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TEORÍA DE LA CIUDADANÍA

DEMOCRÁTICA
Bloque I:
Introducción: la Ciudadanía, el tema de nuestro tiempo

Universidad Internacional de Andalucía

Campus Andaluz Virtual

Enseñanza Virtual – UNIA

Profesor: José Rubio Carracedo


Catedrático de Etica y Filosofía Política de la Universidad de Málaga
TEORÍA DE LA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. Campus Andaluz Virtual. Universidad Internacional de Andalucía

S U M A R I O:

1. LA CIUDADANIA EN EL MUNDO GRECO-ROMANO.


1.1. La ciudadanía en la Grecia Clásica………………………………….
1.1.1. La democracia ateniense…………………………………………
1.1.2. El modelo ateniense y su evolución………………………………
1.1.3. La democracia “mixta” de Solón y Clístenes. . . . . . . . . . . . . . . . .
1.1.4. La democracia “radical” de Pericles…………………………….
1.1.5. Breve apunte sobre el modelo político de Esparta………………
1.1.6. El cosmopolitismo estoico………………………………………..
1.2. La ciudadanía republicana en Roma y su evolución………………..
1.2.1. El modelo político de la República Romana…
1.2.2. Transición al modelo de Principado…………………
1.2.3. La reorganización de Roma como Principado…………

1.3. LA HERENCIA REPUBLICANA EN OCCIDENTE:

1.3.1. Las ciudades-repúblicas medievales…


1.3.2. El Parlamento, los Estados Generales y Las Cortes……………..
1.3.3. El derecho de resistencia al tirano y el modelo republicano…….
1.3.4. El triunfo del modelo liberal representativo tras las Revoluciones
Americana y Francesa…………………………………………………
1.3.5. Las reformas del modelo liberal:
1.3.6. Los partidos políticos.
1.3.7. El modelo empresarial.
1.3.8. El modelo neocorporatista.

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1ª UNIDAD. INTRODUCCIÓN: LA CIUDADANÍA, EL TEMA DE NUESTRO


TIEMPO.

Como es bien conocido, el concepto moderno de ciudadanía debe su primera formulación a


Marshall, en los años cincuenta (1). Tal concepto ha experimentado un continuo proceso de
complementación y de enmiendas en pos de una mayor y mejor adecuación con la lógica
interna del liberalismo, por un lado, y con las nuevas realidades de las minorías hasta
entonces discriminadas, por el otro. Pero en las dos últimas décadas la cuestión de la
ciudadanía se ha convertido en el tema central de la filosofía política. El renacimiento
republicano (o neo-republicanismo) y la densa problemática creada por la diversidad
cultural y el incesante flujo masivo de las migraciones intercontinentales y su efecto para la
restructuración de nuevos estados plurinacionales y pluriétnicos ha supuesto una prueba de
fuego para las teorías liberales de la ciudadanía. Hoy parece cada vez más claro que sólo
una cierta síntesis de liberalismo republicano o de republicanismo liberal con enfoque
universalista puede dar cuenta de un fenómeno tan complejo y tan cambiante, que resulta
crucial, a su vez, para la regeneración de la democracia liberal en todo el mundo.

A estas alturas el concepto de ciudadanía se ha convertido en un concepto polisémico.


Parece indispensable rotularlo con algún adjetivo para poder indicar el punto de vista
adoptado: ciudadanía “integrada”, “ciudadanía republicana”, ciudadanía “diferenciada”,
ciudadanía “postnacional” y hasta “ciudadanía ecológica” (2). Como apunta Dahrendorf,
es “un signo de los tiempos/…/ es sin duda el que la ciudadanía se haya vuelto un concepto
de moda a lo largo de todo el espectro político. La gente percibe que hay en ella algo que
define las necesidades del futuro –y en eso tienen razón-, pero se dedica a moldear el
término con sus propias preferencias. La derecha prefiere hablar de ciudadanía “activa”,
con el objeto de subrayar la cuestión de las obligaciones. La izquierda, por su parte, trata
de desarrollar una noción de ciudadanía “comunitaria” que combine la solidaridad con los
derechos “bienestaristas” (Dahrendorf, 1997, 142).

Porque, además, la ciudadanía ha sido siempre una categoría multidimensional que


engloba, al menos, los aspectos de libertad individual, igualdad básica, estatuto jurídico,

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participación política para el bien común y lealtad para la propia comunidad política. Exige,
implícitamente al menos, un contrato social del que surge un estatuto jurídico-político de
los ciudadanos firmantes y conlleva un derecho y un deber a la participación política, de
por sí irrenunciables, aunque regulados, para la plena realización personal.

Existe un acuerdo genérico sobre los caracteres generales de la ciudadanía en tanto


dimensión pública de los individuos y, sobre todo, en cuanto modo de inserción en la
sociedad política; varían, en cambio, ciertos presupuestos antropológicos y ciertas
concepciones sobre la relación individuo-sociedad. Otras veces los mismos elementos son
conjugados de modo diferente. Pero existe consenso en que los núcleos básicos lo
constituyen los conceptos de derechos individuales (subjetivos), pertenencia y
participación. Las discrepancias renacen en la importancia que ha de concederse al
elemento no-político de la ciudadanía, la identidad cultural, el territorio nacional, la historia
compartida y los rasgos étnicos. Para unos estos vínculos preexistentes al estado y a la
ciudadanía política se subsumen y transforman mediante el contrato social implícito que
funda la ciudadanía civil; es decir, el demos predomina siempre sobre el etnos. Para otros,
en cambio, estos rasgos constituyen la “identidad nacional”; el etnos predomina entonces
siempre sobre el demos y marca definitivamente los límites de la inclusión/ exclusión, de
“los nuestros” y “los de fuera”. A lo que responden los primeros que estos elementos
preexistentes no son dados (naturales), sino socialmente construidos como “naturales”.

El liberalismo ha insistido en el estatuto jurídico del ciudadano, desplegado en los derechos


civiles, e incluso en los derechos sociales del Estado del Bienestar, pero ha hurtado en
buena medida los derechos políticos, al conferirlos el estado liberal mediante un sistema de
representación indirecta y de elitismo democrático. El neo-republicanismo, en cambio, se
ha hecho fuerte en el replanteamiento de los derechos políticos como exigitivos de
participación política, aunque admita una cierta mediación por representantes
(representación directa). Y lo que resulta decisivo: ha insistido nuevamente en la educación
del ciudadano, en la práctica de las virtudes cívicas trocadas en virtudes públicas y en la
capacitación para el autogobierno y la práctica de la autonomía personal y política.
Obviamente, los derechos civiles y sociales son también enfáticamente reclamados.

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Este renacer del republicanismo en nuestros días resulta obligado por la misma estrechez
conceptual de la teoría liberal de ciudadanía. Por una parte, el tránsito a la democracia de
numerosos países del Sur y del Este de Europa, así como de Iberoamérica, ha propiciado un
replanteamiento de las envaradas categorías de la democracia liberal representativa; por
otro, debido a los flujos millonarios de la inmigración multicultural y del renacer de los
movimientos nacionalistas, con sus demandas respectivas de diferencialismo cultural y de
plurinacionalidad, el estado liberal ha debido abrirse a nuevas demandas, para las que no
estaba preparado. De ahí su rechazo inicial. Pero luego su transformación se ha hecho
inevitable: su estrecho territorialismo se ha visto cuestionado por demandas de integración
supra- y transnacionales. El mismo vínculo político ha comenzado ya una cierta
trasmutación: la exigencia de integración ya no puede ser homogénea (el “crisol cultural”),
sino diferenciada. Ha de hacer frente también a identidades mixtas y muy complejas, que
demandan igualmente nuevas formas de lealtad (como la posnacional o la doble
nacionalidad).

Por el momento, el estado liberal, en las prósperas sociedades del Primer Mundo, está
encontrando demasiadas dificultades para evitar que su estatuto de ciudadanía, siempre
intencionalmente inclusivo, se convierta en estatuto de la exclusión y barrera de
discriminación. Y, sin embargo, su aliento democrático le obliga a una metamorfosis de sus
estructuras jurídicas y políticas que lo capaciten para dar respuesta al nuevo desafío. Las
mismas aportaciones del neo-republicanismo pueden quedar obsoletas si no se abren y se
adaptan a las nuevas realidades. Probablemente el “patriotismo constitucional” de
Habermas apunte en la buena dirección, aunque sólo signifique el primer paso.

Resulta, por lo demás, llamativo que los estados liberales estén recorriendo a la inversa la
genealogía de la ciudadanía diseñada por Marshall: las primeras demandas de los
inmigrantes en ser atendidas son los derechos sociales; tras ellas serán abordadas algún día
las demandas civiles y políticas. ¿Cuándo? Es difícil de pronosticar: todo dependerá del
rumbo que adopten algunos de los países punteros; los demás se verán obligados a seguir su
estela porque resulta insostenible el escándalo actual de una concepción estrecha de la

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ciudadanía que la convierte en factor de exclusión social para multitudes. Probablemente


sólo la “Ciudadanía Transnacional” podrá hacerse cargo de las nuevas realidades que
golpean a las puertas de una teoría crítica de la ciudadanía. E incluso ésta habrá de ser
completada en profundidad en la dirección de una Ciudadanía Transcultural. Tal es la
conclusión de este estudio analítico de las principales aportaciones realizadas.

En efecto, este trabajo se propone un examen crítico de las principales teorías que han sido
propuestas sobre la ciudadanía hasta nuestros días. Pero su autor considera necesario
comenzar por un recorrido genealógico e histórico del concepto y de las aplicaciones de la
ciudadanía. Y es que, contra lo que algunos parecen suponer, la ciudadanía no es concepto
nuevo, propio de la Modernidad, ni la versión de Marshall es su punto obligado de
referencia. Por el contrario, es un concepto largamente gestado en la historia de Occidente
desde la Grecia y la Roma Clásicas. De ahí que dedique dos capítulos a reseñarla. En el
primer capítulo realizaré un análisis de las principales propuestas de ciudadanía presentadas
en la antigüedad greco-romana. En el segundo estudiaré sus repercusiones históricas hasta
las Revoluciones Liberales del siglo XVIII, al igual que las variaciones del modelo liberal
representativo de ciudadanía alumbrado por éstas y los sucesivos reajustes, siempre
deficientes, del modelo democrático.

El tercer capítulo se ocupará ya del examen de las propuestas contemporáneas, a partir del
modelo “integrado”, en el marco del estado-nación, formulado por Marshall en los años
cincuenta, junto con los sucesivos reajustes y correcciones del modelo que han sido
presentados, entre los que cabe destacar las propuestas de “ciudadanía activa” presentadas
por el liberalismo “afirmativo” de Rawls y Dworkin, el republicanismo moderno y el
comunitarismo en sus versiones moderada y radical. Igualmente es preciso prestar atención
a otros reajustes complementarios como los del modelo “diferencialista” de Young y la
ciudadanía “multicultural” de Kymlicka. Y, sobre todo, es preciso examinar
cuidadosamente los modelos ya claramente alternativos de ciudadanía postnacional
(Habermas) y de la ciudadanía cosmopolita.

El cuarto capítulo presenta un examen más pormenorizado de la teoría actualmente más

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prometedora, dada la reconfiguración del estado-nación, provocada por las migraciones


internacionales y por las nuevas realidades transnacionales, con diferentes propuestas que
suelen agruparse bajo el rótulo de ciudadanía “transnacional” (entre las que puede
resituarse la “ciudadanía postnacional”). Tras su análisis presentaré mi propuesta de
“ciudadanía transcultural” en el sentido de un complemento indispensable en profundidad
ya que, de lo contrario, la ciudadanía “transnacional” podría quedarse incompleta o incluso
naufragar en una versión ampliada de la ciudadanía “multicultural”. En definitiva, persigo
dos objetivos mutuamente implicados: 1º, completar y profundizar la noción de “ciudadanía
transnacional”; y 2º, completar y explicitar mejor mi anterior propuesta de “ciudadanía
compleja” (3).

En el quinto capítulo, titulado “Sin educación cívico-política la democracia de calidad es


inviable”, me propongo poner de relieve, y subsanar en alguna medida, la gran carencia de
las teorías contemporáneas de la ciudadanía democrática: el descuido, si no ya la
preterición, de la educación para la ciudadanía, sin la cual la teoría permanece estéril en
gran medida. Esta falta de énfasis en los procesos educativos ha sido característico del
enfoque liberal conservador, quien ha promovido más o menos conscientemente una
ciudadanía pasiva, meramente clientelar, desinteresada del ejercicio de los derechos
políticos y sociales, aunque muy centrada en los derechos civiles.

Por último, la Conclusión (“La ciudadanía: entre la teoría a la práctica”) expone al filo de
una polémica reciente los principales argumentos para una ciudadanía activa, compleja y
transcultural, a la vez que contextualizada y responsable, democráticamente comprometida
con los problemas locales y los mundiales, tan atenta al aquí como al allí, en una
reactualización del lema estoico: hay que llevar los círculos hacia el centro y, a la vez,
desde el centro hasta el mundo.

2ª UNIDAD: LA CIUDADANIA EN LA GRECIA CLASICA.

Antes de estudiar las propuestas contemporáneas, y de presentar mi personal concepción de

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la ciudadanía, considero indispensable dedicar una primera parte a la consideración de las


propuestas clásicas de ciudadanía cuyo conocimiento y valoración nos capacitará mejor
para entender adecuadamente los planteamientos actuales, ya que les sirven de referente
ineludible, a la vez que de contexto histórico.

1.1. LA CIUDADANIA EN LA GRECIA CLASICA:

Estamos acostumbrados a pensar que la democracia es un invento reciente, fruto de las


Revoluciones Liberales (Americana y Francesa) de finales del siglo XVIII. Efectivamente,
en esos acontecimientos cruciales se puso fin, respectivamente, al régimen británico de
monarquía cuasiparlamentaria (en el caso Americano) y al régimen despótico de los
Borbones (en el caso de Francia) para dar paso a los regímenes de democracia liberal tal
como los conocemos, en lo esencial, hasta nuestros días. Desde entonces, en un proceso
lento que todavía continúa, numerosos estados europeos y americanos, primero, y de todo
el mundo después (tras la caída sucesiva de todos los imperios coloniales), han
experimentado procesos políticos más o menos pacíficos que los han llevado a la
democracia liberal. Aunque, en numerosos casos se ha tratado de procesos de ida y vuelta,
de tal modo que solamente un tercio de los estados actuales pueden ser considerados como
democracias sólidas o estables.

Pero, en realidad, el régimen democrático es mucho más antiguo y su origen puede fecharse
en unos 2500 años en la Grecia Antigua, especialmente en la ciudad-estado de Atenas.
Pero también en otras ciudades-estado como Esparta y Tebas se formaron regímenes mixtos
de aristocracia-democracia, siendo la ateniense la única democracia directa que ha existido,
por lo que también recibió las críticas de grandes filósofos (Platón, Aristóteles) e
historiadores (Tucídides). Por lo que puede decirse que la democracia es un régimen
político en incesante crisis y transformación, lo que conlleva casi siempre el debate, la
crítica, la defensa, el conflicto político y social, la destrucción y la reinstauración, los
procesos de transición y de abandono de la misma. Ello no solamente muestra la fuerza y
la fragilidad antes apuntada, sino también la creatividad histórico-social, las variaciones del

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modelo en diferentes épocas y lugares, aunque con frecuencia se abuse de la fórmula “el
modelo X de democracia”, porque, como después veremos, existen unas condiciones
mínimas para que un régimen pueda ser considerado democrático.

1.1.1. La democracia ateniense.

Como antes indicaba, existe un consenso entre los historiadores para considerar la “polis”
ateniense como la primera democracia, que servirá de modelo aproximado a otros
regímenes como la República de Roma, como ésta lo será de otras ciudades-estado de la
Baja Edad Media como las repúblicas italianas (Venecia, Génova, Florencia, etc.) o la
república de Ginebra. Pero no puede considerarse bien fundamentada la opinión que
sostiene que la democracia ateniense es el modelo ideal a seguir por todas las democracias.
En realidad, muchas de las críticas al modelo ateniense están bien fundadas. La principal es
la que señala que se trató de una democracia directa, es decir, en la que la asamblea popular
de ciudadanos ejercía directamente (en la época de Pericles) los tres poderes del estado:
legislativo, ejecutivo y judicial. Los teóricos de la democracia estamos mayoritariamente de
acuerdo en considerar que la asamblea popular ha de ser el órgano legislativo (directamente
o por representantes), pero los poderes ejecutivo y judicial requieren por su naturaleza ser
ejercidos por expertos, aunque siempre bajo la vigilancia y el control último de los
ciudadanos, como más adelante expondré.

Por otra parte, tampoco existe un único modelo ateniense, sino que estuvo sometido a
sucesivas reformas. El modelo primigenio se debió a Solón y Clístenes: en el mismo se
reconocía el poder ejecutivo de los diez arcontes y el colegio de estrategos o generales. Y
en la asamblea (eclesía) de ciudadanos (compuesta por las diez tribus) existían también
órganos consultivos especializados como el Consejo (Boulé) y el Areópago. Pero la
decisión final dependía de la asamblea popular. Podía decidir el “ostracismo” (destierro) de
cualquier acusado de ser un peligro para la soberanía popular (demo-kratía: poder del
pueblo). El excesivo voluntarismo popular condenó injustamente a grandes figuras como
Temístocles al ostracismo. Y el juicio y condena de Sócrates ilustra suficientemente cómo
la asamblea popular no es el órgano adecuado para ejercer el poder judicial.

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Por lo demás, se dieron varios intentos para convertir la democracia en oligarquía - que se
impuso en ocasiones por algún tiempo- hasta la reforma de Pericles que la convierte en
democracia radical y directa, sin órganos intermedios. Muchos cargos se decidían por
sorteo entre los ciudadanos. Ahora bien, aunque Pericles amplió el número de ciudadanos
con “isonomía” (igualdad ante la ley) e “isegoría” (igualdad en el ágora), en la práctica era
solamente una minoría de atenienses la que disfrutaba de la plenitud de derechos políticos:
los “ociosos”, esto es, los que no trabajaban con sus manos y disfrutaban de mucho tiempo
libre. Por ello las desigualdades sociales, así como la esclavitud, se mantuvieron siempre,
pese a algunas reformas menores como las que incentivaban económicamente la asistencia
a las asambleas. Atenas alcanzó con Pericles su período de máximo esplendor en tanto que
potencia comercial hegemónica en el Mediterráneo Oriental, tras el triunfo sobre los persas.
Finalmente, la Guerra del Peloponeso con Esparta y el posterior ascenso de la República
Romana, además de las divisiones internas, determinaron su decadencia final.

Por otra parte, los grandes filósofos griegos realizaron una profunda reflexión sobre los
regímenes políticos, estableciendo sus condiciones generales y sus aplicaciones
particulares. Tal fue el caso de Protágoras, quien teorizó sobre la democracia ateniense,
como muestra el diálogo platónico del mismo nombre. Platón fue el gran primer teórico de
la política y estableció tres regímenes legítimos y otros tres que seguían a los mismos
cuando degeneraban (esta temática la había iniciado el historiador Heródoto). Asi la
monarquía podía degenerar en tiranía; la aristocracia en oligarquía; y la democracia en
demagogia. Aristóteles mejoró de modo más realista el planteamiento de Platón y prefiere
no mencionar la democracia, poniendo en su lugar la “politeia” (que suele traducirse por
“república”). Pero su opción personal era por un régimen mixto de aristocracia y república.
A Platón debemos Gorgias, La República, El político y Las leyes; a Aristóteles, la Política
y la Constitución de Atenas.

1.1.2. El modelo ateniense y su evolución:

Con toda probabilidad debemos a Protágoras la mejor teorización-justificación del régimen

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ateniense y de los más sólidos fundamentos de su ciudadanía. Como luego sucedió en


Roma con Polibio y Panecio, también fueron filósofos extranjeros quienes primero
reflexionaron sobre el modelo ateniense de ciudadanía. En efecto, Protágoras se apoya en
una versión, a la vez personal y tradicional, del mito de Prometeo como fundamento último
de la ciudadanía democrática y su énfasis sobre la educación cívico-moral como la piedra
angular sobre la que se edifica el régimen democrático

El mito de Prometeo -mito fundacional de Occidente- en su versión (que considero


originaria) recogida en el Protágoras, lo establece en toda su radicalidad, incluso desde una
fundametación religiosa, puesto que la democracia aparece, en definitiva, como un don –
con alcance soteriológico- que Zeus hizo a los hombres, gracias al cual éstos pudieron
superar la fase de guerras intestinas para pasar a vivir en comunidades pacíficas y
prósperas. Dice el mito que Prometeo, para paliar el infortunio de los humanos, causado
por la imprevisión de Epimeteo, robó el fuego y las artes útiles a Hefaisto, y el logos y las
demás artes a Atenea para equipar con ellas a los hombres desnudos. Pero éstos no podían
sobrevivir pese a participar de tales “cualidades divinas” (robadas) porque carecían del arte
de la política, por lo que mutuamente se despedazaban en una suerte de estado de
naturaleza hobbesiano.

Compadecido Zeus ante tal situación comisionó a Hermes para que llevara a los hombres
"el pudor y la justicia (to aidós kai te dike) para que en la polis hubiera armonía y lazos
creadores de amistad", pero con el encargo expreso de que fueran distribuidos, no según la
división del trabajo, como las artes, sino a todos y a cada uno, pues ésta será la condición
de su humanidad, de tal modo que si se encontrare a alguien que careciera de tales virtudes
debía ser arrojado de la polis como la peste.

Por eso, prosigue Platón (exponiendo la tesis de Protágoras), es lógico que cuando se trata
de discutir una cuestión que atañe a la virtud política dejemos hablar a todos los que lo
soliciten, puesto que todos son entendidos en el pudor y la justicia (la moral y la política).
Y por eso los atenienses, en cuestiones de justicia, escuchan los consejos de quien toma la
palabra (isegoría), por la "convicción de que todos los hombres tienen parte en la justicia"

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(Protágoras 323 b). Pero advierte de que se trata sólo de la capacidad para desarrollar tales
virtudes, por lo que se precisa la educación cívico-política. Los poemas homéricos, el teatro
y la misma praxis del ágora jugarán un papel destacado en tal cometido.

Y ello es así porque el demócrata no nace, se hace. En efecto, nadie nace demócrata. El
talante democrático se adquiere solamente mediante una correcta educación política. O,
como dice Protágoras, la justicia no es fruto "ni de la naturaleza ni de la casualidad, antes
bien se enseña" y los que la poseen "lo deben a su aplicación". Y, por lo mismo, cuando se
encuentran hombres injustos o contaminados por los vicios que se oponen a "la virtud
política", en tal caso "todo el mundo, sin miramientos, se indigna con todos y exhorta a
todos, evidenciando esto que dicha virtud es considerada como un efecto de la aplicación y
el estudio". Y esto es asi porque la virtud política (politiké areté) es "la virtud característica
del hombre" (Protágoras 323-c).

Y es que la democracia es la conquista decisiva de la humanidad, pero el contrato social


que la fundamenta ha de repetirse con cada generación. Por ello, la tarea de la educación
cívico-democrática es incesante, esto es, ha de repetirse igualmente con cada generación.
En efecto, la sensibilidad para los valores democráticos no se hereda; al contrario, el
naturalismo político (el impulso de dominación) renace con cada nuevo individuo. Por lo
que ha de reiniciarse inacabablemente la tarea de la educación democrática.

La tradición republicana ha insistido siempre en la necesidad de inculcar la virtud cívica de


modo institucional, desde la familia y la escuela hasta las diversas formas de servicio al
bien común. Tal era su intención al reclamar el patriotismo a todos los ciudadanos, aunque
con demasiada frecuencia el patriotismo se convirtiera en una trampa política tendida por
los caudillos de turno. Más adelante insistiré en la marcada diferencia que se ha dado entre
el gran énfasis puesto por la tradición republicana en educar a los ciudadanos en los
valores democráticos y la clamorosa ausencia de tal énfasis en la tradición liberal.

Pero hay que insistir en que el modelo ateniense ni es único (existen dos fases, al menos,
bien diferenciadas en el mismo) ni es el único modelo de la Grecia Clásica. Incluso hay que

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advertir que los diferentes modelos “democráticos” de la Antigüedad no son homologables


con nuestros conceptos actuales por lo que, en ocasiones, se cometen anacronismos
manifiestos. Incluso en el modelo ateniense se observa una evolución desde la forma
oligárquica (o “aristocrática”) primigenia hasta la democracia radical. Pero hasta en sus
fases más serenas se descubre el peso de los poderes invisibles, el flujo subterráneo de
influencias, el cultivo de clientelas electorales, etc. Es decir, se trata de reconstruir el
modelo normativo, el de los filósofos e historiadores, no el real y pragmático.

Si volvemos al mito de Prometeo en la versión de Protágoras es preciso destacar algunos


rasgos originales. El primero es que, pese a mantener la literalidad mitológica del origen
divino de la democracia, Protágoras la fundamenta, en realidad, en la naturaleza humana.
La “virtud política” es una carácterística humana, precisamente porque está dotado del
sentido del respeto (aidós) y de la justicia (dike), esto es, las bases sobre las que se asienta
una comunidad política. Por eso están conferidos a todos y a cada uno por igual, a
diferencias de las artes, que se distribuyen según la división del trabajo. De ahí la radical
consecuencia: quien carezca del respeto y la justicia, debe ser eliminado como una
enfermedad contagiosa para la ciudad. La historia de Prometeo y de Zeus es sólo el ropaje,
porque Protágoras está intentando definir la naturaleza humana, adelantándose casi en un
siglo a Aristóteles: el hombre es un animal político y solamente en la comunidad le es
posible desarrollar su “virtud política”. No obstante, como ya quedó indicado, no basta la
capacidad: la virtud política ha de ser enseñada y ejercitada.

En su contemporáneo Demócrito se encuentra una concepción similar. También parte de


una historia primigenia o relato de una edad dorada basada en la amistad .entre todos. Pero,
tras la invención del fuego, se desataron todas las pasiones, lo que condujo a las guerras y
la tiranía. Pero el hombre conservaba su logos y de ahí partirá su salvación. Porque, pese a
todo, el hombre es un ser inteligente y conoce lo que le es necesario y lo que le conviene,
por lo que puede pasar del logos al nomos (la ley). También para Demócrito la educación
cívico-política es necesaria porque “la naturaleza y la enseñanza son cosas parecidas, pues
la enseñanza modifica al hombre y al modificarlo crea naturaleza”. La ley es expresión de
la justicia pues ordena “hacer lo que es preciso que sea”, lo que, a la vez, constituye el bien.

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Lo injusto, en cambio, es “lo contrario de la naturaleza”. Lo que importa es descubrir “la


conveniencia de lo común”. Porque en sí mismas la conveniencia y la justicia se
corresponden. Y concluye con Protágoras: “lo que más favorece la areté (virtud) es el tener
aidós”. Por eso el injusto ha de ser castigado, ya que el castigo es una medicina pedagógica
de urgencia.

Por lo demás, es el mismo común sentido del respeto y de la justicia lo que fundamenta
sólidamente la igualdad de los hombres. Ahora bien, no se trata de un igualitarismo puesto
que hay otras virtudes diferenciales y la misma educación establece grados. Pero lo común
es mucho más importante que lo diferencial. Se desmiente asi la tesis aristocrática, que
aboga por la diferencia de naturaleza. Lo decisivo es que al compartir el logos, el aidós y la
dike, los hombres pueden debatir y llegar a acuerdos, plasmados en nomos. Este es el
corazón mismo de la democracia. El debate y la disputa entre iguales contribuye
decisivamente a las reformas y mejoras sensatas siempre desde la óptica de la concordia
final en el bien común. Una de las máximas de Protágoras dice: “Lo propio de la libertad es
hablar libremente”. Aunque en ocasiones se abuse de la isegoría (igual libertad en el ágora)
para fines particulares, el diálogo y el debate son el motor de la vida democrática siempre
que se desplieguen desde la “virtud política”.

Ahora bien, la virtud política admite grados y diferencias. Por eso, sólo los que la poseen en
alto grado deben gobernar el estado. La riqueza y el linaje, en cambio, nada tienen que ver.
Pero incluso los sabios tienen que escuchar a los menos sabios, pues las diferencias son
solamente de grado. Por eso la isonomía (igualdad de derechos) fundamental se completa
con la isegoría. Y el “buen ciudadano” de Protágoras se completa con la “ciencia política”
de Demócrito. Este último piensa que la educación cívica llega incluso a mejorar la
naturaleza, como antes quedó indicado. Y añade: “son más los que llegan a ser valiosos por
el ejercicio que por la naturaleza”. Por eso es justo que los menos sabios obedezcan en vez
de mandar. Pero, en realidad, no es sólo cuestión de saber, sino de una virtud política
superior. Aunque nunca deja de ser una cuestión de grados; por eso el que gobierna no
disfruta de una credencial de superioridad, sino que ha de rendir cuentas incesantemente
ante sus iguales. El debate público se convierte asi en la mejor garantía de que ni los

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gobernantes se extralimitarán ni los gobernados vertirán críticas interesadas o conspirarán


en la sombra. Obviamente, estamos hablando del modelo normativo de la democracia y de
la ciudadanía, no de los abusos que inevitablemente se van a suceder. Lo decisivo, sin
embargo, es que los abusos de unos y de otros no superen los límites tolerables –y
controlables- por el nomos y la areté.

1.1.3. La democracia “mixta” de Solón y Clístenes.

En el Atica arcaica, como en las demás regiones de la Grecia Antigua, las polis (ciudades-
estado) estaban dominadas por la aristocracia o linajes nobiliarios, sustentadas sobre sus
virtudes “agonales”, esto es, guerreras. Pero pasados los tiempos heroicos, los linajes
nobiliarios habían perdido parte de su prestigio. Y los intelectuales como Hesiodo habían
insistido en que la dike (justicia) era el único sostén válido de la polis. El mito de Prometeo,
que la asociaba con el sentido del respeto, lo confirma. Pero desde Hesiodo la justicia no es
sólo el principio fundamental, sino que se ha trocado en la defensa de los pobres respecto
de los ricos y sus abusos. Pronto se promulgan códigos de justicia (Dracón en Atenas), que
no eran apenas innovadores, sino que publicaban la legalidad existente para que todos la
conocieran y la respetasen. Y tras ellos aparecen los grandes legisladores (Solón en Atenas,
Licurgo en Esparta), que crean ya nuevos códigos y reorganizaciones. Tras largos periodos
de agitación social se había ido imponiendo la idea de que la paz dependía de una cierta
igualación de clases. De hecho los legisladores actuaron por consenso de las ciudades-
estado. Que posteriormente fueron gobernadas por tiranos, esto es, individuos de la
nobleza, apoyados por el pueblo (Pisístrato en Atenas). Esparta fue la única polis que no
aceptó nunca un tirano.

Además de las ideas de justicia y de igualdad ante la ley, otra idea se impuso con fuerza: la
ciudad-estado como criterio de conducta y la primacía del bien común. La areté (virtud) se
trueca en ciudadanía: servicio a la polis como garantía última de la justicia. Y cada ciudad-
estado se constituyó en comunidad política autosuficiente. Solón jugó en esta revolución
mental y social un papel muy destacado a partir del 594 aC. Con sus reformas la

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aristocracia va a pasar a ser timocracia, en la que los derechos y deberes políticos se


graduaban con criterio censitario (relación de ingresos y tributos) entre cuatro clases de
ciudadanos. Estableció igualmente un sistema para condonación de deudas y rescate de
ciudadanos. Y, sobre todo, lo que abrió el paso a un modelo mixto de timocracia
(aristocracia + democracia) o democracia “moderada”: el Areópago o Consejo de la
nobleza va a ser equilibrado por el poder de los arcontes, elegidos por votación, y el nuevo
consejo (Boulé) de los 400. Otras reformas se refieren al aumento de poderes a la Eclesía
(Asamblea del Pueblo) y la institución del Tribunal del pueblo (Heliea). Sin embargo,
Solón no se atrevió a acometer otra reforma fundamental, la reforma agraria. Por una de las
paradojas de la historia, esta reforma esencial la acometió el tirano (caudillo popular) que
fue Pisístrato: la ruptura del sistema para lograr el equilibrio del sistema. La eunomía, en
definitiva.

Pero el nuevo concepto de ciudad-estado no se limitaba a un cierto equilibrio entre las


clases, sino que llevaba implícita la idea de organización racional en cuanto trasunto del
orden del mundo (cosmos). Esta será una idea desarrollada por los filósofos desde
Heráclito. El logos viene a asociarse con dike para fundar definitivamente la ciudad-estado.
La justicia no sólo es don divino para la supervivencia de la especie; ahora se amplía al
orden racional que se rige por lo conveniente para todos, para el estado. Y esta es también
la base para la isonomía o igualdad legal de los ciudadanos, que constituye, a su vez, el
fundamento de la constitución de Atenas. Y la ciudadanía se plasmará en una nueva virtud
genérica, la sofrosine o moderación, que desplaza definitivamente a las virtudes agonales y
es antídoto de la hybris (desmesura). El ciudadano ateniense se configura cada vez más en
pos de una política racional y secular, una política práctica moderada por la justicia (moral
y legal).

Es de notar que tiranos como Pisístrato contribuyeron decisivamente a realizar y ampliar las
reformas de Solón. Pero el mismo impulso de la igualación y de la racionalidad conllevó su
desaparición, hasta el punto de que para las generaciones futuras la denominación de tirano
conlleva una acepción netamente peyorativa. Incluso constituyó una obsesión para los
atenienses el evitarlos como prioridad absoluta; ello explica la institución del “ostracismo”,

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que condenaba al destierro a los ciudadanos más destacados (Milcíades, Temístocles,


Cimón, etc.) cuando el pueblo sospechaba que podrían convertirse en tiranos.

Pero, tras Pisístrato, fue la reforma de Clístenes la que configuró durante un largo periodo
la democracia “mixta” ateniense. Clístenes procedía de la aristocracia (los Alcmeónidas)
que se rebelaron contra el tirano al no ver reconocidos sus derechos históricos, pero que se
alían con el pueblo, al que prometen ampliar su libertad; y pactan también con Esparta,
quien les da su apoyo para restaurar la aristocracia. En realidad, restaurará el modelo mixto
en la línea de Pisístrato, pero sin Pisístrato. Mediante esta nueva reforma se fortalece la
alianza entre la aristocracia y el demos; la primera mantendrá su posición prevalente, a
condición de que quede garantizado al pueblo tener la última palabra en los órganos de
decisión (incluyendo el ostracismo). Clístenes busca un equlibrio más racional mediante las
diez tribus territoriales, que sustituyen a las gentilicias, que subdivide en 30 subtribus, en
cuyo ámbito se realizaban las elecciones, eliminando la fuerza de los clanes. También el
Consejo pasa a ser de 500 miembros (50 por tribu), aunque no quedan claras sus
atribuciones ni si eran elegidos por sorteo. Por último, la Asamblea era el órgano decisivo,
e incluía los Tribunales populares de justicia (sobre todo de apelación) (Heliea). He aquí,
pues, el cuadro sinóptico de la democracia “mixta” según el eje Solón-Pisístrato-Clístenes:

PODER EJECUTIVO PODER LEGISLATIVO PODER JUDICIAL


Colegio de arcontes Boulé (Consejo) Areópago Heliea
(10 miembros elegidos Elegido entre las Formado vitali- La Asamblea
de las dos clases superio- las tres clases su- ciamente por constituida en
res. Ejecutores de las riores. Trata los ex-arcontes. Tribunal de
disposiciones de la asuntos públicos Supervisa las Apelaciones.
Boulé. Duración: un año. y convoca y fija leyes de la Asam-
el orden del día de blea con derecho
la Asamblea. de veto.

Colegio de estrategos Asamblea (Eclesía)


Lo constituyen los Constituida por todos los ciudadanos atenienses.

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generales elegidos por Se reúne regularmente para elegir funcionarios


cada tribu. Le compete y juzgar asuntos importantes como tratados de paz,
la dirección del ejército. alianzas, política bélica, etc.
Duración indefinida, pero
confirmada cada año. Las clases
Los derechos políticos dependen de la clase.
Los ciudadanos se distribuyen según criterio
censitario (estatuto económico-social) en 4 clases,
con diferentes funciones y diferente participación
en el poder. La cuarta solamente acude a la Asamblea.

1.1.4. La democracia “radical” de Pericles.

Las Guerras Médicas suponen una prueba de fuego para la estructura política de la Antigua
Grecia, con su estructura de ciudades-estado. Atenas cumplió durante las mismas un papel
muy destacado, rivalizando con Esparta. Sus generales y ejércitos lograron las victorias más
destacadas: Maratón (Milcíades) y Salamina (Temístocles). Puede decirse que Atenas sale
de las mismas con una clara hegemonía, sobre todo a partir de liderar la Liga Marítima o de
Delos. Basándose en su gran flota naval construye rápidamente un imperio comercial. Ello
le granjea también el recelo de las ciudades-estado no alineadas con ella, en especial de
Esparta, que será la causa final de su ruina en la Guerra del Peloponeso a finales del siglo V
(a. C.).

Pero las vicisitudes bélicas y las nuevas oportunidades de expansión comercial y de


enriquecimiento cambiaron también a los atenienses. Un hecho decisivo fue el impulso
dado por Temístocles a la escuadra naval, servida casi en exclusiva por la cuarta clase, lo
que favoreció su reconocimiento y su reivindicación. De ahí los relativamente numerosos
intentos de reformas y contrarreformas constitucionales que se suceden, aunque con alcance
limitado. La reforma más importante es la que afecta a los arcontes en el 487/6, cuando
dejan de ser elegidos para ser designados por sorteo entre candidatos previamente

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escogidos, aunque treinta años más tarde (457/6) lo serán por sorteo puro y duro. Las
reivindicaciones populares consiguen con ello un avance decisivo. Al mismo tiempo los
estrategos (generales) se convertían en el poder ejecutivo supremo. Los magistrados y altos
funcionarios continúan siendo de las clases altas, pero las bajas controlan su
funcionamiento: elección, aprobación de cuentas (o su censura), posibilidad de hacer
dimitir a los irresponsables…Todo gracias a la supremacía de Cimón. Pero éste fracasó en
su intento de alianza con Esparta y fue condenado al ostracismo.

Fue entonces el momento de la reforma de Efialtes del año 462. Este apoyó algunas
reivindicaciones de las clases populares y reformó drásticamente la institución del
Areópago (especie de Consejo Real, siempre vigilante desde arriba de todas las
instituciones), repartiendo sus funciones entre el Boulé, los magistrados y la Heliea. La
timocracia, o régimen mixto ateniense de aristocracia-democracia, comenzaba a cambiar el
equilibrio, hasta entonces favorable a la aristocracia, por otro cada vez más a favor de la
democracia. Pero éste será el objetivo ya manifiesto de la reforma de Pericles.

En efecto, Pericles, que había colaborado ya con Efialtes, prosiguió las reformas hasta
llegar a un modelo de democracia radical que anulaba, en gran medida, la división de
poderes de modo tal que la Asamblea popular asumía en la práctica las funciones
legislativas, ejecutivas y judiciales. Sin duda Pericles fue mucho más que un demagogo
(conductor del pueblo) porque lo cierto es que la democracia ateniense llegó con él a su
máximo esplendor; pero una reforma de sus características precisaba no sólo de nuevas
leyes, sino de una personalidad sobresaliente capaz de moderar las fuerzas aristocráticas y
populares siempre en conflicto (incluso durante un año fue desposeído de su cargo de
estratego y multado por la Asamblea). Por eso a su muerte –en plena guerra del
Peloponeso- la democracia radical cayó rápidamente en manos de sus sucesores en una
demagogia populista. Y a ella dirigirán sus críticas tanto Sócrates y Platón como Tucídides
y Aristóteles.

Al mismo Tucídides –también estratego- debemos la trasmisión más completa y fiable del
pensamiento político de Pericles en la famosa “oración fúnebre” por los caídos en la guerra

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que pone en su boca (La guerra del Peloponeso), al modo de apología o testamento
político. Su tesis central es que la democracia radical satisface el ideal político de los
atenienses. Y la prueba definitiva es justamente la dínamis (fuerza) de Atenas, el éxito del
imperio colonizador ateniense, el hecho de que hubiera atraido a los mejores literatos,
artistas y filósofos, la excelencia (areté) de sus obras públicas y magníficos monumentos en
la acrópolis. Su éxito personal lo cifra Pericles en haber sacado de los atenienses lo mejor
de sí mismos, logrando una síntesis equilibrada de la antigua virtud y las nuevas cualidades
de la Ilustración griega (los sofistas como Protágoras y filósofos como Demócrito). En
efecto, el valor crea la libertad y ésta hace posible la felicidad y la prosperidad material.

Según Rodríguez Adrados (La democracia ateniense, 220ss) las antiguas y las nuevas
virtudes que Pericles cree haber conjugado como causa de su éxito forman los siguientes
pares:

Igualdad y prestigio: la isonomía (igualdad legal) es la base de la convivencia demócratica,


pero no es obstáculo para la consecución del prestigio (axioma), lo mismo que la
deliberación democrática libre ha de acompasarse con lo justo (entendido ahora también en
tanto interés público). Pero lo cierto es que existía un desequilibrio institucional por el que
la Asamblea acumulaba todo el poder real, por lo que era preciso que alguien especialmente
dotado fuese capaz de moderar y conducir una Asamblea popular, por lo demás muy
desconfiada de las personas sobresalientes, y que apelaba fácilmente a la votación de
“ostracismo”, con la posible condena de destierro por veinte años, como demasiado
frecuentemente sucedió (Milcíades, Temístocles, Cleón, Cimón y Tucídides).

Libertad y ley. Democracia significa libertad, esto es, libre albedrío, con los únicos límites
de evitar violar las leyes, tanto por miedo al castigo como por obediencia. Este equilibrio
entre independencia personal privada y pública, por un lado, y de imperio de la ley, por el
otro, era una carácterística de Atenas que Pericles enarbolaba frente a su rival Esparta,
volcada en el segundo par y con escaso espacio para el primero. Por otra parte, la
legislación no reposaba ya en las “leyes no escritas”, sino que –pese a Sófocles- se imponía
una legislación secularizada y cambiante, según el grado de equilibrio de las fuerzas en

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conflicto

Trabajo privado y dedicación pública. Puede considerarse ésta como la directriz de la


actividad del ciudadano. El modelo ateniense enfatizaba por igual la iniciativa privada,
guiada claramente por la productividad económica, y la dedicación a la comunidad política.
Hasta entonces, la dedicación a la vida pública era casi privativa de la aristocracia, como
sucedía en Esparta y en la mayoría de las polis griegas de la época. Pericles con sus
reformas ha conseguido trasladar este derecho-deber al conjunto de la población de un
modo efectivo, mediante el pago de salarios (a empezar por los jueces de la Heliea) o de
dietas y subvenciones al ejercicio de los cargos públicos (y hasta de la misma Asamblea), a
la vez que se generalizaba el sorteo cada vez más puro (sin selección previa de candidatos)
de los cargos. Las clases tercera y cuarta veían asi reconocidos plenamente sus derechos
civiles y políticos. Pero, en la práctica, se había producido una desequilibrio estructural por
la carencia de instituciones moderadoras (en especial, el Areópago).
Elevado nivel material-espiritual y trabajo. El imperio colonial que Atenas consiguió a
partir de hacer derivar en su beneficio la Liga de Delos hizo posible “el siglo de Pericles” o
“siglo de oro ateniense”. Los elevados ingresos proporcionados por el comercio con las
colonias griegas del Mediterráneo oriental (bajo una dominación más o menos encubierta) y
los tributos debidos a la metrópoli (aparte de los impuestos cargados a la aristocracia y a los
nuevos ricos, a los que hay que añadir los nada infrecuentes sobornos o venganzas de los
jueces, según narra La Constitución de Atenas del Pseudo-Jenofonte), permitieron la
realización de grandes obras públicas (artísticas y de defensa militar) que proporcionaban
trabajo a un número creciente de pobladores. Pericles pronuncia el elogio del trabajo y
hasta “del descanso en el trabajo”. El lujo y el refinamiento personal e intelectual no está ya
sólo al alcance de la nobleza y de las clases pudientes: las bellas artes se hicieron populares
y la asistencia al teatro y a los espectáculos públicos se generalizaron hasta bien entrada la
Guerra del Peloponeso.

Por otra parte, resulta muy discutible la política de Pericles conducente a asegurar el
mantenimiento del imperio colonial mediante la consolidación de una gran flota marítima
(potenciada ya por Temístocles), cuya marinería era reclutada mayoritariamente de la

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cuarta clase, lo que ciertamente contribuyó a mejorar su reconocimiento, a costa de confiar


la defensa de Atenas a un fuerte recinto amurallado, que incluía además la ruta hasta el
puerto de El Pireo. El creciente acoso de Esparta, que invadía periódicamente la campiña,
provocó una excesiva concentración de las gentes en los recintos amurallados, lo que
favoreció incluso una terrible epidemia de peste, de cuyo infortunio se quejaba Pericles.

Comodidad de vida y valor personal. Pericles partía de la idea de que la penuria


económica es el origen de todos los problemas. Cada ciudadano debe aspirar a conseguir
una vida cómoda y libre, sin penurias ni dependencias personales. El ideal tradicional del
valor y la audacia ante el peligro quedan desautorizados, en reproche también de Esparta,
donde se mantenía una perpetua preparación para la guerra. El ideal de la paz debe
prevalecer hasta el punto de evitar la guerra mediante tratados de paz, aunque resulten
onerosos. Así sucedió en parte en la paz con Persia de 449, que dejó descontentos a sus
aliados griegos, y que Pericles quiso solventar convocando un Congreso Panhelénico en
Atenas, que fracasó por el temor fundado de Esparta a la hegemonía ateniense; y el mismo
tratado de no agresión con Esparta, en 446, que habría de durar 30 años, conseguido
mediante importantes cesiones, pero que duró menos de quince.

Razón y acción. Pericles defiende incansablemente la necesidad de una razón activa y de


una acción razonable, fruto de la deliberación pública. La Asamblea ha de ser “juiciosa”,
sin precipitación pero sin vanos temores. Se trata, pues, de un pragmatismo razonable,
aunque ya claramente expuesto al relativismo de la Sofística.

Humanitarismo pacifista e imperio. Como ya quedó apuntado, Pericles aspiraba a la


consolidación de un imperio colonial mediante un humanitarismo pacifista. La areté
(virtud, excelencia) tradicional había de generalizarse de modo realista. Atenas tenía fama
de ganarse amigos mediante los favores no solicitados que les hacía. Ello contrasta con la
actitud de las demás polis griegas, que intentan someter por la fuerza a los vecinos. Pero
Atenas no se movía ciertamente por un humanitarismo desinteresado. Es más, Atenas
jugará frecuentemente con dos medidas: la democracia interna y la dominación externa, por
disimulada que sea. Si renuncia al empleo de la fuerza lo hace porque le basta la

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intimidación. Con ésta los amigos terminan por ser vasallos. Pero ya en vida de Pericles se
produjo bastante controversia al respecto, pugnando algunos, como Cleón, por el retorno a
los métodos tradicionales a propósito de la rebelión de Mitilene; el propio Tucídides
participó en las protestas, lo que les valió a ambos el ostracismo. Pericles respondió con la
construcción del Partenón. Pero, finalmente, aplastó la rebelión de las dos islas-colonias
más importantes, Eubea y Samos. Y aprovechó una llamada de auxilio de una población de
Sicilia para iniciar la expansión imperial al Occidente (fundación de Turios), un dominio de
influencia espartana por su origen dorio, aunque ahora con participación panhelénica.

Pero persistía el recelo de Esparta y los continuos roces con Corinto (aliada de Esparta). A
la postre, resultó inevitable que la intrincada política exterior terminase por contagiar la
democracia interior. Y cuando Pericles desaparece, los estrategos que le siguen son
incapaces ya de superar la mera demagogia populista. Lo que confirma el error de diseño
de Pericles: un régimen político no puede depender de la presencia de una persona con
dotes excepcionales que lo modere. El equilibrio ha de ser institucional. El final de la
Guerra del Peloponeso, con la victoria total de Esparta y la imposición por ésta de un
régimen oligárgico en Atenas, certificaron el fracaso final de la democracia radical
ateniense, aun cuando fue restablecida más adelante con los excesos demagógicos
denunciados por los historiadores (Tucídides responsabiliza al voluntarismo popular de la
derrota, por no seguir el consejo de los expertos militares en la dirección de la guerra) y por
los filósofos (Platón y Aristóteles).

CUADRO GENERAL DE LA DEMOCRACIA RADICAL DE PERICLES.

1.- Principios:
a) isonomía (todos los ciudadanos son iguales ante la ley)
b) isocracia (todos los ciudadanos participan igualmente en el ejercicio del poder).

La innovación de Pericles reside en la extensión real de los derechos políticos a las cuatro

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clases censitarias de Solón (aunque persisten diferencias de clase en el acceso a los cargos,
especialmente en los “zeugitas” (la tercera) y los “thetes” (la cuarta), y en la virtual
supresión de la división de poderes, dando lugar a una democracia directa del pueblo. En
efecto, la Asamblea de ciudadanos monopoliza en la práctica todos los poderes: legisla y
controla la ejecución de las leyes, elige y castiga a los magistrados, y juzga en primera y en
última instancia, con la Heliea como órgano intermedio de apelación. Es más, la Asamblea
crea instituciones especiales para reforzar el poder popular.

2.- Instituciones especiales:

a) Ostracismo: aunque ya existía desde Clístenes, es ahora cuando se practica


habitualmente. Una vez al año la Asamblea, con un mínimo de 6.000 ciudadanos, examina
si alguna personalidad de prestigio puede suponer una amenaza. La condena requería una
mayoría de dos tercios en escrutinio secreto y por escrito (mediante las “óstraca”). El
propio Pericles fue sometido a votación en el 443, pero logró superarla.

b) Sorteo: la exigencia de igualdad se lleva al igualitarismo y la elección de magistrados se


sustituye por el sorteo, al principio entre candidatos previamente seleccionados, y
finalmente por sorteo puro. Resulta claro que la opción por el sorteo traducía un designio
anti-aristocrático, ya que los nobles tenían mucha más probabilidad de ser elegidos;

c) Organos intermedios: Quedan suprimidos, o rebajados a existencia simbólica, las


instituciones moderadoras del estado como el Areópago y el Consejo, a excepción de los
estrategos (generales), cuyo mandato es indefinido, aunque ha de confirmarse cada año
(caso del mismo Pericles, estratego desde el 443 al 429, aunque depuesto temporalmente en
el 430).

Pese a todo, los enfrentamientos entre clases persistieron hasta el final. Otra limitación
importante es que en Atenas persiste la existencia de hombres sin derechos políticos (los
metecos, habitantes no ciudadanos) ni derechos civiles (los esclavos). Por lo demás, Atenas
deviene una potencia colonizadora abusando de su posición dominante en la Liga Marítima

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de Delos, viola los derechos civiles de sus habitantes con frecuentes confiscaciones y
expropiaciones, y no les reconoce tampoco la autonomía política. Para ser ciudadano
ateniense la ley de 450 exige haber nacido de padre y madre ateniense, así como residir
habitualmente en Atenas.

3.- Cambios institucionales:

a) los arcontes pasan a ser elegidos por sorteo entre las tres clases superiores y se
convierten en una magistratura honorífica; b) el Areópago es relegado, ya desde Efialtes, a
tribunal religioso casi inoperante; c) el “Boulé” o Consejo de los 500: pasa a ponerse al
servicio de la Asamblea al modo de una secretaría técnica: redacción de las leyes y
asesoramiento en general; d) los estrategos son la única magistratura electiva. Les compete
la dirección de la guerra y la financiación militar. Su poder se acrecienta cada vez más con
la expansión del imperio colonial y el primer estratego se convierte en el jefe de gobierno,
aunque supeditado a la Asamblea, a la que podrá moderar si tiene capacidad, como en el
caso de Pericles, o ceder al populismo; e) la Heliea o conjunto de Tribunales de justicia
(con unos 5.000 miembros): se limita a juzgar los casos que le delega la Asamblea, aparte
de ser el órgano intermedio de apelación; f) la Asamblea debate todos los asuntos ordinarios
y extraordinarios. Reconoce la isegoría (igualdad en la asamblea) y la parresía (libertad de
expresión). Cualquier ciudadano puede proponer o impugnar una ley. La Asamblea
examina a los magistrados designados por sorteo y aprueba o no su nombramiento.
También puede destituir a los que juzgue incompetentes o indignos. Mantiene las
limitaciones del acceso a los cargos superiores a quien no esté casado y posea tierras en el
Atica, aunque subvenciona a los pobres por el ejercicio de los cargos de consejero y de
jurado, así como el servicio militar, con gran disgusto de las clases superiores.

Los cargos no son reelegibles y duran generalmente un año (excepto los estrategos). Aparte
del examen previo, la Asamblea les somete a una rendición de cuentas sobre el desempeño
de los cargos. También puede destituirles en el ejercicio si los considera incompetentes o
corruptos; esta destitución puede ser apelada, pero finalmente decide la propia Asamblea.

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La conclusión parece clara: la ciudadanía ateniense tenía que asumir una responsabilidad
política muy superior a la que permitía su preparación y sus posibilidades, sobre todo
cuando se tiene en cuenta que había de afrontar convocatorias muy frecuentes (cercanas a la
periodicidad semanal) y sobre cuestiones muy variadas, de la mayor parte de las cuales
recibía la primera y la última información en la misma Asamblea antes de juzgar o formular
su voto. La prolongada presencia de Pericles como primer estratego con sus dotes
excepcionales permitió que hiciese a la vez las funciones de moderador y de árbitro; pero el
modelo de Pericles no pudo subsistir a Pericles más que degenerando en populismo y
demagogia. El modelo de democracia radical siempre ha producido estos efectos, como
confirmará el caso de la República Romana.

¿Qué pensó Aristóteles de la ciudadanía ateniense? Aristóteles, primer formulador de una


teoría completa de la ciudadanía, trazó en el libro III de su Política los caracteres básicos
del ciudadano en relación con su polis, que suponen señalar unos límites precisos al
populismo ateniense de Pericles. Para comenzar, nada mejor que definir qué es una ciudad-
estado (polis), qué es un ciudadano (polites) y qué es una constitución (politeia). Esta
última es definida como “cierta ordenación de los habitantes de la ciudad”. Porque la
ciudad consiste en “cierta multitud de ciudadanos, de manera que hemos de considerar a
quién se debe llamar ciudadano y qué es el ciudadano” (4).

Seguidamente comienza por rechazar dos criterios comúnmente admitidos: la residencia en


un territorio (porque también los metecos y los esclavos residen) y la filiación que permite
presentar demandas judiciales (porque también lo pueden hacer otros por convención). Y
concluye: “el ciudadano sin más por nada se define mejor que por participar en la
administración de justicia y en el gobierno”. Reconoce, no obstante, que se dan diferentes
formas de hacerlo según el régimen político, pero se centra en el democrático para concluir:
“llamamos, en efecto, ciudadano al que tiene derecho a participar en la función deliberativa
o judicial de la ciudad, y llamamos ciudad, para decirlo en pocas palabras, una
muchedumbre de tales ciudadanos suficiente para vivir con autarquía” (Política, III, 68-9).
En definitiva, es la polis la que prima sobre el polites y le presta sentido a su participación.
Las formas de adquirir la ciudadanía son diversas (incluso mediante compra), pero los

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ciudadanos son iguales en sus derechos.

Para el Estagirita está claro que no pueden fijarse de antemano las atribuciones de la
ciudadanía, sino que éstas dependen del tipo de régimen político, según se trate de una
tiranía, de una oligarquía o de un régimen constitucional (politeia). Tan es así que si se
altera un régimen político se altera automáticamente el ámbito de la ciudadanía. Ahora
bien, en todo caso los ciudadanos comparten un objetivo común: la “seguridad de la
comunidad”. Por ello el hombre bueno y el buen ciudadano pueden no coincidir. Esta
ecuación sólo se produce en la “politeia” y no necesariamente, puesto que una cosa es la
ética y otra la política. Y Aristóteles enfatiza que sólo en éstas se da una correcta educación
del ciudadano, puesto que “el buen ciudadano tiene que saber y poder tanto obedecer como
mandar, y la virtud del ciudadano consiste precisamente en conocer el gobierno de los
libres desde ambos puntos de vista” (ib. III, 73-75).

Ahora bien, la ciudadanía puede tener grados. El ciudadano en plenitud es aquel que puede
“participar de las magistraturas”. Por tanto, los obreros, como los niños, son ciudadanos
“pero imperfectos”. Y asevera: “las ciudad más perfecta no hará ciudadano al obrero”,
porque no dispone de ocio (tiempo libre). Eso sí, los obreros y los trabajadores “sirven a la
comunidad”. Y es que, insiste, “hay muchas clases de ciudadanos”, pero “se llama
principalmente ciudadano al que participa de los honores”. Y poco más adelante precisa:
sólo en la politeia pueden coincidir el hombre bueno y el buen ciudadano. Y se dice que es
“buen ciudadano al que participa en la política y tiene autoridad, o puede tenerla, por sí
mismo o con otros, en la dirección de los asuntos de la comunidad” (Ib., III, 76-78). En
definitiva, Aristóteles se mueve en el elitismo republicano y no comparte el populismo
democrático de Pericles.

1.1.5. Breve apunte sobre el modelo político de Esparta:

En general, no suele darse al modelo político de Esparta la importancia real que tuvo en su
época. En efecto, no sólo fue el modelo predominante en la Grecia Clásica, sino que tuvo

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una influencia notable en las alternativas propuestas por Platón y Aristóteles y,


especialmente, en la evolución del régimen político de la República de Roma. Tampoco
resulta exacto considerarlo un régimen aristocrático puro, sino más bien una timocracia,
esto es, un régimen mixto que englobaba la nobleza y las clases censitarias. Ello explica
también su persistencia en el tiempo.

El régimen político fue una de las causas de la rivalidad permanente con Atenas, sobre todo
con el modelo de democracia radical. Otra fue, sin duda, su origen dórico, mientras que los
atenienses eran jónicos. Finalmente, la rivalidad se trocó en competencia activa cuando
Esparta organizó la Liga del Peloponeso, a lo que después respondió Atenas con la Liga de
Delos. También Esparta se mostró dominante con sus aliados, aunque nunca llegó al grado
de dependencia que Atenas impuso a los suyos, probablemente para sostener su imperio
comercial. La Guerra del Peloponeso (431-404) resultó, pues, casi inevitable, aunque
Pericles intentó vanamente evitarla.

Esparta comenzó al modo de la mayoría de las polis griegas (y de la misma República


Romana): por conquista de las poblaciones vecinas; en su caso, del valle del Eurotas y de la
Laconia. Hubo un reparto de tierras entre los vencedores, mientras que los vencidos era
esclavizados (ilotas) y obligados a trabajar para ellos mediante un impuesto que equivalía a
la mitad de la cosecha. Pero entre ambos existía una clase intermedia: los periecos, que
eran libres y trabajaban en la artesanía y el comercio: pagaban impuestos y servían en el
ejército. Aunque al principio no tenían derechos políticos, con el paso del tiempo muchos
de ellos los consiguieron (aunque nunca como clase). Lo más original de Esparta es que
tenía dos reyes como autoridades absolutas. Poco después, sin embargo, el impulso de la
aristocracia espartana hizo que sus poderes se redujeran al ámbito militar y al religioso. La
dirección política pasó entonces a la gerusía (consejo de ancianos), a la apellá (asamblea
popular) y a los éforos.

El Consejo de ancianos incluía 28 espartanos mayores de sesenta años, que eran elegidos
vitaliciamente por sufragio directo de la Asamblea popular. Ésta la formaban todos los
ciudadanos mayores de treinta años. La institución de los éforos fue una creación más

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tardía de la aristocracia: se trataba de un cuerpo de magistrados que vigilaban la actuación


de los reyes y convocaban tanto a la gerusía como a la Asamblea de ciudadanos. Por lo
demás, Esparta siguió siempre una política de conquistas que hacía que la guerra y las
virtudes militares estuvieran siempre en primer plano. Esta fue su verdadera especialidad,
lo que constituyó el más grave error de diseño; de ahí también el abandono de las letras y
las artes. En realidad, Esparta era mucho más temida que admirada. Pero la formación de la
Liga del Peloponeso y posteriormente la victoria en la guerra del mismo nombre, le dieron
la hegemonía en la Grecia Clásica, lo que le valió la admiración de los escritores y filósofos
como Platón (los “guardianes”) y Aristóteles (el régimen mixto de aristocracia y república).
La hegemonía le obligó a constantes conflictos en la Hélade, lo que provocó su decadencia.
Macedonia primero, y Roma después, supusieron su eclipse definitivo.

1.1.6. El cosmopolitismo estoico:

Si la modalidad del régimen político y de la ciudadanía espartana no han recibido la


atención debida, lo mismo puede decirse, en general, de la propuesta estoica, tanto en su
versión griega como en la romana. Con una diferencia importante, sin embargo: el
cosmopolitismo estoico ha vuelto al primer plano de la actualidad en los últimos años en
cuanto precedente destacado de la demanda contemporánea de una ciudadanía cosmopolita,
en diferentes versiones, que estudiaré más adelante.

Aunque en ocasiones se cita a Hippias y Demócrito (aunque lo cierto es que su cosmópolis


se agotaba con el panhelenismo), y a Diógenes el Cínico (cuyo “soy cosmopolita” es más
bien una negación del localismo) como precursores, hay que situar a Zenón de Citio como
el fundador de la ciudadanía cosmopolita mediante una teoría relativamente desarrollada,
en la que los enfoques ético y político (con predominio del primero) desbordan
conscientemente el enfoque legal que la extensión de la “ciudadanía romana” a las
ciudades aliadas del imperio había producido. Según el testimonio de Plutarco, Zenón
proclamaba “que no debemos ser ciudadanos de estados y pueblos diferentes, separados
todos por leyes particulares, sino que hemos de considerar a todos los hombres como
paisanos y conciudadanos; que el modo de vida y el orden deben ser considerados como

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TEORÍA DE LA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. Campus Andaluz Virtual. Universidad Internacional de Andalucía

uno solo, como corresponde a una multitud que convive alimentada por una ley común”
(Sobre la fortuna, I, 6, 329a).

La tesis fundamental de la filosofía estoica es la fraternidad de todos los hombres, e incluso


de todos los vivientes, en diferentes grados. La razón radica en que todos los seres vivos
participan del “alma” del mundo o “razón común” (koinos logos), que marca la ley natural
acompasada con el orden cósmico; éste señala, a su vez, la providencia y el destino. Por eso
“hay que seguir la naturaleza”. El orden natural es una participación de la razón universal
que se hace presente mediante las “razones seminales” que rigen el mundo de los vivos. El
destino de cada hombre está, pues, inextricablemente unido al de los demás por esa común
naturaleza. Las diferencias raciales y culturales apenas tienen relevancia. Eso sí, la ética
personal tiene la mayor importancia porque consiste en la “apropiación” (oikéiosis) de la
ley natural mediante la cual cada uno construye su carácter y su destino. Por ello toda la
moral estoica se resume en el cumplimiento del deber, que es lo que confiere a las acciones
su rectitud.

Pero la ética estoica es también, e inseparablemente, política. La “razón común” hace que
todos hombre sean no sólo hermanos, sino también radicalmente iguales; por lo mismo,
todos (varones, mujeres, niños y esclavos) tienen los mismos derechos fundamentales. Por
lo mismo, la patria de un estoico es todo el mundo y se siente profundamente cosmopolita.
Todo lo humano le concierne. Los límites jurídico-políticos, al igual que las fronteras, son
un artificio. Sin duda esta filosofía estoica iba en armonía con la época helenista (y luego el
Imperio Romano), pero supone una revolución a la vez moral, jurídica y política sin
precedentes. Por eso podrá decir Marco Aurelio: “Mi ciudad y mi patria; como Antonino
que soy, Roma; como hombre que soy, el mundo” (Meditaciones VI, 44, 6).

La meta última del estoicismo, especialmente en la versión romana, es la de la res publica


universalis, esto es, la comunidad universal de derechos, la única que permite la realización
completa de la condición humana. Y a su consecución orienta el estoico su compromiso
cívico y su derecho de participación en la vida pública. Tanto más cuanto que conoce que
existe una ley natural que empuja en la misma dirección. A la ley natural unirá su esfuerzo

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TEORÍA DE LA CIUDADANÍA DEMOCRÁTICA. Campus Andaluz Virtual. Universidad Internacional de Andalucía

racional para traducir la ley natural en derecho civil. De ahí la rica complejidad de la
identidad estoica de ciudadanía, a la vez natural y civil.

Otra cuestión más discutida son los efectos prácticos de esta revolución. Los nás inmediatos
y profundos corresponden al aspecto moral, incluso antes de haber sido adoptado –y
adaptado- por el cristianismo. El libro de Cicerón De los deberes es una refundición del
estoico Panecio. Pero también se observa su influjo creciente en la legislación romana y en
las escasas, pero apreciables, fases de cosmopolitismo (claramente apreciable en la política
de Alejandro Magno) y de humanitarismo en las relaciones imperiales, con su apogeo en la
política de Marco Aurelio de establecer tratados de amistad y colaboración con los pueblos
vecinos, finalmente fracasada.

Porque, pese a un prejuicio muy difundido, la ciudadanía estoica es una ciudadanía


eminentemente práctica y activa. Otro asunto es que, ante los fracasos y las adversidades,
el ciudadano se refugie temporal o definitivamente en su ciudadela interior. Los casos de
Séneca y de Marco Aurelio lo ilustran con claridad. Y ello es así porque el ciudadano
estoico se siente interiormente interpelado (la conciencia) a realizar su destino y el del
cosmos próximo y lejano. Por lo mismo, el estoico responde a una doble ciudadanía: a la de
su comunidad local y a la cosmópolis, sin que ello le cause problemas de pertenencia (como
ilustra la frase de Marco Aurelio antes citada). Los hombres forman una comunidad moral
y, a la vez, e inseparablemente, una comunidad política.

Esta pluralidad de pertenencias no tiene por qué resultar conflictiva al ciudadano. Como
describe Cicerón (De los deberes, 6, 17, 69), estos deberes o pertenencias se presentan en
círculos concéntricos: el primero rodea la propia identidad del yo; el segundo, la familia; el
tercero, la comunidad local (conciudadanos); y seguidamente la comunidad regional, la
comunidad política (compatriotas), la continental y, por último, la mundial. Y la consigna
estoica apuntaba: “hay que llevar los círculos hacia el centro”. Lo que probablemente
significa: no descuides tu identidad personal, pero crece con el mundo.

Resulta indudable que la ciudadanía cosmopolita estoica ha tenido una gran repercusión en

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la historia de Occidente, aunque siempre haya sido entendida en su versión más débil, y con
frecuencia como mero pretexto (teoría de la colonización). Aparte de la ética, la
repercusión se nota en especial en el terreno de la justicia internacional (“derecho de
gentes”). En los últimos años ha inspirado una vigorosa teoría de la ciudadanía
cosmopolita, aunque en diferentes versiones, algunas de ellas claramente discutibles (la
Globalización).

3ª UNIDAD: LA CIUDADANIA REPUBLICANA EN ROMA Y SU EVOLUCION


HASTA EL REGIMEN DE PRINCIPADO.

Siempre ha existido mucha controversia sobre si el modelo político de la República


Romana puede ser homologado como democracia. Por mi parte, me limito a dos
observaciones iniciales: la primera es que no puede extrapolarse el modelo democrático
liberal a cualquier época porque ello supondría un anacronismo rampante; por tanto, más
vale atenerse a una tradición muy sólida que no sólo la considera democracia, sino el
modelo vivo más relevante durante más de quince siglos y que contribuyó decisivamente,
junto con el liberalismo, a las Revoluciones Liberales que alumbraron la democracia actual;
la segunda, que el modelo republicano romano evolucionó constantemente, impulsado a la
vez por el pragmatismo y el influjo de los modelos griegos, de modo que es preciso
distinguir tres épocas: la inicial, tras el derrocamiento de la monarquía, que se asemeja más
bien a una timocracia, aunque evoluciona pronto a un modelo mixto de aristocracia y
democracia; la segunda, impulsada por las reformas de los Gracos, que es la propiamente
democrática, aunque termina evolucionando a un régimen de democracia radical para
concluir en una demagogia populista; y la tercera, que es la transición al modelo de
principado y que resulta más difícil de definir.

1.2. l. El modelo político de la República Romana:

Resulta curioso que fuera un historiador griego, Polibio, quien en el libro VI de su


monumental Historia Universal describe de modo sistemático el modelo político de Roma
definiéndolo como un sistema “mixto” o “mezclado”, siguiendo las inspiración de Licurgo

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(Esparta), del último Platón y de Aristóteles, pero inscribiéndolo en su propia teoría de la


anacyclosis (tendencia estructural a la degeneración de todo sistema político si no está bien
compensado), que tanto influyó en la teoría de la separación de poderes por Montesquieu y
en la ley-Rousseau de entropía de las instituciones políticas (Rubio Carracedo, 2005).
Inmediatamente después Cicerón (De república) sigue su estela y sus mismos influjos, a los
que incorpora una base estoica, para trazar un modelo muy similar, aunque acusa ya el
influjo de los primeros años del régimen de principado. La bibliografía existente es, por lo
demás, muy abundante.

La teoría de la anacyclosis política se inspira en el modelo biológico: los estados siguen


también el proceso de los seres vivos que nacen, crecen, maduran, envejecen y mueren. El
proceso como tal es imparable; pero los grandes legisladores (como Licurgo) pueden dilatar
extraordinariamente en el tiempo el periodo de madurez mediante el diseño de
constituciones mixtas o combinaciones de instituciones políticas que mutuamente se
limitan, controlan y vigilan dificultando en gran manera los procesos de corrupción. Ello
permitiría, al menos en teoría, que un régimen político durase indefinidamente. De todos
modos, Polibio mismo da por sentado que la decadencia llegará inevitablemente algún día.
Incluso piensa que si se conoce el momento de la anacyclosis en que se halla un régimen
político es posible vaticinar su futuro próximo. De hecho, él mismo vaticina, y hasta
describe, la evolución populista del régimen republicano por obra de los hermanos Graco
en términos sombríos, ya que esta deriva habría roto el equilibrio institucional. He aquí su
descripción: “En el momento que una de las partes pretende ensoberbecerse y atribuirse
más poder que el que le compete, como ninguno de los órganos es bastante por sí mismo, y
todos pueden contrastar y oponerse mutuamente a sus propósitos, tiene aquélla que
humillar su soberbia. Y así todos se mantienen en su estado” (Historia Universal, VI, 18,
7-8).

En realidad, Polibio hace un paréntesis en su descripción de la historia de Roma, en el


mencionado libro VI, como una necesidad de formulación teórica explicativa para entender
cómo Roma pudo crear un imperio “en sólo cincuenta y tres años” (de 220 a 168), un hecho
sin precedentes Y su respuesta explicativa es la teoría del régimen romano como una

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“constitución mixta”, esto es, “compuesta de todos los tipos característicos” descritos desde
Herodoto (monarquía, aristocracia y democracia). Es de notar que Polibio piensa
especialmente en el modelo de Esparta para aplicarlo a Roma. Y su tesis es que el modelo
republicano romano, en base a una praxis sobresaliente, había ido elaborando un entramado
institucional que equilibraba y compensaba los poderes recíprocos y respectivos del senado,
los cónsules y el pueblo, de tal modo que se controlaban de un modo espontáneo y eficaz
para evitar toda desviación estructural, por lo que las desviaciones ocasionales eran
corregidas casi de inmediato. Por lo demás, Polibio describe minuciosamente el
funcionamiento de las clases censitarias, del ejército y las instituciones militares, los
tribunales de justicia, etc., aunque falta el de algunas instituciones probablemente porque su
obra nos ha llegado fragmentada. Reúne, pues, a la vez una intención doctrinal,
institucional, pragmática y educativa (este último aspecto ha pasado casi completamente
desapercibido a los comentaristas).

Otro historiador griego posterior, Diodoro de Sicilia, denuncia ya claramente la ruptura del
equlibrio operada por las reformas de los Gracos (en especial por Cayo) a favor de la clase
popular, que dio lugar a una imparable demagogia, que provocó la reacción del Triunvirato
y que terminará por romper el modelo republicano para pasar al modelo de “principado”
por obra de Augusto.

Vale la pena citar el fragmento de Diodoro: “Como si tal cosa, Cayo había evocado ante el
pueblo la destrucción de la aristocracia y la instauración de la democracia, con lo que se
había ganado los favores de todos los partidos; de modo que tenía en ellos no ya partidarios
sino, en cierta medida, los verdaderos autores de su audaz empresa.
Porque cada cual, seducido por sus propias esperanzas, se mostraba presto a votar las leyes
propuestas, a afrontar todos los peligros como si se tratara de su interés particular. En
efecto, al quitar a los senadores el poder judicial y nombrar jueces a los caballeros
(equites), hizo al elemento menos bueno del cuerpo cívico señor del elemento mejor, y al
destruir la asociación que existía antes entre el Senado y los caballeros, hizo que la plebe
fuese temible para ambos; al procurarse para sí un poder absoluto gracias a la disensión
general, y al vaciar el Tesoro público para proceder a gastos y a donaciones deshonrosas e

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inoportunas, consiguió que todos tuviesen los ojos fijos en él; al entregar las provincias a la
audacia y la avidez de los hacendados, provocó en los pueblos sometidos una hostilidad
justificada respecto del poder; al liberar a los soldados, mediante sus leyes, de las reglas
severas de la antigua disciplina, introdujo la insubordinación y la anarquía en el Estado.
Porque quien menosprecia las autoridades se rebela también contra las leyes, y tales
costumbres engendran una funesta ausencia de leyes y la inversión de los papeles en la
ciudad” (Biblioteca histórica, 34/5, 25). Todos los caudillos populistas han seguido este
paradigma.

Nicolet (1976; 1983) ha insistido con razón en que Polibio no presenta una caracterización
jurídica de la constitución mixta de Roma, sino más bien pragmática y, en cierto sentido,
política. En efecto, el constitucionalismo romano se mostró siempre flexible y evolutivo.
Pero es preciso delimitar claramente a qué fase del modelo político de la República
Romana se refiere Polibio. Hay que tener en cuenta, además, que Polibio tiene su propia
teoría política (la anacyclosis o inevitable degeneración) y, por tanto, el peso de su teoría se
deja sentir en su percepción de Roma. Su preferencia por el modelo “mixto” condiciona
también de algún modo esa percepción. Su modelo previo es la Esparta de Licurgo, de
quien dice: “Licurgo, que lo había previsto (la ley de degeneración), hizo una constitución
que no era simple y homogénea; reunió a la vez todas las cualidades y las particularidades
de los mejores regímenes”.

En realidad, es muy discutible que la constitución de Esparta fuera realmente mixta. Pero
Polibio ve a Roma como resultado de una complejidad tal que “nadie podría decir con
certeza si el régimen, en su conjunto, era aristocrático, democrático o monárquico”. Sólo su
punto de vista de observador externo, con su herencia de la política griega, le permitía una
percepción más exacta. Aunque sabemos que llegó a Roma en 167, informa de sucesos
acaecidos más de quince años antes (la censura de Catón). En todo caso, Polibio construye
la estructura del sistema político romano a partir de una documentación muy completa; y
esa estructura mixta era lo que resultaba tan novedoso a los romanos, que tenían la práctica,
pero no la teoría. Es probable, sin embargo, que en la construcción de tal estructura se haya
dejado llevar por el prejuicio aristocrático espartano y pinte, en lo esencial, una “república

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senatorial” (Nicolet, 1983, 20). Pero lo cierto es que, al menos desde 200 hasta 150, la
República Romana funcionó tal como ladescribe Polibio ( Arce, J., 1990, 178).

Esta posibilidad parece confirmarse cuando más adelante realiza una comparación entre
Roma y Cartago. Tras afirmar que, como en Esparta y Roma, “había un poder de tipo
aristocrático”, añade que el pueblo era “soberano en lo que le pertenecía”, lo que no resulta
suficientemente claro. Añade que el régimen cartaginés ya había empezado a degenerar con
la guerra de Aníbal, dado que “el papel preponderante en las deliberaciones se había
devuelto al pueblo en Cartago, mientras que en Roma lo mantenía el Senado”, lo que
conducía a que “los mejores” propusieran también las “mejores soluciones”. Resulta bien
probable, pues, que Polibio construya la “democracia compuesta” (demokratía polucidés)
según el modelo del “círculo de los Escipiones” del que formaba parte (como también
Panecio y Cicerón, entre otros). De ahí que el elemento aristocrático sea el predominante.
Por lo demás, su utilización del término demokratía es genérica, en cuanto que alude a un
“gobierno libre”. Ello explica que atribuya en ocasiones la democracia a la “Liga Aquea” y
a la misma Esparta. Incluso es célebre su equivalencia de isegoría (igualdad en la
deliberación) y de parresía (libertad de expresión) (Polibio, Historia, II, 38, 6).

Polibio sólo pudo presenciar las primeras reformas de Tiberio Graco. Y aunque todavía no
se vislumbran los excesos demagógicos de su hermano Cayo, Polibio parece entrever dicho
final. O, simplemente, aplica al futuro su teoría de la anacyclosis. Su argumento se basa en
que los Romanos no tienen experiencia de los males de la tiranía ni de los excesos de “la
igualdad política y de la libertad cívica”. Puede pronosticar, por tanto, que de la aristocracia
se pasará a oligarquía, en la que los ricos corromperán al pueblo, lo que finalmente
provocará la reacción popular como oclocracia (gobierno de la plebe), lo que conducirá a la
violencia (“la fuerza brutal”), la guerra civil, la demagogia y, finalmente, la tiranía.

Por otra parte, el mismo Polibio había señalado un defecto importante en el diseño romano:
más que deliberar, el pueblo romano asistía a las deliberaciones públicas que realizaban
algunos senadores o magistrados. Cuando más tarde entran en escena los tribunos de la
plebe se produce un peligroso seguidismo a sus portavoces oficiales. Se mantiene la

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decisión final de la asamblea popular, pero ésta viene indicada, y casi dictada, por sus
representantes. Una vez más se invertía la pirámide y quienes “debían en toda ocasión
ejecutar las decisiones del pueblo y buscar el acuerdo más completo con su voluntad”
(Polibio, ib., VI, 16, 4-5) se alzaban como guías y caudillos del pueblo.

En definitiva, he aquí el cuadro del modelo republicano romano tal como lo describe
Polibio (y básicamente Cicerón):

LA REPUBLICA ROMANA (C. Nicolet, 1976, 308-9; adaptación propia)

LOS COMICIOS EN LA ROMA REPUBLICANA

Comicios Comicios Centuriados Comicios Concilium


Curiados (2 cónsules) Tribunados Plebis.
(Senado, (Tribunos de
300-500 la plebe)
miembros)

Unidades de
voto 30 curias, 10 en 193 centurias: 18 de 35 tribus: 4 Lo mismo
cada una de las équites, 170 de pedites (en urbanas y 31 que en CT
antiguas tres cada una de las 35 tribus, 2 rurales
tribus étnicas grupos de edad (17-45 y
45-60) y 5 clases
censitarias). Y 5 centurias
sin armas.

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Pueblo ausente. Abierta a todos los Lo mismo Lo mismo


Ciudada- Al final de la ciudadanos
nos pre- República un
sentes lictor por cada
curia

Magistrado Cónsul, pretor y Cónsul o pretor y antes de Lo mismo Tribuno de


que preside Pontifex Maximus 201, dictador la plebe,
(con arúspices) (con arúspices) edil de la
plebe
(sin
arúspices)

Elecciones Cónsules, pretores, Ediles Tribunos y


censores curules, ediles de la
cuestores, plebe
tribunos
militares,
magistrados
especiales

Rogaciones Votan la lex Principal órgano

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(textos) curiata, legislativo, pero cayó en Toda clase de Lo mismo.


confirman el desuso a partir de 218 legislación
a) Legisla- imperium de los salvo declaraciones de
tivos magistrados guerra y censores.

b) judiciales Para las acusaciones Para los Juicios


capitales. Tras el año100, crímenes de frecuentes,
sólo las acusaciones de alta estado tribunales
traición hermanen-
tes

Lugar de Capitolio Campo de Marte Campo de Foro o


reunión (Comitium) Marte Capitolio
Para la
legislación y
juicios, Foro o
Capitolio

1.2.2. La transición al modelo de Principado:

Los historiadores consideran que la verdadera legitimación teórica y práctica del régimen
de Principado se contiene en las Res Gestae de Augusto, su verdadero testamento político
y, a la vez, su apología y su autopropaganda. Pero la praxis política había jugado
previamente su papel y ello desde casi un siglo antes, cuando los hermanos Graco crearon
el partido popular e iniciaron una serie de reformas, en especial la agraria, para inclinar de
su lado el equilibrio institucional que hasta entonces favorecía al partido aristocrático. Me
limitaré, como es lógico, a un resumen esquemático.

La reforma de los Gracos se originó como muchas otras reformas: para intentar solucionar

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una crisis económica. En efecto, en lugar de repartirse entre el campesinado las nuevas
tierras conquistadas en la península itálica, fueron muchos los aristócratas (incluyendo a
senadores, que lo tenían expresamente vetado) que accedieron a grandes fincas, casi
siempre mediante pagos simbólicos, y organizaron su explotación al modo de un
capitalismo agrario floreciente. Ello tuvo el inconveniente de arruinar al pequeño
campesinado del Lacio, que abastecía tradicionalmente a la capital, que quedó en una
situación depauperada. Y aquí surgió la persona de Tiberio Graco, emparentado por su
madre Cornelia con los Escipiones. Otro aristócrata, su suegro Apio Claudio, le apoyó
plenamente. T. Graco fue elegido Tribuno de la Plebe en 134 y preparó de inmediato una
reforma agraria.

Es de notar que ya dos siglos antes el cónsul Licinio había hecho aprobar una ley más
general limitando la propiedad. Pero la reforma de T. Graco afectaba sólo a los que tenían
tierras del estado, a los que limitaba su propiedad, hasta un límite familiar máximo de 500
jornales de tierra (250 ha). El resto habría de dividirse en parcelas de 30 jornales (7,5 ha)
por persona, que las mantendrían en régimen de contrato de arrendamiento a cambio de un
pequeño canon anual; podrían heredarse por testamento, pero nunca venderse. Y su cultivo
había de ser satisfactorio a juicio del “colegio” formado por un triunvirato (formado por él
mismo, su hermano Cayo y su suegro Apio Claudio).

Pese al notable influjo de su aristocrática familia y de su “círculo” ilustrado, la clase


senatorial, que era la principal perjudicada, opuso una tenaz resistencia. Ello motivó que T.
Graco iniciara una serie de reformas legislativas a favor del partido popular. La primera fue
la ley que autorizaba al pueblo a votar la deposición de un tribuno de la plebe que no
defendiera sus intereses. La ley tenía nombre y apellidos: Marco Octavio, otro tribuno de la
plebe que, como tal, tenía derecho a vetar su ley de reforma. Depuesto éste como “enemigo
del pueblo”, la reforma agraria fue aprobada. Pero para que la reforma pudiera ser aplicada
hubo de utilizar el erario público, que era el coto vedado de los senadores. Tampoco era
legal que se presentara a la reelección como tribuno, pero cambió también esta ley. La
situación creada amenazaba violencia inmediata. Para controlarla hizo aprobar una especie
de estado de excepción. Estas limitaciones de las libertades fue ya la espoleta: T. Graco fue

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asesinado en una refriega callejera y se intentó deshonrar su memoria.

Pese a todo, la reforma agraria siguió adelante, aunque en tono menor, evitando perjudicar
los intereses de los más poderosos. Hay que tener en cuenta, además, que no toda la clase
popular romana estaba con la reforma, pues muchos no aceptaban tener que abandonar
Roma para ir a cultivar su parcela de provincias. Quedaba su hermano Cayo Graco, sin
embargo. Este fue elegido Tribuno de la Plebe en 123. Tenía la misma determinación de su
hermano, pero con mayor capacidad política. Comenzó por granjearse la simpatía y la
adhesión de todo el partido popular mediante una serie de reformas legales y promulgación
de nuevas disposiciones favorables a la pequeña burguesía, asegurándole un control en el
tribunado y en la percepción de los nuevos diezmos de las colonias de Asia. Y se ganó
también a la clase urbana más depauperada al garantizarle un precio político por el trigo
que el tesoro público adquiría a precios mucho más elevados. También hizo cambiar la ley
que vetaba la reelección de los Tribunos de la Plebe para asegurarse la continuidad en el
poder y en las reformas. Incluso extendió el privilegio de la ciudadanía romana a todos los
latinos de la península itálica o que residieran en las colonias.

Este conjunto de medidas suponían una profunda reforma de las leyes e instituciones de la
República Romana. El tesoro público amenazaba ruina y la extensión de la ciudadanía
romana fue tergiversada por el partido aristocrático como una dilapidación todavía peor. El
mismo partido popular se dividió (de hecho, no logró la reelección como Tribuno por tres
años consecutivos). Finalmente terminó por pedirle a un esclavo que le diese muerte, a la
que siguió un intento senatorial de proscribir la memoria de su familia. Sin embargo, el
ocaso de los Gracos ni significó la ruina del partido popular. Las reformas legales siguieron
casi todas ellas vigentes, lo que le garantizaba a éste la supremacía. Aunque, eso sí, la
reforma agraria se quedó a medias. Y el resto de sus reformas resultaron ser demasiado
incompletas o confusas. No habían quedado claras las nuevas competencias a causa de las
ambigüedades y las interferencias, que obligaban a tener un plus más de fuerza para
imponerlas. En definitiva, les faltó un empeño más sistemático en la reforma, el único que
la podría hacer más legítima y eficaz.

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Los intentos de reforma y de contrarreforma se sucederán ya sin fin. El más conocido es el


intento de reforma por el general Mario seguido por la contrarreforma del general Sila. El
primero, avalado por sus éxitos frente a las invasiones teutónicas, se apoyó en el poderío
militar para satisfacer su resentimiento contra la clase patricia. Para ello comienza por
conseguir ser nombrado cónsul en 105. Seguidamente inicia una serie desordenada de
medidas tendentes a rebajar el poder de la aristocracia, a la vez que amplía la ciudadanía
romana a todos los componentes del ejército, de muy diversa procedencia. Hacia el 99 la
revolución parecía ya inevitable. Pero, como cónsul que todavía era, tuvo que obedecer al
Senado y tomar medidas contra la demagogia desatada. Desde ese momento Mario fue
igualmente aborrecido por ambos partidos. Tras una sublevación en 90, el derecho de
ciudadanía romana hubo de ser extendido a todos los pueblos itálicos.

Fue entonces cuando surge la figura de Sila, su antiguo ayudante, un patricio venido a
menos. Sila consigue ser nombrado cónsul en 88 y emprende una gran campaña militar
contra Mitrídates, pese a las continuas intrigas de unos y otros en Roma, que le colma de
fama y riquezas. En 83, con el ejército juramentado a su favor, se instala en Roma para
vengarse del partido popular. Pero, como general previsor, cuida la legalidad de sus pasos.
Para ello comienza por hacer votar una ley que le concede poderes ilimitados a título de
Dictator permanente; una segunda le confería el derecho de confiscación de propiedades,
de cambiar los límites y fronteras, de nombrar magistrados, de cambiar la legislación a su
criterio y hasta de elegir a su sucesor. La situación creada era tal que ni el Senado ni la
Plebe rechistaron. Pero todo este alarde legislativo tenía otro objetivo:
la venganza de sus enemigos bajo la figura de “conscriptos por la república”, unos 4.700
ciudadanos (que incluía 15 excónsules, 40 senadores y 1600 patricios, todos ellos
favorables al partido popular). El 81 tuvo lugar la horrible matanza. Pero Sila se vanaglorió
siempre de haber limpiado Roma de demagogos.

Seguidamente, sin embargo, Sila procedió a lo que consideraba una restauración (desde su
dictadura permanente) del orden republicano. El Senado pasó a ser de derecho un cuerpo
gubernativo. Los comicios populares no podían aprobar ley alguna que no fuese
previamente aceptada por el Senado. Sorprendentemente, en cambio, las vacantes en el

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Senado serían elegidas por el pueblo. Pero Sila no llegó a organizar convenientemente las
asambleas populares, que siguieron siendo presa de los demagogos de turno. Por otra parte
accedió a que los Tribunos mantuvieran su poder de veto, pero lo contrapesó con una
amenaza de fuerte multa si eran condenados por prevaricación; y, sobre todo, con una
disposición que prohibía que nadie que hubiese sido tribuno podía ser elegido cónsul. Sila
resignó su dictadura en 79 y murió poco después. Y su obra legislativa cayó en pocos años
tras él disparándose de nuevo el conflicto permanente entre los partidos patricio y popular.

La verdadera revolución hubiera llegado de la mano de Catilina, un joven patricio lleno de


resentimiento por las pérdidas que la reforma agraria había ocasionado a su familia, quien
planeó una sublevación militar y política. Pero su conjura fue descubierta a tiempo y sirvió
para que el cónsul Cicerón mostrara toda su habilidad como orador (Catilinarias) y su celo
al servicio de la República liquidando sin juicio previo a siete de los principales
conspiradores; Catilina logró huir y aún presento una resistencia suicida con dos legiones;
fue derrotado y muerto en la batalla de Pistoia. Pero el ajusticiamiento de los conjurados sin
previo juicio había sido una ilegalidad que dos poderosos, César y Craso, iban a utilizar
para apartar a Cicerón.

La historia de Mario y Sila pareció que iba reanudarse con Lúculo, vencedor de Mitrídates.
Pero sus excesos militares aconsejaron sustituirle por el aristócrata Pompeyo, mucho más
hábil que aquél, quien reorganizó las conquistas y regresó triunfante a Roma cargado de las
riquezas de Mitrídates y de numerosos esclavos. El Senado temía su poder, pero Pompeyo
pareció limitarse a consolidar su prestigio en el partido popular, donde ya brillaban el
riquísimo Craso y un sobrino de Mario llamado Julio César. Mientras tanto Cicerón se
retiraba a su villa para escribir su tratado.

1.2.3. La reorganización de Roma como Principado.

Como antes dejé indicado, Cicerón comparte en De republica una visión similar a la de
Polibio. No en vano ambos habían frecuentado el “Círculo de los Escipiones”, centro

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elitista de gran influencia política. De hecho, cerrará el libro con el célebre “Sueño de
Escipión”. El mismo Cicerón testimonia que Escipión, Polibio y Panecio “debatían
frecuentemente sobre la constitución romana”. La originalidad de esta obra ha sido, por
tanto, muy discutida. La aportación de Cicerón fue una versión más política y más
retóricamente argumentada. La composición del libro está fechada entre 54 y 51, superada
ya su amarga experiencia del exilio y regreso del 57 (Arce, J., 1990, 183). Es de subrayar su
definición genérica de la República como “una consociación de hombres que aceptan las
mismas leyes y tienen intereses comunes” (De republica I, 25).

Pero se iniciaba ya una nueva época y un nuevo modelo político para Roma. Por esas
fechas se gestaba ya la transición definitiva al nuevo régimen político del Principado. En el
56 César, Pompeyo y Graco pactaron sus competencias respectivas en el Triunvirato (que
había sido establecido en 60): Pompeyo y Craso serían cónsules en 55, mientras que César
tendría el mando militar, todos por cinco años. Esta iniciativa conmocionó al Senado y
demás instituciones romanas: un acuerdo privado de tres personas suplantaba la
competencia exclusiva del Senado. Cicerón asumió la defensa del Senado y de la tradición.
Pero lo cierto es que los triunviros no estaban tan solos: unos doscientos senadores les
apoyaban y el mismo Cicerón se decidió a navegar por rutas ambiguas. La muerte de Craso
en 53 cambió las cosas, porque la rivalidad entre Pompeyo y César no permitía acuerdos
mutuos. La tensión fue tal que en 52 no pudieron nombrarse cónsules ni pretores. El
Senado eligió finalmente a Pompeyo cónsul único. Si iniciaba así el “principado” en Roma
y Pompeyo era el primer Prínceps. Se trataba, en principio, de una solución de compromiso
y temporal. Pero, en realidad, se había dado paso a una nueva “fórmula política de gobierno
en la que un primer ciudadano se convierte en primer gobernante, que por sus méritos se ha
ganado el respeto de todos (auctoritas) y que conlleva el mantenimiento armónico de la
república” (Arce, J., 1990, 185).

Sobre este contexto escribió Cicerón su libro. El mismo lo denomina en sus escritos
posteriores de diversas maneras, además de la tradicional; entre ellas, De Optima Re
Publica y De Optimo Cive. Era una forma de trasladar la teoría al contexto del Principado;
el “Óptimo ciudadano” sería Pompeyo, después César y, sobre todo, Augusto. Sin embargo,

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no varió su contenido ni escribió un nuevo tratado político. Siguió manteniendo, pues, la


constitución mixta, advirtiendo contra la prevalencia de cualquiera de las tres instituciones
fundamentales: los Cónsules (autoridad real), el Senado (autoridad aristocrática) y el
Pueblo Romano (libertad de decisión). Pero el equilibrio es para Cicerón la justicia como
virtud suprema del estado: la justicia es la verdadera garantía del equilibrio institucional. Y
otra característica importante es la necesidad de educar a los ciudadanos: una educación
intelectual y legal, que es la otra garantía del equilibrio (buena organización política,
buenas instituciones y buenas leyes).

La impronta de Platón, sobre un fondo estoico, transparece en ese énfasis sobre la justicia y
la educación. E incluso es llamativo cómo apela a otro concepto clásico griego: el aidós
(pudor, respeto), que Cicerón traduce por continencia y pudicitia, que quiere que sea
característica de los matrimonios romanos y, en definitiva, por fides (en sentido de fidelidad
y lealtad) de las instituciones y del pueblo entre sí. En este contexto el optimus cives
aparece como culminación de la educación del ciudadano y, por extensión, de las
instituciones romanas, a la vez que abre paso incluso a la figura del “óptimo gobernante”, el
Príncipe (la sombra de Platón ha sido verdaderamente alargada). Pero sería muy exagerado
considerar que legitima el régimen de Principado que él únicamente podía aceptar como un
Dictador excepcional para un periodo excepcional, pero limitado, de restauración de la
República.

Mientras tanto, César había llevado a cabo su impresionante campaña militar en la Galia
Cisalpina, de donde había pasado a la Galia Transalpina y de ahí a Hispania, a Germania y
hasta Britannia, consolidando el imperio occidental. Pompeyo, en cambio, como cónsul
único (consul sine collega) había consolidado su poder en Roma. Cuando César anuncia su
retorno, el Senado se lo veta. La guerra civil se ha hecho inevitable (49-48) y César cruza el
Rubicón. Pompeyo y sus senadores huyen a Grecia y allí los persigue César, hasta la
victoria definitiva de Farsalia. Tras su idilio con Cleopatra, retorna a Roma ya como
Princeps, pero no exige la monarquía como esperaban tanto sus partidarios como sus
enemigos. Acepta en cambio el título de imperator, que tiene un sentido
preponderantemente militar, pero que se consolidará más tarde, cuando numerosos

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generales del ejército pasan a ser emperadores. Su ideal (como también para Augusto) fue
ser un nuevo Alejandro Magno.

En realidad, César se escudó con el título de Dictador, que era una figura legal y nada
infrecuente en la República. Pero la dictadura se concedía por el Senado para resolver un
problema excepcional en un periodo concreto (no más de seis meses). Y César forzó su
nombramiento como dictador perpetuo, algo contradictorio con la tradición republicana.
Aun así, el dictador tenía que presentar sus planes al Senado, a lo que César se mostró
renuente. Finalmente acudió al Senado –no se sabe bien para qué- y a sus puertas fue
abatido por las dagas de los conjurados (unos setenta) dirigidos por su antiguo protegido
Marco Bruto, tras dos años de dictadura (46-44). Es cierto que, además de la reforma del
calendario, César había emprendido un vasto programa de reorganización del imperio y
había iniciado importantes obras públicas. Pero los historiadores tienden a cargar las tintas
contra la conjura reaccionaria de Bruto, sin caer en la cuenta del atropello legal e
institucional causado por aquél y de que la conjura senatorial era la única posibilidad real
que quedaba en sus manos para restaurar la constitución vigente. El nombre de Bruto será
frecuentemente evocado, en cambio, en los tratados y en la práctica de la resistencia al
tirano, como en su momento veremos.

Pero era cierto que los tiempos habían cambiado y tampoco con la muerte de César pudo
restablecerse la legalidad republicana. Marco Antonio, uno de los lugartenientes de César,
se puso al frente del partido popular y mantuvo su hegemonía frente al partido aristocrático.
Y poco después se incorpora al movimiento el sobrino de César, Octavio. El año 40 se
constituye un nuevo triunvirato: Marco Antonio se hace cargo de Oriente, Octavio de
Occidente y Lépido ha de resignarse con Africa, aunque finalmente quedó como Pontifex
Maximus. El triunvirato pasó pronto, pues, a duunvirato. La rivalidad de los duumviros
creció hasta desembocar en una nueva guerra civil, que concluyó con la victoria naval de
Actium para Octavio (año 31).

Mientras tanto Octavio había conseguida ya imponer al Senado su Principado


(denominación oficial: Princeps Senatorum, en 28), aunque lo había hecho de forma

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pactada y siempre pacífica, consciente de que el Senado no tenía otra alternativa. Pero
Augusto (título otorgado en 27) les ofreció “salida y voz” a cambio de su lealtad. Y con la
inestimable ayuda de sus dos ministros Mecenas y Agripa, además de la de su mujer Livia,
realizó durante su largo Principado una vasta reorganización legislativa y un ingente
programa de obras públicas y monumentos artísticos. Ello favoreció implícitamente su
proceso de divinización al restaurar los ancestrales rituales de la República, además de
favorecer la restauración de los templos y la creación de nuevos festivales populares (los
“juegos seculares”), termas, etc. Esta labor de restauración religiosa la completó con nueva
legislación moral (premio de la natalidad, fuerte castigo del adulterio). Los historiadores
suelen subrayar que su progresiva divinización fue el factor aglutinador del imperio y su
vínculo más firme. En efecto, fue una época de marcado auge de las religiones en todo el
imperio. Otra obra inmensa fue el Breviarium totius imperii, que no sólo era un censo
bastante exacto, sino una especie de catastro completo donde se contabilizaba la población
y los bienes muebles e inmuebles.

El sistema de Principado, en cambio, se encontraba en mejor disposición que el de la


República para resolver el problema de tener dos códigos legales en el imperio: uno, el de
los ciudadanos romanos, extendido ya a los pueblos itálicos; el otro, el de los habitantes de
los pueblos conquistados (peregrini). La formidable aportación del pensamiento estoico
urgía a extender la igualdad civil del derecho romano. Un texto de Cicerón apunta ya a una
solución: “todos los municipios tienen por censo dos patrias, una por la naturaleza, otra por
la ciudad” (De legibus, II, ii, 5). La extensión de la ciudadanía romana se realizó a un
número creciente de ciudades del imperio. Marco Aurelio testimonió con elocuencia su
doble ciudadanía, romana y cosmopolita, en el texto antes citado.

Pero hubo que esperar a Caracalla, quien mediante el Decreto Antoniniano de 212, extiende
la ciudadanía romana a todo el imperio, con lo que se lograba integrar el ius gentium
(derecho internacional) dentro del ius civile (derecho civil), a la vez que reconocía la
ciudadanía dual reclamada por Marco Aurelio: la ciudadanía romana en cuanto ciudadanía
cosmopolita de todos los habitantes del imperio, y la ciudadanía local o territorial.
Coincidían por primera vez, teóricamente al menos, el universalismo del derecho y el de la

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ciudadanía. Se trataba también de adaptar la ciudadanía a un espacio político “universal” (el


Imperio ocupaba para los romanos el mundo conocido). Por ende se trataba añadir la
ciudadanía política a una ciudadanía meramente legal, aunque de indudable relevancia: el
cives romano se hacía acreedor a una protección legal real, aunque no tuviera reconocida la
participación en los asuntos públicos. Obviamente, se trató más de un modelo normativo
que de una realidad enteramente cumplida. Pero el avance fue revolucionario y quedará ya
siempre como un hito permanente con vocación de reeditarse en el futuro.

CUADRO GENERAL DE LA REORGANIZACION DE ROMA COMO


PRINCIPADO (Augusto):

-PRINCIPE:
a) en Roma capital: asume de modo vitalicio la magistratura de Pontífice Máximo,
ratifica las decisiones del Senado, controla el erario militar y el fisco imperial, nombra al
prefecto del pretorio y de la guardia pretoriana, como censor único propone (elige en la
práctica) los cónsules, pretores, ediles, tribunos, cuestores. Finalmente preside los comicios
centuriados y los del pueblo romano. Nombra al prefecto de Roma.
b) en el Imperio: comanda un ejército de 23 legiones y nombra los legados de las
provincias imperiales.

-SENADO (600):
a) en Roma: propone la legislación (aunque ha de ser ratificada por el Príncipe) y
controla el erario republicano;
b) en el Imperio: nombra los procónsules de las provincias imperiales

-CONSEJO DEL PRINCIPE: órgano paralelo de consejeros privados formado por


senadores, que gana terrero progresivamente al Senado. Incluye a sus ministros.

En definitiva, puede decirse que el desequilibrio es abrumador a favor del Príncipe. Pero el
régimen sigue denominándose República a efectos de legitimación. Ello obligaba a
mantener el Senado, lo que también evitaba la desafección de la aristocracia. Pero es que,

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además, Augusto tuvo la habilidad de compensarle el despojo de funciones políticas y


legislativas con funciones cada vez más importantes en el orden administrativo (que antes
les estaban vedadas), lo que le permitió, a la vez, expurgar o dejar de lado a los senadores
que le resultaban indeseables. Por otra parte, controlaba indirectamente su elección
mediante un censo mínimo y las recomendaciones oficiales, que en la práctica resultaban
imperativas, abriendo el Senado a personalidades de las colonias. Oficialmente, sin
embargo, aumentó sus competencias: a) las consultas del Senado (Senatus consulta) tenían
valor de ley; b) era reconocido como tribunal supremo para sus miembros, asi como
tribunal general de apelación; c) al ser modificados a la baja los comicios populares, les
incrementó sus funciones electorales.

Pero lo más importante en la práctica fueron sus funciones administrativas en Roma e


Italia, extendidas progresivamente a todo el Imperio. El Senado perdió facultades de
nombramiento, pero los mismos senadores pasaron a ser nombrados para los cargos más
importantes de la tradición republicana (cónsules, pretores, ediles, tribunos, cuestores) y de
los de nueva creación como los pretores, gobernadores de provincias, comandantes
militares y otros altos funcionarios.

Augusto cuidó además la reorganización jerárquica de los oficios inferiores y creó el orden
ecuestre (mandos militares de segundo orden), directamente dependiente del mismo, cuyo
reclutamiento en las clases populares era cuidadosamente vigilado, al que encomendó la
custodia de los enclaves más sensibles, así como competencias financieras. Y, sobre todo,
constituía un cuerpo de confianza que le garantizaba la adhesión popular. Los comicios y
asambleas populares carecían de valor práctico; pero ello no constituyó ningún problema,
porque estaban largamente desacreditadas por los excesos de demagogia desde el tiempo de
los Gracos.

Los historiadores suelen insistir en el extraordinario éxito de Augusto. Sin duda fue así,
pero no debe olvidarse que el nuevo equilibrio institucional que había creado era imposible
de controlar en la práctica más que por alguien excepcionalmente dotado. Tal fue el caso de
Augusto y en este aspecto recuerda la figura de Pericles. Pero no puede pasarse por alto que

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no es políticamente sensato diseñar un modelo que precise siempre para su regulación de


una figura excepcional, con dos ministros y una mujer excepcionales. Por eso los defectos
estructurales del sistema se apreciarán en los sucesores.

En el caso de Augusto, resulta revelador que su hijastro Tiberio, asociado a las tareas
imperiales desde hacía muchos años, quisiera inicialmente volver al sistema republicano.
En efecto, relata el historiador Veleyo Patérculo –quien acepta sin vacilación alguna la tesis
de Augusto de que él se había limitado a restaurar la República- que tras la muerte de éste,
el Pueblo y el Senado le instaban a continuar la posición de su padre, pero que Tiberio
insistía en pedir autorización para ser un ciudadano igual que los demás, en vez de ser un
Príncipe sobre todos (Arce, 1990, 192). Ello demuestra que el nuevo régimen estaba ya
bien asentado y Tiberio hubo de aceptarlo.

También Tácito había terminado por aceptar resignadamente el régimen de Principado y la


explicación de Augusto en sus Res Gestae, que es una explicación mucho más pragmática
que teórica. No obstante, Augusto insiste en que su principado no había sido arbitrario, sino
fundado en el consenso, y que la delegación de poderes de que había dispuesto siempre
tuvo respaldo legal. En definitiva, concluye, había devuelto la República a su ser prístino,
por lo que se trataba tanto de una renovación como de una restauración mejorada de la
misma. Y a quien dudase de que el suyo había sido el mejor gobierno, lo remitía a su éxito
incomparable (Optimus Princeps). Pero lo cierto es que el respaldo fue un respaldo
obligado, aunque consentido. Y que, en todo caso, cubrió sólo su actuación en Roma,
porque en el Imperio actuó a su entero libre albedrío.

Finalmente, ¿fue la República Romana una democracia, incluso en la época estudiada por
Polibio? En sentido estricto, y desde nuestros criterios actuales, no lo fue. Pero fue lo más
próximo a la misma, juntamente con la democracia directa ateniense. En este sentido, puede
considerarse genéricamente una democracia, de modo más claro que el modelo mixto de
Esparta, Tebas, Creta o Cartago. Y lo más importante: hasta las Revoluciones Liberales del
siglo XVIII fue el modelo único en el que se inspiraron todos los modelos “republicanos”
de Occidente, que se mantuvieron fuera de la reorganización de los reinos medievales y del

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Imperio Romano Germánico, tras las invasiones “bárbaras”. Sólo después del Renacimiento
resurgió con fuerza creciente el modelo imperial romano, que se tradujo en las monarquías
absolutas europeas a partir del siglo XVI. Frente a estas monarquías se alzarán las
Revoluciones Liberales por la irresistible ascensión del liberalismo, pero también gracias
al fermento republicano que había subsistido siempre activo.

4ª UNIDAD: LA HERENCIA REPUBLICANA EN OCCIDENTE.

1.3.1. Las ciudades-repúblicas medievales.

Como antes quedó apuntado, el Imperio Romano de Occidente cae arrollado por las
invasiones de los pueblos germánicos, empujados a su vez por los hunos, y éstos, a su vez,
por los mongoles, durante los siglos V y VI. Pero no tardaron en fundirse con los pueblos
romanizados y reorganizarse en nuevos reinos, ahora cristianizados. A finales del siglo VIII
Carlomagno ha reconstruido el Sacro Imperio Romano, que finalmente se apellidará
Germánico con los Otones y Federico II Barbarroja. Pero ciertas regiones consiguieron
quedar al margen de la reorganización de los reinos y del Imperio. Fue el caso del norte de
Italia, por encima de los Estados Pontificios, el que primero se organizó en ciudades-estado
independientes y con regímenes republicanos. Surgieron así las Repúblicas de Pisa,
Florencia, Siena, Bolonia, Milán, Venecia, Génova, etc., que prosperaron durante largos
siglos, llegando a ser, en el caso de las dos últimas, potencias de rango intermedio. Pero en
todas florecieron la economía, el comercio, las letras y las artes, en permanente contacto
con otras culturas orientales, lo que les permitió alumbrar un día el Renacimiento. Otra de
tales regiones organizadas en ciudades-estado más o menos independientes fueron los
cantones helvéticos, confederados desde 1291, entre los que destacan las repúblicas de
Ginebra y Berna, entre otras.

El régimen político de estas ciudades-estado italianas y helvéticas fue siempre un régimen


mixto, aunque con muy diferentes modulaciones. El más frecuente fue la constitución mixta
de aristocracia y democracia, oscilando en ocasiones la hegemonía de uno u otro elemento,
como en el caso de Florencia. No se trataba, desde luego, de democracias en sentido

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moderno, pero su punto de referencia político y jurídico era siempre la República Romana,
aunque fuera un modelo más teórico que real. En el caso de la república de Ginebra pudo
observarse un deslizamiento histórico desde una régimen mixto formado por dos Consejos:
el “Pequeño Consejo”, formado por unos pocos aristócratas, constituía el poder ejecutivo,
mientras que el “Gran Consejo”, constituido por los ciudadanos, esto es, por la burguesía
comercial y artesana, constituía el poder legislativo y judicial. Se aproximaba, pues, al
modelo canónico republicano, e incluso al modelo ateniense. Sin embargo, en un largo
proceso de manipulaciones y de corrupción, el “Pequeño Consejo” se fue apoderando de la
mayoría de las funciones políticas importantes, convocando al “Gran Consejo” sólo para
cuestiones secundarias. Este punto constituía un grave fallo del modelo, ya que no
reglamentaba claramente ni los asuntos a tratar ni las fechas de las convocatorias, lo que
facilitó la usurpación.

Otra función de indudable importancia que cumplieron estas ciudades-estado republicanas


fue la de mantener activo el rescoldo del modelo constitucional mixto, que se reavivará en
puertas de las Revoluciones Liberales a través del pensamiento de algunos pensadores
político de gran influjo republicano, como Harrington, Montesquieu y Rousseau. Y, como
en seguida veremos, el modelo republicano mantuvo intensos debates con el modelo liberal
en el alumbramiento de la democracia moderna durante los periodos constituyentes
estadounidense y francés que siguieron al triunfo de las Revoluciones, aunque finalmente el
modelo liberal se alzó con la hegemonía, especialmente en Europa.

1.3.2. El Parlamento, Los Estados Generales y Las Cortes.

Las monarquías feudales de la Baja Edad Media en Europa no son de ningún modo
homologables al régimen democrático, ni siquiera en sus formas mixtas más debilitadas.
Pero en su organización y en sus instituciones políticas heredaron elementos importantes
del sistema republicano, en especial la institución del Parlamento en Gran Bretaña, los
Estados Generales en Francia y las Cortes de Castilla y de Aragón en España. Esta
institución tenía carácter consultivo-deliberativo, pero cumplía también funciones de
control legislativo (podían vetar una ley no conforme con el “derecho común” o las leyes

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fundamentales del reino). Ejercía también otra función esencial: la aprobación de nuevos
tributos, según el axioma nulla taxatio sine representatio (no puede haber nueva tasa si no
ha sido aprobada por los representantes). Tal fue el caso, por ejemplo, de la negativa de las
Cortes de Castilla, primero, y de las de Aragón después, a aprobar los impuestos que quería
imponer Carlos I para financiar sus proyectos en Europa como Emperador. Y tal fue la
chispa que encendió la Revolución Americana por el nuevo impuesto sobre el té.

La composición de estas cámaras de representación las componían tres estamentos: la


nobleza, el alto clero y el pueblo (comerciantes y delegados de las ciudades), por supuesto
sin ningún tipo de elecciones generales. Pero fueron un indispensable órgano de control
sobre el poder monárquico y sus ministros. El creciente poderío de las monarquías, al
desprenderse progresivamente de sus ataduras feudales hizo que, con el tiempo, fueran cada
vez más inoperantes. Un factor de corrupción decisivo lo constituyó la garantía real a la
nobleza y a los obispos de que no subiría sus impuestos. A partir de tal garantía ambos
estamentos se desentendieron cada vez más de las Cortes, sobre todo en Castilla. Pero
todavía en 1589, al final del régimen absolutista de Felipe II, Juan de Mariana mantenía en
su De la institución real y de la educación del rey la vigencia de las Cortes y defendía el
amparo que las Cortes de Aragón habían prestado al desleal Antonio Pérez como su justo
derecho. Y en la Revolución Puritana (1641-5) en Inglaterra, así como en la posterior
Revolución Gloriosa (1689), el peso del Parlamento resultó finalmente decisivo para la
adopción de la primera cuasi-democracia moderna, la monarquía parlamentaria Británica,
con la exigencia de jurar el “Bill of Rights” o Carta de Derechos, precedente directo de los
Derechos Humanos promulgados por las revoluciones Liberales un siglo más tarde.

Mucho menos conocido es el sistema medieval vikingo de Asambleas Locales en el Norte


de Europa. También en este caso, la nobleza y cierto número de ciudadanos libres se
reunían en espacios abiertos acotados por rocas clavadas en forma de anillo (Ting) para
proponer y debatir alguna nueva ley o empresa en términos de igualdad, al menos relativa,
y de consentimiento expreso. Con el tiempo (siglo X) llegaron a constituir asambleas
regionales y la asamblea nacional (Althing), a la que acudían representantes comisionados.
Y, en lugar de la rotación o el sorteo, prefirieron la elección directa de los mismos.

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Obviamente, también aquí las desigualdades sociales limitaban las formas de participación,
pero puede considerarse igualmente como un preludio autóctono de la democracia, porque
no conocieron los modelos greco-romanos.

1.3.3. El derecho de resistencia al tirano y el modelo republicano.

A partir de la Revolución Protestante se hicieron famosas las proclamas y las prácticas de


resistencia al tirano. En el campo protestante, en especial los calvinistas, invocaban el
derecho de resistir, y hasta de destronar y hacer ejecutar (tiranicidio), a los poderes
católicos que se negaban a reconocer sus derechos. Baste citar los casos de De Mornay
(Vindicación contra los tiranos), de Buchanan (Del derecho del reino entre los escoceses) o
el mismo Althusio (Política), en los que se aducía el modelo republicano como algo vigente
y se invocaban ejemplos bíblicos y la conspiración de Bruto contra el usurpador Julio César
(Bruto es el pseudónimo con que se publicó el primer libro citado).

Este énfasis protestante ha confundido a muchos comentaristas políticos que atribuyen


equívocamente al calvinismo la creación de la teoría de la resistencia al tirano hasta el
tiranicidio, si era preciso. En realidad, el fermento republicano llegaba a través de los
tratadistas medievales como Juan de Salisbury y Marsilio de Papua, asi como los
canonistas. Y la Neo-Escolástica española del siglo XVI y XVII (Vitoria, Soto, Suárez)
adoptó también esta teoría. Aunque la versión más radical, pero lógicamente construida, es
la del jesuita Mariana en el libro antes citado, que fue fuente directa de la Revolución
Puritana británica y del mismo Althusio (Cromwell invoca en su discurso al Parlamento la
autoridad de Mariana y de Althusio). Una vez más, sin la herencia del modelo republicano
no es posible comprender ciertos planteamientos pre-revolucionarios, en pleno régimen
Absolutista en Europa.

5ª UNIDAD: EL TRIUNFO DEL MODELO LIBERAL REPRESENTATIVO TRAS LAS


REVOLUCIONES AMERICANA Y FRANCESA.

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Acabamos de ver que el republicanismo político sobrevivió a los excesos del feudalismo,
primero, y de los regímenes absolutos después, tanto en la teoría como en la práctica,
sobre todo en las repúblicas italianas y en los cantones helvéticos. De hecho, el germen
de pensamiento político que hizo posible la Revolución Inglesa, y un siglo después las
Revoluciones Americana y Francesa, era predominantemente republicano (tanto en la
forma moderada como en la radical), pero en el siglo XVIII las aportaciones liberales
tuvieron ya un peso específico. Fueron también frecuentes, sin embargo, las aportaciones
de tipo mixto liberal- republicano (casos de Locke o de Montesquieu). Pero lo cierto fue
que tanto en el caso americano como en el francés, ambos modelos se enfrentaron
duramente durante los largos periodos constitucionalistas que siguieron al proceso
revolucionario, terminando por imponerse en los dos casos el modelo democrático
liberal, nítidamente en Francia y con ciertas notables concesiones, sobre todo a nivel
local, en Estados Unidos.

¿A qué obedeció la hegemonía del modelo liberal, pese a su innegable déficit


democrático? Pueden señalarse algunas razones claras, aunque sin entrar aquí en una
discusión que podría ser interminable:

a) pese al esfuerzo de los republicanos por adaptar su modelo (concebido


originariamente para el ámbito de los pequeños estados) a los grandes y cada vez más
complejos estados modernos, no consiguieron desprenderle su pátina de ser un modelo
del pasado;

b) como ha demostrado Macpherson (1962; 1977) para el caso británico, la burguesía


comercial, con su característico “individualismo posesivo”, fue la mayor fuerza
revolucionaria contra el despotismo arbitrario (el problema no era tanto el despotismo
como su arbitrariedad, como ilustra bien el caso de Hobbes) y terminó por imponer
sus objetivos al conjunto de la sociedad revolucionaria. Se trataba, ante todo, de evitar
todas las interferencias, las del soberano y las de los demás individuos. De ahí su
énfasis sobre el modelo representativo indirecto, que le permitía controlar tanto al

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legislativo como al gobierno. De ahí también su énfasis sobre la libertad negativa,


pero también sobre la igualdad meramente formal y restrictiva (democracia censitaria:
sólo tenían derechos políticos plenos los que pagaban impuestos, esto es, los
propietarios y trabajadores autónomos). En este sentido tiene razón Pettit (1997)
cuando insiste en que el ideal de la no-interferencia era menos exigente que el ideal
republicano, en la versión defensiva o protectiva, que él considera única, de la no-
dominación.

c) el papel estratégico que jugó la adopción del modelo de representación indirecta,


frente al de representación directa propugnado por los republicanos afirmativos. En
efecto, tanto el liberalismo como el republicanismo en sus respectivas versiones
positivas, exigen la representación directa, que implica un programa al menos
genérico de representación (las llamadas “instrucciones generales”), una rendición
efectiva de cuentas de su representación y algún grado de revocabilidad al menos
política (por dimisión del representante desautorizado). La representación indirecta, en
cambio, se asienta meramente en una vaporosa apelación al interés nacional y a la
condición especializada o profesional del representante, a una responsabilidad
abstracta y a una posible no-reelección al término de la legislatura. Con este modelo
de representación -inconsistente con el nervio mismo del individualismo liberal, que
hace del ciudadano el único intérprete autorizado de sí mismo- la burguesía
ascendente consolidaba su control del poder y alejaba la participación popular en la
política. Y lo que hacía perfecto el modelo: las instituciones democráticas
representativas (en realidad, representacionales) ofrecían una legitimidad que alejaba
por entero los peligros de la igualdad revolucionaria.

La representación indirecta es un producto típicamente ilustrado (“todo por el pueblo,


pero sin el pueblo”). Poco importaba que la participación ciudadana en la política
quedara reducida a la figura clientelar del votante, que se ve obligado a optar entre
unas pocas recetas, frecuentemente siguiendo la lógica del mal menor y, en todo caso,
la fórmula de “lo tomas o lo dejas”. Por lo demás, hay que reconocer que el modelo
representativo indirecto se adaptaba mucho mejor a una época de transición, como una

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suerte de paso intermedio entre el despotismo y la democracia republicana. Pero las


promesas liberales se convirtieron en “promesas incumplidas” (Bobbio, 1985) y lo que
pensaron que sería un estadio intermedio se reveló como un estadio definitivo, y hasta
pretendidamente superior, en la práctica y en la mente del liberalismo conservador,
como defendió poco después Constant con total desparpajo.

De hecho, en el proceso constituyente francés se hizo expreso el enfrentamiento entre


“democracia” y “sistema representativo”. El lema ilustrado, en su versión más
reaccionaria, se impuso finalmente, pese a la fuerte resistencia del modelo
republicano de ciudadanía activa, que triunfó incluso -aunque efímeramente- en la
constitución aprobada en 1793 (que no llegó a entrar en vigor, tras la prórroga forzada
por las guerras con las monarquías austriaca y prusiana). Fueron decisivas para ello
dos “inflexiones semánticas”: el paso de “pueblo” a “nación” y la paulatina
conversión de “la representación” en “representación democrática” primero y,
finalmente, en “democracia representativa” (Torres del Moral, 1975).

Condorcet y Sièyes jugaron un papel central en esta inflexión semántico-política.


Condorcet distingue entre “democracia” (propia de los pequeños estados) y “sistema
representativo” (propio de los grandes estados), pero se apresura a señalar que también
el segundo expresa la voluntad general de los ciudadanos, por lo que debe ser
considerado también “como una verdadera democracia”. En 1790 presenta ya la
fórmula canónica: son dos sistemas democráticos, “democracia inmediata” y
“democracia representativa”. Y la defensa de la soberanía popular en sus primeros
escritos, con su diseño rusoniano de asambleas locales, provinciales y nacional, en las
que los representantes reciben instrucciones-guía de sus electores, se trueca durante
la Asamblea Constituyente francesa en el énfasis que pone en la total autonomía de los
diputados para evitar las presiones populares.

También Sièyes contrapone netamente representación y democracia: “este concurso


inmediato es lo que caracteriza a la verdadera democracia. El concurso mediato
designa al gobierno representativo. La diferencia entre estos dos sistemas políticos es

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enorme”. Y también evoluciona desde la representación directa a la indirecta, vetando


el mandato imperativo y la revocabilidad de los diputados. Pero frente a una idea tan
común como equivocada, la preferencia por la representación no la basa nunca en su
mayor practicabilidad, porque este razonamiento conduce a la representación directa
(como ocurre con Rousseau en Consideraciones sobre el gobierno de Polonia), sino
en una cierta “hipóstasis” del concepto de nación: los representantes lo son de la
nación, no de sus electores; de ahí que defienda la representación indirecta, incluso
desvinculada de la elección: los representantes lo son porque encarnan la voluntad
nacional, no porque hayan sido elegidos. Es decir, son representantes porque
pertenecen al cuerpo legislativo.

La Constitución Francesa de 1791 recoge fielmente esta inversión. En definitiva, el


representante piensa libremente por la nación y no admite controles populares. Y, a
diferencia de Condorcet, se niega a admitir la conveniencia, ni siquiera excepcional,
de un refrendo popular. Se ha consumado el secuestro de la voluntad ciudadana por las
élites. Sin embargo, todavía Tocqueville cree necesario justificar el tan frecuente
como irreal uso del término “democrático”: aunque el pueblo esté ausente, las
instituciones democráticas le benefician y tal abuso lingüístico se justifica porque
“ilusiona a la masa popular”. Y en El Antiguo Régimen y la Revolución (1856) se hace
eco de la confusión reinante sobre el modelo democrático liberal: “Lo que más
confusión provoca en el espíritu es el uso que se hace de estas palabras: ‘democracia’,
‘instituciones democráticas’, ‘gobierno democrático’. Mientras no se las defina
claramente, y no se llegue a un entendimiento sobre su definición, se vivirá en una
confusión de ideas inextricable, con gran ventaja para los demagogos y los déspotas”.

Y algo similar ocurrió con el debate constitucionalista en Estados Unidos entre


republicanos (Jefferson) y liberales (Hamilton, Adams), con la intermediación que
operó frecuentemente un político inclasificable como Madison. Pese a ser más
matizada y más sensible a la extensión del sufragio, para ser candidato terminaron por
imponerse también los requisitos de propietario y superior instrucción (B. Manin,
1998).

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1.3.5. La reformas del modelo liberal:

Pese a su triunfo, el modelo liberal de democracia representativa presentaba algunas


inconsistencias internas respecto de la misma doctrina liberal. En efecto, la razón más
obvia para optar por un modelo de representación era que el modelo asambleario
resultaba imposible en los estados modernos, tanto por el elevado número de ciudadanos
como por su extensión y complejidad. Lo llamativo fue, sin embargo, que en lugar de
optar por una representación directa, lo hiciera por una representación indirecta, esto es,
sin vinculación real entre los representantes y sus electores, sin control alguno efectivo
de su representación y sin rendición de cuentas al final de su mandato. Esta
representación indirecta supone un voto de confianza sin garantías, al modo de un cheque
en blanco. Únicamente se ofrecía al elector insatisfecho una posibilidad: no volver a
votarle en las siguientes elecciones. Posibilidad más bien irreal, puesto que esa
posibilidad ya estaba dada de antemano y porque, además, tampoco tenía garantía alguna
de que el nuevo diputado electo le representase mejor.

Pero esta posición liberal “oficial” era totalmente inconsistente que el axioma liberal
básico: el individuo es el único intérprete autorizado de sus intereses que nadie puede
representar en su lugar. Lo consecuente con la lógica liberal hubiera sido la
representación directa, esto es, aquella en la que un diputado resulta elegido en base a un
programa, del que dará rendición de cuentas de modo continuado, al menos a través de la
opinión pública, y que somete políticamente su actuación al juicio de sus electores. ¿Por
qué no se hizo así? Porque el liberalismo triunfante en las revoluciones era el que
representaba a la burguesía comercial e industrial, que constituía el estamento más activo
y hegemónico; y el modelo de representación indirecta le permitía trasladar al ámbito
público las desigualdades de poder en el ámbito privado. Porque, además, ¿quién tenía
posibilidades reales de presentarse como candidato a las elecciones? Quien tuviera poder

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económico y amplias relaciones sociales para darse a conocer al electorado.

No obstante, el modelo liberal conservador de democracia se impuso por su pragmatismo


y, sobre todo, como mal menor, dado que las únicas alternativas que se contemplaban
eran el absolutismo o la anarquía populista. Sólo esta situación de mal menor puede
explicar cómo un sistema democrático tan deficiente perdurase tanto tiempo. Aunque
también es cierto que se intentaron golpes revolucionarios contra este sistema, en
especial la Revolución de 1848 en París, promovida por los movimientos obreros y
saldada con las falsas promesas de Luís Bonaparte. Pero el modelo liberal de
representación indirecta se hacía cada vez más insostenible. De ahí que en la segunda
mitad del siglo XIX se procediera a la primera reforma seria del sistema:

1.3.6. El modelo de partidos políticos.

Hasta cierto punto, la realidad de los partidos políticos había acompañado siempre a la
democracia en sus diferentes modelos desde la Antigüedad. Pero se trató siempre de
partidos en cuanto meras tendencias ideológicas, sin organización interna ni
reconocimiento oficial. A partir de las Revoluciones Liberales se avanza notablemente
hacia una organización de representantes y electores en agrupaciones que ya anuncian los
modernos partidos políticos, aunque todavía eran organizaciones de élites. Tal fue el caso
de los tory y los whig en Gran Bretaña, los “girondinos” y los “jacobinos” en Francia y
los “republicanos” y los “liberales” en Estados Unidos.

Pero ahora se trataba de reconocer oficialmente la mediación de los partidos políticos en


el funcionamiento de las instituciones democráticas. El objetivo era promover una serie
de partidos de masas, organizados para la defensa de unos intereses y la obtención de
unos objetivos concretos, que competían por el voto electoral, y cuya reglamentación se
inspiraba más que vagamente en los sindicatos. Con esta reforma en profundidad se
intentaba, ante todo, salvar un grave defecto del modelo liberal conservador: la
desvinculación popular respecto de la democracia. Con los partidos políticos se

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intentaba, a la vez, canalizar mejor el poder, tanto en el gobierno como en la oposición, y


favorecer la incorporación masiva de las clases trabajadoras. Por ello se procedió a la
universalización del sufragio popular a casi todos los varones adultos (el sufragio
universal femenino no se obtendrá mayoritariamente más que bien entrado el siglo XX).

Pero pronto se desvanecieron las esperanzas puestas en la organización democrática de


los partidos políticos. Sobre todo, porque los partidos políticos mostraron pronto defectos
similares al modelo precedente. Ya el 1911 pudo publicar Michels su monografía Los
partidos políticos, en la que se propuso demostrar dos tesis concatenadas: que los
partidos políticos se transformaban de hecho en organizaciones oligárquicas y que se
trataba de una tendencia estructural necesaria para toda organización que compitiera por
el poder, debido al primado de la eficacia. Así pudo formular su famosa “ley de hierro de
la oligarquización de los partidos políticos”, tesis que algunos como Weber consideraron
exagerada y ambigua, y que otros estimaron reaccionaria. Pero lo cierto es que Michels
se basó en el historial del Partido Socialdemócrata alemán. Poco antes, Moisei
Ostrogorski (Democracy and the Organization of Political Parties, 1902), había abogado
por la abolición de los partidos políticos, basándose en la experiencia estadounidense y
británica.

1.3.7. El modelo empresarial de democracia.

Lo cierto es que el funcionamiento de la democracia de partidos políticos era muy


deficiente. De ahí que, tras la Segunda Guerra Mundial, se impusiera rápidamente el
“modelo de mercado” propuesto por Schumpeter en 1943. Algunas de las críticas de
Schumpeter a la democracia “clásica”, esto es, al modelo de partidos, son exageradas,
pero la mayor parte coinciden con las ya expuestas. En efecto, insiste en la escasa
racionalidad del modelo y en el abuso de demagogia de los políticos profesionales.

En su lugar, Schumpeter propone adoptar la lógica de la economía de mercado, de modo


que los partidos políticos se organicen y funcionen como grandes empresas que compiten

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entre sí por el liderazgo político. Para ello ensalza en exceso la figura del patrón o líder
del partido, dándole una importancia estratégica (al modo de Ford, o de Bill Gates). En
todo caso, el partido prestará atención, ante todo, a las demandas racionales y luchará
con todos los medios disponibles (con la única excepción de la violencia) por el voto del
pueblo. ¿Y qué pasa con la soberanía popular? En primer lugar es un mito peligroso; en
segundo lugar, la soberanía popular se mantiene porque, en definitiva, es el pueblo quien
pone y quita líderes políticos mediante el voto electoral.

Hay que agradecerle a Schumpeter su lenguaje franco, pero su teoría resulta tan poco
convincente desde el punto de vista democrático como eficaz se ha mostrado en su
influencia. En efecto, este modelo americano de grandes “mítines” y propaganda
electoral se extendió rápidamente a todos los sistemas democráticos del mundo y todavía
hoy mantiene su impronta. Pero es el proyecto global el que resulta inadecuado para
conseguir una democracia auténtica. Y es que una cosa es el modelo empresarial y otra
muy distinta el gobierno democrático. En aquélla el uso de la propaganda, e incluso de la
publicidad engañosa, tiene un sentido que el consumidor ya conoce, pero resulta desleal
aplicarlo sin más a la propaganda política y a la ingeniería de los agentes electorales. El
elector, trocado en cliente, espera mensajes veraces y leales, aunque acepte que los
partidos compitan con todas sus fuerzas por el poder. Pero un programa electoral no
puede convertirse fraudulentamente en propaganda electoral, destinada únicamente a
ganar votos, y que se olvida apenas se ha logrado el poder. No se trata sólo de ganar las
elecciones, sino de cumplir el programa político propuesto a los electores, que es lo que
éstos han votado.

1.3.8. El modelo neocorporatista de democracia.

Pese al éxito notable del modelo empresarial de partidos, en los años sesenta y setenta
del pasado siglo se desarrolló una nueva reforma del modelo liberal que perseguía una
línea casi contrapuesta: en lugar de entronizar los partidos políticos como empresas
competitivas por el voto electoral, el nuevo modelo se proponía, ante todo, eliminar ese
factor de competitividad extrema, que conllevaba una inestabilidad política permanente

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tanto en el parlamento como en la sociedad civil. Y, de paso, se trataba también de


rebajar el excesivo poder de los gobiernos en las decisiones económicas y sociales,
pretensión que se reactivará todavía más con el fracaso del “Estado de Bienestar”.

La reforma corporatista (neocorporatismo) se proponía, pues, institucionalizar el


conflicto político de modo que pudiera llegarse siempre a una negociación pactada entre
las diferentes fuerzas sociales que tenían capacidad real de controlarlos, es decir, el
capital y el trabajo (las organizaciones empresariales y los sindicatos obreros) bajo el
papel arbitral (o simplemente de intermediación) del gobierno. Ello conllevaba una
redefinición del modelo democrático: los partidos políticos cederían su protagonismo
representativo y de control a las asociaciones corporativas y grupos de presión (o
“poderes fácticos”); a su vez, el ejecutivo intervencionista de antaño había se limitarse
ahora a tareas de intermediación (y de arbitraje en algunos casos) entre los grupos de
intereses enfrentados que negociaban directamente las soluciones.

En el modelo corporativo se dan, al menos, dos corrientes bien diferenciadas: una fuerte
y la otra débil. La primera es claramente incompatible con el modelo democrático liberal
(Schmitter). Pero la versión moderada ha tenido relativo éxito (Giner-Pérez Yruela), ya
que viene a compensar los excesos partidistas de los modelos de reforma precedentes y
propicia un nuevo modelo económico-social que tiende a sustituir la presión por la
negociación y el control racional de los intereses antagónicos en un clima de solidaridad
funcional. Para algunos críticos se trata, en realidad, de una nueva fase en el desarrollo
del capitalismo de mercado, que dejaría atrás tanto al capitalismo individualista como al
socialismo marxista. Lo indudable es que se trata de un cambio de modelo en el que el
protagonismo principal pasa a los agentes sociales, mientras que el gobierno y, sobre
todo, el parlamento quedan reducidos a tareas de intermediación. Ello produce la
incoherencia de tener dos sistemas de representación: el clásico de representación
electoral (parlamento y gobierno) y el nuevo de representación funcional de las fuerzas
sociales, antagónicas pero complementarias, de los sindicatos y la patronal. Y ambos
sistemas de representación no están más que parcialmente integrados, ya que el papel
motor corresponde a la representación funcional, mientras que el parlamento y el

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gobierno se limitan a tareas de ajuste y de mediación, reservándose el arbitraje sólo en


las decisiones más graves. De todos modos, en la proyección pública y en los medios de
comunicación se mantiene todavía el artificio de un papel secundario a la negociación
corporativa.

El alcance real de la trasformación corporatista de la democracia resulta, de todos modos,


muy ambiguo todavía, dado que sus mecanismos de acción resultan muy opacos. En todo
caso, a la patronal y los sindicatos mayoritarios habría que añadir la presión más o menos
oculta, pero indudable, de los poderes invisibles (ejército, iglesias, banca, corporaciones
industriales, medios de comunicación, etc.) que, en los puntos más sensibles que les
afectan, puede resultar decisiva y retardar durante mucho tiempo la solución política real,
ya que tanto el gobierno de turno como el parlamento evitan sistemáticamente el
enfrentamiento directo. En todo caso, estamos muy lejos del limpio juego democrático
(competencia leal y legal).

NOTAS:

(1) La edición original es de 1950, a partir de unas conferencias impartidas en la


Universidad de Cambridge en 1949. Ya en 1992 T. Bottomore realizó una nueva edición
con el añadido de otros textos, sobre la que se hizo la versión española (1998).

(2) Algunos autores como A. Dobson (Citizenshipand the Environment. Oxford, Oxford
Univ. P., 2003) defienden este concepto como una consecuencia de la “Green Political
Theory”. En España A. Valencia ha venido insistiendo sobre este concepto. Puede verse su
trabajo “Ciudadanía ecológica: Una noción subversiva dentro de una política global”.
Revista de Estudios Políticos, 120, 2003, 269-300.

(3) En 1995 publiqué mi propuesta de “ciudadanía compleja”, tras examinar y describir las
principales deficiencias que encontraba en las propuestas antecedentes. Remito a las
sucesivas versiones de este trabajo para una revisión más detallada de los siguientes tipos

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de ciudadanía: integrada, diferenciada, multicultural y compleja (Rubio-Carracedo y J.


M.Rosales, 1995; 1997; Rubio-Carracedo, 1996 y 2002). También A. Cortina ha llegado de
modo independiente a idéntica denominación y muy similar contenido (Cortina, 1997).

En la misma dirección apunta el concepto de multilayered identity o “identidad


multienrraizada”, presentado por D. Heater, que daría lugar a la ciudadanía “múltiple”
como efecto de la compenetración de elementos identitarios, geográficos y educativos. Pero
tiene el defecto de permanecer en un nivel analítico, sin dar cuenta de la compleja dinámica
de procesos socioculturales que conlleva.

(4) Aristóteles, Política. Ed. bilingüe de J. Marías y M. Araujo, 2ª, Madrid, CEC, 1983, 67.

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