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sacado de The Christian scholar in the age of the Reformation, del profesor
Harbison, y dice: 'Cada uno sobrevivió en sus libros —San Jerónimo en sus
Cartas, San Agustín en sus Confesiones, Abelardo en su Sic et non, Santo
Tomás de Aquino en su Summa Theologica— y en cada uno se incorporaba
una cuestión del tipo que había de recibir su contestación en cada generación
sucesiva de cristianos: ¿es posible hacer una síntesis del cristianismo y de
la cultura?'
La respuesta es, naturalmente, que sí; que fue posible. Esto no quiere
decir que la síntesis fuese fácil ni completa; pero fue practicable. El hombre
medieval supo vivir con el Sí y el No de su modo de ser cultural, de su
vividura complejísima. Adelantándome un poco, quiero citar un texto del
final de mi capítulo primero. Antonio López de Vega, en sus Paradoxas
racionales, escribió en 1635: 'no se pierde para con los hombres el (crédi-
to) de christiano i cuerdo con salir (a un desafío). Una culpa se comete
contra la ley divina, es verdad: pero sin perder el crédito de christianos
cometemos muchas contra ella cada día; pues ni por esso dudaremos de
poner mil vezes la vida por la verdad de la ley, ni llega a dudar de que lo
haremos, quando la ocasión lo pida, ninguno de los que nos ven salir'.
Pero volvamos al principio. Después de mostrar hasta qué punto hubo,
desde la temprana Edad Media, conflictos religiosos que anuncian ya las
disensiones desastrosas de la época de la Reforma; y después de trazar
la evolución de las soluciones intelectuales del problema de las relaciones
del hombre con Dios, me atengo a las antítesis de Abelardo: Sic et non.
Las contradicciones parecen infinitas. Platón, y después San Agustín, habían
enseñado que la verdadera vida del alma puede realizarse tan sólo en el
otro mundo, en el mundo de las ideas puras o de la contemplación cristiana.
¿Cómo pudieron tales declaraciones de la desvalorización de nuestro mundo
llegar a ser la Weltanschauung de aquellos pueblos jóvenes europeos, tan
dinámicos, todos ellos, como lo fue el infante don Juan Manuel, cuyo lema
fue siempre aumentar sus estados, extender los límites de lo suyo? Estos
pueblos nuevos estaban dispuestos a entregarse al demonio por ganar el
mundo: 'e non se parte dende, ca Natura lo enriza' —el hombre no renun-
cia a su pecado, porque la Naturaleza lo incita, dijo el Arcipreste de Hita—.
Los pueblos de la Europa Occidental se parecen a los hijos de Israel en
el Desierto —una larga vacilación entre Baal y Jehová.
El conflicto entre el pecado y el arrepentimiento, para aquellos hombres,
surgió del hecho ineludible de que estos creyentes debían su lealtad a un
grupo de valores dobles e incompatibles. 'Este mi justo, si no cristiano
deseo', dice Ruperta en el Persiles de Cervantes, al trazar sus planes de
venganza —de una venganza divinamente prohibida, como todas las ven-
ganzas— contra el perpetrador del asesinato de su marido. La determina-
ción de esta mujer de ser al mismo tiempo justa y no cristiana, es sintomá-
tica del dilema que estudiamos. Como ha escrito Arturo Lovejoy: 'Casi
la totalidad del pensamiento religioso del Oeste ha estado siempre en des-
acuerdo consigo mismo.'
El culto de la fuerza y la gracia mundana, de la vanidad y la pompa,
hasta llega a corromper la actitud general hacia las virtudes cristianas.
Nuestro testigo, San Francisco de Sales, murió en 1622, pero la fecha care-
ce de importancia ya que lo que este santo dice se aplica a todos los siglos
que vamos pasando en revista. Para los ojos del mundo, dice nuestro santo,
las virtudes son de dos clases: o apreciables o despreciables. La Paciencia,
la Bondad, la Inocencia y la Humildad son virtudes que los mundanos
tienen por viles. En cambio, el hombre mundano estima grandemente la
Prudencia, el Valor y la Liberalidad. Hasta en el ejercicio de una sola virtud,
algunas acciones son despreciables, otras dignas de honor. El dar limosna y
perdonar las ofensas son acciones igualmente caritativas. La primera —mos-
trar uno su liberalidad dando limosna— es estimada de todos; la segunda
—la acción virtuosísima del perdón— es despreciada por la gente de este
mundo. Benditos son los mansos, leemos en las Beatitudes; y sin embargo
Commines, más de un siglo después, caracterizó a Carlos el Temerario con
cuatro palabras: il désirait la gloire. Esto no es necesariamente un pecado:
appetitus gloriae non est peccatum. Pero el deseo de la fama comprometía
al hombre en guerras, no siempre justas. Lo comprometía también en el
ambiente cortesano cuyo ideal no es el ideal eclesiástico; lo comprometía
en el mundo, uno de los tres enemigos del alma. Este mundo de los mun-
danos es fuente y origen de los conflictos morales del caballero español me-
dieval que revelan las obras literarias de la época. Vamos a verlo.
Sidney Painter, en su libro Frenen Chivalry, describe los tres tipos de
la caballería medieval: la de los guerreros, la de los sacerdotes y la de las
damas. El primer tipo —la caballería de los guerreros— es todo violencias:
la sangre que se destila por entre las chapas de la armadura, la espada que
choca contra la espada y la rodela. Este tipo aparece en la Leyenda de los
siete Infantes de hará, con su pepino ensangrentado y sus cabezas cercena-
das. Pero hasta en este poema de la violencia, hay presagios de la caballería
de los sacerdotes. Los elogios pronunciados sobre las siete cabezas consti-
tuyen como un epítome de lo que debía ser el caballero perfecto, y no todas
las cualidades son violentas: lealtad, justicia, verdad, generosidad.
gión del amor (inseparable concomitante del amor caballeresco), del suici-
dio (en la novela sentimental). Entre todos estos textos, citaré aquí uno solo,
de siete palabras nada más: 'Todas las hidalguías se fundan en tiranías'.
Una conclusión conveniente para este capítulo primero la proporciona
una conversación, quizá auténtica, entre el autor de la Diana y el monje
que hizo una versión a lo divino de aquella novela, Fray Bartolomé Ponce.
'Padre Ponce', parece que dijo en cierto banquete Jorge de Montemayor,
'hagan los frailes penitencia por todos, que los hijos dalgo armas y amores
son su profesión'. 'Yo os prometo, señor de Montemayor —respondió el
fraile— de con mi rusticidad y gruessa vena componer otra Diana, la qual
con toscos garrotazos corra tras la vuestra'. Dicho lo cual, se terminó el
banquete entre la risa general de todos.
El capítulo II se titula 'La Risa medieval en el Libro de Buen Amor'.
Sospecho que algunos de ustedes habrán leído un artículo mío sobre el
uso de la parodia alegre y despreocupada, de parte de Juan Rúiz, en aquella
sección de su Libro que contrahace las Horas de Nuestra Señora, ejemplo
espléndido de lo que C. S. Lewis llama 'el gusto medieval por la blasfemia
humorística'- En este capítulo repito la argumentación necesaria para sos-
tener mi interpretación del poema entero: el poema parece ser una obra
compuesta para satisfacer el afán de creación poética pura, e igualmente
para aliviar, por medio de la alegría, la reverencia, una reverencia muy
auténtica, inspirada por lo sagrado, cosa que se hace todos los años en
nuestras francachelas de mardi gras. Con este ñn, sigo la sugerencia de Le-
coy de que el prólogo en prosa del Libro de Buen Amor es un sermón
joyeux, un sermón parodiado, y (si no me engaño), esto lo pruebo por aná-
lisis textual. Paso adelante, a mi tercer trozo decisivo, que es el lamento por
la muerte de la alcahueta Trotaconventos. Este lamento es un plantus, un
Nachruf, y es, en su modo especial, otro sermón joyeux, lo mismo que el
prólogo en prosa: es un sermón funerario parodiado. Permítaseme que me
explique.
Los que hayan leído mi artículo sobre las Horas Canónicas, recordarán
la evidencia aducida para demostrar que en todas las religiones, resultan
normales semejantes parodias. Como un informante lo explicó al antropó-
logo escandalizado que estudiaba la etnografía de los esquimales Netsilik:
Los dioses saben lo que es una broma. Los pieles rojas hasta introducían
a sus ceremonias más sagradas a un cómico, cuyo oficio era el de deleitar
a los espectadores, insultando grotescamente a todo lo sagrado. Lo mismo
pasa en Marruecos o en la India. Los medievalistas aquí presentes pensa-
rán en las Fiestas de Bufones medievales, con sermón, Hostia y todo. Emile
En la estrofa siguiente hay otra imagen de baja ley: todos huyen del muerto
'como si fuesse araña'. El autor parece haber introducido intencionadamen-
te un elemento cómico. Aquí es el pavor ridículo causado por la vista
de bichos dañinos, una araña. El poeta sigue por el mismo camino. La
única criatura que saca provecho de un encuentro con la Muerte es el
cuervo, que engorda devorando cuerpos muertos (1529).
El cadáver humano y el cuerpo hediondo de la res muerta se unen en
la imaginación del poeta, y la palabra cuervo sugiere un juego de palabras
onomatopéyico: el graznido del ave tiene su significación: el eras, eras
latino: mañana. Siguiendo esta concatenación de ideas, el Arcipreste recuer-
da que es sacerdote y transforma su lamento en sermón. Ya que los hombres
no saben la hora de la mala venida de la Muerte, que no dejen para
¡La vida es juego! Muchos tahúres esperan cubrir la apuesta entera, pero
luego viene una mala jugada, y los dados van rodando... El hombre va
amontonando tesoros en esta vida, pero
Déxalo con lodo. Con esto se añade el lodo a las imágenes primeras, imá-
genes, todas ellas, de cosas viles. Tendremos otras aún: sapo, mastuerzo,
la indecorosa enfermedad humana que se llama la gota.
El sermón funerario se convierte ahora en una sátira contra los vivos.
Cuando los parientes interrogan al médico sobre la condición del moribun-
do, si dice que hay esperanza, todos le cubren de insultos. No ven la hora
de la muerte del enfermo para poder lanzarse sobre los bienes (1538).
El poeta vuelve a su plancíus. El nivel estilístico sigue siendo bajo:
j Non fagas de nos rriso! ¡ La risa de la Muerte! Risa medieval, risa apaga-
da por un temor universal y personal de la disolución final de la persona,
¡ pero risa en fin! Una vaca hedionda que se descompone sobre un campo,
una araña espantosa, cuervos y su ronco ¡eras!, parientes codiciosos y
contenciosos, una inversión de las católicas doctrinas sobre la Muerte y el
Infierno, el vencimiento de la Muerte por Nuestro Señor, y, a pesar de
todo esto, una revulsión de nuestra parte al pensar en el aguijón de la
Muerte, y —por fin— ¡la risa, la carcajada de la Seca!... ¿No tenemos
aquí, a pesar del duelo personal del Arcipreste, una técnica parodística
semejante a la del sermón ¡oyeux con que Juan Ruiz eligió iniciar su poe-
ma, una técnica que consiste en seguir por dondequiera que puedan condu-
cirnos, las asociaciones ideológicas concatenadas, y \en memoria de una
alcahueta*. El poeta termina esta sección de su obra con una apoteosis de
la vieja:
Burla, solaz, letuario. Son las ideas en que insiste Juan Ruiz.
No vayan ustedes a creer que me propongo analizar tan detenidamente
los capítulos restantes de mi obra. Cambio de sistema y me doy prisa. El
capítulo III se titula 'Amor Cortés', tema estudiado por mí largamente (para
el siglo xv) en un artículo publicado en las PMLA en 1949. Aquí, en mi
libro, ensancho los horizontes, comenzando por la Razón de amor y ter-
minando, en este capítulo III, con un análisis de la Celestina. El capítulo
IV se titula 'Amor Caballeresco y Visión Platónica'. En él estudio el modo
de tratar el amor cortés adoptado por los escritores que sufrieron la influen-
cia de los tratiatisti italianos. Es evidente que se ha añadido un elemento
nuevo. Platón no lo hubiera reconocido por suyo, pero tal vez Plotino
hubiera comprendido. La desviación, o la corrupción de las fuentes filosó-
ficas griegas, no nos concierne, sin embargo; los poetas y los autores de
novelas consideraban que seguían la tradición del pensamiento platónico, y
platónicas son con frecuencia sus imágenes decorativas. Lo que se ha aña-
dido en el siglo xvi no es pura doctrina platónica, sino una conciencia
mucho más amplia de la eficacia emocional de ciertas doctrinas platónicas,
que la que se tuvo en la edad de Petrarca. Boscán dio expresión al anhelo
del alma por el patrio Cielo al pensar en el arquetipo eterno de la Belleza:
£1 alma de su natura
quiere subir donde nace:
y así lo alto procura
y de lo alto se pace,
allí busca su figura.
Pero hay que acudir a un poeta infinitamente más poeta que Boscán
para apreciar la potencia artística del nuevo elemento platónico: Francisco
de Aldana. Sus poemas fueron publicados —por cierto muy descuidadamen-
te— por su hermano Cosme. Entre los poemas 'perdidos', catalogados por
el hermano, se mencionan una Obra de Amor, tratado platónicamente, y
también Otra de Amor y Hermosura a lo sensual. La composición de estas
dos obras tan antitéticas, nos hace pensar otra vez en nuestro Sic et Non.
Y hay una circunstancia que echa mucha luz sobre este pequeño pro-
blema de filosofía poética. Entre los sonetos existentes de Aldana encon-
tramos dos que hubieran podido imprimirse bajo los títulos respectivos de
las obras catalogadas como perdidas: uno de los sonetos está 'tratado pla-
tónicamente'; el otro nos habla 'de amor y hermosura a lo sensual'. El
soneto mundano, lo dejaré sin citar. Sí leeré dos versos de un tercer poema
de Aldana, en que se afirma que el amor concebido al modo platónico y el
otro, el amor sensual, son dos líneas paralelas que no se cruzan nunca:
Esto, ¿es una irreverencia para con Dios? No podemos saberlo. Sólo recor-
daré el texto ya citado de Antonio López de Vega: la conducta poco cris-
tiana y hasta prohibida, de ningún modo implica infidelidad: la derre-
licción no es más que una derrelicción. El desertor está siempre dispuesto
a decir a su Redentor, como lo hizo Castillejo, que el haber dejado de cum-
plir sus mandamientos no indica una falta de amor por Él. En la literatura
(y en la vida, claro está), la conducta fue determinada por los criterios so-
cíales de lo decente, más bien que por los decretos de las autoridades ecle-
siásticas, aun en la España de la época post-tridentina.
Y sin embargo los autores, al envejecer, se inclinaban cada vez más a
pensar en el día del Juicio. Francisco de la Torre dejó sin publicar su pro-
ducción poética. Quevedo la hizo imprimir para que fuese un antídoto con-
tra el nuevo estilo gongorino. Pues bien: Francisco de la Torre había
escrito sobre su manuscrito: Delirabam cum hoc faciebam, et animus
horret nunc. Sin conocer el elemento pecaminoso de la tradición caballeres-
ca, no sabríamos explicarnos cómo sus juvenilia horrorizaron tanto a este
poeta, al parecer tan casto- Y lo más curioso es que la Iglesia era, por lo
general, indulgente. Fray Juan de Pineda afirma en su Agricultura Christia-
na: 'Otras obras son de regocijo y pasatiempo, tomadas por tales de la
gente...; y también éstas se permiten, y aun conceden por la fragilidad
humana. No lleua la Iglesia estas cosas por el rigor que las lleuaua la
synagoga'. Otro moralista, Martín de Azpilcueta, es indulgente, inter alia,
con los 'pecados' comunes en la comedia, por ejemplo, el pecado de una
mujer que se disfraza de varón.
La derrelicción más corriente de todas, en la literatura, está relacionada
de un modo u otro con el sexo. La Celestina, sin predicar, enseña que el
premio del pecado sexual son ruinas y muertes. El demorarse, aun en el
pensamiento, en el deleite de la cópula, es, naturalmente, un pecado mortal.
Otro pecado semejante es el de lucir uno su habilidad literaria en la exposi-
ción festiva de cosas deshonestas y escabrosas. Esta actividad es muy gene-
ral en todas las épocas. No repito aquí la documentación. El Cancionero
de Sebastián de Horozco encierra un entremés compuesto para una monja y
que había de representarse en un convento el día de San Juan Evangelista.
Quizá quiera el autor tomarnos el pelo al explicar esto; o puede ser que el
entremés se representase, en cuyo caso hace pensar otra vez en los sermo-
nes burlescos de Juan Ruiz. De todos modos, el entremés es desaforado.
Otro tipo de derrelicción moral y literaria consiste en permitir que vaya
sin castigo algún acto que no se debiera sancionar. Don Galaor en el Ama-
dís comete muchos actos de esta clase. Su único castigo es verse reducido,
después de muchas aventuras, al estado de marido legítimo. No pronuncia
ninguna palinodia, y a pesar de todo no está desahuciado, pues logra sacar
la espada mágica unas cuantas pulgadas de la vaina —cosa imposible para
los amantes indignos—. Mucho peor es el pecado del padre de la heroína
en La ilustre fregona. El estupro sexual que comete, simplemente porque
se presenta la ocasión, se tuvo por necesario, sin duda, para dar a la heroí-
na su linaje ilustre no sabido. Cuando todo queda aclarado, la hija baña
con tiernas lágrimas las manos de su padre, el cual se queda tan fresco.
Es el episodio más desagradable de toda la obra de Cervantes. Derreliccio-
nes semejantes son más numerosas de lo que se pensaría, en la literatura de
los siglos que abarca mi investigación; pero casi siempre el autor hace que
el pecador se arrepienta.
Este concepto de la derrelicción pecaminosa y casi siempre renunciada
quedó expuesto, con amplia documentación, en mi artículo de 1949 ya
mencionado, y también en mi monografía sobre Quevedo; en el libro que
ahora preparo, amontono los textos probatorios. En los estudios citados,
también hablo de las palinodias. Muchas son de una elocuencia conmove-
dora, por ejemplo, la de Mosén Fenollar del siglo xv, en la que habla, pri-
mero, con el Mundo; luego, con Cupido, a quien confiesa:
Otro ejemplo, del poeta festivo Baltasar del Alcázar, muerto en 1606:
O T I S H. GREEN
Universidad de Pensilvania.