Los múltiples significados de la palabra “historia”
“La historia de Alemania”, “la historia de Francia”: en estas dos fórmulas el
complemento es distinto, pero la noción de historia conserva el mismo sentido. “La historia de la humanidad”, “la historia de la técnica”, “la historia de la ciencia”, “la historia de tal o cual arte”: no sólo es distinto el complemento, sino que la palabra “historia” significa en cada caso otra cosa. El gran médico A inventa un método genial para curar una enfermedad. Pero, diez años después, el médico B elabora otro método, más eficaz, de tal manera que el método anterior (aunque genial) queda abandonado y olvidado. La historia de la ciencia tiene el carácter del progreso. Aplicada al arte, la noción de historia nada tiene que ver con el progreso; no supone un perfeccionamiento, una mejora, un avance; parece más bien un viaje con el fin de explorar tierras desconocidas y de inscribirlas en un mapa. La ambición del novelista no es la de hacerlo mejor que sus predecesores, sino la de ver lo que no han visto, la de decir lo que no han dicho. La poética de Flaubert no desmerece la de Balzac, al igual que el descubrimiento del Polo Norte no erradica el de América. La historia de la técnica depende poco del hombre y de su libertad; al obedecer a su propia lógica, no puede ser distinta de la que ha sido ni de la que será; en este sentido, es inhumana; si Edison no hubiera inventado la bombilla, la habría inventado otro. Pero si Laurence Sterne no hubiera tenido la idea loca de escribir una novela sin ninguna store, nadie lo hubiera hecho en su lugar, y la historia de la novela no habría sido la que conocemos. “Una historia de la literatura, contrariamente a la historia a secas, debería consistir sólo en nombres de victorias, ya que en ellas las derrotas no son una victoria para nadie.” La luminosa frase de Julián Gracq saca todas las consecuencias del hecho de que la historia de la literatura, “contrariamente a la historia a secas”, no es una historia de los acontecimientos, sino la historia de los valores. Sin Waterloo, la historia de Francia sería incomprensible. Pero los Waterloo de los escritores menores, e incluso los de los grandes, no tienen otro lugar que el olvido. La historia “a secas”, la de la humanidad, es la historia de las cosas que ya no son y que no participan directamente en nuestra vida. La historia del arte, puesto que es la historia de los valores, por tanto de las cosas que nos son necesarias, está siempre presente, siempre con nosotros; podemos escuchar a Monteverde y a Stravinski en un mismo concierto. Y, como están siempre con nosotros, los valores de las obras de arte son constantemente cuestionados, defendidos, juzgados, vueltos a juzgar. Pero, ¿cómo juzgarlos? En el terreno del arte no hay para ello medidas exactas. Todo juicio estético es una apuesta personal; pero una apuesta que no se encierra en su subjetividad, que se enfrenta a otros juicios, tiende a ser reconocida, aspira a la objetividad. En la conciencia colectiva, la historia de la novela, que se extiende desde Rabelais hasta nuestros días, se encuentra así en una perpetua transformación en la que participan competencia e incompetencia, inteligencia y estupidez y, por encima de todo, el olvido que no termina de extender su inmenso cementerio donde, al lado de los no valores, yacen valores subestimados, desconocidos u olvidados. Esta inevitable injusticia hace que la historia del arte sea profundamente humana.