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Impresiones y paisajes de Federico García Lorca:


Modernismo y mirada interartística

Eugenia Sainz
Dipartimento di Studi Anglo-Americani ed Ibero-Americani
Università degli Studi di Ca’Foscari , Venezia

Federico García Lorca: poeta y pintor


Conocida es la profunda afición y sensibilidad de Federico García Lorca por la pintura. Ahí
están sus abundantes dibujos, que con tanto entusiasmo enviaba a su amigo y crítico de
arte Sebastián Gasch, con el que mantuvo una intensa correspondencia llena de recíprocas
alabanzas:

Mi querido Gasch: (…) Usted ya sabe el extraordinario regocijo que me causa el


verme tratado como pintor. Ahora empiezo a escribir y a dibujar poesías como ésta
que le envío dedicada. Cuando un asunto es demasiado largo o tiene
poéticamente una emoción manida, lo resuelvo con los lápices. Esto me alegra y
me divierte de manera extraordinaria.
Estoy alegre con mis dibujos y creo que vivo, al hacerlos, momentos de una
intensidad y de una pureza que no me da el poema. (G. Lorca, III, 1016–1021)

El análisis detenido de su estética, detalladamente expuesta en la conferencia que


dedicó a Góngora en 1927, no sólo revela una profunda conciencia pictórica (corroborada
un año después en su “Sketch de la nueva pintura”), sino, además, el conocimiento y
adhesión de Lorca a los presupuestos artísticos del Arte Nuevo, tal y como los había
definido Wassily Kandinsky en De la espiritualidad en el arte, ensayo pionero que, a la
altura de 1912, se convertiría en manifiesto programático. De hecho, “La imagen poética
de don Luis de Góngora,” escrita entre 1925 y 1926, se detiene, no tanto en el análisis
objetivo y distanciado del otro, como en la descripción de lo que Lorca percibe como
moderno en Góngora. Más que un estudio crítico de la estética gongorina, es una
explicación de la propia poética lorquiana, una reinterpretación del poeta barroco a la luz
de las claves pictóricas del Arte Nuevo—claves que eran también las suyas-: emancipación
de lo real, rechazo de la mímesis, “desdén por el método explicativo,” centralidad de la
mirada que busca la esencia espiritual de los seres y de las cosas (lo que Kandinsky

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denominaba “mundo interior de la naturaleza,” “contenido interior de la forma,” “sonido


interior” del color).
La mirada espiritual del poeta moderno (Góngora, como Cézanne, como Kandinsky,
como el propio Lorca: atemporal juego de espejos en el que se superponen los rostros) revela
un “mundo de rasgos esenciales de las cosas y diferencias características”; verdad profunda
intuida visual e intelectualmente y que toma forma (palabra, color, forma) en la concisión
esquemática, relacional y aparentemente antagónica de la metafora. “Metáfora dura, con
espíritu escultórico.” Sobran las explicaciones—subraya Lorca. La belleza y la verdad están en
la condensación expresiva, en la concisión preñada de sugerencias, en la calidad y trabazón
de las imágenes: “No expliques absolutamente nada ni te ruborices nunca de tu idéntico
temblor ante la mariposa y el hipopótamo.” (G. Lorca III, 293).
La forma esencial significa. El artista moderno no es esclavo de lo anecdótico: es
capaz de convertir el tema (cualquier tema) en motivo y hacer que el significante sea, en sí
mismo, significado: “Para él (Góngora) una manzana es tan intensa como el mar y una
abeja tan sorprendente como un bosque. (…) le da lo mismo una manzana que un mar
porque adivina, como todos los verdaderos poetas, que la manzana en su mundo es tan
infinita como el mar en el suyo.” (62–63).
No cabe duda de que Lorca, a la altura de 1925, cuando empezó a escribir la
conferencia, ya estaba dentro de las fronteras de la modernidad artística, en lo que el pintor
ruso denominaba “reino de la espiritualidad.” Obsérvese la semejanza de sus palabras en
1925 con lo que escribía a Sebastián Gasch dos años más tarde, en septiembre de 1927:

Aquellas líneas eran el retrato exacto, la emoción pura de la reina de Egipto (se
refiere al dibujo titulado “Cleopatra”). (…) Yo he pensado y hecho estos dibujitos
con criterio poético-plástico o plástico-poético en justa unión. Y muchos son
metáforas lineales o tópicos sublimados como el “San Sebastián” y el “Pavo real.”
He procurado escoger los rasgos esenciales de emoción y de forma, o de super-
realidad y de super-forma para hacer de ellos un signo que como llave mágica nos
lleven a comprender mejor la realidad que tienen en el mundo. (…) Estos dibujos
son poesía pura o plástica pura a la vez. Me siento libre, confortado, alegre, niño
cuando los hago. Y me da horror la pintura que llaman directa que no es sino una
angustiosa lucha con las formas en las que el pintor sale siempre vencido y con
obra muerta. (III, 1026)

De hecho, Lorca se interesa muy tempranamente por el Arte Nuevo español y


europeo. Como ha puesto de relieve Eugenio Carmona (133), la implicación lorquiana en
las vanguardias pictóricas no inicia a mitad de los años veinte (como podría dar a entender
la conferencia citada, la firma del manifiesto de la Sociedad de Artistas Ibéricos en 1925 o
la intensificación de su amistad con Salvador Dalí y Sebastián Gasch a partir de 1927), sino
que tiene sus raíces en la adolescencia del poeta. Recordando la temprana amistad de Lorca
con pintores como Ismael de la Serna, Manuel Ángeles Ortiz, Rafael Barradas, Benjamín
Palencia…y tomando como punto de referencia el regreso de Falla a Granada, Eugenio
Carmona propone como fecha inicial el año 1919.

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Pues bien, el presente artículo nace de dos hipótesis: creemos, en primer lugar, que
el interés de Lorca por la nueva pintura es aún más temprano, anterior a la publicación en
1918 de Impresiones y paisajes; sospechamos, en segundo lugar, que dicha familiaridad
lorquiana con el lenguaje pictórico pudo incidir en la génesis de su simbolismo cromático
y, en particular, en el origen de la negatividad de dos colores: el verde y del amarillo, el los
cuales resulta oscura la motivación desencadenante del desplazamiento metafórico
implícito. Con el objetivo de dar respuesta a ambas hipótesis proponemos el análisis
estilístico del primer libro del autor, Impresiones y paisajes.

Impresiones y paisajes (1918): modernismo y meta-modernismo


Impresiones y paisajes es el resultado de los viajes de estudios realizados por Lorca entre 1916
y 1917. La importancia de la pintura contemporánea se revela en el mismo título del libro,
que nos invita de inmediato a hacer una asociación con la pintura y, en concreto, con el
movimiento impresionista. Al modernismo literario y pictórico remite igualmente y de
forma expresa la serie temática “Jardines” (recordemos Soledades de Antonio Machado,
Jardines lejanos de Juan Ramón Jimenez o los lienzos pasteles de Santiago Rusiñol). Ya desde
el mismo título, el libro revela su naturaleza intertextual e interartística (rasgo que Vassily
Kandinsky consideraba característico de las artes del siglo XX, ver Kandinsky 49–51).
Sin negar la dimensión confesional del texto,1 no es menos cierto lo mucho que de
literario, es decir, de construido, tienen los temas seleccionados y las emociones expresas.
Pese a la juventud del poeta, Impresiones y paisajes es un libro concebido desde
presupuestos estéticos bien definidos: un ensayo sobre el paisaje español escrito desde una
óptica modernista o, lo que es lo mismo, una descripción o representación modernista del
paisaje español.
Como han puesto de manifiesto Ernst H. Gombrich (322–347) y Nelson
Goodman, (9–42) no existe representación sin interpretación; no existe una mirada virgen
o un ojo inocente, del mismo modo que tampoco existe un oído inocente: lo que oímos,
vemos o representamos (en imagen acústica o visiva) no son imitaciones sino
interpretaciones o aproximaciones al objeto a través de un determinado código simbólico,
necesariamente esquemático y selectivo. Como consecuencia, la representación no nos
devuelve la verdad del mundo, sino uno de sus muchos modos de ser. No denotamos el
objeto sino la figura-de-un-objeto, cuya mayor o menor apariencia de realidad no
dependerá del grado de semejanza con el referente (falsedad del realismo), sino de cuánto
estandarizado o esteriotipado esté el modo de representación (Veáse Goodman, 1976:XII).
Pues bien, en Impresiones y paisajes. Lorca describe modernistamente el paisaje
español, es decir, selecciona, organiza, clasifica e interpreta la realidad dentro del marco
estético, simbólico y cognoscitivo del modernismo. Con certeza y método de pintor
impresionista, recurre a la descomposición cromática del paisaje para reproducir el acto de
la visión y crear apariencia de realidad. Con aspiración típicamente impresionista (y
modernista), persigue, no la mera descripción realista—empeño por lo demás vano- sino la
expresión del sentimiento vinculado a la contemplación del paisaje. En el Prólogo afirma:
“Hay que interpretar siempre escanciando nuestra alma sobre las cosas, viendo un algo
espiritual donde no existe, dando a las formas el encanto de nuestros sentimientos, es

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necesario ver por las plazas solitarias a las almas antiguas que pasaron ppor ellas, es
imprescindible ser uno y ser mil para sentir las cosas en todos sus matices.” 2 En este sentido,
no sólo el tipo de mirada, sino tambien las emociones expresadas (vaguedad, melancolía,
tristeza…) son características del sentir modernista y no necesariamente atribuibles al autor.
Como señala Nelson Goodman, “No existe un uso emotivo de los símbolos, sino, más bien,
un uso simbólico, es decir, cognoscitivo, de las emociones.” (XVI)
Ahora bien, la utilización de un determinado código simbólico no significa
dependencia irremediable y absoluta. Un artista puede legítimamente proponer un cambio
de lenguaje y revelar, al renovar los esquemas consuetos de percepción, un nuevo modo de
ver y de ser el mundo. De hecho, a la altura de 1918 el movimiento vanguardista euopeo
estaba en pleno auge. El expresionismo deformaba brutalmente el tema simbolista: forma
y color se independizaban del referente. Con “Las señoritas de Avignon” Pablo Picasso
anulaba en 1097 el enfoque único e inmóvil de la mirada tradicional y revelaba la
multiplicidad de puntos de vista implícitos en la aprehensión del objeto. Nacía el cubismo
y con él, los lienzos de Braque, Gris, Delaunay, Duchamp, Leger…En 1909 había
aparecido el primer manifiesto futurista y, desde raíces simbolistas, Kandinsky, Klee y
Matisse se sumergían en la abstracción formal.
El joven poeta que compone Impresiones y paisajes conocía bien los nuevos derroteros
del arte. Y es esta condición epigonal de la obra, esta conciencia de estar creando “a la antigua
usanza,” de estar interpretando el mundo como lo hiciera la generación anterior y desde un
contexto histórico-artístico completamente diverso, lo que confiere a su mirada de creador la
distancia necesaria, no tanto para describir modernistamente, sino para reflexionar sobre lo
que ello significa; de ahí la dimensión metapoética o meta-modernista del texto.
Efectivamente, desde nuestro punto de vista, Impresiones y paisajes es
simultáneamente un descripción modernista del paisaje español y una reflexión
metapoética sobre la naturaleza del hecho artístico y, en concreto, de la representación y de
la expresión, desde los presupuestos de la estética (pictórica y literaria) modernista. Para
Lorca es evidente que sus impresiones paisajísticas no son sino construcciones de la mirada
y del lenguaje -“Quizá no asome la realidad su cabeza nevada”-anunciaba en el Prólogo.
Significativamente, el último apartado es una serie, no de impresiones sino de “recuerdos”
de impresiones y lleva por título “Temas,” es decir, objetos que la mirada artística -y sólo
ella- convierte en “sujetos.” Lorca es consciente, además, que el mundo modernista está
llamado a desaparecer como el propio sistema lingüístico que la ha hecho posible. Esta
conciencia de fin de epoca está intensamente presente en la serie temática Jardines.

Pronto desaparecerá el jardín. Hay que borrar las obras de los otros siglos…Es
triste…Pero la fiesta galante cesó…(…) el estanque se cegó y los cisnes se los
comieron fritos un día de hambre los sucesores de aquellas familias maravillosas.
Son otros cisnes los de hoy…(…) La marquesa Eulalia cesó de reír. ¡Es
irremediable! Primero desaparecieron las ninfas. Luego las marquesas y los abates,
ahora quizá morirán los poetas…(…) Las sedas, los encajes, los jarrones, los
camafeos, se hundieron para siempre. Sólo nos quedó vivo de la época el
jardín…que es el cementerio de todo aquello…guardado por cipreses…(…) es

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irremediable, la fiesta pasó. Verlaine llora y Eduardo Dubus está sonando su


violín negro…” (III, 138—141)

De hecho, en Impresiones y paisajes podemos ver una especie de recapitulación del


modernismo español: de sus modos de mirar, sus símbolos, sus temas, su evolución
interna. El análisis estilístico e interartístico pone de manifiesto la existencia de dos
momentos significativos: el modernismo impresionista, representado en el capítulo
dedicado a Granada, y el modernismo simbolista, representado, a su vez, por dos estéticas
formal y temáticamente muy distintas: el modernismo simbolista noventaiochista de la
“España negra,” ejemplificado en las descripciones castellanas; y el modernismo simbolista
propiamente dicho, que se rememora en la serie “Jardines.”3
Cada una de estas fases introducen variaciones en las relaciones semánticas entre los
símbolos del código modernista. Como subraya Ernst H. Gombrich, una cierta forma o
un cierto color no están intrínsecamente cargados de un determinado significado
expresivo, sino que su valor semántico depende de las relaciones que mantiene con los
demas símbolos en el contexto relacional del sistema lingüístico utilizado por el artista.
(334) Efectivamente, en el Lorca de 1918 el verde o el amarillo no son siempre y
apriorísticamente símbolos negativos.

Modernismo impresionista: Granada en cuadros impresionistas4


Como es sabido, el impresionismo nace de una sinécdoque referencial que se convierte en
principio estilístico. En los años precedentes a 1870, Monet, Renoir y Pissarro vieron en la
aprehensión de la luz, a través de su descomposición en colores, la clave para lograr la
apariencia de realidad. Los impresionistas reaccionan contra el realismo, al que niegan su
pretendido estatus de objetividad5 abandonan su material temático-anecdótico, sustituyen
los escenarios de cartón-piedra por la pintura al aire libre y reivindican, frente al imperativo
de semejanza referencial, la autonomía de la visión artística y de la forma. La division
cromática no pretendía representar realísticamente la luz en sus múltiples variaciones, sino
simbolizarla. El color se convierte en símbolo de la luz y en expresión, no de ideas poéticas,
políticas, o históricas vinculadas al tema representado, sino de sensaciones.
Pues bien, es éste precisamente el presupuesto artístico sobre el que se basan las
descripciones lorquinas de la vega granadina. Lorca escribe como si pintara un cuadro a
modo impresionista: atento a la representación cromática de las infinitas modulaciones de
la luz y a la expresión de las sensaciones nacidas en la contemplación del instante. Su ideal
estético, a cuyo servicio se ponen color, sinestesia y metáfora, podría ser el de Darío de
Regoyos (1857–1913) tras su estancia en París con Monet, que quiso mostrarle su serie de
catedrales y hacerle pasear por Argenteuil: “la justeza del color, en el conjunto general
atmosférico, dentro de la paleta armónica.” El cromatismo es suave y delicado; sinfonía de
colores puros en tonos predominantemente pastel: azules, violetas, morados, rosas,
púrpuras, amarillos, dorados, verdes brillantes. El símbolo cromático (es decir, su
capacidad de denotar la luz) surge de la coexistencia armónica con los demás colores.

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Cuando el sol se oculta tras las sierras de bruma y rosa, y hay en el ambiente una
colosal sinfonía de religioso recogimiento, Granada se baña de oro y de tules rosa
y morados.
La vega, ya con los trigos marchitos, se duerme en un sopor amarillento y
plateado, mientras los cielos de las lejanías tienen hogueras de púrpura apasionada
y ocre dulzón.
Por encima del suelo hay ráfagas de brumas indecisas (…) “La sierra es color
violeta azul fuerte por su falda, y rosadamente blanca por los pinachos. (IV, 131)

En la Andalucía solar, Lorca evita cuidadosamente -con celo pictórico- los momentos
de máxima luz, porque sabe, como Regoyos, que el sol no se puede pintar: “La luz fuerte
repugna…Es absurdo pretender pintarla…¿Delante de qué obra maestra se guiñan los ojos,
como hay que guiñarlos bajo el sol? Al acabarse la bruma matinal, desaparecen en Castilla los
tonos posibles de manejar con la paleta.”6 Le fascinan, en cambio, los distintos matices de la
luz en cada estación (capítulo V) o las modulaciones que ésta experimenta a medida que
pasan las horas. Por eso, los párrafos avanzan al ritmo lento del amanecer y el texto deja caer
puntos suspensivos que esperan con paciencia la salida del sol. Y todo en un presente
atemporal que inmortaliza, como el lienzo impresionista, el hechizo momentáneo de un
paisaje siempre distinto: “El sol aparece casi sin brillo…y en ese momento las sombras se
levantan y se van…la ciudad se tiñe de púrpura pálido, los montes se convierten en oro
macizo, y los árboles adquieren brillos de apoteosis italiana.” (IV, 121).
Ahora bien, la pintura impresionista, pese a su denuncia y rechazo de la falsedad del
realismo, seguía prendida de las formas naturales. Kandinsky, de hecho, mantendrá hacia
las tendencias impresionistas una distancia respetuosa. Valora su faceta novedosa y
renovadora, pero advierte también en ellas el peligro del dogmatismo fotográfico:

El artista (moderno) intentará despertar sentimientos más sutiles que


actualmente no tienen nombre. El artista vive una vida compleja, sutil, y la obra
nacida de él, provocará necesariamente en el espectador capaz de sentirlas,
emociones más matizadas que nuestras palabras no pueden expresar.
Hoy el espectador raramente es capaz de tales vibraciones. Busca en la obra
de arte una pura imitación de la naturaleza que sirva a fines prácticos (el retrato
en su acepción corriente, etc.) o una imitación de la naturaleza que contenga una
cierta interpretación (pintura “impresionista), o finalmente, estados de ánimo
disfrazados de formas naturales (lo que se llama emoción). Todas estas formas,
cuando son verdaderamente artísticas, cumplen su finalidad y son (también en el
primer caso) alimento espiritual, especialmente en el tercer caso, en el que el
espectador encuentra una consonancia con su alma. (…) Sin embargo, (…) no
agotan todo el efecto posible del arte. (22–23, la cursiva es mía)

Como el pintor impresionista, también el Lorca de las impresiones granadinas busca


al expresión de estados de ánimo desde la fidelidad a las formas naturales del paisaje y a los
contornos habituales del color. En ocasiones, y en contra de lo que sostendrá en 1927, la
emoción del instante (admiración, dulzura, paz, serenidad, melancolía, armonía) no se

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expresa metafóricamente, sino que se describe mediante una adjetivación poco plástica o
se intenta explicar mediante perifrasis. “Calles silenciosas con hierbas, con casas de
hermosas portadas, (…) con jardines admirables de color y de sonido.” “En los días claros y
maravillosos de esta ciudad magnífica y gloriosa, el Albayzín se recorta sobre el azul único
del cielo rebosando gracia agreste y encantadora.” (124) “La luz es tan maravillosa y única que
los pájaros al cruzar el aire son de metales raros, iris macizos, y ópalos rosa…” “El Albayzín
se amontona sobre la colina alzando sus torres llenas de gracia mudéjar…Hay una infinita
armonía exterior.” (122).7

Modernismo simbolista “noventaiochista”: Castilla y la


“España negra”
Comparemos ahora el capítulo dedicado a “Ávila” con la versión anterior, totalmente
distinta. La ciudad amarilla y roja de Impresiones y paisajes (58–60) era en origen “parda,
verde y negra.”

En la calle no había gente. Las casas son negras y verdosas y están cerradas sus
puertas. En el suelo hay yerbas y una humedad que cala todo el cuerpo. El
ambiente de leyenda y religiosidad se está mascando. En todos los sitios hay
escudos rotos y borrados por los años que parecen que sueñan con edades pasadas.
(…)
Ávila es una ciudad parda, verde y negra. Ávila es una ciudad de ensueño y
poesía. Nunca se puede imaginar cómo es, y aun teniéndola delante duda uno si
aquellas murallas son de piedra o si son levantadas por la quimera una noche de
ensueño (…)
Las cruces dan sombra de pasado. Hay al pasar por los arcos y encrucijadas
rarísimos efectos de luz. El silencio es tan callado que se oye cantar al río. Las
iglesias y capillitas románicas se suceden sin interrupción. Muchas están mustias
y destrozadas. Las yerbas que son amantes de las piedras las cubren y besan con
pasión (…)
…ciudad del pasado. Tienen sus calles verdosas y aplanadas una quietud y
una solemnidad trágicas. (IV, 1058)

Es evidente que no estamos ante una “impresión” granadina. La paleta cromática se


ha reducido a tres colores: negro, pardo y el verde. Han desaparecido las “yerbas olorosas”;
la sensacion de “frescura” se transforma en sensación de “humedad”; el verde brillante en
verde pardo. El destello de la esmeralda en “En los tejados, en los balcones, en los dinteles
hay adornos de topacios, granates, esmeraldas, de musgo.” quedará anulado en la versión
definitiva: “En los tejados y en los balcones y dinteles hay aderezos de topacios, granates y
esmeraldas de musgo.”
En “Ciudad perdida. Baeza” vuelve el poeta a utilizar este verde de tonalidades
negruzcas o amarillentas. Color único y obsesivo que recubre, invade y aísla la ciudad,
dejándola encerrada y quieta bajo su influjo cromático. Todo sugiere ruina, abandono,
humedad, melancolía, soledad, inmovilidad, decadencia, pasado sin presente ni futuro,

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calma mortal. El verde irrumpe en forma de yedras, hierbas, musgo, moho, chopos y
cipreses; el amarillo es luz de luna y color de jaramago.

…columnas truncadas cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la


tierra húmeda, escudos que se borran entre verdinegruras, cruces mohosas que
hablan de muerte…los palacios y las casucas con oriflamas de jaramagos…Las
yerbas son dueñas de los caminos y se esparcen por toda la ciudad tapando calles,
orlando a las casas y borrando las huellas de los que pasan. Los cipreses ponen su
melancolía en el ambiente…
Hay fachadas desquiciadas con mascarones miedosos llenos de herrumbre,
hay tímpanos rotos que son fuentes de humedad…Todo callado. Todo
silencioso…. Aún en las cosas más cuidadas está clavado el sello trágico del
abandono….
En un lado de esta plaza hay una casa triangular que casi se la traga la
hierba…El suelo es de terciopelo verde…Si se anda más, los yerbazales son tan
fuertes que se tragan a las piedras del suelo lamiendo ansiosamente los
muros…Tiene esta callada ciudad rincones de cementerio con cruces tuertas,
desgarbadas, y con portadas mudas de tanto hablar cosas muertas…Las canales
derraman yerbas que tiemblan con la brisa. (IV, 110–113)

Tal es la negatividad del verde, bajo cuyo influjo aborta todo brote de vida, que Lorca lo
define como el “no-color” y comenta su ausencia como un rasgo positivo:

El palacio del antiguo cabildo que está en una esquina es una masa negra y
amarilla y verde y sin ningún color. Sus ventanas vacías miran extrañamente y sus
escudos medio borrados parecen sombras. (112)
Va modulando la luz tonos con espíritu de piedra preciosa, hasta llegar a una
expresión fantástica rosa y fuego, que poco a poco va tornándose en polvo
amarillo de suavidades topacio. No hay más verde que las alamedas y los labios de
las acequias…(IV, 156).8

En los ejemplos citados vemos aparecer por primera vez el verde fatidíco del
“Romance sonámbulo” y el amarillo trágico del “Amor muerto.” Estamos ante una nueva
mirada y un nuevo código simbólico que nos enfrenta a una concepción más bien
expresionista de los colores. De hecho, en “La Cartuja” asistimos aun hipotético diálogo
entre un defensor del naturalismo a ultranza ( “!Ay! –exclamarán muchos- ¡qué disparate!
¡Estas esculturas son magníficas! ¡Note usted la maravilla de esas manos! ¡Fíjese usted, qué
cosa tan anatómica!) y el protagonista: “-Sí, sí, señor, pero a mí únicamente me convence el
interior de las cosas, es decir, el alma incrustada en ellas, para que cuando las contemplemos
puedan nuestras almas unirse con las suyas. Y originar en esa cópula infinita del
sentimiento artístico el dolor agradable que nos invade frente a la belleza…A esta estatua
de San Bruno, tan cacareada por sabios y no sabios, únicamente le observé, mejor, le puse
toda la indiferencia cartujana. Bien es verdad que el autor no quiso hacer la estatua
indiferente, pero así me resultó a mí.” (IV, 69).

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Pues bien, para comprender el origen de este nuevo símbolo, constante en las
descripciones castellanas como expresión de muerte y abandono y presente igualmente en
las series “Jardines y Temas,” nos es de utilidad un comentario del propio García Lorca en
la ya citada conferencia “Sketch de la nueva pintura”:

Comienza la reacción y con la reacción se inicia su salvamento y su cambio total


de sentido. Los últimos impresionistas se detuvieron en el borde mortal y empezaron
a copiar a los grandes maestros y clásicos. Había que volver por el volumen, por la
forma, fundamento esencial de un cuadro. Se había perdido el esqueleto y la
pintura era una gelatina que irritaba nuestra emoción y nuestro sentido virgen de
la belleza. Fue Cézanne el que dijo a un modelo esta frase histórica poco después:
“Estése usted quieto, señor, yo le pinto a usted lo mismo que una manzana.” (88)

El comentario de Lorca tiene el valor de situarnos en la perspectiva adecuada de


análisis: aquella que parte del descubrimiento de los clásicos, y en concreto, del Greco, para
comprender la evolución del impresionismo. Efectivamente, fue Cézanne quien reivindicó
en Europa la modernidad de la estética del pintor barroco español. Lo señalan con gran
claridad Franz Marc y Wassily Kandisky en El jinete azul:

Señalamos con agrado y con insistencia el caso de El Greco, porque la


glorificación de este gran maestro está íntimamente ligada al florecimiento de
nuestras nuevas ideas artísticas. Cézanne y El Greco son espíritus afines por
encima de los siglos que los separan. Meier-Graefe y Tschudi pusieron
triunfalmente al lado del padre Cézanne al viejo místico El Greco, la obra de
ambos presenta hoy la entrada en una nueva época de la pintura. Ambos
sintieron, en la concepción del mundo, la mística concepción interior, que es el
gran problema de la generación actual.9

La espiritualidad del arte del Greco no podía pasar desapercibida y de ahí que, a
través de Cézanne, se convirtiera en un importante punto de referencia para la naciente
vanguardia. Sin embargo, tal y como señala Francisco Calvo Serraller, no fue éste el único
cauce de introducción. Por las mismas fechas -la década de los ochenta-, pintores como
Ignacio Zuloaga (1870 - 1945) y Darío de Regoyos descubren en el Greco las claves
pictóricas para reinterpretar y actualizar la imagen goyesca de España desde presupuestos
simbolistas.
Los círculos intelectuales belgas del fin de siglo, entre los que se encontraba el joven
Darío de Regoyos, se identificaban especialmente con la segunda época del pintor barroco,
a la que pertenecen lienzos tan inquietantes y antirrealistas como el Cristo agonizante o el
Cristo muerto. En compañía de su amigo y poeta Emilio Verhaeren, Regoyos realiza un viaje
por España. El resultado fue un libro que se publicó en la revista barcelonesa Luz a lo largo
de 1898 y que llevó el significativo título de España negra.

No es mi deseo hacer un libro ni mucho menos lanzarme a la literatura, -apunta


Regoyos en la introducción- y sí únicamente presentar al público a Emile

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Verhaeren, gran poeta moderno nacido en Flandes, ignorado en España, que ha


escrito muchos volúmenes de poesías, y que al hacer un viaje hace algunos años a
nuestro país, lejos de verlo de una manera alegre, como la mayor parte de los
extranjeros que nos ven al través del cielo azul y de la alegría aparente de las
corridas de toros, sintió una España moralmente negra.” (Regoyos y Verhaeren,
sin fecha: 21)

Y así, en el capítulo VI, dedicado a la funeraria, podemos leer:

La muerte es en España punto de mira del camino del pensamiento. Al nervioso,


al impresionable, éntranle deseos de ver difuntos, y se le figura que deben ser más
rígidos, más verdosos, más horrendos que en otros países.
Una fuerza parece que atrae hacia los cementerios, los túmulos, los
pudrideros, y por refinamiento acaba uno visitando el almacén de ataúdes.
Acostumbrados los hombres del Norte a que nos oculten estas cosas tristes, nos
parece raro que en España los féretros se vendan con los cofres y maletas de viaje.
(…) Además, hay gente pagada para vestir los cadáveres. Se venden mortajas con
coronas, flores y hábitos de diferentes Ordenes; cruces de lilas para colocarlas
sobre el pecho de los recién nacidos. Así, el vendedor de cajas, gracias al gusto del
pueblo, representa en España una industria nacional. Este negocio lleva su título,
dominando uno que no tiene equivalente en ninguna parte, y es “La Funeraria.”
Es necesario llevar gafas de vidrio color rosa en los ojos para ver España con
tonos alegres. (Regoyos y Verhaeren, sin fecha: 65–66) 10

Y tétrica es, efectivamente, la España de Regoyos y Verhaeren: España trágica, sombría,


lúgubre, siempre en penumbra; España abandonada, sucia, ruinosa, pobre y retrasada;
España austera, callada, supersticiosa y devota; España de rosarios, entierros, pésames,
procesiones, disciplinantes y difuntos; España aldeana de mendigos mendicantes, viejas
arrugadas y mujeres pálidas de mantilla negra…; y en los lienzos, negro y verde: un verde
amarillento de hierba de cementerio, luz de cirio fúnebre y luna siniestra.
Por su parte, primero en Francia y después en los estudios de Madrid y Segovia,
Ignacio Zuloaga pinta El alcalde de Riomoro y su familia (1898), Corrida de toros en Eibar
(1899), Los flagelantes (1909), Mujeres de Sepúlveda (1909), La catedral de Segovia (1909),
El Cristo de la sangre (1911)…Y siempre, como atmósfera envolvente, ese verde
amarillento; verde pardo, apagado, distante, entre gris y ocre, que tiñe los tejidos, pinta las
paredes de las casas, se filtra entre nubes amarillas y negruzcas, recubre las lejanías de los
pueblos castellanos, reviste de musgo las piedras y mancha una tierra parda, reseca, dura y
sin brotes. Es la versión zuloagesca del verde del cretense: verde espiritual, trágico, extraño,
imposible y definitivamente quieto que paraliza el tiempo y congela el drama de un Cristo
agonizante y terriblemente solo en un universo con color de muerte.
Y Segovia es toda verde en la España interpretada por Zuloaga, y verde es la ciudad
de Ávila que asiste callada a la crucifixión del Cristo de la sangre (ver Lafuente Ferrari,
cap.II), como verde era también la Toledo fantasmagórica, imposible, alucinante, que,
siglos antes, reposaba simbólicamente bajo el Calvario español vislumbrado en la visión del

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Greco. Zuloaga, desde su distante presente, siente la pervivencia del símbolo; encuentra a
su España anclada en ese verde (místico, pasivo, quieto, solitario, aislante, trágico en su
indiferencia) y lo incluye en su paleta para expresar el alma de un pueblo que parece
ensimismarse en sí mismo y distanciarse voluntariamente del futuro. 11
Frente al primer Regoyos, que necesita del motivo trágico para justificar la presencia
del verde-muerte, Zuloaga ahonda en el espíritu del objeto contemplado (paisaje, rostro,
ciudad, escena) y lo convierte en símbolo de la España finisecular. Es la suya una pintura
intelectual, de emociones y de ideas, creada con el alma y con el cerebro para expresar
plásticamente el carácter de todo un pueblo. Así lo reconoce él mismo en los breves apuntes
que nos ha dejado:

Dejando a la fotografía al cuidado de copiar la Naturaleza, yo me esfuerzo en


interpretarla. Cuando pinto un cuadro, no me preocupo de dar la impresión del
aire. Si quiero respirar, abro la ventana y me voy al campo. Lo que quiero en mis
cuadros no es la atmósfera, ni el sol ni la luna. Lo que quiero penetrar y poner de
relieve es el carácter de las cosas y la psicología de una cosa. Quiero expresar una
emoción, formular una visión un tanto romántica. Busco la línea, el arabesco, la
armonía, la visión personal, la simplificación; quiero que en mis cuadros se
exprese la audacia, la fuerza, las ideas claras; que el alma castellana quede
sintetizada en ellos, y esta síntesis aspiro a conseguirla sacrificando muchas cosas
para hacer valer lo esencial. Quiero pintar con el cerebro y con el corazón, más que
con mis ojos. Pintar y dibujar siempre con sencillez y emoción, ir al alma de las
cosas. (Lafuente Ferrari 205–216)12

Es evidente la afinitud espiritual de estos pintores simbolistas con el amplio movimiento


de intelectuales modernistas (Unamuno, Maeztu, Azorín, Machado, Ortega…) que, en un
momento de intensa autocrítica nacional, vuelven la mirada hacia el pasado colectivo con
el fin de encontrar en él las claves del carácter español y definir, desde un análisis lúcido y
exigente, el camino más certero para encauzar inteligentemente el presente. Se trata, en
definitiva, de una búsqueda responsable y comprometida de la identidad colectiva, de un
proceso de toma de conciencia que es visto como premisa necesaria para abordar la
construcción del futuro desde presupuestos sólidos. Integrados en este ambiente ideológico
noventaiochista, los lienzos del primer Regoyos y de Zuloaga parten, igualmente, de un
concepto amargo de España y lo expresan a través de una selección consciente de los temas
y de un cromatismo austero y marcadamente simbólico en el que los colores rebasan los
perfiles estrictos de las formas con el fin de reflejar lo realmente esencial y profundo: el
carácter nacional, su culpa histórica, su tragedia colectiva. Verde y amarillo envuelven los
lienzos para crear una atmósfera obsesiva, fría y monocroma, símbolo de una España reacia
al cambio, anclada en una voluntad anacrónica de inmovilidad y marcada por su entrañada
vivencia cotidiana de la muerte.
Es ésta la imagen que también nos ofrece el joven Lorca en las “impresiones”
dedicadas a Castilla y (en menor medida) Andalucía; descripciones que tanto ideológica
como temática y estilísticamente parecen remitirnos a los cuadros de la escuela vasco-
castellana. Muchos de los títulos de los capítulos (“Los Cristos,” “Mesón de Castilla,” “La

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Cartuja,” “Monasterio de Silos,” “Ciudad perdida.”..) podrían servir de título a un lienzo


de la “España negra.” “Procesión” y “Monasterio” en “Temas” nos recuerdan el dinamismo
impresionista de los contrastes cromáticos de Regoyos: destellos amarillos en penumbra
verde. En cambio, el ambiente obsesivo (monocromía sin aire) y los personajes apáticos e
indiferentes de Meditación y de Mesón de Castilla nos traen a la memoria los cuadros de
Zuloaga (Los cuatro bebedores, La merienda, El alcalde de Riomoro) para corroborar las
críticas de Ortega, Machado y Unamuno (el Unamuno europeísta de En torno al
casticismo). La indiferencia al progreso se expresa a través de imágenes semejantes. En el
lienzo de Regoyos “Viernes Santo en Castilla,” dos ritmos vitales se cruzan sin encontrarse:
el de las procesiones, ritmo lento y monótono del pasado, y el del ferrocarril, ritmo veloz
del futuro inevitable. El mismo contraste utiliza Lorca:

Hay algo de inquietud y de muerte en estas ciudades calladas y olvidadas. No sé


qué sonido de campana profunda envuelve sus melancolías…Las distancias son
cortas, pero sin embargo qué cansancio dan al corazón. En algunas de ellas, como
Ávila, Zamora, Palencia, el aire parece de hierro y el sol pone una tristeza infinita
en sus misterios y sus sombras. Una mano de amor cubrió sus casas para que no
llegara la ola de la juventud, pero la juventud llegó y seguirá llegando, y sobre las
rojizas cruces veremos elevarse un aeroplano triunfador. (IV, 54)

Y en la primera versión de “Mesón de Castilla,” la monotonía es rota por la llegada


imprevista de un automóvil:

…y dieron las tres y las cuatro…En el mesón se notó un movimiento, todos los
que estaban en él se levantaron; por un lado del paisaje se oía un ruido que fue en
creciente hasta que apareció un automóvil dando gritos antipáticos con su
bocina, y se detuvo en la puerta del mesón. Montaron todos en sus asientos y yo
también, preguntando extrañado: ¿Pero hay automóviles?…La maritornes
arrastaba a un cerdo atado con una soga hasta colocarlo en su zahurda.
Los niños y la madre hastiada se colocaron curiosos en la puerta para vernos
marchar…y dieron las cuatro y media. Un castellano, con reflejos de sol en la cara
y con las manos en los bolsillos, miraba indiferente a todas las cosas…. El
automóvil partió…(III, 1062) 13

En este sentido, resulta significativo –alusión metapoética en el interior de un texto


que se cita a sí mismo- el hecho de que el religioso con quien conversa el poeta en el
Monasterio de Silos (“un hombre de gran corazón y de una sabiduría extrema”) diga que
es amigo de ambos pintores: “El religioso me cuenta que fue amigo inseparable del genial
Darío de Regoyos y que actualmente entre los que van a visitarlo al monasterio figuran
Zuloaga y Unamuno…(G. Lorca, 1996: IV, 101). También Lorca admiraba a Zuloaga, a
quien había conocido a través de Manuel de Falla. Lo demuestra el entusiasta telegrama
que le envió en enero de 1922 para agradecerle su colaboración en el concurso de Cante
Jondo.

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Maestro: Su épico telegrama de usted, lleno de jocundidad ha alborozado lo más


íntimo de nuestros garlochi. Todos sabíamos que siempre había sido usted uno
de los cabales, porque su pintura nos lo decía; pero ahora, después de los términos
de su adhesión, tenemos la satisfacción de haber hallado nuestro Papa; y desde
hoy, si nosotros nos sentimos atados a usted por la admiración de siempre y la
gratitud de ahora, también estamos seguros de que no nos ha de abandonar y ha
de ser un guía de nuestros amores. Cuando hagamos lo conocerá usted antes que
nadie. (III, 730)

En fin, el verde obsesivo de Baeza y de la primera versión de Ávila ( ciudad mística


de quimera y ensueño que parece sobrevivir a su propia muerte) remite a “La catedral de
Segovia” de Zuloaga y nos lleva hasta la fantasmagórica Toledo del Greco. Es curioso
observar, además, que Lorca juega con los colores según las pautas dadas por Zuloaga en
sus notas: austeridad, tendencia a la monocromía y algún color vivo como contraste.

Carácter, deformación y unificación en el colorido, que ha de ser siempre


brillante, pero evitando siempre el poner mucho colorín. Más bien tratar de hacer
los cuadros enteramente monocromos, y en uno o dos sitios colores vivos que
armonicen.
Pintar cada vez más monocromo. (…) Hay que pintar siempre acentuando
lo que a uno le gusta. (…); pero no varios colores sino jugar con dos o tres sobre
un fondo neutro. (…) En un cuadro tiene que haber forzosamente tono gris y
tono caliente: claro y oscuro. Tono, media tinta o neutro en general, para, encima
de esto, hacer resaltar el color dominante.
Simplificación. Atreverse (con emoción). Dibujo, dibujo y dibujo. Jugar con
dos tonos para hacer resaltar un tercero. Sacrificar mucho y resaltar lo principal.
Claroscuro. Tono frío y caliente. Dibujar y luego desdibujar. Emoción por encima
de todo. (Lafuente Ferrari 209, 211 y 207 respectivamente)

Efectivamente, si volvemos a cuadros como “Los flagelantes,” “El Cristo de la


sangre,” “La catedral de Segovia” o “Mujeres de Sepúlveda,” podemos observar que, sobre
un fondo verdoso, Zuloaga introduce sistemáticamente el rojo como contraste: es el rojo
de la sangre que recorre el cuerpo del Crucificado, el rojo de la capa del sacerdote, el rojo
de los tejados, el rojo de la breve franja de las faldas. En esta sección de Impresiones y paisajes
Lorca trabaja la composición cromática de un modo semejante: rojo, verde, amarillo: “Por
todas partes ruinas color sangre, arcos convertidos en brazos que quisieran besarse,
columnas truncadas cubiertas de amarillo y yedra, cabezas esfumadas entre la tierra
húmeda, escudos que se borran entre verdinegruras…Toda la fachada está bordada de
cruces, de jaramagos que penden como lámparas votivas y de flores rojas apretadas entre las
grietas” (IV, 110 y 112).14
En las descripciones predomina, como aconseja Zuloaga, el paisaje monocromo e
inmóvil, ya sea el verde amarillento, símbolo de muerte y desolación; ya el amarillo rojizo
de los campos, expresión de fuerza, de vida, de cálida pasión. Es el amarillo solar: rojizo

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apasionado y dinámico, naranja luminoso, expansivo y acogedor, frente al amarillo lunar:


frío, verdoso, lánguido, ensimismado y distante.

La sublime unidad de las tierras castellanas se mostraba en un solo y solemne color.


Todo tiene la austeridad cartujana, el aburrimiento de lo igual, la inquietud de lo
interrogante, la religiosidad de lo verdadero, la solemnidad de lo angustioso, la
ternura de lo simple, lo aplanador de lo inmenso.
Toda la grandeza del paisaje está en ese amarillo rojizo, que impide hablar a
ningún otro color. (“San Pedro de Cardeña”)
Serpenteaba el camino por el monte haciendo curvas y pendientes rápidas.
Otro momento de meditación íntima invadió a los viajeros. Momentos
silenciosos de monotonía solar. Momentos de inquietud sin inquietud…(“Santo
Domingo de Silos”)
A lo lejos, entre las pardas modulaciones del terreno, asoman los montes,
pobres de color…No queda nada de lo que entonces viera el agua…La historia
está quieta. (“El Duero”) (IV, 75 y 76, 82 y 164 respectivamente)

Es interesante observar, igualmente, que la carga semántica de un color se ve afectada


y matizada por la de aquel con el que esté en contacto. La composición cromática provoca,
por tanto, un desplazamiento semántico del símbolo. De este modo, el amarillo,
combinado con el verde o el negro, será siempre negativo (como el jaramago sobre la hierba
o el reflejo de la luna sobre la yedra; como la manteca negruzca y la negrura amarillenta de
las paredes del mesón). En este contexto el rojo, nota de contraste, se cargará
frecuentemente de tintes dramáticos, que a veces pueden expresar un intento frustrado de
vida (recordemos esas “flores rojas apretadas entre las grietas”). Por el contrario, cuando el
amarillo se encuentra con el rojo, surge el naranja, color afirmativo que sugiere dinamismo,
vitalidad, juventud y fuerza. Por eso, desde el rechazo lorquiano a la vida de clausura, los
monasterios, “lugares de abatimiento,” serán, siempre, “oasis verdes” en campos de
amarillo y rojo. Y Ávila, en la versión que al fin apareció en el libro, expresa su “formidable
fuerza” con una selección cromática semejante, en la que queda señalada la significativa
ausencia del verde:

En las colinas doradas que cercan la ciudad la calma solar es enorme, y sin árboles
que den sombra tiene allí la luz un acorde magnífico de monotonía roja…Ávila es
la ciudad más castellana y más augusta de toda la meseta colosal…
Por las calles llenas de quietud y oro del crepúsculo, se desemboca en una
plaza que posee una iglesia dorada que la tarde hace un inmenso topacio…(…) En
el fondo sobre las colinas, hay una lumbrada de color rojo, y encima de los campos
un polen amarillento y suave. La ciudad se tiñe de color anaranjado y las campanas
dicen todas el ángelus con un aire pausado y ensoñador…(IV, 60)

Como Zuloaga, también Lorca reduce ahora la presencia del azul,15 color tan
rubeniano, que aparecía, bajo las más diversas tonalidades (azul brillante, azul violeta, azul
suave, rosado, brumoso) en las impresiones granadinas. Como el verde, que pierde su brillo

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y se convierte en un verde pardo, negruzco, apagado y raquítico, el azul pervive, pero


convertido en sombra (“Una gran sombra azul llena de melancolía el ambiente”) o en frío
resplandor de luna (“La azul frialdad de la luna en creciente”) (IV, 73 y 78).
En fin, será este cromatismo verde-amarillo el que predominará, ahogando el azul,
en la serie Jardines: capítulo que nos introduce en una nueva mirada, en una nueva “ficción
simbólica,” quizá la más estereotípicamente modernista, presidida por la mención
implícita de Rubén y explícita de Verlaine. Cinco jardines que son un único jardín,
símbolo a su vez de otro: el modernismo. El jardín conventual, los huertos de las iglesias
ruinosas, el jardín romántico, el jardín muerto y los jardines de las estaciones: expresión
unánime de soledad, tristeza, silencio, frialdad y abandono: símbolos todos de una belleza
marchita, de un sueño que ya nadie sigue soñando. Lorca nos presenta cinco ejemplos, no
de jardín modernista, sino de jardín modernista en 1918. El código simbólico reflexiona
sobre sí mismo a la altura de las vanguardias y se hace su propio diagnóstico. A la fuente
rota, el agua estancada, el cisne perdido…se une el verde pardo de sudarios de musgo, de
yerbas raquíticas, de algas como medusas, de agua podrida y el amarillo de girasoles
marchitos, de paredes agrietadas, de flores secas, de farolas de luz fúnebre. El verde y el
amarillo invaden el jardín y anuncian su decadencia. Un símbolo expresa la muerte de otro.
Un símbolo modernista decreta el fin del modernismo. El verde y el amarillo perdurarán;
el jardín, no.
Notas
1
Señala Miguel García-Posada: “Este adolescente es un ser extremadamente complejo, que al escribir se
encuentra, en primero y poderoso plano, con la notoria dificultad que suscitaba en él su propia persona.
Por eso, la literatura será ante todo un modo de ponerse en claro, de ver y, a la vez, de entender el mundo
que lo rodea. Al lector se le brinda el espectáculo único de asistir al nacimiento literario de ese adolescente
abrumado de sí mismo. (…)…el aprendiz de escritor se la jugaba, se jugaba el problema de su propia
identidad, en muchos de estos textos. Y dice sin decir, alude, insinúa, sugiere, se disfraza, calla, apunta. (…)
Éste es un Lorca, sobre todo el de la prosa, autotélico, ensimismado, volcado hacia dentro.” (10–11) La
preocupación por la muerte, la imposibilidad del amor, la experiencia sexual: temas que, efectivamente, se
repetirán una y otra vez en su obra de madurez.
2
Obsérvese que no se trata tanto de ahondar con la mirada en el alma de las cosas, de ser fiel al espíritu del
objeto –como defenderá en 1927-, sino de “escanciar el alma sobre las cosas”: movimiento inverso. Sin
duda, resulta interesante leer el libro prospectivamente, a la luz de lo que es y de lo que será el Lorca maduro.
3
Utilizo los términos “impresionismo” y “simbolismo” en sentido pictórico para referirme a dos momentos
estéticamente diversos, si bien muy próximos temporalmente (Veáse Venturi 133–134 y 139). En España
la corriente simbolista se expresa en dos estéticas muy diversas, ambas recogidas y -expresamente citadas-
en el texto lorquiano: el simbolismo de la “España negra” de Regoyos y Zuloaga y el simbolismo más
intimista de Juan Ramón Jiménez en Arias tristes (1903) y Jardines lejanos (1904) o de Antonio Machado
en las Soledades (1903, 1907), que enlazan con el Rubén Darío de 1905 en Cantos de vida y esperanza.
4
La sección dedicada a Granada consta de cinco capítulos: Amanecer de verano, Albayzín, Canéfora de
pesadilla, Sonidos, Puesta de sol (verano, invierno). Excepto el tercero, todos son “impresiones” paisajísticas,
descripciones de una mirada entusiasmada con los múltiples juegos de la luz y las infinitas modulaciones
del color.
5
Precisamente por ello fueron criticados. Los cuadros de Darío de Regoyos fueron colocados en la
desprestigiada “Sala del crimen” durante la Exposición Nacional de 1905.
6
Este comentario de Darío de Regoyos es recogido por Ramiro de Maeztu en un discurso pronunciado en
1921 en la sesión inaugural de la Exposición - Homenaje al pintor celebrada en el Museo de Arte Moderno

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de Madrid. El discurso, que sería publicado en “Hermes,” Revista del País vasco, mayo de 1921, puede
encontrarse en VV.AA. (1986: 55)
7 Es evidente la distancia existente entre este primer Lorca “explicativo” y el de 1927. Curiosamente, en el
ya citado “Sketch de la nueva pintura” juzgará muy duramente a los impresionistas, quizá sin darse cuenta
de que también él lo había sido (Veáse G. Lorca 88).
8 Elverde como negación del color (equiparado, por tanto, al negro) aparece también en “Encrucijada,”
composición de 1920 perteneciente a Libro de poemas: “¡Oh, qué dolor no tener / Dolor y pasar la vida /
Sobre la hierba incolora / De la vereda indecisa.” (I, 137). De hecho, la simbología cromática del verde y del
amarillo, representada a menudo a través de motivos vegetales (hierbas, malezas, yedra, musgo,
parra,chopos, cipreses, bosque,…), es ya sistemática en este poemario, que reúne composiciones de 1919 y
1920. Véase, por ejemplo, “Veleta,” “Los encuentros de un caracol aventurero,” “Canción primaveral,” “El
presentimiento,” “Paisaje,” “La veleta yacente,” “Encrucijada.”.. .
9Marc Franz, “Bienes espirituales,” en W. Kandinsky y F. Marc, El jinete azul, Barcelona, 1989, pág. 34.
He tomado esta referencia de Francisco Calvo Serraller, “Sorolla y Zuloaga: luz y sombra del drama
moderno de España,” En VV.AA. (1997: 48).
10 Años más tarde, Verhaeren hará el siguiente comentario en un catálogo de una muestra retrospectiva
expuesta en París en 1914: “¿No está la tristeza siempre presente en el alma española? ¿Qué son las danzas
y corridas sino distracciones violentas y locos alardes? (. . .) ¡Cuánta angustia, fiebre y crueldad mezcladas
al placer! (. . . )De Barcelona a Gibraltar y de La Coruña a Cádiz, España entera únicamente admite la
alegría que hace sufrir. España no siente su caricia, sino su quemadura. El heroísmo que le queda lo dedica
al canto, a la danza, a la risa y a amar dolorosamente.”
11
Ésta es, de hecho, la interpretación que un declarado europeísta como Ortega y Gasset hace de “El enano
Gregorio el Botero” en un artículo periodístico de 1911 aparecido en El Imparcial. (Ortega y Gasset J., “La
estética de “El enano Gregorio el Botero,” en la página 155 de VV.AA. (1997). Sorolla & Zuloaga. Dos
visiones para un cambio de siglo, Bilbao Vizkaia Kutxa y el Museo de Bellas Artes de Bilbao)
12
Obsérvese la coincidencia de las ideas simbolistas del pintor vasco con las que sostenía Lorca-protagonista
en su diálogo de “La Cartuja: desdecho del realismo y de la similitud, vocación de síntesis, fidelidad al
espíritu del objeto (“mundo interior” de la naturaleza) y voluntad de provocar una reacción emotiva en el
espectador (“principio del contacto adecuado con el alma humana” o “principio de la necesidad interior”).
Significativa es también la importancia que da Zuloaga a la razón, al cerebro. Para llegar a Kandinsky y
entrar en la vanguardia falta el abandono del tema y la liberación absoluta de la forma.
13
En cualquier caso, con ambigüedad característica del 98, Lorca denuncia, pero también exalta. No
obstante su actitud crítica, como hiciera Unamuno, Lorca se emociona ante el recuerdo de una historia
construida a base de misticismo, heroísmo y pasión (véase “Meditación,” en G. Lorca, IV, 54–55)
14
La composición verde-amarillo-rojo la encontramos también en el ya citado Libro de poemas.
Recordemos, por ejemplo, algunos versos de la “Elegía a Doña Juana la Loca,” donde los tres colores se
repiten una y otra vez en dramáticos paralelismos de color. Esta combinación cromática, que estará
igualmente presente en la elaboración de muchos de sus dibujos - “Muchacha granadina en un jardín, “La
monja gitana,” “Verde que te quiero verde,” “Joven y pirámides,” “Ilustración del 900,” “Busto de hombre
muerto,” etc.- le servirá, incluso, para representar la visión de su propia muerte. Así termina el poeta su
conferencia “Imaginación, inspiración, evasión” en 1929: “Éste es mi punto de vista actual sobre la poesía
que cultivo. Actual, porque es de hoy. No sé mañana lo que pensaré. Como poeta auténtico que soy y seré
hasta mi muerte, no cesaré de darme golpes con las disciplinas en espera del chorro de sangre verde o amarilla
que necesariamente y por fe habrá mi cuerpo de manar algún día.”
15 “Hay que huir del azul (color de moda), porque es muy peligroso”- aseguraba el pintor vasco.“(…) En
fin, de todo menos de esa cocina impresionista donde todas las salsas están hechas con azul. Hay azules
magníficos; pero la mayoría de los que se ven en los cuadros son antiarmoniosos. (Lafuente Ferrari, 211)

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Bibliografía
Carmona, Eugenio, “Federico García Lorca, el Sketch de la nueva pintura y las opciones de lo moderno”
en FGL (Boletín de la Fundación Federico García Lorca), Año XI, número 21–22, Diciembre, 1997,
Universidad de Granada, Granada.
García Lorca, Federico (1996), Obras completas, Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores, Madrid. Edición
de Miguel García Posada.
García Posada, Miguel (1979), Federico García Lorca, EDAF, Madrid.
Gombrich, Ernst H. (1956), Arte e illusiones. Studio sulla psicologia della rappresentazione pittorica, Einaudi,
Torino, 1977.
Goodman, Nelson (1968), I linguaggi dell’arte, Il saggiatore, Milán, 1976.
Kandinsky, Wassily (1982), De la espiritualidad en el arte, Barral Editores, S.A., Barcelona.
Lafuente Ferrari, Enrique (1972), La vida y el arte de Ignacio Zuloaga, Revista de Occidente, Madrid.
Regoyos, Dario y Emilio Verhaeren, España negra, Taurus, Madrid (sin fecha de edición).
Venturi Lionello (1970), La via dell’impressionismo. Da Manet a Cézanne, Einaudi, Torino.
VV.AA. (1986), Darío de Regoyos (1857–1913), Madrid. Edición de la Fundación Caja de Pensiones.
VV.AA. (1997), Sorolla & Zuloaga. Dos visiones para un cambio de siglo, Bilbao Bizkaia Kutxa y Museo de
Bellas Artes de Bilbao. Exposición celebrada en 1997 (noviembre 1997-febrero 1998). Edición de
Francisco Calvo Serraller.

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