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Lo que la tolerancia no es
A menudo se tiende a asimilar la tolerancia a unas nociones, que aunque cercanas en algunos
puntos, se revelan fundamentalmente diferentes.
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La indiferencia
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La indulgencia
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El respeto
El respeto supone que se comprenda y comparta los valores de una persona o de una idea
cuya autoridad o valor actúa sobre nosotros. A través del respeto, juzgamos favorablemente
algo o a alguien; por el contrario, a través de la tolerancia, intentamos soportar algo o alguien
independientemente del juicio que le asignamos: podemos odiar aquello que toleramos.
Además para poder respetar a los demás, tiene que primero respetarse uno mismo.
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Tolerancia e ideal
Se considera generalmente la tolerancia como una virtud, pues tiende a evitar los conflictos.
Así de uno mismo.", Ejercicio de felicidad, Albert Memmi
"El espíritu de tolerancia es el arte de ser feliz en compañía de otros.", Los puntos sobre las
íes", Pauline Vaillancourt lo que incluye una virtud del sentido del mundo antiguo
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Tolerancia y reprobación
Sin embargo, se considera generalmente que no hay tolerancia sin agresión, es decir que sólo
se puede ser tolerante frente aquello que nos molesta (es decir con lo que no se está de
acuerdo) pero que se acepta por respeto al individuo (el humanismo) o para la defensa de un
ideal de libertad (el liberalismo).
"No estoy de acuerdo contigo, pero te dejo que lo hagas por respeto a las diferencias"
La tolerancia para la defensa de un ideal de libertad, está perfectamente ilustrada por una
célebre citación atribuida de manera apócrifa a Voltaire ¹:
"No estoy de acuerdo con lo que me dices, pero lucharé hasta el final para que puedas
decirlo".
La tolerancia es sea una elección dictada por una convicción, sea una elección
condescendiente. En todos los casos, para que haya tolerancia, debe haber elección
deliberada. Sólo se puede ser tolerante con aquello que uno puede intentar impedir. La
aceptación bajo constricción es la sumisión.
Desde los años 1950, la tolerancia se define generalmente como un estado mental de apertura
hacia el otro. Se trata de admitir maneras de pensar y actuar diferentes de aquéllas que uno
mismo tiene.
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Tolerancia civil
Puesto que las mentalidades - en algunos sujetos - evolucionan más rápido que las leyes, existe
un desfase entre la moral social (la de un grupo legítimo) y las leyes cívicas. Así, algunas
disposiciones de la ley pueden, en un momento dado, ser reconocidas como inadaptadas y,
por eso, no ser aplicadas más que parcialmente o nada en absoluto, por falta de medios.
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Desde un punto de vista social, se trata de soportar aquello que es contrario a la moral (o a la
ética) del grupo puesta como un absoluto. Se trata principalmente de reacción frente a un
comportamiento que se juzga malo, pero que se acepta porque no se puede hacer otra cosa.
Es pues a partir de una glorificación del sufrimiento que se establece una concepción ética de
la tolerancia.
El respeto al individuo y a sus ideas interviene solamente a partir del momento en que no se
puede convocar el poder público contra su manera de actuar y este respeto no aparece
globalmente hasta a partir de 1948 y de la declaración universal de los derechos humanos.
En este marco, la tolerancia no es un valor individual, sino un dinamismo que evoluciona entre
la recepción de la regla y la aptitud del poder para hacer que se respete la misma.
Esta noción de tolerancia depende pues de la manera en que el poder concibe su relación con
la verdad y de los medios que está dispuesto a invertir para hacer valer esta concepción.
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Ejemplo
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Para las citas de la Carta usamos la edición de Pedro Bravo Gala, editorial Tecnos, Madrid,
1998.
Locke elaboró una de las más famosas y clásicas defensas de la tolerancia, en una obra que dio
mucho que hablar en su tiempo. En la citada obra, desarrolla una serie de argumentos a favor
de la tolerancia de los gobiernos; argumentos que en algunos aspectos aún se puede
considerar que tienen una enorme vigencia. Se trata de la Carta sobre la tolerancia, escrita en
1685. Esta obra, como la naciente idea de tolerancia, resulta estrechamente vinculada al
surgimiento del mundo moderno; representa la expresión y el reflejo de una concepción del
estado que ha desembocado en las actuales democracias liberales, las cuales reposan sobre la
libertad de los individuos; libertad que se ha de materializar, entre otras cosas, en la
posibilidad de mantener cualquiera de los cultos religiosos. De hecho, el propósito estricto de
la Carta fue fundamentar sobre bases firmes la libertad religiosa.
Pues bien, frente a ello, el modelo de estado democrático liberal, nacido con la Modernidad,
considera necesario establecer una serie de libertades en los individuos, dentro de las cuales
está la libertad religiosa (hoy, equiparable a la libertad de conciencia). Resulta inseparable la
defensa de la tolerancia como consentimiento del surgimiento de este tipo de estado. La lucha
contra la intolerancia y, consecuentemente, la consagración de la libertad religiosa y de
conciencia como un derecho político, ha estado ligada históricamente al proceso de
constitución del Estado democrático liberal, uno de cuyos elementos integrantes es el
reconocimiento de la personalidad individual como origen, fin y limitación de la actividad
estatal.
Pedro Bravo Gala, en la introducción a la edición citada de la obra de Locke, también señala
que la marcha hacia la tolerancia aparece ligada a la marcha hacia la idea de libertad y la
eliminación de coacciones por parte de los estados. En esta realización histórica de los
principios individualistas, fueron hitos la Reforma Protestante, las revoluciones inglesa y
americana y la Ilustración. Estos principios se resumen en la idea de "libertad personal", que
considera un dominio de acción exclusivo del individuo, inmune a la acción del poder político.
Se defiende, desde esta perspectiva, la reducción al mínimo del grado de coacción ejercido por
el estado y su influencia en la vida del individuo. Dentro de este ámbito, exclusivamente
individual, se ubica la creencia religiosa. Esta tolerancia ligada a lo religioso, acabará estándolo
a la libertad personal en todas las esferas, además de la religiosa, que no afecten al prójimo. La
tolerancia, una vez desborde el campo de lo religioso, acabará íntimamente vinculada a la
libertad de pensamiento.
Pero el argumento más poderoso parte de la separación de lo civil y lo religioso. Locke insiste
en descubrir el engaño que supone cometer maldades encubriéndose en el interés general o
en la religión. No debe ser esa la actuación o función del Estado. Más bien, éste es “una
sociedad de hombres constituida solamente para procurar, preservar y hacer avanzar sus
propios intereses de índole civil” (Pg. 8). El magistrado ha de velar por estos intereses de
manera justa, pero no es de su competencia la salvación de las almas, porque:
1º) "El cuidado de las almas no está encomendado al magistrado civil ni a ningún otro hombre"
(Pg. 9), ni por Dios ni por los otros hombres.
2º) Su poder no alcanza el ámbito de la creencia, pues todo lo más que se puede hacer en este
terreno es persuadir, pero no mandar. No es posible mandar que se crea algo; los castigos no
son eficaces para producir la fe verdadera. "la fe no es fe si no se cree" (Pg. 10).
3º) Si el magistrado tuviera que ver en las cuestiones de salvación, "los hombres deberían su
felicidad o su miseria eternas a los lugares donde hubieran nacido" (Pg. 12), quedando
descartada la responsabilidad del propio individuo. Y si no es labor del magistrado coaccionar
para convertir a la religión, tampoco lo es de la Iglesia, la cual es una "sociedad libre y
voluntaria" (Pg. 13) que no debe ejercer autoridad. Al menos, Cristo nunca lo dijo. Afirma
nuestro filósofo: “yo no comprendo cómo puede llamarse Iglesia de Cristo una Iglesia que esté
establecida sobre leyes que no son de Él (...)” (Pg. 16). Cristo jamás expresó que hubiera que
perseguir para convertir. En todo caso, se puede exhortar y aconsejar, e incluso expulsar de la
Iglesia, pero nada más. Ejercer la fuerza sólo le corresponde al magistrado, quien tampoco la
debe emplear para algo más que para garantizar las libertades.
¿Hasta dónde se extiende el deber de tolerancia y en qué medida obliga a cada uno? Locke
aborda el tema de los límites de lo tolerable en cuatro puntos:
1º) "Ninguna Iglesia está obligada en virtud del deber de tolerancia a retener en su seno a una
persona que, después de haber sido amonestada, continúa obstinadamente transgrediendo las
leyes de la sociedad" (Pg. 18). Nunca cabe el uso de la fuerza o el castigo, pero sí se justifica la
expulsión del propio seno de quien no se amolda a las reglas de la "sociedad eclesiástica".
2º) "Ninguna persona privada tiene derecho alguno, en ningún caso, a perjudicar a otra
persona en sus goces civiles porque sea de otra Iglesia o religión" (Pg. 18). La tolerancia no sólo
debe ejercerla el magistrado, sino las propias Iglesias entre sí, pues el poder civil no les
corresponde. Sólo el poder civil puede coaccionar, pero tampoco puede hacerlo para obligar a
seguir una religión determinada. Resulta intolerable, por tanto, quien procure emplear la
fuerza para coaccionar en materia religiosa.
Quien debe decidir qué Iglesia es la verdadera es sólo Dios. No se puede saber cuál lo es, y
aunque se supiera, la verdadera Iglesia no tendría derecho a destruir a la otra. En esto, Locke
propugna una amplia libertad religiosa: “Nadie, (...), ni las personas individuales ni las Iglesias,
ni siquiera los Estados, tienen justos títulos para invadir los derechos civiles y las propiedades
mundanas de los demás bajo el pretexto de la religión” (Pg. 22). Esto es porque “Ni la paz, ni la
seguridad, ni siquiera la amistad común, pueden establecerse o preservarse entre los hombres
mientras prevalezca la opinión de que el dominio está fundado en la gracia y que la religión ha
de ser propagada por la fuerza de las armas” (Pg. 23). Lo cual quiere decir que nunca habrá paz
mientras no haya tolerancia. Éste es uno de los principales motivos esgrimidos por numerosos
pensadores para pretender la universalización de un espíritu de tolerancia que englobe
diversos aspectos.
3º) La autoridad de los curas no puede ir más allá de lo estrictamente religioso: “La Iglesia en sí
es una cosa absolutamente distinta y separada del Estado” (Pg. 23). En esta idea se soporta
todo argumento a favor de la tolerancia. Si se mezclan Iglesia (Religión) y Estado, si el Estado
asume funciones religiosas, será imposible que tengamos una sociedad tolerante, por lo
menos en lo religioso. Con este espíritu, las constituciones de los actuales estados
democráticos declaran la aconfesionalidad de los mismos. Si un estado es confesional, las
libertades no están garantizadas, en la medida en que se impone un modo de vida. La
tolerancia política requiere un Estado neutral en cuanto a religión se refiere.
4º) Nuevamente insiste Locke: “El cuidado de las almas no corresponde al magistrado” (Pg.
26). No se puede salvar a los hombres contra su voluntad y, además, la mayoría de las veces
las discrepancias lo son en cuestiones frívolas. Cuál sea el camino correcto lo dilucida cada
hombre en privado. Sea o no por consejo de una Iglesia, si no hay íntima convicción, no hay
salvación. “Solamente la fe y la sinceridad interior procuran la aceptación de Dios” (Pg. 33).
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Las citas de Voltaire se han extraído de la siguiente edición del Tratado de la tolerancia:
Editorial Crítica, Barcelona, 1992. Y del Diccionario de filosofía, Akal, Madrid, 1985.
En el Tratado, Voltaire parte del "asunto de Calas", un caso real de persecución desatada
contra una familia de calvinistas franceses. En 1762 fue ejecutado el comerciante Juan Calas,
bajo la falsa acusación de haber asesinado a su hijo porque éste pretendía convertirse al
catolicismo. Alrededor de este asunto, se desarrolló una trama de sucesos, narrada por
Voltaire, donde se puso de manifiesto una vez más la intolerancia y el fanatismo de la misma
sociedad que los ilustrados querían "salvar" desde la razón y su hermana gemela, la libertad.
Ante tales acontecimientos, nuestro autor exclama: “Parece que el fanatismo, indignado por el
éxito de la razón, se vuelve contra ella con más rabia” (P. 15).
Pues bien, afirma, mientras existan pueblos y gobernantes intolerantes, habrá guerras,
tumultos y, por tanto, desgracia. Por el contrario, la tolerancia proporciona paz y prosperidad a
la sociedad. En este sentido, escribe: “(...), esa tolerancia jamás produjo guerras civiles; la
intolerancia ha convertido la tierra en una carnicería” (P. 33). La tolerancia se presenta como
principio para la convivencia, como único modo de vivir en paz y libremente: “(...) y el gran
principio, el principio universal de uno y otro, está en toda la tierra: 'No hagas lo que no
quieras que te hagan'. Pues bien, si se sigue este principio no se advierte cómo un hombre
puede decir a otro: 'Cree lo que yo creo y que tú no puedes creer o morirás'” (P. 39).
La intolerancia se opone a cuanto de racional hay en el hombre y nos acerca a las fieras: “(...) el
derecho de intolerancia es absurdo y bárbaro; es el derecho de los tigres; es mucho más
horrible aún, porque los tigres no se destrozan sino para comer, y nosotros nos hemos
exterminado por unas frases” (P. 40). Voltaire apela a la Historia para demostrar que “(...) de
todos los pueblos civilizados de la antigüedad, ninguno cohibió la libertad de pensamiento” (P.
41).
Argumenta, como ya había hecho Locke, que la persecución intolerante es incoherente con el
verdadero espíritu cristiano, lo que contradice la trayectoria de fanatismo que la Iglesia ha
mantenido durante siglos. “Si no me engaño, hay muy pocos pasajes en los Evangelios, de los
que el espíritu perseguidor haya podido inferir que la intolerancia y la coacción son legítimas;”
(P. 85). Voltaire comenta y cita numerosos episodios bíblicos que apoyan esta idea. En el
Diccionario filosófico, afirma: “De todas las religiones, la cristiana es, sin duda, la que tiene que
inspirar más tolerancia, aunque hasta aquí los cristianos hayan sido los más intolerantes de
todos los hombres” (P. 497).
Donde no hay razón, abunda la intolerancia. Queremos resaltar el énfasis pionero que pone en
ello nuestro filósofo. De la superstición, nace el fanatismo. Existe, por tanto, una estrecha
relación entre la tolerancia y el espíritu crítico y racional que nos conduce al conocimiento del
mundo y de nosotros mismos; como conclusión de su Tratado, Voltaire lo afirma:
“Sólo los espíritus razonables piensan noblemente; cabezas coronadas, almas dignas de su
rango, han dado grandes ejemplos en esta ocasión. Sus nombres serán señalados en los fastos
de la filosofía, que consiste en el horror a la superstición, y en esa caridad universal que
Cicerón recomienda: Charitas humani generis. Esa caridad, cuyo nombre se ha apropiado la
teología, como si sólo a ella perteneciese, pero cuya realidad ha proscrito con frecuencia.
Caridad, amor al género humano; virtud desconocida de los embaucadores, de los pedantes
que argumentan y de los fanáticos que persiguen” (P. 171).
Otro motivo, que se suma a los ya expuestos, para fomentar una actitud tolerante es la
evidencia de que somos seres imperfectos, a quienes cuesta hallar verdades. En el Diccionario
filosófico afirma en este sentido: “Todos estamos modelados de debilidades y de errores.
Perdonémonos las necedades recíprocamente, (...)” (P. 494) “(...) tenemos que tolerarnos
mutuamente, porque somos débiles, inconsecuentes y sujetos a la mutabilidad y al error” (P.
501).
Por último, es muy digno de mención, además de la justificación de la tolerancia que desde su
espíritu comprometido e ilustrado acomete, el sentido profundo de un lema que él hizo
famoso: Écrasez l´infâme! (¡No dejes de pisotear al infame!). Lo podemos parafrasear como no
toleres jamás la intolerancia. Es decir, la propia tolerancia apunta hacia unos límites que no
puede traspasar, so pena de dejar de serlo.
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John Stuart Mill escribió la que podría considerarse una de las mejores defensas de la
tolerancia y la libertad de pensamiento que jamás se hayan hecho. Se trata del ya clásico
escrito Sobre la libertad, elaborado en 1859. Vamos a resumir brevemente las ideas que en él
se contienen, destacando como aspecto novedoso y superador de anteriores concepciones de
la “tolerancia” las relaciones existentes entre tolerancia y libertad. Nos referiremos en las citas
a la edición de su obra "Sobre la libertad", de Alianza Editorial, Madrid, 1993.
En la introducción, afirma J. S. Mill que, al escribir esta obra, lo mueve la pretensión de
ocuparse de la libertad en su sentido político, es decir, de los límites que se han de poner al
poder de la sociedad sobre el individuo. Esta es una pretensión, nos dice, que se ha tenido en
todas las épocas, desde los tiempos en los que era necesario protegerse de los excesos de una
tiranía, hasta aquellos en los que es la mayoría, en un gobierno democrático, quien ejerce su
opresión. Esto es así porque no siempre quien gobierna representa verdaderamente al pueblo
gobernado. “El pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es
ejercido (...). El pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las
precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder” (P. 59).
En este sentido, también la mayoría puede ejercer su tiranía. Habría, por tanto, que colocar un
límite, y más sabiendo que “(...) los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa
porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas impuestas a
la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión” (P. 62).
La opinión de Mill es que el gobierno sólo se halla legitimado para intervenir si hay que evitar
daños a terceros; el propio bien de la persona, físico o moral, no es justificación suficiente. Esta
es su respuesta a las acciones emprendidas por numerosos gobiernos, a lo largo de la historia,
a fin de garantizar la "salvación eterna" de los súbditos. Cuando Locke afirmaba que el Estado
no tiene autoridad en cuestiones religiosas, nos estaba planteando por adelantado esta idea
política que desarrollará Mill. De nuevo, la tolerancia gubernamental nos viene asociada a la
separación del poder del ámbito privado de la vida de los ciudadanos. Este ámbito incluye las
decisiones respecto a la propia felicidad, que sólo conciernen a los propios individuos. Cada
uno, defiende Mill, es soberano de sí mismo. En un marco histórico adecuado, por tanto, se ha
de dar la libertad como posibilidad de labrarse el propio camino de la felicidad, sin ser
obligados a vivir a la manera de otros, y sin que privemos a otros de seguir su camino. Resulta
fundamental esta distinción, ya vista en Locke, entre una esfera pública y otra privada en la
sociedad.
Acto seguido, Mill desarrolla por extenso una excelente defensa de la libertad de pensamiento
y discusión. Esta libertad se basaría en el respeto a las opiniones ajenas y a la expresión de las
mismas. Se opone nuestro autor a todo tipo de censura, que no conduce sino a la conversión
de lo defendido en dogma, a una cristalización o congelación del pensamiento cuya
consecuencia es el alejamiento de la verdad, ya que ésta requiere la batalla con sus contrarios
para ser profundizada. Esta es una de las consecuencias negativas de la intolerancia. La
censura, como manifestación de la intolerancia, no sólo no es buena para el progreso, sino que
es causante de terribles errores, ya que aleja del auténtico modo de conocer las cosas. Apoya
Mill esta tesis en la historia y muestra que para que la verdad prospere ha de darse la discusión
libre ("La especulación libre y audaz sobre los problemas más elevados") y el respeto a todas
las opiniones. “Sólo a través de la diversidad de opiniones puede abrirse paso la verdad” (P.
114) Para el libre desenvolvimiento del genio, por tanto, es preciso garantizar la libertad, de
manera que la diversidad sea tolerada e integrada en el común debate que garantiza la paz y el
progreso.
El planteamiento de Mill para justificar la tolerancia como medio de asegurar nuestro camino
hacia la verdad, se basa en una triple posibilidad: “Que la opinión aceptada pueda ser falsa y,
por consiguiente, alguna otra pueda ser verdadera, o que siendo verdadera sea esencial un
conflicto con el error opuesto para la clara comprensión y profundo sentimiento de su verdad”
(P. 111). La tercera posibilidad es que ambas perspectivas tengan algo de verdaderas. En
cualquier caso, la censura de las opiniones ajenas se opone al progreso (entendiendo éste
como el crecimiento de conocimientos acerca del universo y sus consecuencias práctico-
morales), pues atenta contra la búsqueda racional de verdades. La verdad sólo puede
desvelarse en un marco de tolerancia donde tengan cabida diversas perspectivas. Esto
constituye una "utilidad racional o epistemológica" de la tolerancia.
En los capítulos posteriores de su obra, Mill apunta a una serie de consideraciones que giran
en torno a la problemática acerca de los límites de la tolerancia; es decir, ¿hasta dónde se
puede permitir la libertad de acción por parte de los individuos? ¿Hasta qué punto debemos
tolerar y cuándo no? Básicamente, la respuesta de nuestro autor es que siempre podemos
actuar, mientras no perjudiquemos los intereses del otro. Es decir, en lo que concierne
exclusivamente a uno mismo, nadie debe intervenir. La intervención del Estado sólo se justifica
cuando una acción tiene repercusiones en otras personas. Se puede y debe tolerar todo,
siempre y cuando lo tolerado no se muestre, a su vez, intolerante. Es en ese punto donde
ubicamos los límites de la tolerancia.
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Tolerancia y progreso
En la época ilustrada (S. XVIII), se puso de manifiesto con abundancia, por parte de los
pensadores ilustrados, la relación que existe entre una actitud de tolerancia y el bienestar de
los pueblos. Esto es porque según ellos, el progreso en las ciencias, en la tecnología, en las
leyes y costumbres sólo podía desarrollarse en un marco adecuado de respeto y proliferación
de ideas divergentes. Es algo que numerosos ilustrados señalaron reiteradamente, con la
excepción de Rousseau, cuya visión del progreso difería. Así, la concepción de progreso
desarrollada por Turgot en sus Discursos sobre el progreso humano (TURGOT, A.R.J. (1991)
Discursos sobre el progreso humano. Madrid: Tecnos. (versión original 1750)) parte de la idea
de que el ser humano se encuentra en principio sobre el mundo como frente a un enigma. Sólo
mediante la experiencia y múltiples tanteos puede llegar a hacerse una imagen clara del
mundo.
El mundo es para Turgot, en efecto, enigmático: “(...) y el hombre, cuando comienza a buscar
la verdad, se encuentra en medio de un laberinto donde entra con los ojos vendados” (Turgot,
Op. Cit., 42). Esta idea conduce a una defensa de la tolerancia basada en la necesidad de que
ésta presida una continua investigación y búsqueda de la verdad. De hecho, este clásico
defensor de la idea de progreso insiste en que todo intento de fosilización de una cultura, por
muy meritoria que ésta haya mostrado ser, atenta contra la lenta pero ascendente marcha del
progreso.
Tenemos, pues, que fomentar la proliferación de ideas y aceptarlas todas como pasos
necesarios en la construcción de la verdad. “Así, a fuerza de tantear, de multiplicar los
sistemas, de agotar -por decirlo así- los errores, se llega finalmente al conocimiento de un gran
número de verdades” (Ib., 43). Esta idea reaparece en todos los representantes de la
Ilustración: la necesidad de una tolerancia generalizada que permita el desarrollo de las
ciencias y/o el progreso.
Asimismo, como hemos visto en la Carta sobre la tolerancia de Locke, se defenderá de modo
tajante la separación radical entre la religión y el Estado. El establecimiento de un "imperio de
la tolerancia" implicaba la crítica a ciertas estructuras sociales y políticas. En este sentido, su
defensa de la tolerancia va pareja a un fuerte espíritu crítico u al ataque contra el fanatismo de
los gobiernos e Iglesias (esto resulta especialmente relevante en Voltaire).
En el siglo XX, la necesidad de una amplia tolerancia para poder hablar de progreso en las
culturas la ha desarrollado Levi-Strauss en sus ensayos "Raza e historia" y "Raza y cultura"
(LEVI-STRAUSS, Cl. (1996) Raza y cultura. Madrid: Cátedra). Aunque este autor advierte que no
existe un progreso en términos absolutos, sino tan sólo en relación a los criterios particulares
de quien juzga acerca de su existencia. “(...) el progreso no es más que el máximo de los
progresos en el sentido predeterminado por el gusto de cada uno” (LEVI-STRAUSS, Op. Cit.,
90).
El progreso sólo es posible concebirlo si existe relación e intercambio entre culturas que, no
obstante, deben mantener, para que su aportación sea valiosa, sus propias peculiaridades. En
este sentido, todas las culturas participan de un progreso y acumulan descubrimientos. En el
supuesto de que una no lo hiciera, sería como consecuencia de su total aislamiento.
Afirma Levi-Strauss: “(...) la historia acumulativa es la forma de la historia característica de
estos superorganismos sociales que constituyen los grupos de sociedades, mientras que la
historia estacionaria -si existe de verdad- sería la marca de ese género de vida inferior, que es
el de las sociedades solitarias” (Ib., 94). El progreso no es, por tanto, patrimonio de una sola
cultura (como se ha creído, de manera etnocéntrica), sino que se da necesariamente entre
varias. “(...) no es la propiedad de ciertas razas o de ciertas culturas que se distinguirían así de
las otras” (Idem.).
“(...) no es una posición contemplativa que dispensa las indulgencias a lo que fue o a lo que es;
es una actitud dinámica que consiste en prever, comprender y promover aquello que quiere
ser. La diversidad de las culturas humanas está detrás de nosotros, a nuestro alrededor y ante
nosotros. La única exigencia que podríamos hacer valer a este respecto (...) es que se realice
bajo formas, de modo que cada una de ellas sea una aportación a la mayor generosidad de los
demás” (Ib., 104).