en la medida en que
participa de una parte de verdad. Frente a las concepciones esencialistas que tratan de
imponer una única perspectiva a la diversidad y ven mal la multiplicación de modos, Mill
afirma que “(...) la diversidad no es un mal, sino un bien (P. 126). Por ello la valora: (...) El libre
desenvolvimiento de la individualidad es uno de los principios esenciales del bienestar” (P.
127). Esta individualidad puede ser la manifestada por una joven generación respecto a la
precedente. Es un hecho que no somos seres mecánicos que imitan y siguen ciegamente una
costumbre. Por eso, la juventud debe usar e interpretar a su manera particular lo recibido. Hay
que resaltar y defender la originalidad, cuidando de que la sociedad no la sofoque, como
ocurre con todo tipo de despotismo. En relación a esto, Mill nos dice que “es sólo el cultivo de
la individualidad lo que produce, o puede producir, seres humanos bien desarrollados” (P.
136). Para ello es preciso un entorno de libertad, para que el genio se desenvuelva sin
ataduras. En esto se fundamenta la valoración de la diversidad y la justificación de la tolerancia
hacia los modos singulares de la existencia.

En los capítulos posteriores de su obra, Mill apunta a una serie de consideraciones que giran
en torno a la problemática acerca de los límites de la tolerancia; es decir, ¿hasta dónde se
puede permitir la libertad de acción por parte de los individuos? ¿Hasta qué punto debemos
tolerar y cuándo no? Básicamente, la respuesta de nuestro autor es que siempre podemos
actuar, mientras no perjudiquemos los intereses del otro. Es decir, en lo que concierne
exclusivamente a uno mismo, nadie debe intervenir. La intervención del Estado sólo se justifica
cuando una acción tiene repercusiones en otras personas. Se puede y debe tolerar todo,
siempre y cuando lo tolerado no se muestre, a su vez, intolerante. Es en ese punto donde
ubicamos los límites de la tolerancia.

Como vemos, la tolerancia se relaciona estrechamente con la libertad. De hecho, su defensa


aparece vinculada al liberalismo político, movimiento ideológico que aboga por las libertades
individuales y del cual J.S. Mill es un representante. Con posterioridad, y actualmente, la
defensa de la tolerancia se conecta con la apuesta democrática por el respeto a las ideas o
rasgos de los demás que no compartimos, teniendo un componente solidario que falta al
individualismo liberal. En todo caso, la tolerancia aparece como algo propio del sistema
político democrático, y, por el contrario, como algo fundamentalmente opuesto a los sistemas
totalitarios que pueden albergar actitudes racistas, xenófobas o violentas. El adelanto de Mill
respecto a Locke estriba en la exaltación expresa de la diversidad. En efecto, la pluralidad es
una característica de la naturaleza humana, y oponerse a ella es irracional e inmoral. De su
obra se desprende que es preferible mantener la autonomía más que el acierto en la elección.
A la larga, la autonomía garantiza el progreso.

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Tolerancia y progreso

En la época ilustrada (S. XVIII), se puso de manifiesto con abundancia, por parte de los
pensadores ilustrados, la relación que existe entre una actitud de tolerancia y el bienestar de
los pueblos. Esto es porque según ellos, el progreso en las ciencias, en la tecnología, en las
leyes y costumbres sólo podía desarrollarse en un marco adecuado de respeto y proliferación
de ideas divergentes. Es algo que numerosos ilustrados señalaron reiteradamente, con la
excepción de Rousseau, cuya visión del progreso difería. Así, la concepción de progreso
desarrollada por Turgot en sus Discursos sobre el progreso humano (TURGOT, A.R.J. (1991)
Discursos sobre el progreso humano. Madrid: Tecnos. (versión original 1750)) parte de la idea
de que el ser humano se encuentra en principio sobre el mundo como frente a un enigma. Sólo
mediante la experiencia y múltiples tanteos puede llegar a hacerse una imagen clara del
mundo.

El mundo es para Turgot, en efecto, enigmático: “(...) y el hombre, cuando comienza a buscar
la verdad, se encuentra en medio de un laberinto donde entra con los ojos vendados” (Turgot,
Op. Cit., 42). Esta idea conduce a una defensa de la tolerancia basada en la necesidad de que
ésta presida una continua investigación y búsqueda de la verdad. De hecho, este clásico
defensor de la idea de progreso insiste en que todo intento de fosilización de una cultura, por
muy meritoria que ésta haya mostrado ser, atenta contra la lenta pero ascendente marcha del
progreso.
Tenemos, pues, que fomentar la proliferación de ideas y aceptarlas todas como pasos
necesarios en la construcción de la verdad. “Así, a fuerza de tantear, de multiplicar los
sistemas, de agotar -por decirlo así- los errores, se llega finalmente al conocimiento de un gran
número de verdades” (Ib., 43). Esta idea reaparece en todos los representantes de la
Ilustración: la necesidad de una tolerancia generalizada que permita el desarrollo de las
ciencias y/o el progreso.

Asimismo, como hemos visto en la Carta sobre la tolerancia de Locke, se defenderá de modo
tajante la separación radical entre la religión y el Estado. El establecimiento de un "imperio de
la tolerancia" implicaba la crítica a ciertas estructuras sociales y políticas. En este sentido, su
defensa de la tolerancia va pareja a un fuerte espíritu crítico u al ataque contra el fanatismo de
los gobiernos e Iglesias (esto resulta especialmente relevante en Voltaire).

En el siglo XX, la necesidad de una amplia tolerancia para poder hablar de progreso en las
culturas la ha desarrollado Levi-Strauss en sus ensayos "Raza e historia" y "Raza y cultura"
(LEVI-STRAUSS, Cl. (1996) Raza y cultura. Madrid: Cátedra). Aunque este autor advierte que no
existe un progreso en términos absolutos, sino tan sólo en relación a los criterios particulares
de quien juzga acerca de su existencia. “(...) el progreso no es más que el máximo de los
progresos en el sentido predeterminado por el gusto de cada uno” (LEVI-STRAUSS, Op. Cit.,
90).

En realidad, el esfuerzo creador y la invención, que caracterizan la noción actual de progreso,


son propios de todos los pueblos. Prueba de ello es que numerosos inventos proceden de
culturas no occidentales (Cfr. Ib., 87). Esto es así porque las formas más llamativas de culturas
acumulativas (las que más claramente parecen progresar) no han sido culturas aisladas, sino
culturas que combinan voluntaria o involuntariamente sus "juegos respectivos" (es decir,
investigaciones e indagaciones en la naturaleza y la tecnología, por ejemplo) y se coaligan con
otras. La posibilidad de progreso dependerá del número y diversidad de culturas que juegan en
común. Todos los puntos de vista, todas las culturas, han de colaborar para que exista
progreso. En este sentido, nuestro autor concluye que todas merecen ser toleradas en su
originalidad, en cuanto representan juegos únicos. La tolerancia tiene el sentido de fomentar
esta particularidad, como aportación original a las demás (Ib., 104).

El progreso sólo es posible concebirlo si existe relación e intercambio entre culturas que, no
obstante, deben mantener, para que su aportación sea valiosa, sus propias peculiaridades. En
este sentido, todas las culturas participan de un progreso y acumulan descubrimientos. En el
supuesto de que una no lo hiciera, sería como consecuencia de su total aislamiento.
Afirma Levi-Strauss: “(...) la historia acumulativa es la forma de la historia característica de
estos superorganismos sociales que constituyen los grupos de sociedades, mientras que la
historia estacionaria -si existe de verdad- sería la marca de ese género de vida inferior, que es
el de las sociedades solitarias” (Ib., 94). El progreso no es, por tanto, patrimonio de una sola
cultura (como se ha creído, de manera etnocéntrica), sino que se da necesariamente entre
varias. “(...) no es la propiedad de ciertas razas o de ciertas culturas que se distinguirían así de
las otras” (Idem.).

Es necesaria la coalición de las diversas culturas, que se comuniquen y, en cierto sentido, se


unan, pero que a la vez que interaccionan mantengan las diferencias, las peculiaridades que les
son propias a cada una. "La civilización mundial no podría ser otra cosa que la coalición, a
escala mundial, de culturas que preservan cada una su originalidad (Ib., 97).

Estas reflexiones de Levi-Strauss le llevan a caracterizar la tolerancia de este modo:

“(...) no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es;
es una actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere
ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante
nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (...) es que se realice
bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los
demás” (Ib., 104).

La tolerancia, concebida como admisión de las diferencias manifestadas en el OTRO, es


necesaria, pues, para que exista el progreso en su vertiente, por ejemplo, tecnológica. Pero al
final de su defensa del intercambio cultural, Levi-Strauss se manifiesta fundamentalmente
pesimista, pues considera que las fricciones y conflictos interculturales parecen responder a
múltiples y complejas causas que las convierten en inevitables (Ib., 141-142). De este modo,
los contactos interculturales no siempre son tan productivos y, desgraciadamente, pueden
generar serios conflictos; pero no por eso hemos de renunciar a apelar a la razón para
demostrar las ventajas consecuentes del respeto y la aceptación del otro. Y si por si esto fuera
poco, la gravedad de los posibles conflictos podría conducirnos al suicidio colectivo, con lo que
no nos queda más remedio, en este mundo multicultural y dinámico, que optar de una vez por
todas por la tolerancia, según el autor suizo.

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