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EL CHICO

DEL CORAZÓN
BLANDITO

JULIO MÁRIN GARCÍA


El chico del corazón blandito
© 2020, Julio Marín García (@julioescritor94)
© Diseño y maquetación: Julio Marín García
© Ilustración de portada: Julio Marín García y Francisco Ortuño
Corrección: Marta Del Olmo Solas
Imágenes: pixabay.com
Prohibida la distribución ilegal de esta obra.
«Mi madre era eterna como la luna.
Viva o muerta, la madre o la ausencia
de la madre siempre determinan
la vida de una persona»
Alice Sebold
INSPIRADO EN UNA HISTORIA REAL

La pequeña historia de amor que recogen estas páginas nació en el año


2004/2005 en Archena (Murcia). Cierto es que la evolución de la misma,
así como las circunstancias personales de los personajes, nada tienen que
ver con la realidad. Pero el nacimiento de esta historia es lo más real que
he escrito desde que me adentré en este mundo.
Quiero reconoceros que ha sido un libro que me ha ayudado a viajar a
aquellos momentos y a cerrar heridas que todavía escocían un poco al
recordarlas.
Espero, de todo corazón, que disfrutéis de esta historia y que nunca,
bajo ninguna circunstancia, dejéis de tener el corazón blandito. Las
personas con el corazón blandito vivimos experiencias y vemos el mundo
con una perspectiva que nos hace únicos; preservadla siempre.
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«Es un libro que me ha dejado sin aliento, me ha hecho reír, llorar, desesperarme y
emocionarme. Habla sobre amistad, amor, traición, desamor y bullying. Desde luego es un libro
que me ha dejado con los sentimientos a flor de piel»

@lauysusaventuras
«Estas páginas están llenas de sentimientos. Es la historia de Adrián, pero podría ser la de
cualquiera de nosotros. Es una historia de decisiones y consecuencias, de amor, de mensajes
importantes, pero sobre todo una historia de la que todos tendríamos que aprender»

@cutelion_95
«Una historia conmovedora, tierna, dura, que te llega al corazón, que te toca el alma. Un libro
emotivo, lleno de valores y de aprendizajes. Un camino junto a Adrián y su historia de vida, que
no te va a dejar indiferente. Simplemente precioso»
@lalocadeloslibros_books
«Un pueblo, un grupo de amigos y una sucesión de secretos y malas decisiones. En esta
ocasión, Julio Marín García, nos muestra la cara más cruel y dura del bullying. Me ha enamorado
el personaje de Adrián, un joven que quiso brillar a pesar de que todos trataron de apagar su luz.
Una historia apabullante, emocionante y que toca el alma hasta dejarte el corazón blandito»

@las_novelas_de_naiara
Una historia donde vemos que las acciones de las personas pueden ser como una bomba.
Donde vemos que lo que nos han dicho que es lo correcto no es siempre el único camino, y que
estamos a tiempo de desaprender para encontrar la felicidad.

@elbauldemislibros

AGRADECIMIENTOS

Hoy, esta historia, voy a dedicarla a una personita que no he mencionado


nunca. A la más pequeña de la familia. Porque sí, porque se lo merece,
porque ha llenado todas nuestras vidas de risas, de momentos espontáneos
y de mucho chocolate. Hoy, aunque no lo comprendas, te dedico este libro
a ti: Adriana. Porque deseo, de todo corazón, que siempre preserves el
corazón blandito. Algo dentro de mí sabe que así será. De tu tío que,
aunque todavía no haya vivido muchos momentos contigo, te quiere un
montón, y está deseando verte crecer.
CORAZÓN BLANDITO

Mi madre decía que “un corazón blandito” era una persona que podía
adaptarse al mundo con facilidad. Que la felicidad de los demás le causaba
alegría, y que siempre estaba dispuesto a ayudar a quien lo pidiera. Pero se
le olvidó comentarme una última cosa: a veces duele mucho tener el
corazón blandito, porque un corazón blandito, también sufre muchas
decepciones.
ÍNDICE

PRÓLOGO
MOMENTO 44
MOMENTO 1
LA CHICA DE LOS AROS
MOMENTO 2
LA CHICA DE LAS MALAS DECISIONES
MOMENTO 3
EL HOMBRE DE LA CARETA
MOMENTO 4
EL CHICO DE LAS ARRUGAS
MOMENTO 5
LA VIDA SE PARALIZA
MOMENTO 6
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO
EL HOMBRE QUE NO TIENE NADA
MOMENTO 7
EL CHICO DE LAS ARRUGAS SE MARCHA
MOMENTO 8
EL HOMBRE DE LA CARETA Y SU DEBILIDAD
MOMENTO 9
LA CHICA DE LOS AROS RECUERDA
LA COLCHONETA
MOMENTO 10
LA CHICA DE LAS MALAS DECISIONES TIENE EL CORAZÓN ROTO
MOMENTO 11
LA CHICA DE LOS AROS Y EL HOMBRE DE LA CARETA
MOMENTO 12
LA CHICA DE LAS MALAS DECISIONES CONFIESA
MOMENTO 13
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO INTENTA EMPEZAR
MOMENTO 14
EL CHICO DE LAS ARRUGAS SE BAJA DEL COCHE
MOMENTO 15
LA MANO QUE NO SE MUEVE
MOMENTO 16
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO RECUERDA
LA MAGIA
MOMENTO 17
EL CHICO DE LAS ARRUGAS NO PUEDE REVERTIR EL TIEMPO
MOMENTO 18
LA CHICA DE LAS MALAS DECISIONES TOMA UNA BUENA DECISIÓN
MOMENTO 19
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO Y SU PRIMER GOLPE
MOMENTOS 20, 21, 22 Y 23
LA CHICA DE LOS AROS SE ENFRENTA A SU PEOR ENEMIGO
MOMENTO 24
EL PARQUE DEL CIRCUITO
MOMENTO 25
LA DECISIÓN
MOMENTO 26
EL COMIENZO DE UN VIAJE
MOMENTO 27
EL VIAJE CONTINÚA
MOMENTO 28
ALBACETE
MOMENTO 29
BALLENA AZUL
MOMENTO 30
MADRID
MOMENTO 31
TODOS A UNA
MOMENTO 32
LA CAÍDA
MOMENTO 33
EL SALTO MÁS LARGO DE LA HISTORIA
MOMENTO 34
UN HÉROE SIN UNIFORME
MOMENTO 35
UN NUEVO EMPEZAR
MOMENTO 36
TORMENTA DE REPROCHES
MOMENTO 37
MAL DE AMORES
MOMENTO 38
EL ORO SE ENFRENTA A LAS ARRUGAS
MOMENTO 39
HASTA PRONTO, MADRID
MOMENTO 40
EL ÚLTIMO SECRETO
MOMENTO 41
ADRIÁN Y LAURA
MOMENTO 42
BRUNO Y ADRIÁN
MOMENTO 43
PABLO Y ADRIÁN
EPÍLOGO
BIOGRAFÍA
PRÓLOGO

—PAPI, PAPI, ¿puedes seguir contándome la historia del chico del


corazón blandito? —dice mi hijo.
—Pero solo un trocito más. Si tu padre se entera de que sigues despierto
nos cortará…
—¡Nos cortará los huevos! —interrumpe con su peculiar risa.
—El chico del corazón blandito le prometió tres cosas a su madre: la
primera, que nunca dejaría de brillar, la segunda, que siempre tendría el
corazón blandito, y la tercera, que se comería un bocadillo de calamares en
Madrid.
—Yo quiero un bocadillo de calamares, papi.
—¡Si acabas de terminarte el vaso de leche! Eres un glotón. —Me lanzo
a por él y le hago cosquillas. Él se ríe mientras patalea hasta que, ambos,
nos cansamos.
—¿Cumplió sus promesas? —me vuelve a preguntar. Un poco más
serio. Nosotros siempre le hemos inculcado la importancia de cumplir una
promesa.
—Sí y no. Bueno, más bien, no estoy seguro.
—¿Qué quieres decir con eso? No lo entiendo.
—A veces, en la vida, las personas necesitan aire y se enfrentan a
fuertes cambios. Los cambios no son malos, son simplemente
transformaciones que nos hacen actualizarnos, como los móviles.
—¡Hala! ¿Las personas nos actualizamos como los móviles? ¿Yo
también, papi? —dice muy sorprendido. Me rio ante su espontaneidad.
—¡Por supuesto! Tú… tú cambiarás mucho y evolucionarás… Un día
serás todo lo que te propongas. Eso te lo aseguro.
—¿Puedo ser un dinosaurio?
Los niños son así, dicen cualquier cosa que se les pasa por la cabeza. No
puedo evitar seguir riéndome.
—Quien sabe… El tiempo lo dirá todo. Quizá seas el dinosaurio más
grande nunca visto.
»El chico del corazón blandito no tuvo una adolescencia feliz. Un
momento muy triste marcó su vida y eso hizo que las cosas cambiaran.
—¿Qué le pasó, papi?
—Su madre tuvo que partir. La quería más que a nada. Despedirse de
ella fue como cuando tienes esas pesadillas feas en las que te despiertas
llorando, pero… no era una pesadilla.
—¡Pobrecito! Alguien debería darle un abrazo, yo se lo daría papi.
—Él desearía dártelo, se abrazaría a ti como un koala. En eso os
parecéis mucho, a él también le encantaban los abrazos.
»Después de ese trágico suceso, comenzó a experimentar cambios. Las
personas que estaban a su alrededor cometieron errores y sus pesadillas se
hicieron más y más grandes… Tanto, que no podía diferenciarlas de la
realidad.
—¡Que miedo! No quiero que me pase eso nunca. No lo permitirás,
¿verdad? No me gusta tener pesadillas con la bruja.
—¡Nunca! Tú siempre… siempre estarás protegido. Tanto yo, como tu
padre, nos encargaremos de que jamás una pesadilla dure más de lo que
deba durar. —Le agarro fuerte la mano y recuerdo algunos errores que
cometieron mis padres y me juré que jamás cometería con mi hijo.
—Yo también os protegeré a vosotros.
Me saca otra sonrisa.
—Un día, cansado, triste y decepcionado, decidió acabar con la
pesadilla.
—¿Cómo lo hizo? —pregunta sorprendido.
—Subió a un sitio muy alto. Él siempre había soñado con volar, con ser
un pájaro libre y, cuando estuvo tan alto que las nubes se mezclaban con su
cuerpo, saltó y extendió las alas.
—¡Hala!, ¿y consiguió volar? —dice con los ojos al borde del colapso.
—En cierto modo sí, voló, porque ese viaje que hizo le ayudó a abrir los
ojos, a darse cuenta de adónde quería ir realmente.
—¿Yo podré volar algún día como un dragón?
—Tú siempre volarás, y si te lo propones, conseguirás echar fuego, pero
no necesitarás hacerlo de esa manera.
—¿Y qué pasó después, cuando extendió las alas?
—Que se cayó. Y, al caerse, se cayeron millones y millones de
emociones. No solo en él, sino también en el chico de las arrugas, en la
chica de las malas decisiones, en el chico del anillo de oro, en la chica de
los aros y en el hombre de la careta.
—¡Cuánta gente! ¿Pero se conocían?
—Ya lo creo. Todos se conocían muy bien, y más después de ese día.
—¿Qué pasó ese día, papi? ¡Me encanta esta historia! —Vuelvo a
reírme.
—Mañana seguiré contándotela, tienes que madrugar para ir al cole.
—¡Jo, papi! No puedo dormirme así. Quiero saber qué pasó con el chico
del corazón blandito.
—Pórtate bien, descansa y mañana te prometo que te contaré el resto.
—Vale, pero solo una pregunta más, ¿Al volar tocó el cielo?
Me quedo reflexivo durante unos segundos al escuchar esa cuestión y,
por un momento, siento que voy a llorar.
—Y las estrellas, cariño, tocó también las estrellas.
MOMENTO 44

Y SON PRECISAMENTE 44 MOMENTOS los que marcan el desenlace


de la situación. Intento entreabrir los ojos, pero tengo la vista nublada y no
alcanzo a ver nada. La luz del sol me ataca salvajemente mientras, con
mucha debilidad, consigo ver algo rojo. «¿Qué he hecho?» Me pregunto
mientras intento recordar a mi madre. Ella me calma. Siempre ha sido así,
la única capaz de aliviar todos mis impulsos. Antes de marchar, me dijo
que tenía una misión que hacer y que por eso se despedía de mí. Alguien la
requería para algo muy importante.
—Tienes que aprender a cuidar de ti —su voz era débil—. En la vida
encontrarás diferentes tipos de personas, algunas te amarán por lo que
eres, pero otras intentarán apagar tu luz para que no brilles, pero tú eres
una estrella, no tienes otro camino, no puedes apagarte.
—No me apagaré mamá, pero tú tampoco, por favor, quiero que te
quedes en casa, conmigo y con papá —le supliqué lleno de lágrimas, lleno
de dolor, lleno de incomprensión.
—Adrián, hay muchas cosas que no están a nuestro alcance. Tengo una
misión, me reclaman en otro lugar para ayudar a otras personas que lo
necesitan más. En la vida hay que saber cuándo partir, con quién y hacia
dónde. Pero, aunque tengamos que despedirnos, siempre estaré en ti, en tu
corazón, en tus pensamientos, de ahí jamás podrás sacarme, por muchos
años que pasen. Por eso, quiero que siempre tengas clara la importancia de
ser tú mismo, de brillar.
—Pero mamá… ¡No quiero que te vayas! —seguí suplicando. En ese
momento no lo entendía. Solo tenía once años.
—Eh, nada de desplomarse, eres un brujo. Te he visto en el patio
luchando contra demonios y salvando a la humanidad miles de veces. He
visto tus armas de luchar construidas con pinzas de la ropa y me he
quedado sorprendida ante tanto poder. Quiero que siga siendo así, ¿de
acuerdo? Además, tienes que proteger a tu padre, con mucha fuerza, de
todo el mundo, incluso de él mismo. No es tan fuerte como tú, aunque
trate de aparentarlo. ¿Me prometes que me harás caso? —dijo un tanto
fatigada, terminando sus últimas palabras con una tos muy preocupante.
—Sí, te prometo que voy a cuidar de él. Seguiré construyendo mejores
armas y te haré caso siempre, pero no he podido salvarte a ti. —Y las
lágrimas se desbordaron como si una borrasca de gota fría hubiera
precipitado sobre mí. ¿Qué podía pensar? Era mi madre y yo era la luz de
sus ojos, así me llamaba siempre. ¿Cómo podía, simplemente, aceptar que
era la última vez que iba a poder hablar con ella? Me había protegido de
todo el mundo, de toda la oscuridad, ¿cómo iba a sobrevivir sin ella? Pero,
a pesar de todo, comprendí que me estaba diciendo la verdad, porque mi
madre nunca mentía. Se iba a marchar y nadie podría alterar esa decisión.
Así que me abracé a ella, un rato más, hasta que vinieron los médicos y
tuve que retirarme sabiendo que, posiblemente, esa sería la última vez que
tendríamos una conversación.
Vuelvo a intentar abrir los ojos, pero la luz violenta sigue atacándome,
apenas dejándome ver nada. La voz de mi madre me ha calmado un poco,
pero no lo suficiente. Un murmullo desconcertante se entremezcla en
algún lugar cercano, no estoy seguro de si estoy delirando, imaginando, o
se trata, realmente, de personas que están acercándose a mí. Siempre he
sido muy imaginativo. Siento dolor, pero a la vez también me siento
dormido, como si estuviera siendo anestesiado y, poco a poco, los
síntomas fueran pereciendo, pero siguen ahí, en mí. Las voces se escuchan
cada vez más cerca. Oigo un grito estremecedor que me recuerda a
alguien, pero no consigo atinar con exactitud. Hago otro intento de abrir
los ojos. La luz vuelve a chocar contra mí, pero resisto, levemente, unos
pocos segundos. Vuelvo a ver la mancha roja, esta vez la identifico y,
asustado, automáticamente, vuelvo a cerrar los ojos o, tal vez, son ellos los
que se me cierran a mí, no estoy muy seguro. Hay sangre por todas partes
y personas que están intentando subirme a una camilla. Quizá también
haya sido reclamado para una misión especial como mi madre, aunque
dudo que pueda encontrarla en el lugar al que estoy a punto de ir. El dolor,
al pensar en su recuerdo, no se ha aminorado con el transcurso de los días.
Pasará con el tiempo, decían, pero no eran más que frases hechas que se
afirman con el pretexto de decir algo correcto, pero nunca cambió nada, el
dolor siempre estaba ahí, punzante.
—Lo siento —escucho su voz. Esta vez la reconozco. Hacía mucho
tiempo que no sabía nada de él. Ojalá hubiera venido antes. Ojalá se
hubiera arrepentido. Ojalá hubiera pensando en mí cuando estuve
dispuesto a todo. Pero no ocurrió de ese modo. Así que, todas esas voces,
el murmullo de esas personas que comienzo a reconocer, me está
alterando, porque no quiero que estén cerca de mí, no cuando eligieron
dejarme solo.
Y entonces, los médicos consiguen subirme en una camilla e
introducirme dentro de la ambulancia. Una vez allí, por fin, sin que los
rayos del sol me ataquen, puedo abrir los ojos. Mi vista sigue nublada. He
debido perder mucha sangre.
—¿Qué me ha pasado? —pregunto con debilidad, recordando otro final
para mí, muy diferente al real.
—Has saltado desde la terraza, ¿no lo recuerdas? —dice uno de los
sanitarios.
Y entonces, me acuerdo de todo. Claro que lo recordaba, pero no quería
hacerlo. No pude cumplir con la promesa que le hice a mi madre de brillar
a pesar de las circunstancias y de la gente. Lo intenté, pero rompieron mis
ganas de hacerlo. Estoy a punto de morir, pero lo único que me duele es
haberle fallado a ella. Bueno, quizá mienta, me duelen muchas otras cosas
que escaparon a mi control, como haberme enamorado de la persona
equivocada.
«Ojalá puedas perdonarme.» Y mis ojos se cierran. El momento 45
culmina.
MOMENTO 1

NO SE ME DABA MUY BIEN JUGAR AL FÚTBOL, pero me divertía.


Era nuestro ritual de todos los viernes por la noche. Nos saltábamos la
valla del colegio y, aprovechando que no había nadie, comenzábamos a
jugar. Mis amigos jugaban bastante mejor que yo, algunos de ellos estaban
en el equipo de fútbol del pueblo. Solía ser elegido de los últimos, pero no
me lo tomaba a mal, entendía que prefirieran elegir a los mejores. Pero esa
noche ocurrió algo extraño, un pequeño detalle que marcó la diferencia,
Pablo me eligió a mí, en el segundo turno. ¿Por qué había hecho eso? Es
verdad que éramos mejores amigos, pero no quería que empezaran a
tratarme diferente por la ausencia de mi madre. Habían pasado algunos
meses y, todo cuanto quería, era normalizar la situación, aunque era algo
casi imposible. Mi padre estaba insoportable y estar en casa era casi una
tortura, así que, me pasaba la mayor parte del tiempo en la calle o en mi
habitación jugando a videojuegos. También seguía jugando a mis
paranoias de brujos y demonios, pero no era lo mismo sin ella. Añoraba
cuando se asomaba a la ventana de la planta de arriba y aplaudía cuando
acababa venciendo a un demonio. Éramos especiales, sabíamos
entendernos, sabíamos conectar como no lo hacíamos con otras personas.
Nuestro vínculo era… diferente.
El partido estuvo bastante reñido. Conseguí marcar uno de los seis
goles, eso me hizo sentirme orgulloso. No era muy bueno chutando, pero
sí era rápido y sabía pegar buenos punterazos, aunque siempre acababan
mirándome mal. Finalmente ganamos, pero no fue eso lo que marcó aquel
día, lo que convirtió esa noche en el momento 1: estábamos acercándonos
a la valla para poder salir a la calle y regresar a nuestras casas cuando, de
repente, Pablo pasó detrás de mí y, con su mano, rozó levemente mi culo.
Mi giré y lo miré extrañado. Él hizo un gesto de afirmación con la cara,
como queriéndome trasmitir que no había sido sin querer. Pero yo me
quedé ahí, en ese momento, en ese instante que generó algo diferente en
mí. No podía dejar de reproducir el momento, en bucle. Era como si
hubiera activado un interruptor. Mis pensamientos se dispararon y, de
pronto, comencé a pensar en cosas que todavía, a mi edad, nunca se me
habían pasado por la cabeza. Comencé a verlo como a otra cosa, ya no era
solo mi mejor amigo. No sabía muy bien lo que era ahora, ni siquiera sabía
si ese gesto, en ese momento, fue una simple casualidad o algo más. Pero
de lo que sí estaba completamente seguro era de que me había encantado.
LA CHICA DE LOS AROS

ESTÁ ENFADADA. MUY ENFADADA. Se ha encerrado en su habitación,


quitado sus característicos aros y tumbado, boca abajo, sobre la cama.
Como si eso fuera a cambiar las cosas. Llora lágrimas de arrepentimiento,
de tenía que haber hecho algo más y de por qué coño no me llamaste antes
de hacer esa locura. Pero nada de eso puede cambiar la terrible situación,
es tarde para todos, para mí, para ella, para el resto. Tras un tiempo de
impotencia, ahogando sus gritos y lágrimas entre las sábanas de su cama,
se levanta y se sienta frente al ordenador. Comienza a ver fotos de nosotros
mientras sus lágrimas precipitan con más ahínco. Se queda justo en esa, en
la que salimos solo nosotros dos, cogidos de la mano, sonrientes. Ese día
fue especial para nosotros porque fue la primera vez que me sinceraba al
cien por cien con una persona. Fue el punto de inflexión de nuestra
amistad. Yo me sinceré con ella y ella lo hizo conmigo y, ambos,
descubrimos secretos de nosotros que nadie más sabía. Ella se convirtió en
la chica que nunca falta y yo también lo fui para ella. Pero somos humanos
y cometemos errores. Nosotros creíamos ser los mejores amigos, pero
algunos eventos cambiaron el rumbo de nuestro camino. Tal vez no
deberíamos haber dejado que ocurriera, tal vez debería haberse dado
cuenta de que era todo cuanto tenía realmente. Me hubiera gustado
decírselo, haberle dado las gracias, a pesar de todo, por haber sido tan leal
conmigo durante aquel tiempo. Pero cada vez que pretendía hacerlo,
volverla a llamar, las lágrimas se adueñaban de mí, me recordaban que era
un pardillo, siempre mendigando un amigo como el que pide dinero en la
puerta del supermercado. Y entonces, daba marcha atrás sintiendo que
circulaba en dirección prohibida y obviaba todos mis deseos. Me hubiera
gustado que, alguna vez, alguien hubiera sabido pedirme perdón y no ser
siempre yo el que tenía que ir detrás de todo el mundo. Aunque si soy
completamente sincero, sí que hubo una persona que supo pedirme perdón
y luchar por mí. Pero no supe verlo. Cierra el ordenador, sale de su
habitación y toma una nueva decisión.
MOMENTO 2

NO PODÍA DEJAR DE RECORDAR ESE MOMENTO. Cuando su mano


tocó mi cuerpo sentí algo nuevo, algo totalmente distinto. Un placer
indescriptible. Nunca creí que fuera posible que una persona pudiera ser
capaz de hacerte sentir tanto con un gesto tan pequeño. Fue solo un mero
tocamiento fugaz, apenas un instante, pero mi cerebro se había quedado
ahí, como si fuera el único regalo que me había hecho la vida,
recientemente, tras el partir de mi madre.
Era mi amigo Pablo, ¿cómo podía mirarlo ahora a los ojos? Me había,
incluso, excitado y masturbado pensando en ese momento, suponiendo
otros muchos momentos con los que mi mente fantaseaba. Era
incontrolable, puro deseo, pero había un gran problema en todo esto,
bueno, varios problemas. El primero de ellos: no sabía si había sido real o,
simplemente, una coincidencia; y el segundo: éramos mejores amigos.
Había otros problemas de los que prefería huir, porque con aquellos dos
me bastaba para saber que eso solo podría tener cabida en mi mente. Otros
como que éramos dos chicos y no era lo normal. Ser gay en el año 2004, en
un pueblo, no era algo sencillo. Nunca había visto a personas
homosexuales más allá de la televisión, mis padres nunca opinaban sobre
ese asunto, los profesores tampoco, y uno de los insultos más usados por la
gente de mi alrededor e, incluso, por mí mismo, era maricón. No tenía un
buen concepto de aquello. Así que lo mejor era que me controlara e
intentara centrarme y proyectar otros pensamientos. Esa filosofía era la
que estuve intentando seguir, pero no lo podía controlar… porque cuando
pensaba en él me sentía cálido, como si estuviera en casa, como si fuera
alguien en quién poder confiar de verdad.
Y entonces, de repente, volvió a ocurrir. Salí de mis pensamientos y vi
como había pasado, de nuevo, detrás de mí y había rozado su mano con mi
espalda. Otra vez había tocado mi piel de esa forma, de esa manera tan
característica, como si fuera magia. Tal vez lo era.
—Va a sonar el timbre y aún no te has comido ni la mitad del bocadillo
—me dijo sonriente. Iba con el resto de mis amigos: Irene y Pedro.
—Si no te lo vas a comer, todavía tengo espacio para más —bromeó
Pedro mientras acariciaba su barriga con la mano.
—Si fuera por ti acabarías con toda la comida del universo —le
contestó Irene.
Nos reímos. Pero seguía pensando en lo que había ocurrido. Seguía
pensando en su mano, en su tacto, ¿qué me estaba pasando? Intentaba
mirarlo, intentaba hallar en sus ojos algo, una señal que justificara sus
movimientos, pero no encontraba más que incertidumbre. Le di un
mordisco al bocadillo mientras recordaba las palabras de mi madre.
«Brilla.» A su lado brillaba, sin duda que lo hacía, porque era el favorito
de todos y me elegía a mí por encima de los demás. Eso me hacía sentir
bien, no porque quisiera sentirme superior, sino porque me sentía una
prioridad. Y muy pocas veces había podido sentirme así, lamentablemente.
Sonó el timbre. Guardé el resto del bocadillo en mi mochila y mis
pensamientos en mi cabeza, pero, sin duda, luego seguiría nadando entre
ellos. Eran bonitos, eran dulces, eran míos…
LA CHICA DE LAS MALAS
DECISIONES

ESTÁ FUMÁNDOSE UN CIGARRO SOLA en el parque de Mercadona,


dándole vueltas a las últimas terribles decisiones que ha tomado. No
quería que ocurriera realmente, pero estaba enfadada. A veces, en caliente,
hacemos y decimos cosas que no sentimos realmente, pero somos personas
de impulsos, de explotar como una bomba y reventarlo todo. No era
consciente de las consecuencias que podrían llegar a tener sus actos, pero
solo pensaba en su dolor y, fíjate, ahora su dolor se había multiplicado y
no sabía cómo controlarlo. Nadie sabe cómo hacerlo, simplemente está
ahí, recordándote una y otra vez lo estúpido que eres. ¿Quién se salva de
serlo? Todos hemos tomado malas decisiones, todos hemos actuado,
alguna vez, de forma injusta, pero para la mayoría ha pasado
desapercibido porque las consecuencias de esa estupidez no han sido
drásticas. Ella se sentía al borde del colapso, invadida por un sentimiento
de culpa que no la dejaba ser libre. Pero… ¿qué era la libertad? No me
había sentido libre nunca, salvo cuando mi madre me agarraba de la mano
y me sonreía con ilusión; salvo cuando Pablo era capaz de llevarme a otro
mundo con solo rozarme con su mano. Nunca fui alguien inconformista,
siempre valoré mucho cada acción, cada gesto que alguien hacía por mí,
pero eso parecía molestarles a algunos.
Termina de fumarse el cigarro, tira el resto al suelo, lo pisa y se levanta
sin saber muy bien adónde ir, camina sin rumbo y, de repente, se cruza con
alguien que le hace estremecerse. La chica de los aros le mira con
desprecio y ella siente como su mirada la desgarra por dentro, y comienza
a llorar mientras sigue caminando, perdida, sin saber cómo aliviar tanto
dolor. Si pudiera estar ahí le diría que le perdono, a pesar de la mirada que
le eché ese día en el que lo único que quería era matarla.
MOMENTO 3

—ADRIÁN TENEMOS QUE HABLAR —me dijo mi padre. Era lo más


que había pronunciado en las últimas semanas.
—¿Qué pasa?
—¿Recuerdas que tu madre quiso que abriéramos una cuenta de ahorros
para cuando fueras a la universidad? —asentí—. Bien, los tiempos que
estamos viviendo ahora son algo complicados y estoy haciendo uso del
dinero para pagar las facturas de la casa. Te prometo que he intentado
solucionarlo, pero hay poco trabajo de lo mío y tu madre era la fuente de
ingresos principal. Siento fallarte a ti también.
Está destrozado, no puede levantar cabeza porque era su ángel y ya no
está junto a él. Mi madre era de esas personas únicas, de las que casi no
existen. Tenía valores, fuerza, autoestima y podía levantarnos a todos de
un golpe, pero desde que se fue, toda esa energía había desaparecido y mi
padre parecía haber muerto. Me daba pena verlo así, pero, ¿qué podía
hacer yo? Solo tenía once años.
—No pasa nada —le dije sin entender todavía muy bien el significado
del dinero. Vi como sus ojos se ponían vidriosos. Iba a llorar, iba a darme
un fuerte abrazo, estaba a punto, pero justo en el momento cumbre se dio
la vuelta y se encerró, otro día más, en su habitación. Ojalá hubiera
compartido ese dolor conmigo, me hubiera gustado que se abriera como
hacía mi madre. Ella siempre me enseñó a decir la verdad. Nos contaba
que el mundo estaba lleno de corazones dormidos, personas que vagaban
por el mundo únicamente hablando con la parte racional del cuerpo,
obviando y silenciando a su corazón. Decía que ella no era así, ella no
podía ignorar a su corazón, porque, a su modo, esa parte tan llena de
emociones era la que le había conducido hasta nosotros. Pero mi padre era
un desastre sin ella, se había acostumbrado tanto, que no sabía manejar el
rumbo. Yo tampoco. Y cuando aparecía Pablo mucho menos. Por eso mi
madre dejó de estar, porque su corazón se lo ordenó, al menos eso quería
pensar.
Esa tarde quedamos, los dos. Quería desahogarme. Él siempre estaba
ahí, éramos mejores amigos, no podía olvidar eso.
—Eres mi mejor amigo, ¿lo sabes? —afirmé, pero me encantaba oírlo,
aunque, ahora, quería oír algo más. No estaba seguro de qué, pero lo
intuía.
—Estamos mal de pasta. Mi padre me ha dicho que necesita coger
dinero de la cuenta que mi madre preparó para la universidad. Está
siempre en su habitación llorando o durmiendo. Ni siquiera sabe si voy al
insti o no. Es raro, es como si no pudiera hacerse responsable de mí. Tengo
miedo de perderlo también a él. —Pablo me escuchaba con atención, le
importaba mi estado anímico, no lo hacía por quedar bien. Eso me
reconfortaba.
—Cuando mi padre está de malhumor o raro solemos ver el fútbol o
nos vamos de pesca. Haz algo con él, proponle un plan, seguro que puedes
hacer que se anime. A mí me animas. —Y me dio un ligero golpe en el
hombro acompañado de una sonrisa.
Me quedé mirándole, perdido en él, recordando la sensación de calor
que me produjo cuando rozó su mano con mi piel. Quería preguntarle por
qué, pero no era capaz de expresar palabra alguna. Quería decirle que lo
volviera a hacer, que me diera un abrazo y me dejara llorar durante cinco
minutos en su hombro, pero no podía decirlo porque no tenía palabras,
porque era un cobarde que nunca se atrevía a enfrentarse a la realidad,
porque siempre había estado protegido por mamá y, ahora, mamá no
estaba para solucionarme la vida. Pero, entonces, sin que se lo pidiera, lo
hizo. Me abrazó con fuerza, en medio de la calle, sin importar quién
pudiera pasar, y yo me abracé a él y, entonces, me olvidé de todo y me
transporté ahí, solo ahí, y volví a sentir la calidez, como si estuviera frente
a una hoguera, como si estuviera en el paraíso. Tal vez lo estaba. Solo sé
que me hubiera quedado en ese abrazo para siempre.
EL HOMBRE DE LA CARETA

HA ENTRADO. Hacía tiempo que no acudía a ese lugar. Está frustrado,


enfadado y necesita desconectar. No deja de culparse, al igual que el resto,
de lo que me ha pasado. La música tecno suena a todo volumen y multitud
de hombres sin camiseta y en cueros bailan mostrando sus esplendidos
cuerpos. Él tiene la ropa puesta y contempla como los pectorales de la
gran mayoría rebotan con el movimiento. Pide una copa y con ella se toma
una pastilla de éxtasis. Suele hacerlo cuando acude a esos lugares. Suele
hacerlo para olvidar. Tras él, ve como dos travestis esnifan, en plena
discoteca, un par de rayas de cocaína sobre su móvil. Uno de ellos le guiña
el ojo. Se acerca a él y comienzan a bailar. El efecto de las drogas se deja
notar velozmente y la intensidad comienza a subir conforme los botones
de su camisa comienzan a desabrocharse. Se siente libre, aunque, en
realidad, está más preso que nunca, preso de una sustancia bajo la que se
escuda para ignorar su cobardía. El travesti se quita la peluca y, tras ella,
luce un pelo rizado alborotado. Le mira con los ojos buscando la boca y
comienza a besarlo mientras el carmín de sus labios se esparce por su
boca. Automáticamente saca del bolsillo otra pastilla y se la toma,
tentando a la suerte. Casi no es consciente de nada, pero, ahora, se siente
aún más libre, aún más preso. Caminan hasta el cuarto oscuro sabiendo
como va a terminar la noche.
Abre los ojos, está tirado en la calle, con la camisa abierta, un olor
nauseabundo y varios vómitos sobre su ropa. Se levanta rápidamente, con
un fuerte dolor de cabeza y, apoyado en la pared, comienza a llorar. Se
siente perdido. Se siente solo. Se siente un fracasado.
MOMENTO 4

LA VI LLORANDO, NO SABÍA SI ACERCARME. Siempre he sido una


persona muy empática, pero me daba vergüenza meterme en la vida de los
demás, sobre todo si eran desconocidos.
—¿Qué pasa? —me preguntó Pablo al verme pasmado.
—Nada. Esa chica. Tiene problemas. Me da pena. Supongo que podría
haber sido yo…
—Tú me tienes a mí, siempre, eh, ni se te ocurra olvidarlo —me dijo
con una sonrisa mientras se dirigía hacia la chica. Pablo no solo era
agradable, sino también una persona sin miedo, segura de sí misma, capaz
de levantar el mundo. Pablo era como mi madre, o eso pensaba yo. Pero a
veces, lamentablemente, lo que vemos en las personas no es, ni de cerca,
la realidad.
—¿Qué hacéis chicos? —preguntó Irene mientras paraba su marcha en
seco y observaba como nos acercamos a la chica que lloraba.
—¿Estás bien? —preguntó Pablo. Ella inclinó la cabeza y, un poco
avergonzada, se apartó las lágrimas.
—¿Qué queréis? ¿No habéis tenido suficiente ya? —dijo un tanto
irritada. Nos sorprendió. Tenía algunos leves arañazos en la cara.
—Solo queríamos saber si estabas bien, te hemos oído llorar —dije
tratando de ser amigable. Se levantó y nos miró incrédula.
—Sí, estoy estupendamente. Todo va genial para la gorda —dijo
enfadada mientras se marchaba.
—¡Qué humor! —exclamó Pablo. Irene arqueó las cejas y levantó los
hombros, sin terminar de creerse lo que había visto.
—Lo está pasando mal… —contesté.
—Pero nosotros no le hemos hecho nada —dijo Pablo.
—Ya, pero a veces, cuando estamos enfadados no somos capaces de
ver quién quiere ayudarnos y quién no. Mi madre antes de… me dijo que
encontraría a dos tipos de personas: los que querrán acompañarme y los
que querrán apagarme. Me dijo que de los segundos hay muchos,
lamentablemente. Creo que esa chica lo está pasando mal en el instituto,
quizá no tiene amigos. O quizá tiene demasiados enemigos.
—Va, cuando volvamos a verla lo intentaremos de nuevo, ¿vale? —
dijo Pablo. Era tan amable y bueno, tan diferente a los demás…
—Sois demasiados buenos —contestó Irene.
—No te hagas la dura que tienes tu casa llena de gatos abandonados —
respondió Pablo.
—¿Me comparas un gato con un humano? Te hacía más inteligente.
Nos reímos. Se nos daba bien eso de bromear con cualquier detalle.
Era divertido.
Y entonces, volvió a pasar. No podía ser una simple casualidad. Su
mano rozó la mía, levemente, pero generando una hoguera inmensa en mi
interior. Ya no iba a seguir haciéndome el tonto, iba a responder, iba a
hacer algo, no sabía cómo, ni cuándo, pero iba a plantar cara a aquello que,
sin ponerle nombre, me estaba llenando de vida, a la vez que de
incertidumbre. ¿Qué quería de mí? ¿Sentía él el mismo ardor que yo?
¿Soñaba con momentos así entre los dos? Era mi amigo, mi mejor amigo,
pero, ahora, era mucho más que eso. Tenía miedo de equivocarme por si
cambiaban las cosas. Tenía miedo a perderlo a él también… Pero la
hoguera se había encendido y el fuego me empujaba a él.
EL CHICO DE LAS ARRUGAS

ESTÁ CORRIENDO POR EL PASEO del Balneario de Archena. Tiene los


cascos puestos reproduciendo una lista de Spotify llena de canciones ñoñas
y baladas. Ha aumentado la intensidad de deporte diario y se escuda en él
para no hacer frente a la situación. Pero lo que más le gustaría, sería poder
correr en dirección contraria al tiempo, haciendo que las horas retrocedan
hasta ese momento que lo cambió todo. Sabe que es imposible, así que lo
imagina e intenta visualizar otro final. Llega hasta la presa y baja la
pequeña cuesta que hay detrás del polideportivo para acercarse al río.
Suele estar vacío. Se sienta sobre una piedra y contempla como el agua
cae, recordando los veranos en los que nos habíamos tirado desde lo alto
de la presa como si fuera un tobogán. Los recuerdos, para él, ahora, no son
más que un arma que trata de rebanarlo por todas las malas decisiones que
tomó. Supongo que no podemos huir de nuestra conciencia. Coge una
piedra del suelo mientras se levanta de la roca, se acerca hasta el río y la
lanza con mucha velocidad, haciendo que rebote varias veces en el agua.
Solíamos hacer competiciones para ver quién llegaba más lejos, solíamos
divertirnos con cualquier cosa, pero todo terminó. Me gustaría poder
aparecerme ahí, delante de cada uno de ellos y decirles que continúen con
sus vidas, que recordar el pasado jamás podrá cambiar nada, que
aprovechen esta oportunidad para cambiar el rumbo de sus vidas y tomar
otras decisiones. Decisiones que puedan hacerles felices de verdad.
Tras lanzar varias piedras más, retoma su rumbo y continúa corriendo
por el paseo del Balneario, pero un pensamiento con ganas de crecer
comienza a recorrer su mente, un pensamiento al que nunca pensó ser
capaz de hacer frente. Pero ahora está ahí, demasiado tarde quizá, pero
demasiado grande para pararlo.
MOMENTO 5

ESTÁBAMOS EN CLASES PARTICULARES DE MATEMÁTICAS,


lengua e historia. Fue ahí donde nos conocimos. Estudiar cuando él estaba
cerca no era tan tedioso. Con el paso del tiempo me di cuenta de que
llevaba más tiempo engatusado del que creía. Seguía reproduciendo cada
uno de sus tocamientos, pero mi cuerpo me pedía algo más. Me pedía que
le respondiera de la misma forma. Que pasara tras él y lo rozara con mi
mano. Quizá estaba buscando una prueba de que no estaba arriesgándose
por nada. Pero tenía miedo, mucho. Miedo a que todo esto hubiera sido
producto de mi imaginación, de la casualidad. Miedo a perderlo, porque no
podía, no quería. Era la persona que más me llenaba desde que mi madre
murió, ¿cómo iba a poder afrontar otra pérdida? Así que disuadí mis
pensamientos, los encerré bajo llave en mi cerebro y me dije a mí mismo
que no iba a poner en juego nuestra amistad por algo que, seguramente,
sería una paranoia mía.
—¿Cómo llevas el examen de historia? —me preguntó.
—Bien, seguro que pregunta la Edad Media, Encarna tiene obsesión
con ese tema —le respondí.
—Sí, eso seguro, se pasa más tiempo en la Edad Media que en clase.
Nos reímos. Encarna era muy buena profesora, vivía sus clases con
tanta intensidad que, incluso, caracterizaba la clase de la época a explicar.
Bueno, básicamente traía un cráneo y varios mapas. Pero su voz y su
manera de contar la historia te transportaban de lleno allí. Muchos la
llamaban «la simio».
—Y… ¿cómo va tu padre? ¿Has hablado con él? —me preguntó
tratando de saber cómo estaba. Eran esos detalles los que marcaban la
diferencia.
—Sí, vamos a ir el sábado a pescar al pantano. No me gusta pescar,
pero al menos pasaremos tiempo juntos. Prometí a mi madre que cuidaría
de él, así que, como ella decía, a veces tenemos que hacer sacrificios —le
contesté entristecido, como cada vez que mencionaba a mi madre. Era
inevitable, por mucho que pasaran los días seguía recordándola con el
mismo dolor.
Y entonces, de forma repentina me propuso algo inesperado:
—¿Quieres cenar en casa esta noche? Mis padres se van. Podemos
viciarnos a jugar a la Play. Te vendrá bien despejarte. —Me dijo mientras
su sonrisa se alargaba y mis ojos se quedaban en los suyos, volviendo a
imaginar, volviendo a pensar en cosas que me llenaban de vida, pero que
eran peligrosas.
—Sí, será un buen plan. ¿Vendrá alguien más? —pregunté, esperando
oír que no.
—Hoy toca plan de mejores amigos, solo tú y yo —me dijo. Mejores
amigos, claro, ojalá fuera tan fácil verlo así. Pero íbamos a estar solos, tal
vez, esa noche podría cambiar el curso de todo, lo que no sabía era si para
bien o para mal.
LA VIDA SE PARALIZA

Y MIENTRAS UNA CHICA VUELVE A SU CASA, se quita los aros y


vuelve a tumbarse sobre la cama mientras llora en silencio; un chico ha
terminado de correr, pero no se siente mejor, todo lo contrario, se siente
mucho más preso que nunca, porque por mucho que ha intentado hacer que
el tiempo se invierta solo ha seguido avanzando hacia adelante. Así que,
en su cabeza se reproducen pensamientos negativos que lo conducen hacia
caminos peligrosos.
Además, lleno de impotencia, un hombre desnudo se está dando una
ducha eliminando de su cuerpo los errores de la noche anterior. Le duele la
cabeza por un consumo indebido de drogas y sigue sintiéndose perdido en
la vida; algo que parecen tener todos en común. El hombre de la careta
solo se la ha quitado durante la ducha, porque, parece ser que la careta no
se la quita nunca.
La única que no ha detenido su marcha ha sido la chica de las malas
decisiones, parece ser que, por una vez, está dispuesta a cambiar el rumbo
de su vida y a afrontar las cosas malas que han ocurrido, por eso, a pesar
de las lágrimas que no cesan, se dirige a la casa del chico de las arrugas.
Tiene una conversación pendiente con él desde hace mucho tiempo, y no
piensa seguir posponiéndola más. Lo que ella no sabe es que el chico de
las arrugas todavía no ha vuelto a casa, y tampoco sabe si volverá algún
día.
MOMENTO 6

FUI A SU CASA A CENAR. Mi padre no puso muchas pegas. Era viernes,


así que, podía quedarme hasta las 00.00. Vivíamos a cinco minutos. Estaba
nervioso porque no tenía idea alguna de si podría pasar algo entre
nosotros. Ni siquiera sabía nada de chicos ni de chicas. Para mí esto era
nuevo. Además, que éramos mejores amigos, tenía que mentalizarme de
ello. Era lo que siempre habíamos sido, ¿por qué, ahora, con tan solo unos
simples roces, todo había cambiado? La irracionalidad de las emociones
era algo sorprendente, como, en un momento, todo podía cambiar y dar un
giro de 180 grados. Pero, siendo sincero, una gran parte de mí quería que
siguiera escapando porque, a pesar de todo, me daba vida.
Había comprado varias pizzas en Mercadona: una de atún y bacón y
una carbonara. Me había traído la película de Gladiator y el Resident Evil
para jugar a la play. En definitiva, teníamos un planazo. Pero todo eso me
daba igual. Deseaba con todas mis fuerzas que, ahora, estando solos, fuera
capaz de volver a acariciarme, pero sin quitar la mano, sin que fuera fugaz,
sin que fuera prohibido.
—Gracias por invitarme —le dije al llegar a su casa. Mi madre
siempre me había dicho que tenía que ser educado ante las invitaciones.
Otra vez recordaba a mi madre, era como si fuera mi amuleto, siempre iba
conmigo.
—¿Eres tonto? Somos mejores amigos, ¿cómo no lo iba a hacer? —
Otra vez esa palabra, amigos, pero… ¿y si no quería serlo, y si quería ser
algo más que un amigo? Esas preguntas no paraban de revolotear en mí
cabeza. Tenía sentimientos contrapuestos, a veces quería intentarlo y,
otras, todo cuanto me poseía era el miedo a perderlo para siempre. Pero,
¿qué debía preservar más: la verdad o una mentira oculta? Tal vez solo se
trataba de un juego de niños. Al fin y al cabo, eso era lo que éramos.
—Te has portado muy bien conmigo desde que se fue mi madre —le
dije orgulloso.
—Y aquí seguiré. —Y me dio un abrazo. Y lo correspondí. Y nos
quedamos ahí, pegados el uno al otro, durante unos segundos. Segundos
que parecían pausarse y que me transportaban a un lugar mágico. Pero era
una sensación maravillosa, de paz interior, de estar bien conmigo mismo,
¿cómo podía ser prohibido? ¿Cómo podía darme tanto miedo reconocer lo
que estaba pasando? Supongo que era el momento de empezar a crecer, de
valorar la vida y de despertar de la burbuja en la que había crecido.
—Todo va a salir bien —me dijo mientras se separaba de mí, apoyando
sus manos en mis hombros. Quedando su rostro cerca del mío. Sus ojos me
hipnotizaban, pero me di cuenta de que no solo eran sus ojos, sino todo él
en su conjunto. Estaba enamorado de mi mejor amigo y no quería
reconocerlo.
Cenamos las pizzas mientras veíamos la película de Gladiator, mi
favorita. La había visto, por lo menos, diez veces. Me gustaba mucho el
código de honor que reflejaba la película, cómo los valores de Máximo lo
llevaban a cumplir con su venganza. Él era valiente, yo quería serlo
también.
Cuando terminó la película nos pusimos a jugar al ordenador, a un
juego de rol online llamado Bitefight en el que tienes que elegir entre
hombre lobo o vampiro y formar o unirte a un clan. Estaba chulo, nos
evadía, nos entretenía. Nosotros éramos hombres lobo. Pero entonces, él,
como no, dio otro paso. Un paso imprevisto, un paso que lo cambió todo.
Solo había un ordenador y me había dejado iniciar sesión en mi cuenta.
Estaba poniendo al hombre lobo a cazar cuando, de pronto, su mano se
posó ligeramente sobre la mía. No era una casualidad. No se había quitado.
Seguía ahí, haciendo que el calor, que la hoguera de mi interior, siguiera
creciendo. Giré mi mirada y contemplé como la suya ya estaba puesta en
mí. Nunca había sentido una conexión tan fuerte, tan real, tan natural…
Pero no supe responder de la misma manera, quería hacerlo, pero me
sentía apresado, como si mis manos y mis emociones no pudieran
moverse. Tenía miedo. Cogí el videojuego y la película que traje y me
marché. Él se quedó atónito, sin saber muy bien qué decir. Fue una
situación rara y tensa.
—No digas nada de lo que ha pasado, por favor —me suplicó.
—No te preocupes, somos amigos. Amigos —maticé. Pero, ¿Por qué?
Si yo quería algo más, yo quería que pasara, ¿por qué no me atreví a
seguir? Nunca lo había tenido tan fácil, ahora no volvería a ocurrir, lo
había jodido todo, ¿cómo podía ser tan idiota? ¿Cómo podía dejar que el
pánico se adueñara de mí de esa manera?
Durante el camino no pude dejar de pensar en el tacto de su mano
posada sobre la mía. Fue extraño, pero alentador. La sensación de su mano
era diferente, como si tuviera arrugas. Pablo, el chico de las arrugas,
sonaba bien, pero la había cagado. Y como siempre decía mi madre,
nuestras decisiones tienen consecuencias y, ahora, me tocaba afrontar las
mías. Ojalá le hubiera besado, eso era lo que mi mente me chillaba, lo que
mi cuerpo deseaba, por eso me asusté, porque nunca había besado a nadie,
porque no debería estar bien besar a un hombre, era lo que me habían
enseñado. Era incorrecto.
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO

Está enfurecido, como de costumbre. Creo que nunca lo he conocido de


otra forma. Solo sabe gritar e imponer su mandato. Aunque ahora está
enfurecido porque, por primera vez, se siente mal. Sabe que no se ha
portado correctamente y, como a casi todos, le gustaría retroceder.
—¿Bajarás a comer? —le pregunta su madre.
—No, y cierra la puerta, os he dicho que no me molestéis.
—Pero tienes que comer algo —insiste su madre.
—¡Que me dejes! —grita, de nuevo.
—Está bien, pero tarde o temprano tendremos que hablar de lo que ha
pasado. Tú padre está muy disgustado.
—Que le den por culo. Siempre hemos vivido para él, para que se
enorgullezca de nosotros. Que le den mamá, no pienso hacer nada más por
él, no pienso dedicar un minuto más de mi vida a complacerlo, ¿qué ha
hecho él por nosotros? Nada, absolutamente nada, así que dile a ese
gilipollas que no tengo nada que hablar y que la culpa de todos los errores
que he cometido es suya. Ah, y dile también que no pienso volver a jugar
al fútbol.
—Pero el equipo te necesita.
—¡Que les den a todos! ¡No quiero he dicho! No podéis obligarme. Es
lo que habéis estado haciendo toda vuestra vida. —El enfado aumenta por
segundos.
—¿Se puede saber qué son esos gritos? —pregunta su padre. Un
silencio sepulcral hace acto de presencia—. Así que con tu madre te pones
chulo, pero conmigo te callas, ¿me tienes miedo? Debería darte una hostia
para que aprendas a respetar, gracias a mí y a tu madre tienes de todo en la
vida, así que no se te ocurra volver a gritarle jamás. —El chico del anillo
de oro levanta la mirada y se acerca hacia su padre. Lo encara. Es unos
centímetros más alto.
—Y tú pedazo de gilipollas empieza abrir los ojos y a mirar bien a tu
familia. ¿Cuánto hace que no te fijas en nosotros? Una mirada real a tu
familia, a tu mujer, a tu hijo hubieran sido suficiente para que te dieras
cuenta de que todos estamos en la mierda. De que hace mucho tiempo que
en esta casa nadie es feliz y vivimos para complacerte a ti. Pero siempre
has estado muy ocupado con tus cosas, no eres más que un egocéntrico de
mierda que no tiene un mínimo de empatía por los demás, porque se
piensa que es el rey del mundo. Pero para mí no eres nada, no significas
nada, y no quiero volver a hablar contigo —dice del tirón, desahogándose,
sabiendo que lo que acaba de decir no va a quedar impune. Su padre
levanta la mano con intención de golpearle, como ha hecho siempre, pero
su madre le interrumpe.
—Por favor, déjalo, hemos tenido suficiente espectáculo. —Y con una
mirada decepcionante baja la mano.
—Quiero que cojas tus cosas y te marches ahora mismo de esta casa.
Si no sabes respetar a tus padres, no mereces vivir con ellos. ¡Vete de aquí
y búscate la vida! Cuando te des cuenta de cómo funciona el mundo,
entonces, discúlpate de todo lo que has dicho y te daremos otra
oportunidad —le dice con el tono serio.
—¡Estupendo! —contesta.
—¿Pero a dónde vas a ir? —pregunta su madre.
—No es asunto nuestro, déjalo que se largue —dice el padre obligando
a su madre a acatar la orden.
El chico del anillo de oro comienza a hacer la maleta, entre lágrimas,
enfurecido y pensando que odia a su padre con todas sus fuerzas, pero
también pensando otras cosas, secretos que lo mueven por dentro y que no
se atreve a enfrentar.
EL HOMBRE QUE NO TIENE NADA

UN HOMBRE DEAMBULA POR LA CALLE, con pasos cansados. La


gente aparta la mirada a su paso o, peor, se cambia de acera. Huele mal y
tiene las ropas rotas. No porta nada más que una colchoneta que carga a su
hombro como si fuera su mayor tesoro. Pero sonríe como si nada le
importara, enseñando sus dientes ennegrecidos con orgullo.
Llega hasta un pequeño descampado donde tiene intención de dormir.
Deja la colchoneta en el suelo y se tumba en ella sintiendo como el frío de
la noche lo machaca.
Aún tiene ligeros recuerdos de, cuando, en lugar de llevar una camiseta
rota, llevaba traje, chaqueta y corbata. De cuando tenía piscina, sala de
baile y un ático enorme como casa. Recuerda que jamás había conocido el
frío ni el calor, pues la calefacción en invierno siempre estaba encendida y
el aire acondicionado en verano le obligaba hasta a usar una manta.
Recuerda su vida perfecta, hasta que la palabra imperfección le hizo
darse cuenta de que no era nadie. Hasta que un terremoto golpeó su vida y
lo dejó desnudo, sin nada.
Se duerme, una noche más, tiritando de frío, abrazado a su colchoneta,
su única pertenencia.
MOMENTO 7

ESTABA AYUDANDO A MI PADRE a preparar los bocadillos para irnos


al pantano a pescar. Me esperaba un plan bastante aburrido y, teniendo en
cuenta el estado mental de mi padre, depresivo. Pero tenía que hacer un
esfuerzo por pasar tiempo con él. Apenas salía de casa para hacer alguna
compra y llevábamos meses malviviendo. Tenía que despertar ya o sería
demasiado tarde. Yo no tenía edad para hacerme responsable de él, por
mucho que le prometiera a mi madre y por mucho que me doliera.
—Seguro que pescaré la carpa más grande —le dije intentando romper
el hielo.
—Seguro que sí. Siempre has tenido mucha suerte —me contestó con
una sonrisa. Era la primera en meses, al menos que yo hubiera visto. Me
hizo ilusión verlo así. Incluso sonrió, yo también.
De camino al pantano puse el disco de los mejores éxitos de Mägo de
Oz y la canción Desde mi cielo se reprodujo invadiendo todas mis
emociones. Recordándome a mi madre. Pero no solo a mí, los ojos de mi
padre también estaban invadidos en su recuerdo. Me hacían reflexionar
acerca de lo que te puede marcar una persona en la vida. Porque es así, hay
personas que llegan, lo ponen todo al revés y dejan su sello por todas
partes. Puede parecer que, a nivel físico, no se vea, pero desde un nivel
más espiritual está ahí, como si fuera un tatuaje gigante que está dibujado
en tu alma.
—Pasará… —me dijo mientras le caía una lágrima de los ojos.
—Yo también la echo mucho de menos —le contesté mientras
imaginaba, de forma nítida, su rostro.
—Ella quería que fuéramos fuertes. Le prometí que iba a serlo y no he
podido cumplir con mi promesa. Pero te aseguro que todo esto pasará y
volveremos a la normalidad, a ser una familia.
¿Familia? Sonaba bien, era lo que quería, pero dudaba que pudiéramos
volver a serlo, no sin ella, no sin su voz, ni su risa, ni su orden. Ella era la
única capaz de hacer que todo estuviera en equilibrio.
—Yo también le prometí cuidar de ti, pero tampoco lo estoy haciendo
muy bien —dije algo decepcionado.
—Adrián, es una situación muy difícil, nadie está preparado para vivir
algo así. Simplemente son acontecimientos que escapan a nuestro control
y son nuevos para nosotros. Pasará, eso lo sé, pero mientras tanto,
tendremos que aprender a vivir con ello. Somos fuertes, como ella. Nos
enseñó a serlo; se lo debemos por todo lo que ha aguantado a nuestro lado.
Tenía toda la razón. Ella había aguantado las depresiones de mi padre,
mis problemas en el colegio, la enfermedad de mi abuela, las dificultades
económicas; y de todos esos problemas había salido victoriosa.
—Cuando juego con mis pinzas, a veces pierdo contra un demonio,
pero una derrota no significa el final, sino el planteamiento de una mejor
estrategia. Sé que soy muy pequeño y que hay cosas que todavía no
entiendo, pero sé que todo saldrá bien, porque mamá siempre decía que
ante los problemas tendríamos que unirnos como si viviéramos dentro del
mismo caparazón, y tú y yo estamos unidos, somos una familia.
Hablaba como si fuera más maduro de lo que correspondía a mi edad,
supongo que todo eso se lo debía a mi madre y a la cantidad desorbitante
de libros que leía. Era otra de mis adicciones, aunque no lo compartía con
nadie, la gente de mi edad prefería hacer otras cosas. Mi padre se
emocionó al escucharme. Yo mismo me emocioné al hacerlo. Era la
primera vez en meses que la conversación había fluido y que mi padre se
había atrevido a hablar conmigo. Sentí que, a mi modo, también, por
primera vez, cumplí con la promesa de cuidar de él.
Llegamos al pantano. Cogimos las cañas, las mochilas y la nevera, y
buscamos una zona donde no hubiera muchas avispas para poder
estacionarnos. Las avispas me daban auténtico pánico. Y una vez allí,
comenzamos a lanzar las cañas. La verdad es que el pantano estaba lleno
de peces, sobre todo de carpas. Estuvimos pescando casi todo el rato, así
que, no me dio tiempo a aburrirme. La competición era ver quién pescaba
el pez más grande. Mi padre se lo estaba pasando como un niño pequeño.
Siempre había adorado la pesca, era como una vía de escape. En ese
momento supe que tendríamos que hacerlo más a menudo. Esa sería mi
forma de protegerle. Esa era la forma de actuar de mi madre, siempre
sacrificándose por los demás. Me entristeció ese pensamiento, ¿habría
hecho algo para ella, cumplido algún sueño que fuera suyo y no de otra
persona? Quizá eso era lo que estaba haciendo ahora, cumplir sus sueños.
—Tu caña —gritó mi padre. —Me lancé rápidamente a por ella. Se
había inclinado hacia el agua de forma salvaje. ¡Debía ser un pez enorme!
Comencé a intentar sacarla, con ayuda de mi padre, pero, finalmente, no
resultó más que una enorme rama a la que se había enganchado.
—¡Casi! La próxima vez será un tiburón —bromeó mientras cambiaba
el anzuelo y colocaba una lombriz en él.
Estuvimos ahí durante algunas horas más, hasta que comenzó a
atardecer. Mi padre se lo había pasado pipa y a mí me había llenado de
ilusión verlo así. Fue un gran momento entre nosotros. Ojalá hubiera
seguido siendo así, pero, como él mismo dijo, no podemos elegir los
acontecimientos y, tristemente, una tormenta feroz estaba a punto de
irrumpir.
EL CHICO DE LAS ARRUGAS SE MARCHA

HA DEJADO DE CORRER. Se dirige a su coche pensando en hacer una


locura. Sube y, antes de arrancar, inserta un pendrive de música. Son
canciones que, en su gran mayoría, le recuerdan a mí. No puede dejar de
torturarse por los errores cometidos y, cuando intenta despejarse, mi rostro
es todo cuanto ve. Yo no quería que fuera así, pero estaba roto y hundido.
No tenía fuerza para seguir brillando. No salté desde la terraza para llamar
la atención, ni para que todo el mundo se sintiera responsable de que me
hubiera arrojado al vació, salté porque había perdido la ilusión y nadie
veía mi dolor. Supongo que, la vida no es un camino fácil para nadie, ahora
lo era mucho menos, sobre todo para ellos. Pero me había cansado de
luchar para nada, de gastar toda mi energía emocional hasta reducirme a
nada, a un ser insignificante sin valor, sin autoestima. Quería que, al
menos, antes de irme de este mundo pudiera quedar algo de mí, de la luz
que mi madre veía.
Arranca el coche y comienza a conducir. Deja atrás el letrero
“Archena” que indica su salida del pueblo. Un rato más tarde, también
deja atrás el cartel “Región de Murcia”. Se marcha. No tiene intención de
volver, no quiere volver, no hay nada bueno para él esperándolo de vuelta.
Así que, acelera por encima de la velocidad permitida, exponiendo su vida,
exponiendo las vidas de otras personas mientras, sigue recordándome. Eso
no puede dejar de hacerlo. Ojalá me hubiera recordado, un poco más, antes
de que tomara la decisión de saltar. Parece que al mundo se le olvida que
estamos vivos y, cuando perecemos, recuerda las cosas que podía haber
hecho. Yo quería haber hecho con él muchas cosas, hubiera sido tan fácil
como atreverse. Pero, como todos, me dio la espalda. Solo quería volver a
sentir las arrugas de sus manos acariciar mi piel, solo quería un poquito de
calor, de hoguera.
Y mientras el chico de las arrugas se marcha, sus padres lo buscan
desesperadamente, pero no solo ellos, sino también la chica de las malas
decisiones. Ella está muy preocupada por él, porque, aunque está muy
enfadada, le quiere con locura.
MOMENTO 8

ESTABA PERDIDO ENTRE LO QUE ERA y lo que creía que tenía que
ser, perdido entre la luz y la oscuridad de mis propios miedos. Estaba
perdido en el abismo más oscuro, pero cuando él aparecía, la luz que
desprendían sus ojos era tan colosal que iluminaba mi mundo. Quería
evitarlo a toda costa, incluso, rezaba a Dios para que me cambiara, pero no
podía remediarlo. Le miraba discretamente más de lo que se mira a un
amigo. Le miraba tanto que podía ver lo que nadie veía. Pero tenía que
aceptarlo, él jamás podría darme lo que quería. Ni siquiera sería capaz de
hacérselo ver, porque la simple idea me producía un bloqueo tan grande
que sentía como si me desvaneciera en un instante. Era solo mi mejor
amigo. Además, después de no haberle correspondido en su casa, seguro
que ya no volvería a intentarlo, pero… ¿por qué seguía dándole vueltas?
Por mucho que rezaba e intenta cambiar los acontecimientos, una parte de
mí, de la que no tenía control alguno, deseaba que siguiera pasando. Pero,
tal y como predije, las cosas entre Pablo y yo habían cambiado. Ya no me
trataba igual, ni me elegía el segundo en los partidos. Había creado una
barrera entre nosotros, supongo que, producto del rechazo. Eso me dolía,
porque había pasado de sentirme su prioridad, a sentirme uno más o,
incluso, ni eso. Nuestras conversaciones se habían reducido y casi todo el
tiempo estábamos cortados. Sabía que solo había una forma de revertirlo.
Si le rozaba con mi mano, si tomaba la iniciativa, aunque solo fuera una
vez, seguro que podría darle a entender que sentía lo mismo que él, pero
me invadía el miedo a cagarla.
«Brilla», oí decir, de nuevo, a mi madre. Yo a su lado brillaba, pero no
podía esperar que el mundo girara en torno a mí. Tenía que tomar
decisiones y luchar por aquello que deseaba, aunque fuera peligroso,
aunque fuera prohibido. Así que, ese sábado, durante el partido de fútbol,
iba a hacer lo mismo que hizo él conmigo, acariciarle discretamente. Me
colocaría detrás de él cuando el partido hubiera acabado y tocaría su
espalda. Después aguantaría la mirada y, con suerte, todo volvería a la
normalidad. Quería volver a ser su prioridad, quería volver a sentir sus
manos arrugadas posarse sobre las mías, quería sentir, también, otras
muchas cosas que llevaba imaginando desde entonces. Pero para
conseguirlo solo necesitaba, por una vez en mi vida, tener valor y coraje.
Y cuando terminó el partido, hice exactamente lo que me había
propuesto, por una vez lo hice y, aunque estaba cagado de miedo, fui capaz
de transmitir ese mensaje. Acaricié su espalda. Pablo me miró, durante
unos cortos segundos. Al principio su mirada era desconcertante, pero
aguanté la vista y, al final, hizo un gesto con la cara. Los dos supimos lo
que eso significaba. Entonces, la hoguera volvió a encenderse dentro de
mí.
Y volví a brillar…
EL HOMBRE DE LA CARETA Y SU
DEBILIDAD

ESTÁ EN EL PARQUE. Viste con traje y corbata. Tiene la barba acicalada


y nadie pensaría que, la noche anterior, estuvo poniéndose hasta arriba de
droga. Lleva la máscara bien puesta, nadie puede quitársela, aunque eso lo
sabe bien. Solo él mismo podría hacerlo. Empuja el columpio mientras su
hija le dice que lo haga con fuerza. Los rayos del sol chocan en su cara y le
molestan. Le duele la cabeza y, aunque nadie lo ve, las consecuencias de
sus actos le están pasando factura.
—Más fuerte papi —chilla con inocencia.
Le quiere. Es uno de los principales eslabones de su vida. Le hubiera
gustado hacer las cosas mejor. Como a todos nosotros. Empuja el
columpio mientras piensa y se siente un cobarde. Recuerda capítulos de su
infancia que desearía no haber vivido. Tiene claro que siempre la
protegerá y que no dejará que nadie pueda hacerle daño. Aunque bueno,
eso también fue lo que me prometió a mí, y no supo cumplirlo. Era el
único que sabía lo que había detrás de esa máscara, lo sabía porque un día,
yo también elegí las drogas, yo también elegí esa discoteca. Y lo vi. Y,
entre ambos, ocurrieron cosas.
Desde esa noche me recuerda, pero más aún después de lo que hice. Se
siente culpable. Como todos. También pudo haber cumplido sus promesas
antes de que fuera demasiado tarde, pero no lo hizo. Me rodeaba de un
mundo paralizado por el miedo y que, tras el «game over», comenzaba a
arrepentirse de no haber movido ficha. Pero yo no quiero que se pase toda
su vida recordándome, yo solo quiero que se quite la máscara y pueda
hallar la felicidad, pues la máscara solo oculta un haz inmenso de tristeza.
Aún puede salvarse, pero no le queda mucho tiempo.
—¡Más fuerte papi!
MOMENTO 9

LE OÍ LLORAR. OTRA VEZ. No quería meterme, pero tampoco podía


evitarlo. No me gustaba ver sufrir a nadie, no me gustaba que la gente se
sintiera sola.
—No vengo a reírme de ti. Así que, por favor no te enfades, solo
quiero hablar contigo —le dije. Me sorprendió ser capaz de hacerlo,
últimamente estaba perdiendo el miedo a muchas cosas. Últimamente
estaba brillando más que nunca, mi madre se sentiría orgullosa de mí.
—¿Por qué ibas a querer hacerlo? Nadie quiere hablar con la gorda en este
instituto. —Seguía a la defensiva.
—Me da igual cual sea tu peso. Todos tenemos problemas y solo trato
de ayudarte. No me gusta ver sola a la gente.
—No necesito la caridad de nadie. —Estaba a la defensiva y era muy
difícil tratar con ella.
—No quiero ofrecerte caridad, quiero ofrecerte conversación, una
hamburguesa en el Menphis, o un amigo para que no te sientas sola —le
sonreí. Levantó la mirada, en silencio, sorprendida. Creo que nadie le
había dicho eso jamás.
—Me llamo Laura —dijo finalmente. Volví a sonreír.
—Yo soy Adrián, ¿en qué curso estás?
—Soy de tercero, ¿y tú?
—De segundo. —Le di dos besos y, por un momento, sentí que había
conseguido relajarla.
—Ballena azul —chilló un chico al verla salir. Ella agachó la cabeza.
—No puedes dejar que se metan contigo. Debes hablar con el director
del instituto. Él te ayudará. Y también debes contárselo a tus padres.
—¡No puedo! —me interrumpió.
—¿Por qué?
—Mi madre murió cuando era pequeña. Mi padre se quedó sin trabajo
y mi hermana dejó la universidad para cuidar de mi hermano y de mí. No
quiero llevar más problemas, ya es suficiente. —No pude evitar sentir
pena. Mucha pena. Sus ojos me transmitían dolor, no quería que siguiera
sufriendo, no era justo, pero tampoco sabía qué hacer para cambiarlo.
—¡Vale, no le diremos nada a tus padres! Pero podemos hablar con
Joaquín —sugerí como alternativa.
—¿Joaquín? Si le cuento al director lo que me están haciendo esos
gilipollas, se lo dirá a mi padre, y estaremos en las mismas. Solo me queda
esperar a que se olviden de que existo. Suelen atacar por fechas, estoy
acostumbrada.
—Pero eso sería dejar que ganen. Mi madre siempre me decía que la
dignidad era importante, no puedes dejar que te humillen solo porque
quieran aprovecharse de ti para pasar el rato.
—¿La ballenita se ha echado novio? Menuda te has buscado chaval —
dijo otro alumno mientras pasaba por el pasillo.
—Mira, te agradezco el gesto, pero esto solo irá a peor. Sé que es
heroico venir a rescatar a una persona indefensa. No es la primera vez que
me pasa. Pero te acabarás aburriendo, no es fácil atravesar los pasillos
conmigo, pronto sacarán algo de ti. Y lo usarán para herirte. No te unas al
débil, te arrastraré conmigo, y te aseguro que no es un camino bonito. —
Me quedé reflexivo, no quería que me hicieran bullying, pero tampoco
quería alejarme de ella. No eran los valores que mi madre me había
inculcado. Sería traicionarla a ella, traicionarme a mí mismo.
—No has conocido a nadie más cabezón que yo. —le sonreí, otra vez
—. Te presentaré al resto de mis amigos. Ellos no son como los que tú
conoces, no tendrán problema alguno en hacerte un hueco. Confía en mí.
Y eso era todo lo que necesitaba en ese momento, alguien que le diera
un motivo para sonreír. Alguien que le ayudara a encontrarse de nuevo. Yo
también lo necesité, pero no encontré a nadie hasta que salté. Cuando lo
hice, entonces, vino todo el mundo. Tarde. Siempre tarde.
LA CHICA DE LOS AROS
RECUERDA

SE SIENTA EN EL PORTAL DE UN EDIFICIO esperando a que alguien


baje. Saca el teléfono y se mete en la conversación de WhatsApp que tiene
conmigo. El último mensaje que le escribí, hace casi un año y que dice “te
echo de menos”. Le cae una lágrima. No me contestó. Me dolió mucho no
recibir su respuesta. Quise llamarla y preguntarle por qué. No comprendía
qué le pasaba conmigo y por qué estaba tan decepcionada. Solo por decirle
lo que pensaba. ¿No se supone que eso hacen los amigos? Eligió alejarme
de ella. Siempre traté de cuidar a los míos, decirles, con sinceridad, mis
humildes opiniones. Ese hombre no era bueno para ella. No era buena
persona, no le hacía bien, no le hacía brillar. Solo quería, como siempre,
que le fueran bien las cosas. Pero no supe trasmitir bien mi mensaje o ella
no quiso entenderlo. Lo eligió a él. No quería que tuviera que elegir, solo
que entendiera que una persona que te humilla y te grita, no merece seguir
en tu vida. Estaba obsesionada con él, como muchos de nosotros. Le hizo
sentir que sin él no era nadie, y se lo creyó. La entiendo, yo también me
obsesioné con el chico de las arrugas. Yo también cometí tonterías por
amor. A todos nos ha pasado alguna vez, pero no quería verla caer tan bajo
como caí yo. Por eso se lo dije, por eso le dije que él no le haría feliz. Y
me sacó de su vida. Me enfadé, muchísimo. Me sentí infravalorado porque
me había portado con ella mejor que con cualquier otra persona en el
mundo. Me había pegado una patada por un tío. Nosotros siempre dijimos
que no dejaríamos que una relación amorosa se interpusiera. Nos
convertimos en mejores amigos y, con las mismas, nos convertimos en
desconocidos.
Se levanta y, el hombre por el que me dio una patada, aparece por la
puerta. Ella tiene los ojos vidriosos, con ganas de llorar, pero se resiste. Él
también, pero no pone mucho esfuerzo en disimularlo. Se le da bien eso de
utilizar las emociones para manipular a los demás.
—¡Se acabó! No quiero seguir con esto —le dice.
—No puedes dejarme. Entra a casa y hablemos —insiste.
—¡No! Sera aquí, en la calle. No voy a dejar que me manipules o que
me dejes encerrada en tu casa hasta que cambie de opinión —dice muy
segura de su decisión.
—Cállate, no grites. ¿Quieres que se enteren los vecinos? —dice
preocupado.
—¿De qué tienes miedo: de que la gente descubra que no eres el
hombre perfecto, de que me has tenido retenida contra mi voluntad por
pensar diferente, de que me prohibiste ver a mi mejor amigo y se ha
suicidado? Eso último jamás te lo voy a poder perdonar. —
Y rompe a llorar. Y él, ante su vulnerabilidad, se echa sobre ella y la
abraza. Quiere alejarse de él, pero está tan atrapada en sus palabras, en sus
chantajes y en sus mentiras que, sin darse cuenta, vuelve a caer en el
mismo error de siempre.
—Eres muy impulsiva, pero sabes que me necesitas, sin mí no serías
nada —le susurra al oído mientras sigue abrazándola, mientras sigue
haciéndola pequeñita para que sea más fácil encerrarla, de nuevo, en su
jaula.
LA COLCHONETA

Y mientras una ballena azul vuelve a ser presa de un esclavista, un hombre


se ha despertado, como cada mañana, en medio de un descampado.
Los rayos del sol le dan los buenos días con más efusividad de la que
lo habían hecho personas reales en su anterior vida. Se levanta y, como
siempre, coge su colchoneta y se la echa sobre el hombro. Se le hace
pesado caminar tanto con ella, pero, a pesar de todo, el mendigo tiene
buena salud física.
Hace su ruta de cada día: va a la pescadería del barrio donde, un buen
hombre, le da varias latas de atún, salmón… Siempre es generoso. Luego
pasa por la frutería y siempre consigue que, la señora Chari, le regale una
manzana o una pera. Así, aprovechándose de la solidaridad de algunas
personas, consigue sobrevivir día tras día. Por la tarde suele sentarse
frente a un colegio. No uno cualquiera, sino el que le enseñó que las
personas más ricas no son las que tienen más dinero, sino las que más
sonríen. Y al recordarlo se pone a reír. Solo. La gente le mira con
extrañeza y algunos padres intentan evitar que sus hijos le miren. Pero le
da igual, también aprendió que lo que la gente ve a través de sus ojos no es
más que una realidad distorsionada de lo que cree que está viendo. La
única verdad la tiene uno mismo.
Un día se quedó dormido en un banco y tuvo un sueño extraño. Soñó
que se colaba en el pabellón del colegio y robaba una colchoneta
abandonada. Realmente no era un robo, sino que esa colchoneta tenía su
nombre. Era la misma en la que, de pequeño, escribió su nombre. Era
especial porque, en esa colchoneta, víctima de muchos abusos, escapaba
del mundo. Era una colchoneta un tanto vieja y pequeña olvidada, a su
suerte. Al despertar del sueño, quiso comprobar si la colchoneta seguía
ahí. Era suya. Pensó que, seguramente, la habrían tirado con el paso del
tiempo. Consiguió entrar con la ayuda del envejecido conserje que, en otra
época, había sido un hombre de chistes y un referente para aquel mendigo,
solo que, antes, el mendigo era un niño. Le abrió el almacén del pabellón
donde estaban los trastos rotos y, tras buscar durante una hora, la encontró
empolvada. Sus ojos se llenaron de ilusión y, recordó que, en esa
colchoneta, siempre fue feliz.
—Deberías volver a casa con tus padres —le dijo el conserje.
—Señor, mi casa es el mundo —le contestó.
—El mundo es muy duro para la gente que elige tu vida, no seas
cabezota y escucha a este viejo, que de muchas cosas no sabe, pero de
vida, un rato.
—¡Oh señor! Gracias, de todo corazón. Esta colchoneta me ha salvado
la vida. No se imagina lo que llevaba pensando en ella. Gracias…
gracias… —repitió mientras, el hombre, sentía pena por aquel niño que un
día encontró lleno de sangre por una paliza.
El mendigo recuerda, porque recordar lo recordaba todo. Deja la
colchoneta en el suelo y sobre ella apoya sus pies. Mira el colegio, mira a
los niños, mira la vida… Y sabe que, en esa colchoneta, estuvo vivo.
MOMENTO 10

PABLO Y YO QUEDAMOS PARA JUGAR, de nuevo, al Bitefight. Quería


retomar lo que sucedió en su casa, pero esta vez sin salir corriendo.
Últimamente me sentía más seguro de mí mismo. Era como si estuviera
madurando. Me sentía feliz siendo dueño de mis decisiones, ganándole la
batalla al miedo. Aunque no se había ido del todo, pero no quería pensar
en ello. Sonó el timbre y salí corriendo para abrir la puerta. Mi padre
estaba en casa de mi abuela y no regresaría hasta la noche. Así que,
estábamos solos.
—He traído Coca-Cola —dijo mientras levantaba la botella de dos
litros.
—Genial, no puede faltar con las pizzas —añadí.
—Tengo un hambre que me muero. Hoy el entrenador de atletismo nos
dio mucha caña —contestó acariciándose la barriga.
—¿Sabes lo que me comería yo? —fantaseé.
—¿Qué? —preguntó intrigado.
—Un bocadillo de calamares —le dije dejándolo muy extrañado.
—¿De calamares? —Me hizo mucha gracia la cara que puso.
—Sí, mi madre decía que en Madrid se comen los mejores bocadillos
de calamares y que están riquísimos. Me dijo que algún día iríamos, pero
no tuvimos tiempo para hacerlo. Aunque algún día cumpliré la promesa,
me comeré un bocadillo con muchos calamares y limón y pensaré en ella.
—Me entristecí un poco, era inevitable.
—Iré contigo. Un bocadillo para ti y otro para mí, ¿te parece? —Y la
tristeza se fue, así, como si hubiera venido un huracán y se la hubiera
llevado. ¿Cómo no iba a enamorarme de él? Si cada vez que hablaba me
llenaba de vida, de alegría, de calor.
—¿Lo juras?
—Te lo juro. —Y finalizó con una sonrisa y un apretón de manos. Una
vez más, una conexión directa con su piel, con sus arrugas tan
características.
El trascurso de la noche fue similar a la del día que fui a su casa. Tras
cenar comenzamos a jugar al ordenador. Esta vez fue él quien inició sesión
y puso a cazar a su hombre lobo.
Y entonces, era el momento. El momento de posar mi mano sobre la
suya. Me entraron muchas dudas y nervios. ¿Saldría bien? ¿La quitaría?
¿Serviría esto de algo? ¿Qué pasaría después de poner mi mano ahí? No
sabía si hacerlo… sentía un hormigueo en la barriga y un creciente nivel
de ansiedad. Era prohibido, era mi mejor amigo, pero todas esas cosas que
me decía no eran más que mentiras, porque allí, en mi habitación, no
estaba prohibido y no era, simplemente, mi mejor amigo. Así que, a pesar
de todo, moví mi mano lentamente hasta posarla sobre la suya. Y el calor
se esparció por todo mi cuerpo. Él movió el ratón con mi mano sobre la
suya, sin apartarla. Comencé a relajarme y a disfrutar del fuego, del calor,
de la hoguera de sentimientos que había provocado. Le miré y, como en su
casa, me estaba observando. ¿Qué debía hacer ahora? No había besado a
nadie, no me atrevía hacerlo. Así que, ante la confusión, la inexperiencia y
el miedo, lo único que se me ocurrió fue apoyar mi cabeza sobre su pecho
y sentir como sus manos me rodeaban sin decir nada. No hubo palabras,
solo caricias. Comenzó a masajear mi cuero cabelludo y yo me sentí en el
paraíso. Nunca me había sentido tan feliz, tan cómodo. Quería paralizar
ese momento y que durara para toda la vida. Quería que sus arrugas
siguieran tocándome hasta que el mundo dejara de existir, lo quería a él,
con todo mi corazón y cada día un poco más.
Las llaves sonaron. La puerta de la casa se abrió. Nos separamos
rápidamente, pero habiendo quedado unidos con un hilo invisible. Los dos
lo habíamos sentido, lo supe bien al ver sus ojos, al sentir sus manos.
Nadie podría cortarlo, nadie podría romper lo que acabábamos de sellar.
Nos despedimos por esa noche, pero con intención de seguir buceando
entre los sentimientos y emociones que acabábamos de descubrir. Éramos
niños jugando al amor o, tal vez, era el amor jugando con dos niños.
LA CHICA DE LAS MALAS
DECISIONES TIENE EL
CORAZÓN ROTO

NO PUEDE DORMIR. Tiene el móvil en la mano y le ha escrito cien


mensajes de WhatsApp al chico de las arrugas, pero no contesta. Tiene el
móvil apagado. Sus padres están preocupados porque no ha pasado por
casa desde que salió enfadado por la mañana. Nunca se ha marchado sin
avisar durante tantas horas. Ella está preocupada porque teme que haya
hecho alguna tontería. No se portó demasiado bien con él tras mi
accidente. Todos necesitaban echarle la culpa a alguien para dejar de
sentirse tan mal y no asumir, cada uno, en su cierta medida, su parte de
responsabilidad. Su postura no era fácil. Le había tocado un rol en la
historia que no se lo desearía a nadie, pero, a pesar de todo, no era una
mala persona, solo había tomado malas decisiones, como todos nosotros.
Está enamorada del chico de las arrugas, como yo. Salvo que él nunca
estuvo enamorado de ella y eso le duele, y eso la envenena por dentro y,
por eso, tomó una decisión desafortunada. A veces, los celos pueden
empujarnos a caminos peligrosos. Ella lo sabe bien y, por eso, tiene la
conciencia destrozada. No solo por lo que me hizo a mí, sino por lo que ha
vuelto hacer. Ha tomado otra decisión desafortunada y, desde entonces, el
chico de las arrugas no da señales de vida. Se siente como una bomba que
arrasa con todo aquello que se interpone en su camino. Pero también tiene
sueños y ansía la felicidad. Le gustaría cambiar y sabe que necesita ayuda.
Necesita corregir esas actitudes tóxicas que la empujan a tener acciones
injustificables. Nunca debió enviar esas fotos, nunca debió enviar ese
mensaje, nunca debió hacer muchas cosas, pero las hizo.
Se mete a internet y busca asistencia psicológica. Guarda el número de
teléfono en su móvil con intención de llamar, algún día. Pero primero,
antes de volver a intentar dormirse, vuelve a marcar el número de teléfono
del chico de las arrugas. Da tono.
—¿Qué quieres? —dice bastante enfadado.
—Perdóname. —Está llorando.
—Ojalá hubiera muerto yo, fue eso lo que me dijiste, ¿no? Pues haz
como si hubiera ocurrido. —
Cuelga y, con la almohada presionada contra su rostro, grita
desesperadamente, grita hasta quedarse sin fuerzas, grita hasta dormirse…
MOMENTO 11

PENSABA QUE DESPUÉS DE LA TARDE que pasamos pescando, mi


padre mejoraría su comportamiento. Pero no fue así. El domingo se aisló,
aunque se dejó ver para la cena. El comienzo de la semana fue lo peor. El
lunes no salió de la habitación en todo el día. Al llegar del instituto golpeé
la puerta.
—Papá, ¿estás bien? —pregunté—. ¿Quieres que haga la comida?
—Estoy bien —dijo con la voz aguda, con la voz triste, con la voz rota.
Y me la rompió a mí también. No quería llegar a casa y sentir que
estábamos en un funeral, quería a mi madre con todo mi corazón, mucho,
pero necesitábamos seguir adelante. ¡Era imposible con esa actitud, era
imposible! Quise decírselo, reprochárselo, pero no tuve fuerzas. Ni
siquiera se acordaba del día en el que estábamos. Era mi cumpleaños. Mi
primer cumpleaños sin mamá y, al parecer, también sin papá. Me metí en
mi habitación, sin comer y me puse a llorar. Mi madre no estaba conmigo.
Se había ido y necesitaba hablar con ella, contarle las cosas que me
estaban pasando. Necesitaba ver su sonrisa y que me diera un abrazo tan
fuerte que recompusiera todas las heridas que se habían abierto. Me sentía
abandonado y no sabía qué camino seguir. Nadie podía ayudarme, ni yo
mismo. Ojalá los deseos se cumplieran. Me hubiera bastado con pasar un
minuto más a su lado, saber si en el lugar en el que estaba la cuidaban
bien.
Y, entonces, recibí un SMS:
He comprado una tarta.
Estoy en tu puerta, ¿me abres?
Prometo dejarte un trozo.
Pablo.
No era mi madre, pero me cuidaba como si ella siguiera a mi lado.
Solo me quedaba él, solo él me llenaba de vida. Salí corriendo hasta la
puerta y la abrí lleno de ilusión, también de lágrimas. Las vio. Y sin
necesidad de decírselo, supo lo que me ocurría. Con solo mirarme a los
ojos. Me abrazó y, de nuevo, sentí como si el aire se llevara los problemas
lejos de mí, tan lejos que, de repente, no dolían nada.
Entró a mi habitación y bajó las persianas. Colocó la tarta sobre la
cama y encendió las velas. Me cantó el cumpleaños feliz. Me sonrojé. Era
el único que se había acordado.
—Feliz cumpleaños Adrián.
Y mientras lo decía, sacó de su mochila un regalo. Tenía un aspecto
rectangular. Me gustaba sentir el tacto de los regalos e intentar adivinarlos
antes de desenvolverlos, pero, en ese momento, me pudo tanto el ansia de
saber qué era, que ni lo pensé. Al quitar el envoltorio quedó sobre mi
mano una cajita. La abrí. Era un colgante. Un símbolo celta relacionado
con las brujas. Sabía que me encantaba ese mundo. Cuando cumpliera la
mayoría de edad tenía pensado hacerme ese tatuaje.
—Gracias —le dije emocionado.
Mientras me lo colocaba sentía su respiración chocar contra mi cuello.
Y entonces, mientras me lo terminaba de ajustar, sentí sus labios
eclosionar con mi piel. Mi vello se erizó y sentí algo nuevo, mucho más
grande que lo que había sentido hasta ahora, como si fuera un estallido,
como si la hoguera se hubiera extendido por medio mundo, pero sin gente,
solo nosotros, solo él y yo. Continuó recorriendo sus labios, de forma muy
suave, con delicadeza, a lo largo de mi cuello, mientras, con sus brazos me
rodeó y con sus manos acarició mi cuerpo. Nunca me había sentido tan
bien. Ojalá nos hubiéramos quedado ahí, él y yo, para siempre, sin
problemas, sin los problemas que estaban a punto de llegar. Toda esa parte
la hubiera obviado sin duda alguna.
Iba a darme la vuelta cuando, de repente, escuchamos un golpe que
provenía de la habitación de mi padre. Intenté abrir la puerta, pero estaba
cerrada y no contestaba ni respondía a los golpes. No me quedó más
remedio que derribarla a patadas. Y entonces, lo vi. Estaba tirado en el
suelo y no daba señales de vida. No podía perderlo a él también.
La hoguera se apagó, como si una ola mucho más grande se hubiera
abalanzado sobre ella. Fue una hoguera bonita y cálida mientras estuvo
encendida. Ojalá la hubiéramos podido prender durante más tiempo.
Aunque hubiera sido solo un poquito más…
LA CHICA DE LOS AROS Y EL HOMBRE DE
LA CARETA

—NO TIENES LA CULPA DE LO QUE PASÓ —le dice el hombre de la


careta.
—¿Y por qué no dejo de sentir que sí? —le responde la chica de los
aros.
—Todos nos sentimos responsables. Todos podríamos haber actuado de
otra forma —contesta con voz grave.
—Usted me ayudó mucho. Creo que también quiso ayudarle a él, pero
estaba muy perdido. Yo lo sabía, porque cuando me enfadé con él lo estaba
pasando muy mal. No podía dejar de pensar en Pablo, se habían vuelto a
enganchar, ¿sabe? Pero Pablo era así, un torbellino, lo tenía en su mano.
Cuando le picaba el gusanillo le llamaba y Adrián acudía como un idiota a
sus brazos. Pablo siempre le daba de lado, no quería salir del armario.
Tenía a su novia y su vida perfecta. Y a Adrián no le quedaba nada, yo era
su último eslabón y elegí al idiota de mi novio y todavía no sé por qué.
Siento que todos, en cierto modo, estamos conectados. Que todos hemos
elegido lo contrario a lo correcto, pero eso no cambia nada, ¿no? No
cambia lo que ha sucedido. Os vi juntos, un par de días antes de que
ocurriera, en el parque del río, ¿por qué? ¿Qué hacíais ahí?
—Supongo que es raro. Quiero decir, que nos hayas visto juntos. Nos
llevamos casi veinte años y no es lo propio. No te voy a engañar. Sería
muy fácil decirte que nos encontramos de casualidad y charlamos durante
unos minutos, pero no fue así. Nosotros quedábamos de vez en cuando. Él
necesitaba hablar y yo también tenía cosas que contar. Aunque no lo creas
los problemas no entienden de edad. Nos atacan a todos. Y a todos nos
sienta bien desahogarnos. No te guardaba rencor, así que no te comas la
cabeza, todo lo contrario, estaba muy agradecido de que compartieras con
él todos esos años de instituto, fuisteis dos grandes amigos y eso no se
olvida fácilmente.
La chica de los aros comienza a llorar. El hombre de la careta la
consuela en su hombro. Ambos están destrozados, ambos se sienten
destruidos, y ambos tienen una cuenta pendiente con su presente, una
cuenta que tienen que enfrentar, no por mí, sino por ellos, por su felicidad.
Ella sabe que tiene que alejarse del hombre que la manipula y salir de la
jaula, y él sabe que tiene que quitarse la careta y quemarla para no usarla
nunca más. La jaula y la careta jamás les harán felices.
—¿Os enamorasteis? —pregunta la chica con los ojos brillosos.
—¡No! Nosotros éramos amigos, aunque le fallé. Le prometí que le
ayudaría, pero no pude cumplir mi promesa. No me culpo de lo qué pasó,
podría haber hecho más por él, pero tenía un problema grave emocional:
una fuerte depresión, nos alejó. Necesitaba ayuda para solucionar sus
problemas, por desgracia se rindió antes de conseguirla. Le fallé, eso sí, le
fallamos todos, pero no podemos hacer nada por cambiarlo, solo por elegir
un nuevo camino a partir de ahora. Creo que ya sabes a lo que me refiero.
Y tras una conversación reflexiva, ambos se marchan, cada uno con
una idea en la cabeza. Pero, entonces, el hombre de la careta, cuando está
solo, se desploma, porque, aunque le había dicho que no se sentía
responsable de mi muerte, si lo que lo hacía, se sentía muy responsable,
porque él había sido la última persona con la que había hablado antes de
saltar. La última persona con la que había discutido.
MOMENTO 12

—LO ESTÁ PASANDO MAL —me dijo mi amiga Laura.


—Todos estamos pasándolo mal. Tengo doce años. Necesito que cuide
de mí, no yo de él —le respondí enfadado.
—¿Crees que la edad importa? Mira a tu alrededor. Estás rodeado de
imbéciles mayores que tú, pero que se comportan de una forma mucho
más infantil. Te ha tocado crecer, como a mí. Has sufrido el significado de
la pérdida, de cuidar de ti mismo, del dinero. Todo eso ha acelerado el
proceso de madurez. Ya no eres el niño de once años protegido por su
mamá, ahora has comprendido algo más importante: las personas pueden
ayudarnos, pero los únicos que realmente podemos protegernos somos
nosotros mismos.
Laura era muy madura para su edad, por eso encajé con ella
rápidamente, porque podía tener conversaciones que con el resto no fluían,
porque podíamos hablar de la vida sin que resultara una aburrida
conversación de dos pesados.
—Tengo miedo de que mi padre no se recupere. Me dijo que no
volvería a pasar, pero lo he visto seguir tomando, pastillas de forma
descontrolada. Se pasa el día en su mundo, sin darse cuenta de que no es el
único que la echa de menos. Apenas queda comida en el frigorífico y en
los armarios. Es una situación desastrosa. Tampoco tengo ropa que
ponerme, todo se ha roto o quedado viejo. La gente empieza a mirarme
como si fuera un bicho raro y no me gusta nada. —Me sinceré.
—¡La gente es idiota! Si tuviera que haber cedido a las presiones, hace
mucho tiempo que hubiera dejado de venir al instituto. Tu situación es una
mierda, no te voy a engañar, pero te harás muy fuerte algún día.
Construirás un escudo inquebrantable y ya nadie podrá hacerte daño. Si
quieres, esta tarde puedo acompañarte a comprar algunas cosas en
Mercadona. No quiero que te sientas solo, ahora somos un equipo. —Y me
sonrió.
Supe que no me había equivocado en ayudarla. Era una de esas amigas
que se convierten en hermanas de vida, de momentos.
—Por cierto, me gustan tus nuevos aros.
—Y a mí —me dijo más segura que nunca.
«El niño sin mamá y la ballena azul.» Estaba escrito en la pizarra. Me
quedé petrificado leyendo el mensaje. ¿Cómo podían haberse atrevido a
hacer algo así? Miré a la clase que estaba en silencio. Algunos todavía no
se habían dado cuenta de lo sucedido. Pablo se levantó junto a Irene y
Pedro y fueron rápidamente a borrarlo.
—¿Sois sus nuevas mamás? —dijo una voz grave al fondo de la clase. Le
miré ofendido.
Era Bruno. Nunca había hablado con él. Era un imbécil que siempre
intentaba chulearse delante de la gente, pero nunca me había elegido a mí
para hacerlo. Mis amigos lo ignoraron y borraron el mensaje de la pizarra.
Pero no podía dejar de darle vueltas, ¿cómo podía existir tanta maldad
humana? Estaba sufriendo, mucho, nadie podía imaginarse mi dolor, nadie
podía imaginar lo solo que me sentía desde que se marchó. No tenía
derecho a nombrarla. No tenía derecho a reírse de ese dolor.
—¿Vas a decir algo, brujo? ¿Estás preparando un hechizo para
convertirme en sapo? —La mitad de la clase se rio.
¿Cómo sabía que me gustaba jugar a eso? ¿Cómo sabía, de repente,
tantas cosas de mí? Me asusté, no solo porque me dolía ser el centro de las
risas y humillaciones, sino porque sentía que alguien podría haberme
traicionado.
—Bruno, tío, cállate ya, ¿no ves que está pasándolo mal? —le
recriminó Pablo con buenos modales. Él siempre intercediendo por mí.
Pero no fue suficiente, ¿pasándolo mal? ¿Eso era lo que justificaba que no
pudiera meterse conmigo? Daba igual estar pasándolo mal o bien, nadie
debería tener derecho a humillarte, nadie debería tener derecho a apagar tu
luz. Pero, una cosa son los pensamientos y, otra, la realidad, y la realidad,
muchas veces, era peor que una pesadilla.
—No sé por qué te juntas con esa nenaza, ni siquiera sabe defenderse
solo.
—¿Puedes cerrar ya esa bocaza, idiota? —le contestó Irene. Ella era
directa y fiel defensora de las personas que le importaban. Aunque él tenía
razón, no tenía valor para contestarle. Estaba asustado. Y lo único en lo
que pensaba era en no querer convertirme en un mono de feria. Pero era
demasiado tarde, el espectáculo acababa de comenzar y no había hecho
nada para evitarlo. Solo pensé, ¿por qué a mí? ¿No tenía suficiente ya con
mi madre y con mi padre?
—Tienes suerte de tener amigos, pero no te los mereces, maricón. —Y
como si fuera mudo, con la impotencia acariciando las cuerdas de mi
alma, me senté en la silla frente a mi pupitre, decepcionado. Todos lo
habían visto, Pablo había visto como había consentido que me humillaran.
Quise llorar, pero, al menos, eso lo pude contener.
Al terminar las clases, se acercaron a mí.
—Es un idiota no le hagas caso —dijo Irene mientras me daba un
abrazo.
—¡No! Tiene razón, no os merezco. No he sabido defenderme. No
quiero que me protejáis, puede que acaben metiéndose también con
vosotros —dije intentando ponerles a salvo.
—¿Qué estás diciendo? Bruno es idiota, solo tiene media neurona y la
usa para meterse con la gente. Lleva haciéndolo desde que entró al
instituto. Has hecho bien en ignorarlo, no te conviene entrar en polémica
—dijo Pablo tratando de quitarle hierro al asunto.
Pero no surtió efecto, porque él si se había metido, él me había
defendido de forma pública. Se lo agradecí a todos, pero seguía
sintiéndome como una auténtica mierda recién pisoteada.
Como siempre, Irene y Pedro se desviaron del camino tras pasar la
tienda de lámparas y acabamos Pablo y yo solos.
—¿Te puedo preguntar una cosa? —me dijo mientras cruzábamos el
paso de peatones que conectaba con el Consum. Asentí—. ¿Se lo has
contado a alguien? Quiero decir, ¿la gente sabe que eres…?
—¡No! —dije de forma tajante—. ¿Por qué piensas eso? —Me quedé
sorprendido.
—No sé, te dijo maricón. No pueden saberlo, ¿vale? Tienes que
disimular mejor. —Me apartó la mano de la cintura—. No coloques así tu
brazo, te hace verte femenino. ¿Por qué no te lías con una tía? Podríamos
acallar los rumores.
No podía creer lo que estaba escuchando. De repente, era como si se
hubiera convertido en otra persona. Sentí una puñalada. Era lo último que
necesitaba en ese momento, pero no quería perderlo, no quería que se
marchara, lo amaba y lo necesitaba.
—Perdóname, seré más cuidadoso. Intentaré liarme con una chica para
que nadie sospeche. ¡Lo siento Pablo! —Me disculpé como si hubiera
hecho algo malo y, por primera vez, Pablo no me hizo brillar, todo lo
contrario, echó sobre el fuego un cubo de agua, y un humo apestoso y
compacto comenzó a extenderse sobre nosotros, sobre nuestra historia.
Ojalá hubiera sido capaz de plantarle cara, ojalá no le hubiera preocupado
tanto lo que pudieran pensar. Ojalá nos hubiéramos quedado en el abrazo
que me dio en mi habitación, ahí fui feliz. Creo que él también.
LA CHICA DE LAS MALAS
DECISIONES CONFIESA

—¿HAS HABLADO CON ÉL? —le pregunta una policía.


—Cogió el teléfono esta madrugada. Estaba enfadado y me colgó —le
contesta.
—¿Enfadado? ¿Le dijiste algo que pudiera ofenderle?
—Sí, antes de que se marchara le dije que ojalá se hubiera muerto. Que
no valía nada como persona y que no quería volver a saber nada de él. No
lo pensaba, pero estaba enfadada. Me traicionó —contesta con lágrimas en
los ojos.
—¿Crees saber dónde podría estar? ¿Alguna vez te dijo algo? No sé,
¿algún lugar donde le gustaría escaparse? —Ella negó con la cabeza.
—Conmigo no hablaba de esas cosas. Quizá Bruno pueda saber algo, el
otro día los vi juntos en el Parque del Circuito. ¿Crees que le ha podido
pasar algo? —pregunta muy preocupada.
—Es habitual en estos casos. Mucha gente responde así ante sucesos
traumáticos. Creemos que huir lejos soluciona el problema, pero, como
casi todo el mundo, volverá. Mientras tanto, no vuelvas a llamarlo,
déjanos hacer nuestro trabajo, ¿sabes dónde podemos encontrar a Bruno?
Le da la dirección.
—Es un chico extraño. Ya lo conoceréis, él tiene mucho que ver con lo
que ocurrió con Adrián. Le hizo la vida imposible. Bueno, todos
contribuimos a ello. ¿Puedo confesaros una cosa?
—Claro, ¿qué quieres contarnos?
—Fui yo. La que llenó de fotos las paredes del instituto y del pueblo.
La que mostró el cuerpo desnudo de Adrián. Estaba furiosa porque Pablo
le quería. Encontré esas fotos en su móvil. Habían hecho cibersexo
mientras estaba conmigo. Así que me las envié, las imprimí en casa y las
publiqué para joderle. Él no tenía la culpa, porque estaba enamorado, él no
tenía la culpa de que Pablo me hubiera usado durante esos años como su
tapadera. Yo lo amaba y no quería verlo, pero entre ellos siempre hubo una
conexión especial, desde el primer momento.
—Lo que nos estás contando es algo muy grave, es un delito contra la
privacidad y la intimidad. El padre de Adrián ha denunciado el acoso,
también lo de las fotos, si no retira los cargos te esperará un largo proceso
judicial. Espero que entiendas que esto no es un juego de niños, es mucho
más peligroso y habéis llegado muy lejos —le dice la policía mientras la
chica de las malas decisiones no deja de llorar—. Vete a casa, y recapacita,
si fuera tu madre te hubiera enseñado muy bien cómo funciona la vida.
Habéis destrozado una, no me extraña que no podáis dormir por la noche.
—Es muy dura con ella. Cynthia lo pasó mal para llegar a ser policía, tuvo
que aguantar, durante años, el acoso de sus compañeros, insultos como
marimacho e, incluso, algún golpe. Pero consiguió mantener encendida su
llama y cumplió su objetivo, llegar mucho más lejos de lo que nadie
hubiera imaginado.
La chica de las malas decisiones se marcha y, de camino a casa, saca el
teléfono y busca el número de asistencia psicológica que guardó la noche
pasada. Tiene dudas, pero sabe que necesita ayuda profesional. Sus celos
enfermizos podrían marcarla para el resto de su vida, aunque una parte de
ella sabe que todavía puede salvarse. Está a tiempo de encontrar una mejor
versión.
—Habla con el despacho de la doctora Marta, ¿en qué puedo ayudarle?
—pregunta un secretario. Pero no responde, tiene miedo y, entre lágrimas,
cuelga el teléfono.
MOMENTO 13

NO PODÍA DEJAR DE RECORDAR sus palabras. ¿Cómo podía querer


que me liara con una chica? Todo lo que yo deseaba era que fuéramos solo
nosotros. No me consideraba gay, ni heterosexual, ni bisexual, ni nada de
eso, solo tenía ojos para él. No quería pensar en etiquetas. Pero, ahora, no
hacía más que darle vueltas a lo mismo. ¿Tanto se me notaba? No me
sentía cómodo con mis actuaciones, dudaba de mi masculinidad y no por
culpa de Bruno, sino por culpa de Pablo. La misma persona que me salvo
del precipicio me había arrojado a él, ¿en quién podía confiar ahora? Mi
padre estaba ausente y Pablo quería que fuera otra persona; el resto del
mundo no conocía mis secretos e iba a seguir siendo así.
Por la tarde, después de entrenar, Pablo vino a casa. Íbamos a repetir el
plan de siempre: jugar un rato al ordenador mientras, en secreto,
seguíamos descubriendo emociones nuevas. A pesar de todo, quería que
siguiera siendo así, porque me sentía atraído por él como si fuera un imán.
—Te he echado de menos —me dijo al verme. Y sonrió.
Esa sonrisa era mi debilidad. Volví a apoyar mi cabeza sobre su pecho
y dejé que sus manos se enredaran con mi cabello, mientras, en silencio,
lloré sin que se diera cuenta.
—No quiero que te vayas nunca —dije mientras le daba un beso en el
corazón—. Me siento muy feliz contigo. No sé qué nos está pasando, pero
no puedo controlarlo.
—Yo tampoco —me respondió—. Nadie me había hecho sentir así.
Y extendí mis brazos alrededor de su cuerpo para abrazarlo con fuerza,
para estar pegado a él lo máximo posible, para sentir nuestras pieles a
través de la ropa.
—No quiero liarme con una chica —le dije.
—Pero la gente empezará a sospechar…
—Me da igual la gente. La gente no va hacer que mi madre vuelva, ni a
curar a mi padre, ni a llenarme de vida como haces tú. Me dan igual. Nadie
tiene que saber este secreto, es cosa nuestra.
—No quiero que nos destruyan —dijo apenado.
—Eso no pasará, no dejaremos que pase. —Me levanté de la silla y le
invité a tumbarse conmigo en la cama. Y ahí, levanté su camiseta y la mía
y dejé que, de verdad, las pieles entraran en contacto sin la ropa. La
hoguera volvió a prenderse, emitió un resplandor gigante que casi tocaba
el sol. Era lo que quería para siempre, para el resto de mi vida.
Y entonces, me besó. Mi primer beso, y olvidé todas las cosas malas,
como si hubieran dejado de importar. Yo le besé también, con pausa,
descoordinado, pero amarrado a él sin intención de quitarme. No sabía lo
que era besar a alguien, pero ahora que lo había descubierto quería poder
hacerlo todos los días de mi vida. Él era mi familia, mi nueva familia, y
quería que cuidáramos el uno del otro.
—Me encantas —dije lleno de felicidad. Él me contestó con su
sonrisa. Y entonces, supe que estaba completamente enamorado.
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO INTENTA
EMPEZAR

HA CONSEGUIDO JUNTAR TRESCIENTOS EUROS. Se ha alquilado


una habitación en el hotel Hyltor aprovechando una promoción bastante
económica. Se aloja durante una semana por 150 euros. Mientras tanto,
reflexiona sobre qué hará con su vida. Tiene claro que no va a volver a
casa. No va a tolerar que su padre vuelva a tratarlo así. Está cansado de sus
abusos y sus gritos. Quiere cambiar, quiere desaprender las cosas que ha
aprendido en su casa y adquirir unos nuevos conocimientos que le
permitan ser feliz. No es algo fácil, pero sabe que es posible.
También reflexiona sobre mí. Piensa en lo que ocurrió entre nosotros
antes de que saltara desde la azotea. Se acuerda de nuestros primeros
encuentros en el Río Muerto, concretamente de nuestra primera vez: era de
noche y no había nadie. Me recogió en el coche. Había pasado más veces.
Una vez allí comenzamos a liarnos, sin hablar demasiado. Nos quitamos la
ropa y tuvimos un encuentro sexual. Le gustaba sentirme, le gustaba
quitarse, por un momento, ese traje de macho ibérico que portaba de cara a
la sociedad. Después se quedaba abrazado a mí, durante un par de horas,
disfrutando del calor de mi pecho. Sé lo que sentía, porque yo también lo
había sentido con Pablo. No puedes huir de esas emociones por mucho que
lo intentes. El amor es tan grande y tan fuerte que nos vuelve locos, nos
hace tragarnos el típico “yo nunca lo haría”, porque, por amor, hacemos
muchas cosas impensables. Pero yo no estaba enamorado de él, para mí
era solo sexo y compañía. Nadie podía reemplazarlo, mi corazón tenía su
nombre y no era capaz de mirar más allá. Solo quería al chico de las
arrugas.
Se siente solo, nunca tuvo una amistad de verdad. Nadie a quién llamar
para poder desahogarse. Lo consiguió todo mediante el miedo y, cuando el
miedo dejó de funcionar, se desinfló como un globo pinchado. Las
consecuencias de nuestros actos siempre acaban pasándonos factura y,
cuanto más tardan, mayores son los intereses. Durante años ganó el miedo,
pero no venció la batalla final. Así que, ahora, desolado, se da cuenta de
todo el daño que me hizo. Pero también sabe, que luchó todo lo que pudo
para protegerme.
Deja las cosas bien colocadas en la que será su nueva habitación
durante la próxima semana, y se marcha con intención de ir al hospital.
Quiere verme. Llega hasta el Morales Messeguer. Aparca su coche. Entra
al hospital, pero tiene miedo. Puede que lo que vea no le agrade, puede que
lo que quede de mí termine destruyéndolo aún más. Así que, cuando está a
punto de llegar a la habitación da media vuelta y se marcha. No tiene
lágrimas, porque no le enseñaron a llorar. Eso era cosas de mujeres, le
dijeron durante toda la vida. Aun así, yo alguna vez le vi llorar.
Me quedo con eso.
MOMENTO 14

NO TENGO NI IDEA DE QUÉ ES EL AMOR. Ni siquiera sé si existe o,


simplemente, nos lo meten en la cabeza. Pero si sé lo que es depender de
alguien. Eso es una mierda. Nosotros dependíamos de mamá y nos dejó
destrozados, sobre todo a mi padre. Cuando se marchó cometí un error,
supongo que más de uno, pero concretamente un fallo crucial. Debería
haber aprendido a quererme y a tener amor propio, pero eran conceptos
que, con la edad que tenía, se quedaban muy lejos de mi alcance. Así que,
decidí crear una nueva dependencia en Pablo. ¿Era amor? Yo lo sentía así,
pero iba más allá de eso. Lo quería conmigo. Si hubiera podido desear que
nos quedáramos solos durante toda la vida en mi habitación, lo hubiera
hecho. Se que no era sano, pero era mejor que lo que sentía cuando estaba
solo, de eso no tenía ninguna duda. Si mi padre o alguien me hubiera
ayudado, me hubieran aconsejado, todo podría haber sido diferente; pero
solo estábamos Pablo y yo. Y bueno, Laura, que acababa de entrar a mi
vida. Menos mal que llegó, porque ella alivió muchas heridas.
Cuando amamos a una persona, al menos de la manera en la que yo le
quería, hay momentos para los que no estamos preparados. Momentos que
pueden hacer que esa hoguera que se había encendido comience a
extenderse hacia a ti. Ya no es calor, es fuego ardiendo y quema. Y duele.
Y enterarme de eso me dolió mucho, suena casi egoísta, pero me dolió casi
tanto como la ausencia de mi madre.
Irene me llamó por teléfono. Estaba agobiada y necesitaba hablar. Le
dije si quería que fuéramos al parque de Mercadona, pero prefirió venir a
mi casa. No quería que hubiera gente delante. Llegó muy rápido. Sabía que
se trataba de algo importante. Me sorprendió que quisiera contármelo a mí
y no a Pablo. Ellos eran mucho más amigos que nosotros. Pero ese fue mi
error, no darme cuenta de lo que pasaba realmente.
—Tienes que jurar que no se lo dirás a nadie —me dijo muy
convencida.
—Te lo juro —le contesté mientras besaba mis dedos como símbolo de
decir la verdad.
—Pablo me ha pedido salir.
Y todo se rompió, en un momento. Sentí como el fuego quemaba mi
piel y como mi corazón se descomponía. Las lágrimas querían atravesar
las compuertas acumulándose en mis ojos. No quería haberlo escuchado,
no quería.
—Pensaba que erais amigos, mejores amigos —dije intentando
mantener la compostura, con un fuerte nivel de ansiedad emanando.
Actuando, como parecía que llevaba haciendo varios meses.
—Llevamos semanas liándonos detrás del colegio. Me dijo de llevarlo
en secreto para que nadie se metiera. Y anoche me pidió salir.
¿Anoche? Cuando se marchó de estar conmigo, de estar tumbados
juntos, en mi cama. Me sentí traicionado. Había vivido la soledad, el
desapego, pero no la traición, era algo nuevo para mí. Y dolía mucho, era
como si estuviera desangrándome, pero lo peor era mi cara de idiota
fingiendo alegrarme por ella mientras, por dentro, estaba roto y necesitaba
un abrazo. Y entonces, tuve un pensamiento fugaz, muy extraño. Pensé en
la muerte, pensé en desaparecer; lo disuadí rápidamente. Pero todo
comenzó ahí, lo sé, todo comenzó en ese momento, como si una pequeña
mota de oscuridad hubiera plantado la semilla en mis ojos. Después, las
circunstancias se encargaron de echarle agua para que creciera. A veces,
las personas que más amamos son las que más nos destruyen. La ausencia
de mi madre me destruyó, la traición de Pablo, también.
—Tendremos que celebrarlo. ¿Cuándo lo haréis oficial? —pregunté
con una hipócrita sonrisa. Ella no tenía la culpa. Lo quería, no podía
enfadarme, aunque lo estaba.
—No lo sé, pero pronto. Quería preguntarte si te ha hablado de mí. No
sé, sois como hermanos. —Sonreí.
Sí, eso éramos, como hermanos. Hermanos que se prometen besos y
caricias, pero no iba a interponerme entre ellos, por mucho que me doliera,
por mucho que quisiera que fuera una broma; no iba a seguir
ridiculizándome. Eso fue lo que pensé en ese momento, ojalá hubiera sido
capaz de cumplirlo.
—¡Claro que sí! Vais a ser muy felices, era cuestión de tiempo que
esto pasara.
Y se ilusionó. Lo supe porque eran los ojos que ponía yo cuando Pablo
me acariciaba o me hacía sentir importante. Una puta mentira. Nada
podría cambiarlo. ¿Sabes esa sensación de querer que algo funcione, pero
sabes que se ha golpeado y en cualquier momento se romperá? Esa
mancha lo cambiaba todo y creaba nuevas emociones que nunca había
tenido: inseguridad, celos y rabia. Y todas ellas se hicieron notar.
—Tú también encontrarás a una chica que te guste.
Le di gracias a ese típico comentario para salir del paso. No era culpa
suya me dije de nuevo, intentando no crear ningún tipo de rencor hacia
ella. Era mi amiga y estaba tan engañada como yo. Aun así, una parte de
mí, deseó que ojalá no hubiera aparecido nunca entre nosotros. Sé que no
estuvo bien pensar eso, pero no podía controlarlo. También pensé que ojalá
yo fuera ella, que ojalá fuera una chica y lo nuestro no fuera un amor
prohibido. Tonterías que se piensan cuando has perdido el rumbo de tu
vida.
Se marchó sonriente, como si hubiera absorbido toda mi felicidad. Me
senté en el suelo del pasillo y me fui deslizando hasta quedarme tumbado,
sintiendo el frescor del mármol impactar en mi piel. Abriendo las
compuertas que había cerrado, permitiendo que todas mis lágrimas
circularan como si fueran una corriente brava de agua. Estuve durante tres
horas, al menos, tirado en el suelo. Pero nadie se dio cuenta.
EL CHICO DE LAS ARRUGAS SE BAJA DEL
COCHE

SE ACERCA AL HOTEL CASTILLA de Fuenlabrada. Lo vimos en


Google Maps un día. Era económico. Me prometió que nos alojaríamos ahí
este verano para ver Fuenlabrada, la ciudad en la que quería estudiar mi
carrera. Podíamos estar ahora, en ese momento, los dos juntos, pero había
acudido solo. Eso sí, me tenía en sus pensamientos todo el rato. Había
apagado el teléfono, cansado de las constantes llamadas que había recibido
por parte de todas las personas que se preocupaban por él. Reserva una
habitación por tiempo indefinido y, tras alojarse, recorre la ciudad. Llega
hasta el campus de la Universidad Rey Juan Carlos y lo contempla durante
un tiempo, pensando que mis sueños no deberían haber sido arrebatados.
Arrepentido de no haber cumplido su promesa.
Me quiere, es innegable que, a su modo, lo hace, pero no ha sabido
enfrentarse a sí mismo y, mucho menos, quererse. Sus padres tampoco se
lo pusieron fácil, aunque esa parte nunca me la contó. Ser homosexual en
el año 2004, en un pueblo, no era fácil, aunque pudiera parecer que fue
ayer. El mundo ha evolucionado a pasos agigantados y ha inyectado de
libertad muchas ciudades, aunque todavía de forma insuficiente.
Caminando encuentra, de casualidad, un centro de tatuajes. Y sin darle
muchas vueltas entra. Nunca ha pensado en la idea de hacerse uno, pero,
de repente, una imagen se proyecta en su mente y no quiere dejarla pasar.
Pablo es así, impulsivo. Se prepara, un poco asustado, pero convencido de
que es lo correcto. Y mientras lo único que desea es poder volver atrás y
cumplir con todas sus promesas, darme todos los besos que no pudo y
viajar conmigo al fin del mundo, la tatuadora comienza a dibujar el
símbolo celta del collar que me regaló, el símbolo celta que quería
tatuarme.
Y entonces, lo único que deseo es despertar de este sueño en el que
estoy y poder abrazarlo, porque a pesar de todo, a pesar de las tantas cosas
que han ocurrido, mis manos siguen buscando sus arrugas; nadie podrá
cambiar eso, ni la muerte.
MOMENTO 15

ESE DÍA ME VESTÍ DIFERENTE. No tenía mucha variedad de ropa, pero


la suficiente para comenzar la transformación que quería transmitir al
mundo. Estaba enfadado y quería que lo supieran. Me daba igual parecer
inmaduro o que quisiera llamar la atención. No lo hice porque me
identificara con ese estilo, sino porque sabía que no pasaría desapercibido.
Cogí ropas negras y vestí mi cuerpo con ellas. Dejé mi pelo peinado hacia
delante en vez de peinarlo con un tupé. Me coloqué una pulsera de pinchos
que me había comprado en una tienda de comics y camisetas de grupos de
rock. Quizá era un insulto a los que de verdad sentían esos colores, pero
tenía ganas de que todos supieran lo que habían hecho, de que todos vieran
cómo me sentía de verdad. Otro error. Un gran error. Eso no iba a traerme
felicidad, sino todo lo contrario. Además, era ridículo. Mi padre, como de
costumbre, no se dio cuenta. Yo tampoco me despedí esa mañana, ¿para
qué? Había decidido olvidarse de que tenía un hijo porque no era capaz de
afrontar que mamá se había ido. Las miradas comenzaron desde que puse
un pie en la calle. No era frecuente ver gente vistiendo así por el pueblo.
Estaba cansando de hacer lo frecuente. Aunque lo cierto era que, vistiendo
así, sin ser algo que me identificara, no me hacía brillar, sino todo lo
contrario, me apagaba más. Mi madre se hubiera decepcionado al verme.
Pero no importaba ya. La realidad es que ella nunca volvería a opinar, ni a
protegerme. Fui solo. No quise esperar a mis amigos, no quise esperar a
Pablo. Sentía mucha rabia dentro de mí. Ganas de decirle que era un
traidor, una mierda de amigo o lo que quisiera que fuéramos, pero no
podía hacerlo porque sería reconocer que éramos algo más y, aunque era
todo lo que deseaba, también era todo lo que temía. Y en ese momento, sin
su protección, no era capaz de enfrentarme a mi identidad. De su mano, de
sus arrugas, todo era más fácil.
—¿Y ese cambio de look? —me preguntó mi amiga Laura.
—No sé, quería probar algo diferente. Estoy cansado de ir siempre de
acuerdo a lo normal —le contesté.
—No te pega nada. Quizá tengas que encontrar tu estilo, pero vestirte
así, ese cambio radical, no creo que sea de verdad. Aunque tienes derecho
a equivocarte —me dijo. Ella sabía analizarme. Había sido observadora
durante mucho tiempo, en muchas terribles situaciones.
—¿Y qué me pega? Tú tienes el pelo azul y nunca te he dicho que no te
pegue… No quiero que tú también te pongas en mi contra —dije a la
defensiva.
—Solo te he dicho lo que pienso. No es porque sea llamativo o
diferente, es porque creo que no lo haces de corazón, pero quizá me
equivoque. He tenido muchas veces esa mirada de dolor… Sabes que
puedes contarme cualquier cosa, ¿no?
Claro que quería hacerlo, me estaba ahogando de guardarlo para mí,
pero no podía, no era capaz de contar esa verdad sin sentir que estaba
yendo contra mi propia naturaleza. Era lo que me habían enseñado, lo que
había oído año tras año; no era fácil de olvidar. Así que, una vez más,
recurrí al engaño y sonreí.
—Me siento cómodo con esta ropa. No te preocupes. —Supe que no
me había creído. A mí también se me empezaba a dar bien eso de analizar
a las personas.
Entré a clase, sabiendo que estaba expuesto a los comentarios de todos,
a las miradas que duelen más que unas palabras y al dolor de ver al chico
que me gustaba. Y así fue.
—¿De qué vas vestido? —preguntó Pablo bastante sorprendido. Tras
él, su novia y Pedro.
—¿Podéis no mirarme así? He cambiado de look, eso es todo, ¿tanto os
importa?
—Bueno, parece que se ha levantado hoy con el pie izquierdo —
contestó Irene.
—Pareces otra persona —añadió Pedro. Hablaba poco, pero siempre
decía algún típico comentario.
—Soy otra persona. —Y miré a Pablo—. No tenía ganas de seguir
fingiendo que todo iba bien. No todos hemos encontrado a la persona que
nos complementa. —le sonreí cuando, lo único que quería, era darle un
puñetazo—. Enhorabuena tortolitos.
No esperaba esa respuesta. Sus ojos se quedaron paralizados, con una
reacción emocional similar al caminar de una tortuga. Disfruté dándole
ese golpe inesperado.
—Sí, está claro que a ti también te hace falta encontrar a una chica. A
ver si vuelves a recuperar el norte —contestó finalmente.
¿Encontrar a una chica? ¿Era idiota? Yo había encontrado justo lo que
quería. Ojalá no me hubiera acariciado el culo aquel día después de jugar
al futbol. Él encendió la hoguera y se fue sin echarle leña. Y no solo eso,
decidió encender una nueva mientras la mía seguía creciendo.
—¡No necesito a nadie! Se puede estar bien solo, la gente te traiciona a
la primera de cambio. Me ahorraré más decepciones —le respondí.
—Pero ¿qué pasa aquí? ¿Hay algo que no nos hayas contando? —
interrumpió Irene con curiosidad.
—¡No, no te preocupes! Son consejos que me dio mi madre. Ya sabéis
que es la única persona en la que confío. —Y como siempre que sacaba el
tema, todos pusieron esa mirada de “pobrecito, ojalá lo supere algún día”,
pero, al menos, dejaron de hablar de mi ropa y de mi vida sentimental.
—Mi más sincero pésame —dijo Bruno al entrar por la puerta. Media
clase dejó que sus risas se extendieran. Ni lo miré. Le regalé indiferencia
—. ¿Se ha muerto tu mamá? ¡Ah, espera! Ella ya estaba muerta.
Esta vez nadie se rio. Pero dolió mucho más que el primer comentario.
¿No tenía un poco de empatía? ¿Por qué no me daba una hostia y dejaba de
meterse con mi madre?
—Ojalá nunca tengas que pasar por lo que él ha pasado. Eres un idiota
Bruno —le dijo Irene bastante dolida. Ella siempre sacaba las uñas y yo,
sin embargo, solo pensaba en que ojalá nunca se hubiera cruzado en
nuestras vidas.
—Dejad de defenderlo. Él tiene boca, a ver si un día se comporta como
un hombre y se atreve a decir algo. —Me estaba provocando. Era lo que
llevaba buscando desde hace días. Y salté. Y la cagué aún más.
—¿Sabes por qué me duele tanto que menciones a mi madre? Porque
cuando eran las ocho de la tarde tenía que estar en casa o me castigaba,
porque antes de dormir tenía que leer durante media hora, porque no podía
hacer planes hasta no haber terminado mis deberes, porque mi madre se
preocupaba por mí, porque mi madre me quería. Entiendo que sea difícil
de entender para alguien como tú, alguien cuyos padres ignoran todo el
tiempo. —Y le devolví el golpe.
Supe que le había dolido porque esa mirada era delatadora, pero
también supe que el contraataque sería inminente. En ese momento se
calló, no dijo nada. Toda la clase se quedó estupefacta, nadie esperaba mi
respuesta. Parecía un espectáculo en el que a nadie le importaba cómo lo
estuviéramos pasando. Y encima, sentí pena de haberle dicho eso. No se la
merecía.
Cuando terminaron las clases hicimos la ruta de siempre. Quise ir solo,
pero mis amigos me interceptaron. Finalmente quedamos Pablo y yo
regresando a casa. No quería quedarme a solas con él. No quería
enfrentarme a esa situación.
—¿Estás enfadado? —me preguntó.
¿Podía ser más estúpida esa pregunta?
—Peor. Estoy decepcionado, pero no quiero hablar de esto. ¡Quiero
irme a casa! —le dije intentando no entrar al trapo.
—Podemos seguir viéndonos, en tu casa, en tu habitación, no tiene que
cambiar nada entre nosotros.
Cada vez me estaba decepcionando más. Era como si la perfección que
mi mente había construido sobre él estuviera, ladrillo a ladrillo, cayéndose
desde lo más alto.
—Yo te quiero, pero no puedo, simplemente, aceptar esta locura. Tengo
celos de ella. Llevo todo el día imaginando que la besas como me besaste
a mí, que la tocas como me tocaste a mí. No puedo fingir, y que lo nuestro
se limite a un par de horas una vez a la semana en mi habitación. ¡No tiene
pies ni cabeza! —dije mientras comenzaban a caer lágrimas.
—Todo cambiará algún día, pero, mientras tanto, tenemos que fingir y
disimular. Yo también te quiero, pero es más fácil si la gente no sospecha.
No he besado a nadie como a ti, no he tocado a nadie como a ti; eres único.
—Y su forma de hablar, de hacerme sentir una prioridad, tenía la fuerza
para llevarme a su terreno. No podía resistirme.
—Ella no se lo merece —dije intentando contener las lágrimas.
Deseando que me abrazara.
—Lo solucionaré todo, pero dame algo de tiempo, por favor. No te
enfades conmigo. —¿Cómo iba a hacerlo? Si le bastaba sonreír para que se
me olvidara todo—. Pero tienes que volver a ser tú. Esa ropa no es para ti.
—Y con ese último comentario, volvió a recordarme lo que realmente
quería.
—¿Ahora la ropa es el problema? Tú no quieres estar conmigo. No te
gusta mi ropa, quieres que me enrolle con chicas y que deje de posar mi
mano sobre la cintura. Tú quieres un juguete con el que divertirte
mientras, con Irene, te lo tomas en serio. ¡Déjame, no quiero seguir
hablando contigo! Tengo que pensar… —Me marché totalmente
destrozado.
—Si la gente empieza a hablar nos destruirán, tenemos que ser discretos
para poder seguir queriéndonos. —Fue lo último que dijo, pero la
discreción solo la quería conmigo. No se trataba de discreción, se trataba
de cobardía. Y yo necesitaba a alguien valiente. Aunque mi mente no
dejaba de pensar en él.
LA MANO QUE NO SE MUEVE

LA SIENTO AHÍ, DÍA TRAS DÍA. Puedo oír como sus pensamientos
desean que despierte. No se ha separado de mí, desde lo ocurrido. A veces,
basta que una bomba explote para que despiertes y te des cuenta de lo que
hay a tu alrededor. Parecía ser demasiado tarde. La culpabilidad es peor
que una bala, la culpabilidad puede quedarse para siempre. Había estado
demasiado metido en sus problemas, en su depresión y no se había dado
cuenta de que mi mundo se estaba oscureciendo. Luché mucho por
ayudarlo, pero cada desprecio, cada vez que hacía oídos sordos y me
ignoraba, cada vez que me oía llorar y no venía a mi habitación, hacía que
mi mundo se tornara de negro. La hoguera nunca se apagó del todo, pero el
fuego no era igual. El humo lo distorsionaba todo y un hedor a plástico
quemado marcaba, de forma cada vez más notoria, toda mi vida. Pero, a
pesar de haber creído que lo odiaba con todas mis fuerzas, no le guardo
ningún rencor, incluso sigo queriéndole. Sé que se quedó ahí, en la marcha
de mamá y no supo seguir circulando. Yo también me quedé en Pablo, y
solo nos conocíamos de unos años. Mi padre y mi madre llevaban toda la
vida juntos. No quiero imaginarme cómo de duro pudo ser ese golpe. No
voy a justificar lo que hizo, porque por mucho que le doliera, tenía una
razón para seguir adelante: yo. Debió sacar fuerzas para hacer que su hijo
no se hundiera en la miseria. Hubiera bastado con una mirada de vez en
cuando. Yo no quería que se convirtiera en mi madre, solo un poco de
atención, un poco de apoyo, un consejo de padre a hijo.
Cubre mi mano con las suyas y agacha su cabeza hasta entrar en
contacto conmigo. Siento como sus lágrimas se escabullen entre los
huecos de sus manos hasta desvanecerse en mi piel. Ha hecho una
promesa: si salgo de esta se convertirá en un padre ejemplar. Parece que
todo el mundo quiere cambiarlo todo, de repente, pero tuvieron tantas
oportunidades para hacerlo que no termino de entender por qué ahora.
Siento que hay una cola de personas esperando para pedirme perdón. No
quiero perdonarlas, tampoco que piensen que estoy enfadado con ellas.
Solo quiero que sigan su camino y superen sus problemas. No podría, por
mucho que quisiera, volver a confiar en quién me ha traicionado. La
traición es una mancha oscura difícil de ignorar, siempre estará ahí, ante
cualquier sospecha. Pero, a pesar de todo, deseo con todo mi corazón que
puedan ser felices, superar sus obstáculos.
La mano no se mueve, sigue ahí, día tras día, deseando que abra los
ojos, pero nadie sabe si los volveré a abrir y, en caso de que los abra, de
qué manera.
—No tenemos buenas noticias —dice el médico. Y entonces, mi padre
suelta mi mano. ¡Menuda noticia! Era terrible.
MOMENTO 16

—¿CUÁNDO VAS A LIMPIAR LA CASA? —dije enfadado.


—Eres mayorcito para hacerlo tú —me contestó.
—Tengo doce años, aunque ni siquiera te acordaste de mi cumpleaños.
Deberías ser responsable de mí y no al revés —Estaba furioso.
—Solo necesito dormir un poco más. —Su voz no era estable. Sabía
que estaba bajo los efectos de las dichosas pastillas. Últimamente era
difícil verlo de otra forma.
—Papá, me dijiste que ibas a cuidar de mí. Podemos ir a pescar todas
las semanas, lo que tú quieras, pero no sales de la habitación. Necesitamos
comprar comida y ropa nueva. —Cerró los ojos y todo cuanto se escuchó
fue el silencio entremezclado con el sonido de mis lágrimas. Aunque, lo
reconozco, cada vez lloraba menos.
Fui al instituto, solo, con mis ropas oscuras y mi mirada perdida.
Llegué media hora tarde. En mi instituto cuando llegabas más de 10
minutos tarde tenías que traer algo que justificara tu retraso. Tuve suerte
de que el director me viera. Fue desconcertante para él. Yo siempre era el
que llegaba puntual, el que sacaba dieces y el que le daba importancia a su
futuro, pero, ahora, el futuro había perdido todo su valor; no me importaba
nada.
—¿Estás bien, Adrián? —No sé qué le sorprendía más: si verme
vestido de negro con el pelo despeinado, haber llegado tarde o, quizá, la
mirada triste que me delataba.
—¡Sí, claro! Como siempre. —Mi contestación fue seca y falsa.
—¿Sabes una cosa? Todas las personas a las que ves cuando caminas
por la calle, cuando te sientas en el pupitre, cuando vas de viaje. Todas
tienen problemas, nadie puede escapar de ellos, son como una garrapata,
se enganchan a ti y te absorben todo cuanto pueden. Nosotros solo
podemos tomar una decisión, la de que nos afecte lo mínimo posible.
Cuando la garrapata vea que no hay más sangre, ella misma se largará y
todo quedará en un triste recuerdo. Eres muy joven y tienes que aprender
muchas lecciones de vida todavía, pero, te aseguro, hay solución para todo,
por muy terrible que parezca, muchacho.
—¡No! Sé que soy un crío y que cambiaré de pensamientos muchas
veces en mi vida, pero no me mientas, no todos los problemas pueden
solucionarse, nadie podrá devolverme a mi madre; así que eso no tendrá
solución nunca. —Era la primera vez que la mencionaba y no tenía ganas
de llorar. Todo lo contrario, ese punto negro que se había ligado a mí
comenzaba a agrandarse, a llenarse de odio.
—¡Tienes razón! Nadie podrá hacer que tu madre vuelva. La ausencia
es lo único que no tiene solución en la vida, pero esa ira que sientes contra
el mundo tendrás que aprender a canalizarla de otra manera. El odio no te
dará paz, solo más odio. Cuando mi mujer y yo nos separamos sentí que el
mundo se había derribado para mí, no exactamente por ella, sino por mi
hija. Tenía cuatro años y supe que todo se limitaría: las visitas, los
momentos y los recuerdos. Me perdería muchos detalles por no poder estar
con ella las veinticuatro horas. Me hizo sentir odio, ¿cómo podían
separarme de lo único que mantenía viva mi llama? Pero, con el paso del
tiempo, tuve que aprender a canalizar eso en cariño, en lo mejor para ella,
y me conformé con lo que la ley estipuló para poder verla. Fue muy
doloroso, pero las heridas cicatrizan y, una vez pasa el tiempo, todo cuanto
queda es el recuerdo de ese dolor; solo que ya no duele como antes, ni de
la misma manera, aunque siempre está ahí, recordándote quién eres y las
cosas que has hecho para sobrevivir.
—Pero usted puede seguir viendo a su hija, yo nunca más veré a mi
madre. No intente compararlo. —No hablaba yo, hablaba el odio.
Y se quedó en silencio, mirándome, sin saber que más decir. Sus ojos
sentían pena. Estaba cansado de verlo en tanta gente: mis vecinos, mis
amigos, los profesores. No quería pena, quería comprensión. Necesitaba
que Pablo volviera a ser como antes, con él me sentía bien, él calmaba mi
dolor, él me ayudaba a brillar. Eso no lo sabía nadie, solo nosotros, pero
me hubiera dado igual lo que opinaran los demás, solo me importaba él.
—¿Alguna vez se ha sentido en medio de dos caminos? Si mira a la
derecha hay un muro y si mira a la izquierda una caída. ¿Qué hace?
¿Intenta escalar el muro o, directamente, salta al vacío?
—Si saltas lo perderás todo, si escalas el muro, quizá, también caigas y
lo pierdas todo, pero tienes una oportunidad de alcanzar una nueva
superficie en lo alto, tal vez, entonces, veas algo diferente, algo mejor.
—¿Y si escalar el muro pudiera dañar a otras personas? —pregunté
mientras pensaba en él.
—Piensa en ti por encima del resto. Eres la única persona que estará
siempre en tu vida, sálvate a ti primero, luego, podrás salvar al resto. Pero
tú eres la prioridad, no dejes que nadie te haga sentir lo contrario. —Se
preocupaba por mí. Era un buen director, con una vocación verdadera y,
sobre todo, una gran persona. No todos los institutos podían presumir de
contar con un director tan observador, que se preocupara tanto por los
alumnos.
—Gracias —le dije antes de levantarme de la silla para ir a clase.
—Gracias a ti. Eres un chico muy imaginativo, muy maduro para tu
edad. No eres el único que tiene que escalar el muro, ahora también sé lo
que debo hacer. —Y me sonrió. Me alegré de haberle ayudado, ambos lo
habíamos hecho. Iba a escalar el muro y asumir todas las consecuencias
que acarreara esa subida. Si tenía que morir, que al menos fuera luchando,
como había hecho durante toda mi vida en el patio de mi casa,
enfrentándome a brujas y demonios. Tal vez, al final del muro encuentre a
mi madre.
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO RECUERDA

ABRE LOS OJOS. Acaba de despertarse tras una pesadilla. Suele soñar
conmigo muy a menudo. En esos sueños recrea situaciones que hemos
vivido. Su subconsciente lo tortura de esa manera. Supongo que todos
tenemos que aprender a enfrentarnos al dolor, solo así lo superaremos,
pero no es tan fácil como parece, no hay un tutorial en YouTube que te
enseñe a hacerlo.
Estábamos en clase y había vuelto a meterse conmigo. Pero había ido
un paso más allá: “Adrián es marica”. Esta vez ni Pablo ni Irene se
levantaron para borrarlo. Nos habíamos distanciado un poco desde lo que
pasó. Mi única amiga era Laura y no compartíamos clase. Así que, estaba
rodeado de tiburones. Le miré, sabiendo, sin duda alguna que él había
escrito ese mensaje. Me dirigí a la pizarra y lo borré sin decir nada.
—¿No vas a defenderte? —preguntó el chico del anillo de oro.
—¡Puedes dejarlo en paz! —recriminó Irene. A veces seguía
defendiéndome, pero cada vez menos. Le miré agradecido.
—No importa, puedes ponerlo todos los días, me da igual. —Estaba
tan cansado que no tenía ganas de enfrentarle. Eso le jodió. Estaba
acostumbrado a otro tipo de actuaciones y comportamientos, pero cuanto
más le ignoraba más se enfadaba. Se enfadó mucho, supongo que, en
realidad, ya estaba enfadado, simplemente necesitaba pagar su frustración
con alguien. Y yo era la víctima perfecta.
Fue al salir de clase. Me interceptó en la puerta de la calle. Iba solo,
como la mayoría de los días desde que me distancié de Pablo. Sabía que
me estaba siguiendo, así que, aceleré el ritmo pensando en llegar lo más
pronto posible a casa. La primera piedra dio en la mochila. Di un bote
asustado tras recibir el primer impacto, fue inesperado. No me giré, seguí
hacia adelante. La segunda piedra me dio en la mano. Sentí como si el
hueso se hubiera partido en dos. La sangre apareció sin discreción, pero no
le di importancia, seguí caminando sin mirar atrás. La tercera piedra me
dio en la cabeza. Grité. Sentí como si un cuchillo me hubiera atravesado.
Y lo escuché reírse.
—Gritas como una nena —dijo jactándose de mi dolor.
Tuve que apoyar mi mano en la pared porque sentí que me desvanecía.
Me había dado con el pico y la sangre caía a raudales. ¿Por qué no me
dejaba en paz? ¿Qué le había hecho yo? Y aunque todo lo que quería era
retener las lágrimas, no pude hacerlo. Me arrodillé en el suelo, mientras
me manchaba de mi propia sangre y comenzaba a llorar. No solo por el
dolor físico, sino también por las heridas que nadie podía ver. Me sentía
solo y abandonado, ¿qué camino me esperaba ahora?
—Esto no ha hecho más que empezar —me dijo agachándose frente a
mí y cogiendo mi mandíbula con sus manos, acercando sus ojos a los
míos. Solo sentí odio. No podía dejar de llorar. Y mientras sollozaba, bajó
sus pantalones y comenzó a orinar sobre mí. Me sentí como una
cucaracha, un maldito cobarde que no era capaz de hacer frente a un idiota.
Nunca había tenido tantas ganas de desaparecer, de hacerme invisible. Me
daba auténtico asco, vergüenza y humillación. No quería estar vivo, no
quería. Llegué a casa temblando y llorando, me quité la ropa y me quedé
frente al espejo durante unos segundos. Pensando en que era una mierda,
en que nadie podría quererme jamás porque no valía nada, porque no tenía
valor, porque era un pardillo.
Ahora es él, el chico del anillo de oro, el que se mira en el espejo de la
habitación del hotel y observa las tantas cicatrices que tiene en su cuerpo.
Los golpes con el cinturón y las quemaduras con cigarrillos que le había
ocasionado su padre. Recuerda el dolor y la humillación porque antes de
propagarla la había vivido en sus propias carnes. Se arrepiente de haberlo
hecho, se arrepiente de haberse convertido, durante un tiempo, en su padre,
se arrepiente de haber contribuido a que, finalmente, decidiera saltar al
vacío, en lugar de escalar el muro. Quiso solventar sus errores, lo intentó
con mucho empeño y, a pesar de todo lo que me hizo, fue el único que me
pidió perdón. Aunque, y es algo de lo que yo también me arrepiento, creo
que nunca fui capaz de perdonarlo de verdad.
LA MAGIA

—PERO MAMÁ, MAMÁ, ¿por qué no me puedes comprar esa muñeca?


La quiero… la quiero. —patalea una niña que quiere tener el juguete de
moda.
—¡Tienes demasiadas cosas! —contesta una madre que no se atreve a
decir la verdad. Que no se atreve a decirle que no tiene dinero para
comprarla.
—¡Te odio! ¡Te odio! Nunca me compras nada… Todos mis amigos
tienen la muñeca. Sus padres son mejores. ¡Te odio! —vuelve a repetir.
Y mientras una niña llora enrabietada porque no puede tener la
muñeca, porque nadie le ha explicado el valor del dinero, porque su madre
siempre ha intentado aparentar más de lo que es, una mujer se desploma
con el corazón roto porque no le quedan más de veinte euros en la cartera,
dos facturas de luz y de agua atrasadas, y una multa por exceso de
velocidad en la guantera del coche.
Un mendigo contempla, desde su colchoneta, como el dinero marca la
felicidad de todo el mundo. Como hace, con sus vibraciones, que se
tambaleen todos los cimientos de la vida. Se acerca a ellas, con sigilo,
tratando de no asustarlas y, como siempre, enseñando sus dientes
ennegrecidos con orgullo.
—¿Qué le pasa a esta niña tan guapa? —pregunta con simpatía. La
niña le mira con timidez. La madre algo extrañada.
—Nada señor, cosas de niños… —contesta intentando zanjar el tema.
—¡Mentira! —se rebota la pequeña—. Mi mamá no me quiere
comprar la muñeca… no me quiere comprar la muñeca… ¡Es mala!
—Así que es eso… Una muñeca… ¿Estás así por un juguete?
—La quiero. La quiero.
—¿Y qué es lo que te gusta de esa muñeca? —La niña frunce el ceño.
Mira a su madre. Y después se encoge de hombros.
—No lo sé.
—¡Hala! Pero, entonces ¿por qué quieres esa muñeca si no sabes si te
gusta? —vuelve a repetir el mismo proceso.
—No lo sé.
—Hmmm, entonces tú no quieres la muñeca, tú quieres que tu mamá
te haga caso… Que tú mamá te escuche… Porque te pone triste ir al
colegio y ser la única que no tiene los juguetes nuevos, porque
seguramente, alguien, en el colegio se mete contigo por eso. ¿Verdad? —
Los ojos de la niña se emblandecen, como si estuviera a punto de llorar.
—Es Bea. Siempre me dice que no tenemos dinero. Que mi madre es
una cajera del montón y que sus padres tienen empresas con mucho
dinero… ¡Quiero esa muñeca!
El mendigo mira a la mujer y la mujer al mendigo. Y en solo un
minuto lo ha entendido todo.
—¿Sabes lo que tengo yo, que vale mucho más que todo?
—¿Qué?
—Esta colchoneta —Y se la enseña, y vuelve a mirarle sin entender
nada.
—Solo es una colchoneta —dice.
—Sí, pequeña, solo es una colchoneta, pero es mágica.
—¿Mágica? ¿Por qué es mágica?
—Tú solo tócala y pide un deseo, verás como, a partir de ahora, tu
madre estará más atenta de lo que te pasa realmente.
Y mientras una niña toca la colchoneta de un mendigo, un mendigo
enseña sus dientes ennegrecidos a una mujer que le da las gracias por
haberle abierto los ojos en 60 segundos. Y sabe que, a partir de ahora, no
dejará que su hija siga siendo objeto de burla, sabe que, a partir de ahora,
se preocupará menos por el qué dirán y mucho más por las cosas que
realmente importan.
MOMENTO 17

HABÍA VUELTO A SOÑAR CON ÉL. Como siempre, estábamos en mi


habitación tumbados sobre mi cama. Y solo importábamos nosotros. Las
caricias, los besos y las palabras. Lo demás desaparecía. En la habitación
no había límites, no era prohibido. No me podían robar los recuerdos, era
lo único valioso que poseía. Pero mi madre decía que no podíamos vivir
del recuerdo, que necesitábamos crear un presente, nuevos momentos,
nuevas historias, nuevas personas. Nuestra historia había sido muy corta.
Tenía muchas preguntas y curiosidades, quería resolverlas a su lado, de su
mano, junto a sus ojos; pero era imposible, era demasiado tarde.
Al despertar sentí un vacío en mi interior. No tenía ganas de comer ni
de hablar con nadie. Me quedé tumbado en la cama sin ir al instituto. ¿Qué
más daba? Mi padre no iba a reprocharme nada. Además, así no tendría
que volver a soportar las humillaciones. Odiaba el instituto, a todos. A
Bruno, a Pablo y a los que se reían y no era capaces de ver mi sufrimiento.
Pero ella se daba cuenta de que algo no iba bien. Era observadora y no
le gustaba verme sufrir.
Tenemos que hablar de
lo que te pasa. No puedes
seguir así, sé que no me estás
contando lo que te ocurre.
Esta tarde a las 17.00 iré
a tu casa.
Laura
Me di una ducha y, al verme en el espejo, sentí lo que llevaba días
sintiendo: asco hacia mí mismo. Tenía cara de niño, cuando la mayoría de
los chicos empezaban a parecer más mayores. Era más bajo que el resto y
mi aspecto, en general, era pobre. No me gustaba nada, en absoluto, lo que
veía tras el reflejo. ¿Cómo iba a gustarle a Pablo o a alguien?
El timbre interrumpió mis pensamientos. Cada vez más oscuros.
—¿Por qué no has ido al insti? —me preguntó Laura.
—No me encontraba bien —le dije.
—No te creo. ¿Por qué no dejas de mentirme? ¿Es por tu padre? ¿Sigue
con las pastillas?
—Aquí todo sigue igual. Me alimento de leche, tengo la ropa sucia y
me siento solo —Era el pesimismo personificado, pero ¿qué podía decirle?
La verdad no era agradable.
—¿No sabes poner una lavadora? —Negué con la cabeza, aunque sabía
que me iba a enseñar. Y así fue. Se lo agradecí, al menos podría salir a la
calle con ropa vieja pero limpia.
Ella y yo nos entendíamos porque ambos éramos diferentes y nos
habían ocurrido cosas que habían acelerado el ritmo con el que debíamos
madurar.
—Siento mucho lo que te está pasando, pero sé que ocultas algo más.
Ya no te hablas con tus amigos, ¿por qué? Puedes confiar en mí. Si no lo
sueltas, te vas ahogar tú solo —me dijo. Y tenía razón. Me estaba
ahogando, pero ¿cómo iba a decirlo? Decirlo sería reconocer algo que me
daba pánico: que estaba enamorado de mi mejor amigo, que estaba
enamorado de un chico. La simple idea de pensarlo silenciaba mi mente.
Era como si estuviera encerrado en una jaula y contemplara siempre el
mundo desde ella. Quería salir, pero me daba miedo lo que podía hallar
fuera. La gente parecía ser mala. Y a mí no me quedaban fuerzas para
seguir soportando más golpes. Si salía y alguien me acusaba, me insultaba
o me humillaba, la poca autoestima que me quedaba se iba a desbordar
como un río cuando una tormenta feroz lo ataca. Yo no quería seguir
llorando, ni sufriendo, solo quería ver a mi madre. Ver a Pablo. Quería
volver a ser una prioridad.
—¿No tienes secretos? No sé, ¿cosas que nadie puede saber? ¿Cosas
que si la gente descubriera podrían arruinarte la vida? —le pregunté.
—¡Claro que los tengo! Todos tenemos secretos —No dudó en
reconocerlo.
—¿Me los contarías? ¿Confiarías en mí para sincerarte? —La quise
poner a prueba.
—Quizá no debería, pero has sido la única persona que se acercó a mí
en todo el instituto. Me ayudaste a ser valiente, me ofreciste tu amistad
sabiendo que te exponías a ser objeto de burlas. ¡Claro que te los contaría!
Y quiero que sepas que tú también me los puedes contar mí. —Era sincera,
eso sin duda. Me inspiraba confianza y deseaba hacerlo, deseaba
contárselo. Deseaba, aunque fuera por unos segundos, dejarla entrar a mi
jaula y que pudiera ver cómo era realmente mi vida. Dejar que el aire
entrara y renovara la energía negativa que me agotaba como si fuera una
botella vaciándose poco a poco.
—Tú primero —le dije.
Ella me miró guardando silencio durante unos segundos.
—Me gusta un chico. Bueno, mejor dicho, estoy saliendo con un chico.
—¡Vaya, no me lo esperaba! Pero ¿por qué es un secreto salir con un
chico? —Me sorprendió, pero no entendí por qué guardaba ese secreto, no
era un amor prohibido como el mío. Lo suyo era lo de todo el mundo, lo
normal…
—Es un chico mayor. Nadie aprobaría nuestra relación, de hecho, no es
legal —confesó. Eso sí que me pareció más comprensible, incluso, me
dejó impactado.
—¿Mayor? ¿Cuántos años tiene?
—Creo que he dado un gran paso respecto a nuestro nivel de confianza.
Eres la única persona que lo sabe. Te contaré más, poco a poco, pero
necesito que tú también te abras, ¿qué ha pasado con tus amigos?
Amigos… Ojalá Pablo y yo hubiéramos sido solo eso. A él también lo
dejé entrar a la jaula, pero él no quería abrirla, él quería hacerla más
pequeña.
—Está bien, te lo voy a contar, pero por favor, necesito que guardes
este secreto. ¡Nadie puede saberlo! —Mis ojos se entristecieron. Tenía
ganas de llorar. No estaba seguro de contárselo, pero, ¿qué podía perder?
—Te lo prometo. Confía en mí. —Cogió mi mano.
—Estoy enamorado de Pablo —Y lo dije, así, sin más y, por un
instante, me sentí libre. Llevaba tragándome la verdad desde el primer
contacto que tuvimos y no podía aguantarlo más; mis lágrimas tampoco.
Su cara fue similar al rostro de una persona a la que acaban de contarle la
noticia más impresionante del universo.
—No importa quién te guste, es algo personal. Pero él tiene novia,
¿no? Supongo que por eso te has alejado. —Había pena en sus ojos. No
quería que me mirase así.
—Él y yo teníamos algo, algo de verdad. Éramos más que amigos, pero
Bruno, un idiota de mi clase, comenzó a llamarme maricón. Pablo se
asustó de que la gente pudiera saber la verdad y comenzó a salir con ella
para disimular, pero él quería estar con los dos. Eso fue lo que me dijo. Lo
ignoré porque no era correcto, porque no quería compartirlo con nadie.
Pero lo necesito, solo pienso en mandarle un mensaje y decirle que venga,
por favor. Soy demasiado patético, ¿verdad?
—Estás enamorado; él tiene miedo. Mira lo que me han hecho a mí por
ser gorda y tener el pelo azul, imagínate lo que os harían a vosotros si os
descubren. Quizá solo necesite tiempo, quizá pueda darse cuenta de lo que
verdaderamente importa. ¡No es justo que pasen estas cosas! Ojalá fuera
todo más fácil.
—La vida no es fácil, si lo fuera, mi madre no se hubiera ido. Ella
sabría qué decirme. —Volví a mencionarla sin llorar, algo cambiaba
dentro de mí, a pasos agigantados.
—Tu secreto está a salvo. Pero no puedes faltar a clase por nadie.
¡Mañana quiero que vengas! No has hecho nada malo. —Asentí y nos
dimos un fuerte abrazo.
Cuando se marchó cogí el teléfono y le mandé un mensaje a Pablo.
Te echo de menos.
Adrián
No hubo respuesta.
Y sentí como el fuego volvía a quemarme la piel. Sentí como lo que
había construido durante semanas, poco a poco, con el inicio de una
caricia y el roce de un beso, se había vuelto contra mí, haciéndome sentir
tan pequeñito como si fuera una hormiga intentando llegar a algún lugar
sin éxito. Estaba ahí, perdido, sin encontrar mi razón de ser, asustado por
la soledad y el olvido, sin saber si quiera si algún día podría volver a
brillar. Ya no era el chico de Pablo, tampoco la luz de los ojos de mi
madre. Las dos personas que me habían hecho sentir una prioridad, habían
conseguido hacerme sangrar por dentro, hacerme heridas que, por mucho
que pasara el tiempo, no se curaban. En ese momento entendí que ya había
pasado el tiempo de ser un niño.
EL CHICO DE LAS ARRUGAS NO PUEDE
REVERTIR EL TIEMPO

SIGUE PENSÁNDOLO. Lleva así desde que me vio en el suelo cubierto


de sangre. El sol de Murcia iluminaba la calle con unos rayos voluminosos
que parecían anunciar un gran día. ¡Qué equivocado estaba el sol aquella
tarde! A veces la luz nos ciega y nos confunde y, por el contrario, la noche
nos ayuda a focalizar mejor nuestra vista. Pensamos que nuestros aliados
siempre tienen un color asociado, pero la vida no entiende de colores: ni el
negro eligió ser negro, ni el blanco ser blanco. Solo distingo dos etiquetas
para clasificar a la gente: las buenas y las malas personas. El resto no
debería importar a nadie. Si hubiéramos crecido con esos valores todo
habría sido distinto, pero que va, aquí cada familia se empeña en imponer
una ideología. Los de derechas, los de izquierdas y, a veces, de centro.
¿Pero qué cojones es eso? ¿Por qué tienen que estar opinando de los
valores de la gente? ¿Cómo puede alguien decir que una persona es más
que otra por su color, género, o raza? ¿No debería primar el sentido
común? ¿No deberían garantizar la unión de todas las personas? ¿No se
daban cuenta de que cada vez que salían en la televisión diciendo que el
matrimonio gay no debería haber sido aprobado, o que la adopción
homoparental era una locura, unos padres y unos niños estaban escuchando
desde el televisor?
Los padres del chico de las arrugas lo oían todo, en todos los sitios. En
la iglesia, en la televisión e, incluso, en el club de costura. No querían
criar a un niño libre, querían crear una marioneta que reprodujera
fielmente sus ideas. ¿Qué valor tiene la vida si no podemos pensar? Si
todos los hijos hubieran reproducido los mismos pensamientos que sus
padres, antaño, el mundo seguiría hundido en el caos y la guerra, en el
esclavismo y las injusticias sociales, pero, alguien pensó diferente y,
seguramente, lo señalaron por ello y, sin embargo, hoy, deberíamos hacerle
un altar, porque las personas diferentes son las que cambian el mundo.
Piensa que debería haberles plantado cara. Lo intentó, pero no se lo
pusieron fácil. Ojalá me hubiera dicho la verdad, lo que pasó realmente,
pero me lo ocultó por protegerlos o, tal vez, por protegerme a mí. Tengo
esa sensación de necesidad de hablar con él, de nuevo. Necesito decirle
que, a pesar de todo el daño que me ha hecho, le perdono. Cuando le
mandé el mensaje aquella noche tras hablar con Laura en el que le decía
que le quería, me sentí tremendamente decepcionado al no recibir una
contestación. Lo que nunca supe fue que sus padres le habían interceptado
y, desde ese momento, le habían comenzado a joder la vida.
Los odia. Ellos saben que no hicieron bien las cosas, pero no puede
perdonarlos porque el daño es irreversible. Cuando rompes algo no puedes
pretender que vuelva a su estado normal, sobre todo cuando rompes algo
tan importante como es un corazón.
Se concentra y recuerda la primera vez que nos tumbamos en la cama.
Quiere volver ahí. Yo también, era todo cuanto quise. Fue uno de los
momentos más felices de toda mi vida. Fue especial sentir como, juntos,
hicimos que la jaula se hiciera gigante. Me reconforta la idea de que
piense en mí. Me hace darme cuenta de que me confundí en muchos de
mis pensamientos. La hoguera fue real y ambos la sentimos. Quiere
revertir el tiempo, pero sabe que no puede. La magia solo son momentos,
pero no existe. Solo es un truco, y el amor es mucho más que eso, la
muerte también.
El grito de su madre tras descubrir el mensaje interrumpió su felicidad.
«¿Por qué te dice eso?» Le preguntó. Él no sabía que contestarle. No sabía
dónde meterse. «Solo somos amigos». Era todo cuanto pronunciaba. Pero
no era suficiente para ella. No para su fe y sus valores. «No volverás a
juntarte con él», sentenció, como si no pudiéramos elegir a las personas de
las que queremos rodearnos. Nadie tiene derecho a hacer algo así. Se pasó
el resto de la semana llorando, llorando porque deseaba verme y sus
padres se lo habían prohibido. Lloraba por mí, y yo pensaba que le
importaba una mierda.
Camina por las calles de Fuenlabrada, contemplando la ciudad donde yo
quería vivir. Donde quería empezar de nuevo, sin los problemas del
pasado. Sabe que me hubiera ido bien allí. Solo unos meses más hubieran
sido suficientes para abandonar la jaula; pero no eran más que
pensamientos, la realidad era muy distinta, pero eso solo lo sabía yo.
Saca su móvil y vuelve a encenderlo. Tiene miles de llamadas perdidas
y mensajes. Lo ignora todo. Su fondo de pantalla es una foto nuestra, nos
la hicimos hace unos meses, en uno de nuestros encuentros casuales. La
observa durante unos segundos y marca un número de teléfono.
—¿Sí? —pregunta una voz.
—Soy Pablo, solo una pregunta, ¿fui yo quien hizo que saltara? —Y
comienza a llorar sin control alguno mientras se deja caer en los adoquines
de la baldosa.
—¡Por supuesto que no! No has sido tú —dice el hombre de la careta
—. ¿Dónde estás? Tus padres están muy preocupados. —Cuelga el
teléfono mientras no deja de llorar, invadido de pena y soledad. Me quiere.
Es lo único que tiene claro. Pero no se atrevió a abrir la puerta de la jaula,
no se atrevió porque él estaba encerrado en otra. No era tan libre como yo
pensaba…
MOMENTO 18

ME LEVANTÉ ESPERANZADO tras la conversación que tuve con Laura.


Quizá Pablo, con el paso del tiempo, se diera cuenta de que no podía estar
sin mí. De que cuando nos mirábamos ambos sentíamos el fuego
extenderse hacia el cielo sin hacernos daño, arropándonos bajo un manto
cálido que nos producía placer. Como cuando coges un vaso de leche
recién sacado del microondas, calentito y lo frotas en tus manos.
Era un día demasiado frío para el clima de Murcia, pero me gustaba el
invierno, me gustaba la lluvia. Sentía el impacto de las gotas heladas en
mi cabellera y podía imaginar las manos del chico de las arrugas
enredándose entre mi pelo. Me gustaba el invierno porque no tenía efecto
en nosotros. Porque nuestra hoguera era suficiente para protegernos de él.
Porque fue en enero cuando supe que me había enamorado. «El amor es la
fuerza más peligrosa del mundo, pero también la cura más sanadora. No
hay un término medio.» Antes de marcharse mi madre se encargó de
trasmitirme muchas lecciones, supongo que quería que las recordara para
siempre. Quería que, ante cualquier decisión, pudiera reproducir su voz.
Muchas cosas no las comprendí en ese momento, pero, poco a poco, iban
teniendo sentido en mi cabeza. «Eres una persona muy buena, tienes un
corazón blandito, como el mío, por eso quiero que lo cuides mucho, no
dejes que lo estropeen. Mucha gente piensa que hay que ir por la vida con
una coraza, pero no tienen ni idea de lo que se disfruta siendo natural, por
eso, no permitas que nadie endurezca tu corazón, porque tus latidos, tu
sinceridad y tu forma tan peculiar de querer, son tu sello de identidad, tu
esencia. Y eso es lo que te hará encontrar a personas que sepan cómo
cuidarlo.» Recordaba sus palabras, pero no estaba seguro de poder
cumplirlas. Pablo me había hecho daño, mi padre me había hecho daño y
los problemas con Bruno no habían hecho más que empezar. Sentía que mi
corazón se estaba endureciendo, como cuando metes una botella de agua
en el congelador. Quizá era eso, mi corazón estaba congelándose, como si
fuera un iceberg en medio del mar. Quería seguir sus consejos: brillar y
tener el corazón blandito, como ella. No era una misión fácil.
Ese día me vestí con una camiseta blanca con un dibujo de los
Simpson y unos vaqueros. Eran las únicas ropas que no tenía estropeadas.
Me dirigí al instituto por la calle en la que Pablo y yo solíamos
encontrarnos. Vi como salía de casa, pero, al verme, entró de nuevo. Era
difícil tener el corazón blandito cuando sentías que la temperatura era cada
vez más helada, como si estuvieras encerrado en un mundo paralelo en el
que hace mucho frío, pero con cristales transparentes que te dejan ver el
verdadero mundo, donde el sol brilla en todo su esplendor, sonriente,
como bailando su canción favorita. Salió acompañado de su madre y se
montó en el coche. Ella me miró con desprecio, ni siquiera me saludó, él
tampoco lo hizo, pero su mirada estaba abatida. No era la mirada de Pablo.
Eso me desconcertó. Continué caminando hasta llegar al instituto y, al
entrar en clase, les saludé.
—¿Cómo estáis?
—Bien. Esta ropa te favorece —dijo Irene con una sonrisa. Aunque, a
pesar de haber sido grandes amigos, sentía un claro distanciamiento. Pablo
ni me miró. ¿Qué le pasaba conmigo? ¿Tampoco quería que volviéramos a
ser amigos? ¿Lo habíamos perdido todo, así, de repente? —. Y tú, Pablo,
¿por qué no has querido ir conmigo caminando al instituto? —No me corté
nada a la hora de echárselo en cara.
—¿Pelea de novios? —malmetió Bruno con ganas de enfrentarnos.
Irene le echó una mirada que podría haberle aniquilado. Ella no podía
contemplar esa posibilidad—. Va, Pablo, pon a este idiota en su lugar, ¿no
te das cuenta de que babea por ti? Dile que tú no eres maricón. —
¿Maricón? ¿Era maricón? ¿Solo era eso? Tuve ganar de llorar, pero
contuve las lágrimas. La temperatura seguía helándome, cada vez un poco
más, y el dichoso punto negro de mis ojos seguía creciendo; era imparable.
La jaula era cada vez más pequeña, pensé que hasta el canario de mi padre
tenía más libertad que yo.
—Te apoyé porque me dio pena lo que pasó con tu madre, pero tú y yo
no somos amigos, así que deja de mandarme mensajes al móvil y de
perseguirme por la calle. La próxima vez te daré un puñetazo. —Sus ojos
no parpadearon. Los míos tampoco. Sentí como la impotencia se adueñaba
de mí, como el mal atravesaba mi garganta y revoloteaba por mi
estómago, como mi inocencia se desbordaba por una cascada sin intención
de subir de nuevo, como mi ira tomaba el control de mi cuerpo y, sobre
todo, como un cubito de hielo comenzaba a rodear mi corazón. Era la
traición más dolorosa a la que me había enfrentado en toda mi vida. Ojalá
nunca lo hubiera conocido, ojalá me hubiera marchado yo en lugar de mi
madre. Eran los pensamientos que recorrían mi mente, supongo que no
eran los pensamientos idóneos para un niño de doce años.
—Va a llorar. —Se rio Bruno.
—¿Eres idiota? Te has pasado tres pueblos —le recriminó Irene—. No
le hagas caso, Adrián, lleva varios días de mal humor.
—No te volveré a molestar nunca más —le miré con mucha intensidad
—. Eres la peor persona que he conocido en mi vida. —Y salí por la puerta
de clase. Después por la de la calle. El director observó cómo me fugaba.
¿Realmente creían que podía aguantar seis horas sin llorar? ¿Qué podía
quedarme ahí después de lo que me había dicho? Caminé hasta llegar al
Ope. Subí hasta el parador de la montaña y, después, hasta la cruz.
Contemplé el pueblo desde arriba, acompañado por la soledad, y comencé
a gritar y a llorar. Nadie podía oírme y tampoco tenía miedo de expresar
mi frustración. Miré al vacío desde lo alto y pensé en saltar. ¿Qué tenía
esperándome? Nada ni nadie. Pero no me atreví. Aunque esos
pensamientos tan sórdidos seguían aumentando con el paso de los días,
con el paso de los problemas, con el paso del desamor, con el paso del
olvido.
Con el paso de Pablo.
Con el paso de la vida…
LA CHICA DE LAS MALAS
DECISIONES TOMA UNA BUENA DECISIÓN

SE SUBE AL AUTOBÚS QUE LA LLEVA A MURCIA. Se ha puesto unos


pantalones cortos y una camisa que deja al descubierto su ombligo. Tras
él, un piercing negro asoma. Tiene tres pendientes más en la oreja derecha
y dos en la izquierda. A veces, se pone un septum, aunque ahora no lo
lleva. Tiene tres tatuajes que se hizo en cuanto cumplió la mayoría de
edad: la huella de la patita de su perra, un corazón anatómico y el nombre
de su hermano pequeño. Es rompedora, diferente a la mayoría de chicas,
pero también un huracán capaz de voltearlo todo. De esas personas que
luchan con todos sus recursos para conseguir el pódium, pero si, por un
casual, no lo consigue, también es de esas personas capaces de jugar sucio.
El yin y el yang, la noche y el día, una tormenta capaz de sacar lo mejor de
ti, pero también lo peor; no tiene término medio. Durante mucho tiempo
me defendió, incluso cuando ya no éramos amigos. Incluso cuando era el
propio chico de las arrugas el que me despreciaba. «¿Cómo va todo?» Me
preguntó en muchas ocasiones. «Si algún día necesitas hablar, puedes
contar conmigo.» Me tenía mucho cariño, pero yo solo podía pensar que
era la chica de Pablo, a la que había preferido por encima de mí. Solo
podía envidiarla como si hubiera ganado el mejor trofeo del mundo,
mientras que yo me hubiera conformado con ser un mero observador
condenado al fracaso. La mente nos juega malas pasadas y nos hace elegir
mal. No era culpa nuestra que lo amáramos, era suya por no ser sincero;
aunque dadas sus circunstancias reales, la sinceridad no era el plato
principal que le habían servido en su hogar, más bien le habían hablado de
las apariencias y de la importancia de ser «alguien». Porque claro, los
demás no éramos nadie. Mi madre había sido muy distinta. Me había
hablado de la importancia de ser «alguien», pero desde la perspectiva de
elegir tú mismo quién quieres ser y con qué eres feliz. Por eso quería que
brillara, por eso quería que tuviera el corazón blandito, por eso me
prometió un bocadillo de calamares en Madrid. Aunque, a pesar de todas
las cosas que me inculcó, tampoco cumplió sus palabras. Quería
enfrentarme a la verdad de lo que pasó, pero prefería huir de ella. Porque
esa verdad, me mataba por dentro.
La chica de las malas decisiones se baja del autobús y coge un taxi
hasta el hospital. Quiere verme. Quiere preguntar por mí. Quiere pedirme
perdón. Los demás también. Pero lo que no saben es que no tengo nada que
perdonarles, simplemente ocurrió. Se cometieron errores y perdí las ganas
de luchar. ¿Me arrepiento? Tal vez sí, tal vez no. Es una decisión
complicada, ni siquiera estuve seguro cuando lo hice, pero mis piernas se
impulsaron buscando salir de la jaula, sin darse cuenta de que la libertad
que tanto ansiaba, duraría solo unos segundos.
Llega al hospital y pregunta por mí. Le indican que estoy en la tercera
planta. Está aterrada, pero sabe que tiene que hacerlo. Yo me siento
agradecido, aunque no lo sepa. Es la primera visita que recibo a excepción
de mi padre. Pareciese que el mundo se hubiera olvidado de mí, como si ni
siquiera hubiera existido. Me da rabia porque para convertirme en el títere
del instituto, durante años, sí me necesitaban, pero ahora, muchos,
preferían ignorar lo que habían hecho, aunque no dejaban de pensar en mí.
—Buenas tardes, ¿puedo pasar? —pregunta la chica de las malas
decisiones a mi padre. El hombre se queda impactado al ver a la joven.
Tras días sin recibir visitas no esperaba que la tendencia cambiara, pero,
rápidamente se alegra.
—¿Sois amigos? —Mi padre no sabe nada de mí. Hubiera bastado una
mirada al pasado de su hijo, un comentario afectivo, para haber cambiado
el transcurso de la historia, pero no fue capaz de levantar cabeza y, ahora,
se siente responsable. Una parte de mí no puede perdonarlo, pero sigo
teniendo el corazón blandito y siento pena por él.
—Sí, somos —se queda reflexiva—, bueno, éramos amigos. Le fallé
—dice con mucha tristeza. Él también sabe que me falló, me falló mucho
más que el resto, porque él era mi familia. No debió olvidarse de mí.
—Os dejo solos, seguro que tienes muchas cosas que hablar con él.
Mi padre abandona la habitación del hospital y ella se pone a llorar sin
control en cuanto me ve.
Tengo la cabeza cubierta por unas vendas. La boca partida. Y los
brazos con hematomas. Es todo cuanto alcanza a ver, pero hay muchas
más cosas, secuelas peligrosas: un corazón roto, un alma descosida y unos
sueños que se han convertido en pesadillas. Nunca salí de la jaula,
solamente doblé los barrotes e intenté asomar la cabeza entre ellos, pero
me quedé ahí, atrapado, sintiendo que me ahogaba, sintiendo que los
barrotes acabarían aplastándome.
—Lo siento. —Era todo cuanto decía. El huracán había detenido su
marcha para pedir perdón por sus aires peligrosos, por sus dolores, por sus
daños catastróficos. Quizá, ahora, el huracán era yo que, a pesar de no
poder moverme, había revolucionado todas las vidas de las personas que
me habían importado, en algún momento.
Tras un rato llorando, mi padre regresa a la habitación con dos cafés de
máquina. Están asquerosos, pero se los toman mientras disfrutan de un
agónico silencio.
—¿Cómo era mi hijo? —Le parte el corazón preguntar eso. A mí
también. Vivíamos bajo el mismo techo y no me conocía. No sabía nada de
mí.
—Era buena persona, siempre hablando de su madre —le contesta ella.
Él hace un ademán con la cara.
—Sí, era como ella. Debí ayudarlo, pero no me di cuenta de lo rápido
que pasaba el tiempo. ¿Puedes contarme algo más sobre él? ¿Conoció a
alguna chica? ¿Se enamoró? ¿Tenía buenos amigos? ¿Era feliz? —le
invade a preguntas.
—Sí, se enamoró como cuando te importa tanto esa persona que es
capaz de cambiarte el día, de salir corriendo, aunque diluvie, si te necesita,
de recorrerse medio mundo para traerte la luna, de despertar de un sueño y
seguir con él en tus pensamientos. Se enamoró como los pingüinos, de una
sola persona, pero para siempre. Se enamoró y perdió. Como usted, como
yo. —Hablaba de mí. Hablaba de ella. Hablaba de mi padre. Tres víctimas
de una de las emociones más peligrosas del mundo.
—Debí haberle hablado sobre el amor. Su madre me advirtió antes de
partir que él tenía el corazón blandito. Mi hijo siempre fue diferente. Una
vez lo llevé a ver una corrida de toros y salió llorando porque le daba pena
el toro. Nadie le había comido la cabeza y mi familia siempre había sido
muy taurina, pero él tenía una sensibilidad por la gente, por los
animales… que lo convertía en alguien especial. Siempre que pasábamos
por una calle y había un mendigo nos obligaba a echarle una moneda. El
mundo no está hecho para la gente así, por eso prometí a mi esposa en
nuestra última conversación que me encargaría de protegerlo. Y aquí
estoy, viendo como muere. —Las lágrimas caían de sus ojos. También de
los míos, aunque no pudieran verlo.
—¿Va a morir? —preguntó la exnovia de Pablo. —El labio de mi padre
comienza a temblar y las lágrimas se tornan más gruesas. No le gusta
pensar en ello.
—Los médicos no tienen esperanza. Ha sufrido un traumatismo
craneoencefálico y su cerebro se ha visto muy afectado. Se encuentra en
coma, pero, en caso de que despierte, tiene muchas posibilidades de tener
secuelas graves e irreversibles. —Es una noticia terrible para ellos,
también para mí.
—¿Se va a quedar vegetal? —Mi padre arquea los hombros.
—No lo sé, pero todo es posible ahora mismo. —Otro mar de lágrimas
recorre los ojos de la chica de las malas decisiones.
—Es muy buena persona, no merece estar ahí, cualquiera de nosotros
lo merecíamos mucho más. —Y se marcha, llena de dolor, llena de vacío.
—¿Volverás a visitarme? Me gustaría que me hablaras de la chica de la
que se enamoró mi hijo.
—Sí, volveré y le contaré todo lo que necesite saber. Pero su hijo
nunca se enamoró de una chica, pensaba que los padres, esas cosas, las
sabían antes que los demás.
Y se queda reflexionando esa frase, sintiendo el dolor de no haber
conocido a su hijo, de no haberlo visto crecer, de haberse quedado toda
una vida en la rabia del pasado, en la rabia del abandono, en la rabia de lo
que le dijo su esposa durante su última conversación.
MOMENTO 19

NUNCA HABÍA SIDO TAN DIFÍCIL caminar recto, sin nervios.


Constantemente tenía la sensación de ser observado, de que todo el mundo
hablaba de mí. Pareciese que la palabra maricón se había encarnado en mi
persona y, a pesar de no haber reconocido nada de lo sucedido, todo el
mundo lo daba por hecho. ¿Por qué tenían que hacerlo? Yo no daba por
hecho nada en sus vidas. Además, tenía derecho a la intimidad. No se
daban cuenta de lo que sufría… tampoco se lo dejaba ver. ¿Para qué? Se
reirían más alto, insultarían con más fuerza y todo seguiría igual. Pablo
me daría un puñetazo si volviera a intentar hablar con él. Pero yo lo
observaba, siempre con el rabillo del ojo: sus grandes ojos verdes se
tornaban oscuros y su sonrisa había cambiado por una fina línea recta;
algo no iba bien. No podía ser que el originador de la hoguera más grande
del mundo se hubiera convertido en una manguera de agua fría, capaz
nublar todo a su paso. Había perdido la esencia que lo caracterizaba, que lo
hacía ver como un pavo real exhibiéndose ante todo el mundo sin miedo a
mostrar sus colores y su pelaje. Incluso su atractivo andar, con cierta
torpeza, se había convertido en un cuerpo erguido y estirado que hacía
peligrar su naturalidad, poniendo fecha de caducidad a los valores tan
honestos que tenía. El chico de las arrugas había dejado de brillar, igual
que yo, quizá era porque nos habíamos alejado de la hoguera para no
quemarnos, porque cuando estábamos separados, el fuego nos producía
heridas, pero cuando estábamos juntos, un halo protector parecía echarse
sobre nosotros como un manto para cubrirnos. El manto se había
desgastado y deshilado tanto que las llamas habían atravesado sus
pequeños agujeros haciéndolos gigantes, convirtiéndolo en cenizas. Como
nuestra historia. «Y resurgirá entre sus cenizas.» Me decía en muchas
ocasiones con la esperanza de que todo volviera a la normalidad, de que el
sol alumbrara sus ojos verdes, de que su pelaje volviera a ser exhibido ante
mí, su mayor espectador. Pero las semanas pasaban y, a pesar de estar a un
par de metros en clase, la distancia emocional nos separaba por
kilómetros. Pareciese que nunca hubiéramos tenido una conversación,
como si fuéramos dos desconocidos predestinados a matarse algún día. Yo
quería matarlo, matarlo de amor. Como yo me sentía.
El director me citó tras el recreo. Últimamente me vigilaba demasiado.
—Pasa, siéntate Adrián. Tenemos que hablar de unos asuntos —su voz
era grave y se podía respirar un notable olor a problemas. Más problemas.
Me senté sin decir nada, con los ojos puestos en los suyos.
—Tu nota media ha pasado de un ocho setenta y cinco a un cuatro. Sé
que los cambios que has vivido durante este año han sido muy dolorosos
para ti, pero no eres un chico de cuatros, y lo sabes. Te diré una cosa: sé
que perder a alguien es doloroso y no existe ninguna palabra que pueda
hacerte sentir mejor, pero pasará, el dolor se calmará y te arrepentirás de
haber tomado malas decisiones. ¡Estudia Adrián, tienes un futuro
prometedor! Puedes llegar muy lejos, pero si desertas ahora, perderás la
rutina y costumbre por estudiar, no acabarás ni la ESO. No eres el tipo de
persona que no acaba la ESO. Veo en ti alguien que puede llegar muy lejos
y sé que te gusta estudiar. No dejes que un recuerdo pause tu presente y
anule tu futuro. Los recuerdos son importantes, nos demuestran las cosas
que hemos vivido y en la persona que nos hemos convertido, pero la
historia continúa y tienes que seguir escribiéndola. —Se preocupaba por
mí, pero cada vez que cogía un libro para estudiar, los recuerdos acababan
mezclándose entre las letras, como si fueran una enfermedad que me
perseguía y no me dejaba ser dueño de mis decisiones. Incluso me
frustraba intentando concentrarme sin éxito, como si estuviera
volviéndome loco, quizá esa era la respuesta más obvia.
—Lo estoy intentando, pero me cuesta concentrarme. Me cuesta
dormir. Gracias por su preocupación. —Siempre había sido educado, mi
madre se encargó de inculcármelo hasta la medula. «Da siempre las
gracias a la gente que trate de ayudarte. Muy pocas personas te tenderán la
mano, es importante darles a entender que lo agradeces de corazón.»
—Está bien, esta tarde llamaré a tu padre y solicitaré una reunión con
él. Estudiaremos tu caso y buscaremos una solución, aquí, en este
instituto, no vamos a dejar que te hundas. —¿Y si ya estaba hundido?
Nadie se daba cuenta de los insultos, ni de las agresiones. Algunos
profesores escuchaban rumores, pero preferían no meterse en líos. Y lo de
llamar a mi padre… Tenía el teléfono apagado día sí y día también. Era
misión imposible. Cada día más desconectado del mundo, de mí, de su
familia.
—Mi padre no vendrá. Las cosas en casa no están bien. Gracias por su
interés. Intentaré concentrarme mejor. Vuelvo a clase. —Se quedó
entristecido ante mi respuesta. Sabía que estaba sufriendo y quería
ayudarme, pero no sabía cómo hacerlo. Yo tampoco lo dejaba.
—¿Cómo va esa escalada? Decidiste subir el muro, ¿verdad? —me
preguntó antes de que me marchara.
—Sigo pensando qué hacer. He ido muchas veces hasta el primer
peldaño, pero cuando he visto la altura y la dificultad de escalada me he
asustado y vuelto a la posición inicial. Quizá es mejor caer que intentar
escalar un camino directo a la muere.
—¡Escala el muro Adrián! Quizá tu madre esté arriba del todo. —Y
me entristecí, otra vez. Quizá tenía razón y, después de todo, ella me
estaba esperando al final, aunque sabía que eso no era más que un
pensamiento para coger fuerzas y hacerlo. Mi madre no estaba en ninguna
parte que conociera. Ella había preferido elegir otro mundo.
EL CHICO DEL ANILLO DE ORO Y SU
PRIMER GOLPE

SE ESTÁ QUEDANDO SIN DINERO, los días en el hotel pasan y, pronto,


tendrá que abandonarlo sin saber a dónde ir. Le atormenta la idea de tener
que volver a casa, con el rabo entre las piernas, suplicando un falso perdón
que no siente y disimulando el odio que alberga hacia sus padres. Prefiere,
incluso, quedarse tirado en la calle. Busca trabajo, pero la crisis
económica aún hace estragos, sobre todo para la gente joven. Se sienta en
un banco, solo, frente al jardinillo del pueblo. Observa como los niños
juegan, en hermandad, sin insultos y siente envidia de no haber tenido
nunca un amigo real. Sabe que el miedo solo creó un séquito, pero nada de
amistad, nada de hermanos.
Recuerda cuando tenía siete años y rompió, sin querer, jugando con
una pelota, uno de los trofeos de su padre. Lo ganó como mejor delantero
del Real Murcia. Había sido un gran jugador de fútbol, pero una persona
horrible fuera del estadio. Su enfado desmedido le llevó a ponerle la mano
encima, pero no fue la marca lo que se quedó ahí, en ese momento. Lo que
hizo de esa situación un recuerdo doloroso. Las palabras pueden ser el
arma de guerra más peligrosa del mundo, y los que lo saben, las usan muy
bien.
—¡Eres un gordo inútil! ¡No vales nada! —chilló enfadado.
—Lo siento papá —dijo entre lágrimas.
—Siempre haces que me avergüence de ti, maldito momento en el que
tu madre me convenció para tenerte, ¡tú no eres mi hijo! —Estaba
colérico.
—Lo siento papá —volvió a decir, aguantando la humillación. Su
padre lo cogió de la barbilla con sus dedos, tan fuerte que parecía que se la
iba a desencajar.
—¡Me das asco! Eres un niño retrasado y no sirves para nada.
—Lo siento papá —dijo ralentizado y con los ojos cada vez más rojos.
Su padre se bajó la cremallera de los pantalones y comenzó a orinarlo
mientras, con muy mala leche, entonaba una canción.
—Hemos ganado, la copa del meado y quien ha perdido se la ha
bebido. Eres un perdedor. —Se abrochó la cremallera y se dirigió a su
despacho—. ¡Ah! Quiero que lo limpies todo antes de que venga tu madre,
¿no querrás decepcionarla también a ella? —Y así hizo, limpiarlo todo y
después limpiarse a sí mismo, sintiendo como había sido humillado,
reproduciendo las maldades que sufría en su casa con los más débiles.
Toquetea el anillo de oro con los dedos. Fue un valioso regalo de su
hermano antes de morir. Sabe que tiene un valor monetario muy alto. Se
replantea ir a la típica tienda que dicta «compro oro» y ser estafado para
poder aguantar unas semanas más sin volver a casa. Es una decisión
dolorosa porque quería a su hermano por encima de todo, pero no puede
volver a casa, no puede ir con ese monstruo al que odia con todas sus
fuerzas. Se siente quebrado como cuando intentas sacar punta a un lápiz,
pero se rompe siempre al intentar escribir. Llega a la tienda y vende el
anillo, también vende un trozo de su corazón, pero nadie lo ve, nadie lo
observa.
MOMENTOS 20, 21, 22 Y 23

ERA MI DÉCIMOQUINTO CUMPLEAÑOS. El tiempo había volado tan


rápido como un Halcón peregrino; no me había dado tiempo, ni siquiera, a
saborearlo. Había conseguido distanciar de mi mente algunos
pensamientos tóxicos y había crecido el amor que sentía hacia mí mismo.
También había aprendido a planchar, cocinar, poner lavadoras y tener la
casa decente, pues mi padre lo máximo que se levantaba era para orinar.
Los ahorros de toda una vida estaban tintineando en la hucha, pidiendo
auxilio a gritos.
—Busca un trabajo o nos quedaremos en la ruina —le decía todas las
mañanas mientras lo destapaba de sus mantas y levantaba la persiana de su
habitación para que el sol pudiera azotarle en los ojos. No me hacía caso,
esas pastillas lo dejaban drogado.
Pero ese día, por mucho esfuerzo que hice en seguir como siempre,
volví a flaquear. Recordé cuando Pablo vino a visitarme con una tarta y me
cantó el cumpleaños feliz. Solo él se acordó. Ese Pablo seguía tatuado en
mi corazón, pero la tinta parecía desprenderse, poco a poco, y difuminaba
el momento. Quizá la tinta no se estaba desprendiendo, simplemente
siempre fue así, pero no quise verlo. Quién sabe.
Vivir durante un año deseando sus besos, pero alejado de ellos, significó
un endurecimiento de mi corazón. Me hubiera gustado cumplir mis
promesas, pero no sabía lo difícil qué era en aquel entonces mantener el
corazón blandito. Hacía tiempo que mis ojos no lloraban por mi madre, ni
por Pablo, ni siquiera por mí, como si el cervatillo estúpido al que todos
ninguneaban se hubiera posado sobre lo alto de una rama y contemplara el
mundo con ira, sin intención de mostrarle su vulnerabilidad. Aunque,
lamentablemente, muchas veces seguía siendo ese cervatillo. Por suerte,
Bruno repitió curso y quedó atrás. Ya no podía seguir acosándome en
clase, pero sabía dónde ir en los recreos, y qué camino escoger al terminar
las clases.
—¿Vas a dejarme en paz algún día? —le dije semanas antes de mi
cumpleaños. Estaba agotado de sus constantes abusos.
—¿El pajarito se ha enfado? ¿Vas a llorar? ¿Quieres llamar a Pablo? —
Se burlaba, no sabía hacer otra cosa. Siempre las mismas palabras, era
muy predecible, como si fuera un algoritmo fabricado por la persona más
simple del universo.
—Ya no lloro. ¡Va, adelante, hazlo! ¿Qué quieres esta vez? Ahí tienes
piedras, cógelas y golpéame, ¿o quieres mearme primero? ¿Me siento aquí
mientras lo haces? Haz algo ya, quiero irme a mi casa. —Se quedó
desconcertado. Hablaba la impotencia de todos los días, como si me
hubieran robotizado y mis emociones hubieran pasado a formar parte de
todos los que me rodeaban. Me sentía un juguete abandonado con el que la
gente se entretenía para sacar su lado más sórdido. Pareciese que el mundo
estuviera formado por monstruos y no por personas, quizá esa era la única
verdad innegable.
—¡Cállate! No puedes decir lo que tengo que hacer. Son mis
decisiones, tú no puedes opinar sobre ellas —chilló. Vi como sentía
frustración, como si haciendo el mal se sintiera libre, pero en ese
momento, cuando sus ojos se enrojecieron con intención de llorar, supe
que vivía en la jaula más pequeña de todas.
—Tienes miedo —le dije mientras me acercaba a él—. ¿De qué tienes
tanto miedo? —Estaba temblando y un tic incontrolable comenzó a
manifestarse en la comisura de su labio derecho. Y entonces, como si
hubiera ganado una primera batalla, salió corriendo. Lo peor de todo es
que, lejos de sentir ira, sentí pena, porque no me gustaba ver a las personas
metidas en jaulas. Hacía tiempo que soñaba con la libertad, por eso me
gustaba pensar que podía ser un Halcón peregrino y volar a trescientos
ochenta y nueve kilómetros por hora mientras sentía el viento impactar
contra mi cara. No sabía muy bien qué era la libertad, pero soñaba con
ella.
Laura llegó a casa con una tarta para celebrar mi cumpleaños. Nuestra
relación había crecido tanto que nos habíamos convertido en hermanos.
También seguían metiéndose con ella en el instituto: «el maricón» y «la
ballena azul»; pero habíamos aprendido a ignorarlos. No nos importaban.
Seguía enamorada de ese hombre adulto, al que yo, personalmente, aún no
conocía. A veces era un tanto peligroso. Laura venía llorando, porque le
había gritado y tratado mal. No sabía darle muy buenos consejos, porque
no tenía ni idea sobre el amor, solo quería que fuera feliz. A veces tenía la
sensación de que no lo era. Parecía una muñeca de porcelana con un ligero
golpe en la cara que había provocado algunas cicatrices de dudoso
procedimiento. Creo que estaba perdida y no sabía encontrarse. ¿Quién se
encuentra cuándo está enamorado? Supongo que ese hombre le había
prometido la luna a una niña cansada de recibir patadas y golpes, y se
había agarrado a esa promesa como quien se sube a un salvavidas en
medio del mar; pero estaba levemente pinchado, y ella se veía cada vez
más hundida. Nadie quiere ver así a una amiga.
—Estás pensando en él, ¿verdad? —Éramos expertos en analizar a las
personas, aunque ella me sacaba un poco de ventaja.
—Ha mejorado, quiero decir, no lloro tanto como antes, pero hoy es
diferente. Me he pasado todo el día mirando el móvil, el Tuenti y mi
correo electrónico para ver si recibía algún mensaje, pero que va. Él ya no
se acuerda de mí. En clase ni me mira y es como si fuera invisible. Me
gustaría hablar con él y preguntarle por qué, pero es demasiado patético…
—El amor es demasiado patético. ¿Por qué no te olvidas de él y te
centras en conocer a otras personas? Hay más chicos gais en el mundo,
aunque no lo parezca. —Nunca me había interesado conocer a ningún otro
chico, solo a él.
—¿A quién? Di la palabra gay en el instituto y todos saldrán corriendo.
Es como si tuviera la peste —dije bastante decepcionado.
—Tal vez un pueblo sea todavía demasiado tradicional para entender
según qué cosas. ¿No te gustaría irte de aquí? No sé, a Madrid, por
ejemplo. Tienes un bocadillo de calamares pendiente…
—¿Crees que no lo pienso? Pero me quedan tres años todavía para
cumplir la mayoría de edad. Soy un criajo, aunque hable como si fuera un
adulto. Cuando en clase se ponen a tirar papeles, a hablar en alto, a
fastidiar a los profesores, me siento como si no perteneciera a esa
generación.
—Es lo que tienen los libros, que abren la mente, por cierto, ¿cómo
llevas la lectura de la mecánica del corazón? —Era su libro favorito, me lo
dejó una semana antes.
—Pienso que Little Jack merecía algo más, pero creo que la mayoría
de nosotros no tiene el final esperado. Ha sido un libro muy bonito. Ojalá
la gente luchara tanto por el amor verdadero, aunque luchar tanto, si
pierdes, puede acabar contigo.
—Lo he leído más de cinco veces y aún sigo llorando tanto como la
primera. Tu madre me recuerda a Madeleine. Todas las lecciones que
cuentas, que te dio antes de partir, parecían querer protegerte del amor. Tu
madre sabía que tenías el corazón blandito, tu madre tenía miedo de que te
hicieras mayor, como Madeleine con Jack. —Pensé en ella, efímeramente,
sin lágrimas. Con cierta decepción, porque el escudo que blindaba la
verdad de su final, empezaba a deteriorarse.
—Bueno, ¿comemos un poco de tarta? —Como glotones nos
zampamos una tarta de galletas con chocolate. La receta, como no, me la
enseñó mi madre. Nos reímos y después vimos Scary Movie. Me
encantaba el humor absurdo, me hacía desconectar de los problemas, me
hacía sentir cerca de la puerta de la jaula.
Se fue a las doce de la noche. Me puse el pijama y me acosté en la
cama. No podía dormir, los recuerdos del chico de las arrugas volvían a
acariciar mis pensamientos. El deseo de querer tenerlo conmigo, de que
hubiera visto en mí lo mismo que vi en él. La exhibición de su pelaje y el
verdor de su mirada se reproducían como una cinta de vídeo que terminaba
y empezaba de nuevo. Su sonrisa como si fuera un ángel enviado para
protegerme y sus cálidos abrazos en los que nuestras pieles chocaban y
producían que el fuego se extendiera hasta el cielo. No pude evitarlo. Le
envíe un mensaje:
Te sigo echando de menos
Adrián
Tras unos minutos esperando, dejé el móvil sobre la mesilla de noche,
con los ojos vidriosos, pero sin llorar, como si me hubiera dado un fuerte
golpe y estuviera fingiendo no haberme hecho daño, pero, cuando estaba a
punto de dormirme, el teléfono sonó, y no era un sueño.
Yo también
Pablo
Y de repente, vi como una llama colosal me atravesaba el cuerpo sin
herirme, sin quemarme. Y sonreí.
LA CHICA DE LOS AROS SE
ENFRENTA A SU PEOR ENEMIGO

«RECUERDO EL DÍA EN EL QUE TE CONOCÍ. Llorabas indefensa,


apaleada por los impostores de siempre, cubierta por tus brazos
protegiéndote del mundo, hasta de los buenos. Por eso no me gusta ver que
alguien pueda volver a convertirte en un pajarito encerrado, cuando, me
enseñaste el placer de la libertad. Tienes que dejarlo, no te hará feliz», le
dije antes de que decidiera romper conmigo y mandar al carajo todo lo que
habíamos construido juntos. Fue doloroso ver, como el último eslabón de
la cadena, se hundía bajo el mar tan hondo, que no me daba tiempo a
recogerlo sin morir ahogado.
Ella recuerda mis palabras, siempre lo ha hecho, pero nunca se ha
atrevido a enfrentarlas. Pensó en pedirme perdón, en muchas ocasiones,
pero temía las consecuencias de hacerlo. Le había prohibido ser mi amiga,
como si la amistad pudiera elegirse.
Ha tomado la decisión de dejarlo. Una vez más, sería la número mil
por lo menos. Pareciese que fuera como el exceso de azúcar, poco
saludable, pero adictivo. Él le había hecho creer que más allá de sus
promesas no había más que oscuridad, gritos y mentiras; pero la verdadera
mentira era permanecer en esa caverna. Si hubiera podido preguntarle a
Platón, le hubiera dicho lo mismo que yo. Y lo peor es que ella lo sabía.
Saca las llaves del bolso y abre el portal. Él le entregó una copia, pues
pasaban juntos muchos fines de semana. Sube por las escaleras hasta la
cuarta planta pensando las palabras exactas que pronunciará.
Construyendo una barrera mágica que pueda protegerle de las suyas,
también de las caricias. Sabe que cuando la abraza, el mundo se para y
parece pertenecerle, como si hubiera firmado un contrato en el que vende
su alma.
Abre la puerta de la casa, respirando tan fuerte que parece que absorbe
el oxígeno de todo el planeta. Cierra los ojos, apretándolos tan fuerte que
casi van a estallar. Recuerda lo que le dije y escucha mi voz que, en este
caso, le empuja a avanzar, hacia la decisión que debió tomar tiempo atrás.
Me enorgullezco de ella porque merece avanzar en el camino, porque
hasta que no aparte ese obstáculo que bloquea su vida, no podrá ser feliz.
Avanza hacia el salón sin ver a nadie. Todo está patas arriba y una
bolsa de palomitas casi vacía posa sus quemaduras sobre la mesa. La
televisión está encendida reproduciendo una película que parece no haber
terminado. Sus pensamientos se tornan nublados y un pequeño retortijón
hace acto de presencia en su barriga. Se dirige a la habitación, atraída por
unos ligeros sonidos que, poco a poco, van in crescendo. Abre la puerta.
Lo ve. Los ve.
Y entonces, se acuerda de mí, más que nunca. De mis advertencias,
pero, sobre todo, de haberme fallado por alguien así. El mundo se vuelve
contra ella, como un árbol mal plantado tambaleado por una tormenta.
—Dejé a mi mejor amigo por ti. Eres… No mereces ni tener nombre.
Espero que sepas que no vas a volver a verme jamás. —La chica con la
que se encuentra en la cama se cubre rápidamente con las sábanas
mientras él ni se inmuta. Mantiene su mirada clavada en ella y, cuando se
da la vuelta, le regala una última frase.
—Deja las llaves sobre la mesa.
Y no solo deja las llaves, también deja su corazón, su decepción y, por
fin, la puerta que la mantenía encerrada en una jaula. Sabe que ha hecho
eso para hacerle daño, porque sabía que, era cuestión de tiempo, que
terminara la relación. Ha querido adelantarse y explotar para, hasta en el
último momento, dejar su marca. Triste y entre lágrimas, con un nuevo
dolor imprevisto, sabe que por fin es libre.
—Ojalá estuvieras aquí para verlo —Y continúa el camino hasta su
casa pensando en mí más que nunca.
MOMENTO 24

ME HABÍA HECHO MÁS FUERTE con el paso del tiempo, pero eso no
podía evitar que mi corazón siguiera bombeando fuego cada vez que
pensaba en su nombre. Los recuerdos en la habitación eran tan reales que,
prácticamente, podía reproducirlos con la mirada. Veía la silla en la que
nos sentábamos, junto al escritorio, y podía transportarnos ahí, a ese
momento, a esa hoguera.
Pensé que el fuego se había apagado y nunca más emitiría resplandor
alguno, pero después de contestarme a ese mensaje, las cosas, en cierto
modo, volvieron a la normalidad, solo que mucho más clandestino que
antes. Nos enviábamos mensajes todos los días, por la noche, en un
momento en el que sabía que nadie iba a interceptar su teléfono, a
escondidas de Irene. En algunas ocasiones, incluso, nos enviamos fotos
comprometidas. Pero seguía siendo insuficiente, quería quedar y volver a
sentir su piel. Era uno de mis deseos principales. Si pudiera volver a ese
momento, me diría «estúpido sueña más grande, hay cosas más
importantes que perder la cabeza por las arrugas de un tío», pero, negar la
realidad, sería hipócrita. Mis sueños se basaban en recuperarlo, en volver
con él, en brillar a su lado, en sentirme una prioridad, de nuevo, por mucho
que hubiera aprendido a controlarlo.
Me agarré a esos mensajes como si fueran mi última oportunidad para
continuar con nuestra historia, olvidándome de todo el daño que me había
hecho, de todas las lágrimas que había llorado por él, olvidándome de que
quiso pegarme un puñetazo. «Lo quieres y te quiere, eso es suficiente», me
decía para conformarme.
Quedamos un viernes por la noche. Vino a casa. Sus padres pensaban
que había quedado con su novia. Al verme se abalanzó sobre mí como el
que se lanza a la comida cuando lleva semanas hambriento. El verdor de
sus ojos palpitó con brillo, agradecido de tenerme cerca. Su envergadura
se extendió como las plumas de un pavo real; era él, era el chico de las
arrugas, no había cambiado nada, todo seguía en el mismo sitio. Pareciese
que hubiéramos nacido para encontrarnos, porque juntos, los dos, éramos
más que separados. Eso nadie podría discutirlo. Seguía abrazado a mí,
clavando las yemas de sus dedos en mis omoplatos.
—Te he echado mucho de menos —dijo acongojado. Quise preguntarle
por qué no me había dicho nada, pero no quería hacerle pensar demasiado.
Solo pretendía alargar ese momento todo lo que pudiera. En sus brazos se
me olvidaba todo lo malo, en sus brazos todavía podía proyectar sueños,
ver un futuro esperanzador.
Se separó de mí y caminamos hacia la habitación. Nos tumbamos
directamente sobre la cama y, como aquel día, levantamos nuestras
camisetas para sentir el calor de nuestros cuerpos al rozarse. Pude sentir
que todo aquello no solo me llenaba de amor, sino también de placer. Era
inevitable no sentirme atraído por él y mirarlo no solamente como se
aprecia a algo bello, sino mirarlo también con deseo. Porque,
honestamente, deseaba cada recoveco de su piel.
Ahí, entre sus brazos, descubrí que no solo no había conseguido
olvidarlo, sino que estaba todavía más enamorado de él de lo que pensaba.
Pero deshice mis pensamientos y aproveché todo el tiempo restante para
disfrutar de sus besos. Porque en ese momento, sus besos eran de verdad.
—¿No te quedarías aquí para siempre? —le pregunté.
—Me quedaría para siempre, ¿cómo no iba a hacerlo? Pienso todos los
días en lo que pasó. Pero hay que volver a la rutina. Si somos discretos
podemos ser felices, nadie tiene que saberlo. —Todo seguía igual en su
cabeza, pero prefería tenerle una vez al mes, que no volverlo a sentir en
una vida. Así que, accedí, aunque no lo merecía.
EL PARQUE DEL CIRCUITO

EL CHICO DEL ANILLO DE ORO SIENTE que su mano es diferente


desde que vendió el anillo de su hermano. Ha ampliado un par de semanas
más su estancia en el hotel y sigue echando currículums por todas partes.
Sale a pasear para despejarse y llega hasta el parque del circuito y, allí, la
ve. Se dirige hacia él muy enfadada.
La chica de las malas decisiones ha llamado al teléfono de asistencia
psicológica, otra vez, pero esta vez ha sido capaz de sacar una cita. Va a
tratarse y a conseguir ser la persona que se ha propuesto. Camina hasta la
consulta de la doctora Marta y, para llegar, comienza a atravesar el parque
del circuito, pero, tras verla, se queda paralizada.
El hombre de la careta sigue dándole vueltas a algunas promesas del
pasado y a algunos retos pendientes. Sabe que el tiempo se acaba y que no
tiene edad para seguir perdiéndolo. También sabe que está pendiente de
hacerse unas pruebas y tiene mucho miedo del resultado. Se dirige a la
consulta privada de su médico, pero, junto al tobogán del parque del
circuito, detiene su marcha y se dirige rápidamente hacia la chica que ha
visto.
La chica de los aros sale a pasear a su perro, como todas las tardes. Le
gusta dar grandes caminatas en las que reflexiona sobre sus actos. Recorre
el parque del circuito cuando, de repente, ve al chico del anillo de oro.
Todos los recuerdos del acoso reviven en su mente y la empujan a atacarlo.
No solo lo hace por ella, sino también por mí. Suelta la cadena del perro y
se dirige a toda velocidad hacia Bruno. Levanta fuertemente sus brazos
para chocarlos con toda la energía que tiene en su cara, pero, cuando está a
punto de cometer su agresión, el hombre de la careta la intercepta y la
bloquea con sus brazos.
—¡Todos hicimos las cosas mal! —termina diciendo Irene.
—Laura, tú no eres así, él no querría esto —confiesa el director
mientras, por un momento, se quita la careta.
Y ahí, todos juntos se miran, sabiendo que han sido responsables de lo
sucedido, y echan de menos a una quinta persona.
El chico de las arrugas sigue sin dar señales de vida, siete días después
de que se marchara de Archena.
MOMENTO 25

EN CLASE LAS COSAS SEGUÍAN IGUAL, ni me miraba. Era como si


intentara ser una copia mala de mí mismo: como cuando llevan al cine un
libro y ves la película y no tiene nada que ver. Pero me conformaba
porque, algunos viernes, cuando el teléfono sonaba, venía a mi casa a
pasar unas horas conmigo, a darnos besos y abrazarnos. Me quería a su
modo, un tanto extraño. Era como si fuera un coche que se quedaba sin
gasolina de tanto conducir por caminos incorrectos y, cuando no tenía más
combustible, acudía a mí para que lo recargara; al menos yo tenía ese
poder. Aunque el combustible que le daba a él acababa quitándomelo a mí.
Era doloroso. La incertidumbre de no saber cuándo, de no saber si algún
día, de repente, volvería a terminarse. No era feliz casi ningún día del mes,
salvo pequeños instantes. «Idiota, sepárate de él y disfruta, que solo eres
un niño.» Me diría tantas cosas si pudiera. Pero ahí estaba, paralizado por
amor, como si hubiera pisado una de esas trampas que ponen los cazadores
en el bosque para matar animales. Yo también estaba muriendo,
lentamente, porque la muerte no se trata solo de que tu corazón deje de
latir, sino de que tus latidos no tengan sentido. Me costaba encontrárselo
al mío.
—¡Eres tonto! Que lo sepas. No puedes pasarte así toda la vida.
¿Cuánto hace que no te escribe? —me preguntó Laura.
—Dos meses, cuatro días y doce horas.
—Tío no es justo lo que te está haciendo. Viene cuando le da la gana
porque sabe que te tiene en su mano. Has sido muy bueno con él, pero
tienes que serlo también contigo.
—Es fácil decirlo, pero ¿cómo se hace? ¿Crees que no quiero
olvidarlo? Si por mi fuera me enamoraría mañana de una chica, pero no
puedo controlarlo.
—¡Joder, no se trata de que cambies lo que te gusta! Se trata de que te
fijes en otro, o que pases del amor, si eres un crío…
—¿Pasar del amor? Te aseguro que no hay nada que desee ahora
mismo más que eso. Pero te repito, ¿cómo se hace?
—¡Pfff! No tengo ni idea.
—Yo tampoco.
Solo sabía que dolía, que me enfadaba y cuando me escribía se me
olvidaba todo. Era el mismo ciclo de siempre. Así pasé todo el año. Hasta
cumplir los dieciséis. Con idas y venidas que, cada vez, se alargaban más
en el tiempo. Que cada vez se hacían más eternas. Hasta que toqué fondo y
tomé una nueva decisión. Enfrentarme a él fue uno de los momentos más
decisivos de mi vida.
—¿Cuánto lleva sin escribirte?
—Cinco meses y veintisiete días. Lo odio, ¿por qué he tenido que
enamorarme de alguien así? —le respondí a mi amiga, a mi hermana.
—Creo que ya te he dicho todo lo que tenía que decirte, hasta que no te
des cuenta tú, nada cambiará.
—Sé lo que pasa desde hace mucho tiempo. No se trata de darme
cuenta, se trata de ser capaz de mirarlo a los ojos y resistir; eso es lo que
me impide ponerle en su lugar.
—Aparta la vista. Si no puedes mirarle, haz trampas. —Eso era
contrario a mí. «Mira a los ojos siempre, cuando hables con una persona a
la que quieres, es importante transmitir con la mirada lo que piensas, sino
parecerán mentiras y las mentiras, hijo mío, corrompen al ser humano.»
Me decía mi madre. No quería corromperme, aunque, en cierto modo,
estaba ocurriendo, no por mí, sino por lo que vivía.
—Voy a pedirle explicaciones en persona. Lo miraré a los ojos y
enfrentaré esta situación de una vez por todas. Seguramente cumpla su
palabra y me pegue un puñetazo, quizá, después de eso, abra los ojos de
verdad y pueda pasar de él —dije convencido.
—Es lo mejor. Eres valiente, aunque no lo creas. —Y nos abrazamos,
de verdad. Ella era el cimiento que seguía manteniéndome en pie. Le debía
tanto…
Aunque finalmente me dejara caer. Pero como decía mi madre, lo
verdaderamente importante es valorar todo el tiempo que has vivido con
alguien, no solamente las cosas malas.
LA DECISIÓN

—TODOS ESTAMOS AQUÍ UNIDOS por lo mismo: nos echamos la


culpa los unos a los otros, pero decidme, ¿os alivia? Porque yo no me
siento mejor —dice el director. Todos se miran sin querer hacerlo,
disimulando. Como habían hecho siempre.
—Todos no. Falta Pablo —añade su exnovia.
—¿Sabes dónde está? — pregunta el director.
—¡No! No me dijo nada, pero estoy preocupada, sé que le afectó más
que a todos nosotros.
—Habla por ti. No sabes cómo nos sentimos los demás —le recrimina
Bruno.
—¿Tú vas a decir eso? Le humillaste miles de veces. Si alguien de
aquí merece sentirse mal, ese eres tú. No lo olvides. —La furia de una
ballena azul estalla.
—¡Sí, lo hice! Le pegué, le insulté, le humillé. Me porté como un
auténtico hijo de puta, pero ¿sabéis qué? Fui el único al que pudo recurrir
durante los últimos años. Él y yo arreglamos las cosas. ¡Lo amo!
Y ante la confesión, todos se quedan boquiabiertos. Como si hubiera
pasado un desfile de ángeles.
—¿Alguien sabe dónde está el chico de las arrugas? —interrumpe
Joaquín.
—Quizá… —Bruno tiene algo de información.
—Dilo. Su familia está desesperada —contesta Irene.
—Su familia… mi familia… nuestros actos… vuestros actos… Todo
lo que hacemos está condicionado. ¡Que le den a su familia! Ellos también
tienen las manos manchadas de sangre. Cuando ellos se enamoraron,
fueron los padres de Pablo los que le cortaron las alas. Le prohibieron
seguir viéndolo. La familia no siempre es lo más importante para todos.
¿Creéis que mis padres eran buenas personas? A mi madre solo le
importaba él y mi padre disfrutaba humillándome. No sabemos nada de la
vida de los demás, pero os aseguro que todos guardamos secretos, aunque
parezca que no. Creo que Pablo está en Madrid. Era el sueño de Adrián,
volar a la capital y liberarse de los prejuicios de este pueblo. No se lo
digáis a nadie, pero deberíamos comprobarlo nosotros mismos: el director
del instituto, el villano por excelencia, la chica gorda de pelo azul y la ex
del marica, puede ser un viaje para limar asperezas, ¿no creéis? Todos se
miraron sabiendo que era una locura, pero no podían negarse a ella.

A veces, las locuras son todo cuanto tenemos para poder encontrarle un
sentido a todo lo que vivimos. Y ese momento, eso era lo que buscaban
todos.
MOMENTO 26

ESPERÉ A QUE SALIERA DE CLASE. Tenía el cuerpo poseído por un


mar de nervios. Quería hacer las cosas bien, quería que, por una vez,
entendiera como me sentía. Aunque no dejaba de ver, una y otra vez, como
me daba el puñetazo que prometió. Me había acostumbrado a ser
pesimista. No me sentía orgulloso de ello. Había muchas cosas de las que
no me sentía orgulloso desde que mi madre partió.
—Hola —dije parándome frente a ellos. Sus rostros se quedaron
extrañados, como si fuera la primera vez que hablábamos en nuestras
vidas. Éramos desconocidos porque, a pesar de querernos por encima de lo
que se puede llegar a querer, no conocíamos nada de lo que había pasado
en nuestras vidas en los últimos meses.
—¿Cómo estás, Adrián? —preguntó Irene tratando de adaptarse,
rápidamente, a la situación. Ella miró nuestros ojos y supo que teníamos
una conversación pendiente, era intuitiva, en cierto modo.
—¿Recuerdas lo del puñetazo? —dijo el chico de las arrugas. Pero no
aparté la mirada. Si quería reventarme la cara, como ya había hecho
Bruno, ¡adelante! No me iba a acobardar. Había tomado una decisión e iba
a ser fiel a ella, costara lo que costara.
—Pablo, cuando te pones así me dan ganas de darte yo a ti el puñetazo,
¿estamos idiotas? ¿No ves que está solo? —¿Solo? Esa era la verdad,
sentía pena por mí, como cuando coges un cachorro de la calle y sabes que
no vas a poder cuidarlo, pero te da pena, te da pena que le golpee el frío,
que otras personas le hagan daño, que la noche le asuste o que se muera de
la tristeza. Pero solo es eso, pena. Luego todo vuelve a la normalidad y el
golpe es más duro. El cachorro vuelve a la calle, pero ya no da pena,
porque ya no es un cachorro. ¿Qué destino le esperaría? Algo mucho más
aterrador. ¿Por qué la gente se propone cosas que no es capaz de cumplir?
Yo nunca dejaría a un perro abandonado, nunca hubiera dejado a Pablo sin
protección si las cosas hubieran sido al revés.
—Si quieres pegarme un puñetazo, puedes hacerlo, no me voy a ir de
aquí hasta que hablemos. Y si no me escuchas me quedaré en el portal de
tu casa, hasta que salgas. No comeré, no dormiré, pero hablarás conmigo
—No lloré, ni mis palabras sonaron con la tristeza de siempre. Pero
apareció algo nuevo en ellas: seguridad.
—Habla con él, fuisteis como hermanos —vuelve a meterse.
¿Hermanos? Ojalá no hubiéramos roto la barrera, pero hicimos lo que
nuestros cuerpos pedían, como si ellos tuvieran el control de nosotros.
Nuestros cuerpos eran más inteligentes que nuestros cerebros, eso sin duda
—. Os dejaré solos. Pablo, no seas tan duro con él. No te ha hecho nada.
—Gracias Irene —Se lo agradecí de corazón, porque siempre me había
tratado bien, aunque la eligiera Pablo, cosa que entendía. Éramos jóvenes
y no sabíamos amar de otra manera.
—Cuando llegue a mi casa será la última vez que te escuche, espero
que lo tengas claro —Tenía el ceño fruncido. Era cabezón y orgulloso,
pero había accedido. Me sentí feliz por haberlo logrado. «Eres un idiota.
Mira cómo te trata. No merece una sola palabra.» Si hubiera podido hablar
con mi yo del pasado le hubiera dejado claras muchas cosas. Pero vivía en
ese mundo paralelo donde, a pesar de todos los obstáculos, las parejas
tenían un final feliz.
Comenzamos a caminar, rodeados de una extraña sensación de frío que
ni el sol que nos alumbraba llegaba a entender.
—Seis meses —pronuncié con la mirada al frente.
—Te dije que no me hablaras en el instituto. Tenía que ser un secreto.
—Estaba muy enfadado.
—Seis meses… seis meses de agonía cada noche, de quedarme
dormido con el móvil entre mis manos esperando recibir un mensaje que
alegrara la soledad… seis meses soñando con un beso de tus labios, con
una caricia que me hiciera sentir mejor, con una palabra que sonara con tu
voz… seis meses ahogado en un mar infinito en el que todo está muerto,
deseando encontrarte entre las algas, entre las conchas, entre las piedras…
seis meses esperando solo por ti, ¿por qué me haces esto? No fui yo el que
te tocó el culo en aquel partido de futbol, no fui yo el que encendió la
primera llama —Y entonces, le miré a los ojos y vio todo el dolor que
sentía a través de ellos—. Pero cuando puse mi mano sobre la tuya, en mi
habitación, era algo más que un juego, era algo más que ir y venir cuando
te da la gana, eran sentimientos, era amor. Me había enamorado de ti. —
Pablo tenía los ojos quebrados, y el idiota no se daba cuenta de que verlo
así me quebraba treinta veces más.
—Lo siento. Ojalá pudiera complacerte, pero no puedo hacerlo. Soy un
cobarde y todo me da miedo. Parece que no, que soy el chico más popular
del instituto, que todo el mundo me hace la pelota, pero es una puta
mentira. Soy insignificante, me siento insignificante, porque no puedo ser
yo mismo. Todos esperan de mí, sobre todo mis padres. He llorado todas
las noches por no poder escribirte, pero lo hago por ti, porque no quiero
seguir haciéndote daño, porque esto no va a cambiar nunca, y te mereces a
alguien mejor que yo. Alguien que pueda abrazarte cuando te acuerdes de
tu madre, alguien que pueda besarte cuando tus labios lo pidan, mereces…
mereces… a alguien de verdad, y yo no soy más que una mentira. —Y
oírlo así, tan triste, tan roto, me partió el corazón. Así que, sin pensarlo, lo
abracé; esta vez fue al revés. Lo cubrí bajo mis brazos y apreté tan fuerte
como pude, para que sus problemas se ahogasen y, al terminar, pudiera
sentirse libre. Sentí como sus lágrimas impactaban en mi cuello, como si
fueran grandes gotas de lluvia. Me amaba, me amaba de verdad, pero no
sabía cómo enfrentarse a eso. Tras unos segundos se separó de mí. Me
miró con los ojos enrojecidos—. Si algún día me atrevo a reconocer quién
soy de verdad, lucharé por ti tanto como lo has hecho tú, pero no podemos
seguir viéndonos, no de esta manera. —Quise decir muchas cosas, seguir
insistiendo, pero no fue su voz lo que escuché en ese instante, fue su
mirada. Y su mirada lo decía de verdad. Así que asentí y me despedí de él,
pensando que ahora sí, era la definitiva.
«Ojalá me hubieras llevado contigo, mamá.»
EL COMIENZO DE UN VIAJE

SE MONTAN EN EL COCHE. Bruno conduce. Todos tienen la extraña


sensación de no conocerse, pero, a la vez, de hacerlo mucho más de lo que
parece.
—Esto es un chiste —añade Irene.
—Parece más bien una pesadilla —contraataca Laura.
—¿Siempre eres tan negativa? —Pero no contesta. Se queda en
silencio pensando en su frustración.
—Muchachos, nadie tiene la culpa, os lo he dicho muchas veces. No
sois malos chavales, ninguno. Todos cometemos errores y no por ello
tenemos que condenarnos para siempre —dice Joaquín, parece que con
ellos ya no necesita la máscara—. Os contaré una historia para amenizar
este viaje, ¿os gustaría?
—¡Sí! —Laura es la primera en responder.
—Sí —dicen los demás.
—Pero no te enrolles mucho director, que en historia eres un poco
pesado —Bromea Bruno.
—A lo mejor, si escucharas un poco más, no suspenderías todos los
exámenes.
—Nací con problemas auditivos. —Y hasta Laura, emite cierta sonrisa.
Aunque intenta disimularlo.
—Un hombre está celebrando el día más feliz de su vida. Sonríe ante
las fotos y ante sus ojos, pero hay algo que la gente no ve. Una oscuridad
invisible que se torna sobre él. Escucha las frases de aquel hombre con
sotana mientras está a punto de dar el «sí quiero», a la mujer con la que va
a compartir su vida. La mujer luce su vestido blanco y el pelo trenzado,
apenas tiene veinte años y está profundamente enamorada. A diferencia de
él, sobre ella solo se torna un sol brillante imposible de abatir. Para él, es
el supuesto mejor día de su vida, para ella, es el mejor día de su vida. Pero
cuando una persona miente, los momentos pierden su significado, porque
ese momento está condicionado por una mentira, y las mentiras solo
falsean la realidad.
—Las mentiras son una mierda —dice Irene.
—Sí, muchacha, las mentiras son el lado malo de las palabras, porque
con las mentiras manipulamos el tiempo, y robarle el tiempo a alguien, es
como robarle su vida. Pero muchachos, todos hemos dicho mentiras
alguna vez… Nadie se salva de ellas.
—¿Qué paso con ese hombre, por qué mentía? —pregunta Bruno muy
metido en la historia.
—Se casaron y esa misma noche hicieron el amor más de tres veces.
Él, porque era lo que se esperaba que hiciera; ella, porque estaba
locamente enamorada de su cuerpo, de sus labios, de sus ojos… de toda su
esencia, solo que su esencia no era del todo real. A las pocas semanas
llegó la noticia: estaba embarazada. Y por primera vez, ambos se
emocionaron, de verdad. Porque para él, ser padre, era un sueño. Para ella,
todo lo que fuera vivido con él, también. Aquel hombre pensó que esa niña
salvaría la relación y acabaría con ese manto oscuro que cada vez era más
grande, como si una noche infinita y sin estrellas se hubiera echado sobre
él. La niña nació, pero la oscuridad seguía ahí. Entonces, el hombre
entendió algo muy importante: nadie viene a este mundo a cambiar a
nadie, solo nosotros mismos podemos tomar la decisión de hacerlo. Su
hija no podía salvar ese matrimonio, porque él no estaba enamorado de
ella, nunca lo estuvo.
—¿y por qué estar con alguien a quien no quieres? —pregunta Irene.
—¿Nunca has hecho algo que no quieres? Seguro que, si piensas en
algo, te darás cuenta de que sí.
—¿Se lo dijo? —Bruno seguía muy interesado.
—Entendió el mensaje, pero no se atrevió a afrontarlo, así que
comenzó a cometer errores. Echaba de menos a su verdadero amor, aquel
que le había robado el corazón en su juventud, aquel con el que de verdad
hubiera sido feliz, pero esa historia había concluido, ni siquiera sabía de su
paradero. Lo perdió por cobarde. Así que, para llenar ese vacío, comenzó a
salir de fiesta y, allí, para olvidar, conoció a nuevos amigos: el éxtasis, la
cocaína y la heroína.
—¡Pero eso es una puta mierda! —suelta el chico del anillo de oro.
—No lo sabes bien muchacho, es la peor mierda que podéis imaginar.
Pero nadie está exento de ella. Cuando estamos tristes tenemos ciertas
tendencias estúpidas a hacer tonterías, tonterías como jugar con fuego y
quemarnos. Todo empieza con una primera vez que, supuestamente, no se
repetirá, pero que se repite, todo empieza con una cerilla y acabas
quemando la caja entera.
—¿Y consiguió salvarse? —pregunta Irene.
—Fue a más. Casi todos los fines de semana se drogaba. Tenía la
necesidad de hacerlo para sobrellevar su falsa vida. Pero se incrementó.
Comenzó a acostarse con gente, sin control, sin protección. Personas que,
como él, acudían a lo mismo: olvidar sus problemas. Cuanto más entraba a
ese mundo, mayor era la oscuridad que lo envolvía. Era un hombre
desconectado del mundo real. Pero ella, enamorada hasta las trancas,
sufría en silencio sus salidas nocturnas, su falta de cariño… de atención. Y
un día explotó, y lo mandó todo a la mierda. Quiso saber por qué había
cambiado tanto, pero él no se atrevió a dar explicaciones, así que, se
divorció y se llevó a su hija. Eso le dolió más que nada, porque su hija era
la única ráfaga de luz que tenía en su vida. Continuó con sus excesos, cada
vez mayores, hasta que, un día, se encontró con alguien especial allí.
Cuando lo vio sintió que su corazón se quedaba congelado como un
témpano de hielo.
—¿Vio a la chica de la que verdaderamente se había enamorado? —
pregunta Bruno.
—¿Quién dijo que se enamoró de una chica? —Todos se sorprenden—.
Pero tampoco lo vio a él. Fue a otra persona mucho más joven. Al verle
allí, probando, seguramente, por primera vez todas aquellas drogas, se
recordó a sí mismo. Él no merecía ese camino. Así que, lo interceptó y
trató de hacerle entender que tenía que irse de allí. Estaba borracho y
drogado. «No me puedo creer que esté usted aquí.». Me decía, «No sabía
que usted era maricón, ¿quiere que follemos?» Las drogas nos hacen decir
auténticas locuras, palabras impensables, pero que se manifiestan. Ese
instante de cordura le dio la fuerza necesaria para sacarlo de allí y llevarlo
a su casa. También la fuerza para dejar de seguir drogándose.
»Por la mañana, cuando se despertó, ya se había ido. Supongo que se
sentiría avergonzado. Él también lo estaba. Desde ese momento se propuso
cuidar más de su hija, verla más a menudo, y dejar atrás toda la mierda en
la que había estado metido, perdiendo el tiempo, jugando con su salud… Y
todo por no haberse atrevido a afrontar los verdaderos sentimientos que
tuvo hacia un amor que partió.
»Y entonces, ese día, un joven cuya madre había partido, enamorado
profundamente de su mejor amigo, traicionado por su mejor amiga,
acosado por un chico cuyos padres lo trataban mal y machacado por unas
fotos privadas publicadas por una muchacha celosa, comenzó a caminar
hacia la oscuridad. Y también, ese día, un director de instituto que parecía
ser el hombre perfecto, comenzó a dejar de drogarse y de tirar su vida por
el retrete, porque al ver a Adrián en esa discoteca llena de drogas, me vi
también a mí mismo, y no quería que Adrián hiciera lo mismo que yo, y
tampoco quería volver a fallar a mi hija. Así que, un hecho marcado por la
casualidad, lo cambió todo.
—¿Usted era ese hombre? —pregunta Bruno extrañado.
—Las apariencias, muchachos, no son más que un complemento con el
que vestimos nuestras emociones, también son una mentira.
—Pero usted no consiguió salvarle…
—Nadie lo consiguió. Esa misma noche, cuando saltó, volví a salir de
fiesta, después de mucho tiempo. Volví a drogarme, y volví a tener sexo
sin protección. Esa noche solo quería olvidarme de todo. Estaba roto,
porque me sentía, al igual que vosotros, muchachos, responsable de su
muerte. Y la cagué. Por eso tenemos que dejar de insultarnos y ofendernos
los unos a los otros por nuestras malas decisiones. No podemos conseguir
nada así. Ahora, lo único importante, es conseguir que Pablo no haga
ninguna tontería. Encontrarlo.
—¡Sí, director! —contesta el chico del anillo de oro, el resto asienten
mientras reflexionan sobre esa historia.
—Algún día os contaré el final, algún día…
MOMENTO 27

NO SABÍA ADÓNDE IR. Solo quería estar solo. Pablo y yo habíamos


terminado definitivamente. Tenía que reencaminar mi vida y centrarme en
mí mismo: estudiar, escribir y cuidar de mi padre. Me sentía como si
hubiéramos emprendido un viaje juntos y, a mitad del camino, se hubiera
arrepentido dejándome solo. Lejos de casa, lejos de la hoguera. ¿El
corazón blandito? ¡Una mierda mamá, una mierda mamá! Mi corazón ya
no es blandito, ¿por qué te fuiste? ¿Por qué nos abandonaste? Una madre
no hace eso, una madre se queda hasta el final, se queda… se queda…
debe quedarse…
—¿Un mal día, muchacho? —Me aparté rápidamente las lágrimas de
los ojos.
—Uno más —contesté—. ¿Qué hace usted aquí?
—Salgo a pasear muchas tardes por aquí. Que yo sepa la calle no tiene
su nombre. —Se acercó hasta el banco y se sentó a mi lado—. Supongo
que escalaste el muro y has caído, ¿no? —dije el director.
—Sí, intenté escalar el muro y me he dado una buena hostia.
—Pero sigues aquí, vivo, y el muro sigue ahí, sobre tus ojos.
—¿Qué quiere decir?
—Te caes, te levantas, y lo vuelves a intentar. Mientras estés vivo,
sigues teniendo la oportunidad de conseguirlo, muchacho.
—O de hacerme más daño, ¿usted no se cansa de sufrir? Tal vez lo más
correcto sería cambiar los planes, elegir un camino más fácil y tener una
vida más tranquila. —Y el director arqueó las cejas y sonrió incrédulo.
—¿Camino fácil? Eso solo pasa en las películas. Muchacho, puedes
tomar dos decisiones, solo dos: caminar hacia la felicidad, o hacia el lado
contrario a ella. No hay más opciones. Solo tienes dieciséis años, por Dios,
eres muy joven aún. Tienes muchas vivencias por delante, y muchas caídas
que sufrir todavía. Pero también tienes pendientes muchas sonrisas, no te
alejes de ellas, muchacho, son necesarias para que nos salgan arrugas
cuando seamos viejos. Y ni se te ocurra decir que yo lo soy, porque
entonces sí sabrás lo que es una buena caída.
—Es usted una buena persona. Gracias por sus consejos, espero que
también se los esté aplicando. Los adultos también merecen esa felicidad.
Mi madre, antes de irse, me dijo que no había cumplido muchos sueños,
porque se había dedicado a satisfacer los de la gente. Me hizo prometerle
que yo siempre lucharía por mis sueños. Usted es como mi madre, un
hombre adulto que se atreve a hablar con un niño de cosas de mayores. Mi
madre decía que la frase «son cosas de mayores», es la mayor estupidez
del mundo, porque a los niños no hay que ocultarles la verdad, sino tratar
de enseñársela para que se adapten a ella.
—Tu madre era una mujer sabia. Veo que dejó en ti muchas lecciones
importantes, no las olvides nunca, muchacho.
—Nunca las olvidaré, nunca la olvidaré Quizá, hasta un día, vaya a
buscarla…
—Quizá esté en la cima del muro que no te atreves a escalar. —Y miré
arriba, deseando que fuera verdad, pero no lo era, mi madre no estaba
ahí…
EL VIAJE CONTINÚA

ES CURIOSO VER CÓMO, ahora, aquellos desconocidos que se miraban


por el rabillo del ojo parecían haberse unido como si se conocieran de toda
la vida. Todos aceptan su destino y se empoderan de sus decisiones. Habría
sido un bonito viaje que hacer. Una buena familia, conmigo y con el chico
de las arrugas. Pero se unieron demasiado tarde. Abrieron los ojos cuando
los míos se estaban cerrando.
—Muchachos, ¿quién es el siguiente?
—El siguiente para qué —pregunta la chica del pelo azul.
—Pues el siguiente en contar su historia. Tenemos que aprovechar este
viaje para unirnos, como si fuera un homenaje a él.
—Paso de esa mierda —contesta Bruno.
—Quizá, si pasaras menos y escucharas un poco más, las cosas irían
mejor —le recrimina Laura.
—Tenía doce años la primera vez que bromearon con ella —comenzó a
decir Irene—. Era una chica guapa, de ojos bonitos y cabello liso. Él era
un chico guapo, de ojos bonitos y cabello liso. «Son novios, son novios»,
decían los niños del cole. «¿Te gusta Pablito? Es muy mono», decían sus
padres. Y al final, sin darse cuenta, con el paso del tiempo, se enamoró
más de un concepto que de una persona. Le habían metido tanto en la
cabeza la idea de que era su gran amor, que no se había dado cuenta de que
el mundo avanzaba en muchos más sentidos. Ella solo pensaba en él.
Dibujaba corazones en las últimas hojas de las libretas y escribía en la
mesa «Pablo e Irene». Era lo que le habían inculcado. Cuando entraron en
el instituto decidieron ser amigos. Bueno, mejor dicho, Pablo lo decidió.
Ella se limitó a aceptarlo, pero no era lo que quería. Así que, a pesar de
todo, era la primera que le felicitaba el cumpleaños, la primera que le daba
los buenos días con un SMS, la primera que estaba siempre para él. Ella no
sabía sus secretos, porque él los guardaba muy bien. Cuando finalmente le
pidió salir, se sintió la chica más feliz del universo, como si le hubiera
tocado la lotería. Parecía un estúpido canguro pegando saltos por un
chaval que nunca le quiso. Durante la relación aguantó lo no escrito. Él era
un pasota, depresivo y, en muchas ocasiones, un auténtico gilipollas. Pero
estaban juntos, era lo que todo el mundo había querido desde que eran
pequeños. Debían seguir así. Ella no tenía idea alguna de que muchos
viernes se iba con el chico al que prometió pegar un puñetazo, para jugar a
príncipes y príncipes, para sentir un poco de amor verdadero, de vez en
cuando. Cuando la chica se enteró de la verdad, cuando vio en el móvil
aquellas fotos que un día se mandaron, sintió como si la hubieran
atravesado con una espada afilada. Se cagó en la puta cientos de veces.
Cogió las fotos de Adrián y las imprimió.
—¿Fuiste tú la de las fotos? —acusa Laura.
—Déjala terminar, muchacha.
—Cogí las fotos y, por la noche, las pegué por los alrededores del
instituto. Se veía su pene y su cara; suficiente para joderle la vida… solo
quería vengarme… solo usé las fotos de Adrián. Pensé que con el
escándalo se separaría de él y volvería a mis brazos. Fue un estúpido
pensamiento, pero era mío, era lo que me decía mi mente. «Es tuyo, acaba
con quien intente interponerse entre él y tú.» Pero no fue más que otra
cagada. Luego me callé porque tenía miedo. Llegó la policía, la denuncia
de su padre… y no tuve valor para decirlo, no tuve valor más que para
llorar en secreto.
—Llevaban tiempo sin hacerle bullying en clase… Esas fotos… lo que
mostraban… Fue su fin… —dice Laura enfadada.
—Sí, fui una zorra, y me arrepiento, pero, tú eras su mejor amiga,
¿estuviste para él? ¿Le escribiste un mensaje? ¿Impediste que saltara?
¿Dónde estabas? —Y los reproches vuelven a surgir en torno a mí, como si
se pasaran la bola de uno a otro, como si para sentirse mejor tuviera que
haber un único culpable.
—¡El director tiene razón! Todos la hemos cagado un huevo. No
vayamos de santitos y asumamos que fuimos malas personas con él.
—Los celos, muchachos, es uno de los efectos secundarios más
peligrosos del amor. Del amor romántico. Del amor que nos venden a
diario. Del amor que señala que una niña de doce años tenga que
interesarse en un niño, cuando, lo natural sería que ni se lo replanteara.
Grandes historias de amor han acabado en tragedias por los celos. Nadie se
ha librado de sentirlos alguna vez, pero todos podemos librarnos de
sentirlos para siempre.
—¿Qué quiere decir, director? —pregunta Irene.
—¿Muchachos, alguna vez habéis oído la palabra desaprender?
Todos se miran algo extrañados, intentando deducirla por el contexto
—¿Olvidar algo? —añade Laura.
—¡Eso es! Desaprender, es olvidar aquello que hemos aprendido y no
está bien. Tú tienes que desaprender tu forma de ver el amor, porque ya
has visto lo que duele, las cosas a las que te conduce, y aprenderás una
nueva, una mejor, una que no duela y que sea de verdad, que la elijas tú y
no tu entorno. Desaprender es, sin duda, muchachos, una gran palabra que
debería enseñarse a todos desde que somos pequeños… Hay tanto que
desaprender… tanto para poder hacer las cosas bien…
Y mientras un director de instituto sigue dando clase en un coche
camino a Madrid, un grupo de adolescentes comienza a reflexionar sobre
las cosas que han aprendido a lo largo de su vida y, tal vez, deberían
olvidar para empezar de nuevo.
MOMENTO 28

OTRO CUMPLEAÑOS MÁS SIN ÉL. El paso del tiempo hacía que el
dolor se convirtiera en otra cosa. Ya no dolía de esa forma punzante y
ocasional. Ahora era peor, porque sentía que vivía entre sombras. Mi vida
se había cubierto de una niebla aciaga que lo cubría casi todo. Pero, en mi
cabeza, seguía creyendo en un futuro. Quería estudiar y salir del pueblo.
Irme lejos, sin dar explicaciones más que a mi amiga Laura; aunque en
aquellos momentos, nuestra relación había empezado a cambiar. Y todo
por ser sincero.
—No sé qué hacer —me dijo empañada de lágrimas.
—Tienes que dejarlo, no te hace feliz y lo sabes —le contesté. Siempre
habíamos sido sinceros el uno con el otro, era la parte esencial de nuestro
vínculo. Lo hacíamos para protegernos.
—Él me quiere… Solo necesito aprender a ser mejor, a tratarlo como
él quiere, a cuidarlo… Necesito que las cosas sean como antes.
—¿Cómo antes? ¿No has aprendido nada de mí? Sabes que las cosas
nunca pueden ser como antes, porque el antes es el pasado. Además…
¿para qué cambiar? Eres genial. Una gran amiga… tal vez… él debería
cambiar si te quiere.
—Él me quiere…
—Una persona que te quiere no te llama gorda. No te humilla con
cosas que sabe que te duelen. No se mete con tu familia, ni con tus amigos.
Sé que no soy el más indicado para dar consejos de amor, porque sobre
amor, no tengo ni puta idea. Pero igual que los idiotas que nos insultaban
en el insti no tenían derecho, él tampoco lo tiene. Y sabes que tienes que
dejarlo, no es un buen tipo.
—¡Pues no! Tus consejos son una mierda. Has estado arrastrándote por
un tío que ha pasado de ti siempre, que te ha humillado y se besaba delante
de ti con su novia. Le has escrito hasta después de que te dijera que no
quería verte nunca más. Y ahora, porque mi novio me haya dicho gorda
alguna vez, o me haya levantado la voz, o encerrado, ¿tengo que dejarlo?
Creo que te sientes solo y quieres tenerme contigo. Estás celoso de él.
Tienes envidia de que mi relación sea de verdad —Me quedé alucinado
escuchando tales palabras. ¿Cómo podía pensar eso de mí? Claro que la
quería conmigo, como siempre, pero por encima de todo, la quería feliz.
Solo traté de darle un consejo sincero de amigo. Es verdad que la cagué
mucho con Pablo, que me arrastré como una culebra millones de veces,
pero mis errores no eximían los suyos. Solo quería que se quisiera mucho
más de lo que yo me quise. Pero, rápidamente, me convirtió en el
enemigo, porque no quería darse cuenta de la verdad. Y yo, que con ella
era sincero, comencé a ver como mi sinceridad construía un muro entre
nosotros. Un muro que ni el fuego era capaz de derretir.
Cumplí los diecisiete años solo. No había tarta, no había canciones, no
había nadie, solo un mensaje de Laura: «No puedo ir, lo siento, feliz
cumpleaños, te quiero mucho.» Me senté en el sofá del salón, con el móvil
entre mis manos, mirando la pantalla apagada de la televisión mientras las
lágrimas caían sin parar. Cerré los ojos y, a pesar de sentir que me estaba
hundiendo en arenas movedizas, me dije a mí mismo: «pasará, pasará,
mamá siempre lo decía. Lo malo caduca siempre.» Se le olvidó decirme
que lo bueno también.
ALBACETE

—ALBACETE CAGA Y VETE —dice Bruno al leer el cartel que indica


que van por la mitad del camino.
—Hay cosas que nunca cambiarán… —suelta Irene.
—Cambiar es de cobardes —se defiende.
—¿Pero qué tontería es esa? No muchachos, cambiar es síntoma de
madurar. Y todos cambiamos. ¿Acaso sigues siendo el mismo matón de
instituto que hace unos años? —pregunta el director.
—¡No…! no lo soy.
—¿Ves? Todos cambiamos. Nadie de este coche será la misma persona
cuando regresemos a Archena. Cada momento, cada historia… Nos
cambia. Bruno, te toca a ti, cuéntanos la tuya, seguro que podemos
aprender de ti y conocerte un poco mejor.
—Ya os dije que paso de esta mierda.
—¿Tanto te avergüenzas de las cosas que has hecho? —pregunta
Laura.
—Llegó a Archena a los siete años —comienza a decir—. Sus padres
decidieron cambiar de ciudad y empezar de nuevo. Él era feliz en
Valencia, con sus amigos, con sus amigas, con su vida. Un día, su hermano
mayor, gran promesa del fútbol; y él, estuvieron jugando al balón en el
patio. Era una especie de terraza que conectaba con los demás dúplex de la
comunidad. Le enseñaba a jugar al fútbol porque quería que fuera tan
bueno como él para sorprender a su padre y que se sintiera orgulloso. Su
hermano era el ojo derecho de su padre; el favorito, siempre presumiendo
de él y de sus logros. Pero ese día, cuando estaban jugando en el patio,
cambió todo. El hermano mayor disparó la pelota contra la cochera, el
hermano pequeño saltó para cogerla, pero la rozó con las yemas de los
dedos haciendo que esta se elevara y sobresaliera por encima de la puerta.
El hermano mayor salió a la calle a buscarla y le dijo que se esperara ahí.
Y esperó… esperó… mucho tiempo… Y mientras esperaba escuchó
algunos sonidos que no le resultaban agradables, pero se lo había
prometido a su hermano y una promesa era muy importante para él:
primero escuchó un golpe como cuando una pelota choca contra un coche,
luego escuchó otro golpe, más seco, como cuando algo pesado cae al
suelo. Después escuchó un motor arrancar a una velocidad desbordante.
Entonces, el silencio se mantuvo durante unos minutos hasta que fue
interrumpido por la voz de una mujer. Se escucharon gritos y llantos y, al
poco tiempo, una ambulancia. Él seguía ahí, esperando, cumpliendo su
promesa. «¿Hermano, te queda mucho?», preguntaba una y otra vez, cada
vez más desplomado. Nunca volvió. La persona que lo mató se dio a la
fuga y, con ese golpe, se rompió la familia.
—Lo siento mucho, muchacho. —Irene y Laura tenían lágrimas en los
ojos. Yo también hubiera llorado de haber conocido esa historia.
—Antes de empezar a jugar se había quitado el anillo de oro y lo había
dejado sobre una mesa. Lo cogí y lo guardé, era el único recuerdo que
tenía de él.
»Desde ese momento mi padre comenzó a odiarme, haciéndome
responsable de lo sucedido. Pegándome, humillándome y haciéndome
sentir un cero a la izquierda, y mi madre comenzó a culparme de los
bruscos cambios de actitud de mi padre. En definitiva, mis padres
condenaron mi vida. No voy a entrar en el tipo de insultos, menosprecios y
humillaciones que recibí, pero os aseguro que las cosas que he hecho en el
instituto no le llegan ni a la suela de los zapatos. Aquí tenéis mi gran
historia de mierda.
—¡Eres un superviviente, muchacho!
—Siento haber sido tan dura contigo —dice Laura.
—¿Sabéis lo peor de todo? ¿Lo que más me jode?
—¿Qué? —pregunta Irene.
—Vendí el anillo de mi hermano para poder pagarme un hotel. Me
marché de casa hace unas semanas y no pienso volver con ellos. Les odio
con todas mis fuerzas, no son mi familia, no son nada. Pero mi hermano
me quería de verdad, siento que soy una mierda habiendo vendido el
anillo, me siento un puto traidor. —Y comienza a llorar. Y lo entiendo más
que nadie, porque yo también me sentí ruin no cumpliendo las promesas
que le hice a mi madre.
Y mientras un villano se desprende de las lágrimas de su pasado, una
ballena azul sabe que la próxima es ella, y tiene mucho miedo de hacer
frente a su pasado, porque su pasado sigue haciéndola llorar en su
presente. Y no quería llorar delante de ellos. ¡Ni delante de nadie!
MOMENTO 29

—¿CÓMO ESTÁS? —me preguntó. Lo hacía de vez en cuando. Conforme


iba creciendo iba desarrollando cierta apatía hacia él. Era como sin una
parte de mí lo odiara.
—¿Ahora te importa? —le contesté por primera vez.
Y ahí estábamos, padre e hijo separados por un muro de hielo que se
había ido construyendo poco a poco con el paso del tiempo. Mi madre
puso el primer bloque, luego mi padre siguió construyéndolo, y yo lo
terminé. Pretendía que, de pronto, todo volviera a la normalidad. Pero
ahora era yo el que no estaba por la labor. Me daba igual que se hubiera
puesto a trabajar, que cocinara y limpiara o, que, incluso, saliera a cenar
con amigos. Yo le propuse pescar juntos y me rechazó. Era todo lo que mi
mente me decía.
—¿Quieres unos huevos fritos con patatas y una codorniz para cenar?
—La codorniz era mi comida favorita, pero ya no era un niño al que podía
comprar con caprichos. Esa posibilidad terminó hacía bastante tiempo.
—Haz lo que quieras y déjame en paz —contesté. Vi como sus ojos
caían derrotados ante mis palabras, pero no me sentí mal por ello. ¿Por
qué iba a hacerlo? Me quedaba horas tocando la puerta de su habitación,
llorando, implorando que saliera y se comportara como el resto de padres.
Estuvimos días sin comer porque no teníamos nada en el frigorífico y no
había dinero. Nos cortaron la luz en varias ocasiones por tener los recibos
impagados. Quería perdonarlo, pero simplemente no podía. Cuanto más lo
miraba más quería que desapareciera de mi vista, más deseaba seguir
creciendo para poder largarme de casa y que no volviera a saber de mí.
—Haré la codorniz como a ti te gusta. Muy hecha. —Y sonrió. Pero
mis ojos, ante ese gesto, solo contestaron con odio, porque le odiaba, esa
era la única verdad. Le odiaba por todo lo que me había pasado: le odiaba
por lo que le ocurrió a mi madre, le odiaba por mi fracaso con Pablo, le
odiaba por el bullying que sufrí en el colegio, le odiaba por no haberme
cuidado, le odiaba por tantas… tantas… tantas malditas cosas, que no
había espacio para sonreír dentro de mí.
«Quizá algún día pueda perdonarle.» Me dije a mí mismo mientras
pensaba en mi madre. La única capaz del calmarme, aunque, lo reconozco,
cada vez menos.
BALLENA AZUL

—Le gustaba jugar con muñecas, pero sus muñecas eran diferentes. Les
ponía trajes gruesos y los llenaba de algodón para que estuvieran gordas,
como ella. Le hacía sentir mejor ver que la belleza iba más allá de la
perfección. Eso era lo que su madre le decía. Su madre y su padre siempre
le enseñaron cosas buenas, valores. Los valores —hace una mueca y se
queda durante unos segundos reflexiva— los valores son el legado más
importante que pueden dejarnos, porque no se olvidan fácilmente. Siempre
están ahí, recordándonos los límites del bien y del mal. Su madre le decía
que su peso, su altura, o sus gafas, no eran más que características de su
persona exterior, pero que lo importante, lo que tendría valor en la vida,
era lo que había dentro de su corazón, por eso, era importante que fuera
honesta y justa con todo el mundo.
»Un día se quedó durante mucho tiempo en la puerta del colegio.
Nadie venía a recogerla. Era extraño. La profesora María se quedó con ella
e intentó localizar a sus padres, sin éxito. Dos horas después llamó su
padre y, cuando la niña de siete años vio los ojos de la profesora
convertirse en un río de lágrimas, supo que había pasado algo muy malo.
Su madre había tenido un accidente de coche y había fallecido. Ese día la
belleza cambio de significado, ese día… ese maldito día hizo que la noche
durara 24 horas.
»Lo que vino después no fue mucho mejor. Un padre depresivo pero
que se mataba a trabajar por sacar adelante una familia de tres hijos; una
hermana mayor que tuvo que dejar la universidad para cuidar de sus
hermanos y trabajar a jornada parcial; un hermano muy chiquitín que
acababa de empezar la guardería, y una ballena azul que empezaba a ser el
objeto de burlas de todos sus compañeros. En fin, una jauría.
»Había meses buenos y meses de puta pena. Meses de comer
bocadillos, patatas y huevos a diario, y meses de poder comprar carne y
pescado. Había meses con sonrisas y meses donde todos lloraban en sus
habitaciones. Había meses… y meses.
»Pero lo peor fue el instituto. Allí conoció la verdadera maldad
humana. Parecía que aquella chica llevaba un cartel en la frente que decía
«Se ofrece gorda con el pelo azul para ser ridiculizada a diario.» Día tras
día: le quitaban la comida, le tiraban del pelo, le empujaban por los
pasillos, le insultaban, le escribían notitas en clase y, poco a poco, su
autoestima se iba a la mierda. Era como si, de repente, la bondad hubiera
desaparecido y el mundo hubiera estado gobernado por tiranos. Todas
aquellas películas de Disney con final feliz dejaron de tener sentido, la
felicidad también…
»Hasta que un día conoció a alguien… Alguien que parecía diferente…
Se enamoró y, sin darse cuenta, se metió dentro de una jaula. Ella
necesitaba cariño y protección y él la llevaba a otro mundo. Uno donde los
cuentos acaban bien y donde las princesas son rescatadas. Ella no se daba
cuenta de que la única forma de rescatarse era queriéndose un poco más.
Así que se metió dentro de la jaula con una sonrisa en la cara. Solo una
estúpida caería de esa manera en una trampa.
»El acoso diario siguió, pero dolía menos con su presencia. Era mayor
que ella, acababa de terminar la carrera de filosofía y tenía, incluso, casa
propia. Poco a poco se enamoró de él, de su protección. «Menos mal que
me has encontrado», «¿Qué hubieras hecho sin mí?» «No me dejes escapar
jamás, soy tu salvador». Él decía muchas frases y le sonaban bonitas, pero
no se daba cuenta de lo horribles que eran realmente, no se daba cuenta de
que, con ellas, la autoestima se metía bajo tierra.
»Un día le ocurrió algo bonito, similar a un milagro. Lloraba en los
baños y un chico de ojos oscuros y mirada penetrante se acercó a ella y se
interesó. Un chico maravilloso —comienza a llorar— al que no pude
salvar. Al que decepcioné, al que fallé. Adrián vino a mí, sin conocerme, y
me entregó su mano, y yo, en sus peores momentos, no fui capaz de hacer
nada. Yo le hice saltar, yo tengo la culpa de todo lo que ocurrió. No puedo
más. No puedo más…
La ballena azul comienza a soltar agua… lágrimas de culpabilidad,
pero no sabe lo agradecido que siempre he estado por los momentos
juntos. Me gustaría decirle que todo está bien, que lo que hice fue por
decisión propia, y que nadie tiene que sentirse mal ni culpabilizarse por
ello.
—¡Eh muchacha! Llora lo que necesites, pero nadie tiene la culpa —
dice el director.
—Todos la cagamos —añade Bruno.
—Sí, todos somos igual de responsables, pero no lo hicimos de verdad,
solo fue un error —contesta Irene.
Y en un momento, todos aquellos que formaron parte de mi vida, se
consuelan los unos a los otros, como sí, de repente, las piezas del puzzle
hubieran encajado mejor que nunca.
Laura consigue controlar su respiración y retoma la historia.
—Nos convertimos en grandes amigos. Me habló de todos vosotros.
De Pablo… Siempre me hablaba de Pablo. Se enamoró de él
perdidamente. Pero Pablo nunca se atrevió a reconocer sus sentimientos,
solo pequeñas idas y venidas que lo desajustaban todo. Cuando conseguía
ayudarle y que empezara a sonreír, entonces, un mensaje inesperado
llegaba y lo arruinaba todo, porque Pablo prometía quedarse, pero nunca lo
cumplía.
»El paso del tiempo comenzó a pasarme factura. Estaba cansada de que
nunca me escuchara y, un día, discutí muy fuerte con mi pareja. Me llamó
gorda y me dijo que no servía para nada. Que él era el único hombre que
me había dado una oportunidad y que si me marchaba me quedaría sola.
Sus palabras me dolieron mucho porque había confiado en él. Me había
metido en esa jaula yo solita y había pensado que era libre. Adrián me dijo
que no merecía estar con un hombre así… Que yo era muy especial para
dejar que me rompieran de esa manera. Pero lo entendí todo al revés, y me
enfadé con él, le dije que tenía envidia de mi relación porque la suya con
Pablo era un fracaso. Y después de ese día… ese maldito día, nada volvió
a ser como antes entre nosotros.
»Pero fui más lejos. Mi novio encontró unos mensajes en los que
Adrián le criticaba y después de leerlos me prohibió seguir siendo su
amiga. Y lo acepté. Dejé de hablarle, de la noche a la mañana. Le
abandoné sabiendo que estaba solo, perdido entre las olas de un mar vacío.
Un año antes de que saltara me escribió para arreglar lo que había pasado,
pero mi novio borró el mensaje y zanjó el tema con un «pesado, algún día
se dará cuenta de que no le necesitas. Ya me tienes a mí.» Y me callé, pero
la realidad es que lo necesitaba más que nunca, igual que él a mí.
»Aquí estamos ahora, en un coche que está llegando a Madrid, para
buscar a un chico con el corazón roto y para intentar salvar a otro que ha
tirado por la borda su felicidad, que paradójico todo.
Y mientras un coche cargado de remordimientos llega a Madrid, el
chico de las arrugas piensa, por primera vez, en quitarse la vida.
MOMENTO 30

SOLÍA SALIR A CORRER por el paseo del río. Era una distracción de la
que nadie podía privarme. Me hacía sentir bien. Suena a cliché, pero: el
viento chocar contra tu cara, el sudor cayendo como si estuvieras en un
baño turco, las pulsaciones subiendo demostrándote a ti mismo que sigues
vivo, eran sensaciones que nadie podía arrebatarme, porque solo
dependían de mí. Había empezado a entender que cuanto más me quisiera
a mí mismo y cuantos más planes hiciera conmigo, menos decepcionado
me sentiría. Aunque, cada vez que cogía mi móvil entre lágrimas y le
escribía un mensaje a Pablo, también me decepcionaba a mí mismo. ¿Qué
me había hecho ese chico que no podía dejar de pensar en él por muchos
años que pasaran? Mi madre me había advertido acerca de las heridas del
amor, pero… ¿tanto dolía? ¿Acabaría algún día? No estaba seguro…
Esa tarde de abril, mientras la mayoría de la gente se preparaba para
disfrutar de la Semana Santa, salí a correr. Y pasó algo inesperado. Lo vi.
Vi a Bruno junto a la presa. Pero eso no fue lo que me sorprendió. Lo que
estaba haciendo… me parecía imposible en él. Ahí supe que no sabemos
nada de la vida de los demás, que miramos a las personas y, rápidamente,
emitimos un juicio de valor basado en la pura superficialidad, pero,
obviamente, detrás de los prejuicios de una primera mirada, hay una vida
que desconocemos. Estaba llorando. Mi mente no podía procesarlo: «¿Por
qué llorará ese idiota?» «Se lo merece» «Ojalá le haya ocurrido algo
terrible», llegué a desear. Pero mientras todos esos pensamientos, que no
hacían más que alimentar la oscuridad que crecía en mí, se manifestaban,
mis piernas caminaban hacia él, como si hubiera quedado hipnotizado por
aquella imagen, como si la belleza y el horror hubieran alternado su
significado. Por primera vez en mi vida no me sentí inferior a él. Por
primera vez en mi vida supe que nadie es más que nadie, por mucho que la
sociedad intente hacernos creer que sí.
—Si dices a alguien algo de lo que has visto te partiré la cara, maricón
—me dijo. Como siempre destacaba por su simpatía. Seguí acercándome
sin decir nada.
»Supongo que te hará sentir bien ver al hijo de puta que te jodía las
clases llorar —volvió a decir.
—Ojalá —me atreví a pronunciar— ojalá pudiera sentarme aquí y
reírme. Ojalá pudiera sacar el móvil y hacer un vídeo para pasarlo por el
grupo de clase. Ojalá todo el daño que me habéis hecho me hubiera
convertido en un monstruo, pero, aunque no lo creas, y aunque una parte
de mí te desee el mal, siento pena de que estés llorando.
—Sácalo y grábame. Hoy no te haré nada, pero mañana te partiré la
cara. Y pasado mañana. Y al otro. Y al otro… Y al otro… Hasta que te
duela tanto que no salgas de tu casa.
—Me duele más de lo que puedas imaginar. Y veo que a ti también.
Esa mirada me suena. Vas de malo por la vida porque no quieres que sepan
la verdad. Y mientras pegas palizas a los más vulnerables, vienes al río a
llorar, solo, porque no tienes amigos ni familia. Las personas como tú no
tienen nada de eso, porque han construido sus vínculos con miedo. Y el
miedo es como el dinero, una forma alternativa de comprar a la gente,
pero no es real. Acaba disipándose como la niebla.
—¿Siempre hablas tan raro? No sé, insúltame, cágate en mis muertos o
algo, habla como el resto de personas.
—No soy como el resto de personas, si fuera como el resto,
seguramente, estaría grabándote con un móvil y riéndome de ti. Agradece,
por un momento, esa diferencia.
—Te he jodido muchos días, pero sabes que tenía razón. Soy un bruto y
no me entero de nada, pero eso si lo supe. ¿Sabes por qué? Porque le
mirabas igual que yo a mi hermano… Solo se puede mirar así a alguien a
quien quieres mucho… muchísimo.
—¿Qué quieres decir?
—Eres marica y estás enamorado de Pablo. Llevas enamorado de él
toda tu vida. Y él… y él de ti.
—¡No, eso no! He venido a preguntarte si estabas bien, pero no quiero
hablar de eso. No soy marica, no estoy enamorado de Pablo y Pablo nunca
ha estado enamorado de mí. Fuimos amigos y tus estúpidos comentarios
en clase lo arruinaron todo. Conseguiste que me quedara solo. Tal vez si
debería odiarte… insultarte… grabarte con el móvil. —La ira brotó en un
momento, como cuando mezclas dos compuestos que no encajan y pueden
producir un estallido. Estallé.
—Y sigues amándolo… Lo amarás siempre. No tengo ni puta idea de
amor, ni de palabras cultas, ni de libros, como tú. Pero sé lo que es querer
a alguien para siempre, que al cerrar los ojos veas su imagen y al despertar
siga exactamente en el mismo lugar. Sé lo que es vivir del recuerdo… Sé
lo que es el dolor.
—No sabes nada. Tú eres el causante de mi dolor. Eres el causante del
dolor de muchas personas. No tienes derecho a hablar de él, si supieras lo
que duele, no serías tan cruel de propagarlo.
—A veces, cuando lo propagas, sientes que no eres el único que sufre.
Desde ese día… ese maldito día me llené de rabia y comencé a
transformarme en lo que has visto de mí, pero aquí estoy, llorando
escondido de la gente.
—¿Qué pasó ese día? —pregunté lleno de curiosidad.
—Si alguna vez se lo cuentas a alguien no tendrás pueblo para correr.
Te mataré. —Pero no me asustaron sus palabras, era como si, de repente,
fuera uno de esos perritos pequeños que no dejan de ladrar, pero, en el
fondo, están más asustados que un niño pequeño cuando pierde a su
mamá… Como yo, cuando la perdí.
—Te doy mi palabra de que será un secreto entre nosotros, un secreto
entre villano y héroe.
—Ese día mi hermano murió y mis padres decidieron culparme de su
muerte. ¿Crees que el instituto es el infierno? No has conocido mi casa,
eso es el reino de los infiernos. Mira, parece que me ha quedado bonita la
frase, como las que tú dices.
—Sí, una frase de puta madre. Al final el villano tendrá que aprender
un poco del héroe para no llorar tanto en el río, porque el héroe, de
lágrimas, sabe. Y el héroe tendrá que aprender un poco del villano para no
dejarse vencer tan fácilmente, porque el villano, de resistencia, también
sabe mucho.
—Eres un friki —dijo con una ligera sonrisa.
—Siento lo de tu hermano… Se nota que lo querías mucho, como yo a
mi madre, como yo a… a…
—A Pablo —dijo él finalmente.
Y misteriosamente, un villano que parecía la peor persona del
universo, comenzó a mostrar su corazón; y un héroe que creía ser una
buena persona, comenzó a preparar su venganza.
MADRID

Y DE REPENTE, AQUELLA CIUDAD a la que quería escaparme a los


dieciocho, alberga a casi todas las personas que habían formado parte de
mi vida. Me hacía ilusión verlos allí, aunque, lo que ellos no sabían es que,
si despertaba, no iba a ir a Madrid, porque Madrid ya no tenía el
significado que le daba ahora a la vida. Madrid era un plan de escape, de
huida, pero si volvía, mi vida no se iba a marcar por la huida, sino por la
búsqueda. Tenía muchas cosas que buscar, muchas respuestas que hallar y,
sobre todo, enfrentar la verdad. La verdad que solo sabíamos mi padre, mi
madre y yo.
Mientras un joven de 18 años se debate entre la vida y la muerte, otro
se acaba de despertar en el hotel. Tiene los dedos de las manos arrugados,
aunque nadie se lo ha dicho desde hace mucho tiempo. Le duele la cabeza
de la notoria resaca de la noche pasada y, por sus pensamientos, solo pasan
emociones tristes. Emociones como saltar, saltar como hice yo.
La culpabilidad es uno de los peores males de la vida, porque se agarra
a ti como una pinza y no te suelta hasta absorber todo lo bueno que tienes.
El chico de las arrugas sale del hotel y se dirige hasta el Parque de la
Solidaridad. Lo recorre tres veces mientras, entre lágrimas, reflexiona
sobre sus actos. Mira cómo la gente pasea, como los niños juegan con sus
padres, como los jóvenes se besan sin miedo, y justo ahí, las ve: dos chicas
están tumbadas sobre el césped. Una encima de la otra. Tienen unos
altavoces, con el volumen no muy alto, colocados a su lado, con una lista
de reproducción de pop rock español. Se besan como si el mundo se fuera
a acabar mañana. Se separan. Se ríen. Hablan. Se sacan fotos. Vuelven a
besarse. Y así toda la tarde. El chico de las arrugas piensa que hubiera sido
un plan genial. El chico del corazón blandito también. Pero solo son
pensamientos y, lamentablemente, en ese momento, son pensamientos
dolorosos.
Pablo, cansado, sube la cuesta hasta colocarse en lo alto del puente.
Contempla como los coches pasan a toda velocidad. Sabe que, de hacerlo,
todo terminará rápido. Los pensamientos dejarán de doler y la hoguera se
apagará para siempre. Llora al pensar en ello, porque la hoguera, aunque
duró poco, fue la más cálida que había conocido, fueron los momentos
más felices de toda su vida, porque los eligió y no fueron elegidos por
otros.
Da un paso más.
Y otro…
Y otro…
Y se inclina sobre la valla. Saca la cabeza al vacío, y una gruesa
lágrima cae hasta el arcén. Y cuando la impulsividad le dice que es la
única solución, saca todo el cuerpo para saltar.
Mientras un chico con el corazón roto está a punto de saltar de un
puente, un coche lleno de personas con remordimientos se detiene en
medio de la carretera para intentar evitar la tragedia, pensando en que no
sea demasiado tarde.
MOMENTO 31

DIECIOCHO AÑOS. MI PADRE PREPARÓ UNA TARTA. Intentó


sonreír tratando de animarme. Pero todo había ido a peor. Laura no me
hablaba. Pablo no me escribía. Y paradójicamente, el único amigo al que
podía recurrir era Bruno, el chico que arruinó mi historia de amor.
Soplé las velas y disimulé para contentarlo. Quería que se callara cuanto
antes e irme a mi habitación, como siempre, a seguir dejando pasar el
tiempo. Porque sí, el tiempo pasaba y no daba tregua. El tiempo pasaba y,
desde los trece años, seguía arrastrando dos dolores interminables:
haberme despedido de mi madre de esa manera, y haber confiado en un
idiota. Había más, pero digamos que esos eran los que más se hacían notar.
Apagué las velas con un fuerte soplido de los que no dan tregua,
deseando que el aire apagara el fuego y que el muro entre mi padre y yo no
volviera a interponerse entre nosotros. Así funcionaba nuestra relación. Al
menos, había medio vuelto a la normalidad. Al menos trabajaba.
—Tengo un regalo para ti… Y algo que decirte —me dijo. No quería su
regalo ni sus palabras.
—No necesito nada —dije, sin más.
—Va, por favor, vamos a hacer las paces por un día… Vamos a hablar
de… de ella.
—¡No! No quiero hablar de ella. ¡Es tarde! —Me enfurecí. —Se
levantó, con los ojos llenos de lágrimas y me abrazó. No quería su abrazo,
pero, en ese momento, tampoco quería que se separara.
—Perdóname pequeño, perdóname por haberte fallado. Sé que debería
haberte prestado más atención… No puedo justificarlo… Solo perdóname.
—Y se pasó cinco minutos repitiendo lo mismo, haciendo que mi corazón,
por un instante, volviera a ser aquel corazón blandito de cuando tenía 13
años. Creí perdonarlo, pero a veces son solo momentos, momentos en los
que la ira se disuade y parece que todo ha pasado. Pero la tormenta no se
va de un día para otro, y los traumas de la infancia no se borran, así como
así.
Se separó un momento y cogió una foto envuelta en papel de regalo. Me
la entregó. La vi. La sonrisa de mi madre me hipnotizo. Éramos nosotros
tres, de viaje. Estábamos en Aqualandia, junto al elefante. Su sonrisa era
de verdad. Pero, entonces, la ira brotó de nuevo, tan fuerte como el trueno
que cae del cielo y rompe un árbol gigante.
—¡Tú tienes la culpa!
—¡No! He cometido muchos errores… Lo sé. Te he fallado y he sido un
padre horrible, pero yo no tengo la culpa de lo que sucedió… No es justo
que digas eso.
—Le arruinaste la vida. Y lo sabías. Siempre has sido un hombre
desastroso y ella te lo perdonó todo por amor… Te perdonó tantas cosas
que se olvidó de su vida… Si la hubieras cuidado de verdad, si no la
hubieras desatendido tantas… tantas veces, ella seguiría aquí.
—¡Muy bien Adrián, cúlpame también de eso! Pero a pesar de todo,
aquí sigo, ¿dónde está ella? ¿Dime? ¿Dónde? No es justo que a mí me
odies de esa forma y a ella la alabes. ¡No es justo…! —Y rompió a llorar.
Y yo también lo hice, pero en mi habitación. Recordando todas sus peleas,
todos los reproches de mi madre, todos sus fallos.
Y mientras un hijo no es capaz de perdonar a su padre, un padre se mete
en su habitación, después de muchos meses sin hacerlo y,
desesperadamente, vuelve a tomarse las pastillas de siempre mientras
piensa en todas las cosas que hizo mal.
TODOS A UNA

MIENTRAS UN CHICO COLOCA sus pies sobre la repisa de un puente


para saltar al vacío, un montón de personas conocidas se bajan de un coche
para impedirlo. Ahí están todos, dolidos por un primer salto y unidos por
un casi segundo.
El pitido de los coches invade la carretera y, muchas más personas, se
unen al espectáculo. Algunas llaman a las autoridades y a los servicios de
emergencia con la esperanza de evitar el suceso.
—¿Qué hacéis aquí? —grita desde la altura.
—Venir a por ti, ¿estás loco? No puedes saltar, muchacho, tienes toda la
vida por delante.
—Adrián la tenía y saltó. ¿Por qué no se lo impedisteis también?
—Ojalá lo hubiéramos hecho, pero la cagamos, todos. Eso no justifica
que huyas. Te has pasado toda tu vida huyendo, jugando con las personas
para no aceptar la realidad, ¿quieres cerrar así tu historia? —le pregunta la
que fue su novia.
—Un final cobarde para un tío cobarde.
—Pablo, no seas idiota, ¿cobarde? Que tire la primera piedra quien no
lo haya sido alguna vez. Adrián despertará, y cuando lo haga, estará
deseando verte a su lado. Si quieres hacer las cosas bien, bájate de ahí y no
sumes más mierda a todo este drama. Despertará y querrá verte… ¿Vas a
desaprovecharlo? Vamos… si me quisiera a mí, si estuviera enamorado de
mí, como yo lo estoy de él, me mataría por ir a verlo todos los días… me
mataría por hacerle feliz. Pero esa no es mi historia es la tuya —Bruno
llora, por primera vez, lágrimas de verdad.
—Siempre te ha querido más que a nadie. Hiciste algo en él que lo
cambió todo. Si despierta… algún día… Seguirá enamorado de ti. Lo que
el siente, si no lo ha vencido el paso del tiempo, no lo podrá vencer nada.
Es amor del que dura toda la vida —añade Laura.
—Vamos, muchacho, te vas a caer. Da marcha atrás. No quieres hacerlo.
Todo saldrá bien… Confía en mí.
Y mientras todos aportan una nueva perspectiva, a mí me encantaría
poder ser yo el que lo salve, me encantaría que nuestra historia hubiera
extendido la llama sin daños colaterales, pero, en ese momento, sé que el
chico de las arrugas y yo no podemos estar juntos, porque, aunque nos
amamos por encima de todo, nos amamos demasiado mal, y el amor no
tiene que doler ni matar.
Da un paso atrás, dispuesto a bajar, dispuesto a renunciar a su plan de
alzarse en un vuelo contra el suelo, pero, su pie derecho pierde el
equilibrio y…
El chico de las arrugas…
Cae.
MOMENTO 32

SONÓ EL MÓVIL. Tras más de un año, volvía a hacer acto de presencia.


Necesito verte, ¿puedo ir a tu
casa a las 17.00?
Pablo.
Debería haberle dicho que no. Pero, ¿qué iba a decirle? Si soñaba con
ese momento a diario. Me ilusioné, como si fuera adicto a él y, tras un
mono sin precedentes, pudiera volver a consumirlo, volver a besarlo hasta
que, un día, quisiera escribirme de nuevo.
—Hola, ¿cómo estás? —me preguntó al verme. Seguía como siempre:
sus ojos, sus labios, sus arrugas… Pero algo había cambiado dentro de mí.
Se dio cuenta rápidamente.
—Sobreviviendo… —contesté con los ojos vidriosos.
—Estás muy guapo —me dijo. Había dolor en nuestra conversación,
distancia, silencios, hielo, sobre todo, mucho hielo.
—Abrázame por favor —le dije deseando sentirlo. Sabiendo que,
cuando estábamos juntos, el tiempo pasaba más rápido de lo normal. Sabía
muchas cosas, excepto cuando sería la próxima vez que nos íbamos a ver o
si habría próxima vez.
Me abrazó y volví ahí, a los doce años, a mi cumpleaños, a la hoguera,
al fuego que no quema. Volví ahí, a ese lugar donde los sueños se pueden
cumplir y donde el dolor no tiene vida. Él también volvió.
—Ojalá pudiera quedarme contigo… tío… tío no sabes lo que duele
hacer esto.
—No. No sé lo que duele irse, porque de huidas no entiendo. Mi madre
se fue, y tú te vas y vienes. Sé lo que duele la ausencia, eso sí lo sé y no se
lo deseo a nadie.
—Tío… me enamoré de ti, eso es verdad, pero soy un cobarde… No sé
qué has visto en mí, porque, aunque me muero de ganas de estar contigo,
no me atrevo… Soy un cobarde Adrián, solo eso. —Me dolía oírle hablar
así, aunque tenía razón, era mucho más cobarde que yo.
—Algún día tendrás que ser valiente, no puedes vivir así siempre. Algún
día… tú y yo nos daremos la mano por la calle, saludaremos a la gente que
nos conozca con una sonrisa, iremos a cenar sin miedo y nos comeremos
una pizza XL, pasearemos por una playa y tomaremos un helado. Un día,
tú y yo iremos a Barcelona y visitaremos a una amiga que vive en
Vilafranca del Penedès. Un día viajaremos a Francia, a Italia, a Islandia…
Un día tú y yo tendremos la oportunidad de amarnos sin que sea prohibido,
¿verdad? Dime que sí… dime que algún día…
—Algún día… —Concluyó diciendo, mientras, por primera vez,
nuestros besos pedían algo más que un beso, pedían encontrar el placer de
nuestros cuerpos, pedían entregarse al cien por cien. Y lo hicimos, y esa
tarde supe que lo que sentía por él nadie podría arrebatármelo jamás.
Bueno… solo la muerte.
LA CAÍDA

Y AL CAER, RÁPIDAMENTE, se agarra rasgando su piel, con sus manos


a la repisa. Todo su cuerpo pende de un hilo y, unos peligrosos metros le
separan del suelo. Todos se alertan, preocupados y asustados. Algunas
personas graban con sus teléfonos como el chico de las arrugas está a
punto de perderlo todo. Bruno sale corriendo hasta el puente, atravesando
la carretera, con el grito de «aguanta» por bandera. Las manos le tiemblan
y está completamente colgado sobre ellas.
Pablo piensa en mí, incluso en ese momento. Solo en mí. Yo no
quería que las cosas acabaran así, no quería condenar su vida. Ahora me
doy cuenta de que me amó tanto como le amé yo. De que sufrió tanto,
como sufrí yo. Hay tantas cosas que, de repente tienen sentido…
Y su mano derecha comienza a escurrirse. Bruno ha atravesado la
carretera y comienza a subir las escaleras del puente. La ambulancia y la
policía llegan, todo lo rápido que pueden y comienzan a preparar el
material que necesitan.
«Aguanta», la voz de Bruno no cesa mientras sube, a toda velocidad,
la rampa del puente que lo lleva hasta él. Quiere salvarle, solo puede
pensar en eso. Ojalá pueda conseguirlo.
La mano derecha se ha escurrido del todo y, una ligera mano
izquierda que comienza a perecer es todo cuanto sujeta su vida. Es
cuestión de segundos que caiga y, con él: sus sueños, su vida, nuestra
historia de amor; porque la muerte es definitiva, tras ella no hay más que
oscuridad.
«Aguanta, por favor.» Está llegando hasta él, casi lo ha conseguido.
Pablo mira hacia abajo. Sabe que la caída no le da posibilidad alguna,
intenta resistir con mucha fuerza, sobrecargando la única mano que lo
sostiene con vida, pero, esta ha renunciado a seguir luchando. Los dedos
resbalan y está a punto de descolgarse.
«Ya estoy aquí.» Y Bruno llega, justo en ese momento, para ver
como sus ojos se despiden de él y de todos, para ver como se lo traga el
suelo, para ver cómo se arrepiente de todo el daño que me había hecho,
para ver como sus sueños finalizan.
Y mientras un chico con el corazón roto cae al suelo, un montón de
personas con la conciencia intranquila comienzan a llorar, paralizados, en
shock, y, entonces, parece que, la hoguera, se apaga para siempre.
MOMENTO 33

VOLVÍA A PASAR EL TIEMPO y nadie llamaba. Nadie enviaba un


mensaje. Mi padre tenía días buenos y días de mierda. Me sentía culpable
por no poder ser mejor hijo, pero cada vez que lo intentaba, una sensación
de odio, de reproches, se adueñaba de mí. Prefería que cada uno fuera por
su lado, así, al menos, no habría palabras hirientes.
La única persona que, de vez en cuando me escribía, era una amiga que
conocí por redes sociales. Se preocupaba por mí y, al estar lejos, digamos
que no me importaba contárselo todo. Hacía de psicóloga e intentaba que
viera las cosas con más perspectiva. A ella le conté, incluso, un secreto
que no me atrevía a comentar ni conmigo mismo. Quizá, ese secreto fue el
causante de todo, y Pablo, Laura, Irene, Bruno y Joaquín no fueron más
que excusas con las que justificarlo… A veces sentía que lo sabía todo y,
otras, sentía que estaba en lo más profundo de una cueva, ajeno a toda
información. ¿Cuál era la verdad?

Cuando necesitaba respirar y socializar con alguien, siempre acababa


en el mismo sitio, encontrándome con el villano, él hacía lo mismo. Solo
que yo empecé a usarlo.
—¿Cómo va todo, marica? —me preguntó al verme con una sonrisa
burlona.
—Igual que siempre, abusón —le respondí.
—Menuda mierda de insulto. Tienes que aprender a ser un poco más
malo. ¿No estás cansado de ser un pardillo? —Claro que lo estaba…
—No ayudas mucho diciéndolo así —contesté cruzándome de brazos.
—Uy perdone usted, se lo intentaré decir a su modo, ¿no está el
pajarito cansado de vivir en una jaula? ¿De qué todo el mundo se ría de él?
—¡Está harto! —contesté de forma tajante.
—Pues joder, tronco, haz algo. Rebótate. Manda a alguien a la mierda.
¡Que no pasa nada! Que tu madre no se va enfadar.
—No menciones a mi madre.
—Que sí, que te duele mucho lo que pasó con tu madre. Ya lo sabemos
todos. Estamos hasta los cojones de escuchar la misma historia. Y tú estás
hasta los cojones de que todos te miren con pena. Pues yo no lo hago. A mí
no me das pena. Tú madre no está y tienes que aceptarlo de una puta vez.
—Tenía razón, era el único capaz de decir lo que pensaba realmente, sin
filtros. Pero seguía doliendo.
—¿Y cómo se acepta eso? Si lo supiera… si de verdad lo supiera ya lo
hubiera hecho.
—Pues tronco, haciendo cosas que te gusten, como antes. Saliendo de
fiesta. Viendo la tele. Jugando a las cartas. ¡Yo qué sé tío! Tú sabrás que
cosas te molan, pero no puedes estar todo el día pensando: que si tu madre,
que si Pablo. ¡Joder, que hay más gente! —Y en ese momento me di
cuenta de algo, algo que no había visto hasta entonces. Sus ojos, su
mirada, era como la mía. Me estaba mirando como si me deseara, como si
estuviera enamorado de mí.
—¿Y tú qué? Das muchos consejos, pero… ¿te los aplicas? ¿No
piensas todo el día en tu hermano?
—¡Hostia, claro que pienso en él! Nadie ha dicho que, de repente, lo
olvides todo. Pero una cosa es dedicar unos minutos, y otra vivir de una
historia que ya no está. Yo intento pasar página. Sé que mi hermano lo
hubiera querido, como tu madre. Así que deja de rayarte y empieza a
disfrutar, somos demasiado jóvenes para andar con esos dramas. —Nunca
pensé que una conversación tan interesante podría darse con él, a pesar de
los veinte tacos por frase. Y entonces, la parte malvada que crecía sin
descanso en mí, tomó las riendas.
—Sí… la verdad me gustaría conocer gente nueva… Nuevos chicos…
Uno tiene sus necesidades —y le miré con picardía, haciéndole creer que
mi mirada estaba conectando con la suya. La agachó avergonzado.
—Tronco, pues será por tíos, levantas una piedra y salen mil… Aunque
bueno, tíos maricones ya no hay tantos, creo… No sé, yo no entiendo
mucho de eso… —Se puso rojo. Y cada vez me lo dejaba más claro.
—¿No conoces a nadie? Algún amigo, familiar… —seguí presionando.
—Creo que no.
—¿Crees?
—No sé si contarte algo… —Analizar a las personas nunca se me
había dado tan bien como esa tarde. Me sentí un manipulador, pero, por
primera vez, tenía la posesión del balón.
—Puedes confiar en mí —mentí.
—Pffff, a ver… Hace tiempo que… joder, que difícil es decirlo,
mmm… Tengo dudas, o sea, sé que las tías me ponen mucho, pero creo
que también me gustan los tíos, no lo sé… Nunca he probado con uno. —
Muestro una cara de sorpresa, quizá estuviera a punto de ganar el Óscar a
la mejor actuación. Pienso que no sería mal actor.
—Me has dejado sin palabras. Tú… ¿seguro?...
—No lo sé… Me gustaría probar… contigo… Pero tiene que ser un
secreto. No quiero que pienses que me quiero marcar un Pablo. Yo si soy
una cosa la acepto y punto, pero necesito tenerlo claro, solo eso. Además,
será solo un lío, nosotros somos amigos. Nada más. —Trató de dejarlo
claro, pero cuanto más se reafirmaba, más sentía que estaba enamorado de
mí. Y más ganas tenía de romperle el corazón.
—¿Quieres venir mañana por la tarde a casa?
—¿Y tu padre?
—Trabajando…
—Vale, mañana quedamos, pero por favor no digas nada. Confío en ti
marica.
—Hasta mañana marica —le contesto con una sonrisa pícara. Él se ríe
sonrojado. Y yo disfruto solo de pensar que lo tengo en mis manos. No me
siento orgulloso de ello, pero todos, en algún momento de nuestras vidas,
sentimos esa sensación de hacer justicia, aunque estemos equivocados.
EL SALTO MÁS LARGO DE LA HISTORIA

Y MIENTRAS CAE, SIENTE EL AIRE chocar en dirección contraria


contra su cuerpo y comienza a imaginar una historia con un final
diferente: dos ancianos, de buena salud, caminan por el paseo marítimo
mientras comen unos barquillos de limón y vainilla. A lo lejos, se aprecia
un gran barco que ha partido del puerto, hace escasos minutos. Mientras
tanto, sujetan los helados con una mano y con la otra se ponen a saludar a
los tripulantes, como si fueran dos jóvenes alocados con ganas de
divertirse. Se miran y se dan un beso. Prueban sus respectivos barquillos
mientras, con la boca manchada de helado, se dan un lametón en la cara.
—Ojalá hubiera sido así —dice uno de ellos. Tiene una cicatriz debajo
del ojo.
—Era lo que deseaba en sueños —contesta el otro que, cada cinco
minutos, tiene que descansar su pierna enferma.
—¿Y por qué no lo hiciste? Podríamos haber cogido tantos barcos…
aviones… taxis… Podríamos habernos hecho viejos de verdad, juntos.
Podríamos estar ahora, en casa, enseñándoles a nuestros nietos el álbum de
fotos de sus abuelos… Cuando tenía trece años pensé que teníamos un
mundo por delante, lo que no sabía es que lo que teníamos por delante era
una mentira. —Se cogen de la mano.
—¿Sabes lo que era una mentira? Mi vida. Aceptar todas esas
imposiciones, haber rechazado nuestra historia de amor, porque eso,
cariño, no era una mentira, era la única verdad que había en mi corazón. Y
no permití que se cumpliera. —Las lágrimas les abrazan en lo que podría
haber sido una vida juntos, una vida que se marchitaba, una vida que nunca
llegó a formarse.
—¿Y ahora qué? Eres idiota mi niño… eres idiota. ¿Si despierto qué
pasará ahora? Si despierto y me dicen que… que has muerto. ¿Qué pasará
ahora? Será el final… será el final. No tendrías que haber hecho esa
estupidez.
—Lo sé. Me arrepiento. Solo quería castigarme… Por haberte fallado,
por haber prometido tantas… tantas cosas y no haber cumplido nada.
Y mientras un chico cae desde un puente imaginando una conversación
que nunca ha sucedido, un héroe, de forma muy rápida, termina de colocar
una colchoneta en el suelo. Pablo colisiona, rebota en ella y cae al arcén.
Suena un golpe estrepitoso. Los servicios de emergencia acuden
rápidamente a auxiliarlo. La pierna sangra demasiado… Bruno lo ve todo
desde arriba.
MOMENTO 34

TENÍA DUDAS… Podía imaginar a mi madre mirándome decepcionada


por aquello que iba a hacer, pero ¿por qué tenía que sentirme mal? ¿Por
qué no imaginaban ellos a las suyas? Era como si una cadena apretara mi
cuello cada vez que intentaba tomarme la justicia por mi mano. Me había
pegado, humillado, meado… Había jodido la historia con Pablo… Me
había quitado las ganas de vivir, ¿por qué tenía que sentirme mal? No se lo
merecía, así que, a pesar de sentirme la peor persona del universo, seguí
adelante con aquello.
Entró por la puerta. Apestaba a colonia de más y, por primera vez, no
iba con un chándal, se había arreglado, como si verme fuera algo
importante. En ese momento el odio no me dejaba ver la realidad, y es
que, para él, a pesar de todo, era importante.
—Hola marica —Y sonrió.
—Hola marica —le contesté.
—Pensé que ya no vendrías —le dije con naturalidad. Con una
naturalidad que no había tenido en toda mi vida.
—Lo he pensado…
—Bueno… tú y pensar, se acerca el fin del mundo —volví a bromear.
Él emitió una sonrisa discreta. Estaba muy nervioso, se lo notaba en el
habla, en los gestos, en su mirada.
—Lo mismo mañana me ves leyendo un libro. —Sus ojos brillaban.
Tenía ganas de besarme, lo sabía, porque eran los mismos ojos con los que
yo miraba a Pablo.
—Entonces me pondré a decir palabrotas, el mundo hay que
compensarlo; el bien y el mal. —Y así, mientras su inocencia lo abrazaba
cubriéndole de bondad y de ganas de cambiar, la mía se alejaba,
dejándome solo, permitiendo que el mal continuara arraigándose. Quizá
estábamos ante una nueva historia: el villano que se convertía en un héroe,
y el héroe que se convertía en un villano. Me agradó verme así, como el
malo.
—Tronco, si hasta cuando me llamas marica parece que estás hablando
con tu mejor amigo. Nunca podrás decir palabrotas y que la gente te tome
en serio. Vales para leer, para pensar, para ser buena gente, pero no para
ser un hijo de puta, no nos quites el puesto a los que llevamos estudiando
ese libro desde que nacimos —Y volvió a sonreír. Y sentí pena. Y sentí
odio. No tenía claro que pesaba más. Era como si estuviera dividido en dos
partes y ambas representaran el 50% de mí. Aunque, quizá, la oscuridad
pesaba un poquito más.
—Bueno, tú eres el chico malo, el que toma las riendas, el que se
lanza, ¿a qué estás esperando para descubrir lo que te gusta?
—Y si te digo que me siento el chico más cagado del universo, que te
miro y me tiembla todo, hasta las palabrotas —me confesó sacando su
lado más tierno. «Nunca seas el causante de apagar el brillo de alguien.
Cada persona tiene suficiente con su vida y sus circunstancias, no seas
jamás un obstáculo para alguien.» La voz de mi madre siempre
advirtiéndome, pero ¿por qué no se lo habían dicho a él cuando me pegaba
o humillaba? ¿Por qué siempre tenía que ser yo el que pensara en los
demás?
—Antes de que te bese quiero que sepas que fui yo. Fui yo el que
desbancó al chico duro. —Y me lancé a sus labios. Eran más suaves de lo
que podría haber imaginado. Me rodeó con delicadeza y, por un instante,
sentí como si la hoguera quisiera volver a prenderse, pero faltaba fuerza.
Como ese mechero casi sin gas que cuando lo presionas saltan chispas sin
llegar a emitir fuego. Él quería prenderla, pero yo no sentía lo mismo. Aun
así, eso no me impidió continuar, sonreír, acariciarle, y fingir que todo lo
que había pasado entre él y yo había sido algo mágico.
—Podré venir más veces… a tu casa… contigo. —me preguntó
mientras estábamos tumbados en la cama, sin ropa.
—Me encantaría —mentí.
—¿Y si te digo que… ha sido lo más bonito que me ha pasado nunca?
—volvió a confesar. Mi lado maligno se sintió realzado, feliz de cumplir
su propósito.
—Puede que solo sea el principio de algo bonito.
—Tío… perdóname por todo lo que te he hecho. Tiene que ser jodido
que te cagas estar en la cama con un idiota como yo. Pero te compensaré.
Te lo juro. No te voy a dejar tirado, no voy a dejar de venir, no voy a dejar
de contestar a tus mensajes. —¿Por qué era tan dulce, de repente? ¿Cómo
podía ese abusón tener tanta fragilidad en sus palabras? No quería
empatizar con él, solo hacerle daño.
—Todo el mundo merece una segunda oportunidad —Y me abrazó, con
uno de esos achuchones que parten el alma, que crujen los huesos y, casi
tocan el corazón. Pero cuando lo hizo, se chocó con el cubito de hielo que
lo recubría. El cubito de hielo que habían ido, poco a poco, construyendo
entre todos. Y justo ahí, me hice una pregunta a mí mismo, «¿algún día
volvería a tener el corazón blandito?» Quise llorar, pero sonreí.
UN HÉROE SIN UNIFORME

Y MIENTRAS UN JOVEN con el corazón roto cae de un puente; un


hombre con el alma cosida, con la casa hipotecada, divorciado, con unos
hijos que no saben de su existencia y, con la única posesión de una
pequeña colchoneta que robó en un colegio, coloca ese salvavidas justo en
el lugar en el que cae el chico de las arrugas. Pablo rebota en la colchoneta
y se da un fuerte golpe en el suelo, con su pierna izquierda por delante.
Los sanitarios, rápidamente, atienden al chico mientras, un hombre que
no tiene nada, se ve homenajeado por el aplauso de toda la gente que está
en la zona. Se emociona al ver sus miradas de agradecimiento y se siente
más arropado que nunca, a pesar de casi no llevar ropa.
Los sanitarios inmovilizan a Pablo, lo suben a una camilla y lo
transportan hasta el Hospital Universitario de Fuenlabrada, en buen estado.
El héroe sigue ahí, de pie, junto a la colchoneta manchada de sangre
que ha salvado una vida.
—Gracias. Eres un héroe sin uniforme —dice el director del instituto
mientras se abraza a él, muy fuerte. Sin importarle su olor, ni sus ropas.
Sin importarle más que ese gesto que ha hecho. El mendigo se ríe, con
pocas facultades sociales.
—Es la colchoneta la que le ha salvado, igual que a mí. Esa colchoneta
es mágica. —Y sonríe, sin importarle enseñar sus dientes ennegrecidos por
la falta de higiene, por el injusto trato de la vida.
—¿Podríamos hacer algo por usted? —sigue hablando el director, pero
todos están ahí, reforzándolo, impactados por lo que ha ocurrido.
—Sí… por favor, sí… Hay una cosa que me gustaría pedirles… —Y
todos piensan en lo mismo: dinero.
—¿Quiere dinero? ¿Una nueva vida? ¿Un trabajo? Yo puedo ofrecerle
eso, pero no aquí en Madrid. —El mendigo se extraña al oírlo.
—¡Oh no, no señor! El dinero solo me trajo desgracias. No me hable
de dinero nunca. No lo necesito, soy feliz así, de aquí para allá… El dinero
no hubiera salvado a vuestro amigo… Pero mi colchoneta sí… ¿podéis
prestarme un poco de agua para limpiar la sangre? No me gusta que se
ensucie… —Todos se quedan boquiabiertos.
—¡Claro! —va al coche y saca una botella de agua. Se la regala.
—Gracias señores, muchas gracias… Ahora debo seguir mi camino,
esta colchoneta y yo tenemos trabajo. —Está loco, eso sin duda, una
especie de locura extraña, es como si creyera en la magia, como si él y esa
colchoneta estuvieran predestinados a hacer algo grande. Aunque, en
cierto modo, es justo lo que ha ocurrido.
MOMENTO 35

HABÍA QUERIDO VENGARME DE ÉL EN MUCHAS OCASIONES,


pero, al final, sentía pena. Así que, ese día, me propuse ser sincero. Decirle
la verdad.
—Bruno, gracias por todo lo que estás haciendo. Por venir a mi casa,
por intentar alegrarme el día, por ser otra persona muy diferente a la que
conocí… —comencé diciendo.
—Pero… —me interrumpió—. No soy un letrado como tú, ni tengo un
diez en lengua y literatura, pero sé que después de esa mirada de perro
abandonado y esa voz tan suave, viene una noticia de esas que no nos gusta
oír. No hace falta que la digas. La sé. ¿Crees que me chupo el dedo,
Adrián? He sido un chulo, un gilipollas y todo lo quieras pensar, pero no
soy idiota. Sé que no sientes nada por mí. Solo te interesa Pablo…
Me quedé callado. Viendo como el dolor emanaba de sus ojos. Todavía
me sorprendía que alguien como él… pudiera sentirlo.
—¿Y por qué sigues aquí?
—¿Y por qué sigues detrás de Pablo?
Y nuestras miradas contestaron a esas preguntas.
—Deberíamos dejar de vernos… No quiero seguir haciéndote daño.
—¿Nunca lo vas a olvidar? Quizá conmigo puedas descubrir cosas
nuevas. Han pasado varios años desde que el gilipollas que insultaba y
pegaba a la gente se fue. No soy ese chaval. Podemos follar, gritar, cantar,
viajar, podemos tener una vida diferente… Déjame seguir en ella. —
Sonaba bonito, pero hubiera sonado aún mejor si fueran las palabras de
Pablo.
—¿Y si no lo olvido…? ¿Y si te hago daño…?
—Pues golpearé un saco de boxeo hasta reventarme los puños, y
seguiré con mi vida. Pero no voy a rendirme.
—Quizá te regale unos guantes —y le sonreí. Nunca supe muy bien si
fue una sonrisa natural u obligada. A veces dudaba de todo…
Le miré y pensé que, quizá, con el tiempo, podría enamorarme de él.
Quizá… Pero no era más que una mentira.
Necesito verte, ahora.
Estoy detrás del colegio, por favor, ven
Pablo
UN NUEVO EMPEZAR

ABRE LOS OJOS. Está rodeado de rostros conocidos que, con una
sonrisa, le miran. Todos excepto uno.
—Estáis locos —dice mientras trata de inclinarse.
—No hagas esfuerzos, muchacho —añade el director.
—Perdóname, por favor —suplica la chica de las malas decisiones.
—Supongo que no valgo ni para saltar de un puente —se ríe intentando
sonar gracioso.
—¡Eres un idiota, tío! Yo no voy a regalarte buenas palabras ni a sentir
pena por ti. ¡Eres un puto cobarde! —Bruno está muy enfadado con él.
—¿De qué vas? ¿Crees qué es el momento de hacer esto? —le
recrimina Irene.
—¡Tiene razón, muchacho! No es el lugar indicado para tener una
rabieta.
—Dejadlo, tiene todo el derecho, y está en el lugar correcto para
hacerlo. ¿Sabéis qué? Cuando caía me dio tiempo a pensar en muchas
cosas. Fue como en las pelis, vi mi vida pasar en un segundo. Y todos
estabais en ella. Me di cuenta de que el miedo… el puto miedo nos lo
inyectan en la sangre desde que nacemos para poder manejarnos. Nuestros
familiares son los primeros que lo hacen: “si haces eso vendrá el hombre
del saco”, “si no obedeces vendrá el hombre el saco”, pero también nos
meten otro tipo de miedo, miedo a la pérdida, a la ausencia, a la soledad…
“¿Quién te va a querer más que tu familia?” “Tu familia es todo cuanto
tienes.” “¿No querrás decepcionar a tu padre?” —se ríe—. Esa es mítica.
Y van creando ese miedo que, cada vez, es más grande, como si fuera una
bola atascada en nuestra garganta que nos bloquea las palabras.
»Entonces vas haciéndote mayor y te das cuenta de que no quieres
decepcionarles, pero te exigen demasiado, te exigen que vayas en contra
de ti. «Ellos son adultos, deben saber lo que dicen, deben tener razón.» Así
que obedeces sabiendo que, aunque duela, es lo correcto, es lo correcto…
—comienza a llorar.
»Lo amo, nadie puede imaginar cuánto lo amo. Nadie puede
imaginarse como ha sido mi vida. Mis padres interceptaron un mensaje
que me envió y, en ese momento, comenzó todo. «Te está lavando el
cerebro», «lo haces por pena, porque su madre no está con él», «eres un
niño muy bueno, mereces una vida mejor», «¿quieres decepcionar a tu
familia?» Y yo respondía a todo “no, claro que no”. Y me alejé de él, me
alejé porque lo que los adultos decían no podía estar mal…
»Y una mierda. Mirad todo lo que ha pasado… Todo esto. Tuve una
relación con una chica a la que quiero un montón, pero de la que no estoy
enamorado, por satisfacer a mi familia. La destrocé. Ignoré al chico del
que me enamoré y, cuando no podía aguantar más, quedaba con él y nos
besábamos como si el mundo se hubiera paralizado, pero al día siguiente,
todo era igual. Lo abandoné, lo dejé sin amigos, lo humillé e, incluso, dejé
que gente como tú —mira a Bruno— le destrozara.
»Todo por contentar a unos padres que no tienen ni puta idea de lo que
es el amor. Que piensan que los adolescentes somos solo hormonas y que
tenemos el corazón aislado de todo problema sentimental. Se tiró por mi
culpa. No fue por la vuestra. Se tiró porque él y yo creamos algo de la
nada, algo muy grande y, al no recargarlo, acabó consumiéndolo, como a
mí.
»Solo quiero volver a la habitación prohibida donde fuimos felices,
donde nos besamos sin miedo, donde fuimos nosotros dos, al natural, sin
nadie que nos jodiera. ¿Sabéis lo que es sentir que habéis matado a la
persona que queréis? Que la habéis dejado saltar desde una puta azotea
sabiendo que acabaría con su vida. No puedo perdonarme, no puedo
perdonar algo así.
—¡Puta mierda! ¡Me cago en Dios! ¡Me cago en Dios! —chilla mucho
más alto. —Merecíais haber terminado juntos —Bruno no puede contener
su ira. Siente rabia y frustración.
—Siempre estuve a tu lado… y nunca vi nada de lo que dices…
siempre estuve a tu lado, pero estaba ciega. Solo quería que te quedaras,
pero se me olvidó asegurarme de que fueras libre de hacerlo —confiesa
Irene.
—¿Qué puedo hacer ahora? Me da vergüenza ir a verlo, me da
vergüenza mirar a su padre a los ojos… Pero os juro que si se despierta
voy a solucionarlo todo, voy a hacerle feliz, voy a llevarlo al fin del
mundo, y todo me va a dar igual. La gente, mis padres, todos me la van a
sudar. Solo quiero un final feliz.
—Despertará muchacho, despertará, y este bache será solo una lección
de vida. Todos aprenderemos cosas de ella. Ahora trata de descansar,
tienes que recuperarte del golpe, tu pierna esta jodida… ¿lo sabes?
—Algo he notado al ver la escayola.
Y entonces, sus ojos se inyectan de odio al ver a sus padres entrar por
la puerta. Y unos padres que querían lo mejor para su hijo, sienten como
una lluvia de cuchillos va directa hacia ellos.
MOMENTO 36

—SOY COMO LAS enfermeras del hospital, acudo cuando tocas la


campanita —le dije intentando, al menos, tener algo de dignidad.
—¡Ven, por favor! —dijo en voz baja, casi susurrando. Estaba en la
oscuridad, subido sobre un bloque de piedra resguardado con un techo. No
conseguía ver su rostro.
—Claro, yo siempre voy cuando me lo pides —volví a decir.
—Abrázame.
Y lo abracé.
Y sus lágrimas empaparon mi piel.
Y entonces, lo abracé con más fuerza.
—¿Qué te pasa? —pregunté acongojado. No podía verle llorar.
—Que te quiero mucho. Que te quiero… Que te necesito… Que soy un
idiota. —Y tenía razón en todo, lo era, pero era mío, y yo sentía la
necesidad de protegerlo, incluso de mí mismo.
—Eh… no te preocupes… de verdad. Estoy bien, estoy estudiando
mucho para irme de aquí. Ya no estoy tan enamorado como antes… No te
sientas mal por mí, vamos a disfrutar de este momento —le dije
intentando animarlo, intentando quitarle la culpa. Sabía que la culpa era lo
que más le atormentaba.
—¿A dónde irás? —me miró a los ojos con la vista derrotada.
—A Fuenlabrada.
—¿A Madrid?
—Sí, allí. Será como un nuevo empezar. Me hace ilusión creer que aún
puedo iniciar un proyecto de vida.
—Podríamos empezar… —y sugirió algo en lo que ya no creía. Sus
promesas estaban vacías y no eran reales, pero él seguía creyendo en ellas.
—No. Allí no estarás. Prométeme que cuando me marche tú y yo no
volveremos a vernos nunca más.
—¿Por qué me dices eso, Adrián?
—Porque esto no funciona. Tú no puedes prometer tantas cosas… y
luego no cumplirlas. No ha funcionado nunca y esto no dejará de ser
siempre algo secreto. Vamos a llamarlo por su nombre, dolerá menos.
—No me gusta ese nombre.
—A mí tampoco.
—¡Menuda mierda!
—¡Pues haz algo! ¡Cámbialo! ¿Por qué no lo intentamos? ¿Por qué no
dejas a Irene y comienzas a salir conmigo?
—No podemos…
—¿Pero por qué?
—Porque somos dos chicos.
—¿Y qué? Nos queremos…
—No lo entenderán… no podemos hacer eso, tiene que ser así.
—Pues entonces no hagas promesas, porque cuando me vaya de aquí,
no quiero seguir viviendo una vida paralela… Será para no tener secretos.
Ya he sufrido suficiente…
»¿Sabes cuánto tiempo hemos pasado juntos en los últimos dos años?
Dieciséis horas. ¿Sabes cuántas horas hay en dos años? 17 520. ¿Sabes
cuál es el porcentaje de tiempo juntos? Un triste 0,09 por ciento. Y sin
embargo, en mi mente, has estado casi de forma permanente. Me siento
limitado por una soga que solo tú puedes alargar o estirar, y no es justo,
por mucho que llores, por mucho que me pidas perdón… ¡No es justo!
—¿16 horas? ¡Tienes razón! No es nada de tiempo. Pero, puedes
creerme o no, han sido las 16 mejores horas de los últimos dos años —me
confesó.
Y por primera vez, fui lo suficientemente fuerte para marcharme.
—Solo piensas en ti. Aguantas todo lo que puedes sin verme, hasta que
las ganas te vuelven loco y no puedes seguir controlándolo, pero lo eliges
tú, siempre tú. No voy a volver a quedar contigo, no voy a volver a
besarte… ¡Es hora de conocer a otros chicos! —Hubo un poco de maldad
en esa última frase.
—Así que… ¿otros chicos?
—¡Sí! Y no tienes derecho a recriminarlo.
—No quiero que conozcas a nadie más. No quiero… Adrián.
—¿Pero no te das cuenta de lo egoísta que eres? No quieres que
conozca a otros chicos, no quieres que tengamos una relación, ¿qué
cojones quieres…?
Silencio. Terrible silencio que me golpeaba, mientras mi estúpido
cerebro esperaba escuchar algo que lo cambiara todo.
—Llegas tarde, ya hay otro chico —Y la rabia habló por mí. Y sus ojos
se derrotaron, pero yo me fui, me fui con el corazón roto.
TORMENTA DE REPROCHES

—¿QUIÉN LOS HA AVISADO? —dice Pablo muy enfadado. —¿Qué


hacéis aquí? —El resto salen de la habitación para dejarlos a solas.
Un padre con la mirada agachada y una madre con lágrimas en los ojos
se acercan hasta su hijo. Pero su hijo solo siente una cosa hacia ellos: odio.
—¿Cómo estás cariño? —pregunta su madre mientras intenta posar su
mano sobre él. Se la aparta.
—No vuelvas a llamarme así. No sois mis padres —contesta mientras,
con sus ojos, los mira como si fueran las peores personas del mundo.
—Pero cariño, ¡no digas tonterías! Claro que somos tus padres, nadie
puede cambiar eso —contesta.
Su padre sigue en silencio.
—Le amaba.
—¡Deja de decir tonterías! —añade su padre.
—No soportas la verdad. Toda tu puta vida dando órdenes y creyéndote
el machote de la casa. El padre enrollado, que se cuida, que tiene redes
sociales, que parece perfecto. Pero eres como una de esas casas enormes
que, por fuera, parecen preciosas, pero por dentro están vacías. Nuestra
familia es una puta mentira. Pero yo he elegido la verdad, aunque sea tan
tarde… Y la verdad significa que te odio, que te odio con todas mis
fuerzas, que eres la persona más horrible que he conocido en toda mi vida,
que me he pasado toda mi adolescencia intentando contentarte para nada,
porque nunca te he importado de verdad, solo la fachada, el qué dirán.
¡Eso te jode! Que la gente sepa que tu hijo es maricón.
—¡No, no lo eres!
—¡Sí, claro que sí lo soy!
—¡Ya! ¿Puedes callarte un momento? Tu hijo ha saltado desde un
puente. ¡Casi se muere! ¡Casi se muere! Y solo piensas en que no sea gay.
¡Qué te den, Raúl! ¡Que te den! —llora desconsoladamente—. Casi pierdo
a mi hijo… casi se muere, y solo piensas en eso. —Un ataque de ansiedad
se adueña de ella.
Raúl trata de calmarla, pero es demasiado tarde. La última gota de una
garrafa de 5 litros acaba de provocar que una mujer que siempre había
contentado a su marido, se dé cuenta de lo equivocada que estaba.
—Mamá, déjalo, gracias por haberme defendido. Es la primera vez que
lo haces.
Y un hijo acostumbrado a que todas sus decisiones fueran
cuestionadas, se siente, por primera vez, amparado por su madre.
—Ahora tienes que recuperarte. Los médicos nos han dicho que tu
pierna ha sufrido un golpe muy grave y podrán quedar secuelas. Es
importante hacer un buen tratamiento para que puedas volver, cuanto
antes, a las pistas de atletismo. Tienes un campeonato de España pendiente
—dice su padre, obviando todo lo que ha pasado.
Pablo y su madre se miran, dándose cuenta de que, solo ellos dos, han
entendido la situación.
—Papá, solo te lo voy a decir una vez, si quieres escucharme todavía
estoy dispuesto a perdonarte, si no, olvídate de mí: no voy a volver a
entrenar nunca más y en lo único que pienso en este momento es en
Adrián. En que despierte. En besarlo. En vivir la historia que tú y mi
madre impedisteis.
—¡Muy bien! ¿Quieres arruinar tu vida? ¡Adelante! ¿Qué será lo
próximo? ¿Dejarás los estudios? ¿Te irás a recorrer el mundo con una
mochila? Siempre has sido un caprichoso y un desagradecido.

—¡Quiero el divorcio!
Y mientras un hombre con un corazón rodeado de orgullo siente como
un puñal le atraviesa en varias direcciones; una mujer abre la puerta de
una jaula en la que no vive sola. Madre e hijo se asoman por la puerta y
miran el mundo que les espera.
MOMENTO 37

—¿QUÉ SE SUPONE QUE HACES? —preguntó mi padre.


—Fumo un porro.
—¿Y lo dices tan tranquilo?
—¿Qué pasa?
—¿Qué pasa? Estás en mi casa y ni siquiera tratas de disimularlo.
—Deberías sentirte orgulloso.
—¿Orgulloso? ¿De qué mi hijo se fume un porro en el salón de mi casa
como si fuera algo normal? ¿Quieres un cubata para acompañarlo?
—Si me lo sirves…
—Si tu madre te viera se sentiría avergonzada.
—Si mi madre estuviera aquí todo hubiera sido diferente. No se te
ocurra mencionarla, porque jamás le has llegado a la suela del zapato.
—¡Ni tú! —me contestó.
Y eso me dolió. Me dolió como cuando te das un golpe en la espinilla y
parece que el fin del mundo se acerca.
—Te has pasado años en tu habitación, gastándote un dinero ahorrado
para mis estudios, obviando las necesidades esenciales de una casa, de un
hijo. He aprendido a limpiar mientras estudiaba para aprobar los
exámenes. ¿Sabes que hacías tú? Dormir. Tomar pastillas. ¿Sabes por
dónde te puedes meter tus lecciones? Puedes cogerlas y metértelas por el
agujero de tu culo, porque para darme una sola lección, primero tendrías
que haber ejercido de padre.
—¿Dónde ha quedado el lenguaje educado que tanto te caracterizaba?
—preguntó dolido.
—Aprendo cosas nuevas, de personas nuevas. Ojalá hubiera aprendido
cosas de ti, pero me abandonaste cuando más te necesitaba.
—Te he pedido perdón muchas veces, ¿qué quieres que haga?
—¡Nada, no puedes hacer nada! Nadie puede hacer nada ya. Es
demasiado tarde…
Eso era lo realmente triste, saber que se habían acabado las
oportunidades, que por mucho que lo intentara no iba a ser capaz de
perdonarlo.
—¿Nada? Bueno… hijo, siento que no seas capaz de perdonarme. En el
horno hay pollo con patatas asadas. Me voy que llego tarde a trabajar. Te
quiero.
Y un silencio recorrió el pasillo de la casa hasta que se cerró la puerta.
Tiré el porro por la ventana.
MAL DE AMORES

ESTÁ SENTADO EN UN BANCO, frente al hospital, mientras termina de


fumarse un cigarro. Observa con detenimiento como las personas entran y
salen. Y entre esos pensamientos, aparezco yo. Quizá ese fue mi verdadero
error, elegir mal, enamorarme de la persona equivocada.
—¡Hey! Te estaba buscando… —dice Laura.
—Salí a fumar. Necesitaba estar solo —contesta Bruno.
—No sabía que… lo querías tanto. De hecho, hay muchas cosas que no
sabía de vosotros.
—Ya, quiso ser discreto. Supongo que no quería que lo relacionaran
conmigo, ya sabes, con el matón del instituto.
—Cuando Pablo estaba contando su historia, todo lo que había
ocurrido… Me di cuenta que estabas sufriendo más que él.
—Solo deseo la felicidad de Adrián. Esa puta historia de amor le
condenó.
—Ojalá pudiéramos elegir de quien nos enamoramos.
—Ojalá… pero, ¿qué sentido tendría, entonces, enamorarse?
—No lo sé.
—Yo tampoco.
Pareciese que acababa de empezar mi funeral.
—¿Qué harás cuando vuelvas? —pregunta Laura.
—Creo que me voy a ir.
—¿A dónde?
—Lejos… muy lejos de Archena. Necesito encontrarme a mí mismo.
Mi familia no es como la de Pablo. Sus padres se portaron muy mal con él,
pero, a su modo, solo trataban de protegerlo. La cagaron un huevo, pero le
quieren, le quieren de verdad. ¡Mis padres no! Hace dos semanas que me
fui de casa y ni siquiera me han llamado para preguntarme cómo estoy.
¿Sabes lo más gracioso de todo? Que yo era el que más argumentos tenía
para saltar al vacío: la muerte de mi hermano, las palizas y humillaciones
de mis padres, la inexistencia de amigos de esos que son familia, y el
corazón hecho una puta mierda. Sin dinero, sin casa, sin nadie… Pero aquí
estoy, con ganas de improvisar, pensando que este cabrón todavía tiene un
lugar en el mundo donde empezar de nuevo.
Laura le mira conmovida. Incluso yo mismo lo hago, aunque no se dé
cuenta. Y entonces, la ballena azul y el malote del insti se dan un abrazo
de esos infinitos que lo curan todo, de los que dicen mucho más que unas
palabras.
—Quizá podamos empezar de cero, quizá este cabrón y yo podamos
ser amigos… —termina diciendo mientras siguen abrazados. Él no
verbaliza nada, pero la gruesa lágrima que cae sobre el cuello de Laura lo
confiesa todo.
MOMENTO 38

—ME SIENTO PREPARADO —dijo Bruno.


—¿Preparado? ¿Para qué? —le pregunté.
—Pues… no sé, para dejar de escondernos, para que podamos salir a la
calle y actuar como si fuéramos una pareja más.
—¡No!
—¿No? Así, sin más. Sin una explicación… El chico de las
explicaciones, de los argumentos y de los libros, dice ¡no! Y tengo que
aceptarlo.
—Estamos conociéndonos todavía. No es un buen momento para salir
a la calle y comportarnos como si fuéramos la nueva pareja del pueblo.
—Ayer me dijiste que me querías… ¿Ahora estamos conociéndonos?
Creo que tengo un puto concepto erróneo de esa palabra.
Intentaba salir adelante sin decir la verdad, pero cada vez tenía menos
caminos a los que agarrarme.
—Estuviste acosándome durante años, ¿qué dirá la gente? Otra vez
pensarán que soy un patético, que no tengo dignidad…
—¿Estar conmigo es no tener dignidad?
—Bruno, te portaste como un idiota.
—¿Idiota? Madre mía, aprendes rápido a insultar. Te pedí perdón mil
veces, llevo un año detrás de ti, siendo la única persona con la que puedes
hablar. ¿No es suficiente? ¡Claro que no! Tú necesitas a Pablo. Si fuera él,
no te lo pensarías ni un segundo, porque por mucho que intentes engañarte
con esta basura de relación, no sientes por mí una mierda. ¡Reconócelo!
¡Reconócelo!
—¡Dios! Odio cuando te pones tan intenso. Lo estoy intentando…
estoy intentando aprender a quererte, ¿qué hago? ¿Me lo invento? Si
pudiera firmar un papel y enamorarme de ti, lo haría, no es tan fácil, pero
lo intento, te lo prometo.
—¡Joder, Adrián! ¿Pero por qué no? Estoy siempre aquí. Escucho todo
lo que te pasa, te abrazo cuando quieres llorar. Vengo cuando me mandas
un mensaje. Te llevo al cine, pido comida, te mando cartas, ¿qué más
puedo hacer? Yo nunca había hecho esto por nadie, pero joder, es que me
gustas, me encantas. Cuando estoy contigo el dolor se va… desaparece…
los putos problemas parece que no han existido nunca. Cuando me abrazas
me siento tan libre… tan feliz. —Estaba describiendo todas las
sensaciones que tenía yo con el chico de las arrugas.
Sentí mucha rabia por no ser capaz de quererlo de la misma forma.
—Lo intentaré con más fuerza.
—No quiero que lo intentes… quiero que lo hagas. ¡Te quiero a ti!
—Lo haré —mentí.
EL ORO SE ENFRENTA A LAS ARRUGAS

PABLO SE LEVANTA DE LA CAMA del hospital. La pierna izquierda se


resiente de las heridas, pero, al menos, puede moverse. Sus padres han
recogido la habitación y, en breve, se lo llevarán de vuelta a Archena.
Están cargando las cosas en el coche. Su madre conducirá el vehículo de
Pablo y su padre irá con el coche familiar.
Apenas se dirigen la palabra, pero ambos, no pueden dejar de pensar en
esas palabras: «quiero el divorcio.»
Bruno entra a la habitación para enfrentar una conversación que
llevaba tiempo pendiente.
—Me alegro de que no haya sido tan grave como parecía… —dice con
el tono serio.
—¡Gracias! —le contesta.
Se quedan mirándose, queriendo decir muchas cosas, pero sin emitir
sonido alguno.
—¡Suéltalo ya! —se adelanta Pablo—. ¡Sé que estás deseando
vomitarlo!
—¡No te lo mereces! —dice con el ceño fruncido mientras avanza,
ligeramente, hacia él.
—¡Lo sé! Pero… voy a cambiar las cosas. Ese Pablo cobarde ha
muerto, se ha quedado en la carretera del puente. Cuando se despierte
estaré para él y viviremos nuestro sueño juntos.
—¿Y si no se despierta? ¿Cuál es tu plan, máquina? —Bruno habla
desde el dolor.
—¡Se va a despertar! ¡Se va a despertar! —repite varias veces con la
mirada agachada.
—Y si se despierta con problemas… Irene fue a verlo… Su padre dijo
que podía quedarse pallá. ¿Lo cuidarás también? ¿Le limpiarás la babilla
mientras come? —Está muy furioso.
—¡Me voy a quedar, pase lo que pase! Si tengo que limpiarle la
babilla, lo voy a hacer. ¡No tengo la culpa de que no se enamorara de ti! De
eso no me puedes culpar.
—¡Te adoraba! ¿Por qué fuiste tan cagao? Yo hubiera recorrido el
mundo por conseguir conquistarlo, pero siempre fuiste tú, tú y tú. Sus ojos
no podían ver más allá de ti.
—Nuestra historia fue… especial.
—¿Por qué? ¿Por qué eráis niños jugando al amor? ¿Por qué te ibas y
venías cuando te daba la gana? Creo que lo que realmente te daba miedo
era que descubriera que ese Pablo popular, querido por todo el mundo,
perfecto en todos los campos, solo era una fachada. Miedo a que
descubriera que estaba enamorado de una ilusión.
—¿Sabes por qué no se enamoró de ti? Porque fuiste el primero en
llamarle maricón. Porque le tirabas piedras a la cabeza. Porque le measte
en plena calle. ¿Cómo podías pensar que se iba a enamorar de ti, idiota? —
Y le devuelve el golpe. Parecen dos imbéciles peleándose por alguien que,
aparentemente, ya ha perdido la batalla. Se encaran aún más.
—Y le pedí perdón. ¡Tuve los cojones de hacerlo! No necesité que se
tirara de una terraza para darme cuenta de mis errores, lo hice afrontando
la realidad. Y sí, fui un gilipollas, y sí, nadie podría enamorarse de alguien
como yo. ¿Pero de ti? Lo tratabas como si fuera un puto juguete. Si a
Pablo le apetecía quedar, le mandaba un mensajico, y a los cinco minutos,
como un perro faldero, estaba contigo. Sabías todo lo que estaba sufriendo,
¡y te daba igual!
—¡Yo también sufría, idiota!
Y se acercan aún más. Se miran peor y sus puños comienzan a ponerse
rígidos.
—¿Crees que fue fácil? Me ahogaba en mi cama por las noches
pensando en él. ¡No tienes ni idea de cómo me he sentido!
—¡Eso no me vale! Eres un niñato que siempre lo ha tenido todo y
querías que siguiera siendo así. Querías seguir teniéndole por si en algún
momento de tu mísera vida cambiabas de opinión.
—¡Cállate idiota, cállate ya! —le chilla con mucha fuerza y, entonces,
la presión de los puños se libera.
Se abalanza sobre él mientras levanta sus manos para golpearle en el
pecho, pero, el chico del anillo de oro, lejos de responder de la misma
manera, abre sus brazos y lo arropa en un abrazo.
Y se abrazan.
Y se ponen a llorar.
—¡Cuídalo esta vez! —dice Bruno.
MOMENTO 39

EL TIEMPO PASABA MUY RÁPIDO: comencé a salir con Bruno sin


estar enamorado y decidimos llevarlo en secreto. Mi amiga Laura no
contestaba a mis mensajes, la relación con mi padre era horrorosa y Pablo
no había vuelto a dar señales de vida, desde entonces.
Mi relación con Bruno era rara, porque por mucho que lo intentara, no
conseguía mirarlo como me miraba él, y eso lo notaba, y eso le hacía
sentir mal. Pero no sabía valorarse, igual que yo tampoco había sabido con
Pablo. Creía fielmente en la posibilidad de que, un día, de repente, pudiera
enamorarme de él. Yo también quería creerlo, aunque, a veces, el odio del
pasado era todo cuanto sentía al mirarlo.
Tuvimos muchas discusiones para que, recién comenzado el último
trimestre de segundo de bachiller, lo acabara dejando. Le hice daño, pero
él supo que lo intenté. Así que volvimos a ser amigos, lo que pasaba es
que, muchas veces, acabábamos teniendo relaciones sexuales. Él decía que
había entendido mi postura, pero cuando teníamos sexo, para él era como
hacer el amor… No sé, esa pequeña diferencia entre follar con alguien y
hacer el amor. Yo lo notaba, pero tenía mis necesidades y, aunque no podía
quererlo, sí me sentía atraído por él. Digamos que me estaba comportando
como Pablo.
—¿Te ha gustado? —me preguntó en esa ocasión.
—Le das demasiadas vueltas… —le contesté mientras me apartaba
para vestirme.
—¿Preguntarte si te ha gustado es darle demasiadas vueltas? ¿No eras
el chico del corazón blandito? ¿Dónde te lo has dejado ahora? Porque
parece que todo te importa una mierda.
Me puse los pantalones tratando de esquivar sus preguntas y de ignorar
su frustración.
—Cuando te pica la polla no te quejas de nada, pero cuando
terminamos de follar es como si te diera asco. ¡Ojalá no estuviera
enamorado de ti!
—¿Ves? A eso me refiero. ¡A que no quiero que sigas enamorado de
mí! Te he dicho mil veces que amo a otra persona, ¿no lo puedes entender?
—¿Y tú, lo entiendes? ¿Entiendes que ese gilipollas suda de ti? Parece
que les pides cosas a los demás que no eres capaz de cumplir.
¡Reconócelo! Has pasado más tiempo conmigo que con él. Has besado mis
labios muchas veces más que los suyos y has follado conmigo mientras
que, con él, no has pasado de una maldita paja.
—¡Sí, he llegado muy lejos contigo! En muchos sentidos, pero, aun
así, es él en quien pienso, incluso cuando estoy contigo.
Y la dureza de mis palabras hizo que sus ojos se petrificaran. Se vistió
sin decir nada más y se marchó.
«Ojalá pudiera quererte», pensé, mientras me abrazaba a mí mismo y
me acurrucaba en mi cama, sintiendo el vacío que anidaba en mi corazón
desde hacía mucho tiempo. Pero su nombre estaba escrito en mi corazón.
HASTA PRONTO, MADRID

Y MIENTRAS EL CHICO DE LAS ARRUGAS sube al coche de su madre


con un regalo en sus manos y sin intención de hablar demasiado, otro
coche con un director de instituto y tres alumnos acaba de salir de la
Comunidad de Madrid.
—Bueno muchachos, un final feliz para esta historia.
—Supongo que, ninguno de nosotros volverá a ser el mismo después
de este viaje —reflexiona Laura.
—Nunca somos los mismos. Siempre estamos en constante cambio,
pero, es cierto que este viaje ha sido intenso y nos ha hecho reflexionar a
todos —añade el director.
—Demasiado… —suspira Bruno.
—¿Creéis que va a despertar? —pregunta Irene.
—Nadie lo sabe… Las personas tendemos a pensar en la posibilidad de
que los milagros existen. Queremos pensar que todo sale bien siempre y
que las enfermedades y la muerte no van con nosotros. Pero… no es más
que un chaleco antibalas que la sociedad nos pone de pequeños para poder
vivir la vida con optimismo.
»Muchachos, la vida es optimismo, pero también pesimismo. Las
tragedias ocurren al igual que los milagros. Adrián sufrió una caída
aparatosa, con unos daños importantes, si despierta… seguramente… no
saldrá ileso.
—Y una mierda, hable bien director, él no la sufrió, saltó, se tiró, y le
importó un carajo lo que dejaba atrás —dijo Bruno.
—¡Sí, tienes razón! ¿Pero puedes imaginarte cómo podía sentirse para
atreverse a lanzarse al vacío? ¡No es fácil! ¡No es de cobardes!
—Era su amigo… Podía haberme llamado, yo sí le hubiera cogido el
teléfono, el primero de todos. No me vale la excusa de que estaba solo,
porque si fuera por mí me lo hubiera llevado a cualquier otro puto sitio. Yo
le hubiera protegido. —Vuelve a hablar el dolor.
El dolor sentimental es uno de los más peligrosos de la vida. Te
quiebra el alma y no sabes cuánto puede tardar en sanar.
—¡No eras su amigo! Eras más que eso. Sé que no supe estar a la
altura de las circunstancias, pero quizá, en ese último momento, no quiso
llamarte porque no quiso hacer lo que siempre hacía Pablo con él: usarte
de salvavidas. Quizá pensó que la única manera que tenía de ponerle fin a
ese amor obsesivo era volando…
—¡No! ¡El amor no se mata suicidándote! ¡No podemos justificar eso!
—vuelve a decir, cada vez más rabioso.
—¿Quién lo está justificando? Solo trato de ponerme en su lugar…
Igual que sé que lo que tú sientes por él no es un amor sano. Nunca
funcionará Bruno, le quieres por encima de ti. Te lo dice una chica que fue
víctima de eso —confiesa Laura.
—¡Lo sé! Pero lo quiero… no os imagináis cuanto lo quiero. Cierro los
ojos y lo veo en mis pensamientos. Duermo y viene a mis sueños. Es una
tortura de la que no puedo escapar, ¿sabéis por qué? Porque a su lado,
aunque fuera una mentira, me he sentido feliz.
Todos le escuchan emocionados. Yo también. Quizá esa parte de él no
la había conocido todavía. Quizá… no había mirado bien lo que había en
su interior. Y vuelve a romper a llorar, y todos, en cierto modo, le
acompañan.
¡Estaban unidos! Eso era innegable. Y yo solo quería darle un abrazo y
pedirle perdón.
MOMENTO 40

—MUY BIEN, MENUDO HOMBRETÓN estás hecho. La habitación


hecha un Cristo, huele a porros y alcohol, toda la ropa por el suelo. ¿Es
esta la vida que quieres? —me preguntó mi padre.
—Salí de fiesta, como la gente de mi edad, ni que no hubieras tenido
mis años…
—Estás irreconocible. —La decepción se notaba en sus ojos. Me reí.
—¿Tú vas a darme lecciones a mí? He tenido que cuidar de ti durante
años porque no había forma de sacarte de la puta habitación. No intentes ir
de padre ahora, porque para mí no eres más que un desconocido con el que
vivo. —Sus ojos se entristecieron. No sentí nada. Era como si la empatía y
delicadeza que siempre me habían caracterizado se hubieran perdido.
—Me voy a arrepentir siempre de eso. ¡No lo dudes! Pero no trates de
culparme a mí de todo lo que te pasa. He cometido errores, como todas las
personas, pero he intentado, con todas mis fuerzas, que te dieras cuenta de
que aquí sigo, de que tienes el hombro de tu padre para llorar, para hablar,
para gritar, para desahogarte, pero no hay manera de que te des cuenta.
Vivir en el odio no te va hacer feliz.
—¿Y qué me va hacer feliz? —me levanté de la cama—. ¡Dime! ¿Qué
puede hacerme feliz? No me motiva nada, me paso el día llorando, no
tengo a nadie, la gente me mira como si fuera una basura, y cuando más te
necesité preferiste cerrar los ojos. Hace tiempo que no sé ni quién soy.
¡Ojalá estuviera muerto!
Mi padre se acercó para tratar de calmarme. Estaba frustrado y, aunque
no quería reconocerlo, tenía una depresión muy grande. Me abrazó con
fuerza. Intenté apartarlo, pero finalmente sucumbí, me derrumbé en sus
brazos, y sentí el calor de un abrazo de verdad. Quizá, a pesar de todo,
todavía podía perdonarlo.
—No estuve contigo antes, pero estaré ahora. Fumar porros,
emborracharte y actuar contrario a lo que tú eres, no va a hacerte sentir
mejor. Créeme que algo de experiencia tengo…
—Papá…
Me miró.
—La echo mucho de menos.
Y rompí a llorar.
—Y yo.
Y rompió a llorar.
Padre e hijo, marcados por el partir de una madre, de una esposa, de
una gran mujer que lo dio todo por nosotros, pero que recibió muy poco.
La echábamos de menos, y jamás podríamos olvidarnos de ella: no
podríamos olvidar su sonrisa, ni sus ojos brillantes, no podríamos olvidar
su voz alegre trasmitiendo fuerza, ni sus caricias reconfortantes. Hay
personas que por muy lejos que estén, siempre se aparecerán en nuestros
recuerdos. Hay personas que son para siempre.
EL ÚLTIMO SECRETO

—YA CASI HEMOS LLEGADO muchachos.


—Sí, otra vez en el puto pueblo —se queja Bruno.
—Deberíamos ir al hospital, a verlo…
—Eso sería una idea brillante —dice el director.
—A su padre le encantará vernos —añade Irene.
—Antes de llegar al hospital, me gustaría terminar de contaros algo —
comenta el director.
Todos miran expectantes. Las historias del director le resultan
interesantes.
—¿Os acordáis cuando os conté que había tenido problemas con las
drogas? Que había salido de fiesta y me había excedido, que me encontré a
Adrián una noche…
Asienten.
—Bien, muchachos, pues hay algo más que deberíais saber sobre mí y
sobre Adrián. Bueno, más bien el final de la historia que os conté, no fue
exactamente de esa manera…
Al pronunciar mi nombre todos se quedan más atraídos por la
conversación.
—Una noche de las que salí de fiesta, completamente desfasado,
conocí a un chico… Llevábamos máscaras puestas porque así lo exigía la
temática de la fiesta. Nos enrollamos en un cuarto oscuro y bueno…
Hicimos cosas íntimas. Pero no terminó ahí, estuvimos el resto de la noche
juntos, sin darnos cuenta de quiénes éramos realmente. A las 6.00 de la
mañana, cuando cerraron, el chico se cayó en la puerta. Iba a ignorarlo,
pero me sentí responsable. Iba puesto hasta arriba. Le cogí como pude y lo
senté en un banco. Le quité la máscara. Era él. Era Adrián. De pronto
entendí la peligrosidad de mis actos, de cometer locuras, de dejarnos
llevar por los efectos de sustancias que nos alejan del raciocinio. Quise
llorar, pero no era el momento. Adrián no reaccionaba. Lo llevé a casa y
cuando se despertó se dio cuenta de quién era yo. De mis secretos, de mis
problemas. A partir de ese día empezamos a ser amigos, a pesar de la
edad. Empezamos a confiar el uno en el otro, e intentamos ayudarnos para
que no volviera a ocurrir…
—¿Follaste con Adrián?
—Podría decirse que sí, una vez… Pero no lo sabía.
—¡Es un poco asqueroso! —contesta Bruno.
—No seas estúpido. Deja que la gente haga lo que quiera —le
recrimina Irene.
—¡Es el director!
—¿Y qué? Todos somos personas, todos tenemos necesidades… Y
todos cometemos errores.
—La empatía es algo muy complicado de desarrollar, muchachos,
cuando algo no va con nosotros, nos creemos los jueces del mundo,
capaces de señalar con el dedo y decir “yo nunca lo haría”, y tal vez
tengamos razón, pero… Seguramente habremos hecho cosas en nuestras
vidas que otras personas jamás harían en las suyas. Hay que poner de
nuestra parte e intentar entender, porque cuando entendemos a alguien,
podemos evitar que cosas como la de Adrián pasen.
—Supongo que tiene razón, pero me cuesta imaginaros follando… —
dice Bruno.
—No lo imagines, nadie te ha dicho que lo hagas —contesta Laura.
—No todos tenemos un cerebro tan pulcro y santo.
—Bueno, hemos llegado al hospital. Supongo que ahora sí, muchachos,
estamos en el final de este viaje.
Y todos se miran pensando una única cosa: que ojalá me despierte.
MOMENTO 41

EL TIEMPO SEGUÍA PASANDO y todo se repetía como un ciclo vicioso.


Las idas y venidas con Bruno, las discusiones y reconciliaciones con mi
padre. La amistad con el director. La ausencia de Pablo. Era como si un
huracán se removiera en mi interior y separara las partes más originales de
mí. Me perdía, me perdía a cada instante. ¿Nunca habéis sentido que no
sabéis ser vosotros mismos, que os habéis olvidado de aquellas pequeñas
cosas que os caracterizan? Intentaba pensar en mi madre, en las promesas
que le hice, y solo podía ver que no había cumplido nada de aquello.
También recordaba la verdad. La verdad de lo que pasó con ella.
La tristeza es un dolor invisible que nos sacude para advertirnos de que
algo va mal. Pero nadie nos enseña a enfrentarnos a ella. Nos hacen creer
que es invencible y que cuando llega tenemos que pasarla, como si fuera
una gripe. Pero no es así, la tristeza es cuestión de actitud, de plantarle
cara y decirle que aquí no hay lugar para ella. Saber eso me hubiera venido
muy bien. Sin embargo, le abrí la puerta de mi corazón y la dejé entrar y
originar ese maldito huracán que lo puso todo patas arriba. Y poco a poco
me entristecí. ¡Joder! Cómo duele recordarlo, cómo duele darme cuenta de
que me fui apagando con el paso del tiempo, de que tenía ganas de volar,
pero me cortaron las alas y me dejaron aterrizar en un solar de piedras y
palos. Y una vez allí, completamente solo, llegó la persona que menos
esperaba, y en lugar de darle las gracias por eso, la machaqué conmigo, y
la regué de la misma mierda que me regaron a mí: de tristeza, de odio, de
desplantes. Si nadie rompe la puta rueda del odio, de la oscuridad, ¿cómo
vamos a construir un mundo mejor? Si pago mi maldad con otros, y esos
otros, con otros, el ciclo siempre se va a repetir, hasta que alguien lo pare,
hasta que alguien lo rompa. Ojalá hubiera sido yo. Pero machaqué a
Bruno, lo utilicé. Lo llamé cuando quería tener sexo y lo ignoré cuando él
quería tener amor. Las personas no son objetos que utilizar cuando nos
viene bien, somos algo más… Tenemos un corazón que late por la vida y
que muere, poco a poco, con cada decepción sufrida.
Y a pesar de eso, de tener todos esos pensamientos en mi cabeza, no
era capaz de apartarlo de mí. De apartar a Pablo. Era mi perdición, como si
estuviera loco. No era sano, lo sabía. No era normal. Escapaba a mi
control, a mi felicidad, pero tampoco podía erradicarlo. Por mucho que me
dijera a mí mismo que mirara más allá, al final del camino solo estaba él.
Le escribí. Necesitaba escribirle. Necesitaba verlo. Necesitaba
abrazarlo una vez más, sería la última. Lo juré. Me contestó. Y
vino, vino a mi casa. Y se quedó a dormir. Y sin hablar de nada, sin hablar
de los temores que recorrían mi vida, sin hablar de lo que me dolía el
corazón cuando estaba lejos, nos besamos, solo eso, toda la noche. Y por
unas horas mi corazón volvió a ser blandito y la hoguera volvió a
prenderse. Todo fue como antes, y cuando digo todo, me refiero también a
las largas ausencias.
—Ojalá te quedaras.
—No…
—Cállate. Sí, sé que no puedes. Que tienes a Irene esperando, a tu
familia, lo mismo de siempre. ¡No lo digas! Pero algún día te vas a
arrepentir, y lo sabes. No siempre voy a estar detrás, no siempre voy a
esperarte Pablo. Algún día no volveremos a vivir un momento así, algún
día, no volveremos a ser tú y yo. Algún día alguien ocupará tu lugar, y
cuando te des cuenta será demasiado tarde.
—Sí eres feliz, me alegraré por ti.
—El día que te olvide seré muy feliz.
—Ojalá me olvides pronto.
—¡Joder! Es que me da mucha pena. Me da pena que nos estemos
muriendo por tocarnos, y no podamos hacerlo porque no quieres salir del
armario.
—No es tan fácil Adrián… no es fácil para mí. Lo hemos hablado
cientos de veces. ¡No estoy preparado!
—Necesito irme de aquí, de Archena.
—Te irás al acabar bachiller, ¿no?
—Sí, me voy a Madrid. Quiero empezar de cero.
—Seguro que te va muy bien allí.
—¡Quiero olvidarte! Lo he intentado muchas veces, infinitas. He
tirado mi dignidad a la basura en mil ocasiones. He luchado por ti a capa y
espada. Estaba dispuesto a todo, a enfrentarme a todo el pueblo si alguien
se metía con nosotros, a demostrarte que nuestro amor puede ser tan
válido como el amor de cualquiera. Estaba dispuesto a cogerte esa mano
llena de arrugas toda la vida, a contarte chistes y hacerte cosquillas en los
sobacos, en todas partes. Estaba dispuesto a ver mil películas y series a tu
lado, pero por mucho que estuviera dispuesto, todos esos planes,
necesitaban tu firma, y has preferido disentir. Sé que te lo dije la última
vez, pero esta va en serio, no voy a volver a llamarte, tampoco vas a volver
a saber nada de mí. Mañana cambiaré de número de teléfono. Nunca más
podremos llamarnos, ni enviarnos un puto mensaje inesperado. ¡Se acabó!
—Espero que seas muy feliz.
Me dio un último beso antes de marcharse. Y esa fue la primera
promesa que cumplí de verdad, la de que no iba a volver a saber de mí
nunca más.
ADRIÁN Y LAURA

SE ACERCA A MÍ. Toca mi mano después de tanto tiempo. Estoy


emocionado, aunque no lo sepa. Me gustaría hacerle sentir mejor, y decirle
que me siento orgulloso de que haya sido capaz de salir de aquella jaula
enorme en la que estaba encerrada.
Me recuerda, como tantas veces ha hecho, pero quizá, esta vez, al
verme tan vulnerable y sentir el tacto de mi mano, los recuerdos se hacen
más reales, y el dolor más puntiagudo.
—¿Saldrá? —le pregunta a mi padre.
—No lo sé. Nadie sabe nada. Lleva demasiados días dormido… No
esperaba que tardase tanto en despertar.
Quizá no despertaba porque estaba reposando todas las heridas que
había estado arrastrando durante tanto tiempo… Quizá no despertaba
porque, por primera vez en todos estos años, no quería hacer frente a la
horrible verdad que había marcado mi vida, y la cual había ignorado desde
entonces. La verdad sobre mi madre.
Laura me da un beso en la mejilla y continúa su vida. Tal y como la
gente hace con los problemas, los afronta y los supera.
Pasa el verano y entra en la universidad de Barcelona. Allí comienza
una nueva vida, un nuevo empezar en el que ser ella misma. En el que
volar como si fuera un pájaro libre. Ojalá le hubiera podido decir: ¡mucha
mierda, hermana!
Pero aquí seguía yo: durmiendo, quizá para siempre.
MOMENTO 42

EL PASO DE LA SEMANA SANTA ME HABÍA sentado bien. Había


cambiado un poco mi aspecto y había dado un estirón importante. El vello
de la barba me hacía verme mayor. La imagen negativa que causaba en los
demás había desaparecido, incluso parecía más seguro de mí mismo. Pero
los problemas todavía no habían llegado a su fin. Llegué al instituto y, de
pronto, volví a ver esas miradas hipócritas llenas de envidia y cuchicheos:
había ocurrido algo.
Giré la mirada y vi las fotos. Era mi cuerpo y mi pene. Estaban
pegadas por todo el instituto: unas fotos desnudo que le envíe en una
ocasión a Pablo. No podía creer que las hubiera publicado. Comencé a
quitarlas con las lágrimas escurriendo de mis ojos, mientras podía
observar como todo el mundo se reía de mí.
—¿Os parece divertido? —grité a todos, perdido en la locura, en el
dolor.
Continué rompiendo tantas fotos mías como veía, miraba en bucle y
con la vista borrosa como todos me observaban.
—Me habéis jodido desde que supisteis que era marica. ¿Tenéis un
problema con eso? Sí, soy Adrián y soy gay, ¿querías oírlo? ¿Tanto os
importa? Sois todos unos mierdas, y quien haya colgado estas fotos es una
basura.
El dolor se clavaba, cada vez con más intensidad. No quería creer que
Pablo hubiera sido capaz de hacer eso. No tenía ningún sentido. Pero esas
fotos solo las tenía él. Entonces lo supe, la vi a lo lejos. Tenía la mirada
firme y retadora: había sido Irene, su novia. Había encontrado las fotos en
su móvil. ¿Sería imbécil? ¿Por qué no las borró? Iba a dirigirme a ella, sin
saber muy bien para qué, pero con el odio dentro de mí.
—¡Ya! Tranquilo —me dijo Bruno mientras me sujetaba con sus
brazos e intentaba calmarme.
—Los odio, los odio a todos, a todos.
—Lo sé, lo sé, pero no merecen tu odio, no merecen nada. Esas fotos
no son nada. No importan. ¡No dejes que te vean así! —seguía tratando de
calmarme.
—¡Es fácil decirlo! ¡Pero soy yo! Estoy desnudo… ¿Por qué tanto
daño? ¿Por qué siempre a mí? Irene —grité—. Pagarás esto, te lo juro, te
lo juro.
—Adrián, intenta respirar y calmarte, estás fuera de ti. Vamos a quitar
todas las fotos. Te voy a ayudar, y después nos vamos a ir de aquí a un
lugar más tranquilo. ¡Esto solo es un mal episodio! Si alguien te dice algo
le partiré la puta cara. —se giró hacia la gente—. Si alguien se ríe, le mira,
o vuelve a comentar las putas fotos le partiré la cara. Ya quisierais
vosotros tener la mitad de polla que él, ninguno le llegáis ni a la suela del
zapato.
Y ahí seguía, él, a pesar de todo, a pesar de todos los desprecios, ahí
seguía, demostrando que el mal no tiene por qué atraer al mal que, a pesar
de las cosas malas que te hacen, puedes actuar de corazón, que puedes
corregirte y cambiar de bando, que puedes aprender de los errores para no
volver a cometerlos, y convertirte en una mejor versión de ti mismo. En
ese momento supe que tenía que sacarlo de mi vida antes de machacarlo y
destrozarlo como habían hecho conmigo, porque, lamentablemente, jamás
sería capaz de enamorarme de él. Así que, esa fue la última vez que vi a
Bruno. Y lo único que pensé cuando le dije que no quería volver a verlo, es
que ojalá me hubiera podido enamorar de él.
BRUNO Y ADRIÁN

—¿PUEDE, POR FAVOR, salir de la habitación? —le pidió a mi padre.


—Claro, seguro que tenéis muchas cosas de las que hablar.
En cuanto salió por la puerta, me abrazó y se puso a llorar en mi pecho.
—¡Eres un idiota! Tenías que haberme llamado, te hubiera protegido,
hubiera impedido que saltaras… Nadie se merece acabar así. ¡No es justo!
Me sacaste de tu vida para dejar de hacerme daño, porque no querías ser
como Pablo, pero mira el daño que te has hecho a ti mismo y a los que te
queremos. ¡Me cago en la puta! Este no era el camino… Por mucho que
me doliera, podríamos haber sido amigos, habría acabado haciéndome a
ello, podría haberte ayudado, es que lo hubiera hecho… ¿Pero qué puedo
hacer ahora? Verte aquí dormir, sin saber si vas a despertar, sin saber si
cuando despiertes seguirás siendo tú o habrás perdido partes de ti. Yo, a
pesar de todo, lo único que quería era tu felicidad.
»Y que sí, ¡joder!, que si te hubieras enamorado de mí hubiera sido
perfecto. Sí, no te voy a engañar. Te hubiera llevado al fin del mundo, te
hubiera enseñado a soñar de verdad, te hubiera hecho feliz a cada
momento, y te hubiera demostrado que hay más mundo fuera del que
habías conocido. Tenía mil planes preparados para hacer contigo: patinar
en Navidad, comernos un helado mientras paseamos de la mano sin miedo
a que nos vean, irnos a otro país de viaje, conducir 500 km en un coche
mientras escuchamos música a todo volumen, comerte a besos debajo de
un árbol en un parque, tumbarme contigo en el césped y comer unas
tortitas con nata y chocolate… Quería hacer muchas cosas, pero sobre
todo, como te he dicho, lo principal, quería que fueras feliz.
Levanta la cabeza de mi pecho, se seca los ojos mojados de lágrimas y
mira mi cara. Vuelve a desplomarse. No puede evitarlo. Incluso yo estoy
desplomado desde algún sitio que no puedo reconocer. Ojalá pudiéramos
abrazarnos, ojalá pudiera haber visto todas las cosas que ahora si veo.
—Te quiero, y quiero que sepas que siempre vas a estar en mi corazón,
pase lo que pase.
Y se marcha de allí, y entonces todo, para él, comienza a fluir.
Encuentra trabajo en Ikea y comienza a ganar el dinero justo para poder
pagar un alquiler mediocre, pero que le da la independencia de no vivir
con su familia. Con el paso del tiempo conoce gente nueva, pero siempre
me tiene en sus pensamientos. Quizá algún día podamos hablar las cosas,
si mis ojos, deciden volver a abrirse.
MOMENTO 43

LLEVABA SEMANAS SIN VER A NADIE. Había discutido hasta con el


director del instituto. La razón, como siempre: Pablo. Joaquín no
terminaba de entender mi actitud y tuvimos un rifirrafe. Nada importante.
Fue la última persona con la que hablé, con la que discutí. Bruno había
dejado de hablarme desde que se lo pedí, y Pablo y yo no teníamos
contacto desde que cambié de teléfono. Me enteré de que Irene y él lo
habían dejado. Supuse que por lo de las fotos, como era obvio. Aunque eso
solo lo sabía yo, porque Irene solo publicó las fotos mías, a él lo quiso
proteger. Me hizo gracia, justo a él, el que más culpa tenía de todo. Lo que
ella no sabía es que yo fui el primero, antes que ella, y que yo fui el de
verdad. Quizá era un poco egoísta pensar así. Pero no podía verlo de otro
modo.
Quería escribirle un mensaje a mi amiga Laura, pero solo recordaba
todos aquellos que envié y habían sido ignorados. Me sentía
completamente solo, abrazado por una soledad asfixiante de pensamientos
negativos que no me dejaban ser feliz. Y mi puta mente lo único que
quería era estar con Pablo, ir a su casa y darle mi nuevo número de
teléfono. ¡Pero no! Estaba vez no iba a ser ese mi destino. Me negaba
rotundamente a volver a caer en la misma trampa, en volver a elegirlo a él
por encima de mi dignidad. ¡No! ¡No era justo! Así que tomé otra
decisión, después de semanas dándole vueltas, de llorar día sí y día
también, de estar tan triste que podía sentir que hasta las estrellas me
miraban con pena, subí a la terraza de mi edificio, dispuesto a poner fin a
todo. Era la única forma de preservar mi dignidad, lo único que quedaba
de mí. Pensé en mi madre, en que ojalá no se hubiera ido nunca, en que
ojalá no me hubiera abandonado a mi suerte. Recordé todos esos años, con
mucha claridad, con mucha dureza, pero ¡no! Nada podía evitar que
ocurriera, era demasiado tarde. Entonces lo supe: todos ellos habían
contribuido a fomentar una depresión, pero no habían sido el detonante de
ella. La verdad surgió aquel día, aquel día en que mi madre se recuperó de
la enfermedad, aquel día en que, con lágrimas en los ojos, nos dijo que tras
haberse enfrentado a la muerte quería reiniciar su vida. Quería empezar a
cumplir sueños, y en esos sueños no estábamos nosotros. Esa era la
verdad, la verdad de todo. Me abandonó, la persona más importante de mi
vida, decidió seguir con la suya sin mí. Ni una visita, ni una llamada,
absolutamente nada, desapareció del mundo; y yo decidí olvidarlo, decidí
pensar que había muerto. Y culpé a mi padre, y mi padre se culpó a sí
mismo, y la culpabilidad hizo que, padre e hijo construyéramos un muro
inquebrantable.
Subí sobre la repisa de la terraza y miré al vacío. Era inmenso y
definitivo. Allí, desde lo alto, por un momento, me sentí libre. Miré al
cielo y me imaginé volando hasta él mientras tocaba las estrellas. Era un
pensamiento bonito, pero mientras lo tenía, me había dado cuenta de que
había alzado ese vuelo, aunque no en esa dirección…. Y entonces, lo
último que escuche fue un fuerte golpe contra el suelo: no había estrellas
al final de ese viaje, solo una mancha roja. Pero pude saber, solo por una
milésima de segundo que, a pesar de todo, mi corazón seguía estando
blandito. Sonreí al darme cuenta.
PABLO Y ADRIÁN

—¿QUIERES ESTAR SOLO CON ÉL? —le pregunta mi padre.


—¡No! Puede quedarse… De hecho, prefiero que se quede, para que
sepa la verdad…
—¿La verdad? ¿Qué verdad?
—Solo quédese y escuche…
Se sienta en un taburete, coge mis manos y me mira. Puedo sentir la
hoguera encendida a pesar de estar dormido. Me encantaría que se diera
cuenta. Es la primera vez que agarra mis manos con una tercera persona
delante y me siento emocionado, aunque no puedo expresarlo.
—Me ofreciste la felicidad mil veces. La rechacé. Y tenías razón,
tenías razón cuando me dijiste que me iba arrepentir. Aquí estoy,
arrepentido, lleno de dolor, un dolor inimaginable, un dolor que jamás
pensé que podría ser real. Solo quiero oír tu voz, que me hables de las
arrugas de mis manos y que uses esas metáforas tan tuyas. Tenías madera
de escritor, seguro que podrías haber escrito grandes poemas y grandes
historias. Tu sensibilidad siempre ha sido tu punto fuerte, lo que creo que,
no solo yo, en general, todos siempre hemos admirado, lo que ha hecho
que te idolatremos…
»Es verdad que siempre has sido un poco raro. Esa forma de hablar,
como si fueras mayor y tuvieras un vocabulario superior al resto… que
oye, ni tan mal, al final me lo has pegado un poco… Eso te caracterizaba,
era tuyo… Y aunque al final empezaras a decir tacos, seguías
combinándolos demasiado bien.
»No voy a pedirte perdón otra vez, ni voy a decirte lo felices que
hubiéramos sido y todas esas cosas que se dicen, solamente voy a hacerte
una promesa, ojalá puedas estar escuchándome, porque nunca, en toda mi
vida, he estado tan seguro como ahora mismo.
Claro que estoy escuchándole, lucho con todas mis fuerzas por
despertar y poder darle un beso, lucho muy fuerte, pero mis ojos prefieren
seguir cerrados.
—Cuando despiertes, porque despertarás, todo va a ser diferente. Esta
vez me quedaré para siempre a tu lado, no más idas y venidas, no más
momentos espontáneos, no más vernos dos horas por año. Ahora toca
disfrutar: ir al cine y comer palomitas, hacer la croqueta en la playa, gritar
borrachos por la calle, comernos a besos sin que el mundo importe. Sí, lo
he aprendido muy tarde, soy así de gilipollas, pero ahora sé que el mundo
no importa, solo las personas a las que quieres, y yo, aunque nunca te lo
haya dicho, te quiero mucho. Te quiero. Te quiero. Óyelo bien, allá donde
estés: Te quiero.
Y se separa de mí por un momento y mira a mi padre que no puede
dejar de llorar:
—Le quiero, le quiero mucho.
Y mi padre se levanta del sillón mientras que Pablo lo hace del
taburete, y ambos se abrazan. Y yo, desde la cama lo veo todo, lleno de
envidia, luchando porque ese abrazo fuera triple, y feliz de verlos así de
unidos. No puedo dejar de sentirme inmensamente triste por no poder
estar, por no poder volver.
—No te culpes más muchacho. Tú no tienes la culpa de lo que ha
pasado —le dice mi padre.
—Pero podía haber hecho las cosas mucho mejor —le contesta.
—¡Todos hemos cometido errores! No quiero que te martirices, ¡eres
joven! ¡Tienes que mirar adelante! Es lo que mi hijo querría…
—¡No! No haga eso, no haga como que se ha muerto, no haga eso
porque me muero yo… ¡No quiero que se muera! Va a despertar… va a
hacerlo, estoy convencido, ¿usted no lo cree?
Le abraza, otra vez.
—Pienso en eso todos los días muchacho, pero los médicos están
dejando de tener esperanzas… Son demasiados días en coma. Es algo
peculiar, pero mientras siga vivo, hay esperanza...
—¿Puedo darle una cosa, por favor?
Asiente.
Trae una pequeña nevera hasta mi padre.
—¿Qué es esto?
—Es una nevera.
—Sí, lo estoy viendo muchacho, ¿pero para qué?
—Es una tontería, pero quiero que me haga un favor. Quizá es un favor
un poco pesado… Pero necesito que guarde el bocadillo que hay dentro de
esta nevera en su congelador, y si algún día su hijo despierta, lo saque, lo
meta en ella, y se la dé junto a esta carta.
—¿Un bocadillo?
—¡Sí! Un bocadillo de calamares, tal y como le prometió a su madre,
tal y como le prometí una vez. Nunca he podido cumplir nada, ni hacer
nada por él. Pero cuando fui a Madrid, no tuve ninguna duda en comprarlo
y traerlo hasta aquí. ¿Podrá hacerme ese favor?
—¡Claro que sí, Muchacho!
Y yo me quedo ahí, mirando ese abrazo, viendo ese regalo simbólico
que podía parecer una tontería pero que era lo más bonito que jamás nadie
había hecho por mí. Y entonces, en ese momento de lucha máxima por
volver a la vida, es justamente cuando ocurre lo contrario y me
desvanezco, parece que de forma definitiva, conforme un «piiiiiiiiiiiiiii »
constante resuena en la habitación y canta la canción de la muerte.
EPÍLOGO

—PAPI, PAPI, NO ME PUEDO dormir así. Necesito saber el final,


¿despertó el chico del corazón blandito? —me pregunta mi hijo con ganas
de seguir descubriendo la historia.
—Como suba tu padre nos mata, mira la hora que es.
—Porfa porfa, me dormiré muy rápido cuando sepa el final —Es un
niño curioso.
—Cuando terminó el verano todos se distanciaron. La chica de las
malas decisiones continuó su tratamiento con la doctora Marta y consiguió
grandes resultados: mejoró su autoestima y seguridad en sí misma y curó
esos celos malos que la poseían. Se formó como tatuadora y abrió su
propio centro de tatuajes. Con el paso del tiempo llenó su cuerpo de tinta
marcando en su piel todos aquellos momentos que le habían convertido en
la persona que era. Se tatuó un corazón blandito en homenaje a Adrián.
—Papi, ¿yo puedo hacerme un dibujo en la piel?
—Claro que sí, cuando seas mayor podrás tomar esas decisiones, pero
eres muy pequeño para decidir algo tan serio…
—Pero ya soy mayor, tengo ocho años. Y me he enfrentado a demonios
y brujas.
—Wow, eres terrible, das mucho miedo, pero aún tienes que seguir
creciendo. Si te haces uno de esos dibujos tu padre nos cortará los huevos.
—Vale, cuando sea mayor entonces…
—La chica de las malas decisiones encontró la felicidad cuando se dio
cuenta de que no hay amor más fuerte que el que podemos sentir hacia
nosotros mismos. Poco después de entender eso, se enamoró de verdad, de
un hombre que, como ella, se quería también mucho a sí mismo y, entre
los dos, formaron una familia muy grande. Dos niñas y un niño. El chico
de las arrugas, el hombre de la careta, la chica de los aros y el chico del
anillo de oro se encontraron en su boda; todos habían cambiado.
—¿Por qué habían cambiado? —pregunta lleno de curiosidad.
—Todos cambiamos con el paso del tiempo. La vida funciona así.
Vamos conociendo gente nueva, viviendo experiencias y descubriendo
partes de nosotros que no sabíamos que existían. A ti también te pasará: te
harás más fuerte, más alto, más guapo, y las ideas que tienes en tu cabecita
también se transformarán y evolucionarán a otra cosa.
—Que complicados sois los mayores. Mis ideas son geniales.
—Uy, eso pensábamos todos, pero ya te darás cuenta de que
cometemos muchos errores, hasta tú.
—¿Y qué pasó después de la boda?
—Se dieron un abrazo muy grande porque sabían que estaban
conectados. Además, por mucho que cambiaran y que el tiempo pasara,
había una cosa que se mantenía intacta: el cariño que se tenían.
»El hombre de la careta se la quitó. Decidió que no podía vivir su vida
en un carnaval permanente; así que comenzó a recuperar el tiempo
perdido. Les contó a sus seres más allegados su verdadera naturaleza y
siguió protegiendo a su hija como siempre había hecho. Se jubiló con la
salud haciendo estragos y comenzó a hacer los viajes que nunca había
realizado. En esos viajes descubrió el significado de la vida, del amor, de
la amistad, de la familia… descubrió muchas cosas nuevas. En la boda de
la chica de las malas decisiones les contó que se había puesto muy malito.
Tenía un bicho dentro del cuerpo que lo estaba devorando. Intentó hacer un
tratamiento para matarlo, pero era como un camaleón, se camuflaba en el
cuerpo y no lo podían encontrar fácilmente, además, cuando supo de su
existencia, era demasiado tarde. Por eso es importante ir al médico de
forma regular, aunque te dé miedo.
—No quiero que me pinchen. Pero tampoco quiero tener bichos.
—Entonces tendrás que hacer caso a tus padres, ¿vale?
—Vale… ¿Y qué paso después?
—Se lo contó con una sonrisa porque, aunque el bicho le iba a dormir
para siempre, había aprovechado al máximo sus últimos años, y eso le
había dado más felicidad que cualquier otra cosa. Les contó también que
pensaba morir en la playa, mientras las olas del mar le hacían cosquillas
en los pies y el sol se despedía de él por última vez. Era un hombre de
sueños, aunque empezó a cumplirlos demasiado tarde. Cerró los ojos en la
playa de Calblanque. Su favorita.
—¿Iremos a esa playa algún día? Por él. Por el hombre de la careta.
—¡Claro, esa es una buena idea! Y te capuzaré muchas veces.
—¿Y qué pasó con los demás?
—El chico del anillo de oro se puso a trabajar en una tienda de
muebles. Era el que se encargaba de cobrar a la gente. Se le daba bien. Con
el paso del tiempo consiguió ascender a un puesto más alto y, después, a
otro más alto, hasta hacerse jefe de sección. Tenía broncas con clientes
malhumorados todos los días, pero encontró en su trabajo una manera de
pasar página. El chico del corazón blandito lo marcó. Nunca volvió a
enamorarse. Siempre se quedó en él, leal a su imagen, como si hubiera
esperado que, algún día, regresara. Cuando ahorró el suficiente dinero,
consiguió recuperar el anillo de su hermano y se lo colocó en el sitio de
siempre. Volvió a sentir que estaba con él. Todos los años visitaba el
Parque del Circuito y se quedaba durante horas recordando las cosas que
ocurrieron con el chico del corazón blandito.
—Me da mucha pena —dice mi hijo.
—Él era feliz así. Algunas personas van al cementerio todos los años a
poner flores sobre una tumba, él iba al parque en el que se enamoró. Cada
persona, hijo mío, tiene su forma de despedirse.
—¿Y qué pasó con la chica de los aros?
—Ella consiguió muchas cosas. Salió de la jaula en la que vivía y
comenzó a volar tan alto como sus alas le permitieron. Entró a la
universidad de Barcelona y formó un grupo nuevo de amigos que la
trataron como a una más, sin importar sus kilos de más, ni su pelo de color
azul. Ves, esa es otra cosa que nunca cambió. Terminó la carrera y se
especializó en derecho penal. Sí, Laura se propuso hacer justicia en el
mundo, y eligió la profesión que le daba la potestad de hacerlo. Viajó todo
cuanto quiso, conoció cientos de personas y vivió muchos amores, pero
ella era un pájaro libre, no quería quedarse para siempre, en ningún lugar.
A veces visitaba al padre del chico del corazón blandito para ver cómo iba
todo. Era la manera en la que honraba su memoria.
—Quiero conocerla algún día.
—Quizá, algún día se pase por aquí y te cuente alguna historia. ¡Yo
también tengo ganas de verla!
—¡Si! Me gustan mucho las historias.
—Lo sé, lo sé, y como tu padre se entere de que sigues despierto ya
sabes lo que va a pasar.
—Pero es un secreto. ¿Qué pasó después?
—El chico de las arrugas se marchó a vivir a Fuenlabrada, muy
enfadado con sus padres por las decisiones que tomaron, también consigo
mismo por no haber podido ayudar al chico del corazón blandito. Estudió
en la universidad en la que pretendía entrar Adrián y, cada vez que
regresaba a Murcia, iba al hospital para ver como seguía. Siempre dormía.
—¿Siempre?
—Sí, toda una vida. Con el paso del tiempo, las visitas se redujeron. El
chico de las arrugas se entristecía al visitarlo, tanto que podía pasarse
semanas llorando. Tanto que el corazón se le congelaba y parecía no latir.
—¿Semanas? Eso es mucho tiempo papi.
—El amor, a veces, puede ser un dolor casi incurable, por eso, hay que
ir con mucho sigilo y hacer las cosas lo mejor que se pueda.
—¿No volvió a visitarlo nunca más?
—Sí, tras dos años, regresó. Pero en su habitación había otra persona.
El chico de las arrugas se temió lo peor. «No me han avisado de su muerte.
No me han avisado», se decía con las lágrimas cayendo como grandes
goteras en el techo. Llegó hasta la recepción y preguntó por él, muy
dolido. Como cuando te enfadas con tu mejor amigo.
—No me gusta enfadarme con él.
—Al chico de las arrugas tampoco le gustaba esa sensación.
—¿Qué le dijo la enfermera?
—Le dijo que había sido dado de alta hacía dos años, coincidiendo con
su anterior visita. De pronto, sus ojos se abrieron con ilusión, tan grandes
como una luna llena, parecía que iban a aullar en cualquier momento.
Auuuu Auuuuu.
—¿Y fue a su casa?
—¿Cómo no iba a ir? Si lo quería mucho, más que a nada. Llegó hasta
su casa y tocó el timbre.
»—¿Pablo? —preguntó su padre.
»—Me han dicho que su hijo despertó. ¿Podría verlo? Por favor. —
Pero su padre aserió el rostro. El chico de las arrugas supo que no iba a
encontrar la respuesta esperada.
»—Él se marchó. Cogió el dinero de la cuenta y se fue lejos cuando se
recuperó. Decía que había perdido mucho tiempo de su vida pensando en
personas que no habían sabido cuidarlo, que no nos guardaba rencor, pero
tampoco quería seguir en el lugar de siempre. No podía retenerlo, no
después de haberme comportado como lo hice desde que se marchó su
madre. Le dije que, si esa era su decisión, adelante, la respetaría y
apoyaría, y que esta siempre sería su casa. Él se marchó porque necesitaba
extender sus alas y volar, empezar de nuevo en otro sitio donde poder
cumplir sus promesas: quería quitarse la coraza que envolvía su corazón
para volver a tenerlo blandito y conocer gente nueva con la que poder
brillar. Dijo que cuando cumpliera las promesas que hizo, volvería, porque
ya habría sido leal a su madre. No he sabido nada de él desde entonces.
Espero que algún día vuelva, pero quién sabe, quizá, en su nuevo vuelo ha
encontrado la felicidad y no quiere dejarla atrás, si yo fuera él, tampoco
volvería.
El chico de las arrugas sintió como su corazón se descomponía a
cachitos. No le había llamado, ni localizado. Ni una conversación desde
los dieciocho años, pero sabía que no le debía nada, no después de las
cosas que ocurrieron.
»—Al final salió de la jaula, era lo que él quería, cumplió su destino.
—dijo alegrándose en cierto modo por él, pero sintiendo un vacío interior
que lo arrastraba como un río enfurecido.
»—¿Quieres un consejo? Sigue con tu vida. El amor nos puede
paralizar y hacernos perder el tiempo. El pasado no se puede cambiar,
tomaste unas decisiones, mi hijo otras; pero lo que vivisteis fue real,
quédate con eso siempre y úsalo para crear algo mejor, el futuro es lo
único que te queda, no lo desaproveches como hice yo.
»—Sí, supongo… supongo que sí. Tiene toda la razón, ¿le puedo hacer
una última pregunta?
»Claro, dime.
»¿Qué hizo con el regalo que le dejé? —preguntó.
»Es verdad, el regalo. ¡Qué cabeza! Tengo algo para ti, muchacho. —
Se metió a la casa y salió con una nevera rectangular, idéntica a la que le
regalé en el hospital.
—La abrió y era justo la misma. Dentro de ella quedaba la mitad del
bocadillo y una pequeña nota. «Me prometiste que nos comeríamos un
bocadillo de calamares juntos, te dejo tu parte, espero que no te den mucho
asco mis babas, después de todo.»
»Y se desplomó. Cayó de rodillas y, con él, un montón de lágrimas que
golpearon el suelo.
»—Me dijo que si algún día regresabas te lo devolviera. He cambiado
los hielos a diario, supongo que el alimento está en buen estado. Cuando
abrió tu regalo se puso a llorar como un niño pequeño, exactamente como
tú estás haciendo ahora. Supongo que vosotros entendéis el verdadero
significado.
»—Ese bocadillo lo significaba todo. Gracias por habérmelo devuelto,
espero que su hijo regrese algún día.
—Y se despidió para siempre de su padre. Sabía que nunca volvería,
había extendido sus alas y se había impulsado desde la puerta de la jaula
dejando atrás todos los pesares. El chico del corazón blandito no volvería
jamás, pero aun así, Pablo no dejó de buscarlo.
—¿Y lo encontró papi, lo encontró?
—No, pero encontró muchas otras cosas importantes. Ese viaje fue de
autodescubrimiento.
—Hala, que chulo, ¿y qué descubrió?
—El chico de las arrugas hizo su primer viaje a Barcelona, a
Vilafranca del Penedès. Adrián hablaba de ese pueblo con mucho
entusiasmo. Conocía a una amiga de allí, hablaba siempre de ella. Así que
pensó que podría encontrarlo. Lo buscó por todas partes, preguntó a todo
el mundo por él. «¿Han visto a un chico joven, de ojos muy oscuros, con
una cicatriz en la cara?» Y les enseñaba su foto. Todo el mundo decía que
no. Algunos ni siquiera contestaban. Pero encontró a su amiga, en la
biblioteca, presentando su libro.
—¿Su libro?
—Sí, ella es una gran escritora. Algún día te leeré su gran obra “El
desván de Villa Serena”.
—¿Y qué le dijo, qué paso?
—Tranquilo, vamos poco a poco, no te impacientes.
—Es mi historia favorita papi, necesito saber qué pasó.
—Le reconoció al verle. El chico del corazón blandito le había hablado
de él y enseñado alguna foto.
»—Siempre estuvo convencido de que serías capaz de venir —le dijo
la escritora.
»—¿Está aquí? ¿Puedo verle?
»—Estuvo un tiempo, pero se marchó. Decía que no podía quedarse
para siempre porque algún día vendrías, y si le mirabas con tus ojos
conseguirías que volviera al principio, a tus brazos. Así que se marchó
antes de que ocurriera. Quería seguir volando, y lo que sentía por ti lo
limitaba más que nada en el mundo. «Estás loco», le dije. Pero ahora me
doy cuenta de que lo subestimé, no sois una historia de amor corriente,
ambos estáis enganchados como si vuestro respirar dependiera del otro.
»—¿Te dijo dónde iría?
»—No, nadie lo sabe. Se marchó dejando una nota. Quería quitar la
coraza que cubría su corazón, cumplir las promesas que le hizo a su madre
antes de partir. Lloré mucho cuando se fue, porque de verdad que
apreciaba a ese joven, pero era su destino, su elección, su felicidad. Nadie
debe oponerse a eso.
»— ¿Era feliz? —le preguntó con lágrimas en los ojos.
»—Oh, cariño, ven, ven aquí —lo arropó en sus brazos—. Comenzó a
ser muy feliz, no te preocupes por él, estará bien. No tienes la culpa de lo
que pasó, eráis dos niños jugando al amor. Tienes que seguir con tu vida,
como él hubiera querido.
»—Pero mi vida es él. Ahora lo sé, solo quiero que lo intentemos una
vez más.
»—Nunca os olvidaréis el uno del otro por muy lejos que estéis.
Habéis vivido una gran historia de amor y de desamor, pero, y con solo
mirarte a los ojos lo sé, chico, no funcionaría vuestra historia. Os amáis
demasiado. Sería doloroso.
»—¿Si algún día vuelve le dirás que estuve aquí? ¿Le dirás que
siempre le estaré esperando?
»—¡Claro corazón! Se lo diré, pero no te quedes esperando mientras el
tiempo pasa, vive y si después, por un casual, la vida os junta de nuevo,
pues genial, pero no dejes de vivir. No hemos nacido para morir de amor,
eso tenlo claro.
—¿Puedo preguntarte una última cosa?
—¡Claro corazón! Dime.
—¿Crees saber dónde pudo ir, una intuición?
—No sé adónde fue. Pero creo que sí sé a quién quería encontrar…
—¿A quién? —preguntó intrigado.
—A su madre.
—¿A su madre? Su madre murió…
—No lo visteis ninguno. Tanto tiempo cerca de él y no os dabais
cuenta de que no era capaz de superarlo porque seguía viva. Ella no murió,
se fue. Superó la enfermedad y decidió marcharse lejos y cumplir algunos
de sus sueños. Era más fácil decir que había muerto a decir que los había
abandonado. Nunca le guardó rencor, porque ella lo había querido de
verdad. Se marchó porque estaba rota, ahogada de respirar el mismo aire
de siempre, ahogada de que todo el mundo esperara cosas de ella, ahogada
de vivir para los demás y nunca para sus sueños. Adrián creó un escudo
interior para protegerse de esa información. No es fácil saber que tu madre
te ha abandonado…
—Él… él… la necesitaba.
—Sí, pero ella necesitaba curar sus emociones. Estaba quebrada por
dentro, ¿de qué podía servirle? ¿Sirvió de algo su padre? Tras la
enfermedad quedó sumida en una profunda depresión, y tomó una
decisión. Muchas personas no la entenderían jamás, y otras se tragarían
sus palabras cuando el paso del tiempo les hiciera sentir lo mismo. Creo
que fue a buscarla, pero no sé si pudo encontrarla.
—¿Y la encontró, papi?
—Pues ese final lo dejo en tus manos. No lo sé. ¿Tú qué piensas?
—¡Que sí, que la encontró! Estoy seguro de que la encontró.
—Pues la encontró entonces, ya sabes que confío mucho en ti.
—¿Y el chico de las arrugas, volvió a casa, papi?
—¡No! El chico de las arrugas estaba enfermo de amor y no se rindió
fácilmente. Viajó a Francia, a Italia, a Holanda, a Islandia… viajó a
muchos países y a muchas ciudades de las que habían hablado. Conoció
muchas nuevas personas y, lo más importante, se conoció a sí mismo.
¿Sabes por qué es importante conocerse a uno mismo?
—No, ¿por qué papi?
—Porque conocerse a uno mismo, saber cuáles son tus puntos fuertes y
débiles, es lo que te hará atreverte a soñar y a luchar contra aquellos que
intentan detener tu camino. Una vez tengas eso, nadie te lo podrá robar; es
tu libertad.
—Yo también quiero ser libre.
—Tú serás siempre libre, te lo prometo.
—¿Y volvió a casa?
—Sí, gastó todo el dinero que tenía en viajar. Volvió a casa de la mano
de un nuevo amor. Nunca encontró al chico del corazón blandito, pero, en
cierto modo, siempre estuvo presente en su vida. La necesidad de
encontrarlo le impulsó a viajar, volando como una gaviota, y entendiendo
el significado de la felicidad. Se enamoró, no de la misma manera, ni con
la misma intensidad, pero encontró con quien poder ser él mismo. Y
también se perdonó. Es muy importante perdonarse, estar en paz.
—¿Y qué pasó después?
—Nada, siguieron sus vidas, así que, colorín colorado esta historia ha
terminado. ¡Es hora de dormir granujilla!
—Me gustaría darle un abrazo al chico de las arrugas.
—Seguro que a él también le encantaría —le digo mientras sigo
recordando aquel primer beso, en su cama, aquella primera hoguera que
encendimos y se quedó para siempre prendida en mi corazón. Ojalá hayas
encontrado la felicidad, habías deseado salir de la jaula y tocar con tus alas
el cielo, espero que lo hayas logrado, en mi corazón siempre estará tu
nombre firmado.
BIOGRAFÍA

Soy Julio Marín, un autor español de


thriller, fantasía y novela LGTBI. Estudié Comunicación audiovisual
en la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid. Comencé a darme a
conocer en redes sociales tras la publicación de mi primera novela, en
el año 2018, Los 3 suicidios de Marcos Ruiz. Gracias a esta primera
publicación, conseguí empezar a ser conocido, sobre todo por
Instagram y Amazon, consiguiendo en varios periodos entrar en top
ventas.
A principio de 2019 lancé mi primera novela fantástica Los
susurros del Caracol: el despertar (primera parte de una saga). En
octubre de ese mismo año autopubliqué por cuenta propia mi primera
obra Un puzzle de amor convirtiéndose en el libro más vendido de su
categoría la primera semana de salida y estando en los tops ventas
durante 3 meses.
En mayo de 2020 lancé dos nuevas novelas: El legado de marcos
Ruiz y El chico del corazón blandito.
EL
CHICO
DEL CORAZÓN
BLANDITO

JULIO MÁRIN GARCÍA

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