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DEMOCRÁTICA
Bloque I:
Introducción: la Ciudadanía, el tema de nuestro tiempo
S U M A R I O:
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participación política para el bien común y lealtad para la propia comunidad política. Exige,
implícitamente al menos, un contrato social del que surge un estatuto jurídico-político de
los ciudadanos firmantes y conlleva un derecho y un deber a la participación política, de
por sí irrenunciables, aunque regulados, para la plena realización personal.
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Este renacer del republicanismo en nuestros días resulta obligado por la misma estrechez
conceptual de la teoría liberal de ciudadanía. Por una parte, el tránsito a la democracia de
numerosos países del Sur y del Este de Europa, así como de Iberoamérica, ha propiciado un
replanteamiento de las envaradas categorías de la democracia liberal representativa; por
otro, debido a los flujos millonarios de la inmigración multicultural y del renacer de los
movimientos nacionalistas, con sus demandas respectivas de diferencialismo cultural y de
plurinacionalidad, el estado liberal ha debido abrirse a nuevas demandas, para las que no
estaba preparado. De ahí su rechazo inicial. Pero luego su transformación se ha hecho
inevitable: su estrecho territorialismo se ha visto cuestionado por demandas de integración
supra- y transnacionales. El mismo vínculo político ha comenzado ya una cierta
trasmutación: la exigencia de integración ya no puede ser homogénea (el “crisol cultural”),
sino diferenciada. Ha de hacer frente también a identidades mixtas y muy complejas, que
demandan igualmente nuevas formas de lealtad (como la posnacional o la doble
nacionalidad).
Por el momento, el estado liberal, en las prósperas sociedades del Primer Mundo, está
encontrando demasiadas dificultades para evitar que su estatuto de ciudadanía, siempre
intencionalmente inclusivo, se convierta en estatuto de la exclusión y barrera de
discriminación. Y, sin embargo, su aliento democrático le obliga a una metamorfosis de sus
estructuras jurídicas y políticas que lo capaciten para dar respuesta al nuevo desafío. Las
mismas aportaciones del neo-republicanismo pueden quedar obsoletas si no se abren y se
adaptan a las nuevas realidades. Probablemente el “patriotismo constitucional” de
Habermas apunte en la buena dirección, aunque sólo signifique el primer paso.
Resulta, por lo demás, llamativo que los estados liberales estén recorriendo a la inversa la
genealogía de la ciudadanía diseñada por Marshall: las primeras demandas de los
inmigrantes en ser atendidas son los derechos sociales; tras ellas serán abordadas algún día
las demandas civiles y políticas. ¿Cuándo? Es difícil de pronosticar: todo dependerá del
rumbo que adopten algunos de los países punteros; los demás se verán obligados a seguir su
estela porque resulta insostenible el escándalo actual de una concepción estrecha de la
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En efecto, este trabajo se propone un examen crítico de las principales teorías que han sido
propuestas sobre la ciudadanía hasta nuestros días. Pero su autor considera necesario
comenzar por un recorrido genealógico e histórico del concepto y de las aplicaciones de la
ciudadanía. Y es que, contra lo que algunos parecen suponer, la ciudadanía no es concepto
nuevo, propio de la Modernidad, ni la versión de Marshall es su punto obligado de
referencia. Por el contrario, es un concepto largamente gestado en la historia de Occidente
desde la Grecia y la Roma Clásicas. De ahí que dedique dos capítulos a reseñarla. En el
primer capítulo realizaré un análisis de las principales propuestas de ciudadanía presentadas
en la antigüedad greco-romana. En el segundo estudiaré sus repercusiones históricas hasta
las Revoluciones Liberales del siglo XVIII, al igual que las variaciones del modelo liberal
representativo de ciudadanía alumbrado por éstas y los sucesivos reajustes, siempre
deficientes, del modelo democrático.
El tercer capítulo se ocupará ya del examen de las propuestas contemporáneas, a partir del
modelo “integrado”, en el marco del estado-nación, formulado por Marshall en los años
cincuenta, junto con los sucesivos reajustes y correcciones del modelo que han sido
presentados, entre los que cabe destacar las propuestas de “ciudadanía activa” presentadas
por el liberalismo “afirmativo” de Rawls y Dworkin, el republicanismo moderno y el
comunitarismo en sus versiones moderada y radical. Igualmente es preciso prestar atención
a otros reajustes complementarios como los del modelo “diferencialista” de Young y la
ciudadanía “multicultural” de Kymlicka. Y, sobre todo, es preciso examinar
cuidadosamente los modelos ya claramente alternativos de ciudadanía postnacional
(Habermas) y de la ciudadanía cosmopolita.
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Por último, la Conclusión (“La ciudadanía: entre la teoría a la práctica”) expone al filo de
una polémica reciente los principales argumentos para una ciudadanía activa, compleja y
transcultural, a la vez que contextualizada y responsable, democráticamente comprometida
con los problemas locales y los mundiales, tan atenta al aquí como al allí, en una
reactualización del lema estoico: hay que llevar los círculos hacia el centro y, a la vez,
desde el centro hasta el mundo.
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Pero, en realidad, el régimen democrático es mucho más antiguo y su origen puede fecharse
en unos 2500 años en la Grecia Antigua, especialmente en la ciudad-estado de Atenas.
Pero también en otras ciudades-estado como Esparta y Tebas se formaron regímenes mixtos
de aristocracia-democracia, siendo la ateniense la única democracia directa que ha existido,
por lo que también recibió las críticas de grandes filósofos (Platón, Aristóteles) e
historiadores (Tucídides). Por lo que puede decirse que la democracia es un régimen
político en incesante crisis y transformación, lo que conlleva casi siempre el debate, la
crítica, la defensa, el conflicto político y social, la destrucción y la reinstauración, los
procesos de transición y de abandono de la misma. Ello no solamente muestra la fuerza y
la fragilidad antes apuntada, sino también la creatividad histórico-social, las variaciones del
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modelo en diferentes épocas y lugares, aunque con frecuencia se abuse de la fórmula “el
modelo X de democracia”, porque, como después veremos, existen unas condiciones
mínimas para que un régimen pueda ser considerado democrático.
Como antes indicaba, existe un consenso entre los historiadores para considerar la “polis”
ateniense como la primera democracia, que servirá de modelo aproximado a otros
regímenes como la República de Roma, como ésta lo será de otras ciudades-estado de la
Baja Edad Media como las repúblicas italianas (Venecia, Génova, Florencia, etc.) o la
república de Ginebra. Pero no puede considerarse bien fundamentada la opinión que
sostiene que la democracia ateniense es el modelo ideal a seguir por todas las democracias.
En realidad, muchas de las críticas al modelo ateniense están bien fundadas. La principal es
la que señala que se trató de una democracia directa, es decir, en la que la asamblea popular
de ciudadanos ejercía directamente (en la época de Pericles) los tres poderes del estado:
legislativo, ejecutivo y judicial. Los teóricos de la democracia estamos mayoritariamente de
acuerdo en considerar que la asamblea popular ha de ser el órgano legislativo (directamente
o por representantes), pero los poderes ejecutivo y judicial requieren por su naturaleza ser
ejercidos por expertos, aunque siempre bajo la vigilancia y el control último de los
ciudadanos, como más adelante expondré.
Por otra parte, tampoco existe un único modelo ateniense, sino que estuvo sometido a
sucesivas reformas. El modelo primigenio se debió a Solón y Clístenes: en el mismo se
reconocía el poder ejecutivo de los diez arcontes y el colegio de estrategos o generales. Y
en la asamblea (eclesía) de ciudadanos (compuesta por las diez tribus) existían también
órganos consultivos especializados como el Consejo (Boulé) y el Areópago. Pero la
decisión final dependía de la asamblea popular. Podía decidir el “ostracismo” (destierro) de
cualquier acusado de ser un peligro para la soberanía popular (demo-kratía: poder del
pueblo). El excesivo voluntarismo popular condenó injustamente a grandes figuras como
Temístocles al ostracismo. Y el juicio y condena de Sócrates ilustra suficientemente cómo
la asamblea popular no es el órgano adecuado para ejercer el poder judicial.
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Por lo demás, se dieron varios intentos para convertir la democracia en oligarquía - que se
impuso en ocasiones por algún tiempo- hasta la reforma de Pericles que la convierte en
democracia radical y directa, sin órganos intermedios. Muchos cargos se decidían por
sorteo entre los ciudadanos. Ahora bien, aunque Pericles amplió el número de ciudadanos
con “isonomía” (igualdad ante la ley) e “isegoría” (igualdad en el ágora), en la práctica era
solamente una minoría de atenienses la que disfrutaba de la plenitud de derechos políticos:
los “ociosos”, esto es, los que no trabajaban con sus manos y disfrutaban de mucho tiempo
libre. Por ello las desigualdades sociales, así como la esclavitud, se mantuvieron siempre,
pese a algunas reformas menores como las que incentivaban económicamente la asistencia
a las asambleas. Atenas alcanzó con Pericles su período de máximo esplendor en tanto que
potencia comercial hegemónica en el Mediterráneo Oriental, tras el triunfo sobre los persas.
Finalmente, la Guerra del Peloponeso con Esparta y el posterior ascenso de la República
Romana, además de las divisiones internas, determinaron su decadencia final.
Por otra parte, los grandes filósofos griegos realizaron una profunda reflexión sobre los
regímenes políticos, estableciendo sus condiciones generales y sus aplicaciones
particulares. Tal fue el caso de Protágoras, quien teorizó sobre la democracia ateniense,
como muestra el diálogo platónico del mismo nombre. Platón fue el gran primer teórico de
la política y estableció tres regímenes legítimos y otros tres que seguían a los mismos
cuando degeneraban (esta temática la había iniciado el historiador Heródoto). Asi la
monarquía podía degenerar en tiranía; la aristocracia en oligarquía; y la democracia en
demagogia. Aristóteles mejoró de modo más realista el planteamiento de Platón y prefiere
no mencionar la democracia, poniendo en su lugar la “politeia” (que suele traducirse por
“república”). Pero su opción personal era por un régimen mixto de aristocracia y república.
A Platón debemos Gorgias, La República, El político y Las leyes; a Aristóteles, la Política
y la Constitución de Atenas.
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Compadecido Zeus ante tal situación comisionó a Hermes para que llevara a los hombres
"el pudor y la justicia (to aidós kai te dike) para que en la polis hubiera armonía y lazos
creadores de amistad", pero con el encargo expreso de que fueran distribuidos, no según la
división del trabajo, como las artes, sino a todos y a cada uno, pues ésta será la condición
de su humanidad, de tal modo que si se encontrare a alguien que careciera de tales virtudes
debía ser arrojado de la polis como la peste.
Por eso, prosigue Platón (exponiendo la tesis de Protágoras), es lógico que cuando se trata
de discutir una cuestión que atañe a la virtud política dejemos hablar a todos los que lo
soliciten, puesto que todos son entendidos en el pudor y la justicia (la moral y la política).
Y por eso los atenienses, en cuestiones de justicia, escuchan los consejos de quien toma la
palabra (isegoría), por la "convicción de que todos los hombres tienen parte en la justicia"
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(Protágoras 323 b). Pero advierte de que se trata sólo de la capacidad para desarrollar tales
virtudes, por lo que se precisa la educación cívico-política. Los poemas homéricos, el teatro
y la misma praxis del ágora jugarán un papel destacado en tal cometido.
Y ello es así porque el demócrata no nace, se hace. En efecto, nadie nace demócrata. El
talante democrático se adquiere solamente mediante una correcta educación política. O,
como dice Protágoras, la justicia no es fruto "ni de la naturaleza ni de la casualidad, antes
bien se enseña" y los que la poseen "lo deben a su aplicación". Y, por lo mismo, cuando se
encuentran hombres injustos o contaminados por los vicios que se oponen a "la virtud
política", en tal caso "todo el mundo, sin miramientos, se indigna con todos y exhorta a
todos, evidenciando esto que dicha virtud es considerada como un efecto de la aplicación y
el estudio". Y esto es asi porque la virtud política (politiké areté) es "la virtud característica
del hombre" (Protágoras 323-c).
Pero hay que insistir en que el modelo ateniense ni es único (existen dos fases, al menos,
bien diferenciadas en el mismo) ni es el único modelo de la Grecia Clásica. Incluso hay que
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Por lo demás, es el mismo común sentido del respeto y de la justicia lo que fundamenta
sólidamente la igualdad de los hombres. Ahora bien, no se trata de un igualitarismo puesto
que hay otras virtudes diferenciales y la misma educación establece grados. Pero lo común
es mucho más importante que lo diferencial. Se desmiente asi la tesis aristocrática, que
aboga por la diferencia de naturaleza. Lo decisivo es que al compartir el logos, el aidós y la
dike, los hombres pueden debatir y llegar a acuerdos, plasmados en nomos. Este es el
corazón mismo de la democracia. El debate y la disputa entre iguales contribuye
decisivamente a las reformas y mejoras sensatas siempre desde la óptica de la concordia
final en el bien común. Una de las máximas de Protágoras dice: “Lo propio de la libertad es
hablar libremente”. Aunque en ocasiones se abuse de la isegoría (igual libertad en el ágora)
para fines particulares, el diálogo y el debate son el motor de la vida democrática siempre
que se desplieguen desde la “virtud política”.
Ahora bien, la virtud política admite grados y diferencias. Por eso, sólo los que la poseen en
alto grado deben gobernar el estado. La riqueza y el linaje, en cambio, nada tienen que ver.
Pero incluso los sabios tienen que escuchar a los menos sabios, pues las diferencias son
solamente de grado. Por eso la isonomía (igualdad de derechos) fundamental se completa
con la isegoría. Y el “buen ciudadano” de Protágoras se completa con la “ciencia política”
de Demócrito. Este último piensa que la educación cívica llega incluso a mejorar la
naturaleza, como antes quedó indicado. Y añade: “son más los que llegan a ser valiosos por
el ejercicio que por la naturaleza”. Por eso es justo que los menos sabios obedezcan en vez
de mandar. Pero, en realidad, no es sólo cuestión de saber, sino de una virtud política
superior. Aunque nunca deja de ser una cuestión de grados; por eso el que gobierna no
disfruta de una credencial de superioridad, sino que ha de rendir cuentas incesantemente
ante sus iguales. El debate público se convierte asi en la mejor garantía de que ni los
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En el Atica arcaica, como en las demás regiones de la Grecia Antigua, las polis (ciudades-
estado) estaban dominadas por la aristocracia o linajes nobiliarios, sustentadas sobre sus
virtudes “agonales”, esto es, guerreras. Pero pasados los tiempos heroicos, los linajes
nobiliarios habían perdido parte de su prestigio. Y los intelectuales como Hesiodo habían
insistido en que la dike (justicia) era el único sostén válido de la polis. El mito de Prometeo,
que la asociaba con el sentido del respeto, lo confirma. Pero desde Hesiodo la justicia no es
sólo el principio fundamental, sino que se ha trocado en la defensa de los pobres respecto
de los ricos y sus abusos. Pronto se promulgan códigos de justicia (Dracón en Atenas), que
no eran apenas innovadores, sino que publicaban la legalidad existente para que todos la
conocieran y la respetasen. Y tras ellos aparecen los grandes legisladores (Solón en Atenas,
Licurgo en Esparta), que crean ya nuevos códigos y reorganizaciones. Tras largos periodos
de agitación social se había ido imponiendo la idea de que la paz dependía de una cierta
igualación de clases. De hecho los legisladores actuaron por consenso de las ciudades-
estado. Que posteriormente fueron gobernadas por tiranos, esto es, individuos de la
nobleza, apoyados por el pueblo (Pisístrato en Atenas). Esparta fue la única polis que no
aceptó nunca un tirano.
Además de las ideas de justicia y de igualdad ante la ley, otra idea se impuso con fuerza: la
ciudad-estado como criterio de conducta y la primacía del bien común. La areté (virtud) se
trueca en ciudadanía: servicio a la polis como garantía última de la justicia. Y cada ciudad-
estado se constituyó en comunidad política autosuficiente. Solón jugó en esta revolución
mental y social un papel muy destacado a partir del 594 aC. Con sus reformas la
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Es de notar que tiranos como Pisístrato contribuyeron decisivamente a realizar y ampliar las
reformas de Solón. Pero el mismo impulso de la igualación y de la racionalidad conllevó su
desaparición, hasta el punto de que para las generaciones futuras la denominación de tirano
conlleva una acepción netamente peyorativa. Incluso constituyó una obsesión para los
atenienses el evitarlos como prioridad absoluta; ello explica la institución del “ostracismo”,
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Pero, tras Pisístrato, fue la reforma de Clístenes la que configuró durante un largo periodo
la democracia “mixta” ateniense. Clístenes procedía de la aristocracia (los Alcmeónidas)
que se rebelaron contra el tirano al no ver reconocidos sus derechos históricos, pero que se
alían con el pueblo, al que prometen ampliar su libertad; y pactan también con Esparta,
quien les da su apoyo para restaurar la aristocracia. En realidad, restaurará el modelo mixto
en la línea de Pisístrato, pero sin Pisístrato. Mediante esta nueva reforma se fortalece la
alianza entre la aristocracia y el demos; la primera mantendrá su posición prevalente, a
condición de que quede garantizado al pueblo tener la última palabra en los órganos de
decisión (incluyendo el ostracismo). Clístenes busca un equlibrio más racional mediante las
diez tribus territoriales, que sustituyen a las gentilicias, que subdivide en 30 subtribus, en
cuyo ámbito se realizaban las elecciones, eliminando la fuerza de los clanes. También el
Consejo pasa a ser de 500 miembros (50 por tribu), aunque no quedan claras sus
atribuciones ni si eran elegidos por sorteo. Por último, la Asamblea era el órgano decisivo,
e incluía los Tribunales populares de justicia (sobre todo de apelación) (Heliea). He aquí,
pues, el cuadro sinóptico de la democracia “mixta” según el eje Solón-Pisístrato-Clístenes:
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Las Guerras Médicas suponen una prueba de fuego para la estructura política de la Antigua
Grecia, con su estructura de ciudades-estado. Atenas cumplió durante las mismas un papel
muy destacado, rivalizando con Esparta. Sus generales y ejércitos lograron las victorias más
destacadas: Maratón (Milcíades) y Salamina (Temístocles). Puede decirse que Atenas sale
de las mismas con una clara hegemonía, sobre todo a partir de liderar la Liga Marítima o de
Delos. Basándose en su gran flota naval construye rápidamente un imperio comercial. Ello
le granjea también el recelo de las ciudades-estado no alineadas con ella, en especial de
Esparta, que será la causa final de su ruina en la Guerra del Peloponeso a finales del siglo V
(a. C.).
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escogidos, aunque treinta años más tarde (457/6) lo serán por sorteo puro y duro. Las
reivindicaciones populares consiguen con ello un avance decisivo. Al mismo tiempo los
estrategos (generales) se convertían en el poder ejecutivo supremo. Los magistrados y altos
funcionarios continúan siendo de las clases altas, pero las bajas controlan su
funcionamiento: elección, aprobación de cuentas (o su censura), posibilidad de hacer
dimitir a los irresponsables…Todo gracias a la supremacía de Cimón. Pero éste fracasó en
su intento de alianza con Esparta y fue condenado al ostracismo.
Fue entonces el momento de la reforma de Efialtes del año 462. Este apoyó algunas
reivindicaciones de las clases populares y reformó drásticamente la institución del
Areópago (especie de Consejo Real, siempre vigilante desde arriba de todas las
instituciones), repartiendo sus funciones entre el Boulé, los magistrados y la Heliea. La
timocracia, o régimen mixto ateniense de aristocracia-democracia, comenzaba a cambiar el
equilibrio, hasta entonces favorable a la aristocracia, por otro cada vez más a favor de la
democracia. Pero éste será el objetivo ya manifiesto de la reforma de Pericles.
En efecto, Pericles, que había colaborado ya con Efialtes, prosiguió las reformas hasta
llegar a un modelo de democracia radical que anulaba, en gran medida, la división de
poderes de modo tal que la Asamblea popular asumía en la práctica las funciones
legislativas, ejecutivas y judiciales. Sin duda Pericles fue mucho más que un demagogo
(conductor del pueblo) porque lo cierto es que la democracia ateniense llegó con él a su
máximo esplendor; pero una reforma de sus características precisaba no sólo de nuevas
leyes, sino de una personalidad sobresaliente capaz de moderar las fuerzas aristocráticas y
populares siempre en conflicto (incluso durante un año fue desposeído de su cargo de
estratego y multado por la Asamblea). Por eso a su muerte –en plena guerra del
Peloponeso- la democracia radical cayó rápidamente en manos de sus sucesores en una
demagogia populista. Y a ella dirigirán sus críticas tanto Sócrates y Platón como Tucídides
y Aristóteles.
Al mismo Tucídides –también estratego- debemos la trasmisión más completa y fiable del
pensamiento político de Pericles en la famosa “oración fúnebre” por los caídos en la guerra
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que pone en su boca (La guerra del Peloponeso), al modo de apología o testamento
político. Su tesis central es que la democracia radical satisface el ideal político de los
atenienses. Y la prueba definitiva es justamente la dínamis (fuerza) de Atenas, el éxito del
imperio colonizador ateniense, el hecho de que hubiera atraido a los mejores literatos,
artistas y filósofos, la excelencia (areté) de sus obras públicas y magníficos monumentos en
la acrópolis. Su éxito personal lo cifra Pericles en haber sacado de los atenienses lo mejor
de sí mismos, logrando una síntesis equilibrada de la antigua virtud y las nuevas cualidades
de la Ilustración griega (los sofistas como Protágoras y filósofos como Demócrito). En
efecto, el valor crea la libertad y ésta hace posible la felicidad y la prosperidad material.
Según Rodríguez Adrados (La democracia ateniense, 220ss) las antiguas y las nuevas
virtudes que Pericles cree haber conjugado como causa de su éxito forman los siguientes
pares:
Libertad y ley. Democracia significa libertad, esto es, libre albedrío, con los únicos límites
de evitar violar las leyes, tanto por miedo al castigo como por obediencia. Este equilibrio
entre independencia personal privada y pública, por un lado, y de imperio de la ley, por el
otro, era una carácterística de Atenas que Pericles enarbolaba frente a su rival Esparta,
volcada en el segundo par y con escaso espacio para el primero. Por otra parte, la
legislación no reposaba ya en las “leyes no escritas”, sino que –pese a Sófocles- se imponía
una legislación secularizada y cambiante, según el grado de equilibrio de las fuerzas en
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conflicto
Por otra parte, resulta muy discutible la política de Pericles conducente a asegurar el
mantenimiento del imperio colonial mediante la consolidación de una gran flota marítima
(potenciada ya por Temístocles), cuya marinería era reclutada mayoritariamente de la
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intimidación. Con ésta los amigos terminan por ser vasallos. Pero ya en vida de Pericles se
produjo bastante controversia al respecto, pugnando algunos, como Cleón, por el retorno a
los métodos tradicionales a propósito de la rebelión de Mitilene; el propio Tucídides
participó en las protestas, lo que les valió a ambos el ostracismo. Pericles respondió con la
construcción del Partenón. Pero, finalmente, aplastó la rebelión de las dos islas-colonias
más importantes, Eubea y Samos. Y aprovechó una llamada de auxilio de una población de
Sicilia para iniciar la expansión imperial al Occidente (fundación de Turios), un dominio de
influencia espartana por su origen dorio, aunque ahora con participación panhelénica.
Pero persistía el recelo de Esparta y los continuos roces con Corinto (aliada de Esparta). A
la postre, resultó inevitable que la intrincada política exterior terminase por contagiar la
democracia interior. Y cuando Pericles desaparece, los estrategos que le siguen son
incapaces ya de superar la mera demagogia populista. Lo que confirma el error de diseño
de Pericles: un régimen político no puede depender de la presencia de una persona con
dotes excepcionales que lo modere. El equilibrio ha de ser institucional. El final de la
Guerra del Peloponeso, con la victoria total de Esparta y la imposición por ésta de un
régimen oligárgico en Atenas, certificaron el fracaso final de la democracia radical
ateniense, aun cuando fue restablecida más adelante con los excesos demagógicos
denunciados por los historiadores (Tucídides responsabiliza al voluntarismo popular de la
derrota, por no seguir el consejo de los expertos militares en la dirección de la guerra) y por
los filósofos (Platón y Aristóteles).
1.- Principios:
a) isonomía (todos los ciudadanos son iguales ante la ley)
b) isocracia (todos los ciudadanos participan igualmente en el ejercicio del poder).
La innovación de Pericles reside en la extensión real de los derechos políticos a las cuatro
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clases censitarias de Solón (aunque persisten diferencias de clase en el acceso a los cargos,
especialmente en los “zeugitas” (la tercera) y los “thetes” (la cuarta), y en la virtual
supresión de la división de poderes, dando lugar a una democracia directa del pueblo. En
efecto, la Asamblea de ciudadanos monopoliza en la práctica todos los poderes: legisla y
controla la ejecución de las leyes, elige y castiga a los magistrados, y juzga en primera y en
última instancia, con la Heliea como órgano intermedio de apelación. Es más, la Asamblea
crea instituciones especiales para reforzar el poder popular.
Pese a todo, los enfrentamientos entre clases persistieron hasta el final. Otra limitación
importante es que en Atenas persiste la existencia de hombres sin derechos políticos (los
metecos, habitantes no ciudadanos) ni derechos civiles (los esclavos). Por lo demás, Atenas
deviene una potencia colonizadora abusando de su posición dominante en la Liga Marítima
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de Delos, viola los derechos civiles de sus habitantes con frecuentes confiscaciones y
expropiaciones, y no les reconoce tampoco la autonomía política. Para ser ciudadano
ateniense la ley de 450 exige haber nacido de padre y madre ateniense, así como residir
habitualmente en Atenas.
a) los arcontes pasan a ser elegidos por sorteo entre las tres clases superiores y se
convierten en una magistratura honorífica; b) el Areópago es relegado, ya desde Efialtes, a
tribunal religioso casi inoperante; c) el “Boulé” o Consejo de los 500: pasa a ponerse al
servicio de la Asamblea al modo de una secretaría técnica: redacción de las leyes y
asesoramiento en general; d) los estrategos son la única magistratura electiva. Les compete
la dirección de la guerra y la financiación militar. Su poder se acrecienta cada vez más con
la expansión del imperio colonial y el primer estratego se convierte en el jefe de gobierno,
aunque supeditado a la Asamblea, a la que podrá moderar si tiene capacidad, como en el
caso de Pericles, o ceder al populismo; e) la Heliea o conjunto de Tribunales de justicia
(con unos 5.000 miembros): se limita a juzgar los casos que le delega la Asamblea, aparte
de ser el órgano intermedio de apelación; f) la Asamblea debate todos los asuntos ordinarios
y extraordinarios. Reconoce la isegoría (igualdad en la asamblea) y la parresía (libertad de
expresión). Cualquier ciudadano puede proponer o impugnar una ley. La Asamblea
examina a los magistrados designados por sorteo y aprueba o no su nombramiento.
También puede destituir a los que juzgue incompetentes o indignos. Mantiene las
limitaciones del acceso a los cargos superiores a quien no esté casado y posea tierras en el
Atica, aunque subvenciona a los pobres por el ejercicio de los cargos de consejero y de
jurado, así como el servicio militar, con gran disgusto de las clases superiores.
Los cargos no son reelegibles y duran generalmente un año (excepto los estrategos). Aparte
del examen previo, la Asamblea les somete a una rendición de cuentas sobre el desempeño
de los cargos. También puede destituirles en el ejercicio si los considera incompetentes o
corruptos; esta destitución puede ser apelada, pero finalmente decide la propia Asamblea.
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La conclusión parece clara: la ciudadanía ateniense tenía que asumir una responsabilidad
política muy superior a la que permitía su preparación y sus posibilidades, sobre todo
cuando se tiene en cuenta que había de afrontar convocatorias muy frecuentes (cercanas a la
periodicidad semanal) y sobre cuestiones muy variadas, de la mayor parte de las cuales
recibía la primera y la última información en la misma Asamblea antes de juzgar o formular
su voto. La prolongada presencia de Pericles como primer estratego con sus dotes
excepcionales permitió que hiciese a la vez las funciones de moderador y de árbitro; pero el
modelo de Pericles no pudo subsistir a Pericles más que degenerando en populismo y
demagogia. El modelo de democracia radical siempre ha producido estos efectos, como
confirmará el caso de la República Romana.
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Para el Estagirita está claro que no pueden fijarse de antemano las atribuciones de la
ciudadanía, sino que éstas dependen del tipo de régimen político, según se trate de una
tiranía, de una oligarquía o de un régimen constitucional (politeia). Tan es así que si se
altera un régimen político se altera automáticamente el ámbito de la ciudadanía. Ahora
bien, en todo caso los ciudadanos comparten un objetivo común: la “seguridad de la
comunidad”. Por ello el hombre bueno y el buen ciudadano pueden no coincidir. Esta
ecuación sólo se produce en la “politeia” y no necesariamente, puesto que una cosa es la
ética y otra la política. Y Aristóteles enfatiza que sólo en éstas se da una correcta educación
del ciudadano, puesto que “el buen ciudadano tiene que saber y poder tanto obedecer como
mandar, y la virtud del ciudadano consiste precisamente en conocer el gobierno de los
libres desde ambos puntos de vista” (ib. III, 73-75).
Ahora bien, la ciudadanía puede tener grados. El ciudadano en plenitud es aquel que puede
“participar de las magistraturas”. Por tanto, los obreros, como los niños, son ciudadanos
“pero imperfectos”. Y asevera: “las ciudad más perfecta no hará ciudadano al obrero”,
porque no dispone de ocio (tiempo libre). Eso sí, los obreros y los trabajadores “sirven a la
comunidad”. Y es que, insiste, “hay muchas clases de ciudadanos”, pero “se llama
principalmente ciudadano al que participa de los honores”. Y poco más adelante precisa:
sólo en la politeia pueden coincidir el hombre bueno y el buen ciudadano. Y se dice que es
“buen ciudadano al que participa en la política y tiene autoridad, o puede tenerla, por sí
mismo o con otros, en la dirección de los asuntos de la comunidad” (Ib., III, 76-78). En
definitiva, Aristóteles se mueve en el elitismo republicano y no comparte el populismo
democrático de Pericles.
En general, no suele darse al modelo político de Esparta la importancia real que tuvo en su
época. En efecto, no sólo fue el modelo predominante en la Grecia Clásica, sino que tuvo
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El régimen político fue una de las causas de la rivalidad permanente con Atenas, sobre todo
con el modelo de democracia radical. Otra fue, sin duda, su origen dórico, mientras que los
atenienses eran jónicos. Finalmente, la rivalidad se trocó en competencia activa cuando
Esparta organizó la Liga del Peloponeso, a lo que después respondió Atenas con la Liga de
Delos. También Esparta se mostró dominante con sus aliados, aunque nunca llegó al grado
de dependencia que Atenas impuso a los suyos, probablemente para sostener su imperio
comercial. La Guerra del Peloponeso (431-404) resultó, pues, casi inevitable, aunque
Pericles intentó vanamente evitarla.
El Consejo de ancianos incluía 28 espartanos mayores de sesenta años, que eran elegidos
vitaliciamente por sufragio directo de la Asamblea popular. Ésta la formaban todos los
ciudadanos mayores de treinta años. La institución de los éforos fue una creación más
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uno solo, como corresponde a una multitud que convive alimentada por una ley común”
(Sobre la fortuna, I, 6, 329a).
Pero la ética estoica es también, e inseparablemente, política. La “razón común” hace que
todos hombre sean no sólo hermanos, sino también radicalmente iguales; por lo mismo,
todos (varones, mujeres, niños y esclavos) tienen los mismos derechos fundamentales. Por
lo mismo, la patria de un estoico es todo el mundo y se siente profundamente cosmopolita.
Todo lo humano le concierne. Los límites jurídico-políticos, al igual que las fronteras, son
un artificio. Sin duda esta filosofía estoica iba en armonía con la época helenista (y luego el
Imperio Romano), pero supone una revolución a la vez moral, jurídica y política sin
precedentes. Por eso podrá decir Marco Aurelio: “Mi ciudad y mi patria; como Antonino
que soy, Roma; como hombre que soy, el mundo” (Meditaciones VI, 44, 6).
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racional para traducir la ley natural en derecho civil. De ahí la rica complejidad de la
identidad estoica de ciudadanía, a la vez natural y civil.
Otra cuestión más discutida son los efectos prácticos de esta revolución. Los nás inmediatos
y profundos corresponden al aspecto moral, incluso antes de haber sido adoptado –y
adaptado- por el cristianismo. El libro de Cicerón De los deberes es una refundición del
estoico Panecio. Pero también se observa su influjo creciente en la legislación romana y en
las escasas, pero apreciables, fases de cosmopolitismo (claramente apreciable en la política
de Alejandro Magno) y de humanitarismo en las relaciones imperiales, con su apogeo en la
política de Marco Aurelio de establecer tratados de amistad y colaboración con los pueblos
vecinos, finalmente fracasada.
Esta pluralidad de pertenencias no tiene por qué resultar conflictiva al ciudadano. Como
describe Cicerón (De los deberes, 6, 17, 69), estos deberes o pertenencias se presentan en
círculos concéntricos: el primero rodea la propia identidad del yo; el segundo, la familia; el
tercero, la comunidad local (conciudadanos); y seguidamente la comunidad regional, la
comunidad política (compatriotas), la continental y, por último, la mundial. Y la consigna
estoica apuntaba: “hay que llevar los círculos hacia el centro”. Lo que probablemente
significa: no descuides tu identidad personal, pero crece con el mundo.
Resulta indudable que la ciudadanía cosmopolita estoica ha tenido una gran repercusión en
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la historia de Occidente, aunque siempre haya sido entendida en su versión más débil, y con
frecuencia como mero pretexto (teoría de la colonización). Aparte de la ética, la
repercusión se nota en especial en el terreno de la justicia internacional (“derecho de
gentes”). En los últimos años ha inspirado una vigorosa teoría de la ciudadanía
cosmopolita, aunque en diferentes versiones, algunas de ellas claramente discutibles (la
Globalización).
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“constitución mixta”, esto es, “compuesta de todos los tipos característicos” descritos desde
Herodoto (monarquía, aristocracia y democracia). Es de notar que Polibio piensa
especialmente en el modelo de Esparta para aplicarlo a Roma. Y su tesis es que el modelo
republicano romano, en base a una praxis sobresaliente, había ido elaborando un entramado
institucional que equilibraba y compensaba los poderes recíprocos y respectivos del senado,
los cónsules y el pueblo, de tal modo que se controlaban de un modo espontáneo y eficaz
para evitar toda desviación estructural, por lo que las desviaciones ocasionales eran
corregidas casi de inmediato. Por lo demás, Polibio describe minuciosamente el
funcionamiento de las clases censitarias, del ejército y las instituciones militares, los
tribunales de justicia, etc., aunque falta el de algunas instituciones probablemente porque su
obra nos ha llegado fragmentada. Reúne, pues, a la vez una intención doctrinal,
institucional, pragmática y educativa (este último aspecto ha pasado casi completamente
desapercibido a los comentaristas).
Otro historiador griego posterior, Diodoro de Sicilia, denuncia ya claramente la ruptura del
equlibrio operada por las reformas de los Gracos (en especial por Cayo) a favor de la clase
popular, que dio lugar a una imparable demagogia, que provocó la reacción del Triunvirato
y que terminará por romper el modelo republicano para pasar al modelo de “principado”
por obra de Augusto.
Vale la pena citar el fragmento de Diodoro: “Como si tal cosa, Cayo había evocado ante el
pueblo la destrucción de la aristocracia y la instauración de la democracia, con lo que se
había ganado los favores de todos los partidos; de modo que tenía en ellos no ya partidarios
sino, en cierta medida, los verdaderos autores de su audaz empresa.
Porque cada cual, seducido por sus propias esperanzas, se mostraba presto a votar las leyes
propuestas, a afrontar todos los peligros como si se tratara de su interés particular. En
efecto, al quitar a los senadores el poder judicial y nombrar jueces a los caballeros
(equites), hizo al elemento menos bueno del cuerpo cívico señor del elemento mejor, y al
destruir la asociación que existía antes entre el Senado y los caballeros, hizo que la plebe
fuese temible para ambos; al procurarse para sí un poder absoluto gracias a la disensión
general, y al vaciar el Tesoro público para proceder a gastos y a donaciones deshonrosas e
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inoportunas, consiguió que todos tuviesen los ojos fijos en él; al entregar las provincias a la
audacia y la avidez de los hacendados, provocó en los pueblos sometidos una hostilidad
justificada respecto del poder; al liberar a los soldados, mediante sus leyes, de las reglas
severas de la antigua disciplina, introdujo la insubordinación y la anarquía en el Estado.
Porque quien menosprecia las autoridades se rebela también contra las leyes, y tales
costumbres engendran una funesta ausencia de leyes y la inversión de los papeles en la
ciudad” (Biblioteca histórica, 34/5, 25). Todos los caudillos populistas han seguido este
paradigma.
Nicolet (1976; 1983) ha insistido con razón en que Polibio no presenta una caracterización
jurídica de la constitución mixta de Roma, sino más bien pragmática y, en cierto sentido,
política. En efecto, el constitucionalismo romano se mostró siempre flexible y evolutivo.
Pero es preciso delimitar claramente a qué fase del modelo político de la República
Romana se refiere Polibio. Hay que tener en cuenta, además, que Polibio tiene su propia
teoría política (la anacyclosis o inevitable degeneración) y, por tanto, el peso de su teoría se
deja sentir en su percepción de Roma. Su preferencia por el modelo “mixto” condiciona
también de algún modo esa percepción. Su modelo previo es la Esparta de Licurgo, de
quien dice: “Licurgo, que lo había previsto (la ley de degeneración), hizo una constitución
que no era simple y homogénea; reunió a la vez todas las cualidades y las particularidades
de los mejores regímenes”.
En realidad, es muy discutible que la constitución de Esparta fuera realmente mixta. Pero
Polibio ve a Roma como resultado de una complejidad tal que “nadie podría decir con
certeza si el régimen, en su conjunto, era aristocrático, democrático o monárquico”. Sólo su
punto de vista de observador externo, con su herencia de la política griega, le permitía una
percepción más exacta. Aunque sabemos que llegó a Roma en 167, informa de sucesos
acaecidos más de quince años antes (la censura de Catón). En todo caso, Polibio construye
la estructura del sistema político romano a partir de una documentación muy completa; y
esa estructura mixta era lo que resultaba tan novedoso a los romanos, que tenían la práctica,
pero no la teoría. Es probable, sin embargo, que en la construcción de tal estructura se haya
dejado llevar por el prejuicio aristocrático espartano y pinte, en lo esencial, una “república
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senatorial” (Nicolet, 1983, 20). Pero lo cierto es que, al menos desde 200 hasta 150, la
República Romana funcionó tal como ladescribe Polibio ( Arce, J., 1990, 178).
Esta posibilidad parece confirmarse cuando más adelante realiza una comparación entre
Roma y Cartago. Tras afirmar que, como en Esparta y Roma, “había un poder de tipo
aristocrático”, añade que el pueblo era “soberano en lo que le pertenecía”, lo que no resulta
suficientemente claro. Añade que el régimen cartaginés ya había empezado a degenerar con
la guerra de Aníbal, dado que “el papel preponderante en las deliberaciones se había
devuelto al pueblo en Cartago, mientras que en Roma lo mantenía el Senado”, lo que
conducía a que “los mejores” propusieran también las “mejores soluciones”. Resulta bien
probable, pues, que Polibio construya la “democracia compuesta” (demokratía polucidés)
según el modelo del “círculo de los Escipiones” del que formaba parte (como también
Panecio y Cicerón, entre otros). De ahí que el elemento aristocrático sea el predominante.
Por lo demás, su utilización del término demokratía es genérica, en cuanto que alude a un
“gobierno libre”. Ello explica que atribuya en ocasiones la democracia a la “Liga Aquea” y
a la misma Esparta. Incluso es célebre su equivalencia de isegoría (igualdad en la
deliberación) y de parresía (libertad de expresión) (Polibio, Historia, II, 38, 6).
Polibio sólo pudo presenciar las primeras reformas de Tiberio Graco. Y aunque todavía no
se vislumbran los excesos demagógicos de su hermano Cayo, Polibio parece entrever dicho
final. O, simplemente, aplica al futuro su teoría de la anacyclosis. Su argumento se basa en
que los Romanos no tienen experiencia de los males de la tiranía ni de los excesos de “la
igualdad política y de la libertad cívica”. Puede pronosticar, por tanto, que de la aristocracia
se pasará a oligarquía, en la que los ricos corromperán al pueblo, lo que finalmente
provocará la reacción popular como oclocracia (gobierno de la plebe), lo que conducirá a la
violencia (“la fuerza brutal”), la guerra civil, la demagogia y, finalmente, la tiranía.
Por otra parte, el mismo Polibio había señalado un defecto importante en el diseño romano:
más que deliberar, el pueblo romano asistía a las deliberaciones públicas que realizaban
algunos senadores o magistrados. Cuando más tarde entran en escena los tribunos de la
plebe se produce un peligroso seguidismo a sus portavoces oficiales. Se mantiene la
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decisión final de la asamblea popular, pero ésta viene indicada, y casi dictada, por sus
representantes. Una vez más se invertía la pirámide y quienes “debían en toda ocasión
ejecutar las decisiones del pueblo y buscar el acuerdo más completo con su voluntad”
(Polibio, ib., VI, 16, 4-5) se alzaban como guías y caudillos del pueblo.
En definitiva, he aquí el cuadro del modelo republicano romano tal como lo describe
Polibio (y básicamente Cicerón):
Unidades de
voto 30 curias, 10 en 193 centurias: 18 de 35 tribus: 4 Lo mismo
cada una de las équites, 170 de pedites (en urbanas y 31 que en CT
antiguas tres cada una de las 35 tribus, 2 rurales
tribus étnicas grupos de edad (17-45 y
45-60) y 5 clases
censitarias). Y 5 centurias
sin armas.
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Los historiadores consideran que la verdadera legitimación teórica y práctica del régimen
de Principado se contiene en las Res Gestae de Augusto, su verdadero testamento político
y, a la vez, su apología y su autopropaganda. Pero la praxis política había jugado
previamente su papel y ello desde casi un siglo antes, cuando los hermanos Graco crearon
el partido popular e iniciaron una serie de reformas, en especial la agraria, para inclinar de
su lado el equilibrio institucional que hasta entonces favorecía al partido aristocrático. Me
limitaré, como es lógico, a un resumen esquemático.
La reforma de los Gracos se originó como muchas otras reformas: para intentar solucionar
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una crisis económica. En efecto, en lugar de repartirse entre el campesinado las nuevas
tierras conquistadas en la península itálica, fueron muchos los aristócratas (incluyendo a
senadores, que lo tenían expresamente vetado) que accedieron a grandes fincas, casi
siempre mediante pagos simbólicos, y organizaron su explotación al modo de un
capitalismo agrario floreciente. Ello tuvo el inconveniente de arruinar al pequeño
campesinado del Lacio, que abastecía tradicionalmente a la capital, que quedó en una
situación depauperada. Y aquí surgió la persona de Tiberio Graco, emparentado por su
madre Cornelia con los Escipiones. Otro aristócrata, su suegro Apio Claudio, le apoyó
plenamente. T. Graco fue elegido Tribuno de la Plebe en 134 y preparó de inmediato una
reforma agraria.
Es de notar que ya dos siglos antes el cónsul Licinio había hecho aprobar una ley más
general limitando la propiedad. Pero la reforma de T. Graco afectaba sólo a los que tenían
tierras del estado, a los que limitaba su propiedad, hasta un límite familiar máximo de 500
jornales de tierra (250 ha). El resto habría de dividirse en parcelas de 30 jornales (7,5 ha)
por persona, que las mantendrían en régimen de contrato de arrendamiento a cambio de un
pequeño canon anual; podrían heredarse por testamento, pero nunca venderse. Y su cultivo
había de ser satisfactorio a juicio del “colegio” formado por un triunvirato (formado por él
mismo, su hermano Cayo y su suegro Apio Claudio).
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Pese a todo, la reforma agraria siguió adelante, aunque en tono menor, evitando perjudicar
los intereses de los más poderosos. Hay que tener en cuenta, además, que no toda la clase
popular romana estaba con la reforma, pues muchos no aceptaban tener que abandonar
Roma para ir a cultivar su parcela de provincias. Quedaba su hermano Cayo Graco, sin
embargo. Este fue elegido Tribuno de la Plebe en 123. Tenía la misma determinación de su
hermano, pero con mayor capacidad política. Comenzó por granjearse la simpatía y la
adhesión de todo el partido popular mediante una serie de reformas legales y promulgación
de nuevas disposiciones favorables a la pequeña burguesía, asegurándole un control en el
tribunado y en la percepción de los nuevos diezmos de las colonias de Asia. Y se ganó
también a la clase urbana más depauperada al garantizarle un precio político por el trigo
que el tesoro público adquiría a precios mucho más elevados. También hizo cambiar la ley
que vetaba la reelección de los Tribunos de la Plebe para asegurarse la continuidad en el
poder y en las reformas. Incluso extendió el privilegio de la ciudadanía romana a todos los
latinos de la península itálica o que residieran en las colonias.
Este conjunto de medidas suponían una profunda reforma de las leyes e instituciones de la
República Romana. El tesoro público amenazaba ruina y la extensión de la ciudadanía
romana fue tergiversada por el partido aristocrático como una dilapidación todavía peor. El
mismo partido popular se dividió (de hecho, no logró la reelección como Tribuno por tres
años consecutivos). Finalmente terminó por pedirle a un esclavo que le diese muerte, a la
que siguió un intento senatorial de proscribir la memoria de su familia. Sin embargo, el
ocaso de los Gracos ni significó la ruina del partido popular. Las reformas legales siguieron
casi todas ellas vigentes, lo que le garantizaba a éste la supremacía. Aunque, eso sí, la
reforma agraria se quedó a medias. Y el resto de sus reformas resultaron ser demasiado
incompletas o confusas. No habían quedado claras las nuevas competencias a causa de las
ambigüedades y las interferencias, que obligaban a tener un plus más de fuerza para
imponerlas. En definitiva, les faltó un empeño más sistemático en la reforma, el único que
la podría hacer más legítima y eficaz.
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Fue entonces cuando surge la figura de Sila, su antiguo ayudante, un patricio venido a
menos. Sila consigue ser nombrado cónsul en 88 y emprende una gran campaña militar
contra Mitrídates, pese a las continuas intrigas de unos y otros en Roma, que le colma de
fama y riquezas. En 83, con el ejército juramentado a su favor, se instala en Roma para
vengarse del partido popular. Pero, como general previsor, cuida la legalidad de sus pasos.
Para ello comienza por hacer votar una ley que le concede poderes ilimitados a título de
Dictator permanente; una segunda le confería el derecho de confiscación de propiedades,
de cambiar los límites y fronteras, de nombrar magistrados, de cambiar la legislación a su
criterio y hasta de elegir a su sucesor. La situación creada era tal que ni el Senado ni la
Plebe rechistaron. Pero todo este alarde legislativo tenía otro objetivo:
la venganza de sus enemigos bajo la figura de “conscriptos por la república”, unos 4.700
ciudadanos (que incluía 15 excónsules, 40 senadores y 1600 patricios, todos ellos
favorables al partido popular). El 81 tuvo lugar la horrible matanza. Pero Sila se vanaglorió
siempre de haber limpiado Roma de demagogos.
Seguidamente, sin embargo, Sila procedió a lo que consideraba una restauración (desde su
dictadura permanente) del orden republicano. El Senado pasó a ser de derecho un cuerpo
gubernativo. Los comicios populares no podían aprobar ley alguna que no fuese
previamente aceptada por el Senado. Sorprendentemente, en cambio, las vacantes en el
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Senado serían elegidas por el pueblo. Pero Sila no llegó a organizar convenientemente las
asambleas populares, que siguieron siendo presa de los demagogos de turno. Por otra parte
accedió a que los Tribunos mantuvieran su poder de veto, pero lo contrapesó con una
amenaza de fuerte multa si eran condenados por prevaricación; y, sobre todo, con una
disposición que prohibía que nadie que hubiese sido tribuno podía ser elegido cónsul. Sila
resignó su dictadura en 79 y murió poco después. Y su obra legislativa cayó en pocos años
tras él disparándose de nuevo el conflicto permanente entre los partidos patricio y popular.
La historia de Mario y Sila pareció que iba reanudarse con Lúculo, vencedor de Mitrídates.
Pero sus excesos militares aconsejaron sustituirle por el aristócrata Pompeyo, mucho más
hábil que aquél, quien reorganizó las conquistas y regresó triunfante a Roma cargado de las
riquezas de Mitrídates y de numerosos esclavos. El Senado temía su poder, pero Pompeyo
pareció limitarse a consolidar su prestigio en el partido popular, donde ya brillaban el
riquísimo Craso y un sobrino de Mario llamado Julio César. Mientras tanto Cicerón se
retiraba a su villa para escribir su tratado.
Como antes dejé indicado, Cicerón comparte en De republica una visión similar a la de
Polibio. No en vano ambos habían frecuentado el “Círculo de los Escipiones”, centro
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elitista de gran influencia política. De hecho, cerrará el libro con el célebre “Sueño de
Escipión”. El mismo Cicerón testimonia que Escipión, Polibio y Panecio “debatían
frecuentemente sobre la constitución romana”. La originalidad de esta obra ha sido, por
tanto, muy discutida. La aportación de Cicerón fue una versión más política y más
retóricamente argumentada. La composición del libro está fechada entre 54 y 51, superada
ya su amarga experiencia del exilio y regreso del 57 (Arce, J., 1990, 183). Es de subrayar su
definición genérica de la República como “una consociación de hombres que aceptan las
mismas leyes y tienen intereses comunes” (De republica I, 25).
Pero se iniciaba ya una nueva época y un nuevo modelo político para Roma. Por esas
fechas se gestaba ya la transición definitiva al nuevo régimen político del Principado. En el
56 César, Pompeyo y Graco pactaron sus competencias respectivas en el Triunvirato (que
había sido establecido en 60): Pompeyo y Craso serían cónsules en 55, mientras que César
tendría el mando militar, todos por cinco años. Esta iniciativa conmocionó al Senado y
demás instituciones romanas: un acuerdo privado de tres personas suplantaba la
competencia exclusiva del Senado. Cicerón asumió la defensa del Senado y de la tradición.
Pero lo cierto es que los triunviros no estaban tan solos: unos doscientos senadores les
apoyaban y el mismo Cicerón se decidió a navegar por rutas ambiguas. La muerte de Craso
en 53 cambió las cosas, porque la rivalidad entre Pompeyo y César no permitía acuerdos
mutuos. La tensión fue tal que en 52 no pudieron nombrarse cónsules ni pretores. El
Senado eligió finalmente a Pompeyo cónsul único. Si iniciaba así el “principado” en Roma
y Pompeyo era el primer Prínceps. Se trataba, en principio, de una solución de compromiso
y temporal. Pero, en realidad, se había dado paso a una nueva “fórmula política de gobierno
en la que un primer ciudadano se convierte en primer gobernante, que por sus méritos se ha
ganado el respeto de todos (auctoritas) y que conlleva el mantenimiento armónico de la
república” (Arce, J., 1990, 185).
Sobre este contexto escribió Cicerón su libro. El mismo lo denomina en sus escritos
posteriores de diversas maneras, además de la tradicional; entre ellas, De Optima Re
Publica y De Optimo Cive. Era una forma de trasladar la teoría al contexto del Principado;
el “Óptimo ciudadano” sería Pompeyo, después César y, sobre todo, Augusto. Sin embargo,
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La impronta de Platón, sobre un fondo estoico, transparece en ese énfasis sobre la justicia y
la educación. E incluso es llamativo cómo apela a otro concepto clásico griego: el aidós
(pudor, respeto), que Cicerón traduce por continencia y pudicitia, que quiere que sea
característica de los matrimonios romanos y, en definitiva, por fides (en sentido de fidelidad
y lealtad) de las instituciones y del pueblo entre sí. En este contexto el optimus cives
aparece como culminación de la educación del ciudadano y, por extensión, de las
instituciones romanas, a la vez que abre paso incluso a la figura del “óptimo gobernante”, el
Príncipe (la sombra de Platón ha sido verdaderamente alargada). Pero sería muy exagerado
considerar que legitima el régimen de Principado que él únicamente podía aceptar como un
Dictador excepcional para un periodo excepcional, pero limitado, de restauración de la
República.
Mientras tanto, César había llevado a cabo su impresionante campaña militar en la Galia
Cisalpina, de donde había pasado a la Galia Transalpina y de ahí a Hispania, a Germania y
hasta Britannia, consolidando el imperio occidental. Pompeyo, en cambio, como cónsul
único (consul sine collega) había consolidado su poder en Roma. Cuando César anuncia su
retorno, el Senado se lo veta. La guerra civil se ha hecho inevitable (49-48) y César cruza el
Rubicón. Pompeyo y sus senadores huyen a Grecia y allí los persigue César, hasta la
victoria definitiva de Farsalia. Tras su idilio con Cleopatra, retorna a Roma ya como
Princeps, pero no exige la monarquía como esperaban tanto sus partidarios como sus
enemigos. Acepta en cambio el título de imperator, que tiene un sentido
preponderantemente militar, pero que se consolidará más tarde, cuando numerosos
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generales del ejército pasan a ser emperadores. Su ideal (como también para Augusto) fue
ser un nuevo Alejandro Magno.
En realidad, César se escudó con el título de Dictador, que era una figura legal y nada
infrecuente en la República. Pero la dictadura se concedía por el Senado para resolver un
problema excepcional en un periodo concreto (no más de seis meses). Y César forzó su
nombramiento como dictador perpetuo, algo contradictorio con la tradición republicana.
Aun así, el dictador tenía que presentar sus planes al Senado, a lo que César se mostró
renuente. Finalmente acudió al Senado –no se sabe bien para qué- y a sus puertas fue
abatido por las dagas de los conjurados (unos setenta) dirigidos por su antiguo protegido
Marco Bruto, tras dos años de dictadura (46-44). Es cierto que, además de la reforma del
calendario, César había emprendido un vasto programa de reorganización del imperio y
había iniciado importantes obras públicas. Pero los historiadores tienden a cargar las tintas
contra la conjura reaccionaria de Bruto, sin caer en la cuenta del atropello legal e
institucional causado por aquél y de que la conjura senatorial era la única posibilidad real
que quedaba en sus manos para restaurar la constitución vigente. El nombre de Bruto será
frecuentemente evocado, en cambio, en los tratados y en la práctica de la resistencia al
tirano, como en su momento veremos.
Pero era cierto que los tiempos habían cambiado y tampoco con la muerte de César pudo
restablecerse la legalidad republicana. Marco Antonio, uno de los lugartenientes de César,
se puso al frente del partido popular y mantuvo su hegemonía frente al partido aristocrático.
Y poco después se incorpora al movimiento el sobrino de César, Octavio. El año 40 se
constituye un nuevo triunvirato: Marco Antonio se hace cargo de Oriente, Octavio de
Occidente y Lépido ha de resignarse con Africa, aunque finalmente quedó como Pontifex
Maximus. El triunvirato pasó pronto, pues, a duunvirato. La rivalidad de los duumviros
creció hasta desembocar en una nueva guerra civil, que concluyó con la victoria naval de
Actium para Octavio (año 31).
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TEORÍA DE LA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. Campus Andaluz Virtual. Universidad Internacional de Andalucía
pactada y siempre pacífica, consciente de que el Senado no tenía otra alternativa. Pero
Augusto (título otorgado en 27) les ofreció “salida y voz” a cambio de su lealtad. Y con la
inestimable ayuda de sus dos ministros Mecenas y Agripa, además de la de su mujer Livia,
realizó durante su largo Principado una vasta reorganización legislativa y un ingente
programa de obras públicas y monumentos artísticos. Ello favoreció implícitamente su
proceso de divinización al restaurar los ancestrales rituales de la República, además de
favorecer la restauración de los templos y la creación de nuevos festivales populares (los
“juegos seculares”), termas, etc. Esta labor de restauración religiosa la completó con nueva
legislación moral (premio de la natalidad, fuerte castigo del adulterio). Los historiadores
suelen subrayar que su progresiva divinización fue el factor aglutinador del imperio y su
vínculo más firme. En efecto, fue una época de marcado auge de las religiones en todo el
imperio. Otra obra inmensa fue el Breviarium totius imperii, que no sólo era un censo
bastante exacto, sino una especie de catastro completo donde se contabilizaba la población
y los bienes muebles e inmuebles.
Pero hubo que esperar a Caracalla, quien mediante el Decreto Antoniniano de 212, extiende
la ciudadanía romana a todo el imperio, con lo que se lograba integrar el ius gentium
(derecho internacional) dentro del ius civile (derecho civil), a la vez que reconocía la
ciudadanía dual reclamada por Marco Aurelio: la ciudadanía romana en cuanto ciudadanía
cosmopolita de todos los habitantes del imperio, y la ciudadanía local o territorial.
Coincidían por primera vez, teóricamente al menos, el universalismo del derecho y el de la
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-PRINCIPE:
a) en Roma capital: asume de modo vitalicio la magistratura de Pontífice Máximo,
ratifica las decisiones del Senado, controla el erario militar y el fisco imperial, nombra al
prefecto del pretorio y de la guardia pretoriana, como censor único propone (elige en la
práctica) los cónsules, pretores, ediles, tribunos, cuestores. Finalmente preside los comicios
centuriados y los del pueblo romano. Nombra al prefecto de Roma.
b) en el Imperio: comanda un ejército de 23 legiones y nombra los legados de las
provincias imperiales.
-SENADO (600):
a) en Roma: propone la legislación (aunque ha de ser ratificada por el Príncipe) y
controla el erario republicano;
b) en el Imperio: nombra los procónsules de las provincias imperiales
En definitiva, puede decirse que el desequilibrio es abrumador a favor del Príncipe. Pero el
régimen sigue denominándose República a efectos de legitimación. Ello obligaba a
mantener el Senado, lo que también evitaba la desafección de la aristocracia. Pero es que,
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Augusto cuidó además la reorganización jerárquica de los oficios inferiores y creó el orden
ecuestre (mandos militares de segundo orden), directamente dependiente del mismo, cuyo
reclutamiento en las clases populares era cuidadosamente vigilado, al que encomendó la
custodia de los enclaves más sensibles, así como competencias financieras. Y, sobre todo,
constituía un cuerpo de confianza que le garantizaba la adhesión popular. Los comicios y
asambleas populares carecían de valor práctico; pero ello no constituyó ningún problema,
porque estaban largamente desacreditadas por los excesos de demagogia desde el tiempo de
los Gracos.
Los historiadores suelen insistir en el extraordinario éxito de Augusto. Sin duda fue así,
pero no debe olvidarse que el nuevo equilibrio institucional que había creado era imposible
de controlar en la práctica más que por alguien excepcionalmente dotado. Tal fue el caso de
Augusto y en este aspecto recuerda la figura de Pericles. Pero no puede pasarse por alto que
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En el caso de Augusto, resulta revelador que su hijastro Tiberio, asociado a las tareas
imperiales desde hacía muchos años, quisiera inicialmente volver al sistema republicano.
En efecto, relata el historiador Veleyo Patérculo –quien acepta sin vacilación alguna la tesis
de Augusto de que él se había limitado a restaurar la República- que tras la muerte de éste,
el Pueblo y el Senado le instaban a continuar la posición de su padre, pero que Tiberio
insistía en pedir autorización para ser un ciudadano igual que los demás, en vez de ser un
Príncipe sobre todos (Arce, 1990, 192). Ello demuestra que el nuevo régimen estaba ya
bien asentado y Tiberio hubo de aceptarlo.
Finalmente, ¿fue la República Romana una democracia, incluso en la época estudiada por
Polibio? En sentido estricto, y desde nuestros criterios actuales, no lo fue. Pero fue lo más
próximo a la misma, juntamente con la democracia directa ateniense. En este sentido, puede
considerarse genéricamente una democracia, de modo más claro que el modelo mixto de
Esparta, Tebas, Creta o Cartago. Y lo más importante: hasta las Revoluciones Liberales del
siglo XVIII fue el modelo único en el que se inspiraron todos los modelos “republicanos”
de Occidente, que se mantuvieron fuera de la reorganización de los reinos medievales y del
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Imperio Romano Germánico, tras las invasiones “bárbaras”. Sólo después del Renacimiento
resurgió con fuerza creciente el modelo imperial romano, que se tradujo en las monarquías
absolutas europeas a partir del siglo XVI. Frente a estas monarquías se alzarán las
Revoluciones Liberales por la irresistible ascensión del liberalismo, pero también gracias
al fermento republicano que había subsistido siempre activo.
Como antes quedó apuntado, el Imperio Romano de Occidente cae arrollado por las
invasiones de los pueblos germánicos, empujados a su vez por los hunos, y éstos, a su vez,
por los mongoles, durante los siglos V y VI. Pero no tardaron en fundirse con los pueblos
romanizados y reorganizarse en nuevos reinos, ahora cristianizados. A finales del siglo VIII
Carlomagno ha reconstruido el Sacro Imperio Romano, que finalmente se apellidará
Germánico con los Otones y Federico II Barbarroja. Pero ciertas regiones consiguieron
quedar al margen de la reorganización de los reinos y del Imperio. Fue el caso del norte de
Italia, por encima de los Estados Pontificios, el que primero se organizó en ciudades-estado
independientes y con regímenes republicanos. Surgieron así las Repúblicas de Pisa,
Florencia, Siena, Bolonia, Milán, Venecia, Génova, etc., que prosperaron durante largos
siglos, llegando a ser, en el caso de las dos últimas, potencias de rango intermedio. Pero en
todas florecieron la economía, el comercio, las letras y las artes, en permanente contacto
con otras culturas orientales, lo que les permitió alumbrar un día el Renacimiento. Otra de
tales regiones organizadas en ciudades-estado más o menos independientes fueron los
cantones helvéticos, confederados desde 1291, entre los que destacan las repúblicas de
Ginebra y Berna, entre otras.
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moderno, pero su punto de referencia político y jurídico era siempre la República Romana,
aunque fuera un modelo más teórico que real. En el caso de la república de Ginebra pudo
observarse un deslizamiento histórico desde una régimen mixto formado por dos Consejos:
el “Pequeño Consejo”, formado por unos pocos aristócratas, constituía el poder ejecutivo,
mientras que el “Gran Consejo”, constituido por los ciudadanos, esto es, por la burguesía
comercial y artesana, constituía el poder legislativo y judicial. Se aproximaba, pues, al
modelo canónico republicano, e incluso al modelo ateniense. Sin embargo, en un largo
proceso de manipulaciones y de corrupción, el “Pequeño Consejo” se fue apoderando de la
mayoría de las funciones políticas importantes, convocando al “Gran Consejo” sólo para
cuestiones secundarias. Este punto constituía un grave fallo del modelo, ya que no
reglamentaba claramente ni los asuntos a tratar ni las fechas de las convocatorias, lo que
facilitó la usurpación.
Las monarquías feudales de la Baja Edad Media en Europa no son de ningún modo
homologables al régimen democrático, ni siquiera en sus formas mixtas más debilitadas.
Pero en su organización y en sus instituciones políticas heredaron elementos importantes
del sistema republicano, en especial la institución del Parlamento en Gran Bretaña, los
Estados Generales en Francia y las Cortes de Castilla y de Aragón en España. Esta
institución tenía carácter consultivo-deliberativo, pero cumplía también funciones de
control legislativo (podían vetar una ley no conforme con el “derecho común” o las leyes
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fundamentales del reino). Ejercía también otra función esencial: la aprobación de nuevos
tributos, según el axioma nulla taxatio sine representatio (no puede haber nueva tasa si no
ha sido aprobada por los representantes). Tal fue el caso, por ejemplo, de la negativa de las
Cortes de Castilla, primero, y de las de Aragón después, a aprobar los impuestos que quería
imponer Carlos I para financiar sus proyectos en Europa como Emperador. Y tal fue la
chispa que encendió la Revolución Americana por el nuevo impuesto sobre el té.
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Obviamente, también aquí las desigualdades sociales limitaban las formas de participación,
pero puede considerarse igualmente como un preludio autóctono de la democracia, porque
no conocieron los modelos greco-romanos.
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Acabamos de ver que el republicanismo político sobrevivió a los excesos del feudalismo,
primero, y de los regímenes absolutos después, tanto en la teoría como en la práctica,
sobre todo en las repúblicas italianas y en los cantones helvéticos. De hecho, el germen
de pensamiento político que hizo posible la Revolución Inglesa, y un siglo después las
Revoluciones Americana y Francesa, era predominantemente republicano (tanto en la
forma moderada como en la radical), pero en el siglo XVIII las aportaciones liberales
tuvieron ya un peso específico. Fueron también frecuentes, sin embargo, las aportaciones
de tipo mixto liberal- republicano (casos de Locke o de Montesquieu). Pero lo cierto fue
que tanto en el caso americano como en el francés, ambos modelos se enfrentaron
duramente durante los largos periodos constitucionalistas que siguieron al proceso
revolucionario, terminando por imponerse en los dos casos el modelo democrático
liberal, nítidamente en Francia y con ciertas notables concesiones, sobre todo a nivel
local, en Estados Unidos.
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Pero esta posición liberal “oficial” era totalmente inconsistente que el axioma liberal
básico: el individuo es el único intérprete autorizado de sus intereses que nadie puede
representar en su lugar. Lo consecuente con la lógica liberal hubiera sido la
representación directa, esto es, aquella en la que un diputado resulta elegido en base a un
programa, del que dará rendición de cuentas de modo continuado, al menos a través de la
opinión pública, y que somete políticamente su actuación al juicio de sus electores. ¿Por
qué no se hizo así? Porque el liberalismo triunfante en las revoluciones era el que
representaba a la burguesía comercial e industrial, que constituía el estamento más activo
y hegemónico; y el modelo de representación indirecta le permitía trasladar al ámbito
público las desigualdades de poder en el ámbito privado. Porque, además, ¿quién tenía
posibilidades reales de presentarse como candidato a las elecciones? Quien tuviera poder
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Hasta cierto punto, la realidad de los partidos políticos había acompañado siempre a la
democracia en sus diferentes modelos desde la Antigüedad. Pero se trató siempre de
partidos en cuanto meras tendencias ideológicas, sin organización interna ni
reconocimiento oficial. A partir de las Revoluciones Liberales se avanza notablemente
hacia una organización de representantes y electores en agrupaciones que ya anuncian los
modernos partidos políticos, aunque todavía eran organizaciones de élites. Tal fue el caso
de los tory y los whig en Gran Bretaña, los “girondinos” y los “jacobinos” en Francia y
los “republicanos” y los “liberales” en Estados Unidos.
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entre sí por el liderazgo político. Para ello ensalza en exceso la figura del patrón o líder
del partido, dándole una importancia estratégica (al modo de Ford, o de Bill Gates). En
todo caso, el partido prestará atención, ante todo, a las demandas racionales y luchará
con todos los medios disponibles (con la única excepción de la violencia) por el voto del
pueblo. ¿Y qué pasa con la soberanía popular? En primer lugar es un mito peligroso; en
segundo lugar, la soberanía popular se mantiene porque, en definitiva, es el pueblo quien
pone y quita líderes políticos mediante el voto electoral.
Hay que agradecerle a Schumpeter su lenguaje franco, pero su teoría resulta tan poco
convincente desde el punto de vista democrático como eficaz se ha mostrado en su
influencia. En efecto, este modelo americano de grandes “mítines” y propaganda
electoral se extendió rápidamente a todos los sistemas democráticos del mundo y todavía
hoy mantiene su impronta. Pero es el proyecto global el que resulta inadecuado para
conseguir una democracia auténtica. Y es que una cosa es el modelo empresarial y otra
muy distinta el gobierno democrático. En aquélla el uso de la propaganda, e incluso de la
publicidad engañosa, tiene un sentido que el consumidor ya conoce, pero resulta desleal
aplicarlo sin más a la propaganda política y a la ingeniería de los agentes electorales. El
elector, trocado en cliente, espera mensajes veraces y leales, aunque acepte que los
partidos compitan con todas sus fuerzas por el poder. Pero un programa electoral no
puede convertirse fraudulentamente en propaganda electoral, destinada únicamente a
ganar votos, y que se olvida apenas se ha logrado el poder. No se trata sólo de ganar las
elecciones, sino de cumplir el programa político propuesto a los electores, que es lo que
éstos han votado.
Pese al éxito notable del modelo empresarial de partidos, en los años sesenta y setenta
del pasado siglo se desarrolló una nueva reforma del modelo liberal que perseguía una
línea casi contrapuesta: en lugar de entronizar los partidos políticos como empresas
competitivas por el voto electoral, el nuevo modelo se proponía, ante todo, eliminar ese
factor de competitividad extrema, que conllevaba una inestabilidad política permanente
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En el modelo corporativo se dan, al menos, dos corrientes bien diferenciadas: una fuerte
y la otra débil. La primera es claramente incompatible con el modelo democrático liberal
(Schmitter). Pero la versión moderada ha tenido relativo éxito (Giner-Pérez Yruela), ya
que viene a compensar los excesos partidistas de los modelos de reforma precedentes y
propicia un nuevo modelo económico-social que tiende a sustituir la presión por la
negociación y el control racional de los intereses antagónicos en un clima de solidaridad
funcional. Para algunos críticos se trata, en realidad, de una nueva fase en el desarrollo
del capitalismo de mercado, que dejaría atrás tanto al capitalismo individualista como al
socialismo marxista. Lo indudable es que se trata de un cambio de modelo en el que el
protagonismo principal pasa a los agentes sociales, mientras que el gobierno y, sobre
todo, el parlamento quedan reducidos a tareas de intermediación. Ello produce la
incoherencia de tener dos sistemas de representación: el clásico de representación
electoral (parlamento y gobierno) y el nuevo de representación funcional de las fuerzas
sociales, antagónicas pero complementarias, de los sindicatos y la patronal. Y ambos
sistemas de representación no están más que parcialmente integrados, ya que el papel
motor corresponde a la representación funcional, mientras que el parlamento y el
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NOTAS:
(2) Algunos autores como A. Dobson (Citizenshipand the Environment. Oxford, Oxford
Univ. P., 2003) defienden este concepto como una consecuencia de la “Green Political
Theory”. En España A. Valencia ha venido insistiendo sobre este concepto. Puede verse su
trabajo “Ciudadanía ecológica: Una noción subversiva dentro de una política global”.
Revista de Estudios Políticos, 120, 2003, 269-300.
(3) En 1995 publiqué mi propuesta de “ciudadanía compleja”, tras examinar y describir las
principales deficiencias que encontraba en las propuestas antecedentes. Remito a las
sucesivas versiones de este trabajo para una revisión más detallada de los siguientes tipos
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(4) Aristóteles, Política. Ed. bilingüe de J. Marías y M. Araujo, 2ª, Madrid, CEC, 1983, 67.
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