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Teatro Junín

Las generaciones más recientes desconocen casi que por completo que, en el mismo lugar
donde se encuentra actualmente el Edificio Coltejer, anteriormente quedaba el emblemático
Teatro Junín: una joya de la arquitectura edificada por el belga Agustín Goovaerts y el
ingeniero Ernesto Claudi, en el que giraba la vida social y el comercio de la ciudad.

De hecho, una vez inaugurado en 1924, muchos edificios se comenzaron a construir en su


entorno, constituyendo ese sector en el eje social y comercial antes de la llegada de los
centros comerciales.
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El imponente Teatro Junín fue inaugurado el 4 de octubre de 1924, construido por un
arquitecto nacido en Bélgica de nombre Agustín Goovaerts,  y el ingeniero Ernesto Claudi. 
La construcción se llevó a cabo en la esquina de Junín con la Playa, hacía parte de un
edificio que tenía “el mejor hotel de la ciudad, un gran y elegante café, comercio en la
planta baja y oficinas en los pisos altos”.
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De la mano de don Gonzalo Mejía, miembro del Consorcio Fomento, el teatro, la ópera y la
música, así como el cine, cuyo arriendo pasaría a manos de Cine Colombia en 1930, se
ubicarían en la esquina de Junín con la Playa, en plena época del auge del cine mundial:

el Teatro Junín hacía parte de un edificio que tenía “el mejor hotel de la ciudad, un café
elegante, almacenes en la planta baja, y oficinas en los pisos superiores.  La fachada era
bellísima, de estilo francés con arcos y adornos de cemento, muchos vidrios y techos de
tableta negra, con domos redondos en las esquinas”.

Cabían 4.200 personas. Tenía 37 palcos, 800 puestos y cerca de 2000 sillas en galería (Lea
también: Teatro Junín), ...y una platea de dimensiones espectaculares.

Incluso, fue escenario de actividades políticas, como cabildos, lanzamiento de planchas del
consejo municipal y hasta acaloradas discusiones sobre la Carretera al Mar.

Su primera presentación fue la película italiana “La Sombra”.  La capacidad total era de
4.200 personas.  En su época fue uno de los cuatro teatros más grandes del mundo, fue
consecuencia de la Compañía Cinematrográfica Antioqueña que Gonzalo Mejía creó en
1914 para distribuir con exclusividad en Colombia peliculas de varias compañías de
Hollywood.  En el teatro aparte de presentar películas, también hubo grandes
acontecimientos artísticos, musicales, culturales y políticos.  El Teatro Junín era el
epicentro de la cultura de la ciudad a principios del siglo XX.

Sería en 1967 cuando este ícono de la sociedad antioqueña pasaría al olvido, dando paso a
la edificación del Coltejer, obra del arquitecto Raúl Fajardo, a petición del gerente de la
textilera Rodrigo Uribe Echavarría. Esta decisión controversial fue irreversible, en
momentos del auge textil de la ciudad en esos años. A tal punto, que muchos han asumido
que la terminación en punta del Coltejer simboliza una aguja a través de la que puede pasar
un hilo, hecho desmitificado por el arquitecto Fajardo en 2007.
Del Teatro Junín quedan solamente las páginas y fotografías que conserva la Biblioteca
Pública Piloto, la historia de la arquitectura paisa y los álbumes de algunos paisas de antaño

Su primera presentación fue la película italiana “La Sombra”.  La capacidad total era de
4.200 personas.  En su época fue uno de los cuatro teatros más grandes del mundo, fue
consecuencia de la Compañía Cinematrográfica Antioqueña que Gonzalo Mejía creó en
1914 para distribuir con exclusividad en Colombia peliculas de varias compañías de
Hollywood.  En el teatro aparte de presentar películas, también hubo grandes
acontecimientos artísticos, musicales, culturales y políticos.  El Teatro Junín era el
epicentro de la cultura de la ciudad a principios del siglo XX.

Sin embargo, el 5 de octubre de 1967 fue demolido el teatro.  El edificio fue demolido para
darle paso al Edificio Coltejer, el primer rascacielos del país, y no hubo un proyecto para su
reemplazo, por eso, hasta el día de hoy, ha sido uno de los cambios que más controversia
generó en la ciudad.  Aunque el edificio Coltejer es uno de los mayores iconos de Medellín
y símbolo del emprendimiento paisa, muchas personas preferirían que el Teatro Junín
todavía estuviese de pie.

Con la película “Arizona Colt” cerró el Teatro Junín de Medellín su temporada


cinematográfica que comenzó en 1924.

El hoy Pasaje Junín fue la calle que construyó James Tyrrel Moore para conectar la villa
antigua, desde la quebrada Santa Elena hasta el Parque de Bolívar, con los terrenos donde
urbanizaba su “Villa Nueva”. Allí se asentaron clubes, cafés, joyerías, tiendas de ropa y
librerías. En la esquina de Junín con La Playa se construyó, con planos de Agustín
Goovaerts, el edificio Gonzalo Mejía, que albergaba al Teatro Junín, el Hotel Europa y el
Salón Regina, joya patrimonial que se perdió, con su demolición en 1967, en el fondo de la
“tacita de plata”.

Quizás sea el Pasaje Junín lo más cercano a lo que arquitectos, urbanistas y políticos se
imaginan cuando hablan de “recuperar el centro”. Quizás sueñan con que juniniar –un
aporte de la villa a la lengua española que un día la Real Academia de la Lengua habrá de
aceptar– vuelva a ser un verbo popular que se conjugue por las tardes, a la hora del té,
cuando la gente de la periferia prefiera “bajar” al Centro en lugar de ir a los centros
comerciales.

Tal vez la única diversión, sin distingos sociales, de la que participaron los residentes de la
villa por aquellos años, fue Juninear, un verbo que se impuso rápida y forzosamente desde
finales de la década del cincuenta y principios del sesenta. Pararse en las esquinas de la
carrera principal de Medellín con la intención de expresar piropos inofensivos, cruzar una
avenida con igual propósito, podrían haber sido las acepciones para un diccionario de
regionalismos.
A comienzos del siglo pasado, Medellín ya era una ciudad con tranvía, de cien mil
habitantes, habitada en su Centro por la élite, obsesionada con la idea del progreso, con una
clase dirigente asistiendo a “un momento muy intenso de afirmación cultural”. Y esta
esquina —Junín con La Playa— era la más importante de la ciudad, por eso no extraña a
nadie que Gonzalo Mejía Trujillo —ese muchacho “rico de cuna”, al que en los años treinta
le cantaban “Don Gonzalo / no lo atajen pa onde va / Ya va llegá / ya va llegá / ya va llegá
la carretera / ya llega al má!”— decidiera construir un gran teatro y un gran hotel en aquel
cruce —paso obligado de la élite a la que él pertenecía—, convencido como estaba de que
el turismo y el cine eran el futuro.
Mejía le encargó el edificio —que después, cómo no, llevaría su nombre— a un belga
recién llegado a la ciudad. Agustín Goovaerts fue la mano que dibujó los paisajes urbanos
de los años veinte en Medellín: palacios de gobierno, casas, cárceles, escuelas, hoteles y
teatros. ¿Qué podría hacer Goovaerts en una villa sin palacios ni monumentos? Diseñar
sobre sus referencias europeas, con las dificultades técnicas y económicas del tercer
mundo; una arquitectura conservadora, tradicionalista, pero europea. “Todos los habitantes
parecían orgullosos de esas fachadas que un arquitecto extranjero sobrepusiera sobre las
tapias con aleros”, escribe Mercedes Vélez en su libro Agustín Goovaerts y la arquitectura
en Medellín.

Al estilo art nouveau, el edificio Gonzalo Mejía fue el más transparente y liviano de la
época, con libertad en la secuencia de sus espacios y cierta sencillez en las variaciones de
arcos de la fachada. El primer edificio moderno en Medellín y uno de los más bellos en
Latinoamérica, su expresión modificó la arquitectura popular de la villa: “Aparecieron las
cornisas y los aleros comenzaron a desaparecer […] Se abrieron vanos más generosos en
las ventanas que empezaron a acristalarse para mejor iluminación de los espacios
interiores”, explica Vélez.

Por sus tablas pasaron las compañías de ópera españolas, italianas, brasileñas; la orquesta
sinfónica de Nueva York y los cosacos de Ucrania; los ballets folclóricos norteamericano,
chileno, ruso, mexicano; Roger Wagner, Libertad Lamarque, Agustín Lara; en su
cinematógrafo se vieron por vez primera las películas hollywoodenses y el mismísimo Bajo
el cielo antioqueño. Los muros del teatro albergaron concentraciones femeninas del
liberalismo, conferencias de poetas y reuniones de decenas de presidentes colombianos.

En abril de este año, Agudelo ganó una beca de creación en arte público para reproducir
una sección del Teatro Junín, en escala real y concreto reforzado, sobre la esquina Junín
con La Playa. Ya en 2016 el artista realizó una intervención urbana en una de las estaciones
del tranvía de Ayacucho donde construyó cinco elementos arquitectónicos de edificios que
fueron demolidos durante el siglo XX. Lo que se propone Agudelo es “activar la memoria”:
incrustar en las calles de la ciudad, fragmentos (de aproximadamente un metro de alto por
dos de diámetro) en los que la gente pueda reconocer puertas, columnas, techumbres, arcos,
ventanas y ornamentos de esos edificios, patrimoniales, que no están.

—Yo no estoy haciendo elogios a la nostalgia, mi idea es hacer un cuestionamiento a qué


se va y qué se queda en esta ciudad; una ciudad donde hace tiempo no hay espacio para
construir, y por nuestro espíritu, de la industria y la plata, lo primero que se va es lo más
antiguo, el patrimonio, sin entender que todo lo antiguo sea patrimonial.
Esa es otra característica del antioqueño: le encanta demoler para después comprar
nostalgias.

A mediados de los cincuenta “moscas de todos los colores” llegaron a Medellín. El sueño
burgués de un solo tipo de gente, de cine y de música empezó a extinguirse. Aparecieron
los ídolos musicales, la radio, el fútbol y surgieron los otros. La violencia bipartidista y los
años dorados de la industria textil fueron las dos caras de una moneda llamada explosión
demográfica y la élite medellinense abandonó el centro de la ciudad. El Junín se convirtió
en un teatro popular, con pulgas y trifulcas en reinados de belleza al que ni los hermanos
Doménico pudieron salvar; el Hotel Europa había desaparecido de las noticias de prensa,
casi con la misma construcción del Nutibara.

Yo digo que ya deberían estar demoliendo el Coltejer —la afirmación del arquitecto parece
temeraria, pero tiene su explicación—:

La empresa sacó a concurso el diseño del proyecto y, curiosamente, escribió Mercedes


Vélez en el periódico La Hoja, en este participaron los mejores arquitectos de la época,
cuando “la actitud claramente ética y crítica hubiera sido protestar por la decisión de
tumbar la mejor muestra art nouveau en el país”.

El mundo ha cambiado tanto que ahora los poetas se llaman Maluma.

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