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En María Santísima se halla la plenitud de gracias y de perfecciones que son posibles a una
mera criatura. Según la bella expresión de San Antonino, “Dios reunió todas las aguas y
las llamó mar; reunió todas sus gracias y las llamó María” . Desde toda la eternidad, el
decreto divino establecía el singularísimo privilegio que la Virgen Santísima fuera
concebida libre de la mancha original. Privilegio apropiado a la que engendraría en su seno
al mismo Dios.
Una vez transcurrida su vida en esta tierra, ¿qué le sucedería a nuestra Madre?
Ella, que había dado a luz, alimentado y protegido al Niño Dios, y recibido en sus brazos
virginales el Cuerpo dilacerado de su Hijo y Redentor, estaba lista para exhalar el último
suspiro. ¿Cómo podría pasar por el trance de la muerte esa Virgen Inmaculada, nunca
tocada ni por la más leve sombra de cualquier falta?
Sin embargo, como la suave puesta de sol de un magnífico atardecer, la Madre de la Vida
entregaba su alma. ¿Por qué moría María? Es que habiendo participado en todos los dolores
de la Pasión de Jesús, no quiso dejar de pasar por la muerte, para imitar en todo a su Dios y
Señor.
La naturaleza de la Virgen María era perfectísima. En efecto, Tertuliano afirma que “si
Dios puso tanto cuidado al formar el cuerpo de Adán, porque su pensamiento volaba hasta
Cristo, que debería nacer de él, ¿cuánto mayor cuidado no habrá tenido al formar el
cuerpo de María, de la cual debería nacer no de modo remoto y mediato, sino de modo
próximo e inmediato el Verbo Encarnado?” (1)
Además, escribió San Antonino, “la nobleza del cuerpo aumenta y se intensifica en
proporción a la mayor nobleza del alma, a la que está unido y por la que es informado; y
es razonable, pues la materia y la forma son proporcionadas una a la otra. Siendo por lo
tanto, que el alma de la Virgen fue la más noble luego de la del Redentor, es lógico
concluir que también su cuerpo fue el más noble, luego del de su Hijo” (2).
Por lo tanto, el alma santísima de María, concebida sin pecado original y llena de gracia
desde el primer instante de su existencia, se correspondía con un organismo humano
perfectísimo, sin el menor desequilibrio.
¡La Santísima Virgen murió de amor! San Francisco de Sales describe así ese sublime
acontecimiento:
“¡Cuán activo y poderoso (…) es el amor divino! Que no os extrañe si os digo que Nuestra
Señora de él murió, pues, llevando siempre consigo, en su corazón, las llagas del Hijo, las
padecía sin consumirse, pero finalmente murió por el ímpetu del dolor. Sufría sin morir,
pero al fin murió sin sufrir.
“¡Oh pasión de amor!
¡Oh amor de pasión! Si su Hijo estaba en el Cielo, su corazón ya no estaba en Ella. Estaba
en aquel cuerpo que amaba tanto, huesos de sus huesos, carne de su carne, y al Cielo
volaba esa águila santa. Su corazón, su alma, su vida, todo estaba en el Cielo: ¿por qué
habían de quedarse aquí en la tierra?
“Finalmente, luego de tantos vuelos espirituales, tantos arrebatos y tantos éxtasis, ese
castillo santo de pureza y humildad se rindió al último asalto del amor, después de haber
resistido a tantos. El amor la venció, y consigo se llevó su bendita alma” (4).
Esa muerte de María, suave y bendita como un hermoso atardecer, recibe por parte de la
Iglesia el sugerente calificativo de “dormición”, para expresar que su cuerpo no sufrió la
corrupción.
No lo sabemos. Pero según la tradición, fue muy poco el tiempo que su alma estuvo
separada de su cuerpo. Y en la Constitución Apostólica Munificentissimus Deus , afirma el
Papa Pío XII: “Por un privilegio enteramente singular, Ella venció el pecado con su
Concepción Inmaculada; y por tal motivo no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la
corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención del cuerpo hasta el fin de los
tiempos” .
Y María –que quiere decir “Señora de Luz”– se elevó al Cielo en cuerpo y alma, mientras
que incalculables legiones de las milicias angélicas exclamaban maravilladas, al contemplar
a su Soberana cruzando los umbrales eternos: “¿Quién es ésta que se levanta como la
aurora, hermosa como la luna, radiante como el sol, irresistible como un ejército en
marcha?” (5).
Y se escuchó una gran voz que decía: “He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres”
(Ap 21, 3).
La Hija bienamada del Padre, la Madre virginal del Verbo, la Esposa purísima del Espíritu
Santo fue coronada entonces por las Tres Divinas Personas para reinar en el universo, por
los siglos de los siglos,“a la derecha del Rey” (Sl 44,10).
El dogma
“Después de habernos dirigido a Dios en repetidas súplicas, y de haber invocado la luz del
Espíritu de verdad, para gloria de Dios omnipotente que a la Virgen María concedió
especial benevolencia, para honra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos y triunfador del
pecado y de la muerte, para aumento de la gloria de su augusta Madre y para gozo y
júbilo de toda la Iglesia, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los
Bienaventurados Apóstolos San Pedro y San Pablo y con la Nuestra, pronunciamos,
declaramos y definimos que: La Inmaculada Madre de Dios, la siempre virgen María,
terminado el curso de la vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial“.
Por lo tanto, no es exacta la distinción que establecen algunos entre la Ascensión del
Señor y la Asunción de María, como si la primera se distinguiera de la segunda por el
hecho de haber sido realizada por su propia virtud o poder, mientras que la Asunción de
María necesitaba del concurso o la ayuda de los Ángeles. No es eso. La diferencia está en
que Cristo habría podido ascender al Cielo por su propio poder aun antes de su muerte y
gloriosa resurrección , mientras que María no podría hacerlo –salvo con un milagro–
antes de su propia resurrección.
Pero una vez realizada ésta, la Asunción se verificó utilizando su propia agilidad gloriosa,
sin necesidad del auxilio de los Ángeles y sin milagro alguno (“La Virgen María”,
pp.213-214)
(Revista Heraldos del Evangelio, Agosto/2004