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LA REVOLUCION AMERICANA:

La Revolución Americana cumple 242 años de un proceso indetenible y ascendente en


democracia y libertad; es la revolución más antigua, vigente y no traicionada. Que marca el
inicio de la época contemporánea, la democracia moderna, e influyó incuestionablemente en
la conciencia patriótica de los seres humanos y sus naciones.

Varias decenas de países tuvieron las propuestas o se nombraron Estados Unidos, estos
fueron: Estados Unidos de Brasil, 1889-1968; Estados Unidos de Bélgica, 1790; Estados Unidos
de Centroamérica, 1798; Estados Unidos de Colombia, 1861-1886; Estados Unidos de las Islas
Jónicas, 1815-1864, protectorado del Reino Unido; y Estados Unidos de Venezuela, 1864-1953.
Asimismo se relaciona con países sugeridos pero no materializados: Estados Unidos de África,
propuestas Kwame Nkrumah y Muammar al-Gaddafi; Estados Unidos de África Latina,
promovida por Barthélémy Boganda; Estados Unidos de la Gran Austria, del Archiduque
Francisco Fernando; Estados Unidos del Río de la Plata, idea de Faustino Sarmiento; Estados
Unidos de Indonesia, Acuerdo Linggadjati; y los Estados Unidos de Europa, proposición de
George Washington, Víctor Hugo y W. Churchill, este no incluía a Gran Bretaña. Aún existen
dos países: los Estados Unidos de América y los Estados Unidos de México.

LA REVOLUCION AMERICANA
La independencia de los Estados Unidos se inició no con la
Declaración de la Independencia de julio de 1776, sino
mucho antes con eventos que reflejan, para los colonos
americanos, la importancia de ideas tales como el
autogobierno y el manejo de sus finanzas. Fue la defensa
de estas ideas por parte de una clase privilegiada
económica y socialmente en el nuevo mundo lo que llevó a
la independencia de los Estados Unidos. En consecuencia, si
bien la independencia americana data de 1776, ésta es, en
realidad, el resultado de la adopción, por parte de los
colonos, de ideas liberales tanto económicas como sociales,
mucho antes de 1776.

La historia de los Estados Unidos de América empezó en el


siglo XVII con la fundación de las colonias de Jamestown en
Virginia y la llegada de los peregrinos puritanos a
Massachusetts en 1620. Estos últimos desembarcaron en
Plymouth y establecieron el Pacto del Mayflower, un
acuerdo para la convivencia mutua en el cual los nuevos
pobladores acordaban, entre ellos, las leyes por las cuales
se iban a gobernar y, más importante aún, acordaban
regirse por un sistema de gobierno en el cual ellos mismos
eran los encargados de elegir a sus gobernantes, no la
corona inglesa. Este sistema se mantuvo a medida que las
colonias crecían y que los colonos migraban hacia nuevas
tierras.

El Pacto del Mayflower constituyó la primera piedra de un


sistema de autogobierno, limitado solo por sus propias
leyes y basado en la representación política. Un sistema
que fomentó la creación de asambleas legislativas en cada
colonia y el desarrollo de una actividad política local que
hizo de “los colonizadores, herederos de la tradición del
hombre inglés en su larga lucha por la libertad política [y
con derecho a] gozar de todos los beneficios de la Carta
Magna y del derecho consuetudinario”1, que regía en Gran
Bretaña en el siglo XVII. De este modo, el Pacto del
Mayflower se convirtió en el precursor filosófico y político
de la declaración de independencia.

Además del Pacto del Mayflower, el poder de los colonos se


reflejó, de manera aún más contundente, en las asambleas
legislativas, cuyos miembros eran elegidos de manera
directa por los colonos. Éstas tenían a su cargo no sólo la
elaboración de las leyes sino también el velar porque los
dineros recaudados en la colonia se utilizaran de la mejor
manera posible, según los intereses de la misma. Este
hecho reforzó la idea de autogobierno en las colonias. Así,
“las controversias políticas en las colonias consistían, de
manera general, en concursos entre el legislativo [local y la
corona y, con el tiempo,]… el legislativo se convirtió en el
defensor del pueblo y sus libertades y [los representantes
de la corona], en el instrumento de los tiranos” 2
Habiendo emprendido para la Gloria de Dios, y el Avance de
la Fe Cristiana y el Honor de nuestro Rey y Patria, una
travesía para plantar la primera colonia en las Partes
Norteñas de Virginia; hacemos por estos presentes,
solemne y mutuamente en la Presencia de Dios y unos con
otros, pacto y nos combinamos juntos en un Cuerpo Político
Civil para nuestro orden y preservación y fomento de los
fines antedichos; y por virtud de esto establecemos y
aprobamos, constituimos y formamos, tales justas e iguales
leyes, Ordenanzas, Actas, Constituciones y Oficios, de
tiempo en tiempo, según sea considerado muy propio y
conveniente para el Bienestar General de la Colonia, a la
cual prometemos toda la Obediencia y Sumisión debidas.
En fe de lo cual hemos suscrito nuestros nombres a esto en
Cape Cod el once de Noviembre, en el Reino de Nuestro
Soberano Señor Rey Jaime de Inglaterra, Francia e Irlanda,
el dieciocho y de Escocia, el cincuenta y cuatro. Anno
Domini, 1620.

Sin embargo, el sistema político que prosperó durante la


época de la colonia en Estados Unidos estaba lejos de ser
perfecto y, por el contrario, favorecía las inequidades
locales tanto sociales como económicas. Esto, debido a que
excluía del ámbito político no sólo a las mujeres y los
indígenas nativos sino también a los esclavos y a los
blancos pobres o ligados por un contrato de servicio a los
grandes terratenientes. Más aún, fueron estos blancos
empobrecidos los que lideraron, ayudados por los esclavos
negros, la primera gran revuelta contra los ingleses en
Virginia en 1675, la Revolución de Bacon. Ésta fracasó,
pero se sentaron las bases para una estrategia de defensa
de los intereses de los terratenientes y de los colonos ricos,
estrategia que desembocó en la declaración de
independencia.
La destrucción del té de Boston. Litografía de N. Currier,
1846. Biblioteca del Congreso, Washington.

La fiesta del Té de Boston - Diciembre 1773


Entre los impuestos que impuso el rey a los colonos
americanos, luego de la guerra de 1763, estaba el del té.
Éste sobrevivió a las protestas americanas, las cuales
lograron que el Parlamento disminuyera las nuevas cargas
financieras. Sobrevivió solo para mostrarle a las colonias
que el Parlamento mantenía el poder de imponer cargas
financieras. Más aún y para obligar a los colonos a pagar
este tributo, los británicos llegaron a un acuerdo con la
Compañía de Indias Orientales, el cual les permitía el
monopolio sobre el té. Esto significaba que los precios de
éste iban a bajar al eliminarse los intermediarios e hizo que
el precio de éste fuera, en 1773, el más bajo en la historia
de las colonias. Los ingleses pensaban que así los colonos
iban a comprar el té y de paso pagar el impuesto. No
obstante, los colonos se abstuvieron de comprar el té con el
argumento que al hacerlo estarían acatando, de manera
tácita, la autoridad fiscal de los ingleses. Así, cuando el
primer cargamento de té gravado llegó a Boston, los líderes
locales se reunieron para negarle la entrada y al ver que los
británicos insistían, un grupo de locales se disfrazó de
indios y atacó el barco lanzando el té al mar. Esto frustró
las intenciones de los ingleses de doblegar a los colonos
americanos; también sirvió para despertar y alimentar el
espíritu rebelde de los americanos convirtiéndose la fiesta
del té de Boston en un catalizador de la independencia.

La defensa de los intereses de los grandes terratenientes y


de los miembros más afortunados de las colonias fue la
razón principal de la independencia americana. Los colonos
estaban acostumbrados a un sistema que les permitía
manejar sus propias finanzas. Con esto en mente, cuando
al finalizar la guerra franco india en 1763, el gobierno
británico decidió pagar sus deudas de guerra con plata de
las colonias, los colonos vieron una amenaza a sus finanzas
y a su estilo de vida. Así, hechos tales como la Ley de
Estampillas de 1765 y los impuestos a productos
considerados de primera necesidad y parte del comercio
americano como el té, llevaron a un descontento con la
corona y se convirtieron en catalizadores del movimiento de
emancipación.

La elite colonial de América del Norte consideró que el


aumento de los impuestos por parte del rey, en Londres,
violaba los derechos adquiridos a través de la Carta Magna
de 1215 y con la Revolución de Cromwell. Y que al
negárseles el derecho a ir a Londres y tener representantes
en la Cámara de los Comunes se les violaban sus principios
políticos. La idea de no a los impuestos sin representación
en Londres se volvió el grito de independencia de los
colonos americanos, liderados por Samuel Adams y los
patriotas de Boston. Éstos se reunieron en Filadelfia en
septiembre de 1774 para redactar una petición al rey Jorge
III de Inglaterra solicitándole revocar los actos con los que
la corona amenazaba castigarlos para pagar sus deudas de
guerra. Estos actos eran considerados intolerables por los
colonos.

Sin embargo, la corona inglesa no acató la petición de los


colonos americanos y, por el contrario, los atacó en las
poblaciones de Concord y Lexington en Massachusetts en
abril de 1775. Estos ataques se convirtieron en los primeros
enfrentamientos entre británicos y americanos. Más aún,
debido a estos enfrentamientos, los miembros más
importantes de cada colonia se reunieron otra vez en
Filadelfia, en 1775, en lo que se conoce hoy como el
Segundo Congreso Continental y sentaron las bases para la
creación de los Estados Unidos. Este Congreso nombró a
George Washington, uno de los delegados de Virginia y ex
combatiente en la guerra franco indígena, como jefe de los
minutemen3, la milicia americana.

El Congreso Continental de 1775 también adoptó la


Declaración de causas y la necesidad de las armas, un
escrito redactado, en parte, por Thomas Jefferson, en el
que se buscaba justificar la actitud americana al declarar
que los británicos estaban violando las libertades innatas de
sus súbditos. Esta Declaración, que puede considerarse un
antecedente significativo frente a la declaración de
independencia, es importante, ya que en ella los colonos
insistían en que no estaban buscando la independencia sino
la defensa de sus libertades y la posibilidad de
autogobierno dentro del imperio británico.

No obstante, los británicos mantuvieron una posición militar


frente a las demandas de los colonos lo que llevó a éstos,
inspirados además por Thomas Paine y su escrito, Common
Sense, a la declaración de independencia. En Common
Sense, panfleto que se convirtió en bestseller, Paine plasmó
de manera clara y concisa, el resentimiento de los colonos
hacia el rey inglés y alimentó el sentimiento revolucionario
de los americanos. Por su parte, la declaración de
independencia constituye un documento en el cual los
colonos no solo expresaron su intención formal de
separarse de Gran Bretaña, sino también formalizaron los
principios que regirían su vida como independientes: el
derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de su propia
felicidad. Éstos son principios a los que tienen derecho
todos los hombres, los cuales han sido, de acuerdo con la
declaración, creados iguales.
Sin embargo, cuando se habla de todos los hombres en
este caso, además de cuestionar la autoridad de la corona
al referirse al hecho que no hay nadie más importante que
otros, el documento se refiere a todos los colonos blancos,
y terratenientes, no a todos en general. Es un documento
que, a pesar de haber sido utilizado por todos aquellos que
cuestionan el sistema político en un momento u otro de la
historia de los Estados Unidos, muestra las diferencias
sociales y económicas existentes en el momento de la
independencia, y subraya el hecho de que la independencia
era pensada en primera medida como la defensa de los
intereses de unos pocos.

La guerra contra los ingleses duró ocho años durante los


cuales intervinieron no solo los británicos y los americanos
sino también los franceses y los españoles. En este sentido
la revolución americana fue el preludio de guerras
mundiales. Los franceses, guiados por su animosidad frente
a los británicos, les facilitaron armas y asesoría militar. Por
su parte, España, empujada por su enemistad con los
británicos y su deseo de recuperar Gibraltar, entre otros, se
unió a la cruzada americana en 1778. No obstante, la
posición de los españoles, a diferencia de los franceses, no
era de apoyo a los americanos, pues desconfiaban de las
revoluciones, sino que consistía en aprovechar la debilidad
de un enemigo: Gran Bretaña.

La guerra terminó con la firma del tratado de París de 1783


en el cual se reconoció la existencia de los Estados Unidos
de América. Sin embargo, el fin de la guerra no significó el
fin de los enfrentamientos, y la idea de la igualdad entre los
hombres se convirtió con el tiempo en el punto de partida
de numerosas protestas en contra del statu quo: protestas
por los derechos de los indígenas, de los afro americanos,
de las mujeres, de los latinos… Más aún, la independencia
de los Estados Unidos lo convirtió en el primer Estado
independiente del continente; sin embargo, Estados Unidos
no apoyó las subsecuentes revoluciones en el hemisferio y,
hasta nuestros días, todavía no ha apoyado revolución
alguna. Parece que el país que surgió de la revolución
liberal por excelencia sigue, 224 años después, defendiendo
los derechos de un sistema económico, político y social
propio, más que la idea de igualdad.

La constitución de los Estados Unidos


El legado más importante de la independencia de los
Estados Unidos es su Constitución. Es un documento de
corte liberal e individualista que adopta el nuevo gobierno
en 1787. Su adopción generó un proceso que enfrentó a
dos corrientes distintas. Por un lado, a los federalistas,
liderados por Alexander Hamilton, quienes querían un
gobierno centralizado y, por otro lado, los no federalistas,
liderados por Patrick Henry, quienes se oponían a un
gobierno que tuviera poder por encima del de los estados
individuales –el poder estatal fue uno de los motores de la
guerra de independencia–. Los federalistas, con el apoyo de
George Washington y Benjamín Franklin, finalmente
impusieron un gobierno de corte federal, pero que
agrupaba en un cuerpo central el poder militar, económico
e internacional. Esto no sin antes ceder en la inclusión
dentro de la constitución del Bill of Rights; las diez primeras
enmiendas de la Constitución, las cuales fueron esenciales
para que los no federalistas apoyaran la misma. Éstas
incluyeron reformas diseñadas para proteger las libertades
políticas, tales como la libertad de prensa y expresión y el
derecho al porte de armas, derecho que no han podido
revocar a pesar de los muchos esfuerzos hechos. De esta
manera, la Constitución se convirtió en más que el marco
legal, en un marco de defensa de las libertades políticas de
los habitantes del nuevo país.
La revolución socialdemócrata, por tanto, fue social y fue
democrática. Y ambos aspectos
vinieronestrechamenteenlazados: la democracia trajo
consigo el acceso al poder de los partidos socialistas, y
éstos introdujeron las leyes y decretos que conformaron el
Estado asistencial o de bienestar. Pero la causación, a mi
modo de ver, no fue unidireccional: los partidos de
izquierda llevaban años, décadas, desde fines del siglo XIX,
presionando en favor del sufragio universal porque
esperaban que la democracia iba a producir los resultados
deseados, como en efecto así fue; y a su vez esta presión
izquierdista en favor del sufragio y la democracia fue
efectiva porque los trabajadores urbanos, habitantes de las
ciudades, los que constituían la gran mayoría de los
votantes de izquierda, eran cada vez más numerosos; y lo
eran como consecuencia del desarrollo económico, que
durante el siglo XIX y comienzos del XX se basó en el
crecimiento industrial y causó, por tanto, el aumento del
empleo en las fábricas. Al ser más numerosos, estos
ciudadanos de izquierda se organizaban en partidos,
sindicatos y asociaciones cuyo poder y capacidad de presión
crecía. Durante la Primera Guerra Mundial el poder de estas
organizaciones se hizo sentir con particular agudeza, con lo
que lograron imponer sus reivindicaciones en los países
europeos más importantes, como Inglaterra, Alemania,
Francia e Italia, y en muchos otros. En mi opinión, si no
hubiera habido guerra, el resultado habría sido el mismo,
aunque la socialdemocracia habría tardado más en
imponerse; pero, a la larga, las consecuencias sociales y
políticas del desarrollo económico se habrían hecho sentir
en todo el mundo, según ya había ocurrido en varios países
periféricos como Noruega, Dinamarca, Australia y Nueva
Zelanda

¿ECONOMÍA O POLÍTICA?

En las ciencias sociales ocurre característicamente que es


imposible separar sectores si quiere comprenderse de
manera cabal los grandes fenómenos históricos. Aunque en
las universidades la Economía se estudie en unas facultades
y en otras la Ciencia Política, la Sociología, la Antropología,
y aun en otras la Historia, en la realidad social todos estos
campos están inextricablemente mezclados. En muchos
casos concretos la separación en campos académicos es
conveniente por razones de método; pero nunca debe
perderse de vista que el homo economicus, el homo
politicus y demás homínidos son abstracciones que deben
manejarse con mucho cuidado para evitar peligrosas
distorsiones.

El subtítulo del libro que es objeto de este comentario ya


expresa gran parte de su mensaje, un mensaje muy
interesante pero que, a mi entender, insiste demasiado en
esa compartimentación. Sheri Berman, profesora de Ciencia
Política en la sección femenina de la neoyorquina
Universidad de Columbia (Barnard College), acierta
plenamente, a mi entender, en caracterizar el triunfo de la
socialdemocracia como el más importante fenómeno
político-social del siglo XX. El libro se abre con la siguiente
pregunta (las traducciones son mías): «En la primera mitad
del siglo XX, Europa fue la región más turbulenta del
planeta [...]. En la segunda mitad estuvo entre las más
plácidas, un ejemplo de armonía y prosperidad. ¿Qué
cambió?». La respuesta, naturalmente, es la
socialdemocracia, que hizo compatibles el capitalismo y la
democracia. Este nuevo orden socialdemócrata «debe ser
entendido como una solución a los problemas planteados
por el capitalismo y la modernidad». Y añade nuestra
autora: «Pocos estudiosos o comentaristas han otorgado a
la socialdemocracia el respeto o el análisis en profundidad
que merece». Esto es lo que se propone hacer ella.

Quienes hayan leído la reseña que de mi Los orígenes del


siglo XXI se hizo en estas páginas1, o haya leído ese libro
mío o el anterior, La revolución del siglo XX, comprenderán
que hasta aquí no puedo sino estar muy de acuerdo con
Berman. Y no sólo en lo dicho hasta ahora, sino en lo que
sostiene en buena parte de su libro, que es, naturalmente,
acorde con el contenido de las primeras páginas, que acabo
de resumir. Sin embargo disiento, cómo no (¿qué estudioso
no disiente en algo de otro?), del mensaje contenido en el
título: «La primacía de la política». Sheri Berman es
socialdemócrata, o al menos se siente muy identificada con
la socialdemocracia, y uno de sus héroes, quizás el
personaje que más admira, es –nada hay de raro en ello, y
yo comparto su admiración– Eduard Bernstein, el fundador
de la socialdemocracia alemana (aunque, en mi modesta
opinión, Ferdinand Lassalle, a quien ella no menciona,
merecería el título de precursor)2. En cambio, Berman no
es marxista: le parece Karl Marx profundamente
equivocado y denuncia repetidamente los que ella considera
sus dos principales errores, la lucha de clases y el
materialismo histórico o determinismo económico. Con
arreglo al principio de la lucha de clases, el proletariado
está llamado a llevar a cabo la revolución e implantar el
socialismo (o el comunismo, que eso nunca ha estado muy
claro); el corolario táctico es que no debe pactarse con los
representantes de otras clases sociales. El materialismo
histórico significa que la evolución económica conduce
inexorablemente a la polarización de la sociedad en dos
grupos antagónicos, la burguesía opulenta y el proletariado
miserable, y que de ese enfrentamiento surgirá la
revolución. Por lo tanto, ésta será un fenómeno inevitable:
sus enemigos no la podrán evitar, pero sus partidarios
tampoco podrán hacer gran cosa por propiciarla. Para Marx,
por tanto, el papel de los partidos socialistas era didáctico
más que nada: luchar para poner de manifiesto las
«contradicciones» y las injusticias del sistema capitalista,
para despertar la conciencia de los trabajadores y
estimularles a la lucha; pero esencialmente eran las fuerzas
impersonales de la Historia las que traerían la revolución
futura proletaria, al igual que en el siglo XVIII habían traído
consigo la revolución burguesa.

Frente al determinismo económico de Marx, Berman


propugna el voluntarismo político que ella atribuye a la
socialdemocracia. No hay tal inevitabilidad económica, nos
dice; la revolución no va a caer como un fruto maduro en el
regazo del proletariado, entre otras razones porque los
obreros no llegan nunca a ser mayoría en las sociedades
modernas. El desarrollo económico, como Bernstein puso
ya de relieve, no produce esa polarización que Marx
anunciaba, ni la depauperación de las clases bajas. Al
contrario, las sociedades capitalistas, cada vez más
complejas, producen una gran clase media cuyos estratos
altos se identifican con la burguesía y cuyos estratos bajos
se confunden con el proletariado, de modo que una gran
parte de ese proletariado se aburguesa al tiempo que el
proletariado puro se hace cada vez más raro y adelgaza
como estrato social. Esta sola razón derriba, así, por su
base los dos postulados de Marx: ni la revolución viene por
sí sola, ni puede el proletariado ser su único protagonista.
Para lograr sus reivindicaciones, el proletariado, los obreros
industriales, deben diseñar una táctica y aliarse con otros
grupos: campesinos de un lado (a los que Marx siempre
despreció) y clases medias por otro. De ahí «la primacía de
la política».

Por supuesto, el razonamiento de Berman es muy sensato y


muy claro, y nos explica en gran parte lo que ocurrió en
Europa en el siglo XX, como ella pretende. Pero ella es
politóloga y quien esto escribe es economista aficionado a
la historia, y si las tesis de ella llevan el agua hacia su
molino, un servidor tiende más bien a llevarlas al molino
económico. Porque si bien es cierto que el determinismo de
Marx era demasiado mecanicista y simplista, sí tenía él
razón en la fuerza inexorable del desarrollo económico. Es
cierto que ese desarrollo produjo otras consecuencias que
las que él preveía: ni polarización ni pauperización, como
hemos visto, sino más bien un relativo aburguesamiento
del proletariado. Ahora bien, aunque de manera muy
diferente a como Marx la imaginó, la revolución socialista sí
se llevó a cabo en forma de revolución socialdemócrata. A
mi juicio, pese a sus errores, la Historia ha vindicado a
Marx, siquiera sea parcialmente: el capitalismo, tal como él
lo conoció a mediados del XIX, era inviable a la larga. Lo
que él no reconoció, aparte del crecimiento de la clase
media, fue la flexibilidad del sistema: en las sociedades
desarrolladas, en los momentos de confrontación,
empresarios y trabajadores estuvieron dispuestos a
transigir, por una razón muy simple: el crecimiento
económico, el aumento de la productividad, era tan grande
que daba para que todos mejoraran al tiempo que la
población crecía en proporciones inauditas. En términos
modernos, la economía no era un juego de suma cero,
todos podían mejorar, y la transacción era mejor que la
confrontación. Pese a su gran admiración por la burguesía
que, «[e]n el siglo corto que lleva de existencia como clase
soberana [...] ha creado energías productivas mucho más
grandiosas y colosales que todas las pasadas generaciones
juntas»3, Marx no comprendió, por su obcecación en la
plusvalía y la ley de bronce de los salarios, que esas
grandiosas y colosales energías productivas iban a dar de
comer a todo el mundo e iban a permitir mejorar el nivel de
vida de la mayoría de la población. Fue esa enorme
abundancia la que permitió que las sociedades
desarrolladas del siglo XX pudieran doblar e incluso triplicar
sus ingresos fiscales para financiar los carísimos programas
de asistencia social y de seguro contra el desempleo que a
mediados del siglo XIX resultaban utópicos e inconcebibles.
En otras palabras, para que hubiera pacto político era
absolutamente necesario que antes hubiera habido un
sólido proceso de desarrollo económico. ¿Primacía de lo
político o de lo económico?
Pero el modelo socialdemócrata hoy tiene un problema
serio: su éxito ha sido tan completo que queda muy poco
por hacer y los partidos socialistas, antes la vanguardia de
la democracia y del progreso, hoy se parecen más a esas
fundaciones creadas para defender la memoria y el
patrimonio de un glorioso antepasado que a ese mismo
glorioso antepasado. Dice Berman: «En las décadas
recientes el movimiento socialdemócrata europeo se ha
convertido en una sombra de lo que fue» (p. 210). La
misión actual de los partidos socialdemócratas parece ser
defender con uñas y dientes las instituciones legadas por
sus mayores, escandalizándose ante cualquier intento de
reforma como un sacerdote ante el sacrilegio del templo.
Para evitar esta posición poco airosa e intelectualmente
escuálida, los socialdemócratas hoy se buscan nuevos
empleos: defensores del multiculturalismo y de ciertas
minorías, críticos dubitativos de la globalización, luchadores
cautos contra el cambio climático. A Berman el
multiculturalismo no le gusta nada, porque contradice el
comunitarismo y el igualitarismo que fueron patrimonio
orgulloso de la socialdemocracia. Cita a Todd Gitlin, que
señala que a principios del siglo XXI es la derecha la que
defiende la igualdad de derechos y la izquierda la que
insiste en la diversidad y la diferencia (p. 212). Ha sido un
largo y accidentado viaje desde el internacionalismo
proletario hasta el multiculturalismo. Cuántas cosas se han
quedado por el camino: al socialismo de hoy no lo
reconocería ni su padre, el mismísimo Karl Marx. Quizá sea
más propio llamarlo antepasado; o, mejor, ancestro.

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