Você está na página 1de 19

LOS ESTUDIOS INTERARTÍSTICOS

Y EL "IMPERIALISMO" DEL LENGUAJE*

ERNEST B. GILMAN

ew York University

¿IMÁGENES QUE HABLAN?

En un reciente congreso profesional sobre la posibilidad de un discurso del arte (o de las


artes) para los años 80, un prominente historiador de arte sugirió que la crítica de las
artes visuales ya tiene demasiado que ver con el discurso. "¿Por qué será que la historia
del arte se ha resistido, más que el estudio de las otras artes, no visuales, al nuevo
interdisciplinarismo tan en evidencia en la crítica literaria?" preguntó. La virtud de la
resistencia está implícita en la pregunta, ya que detrás de las insinuaciones pacíficas de
la "nuevo interdisciplinarismo", yacen "las tendencias colonizadoras y consumidoras de
los English Studies, que ansiosamente reducen el arte a texto, el arte visual al arte
lingüístico, la visión al signo, argumentando de hecho la afirmación de Derrida según la
cual ‘la connivencia entre la pintura…y la escritura es constante’" –si es que no llegan
al intento derridiano aún más insidioso de "intentar enterrar la pintura en la escritura, o
sugerir que la pintura es mala escritura". El "nuevo interdisciplinarismo" resulta un
nuevo imperialismo disfrazado, y –como también lo era en gran medida para el antiguo
imperialismo– su arma para colonizar, reducir y finalmente enterrar a los nativos del
reino visual es el lenguaje.

En la medida en que el punto de vista de este historiador representa una postura actual
entre los historiadores del arte, los que nos dedicamos a los English Studies podremos
encontrar allí una repetición curiosa de la batalla por la teoría en nuestro propio campo,
escenificada ahora como una lucha por el dominio entre dos disciplinas. De hecho, el
paragone entre las artes, reflejado aquí como una disputa por el terreno entre sus
exponentes académicos, es un topos antiguo. Como ha argumentado W.J.T. Mitchell, la
"historia de la cultura es en parte la larga lucha por el poder entre signos pictóricos y
lingüísticos, donde cada uno reclama para sí ciertos derechos propietarios sobre una
‘naturaleza’ a la que sólo él tiene acceso". La antigua fórmula que declara que la poesía
es una "pintura que habla" y la pintura, "poesía muda" parece equilibrar las dos artes
con un cuidado imparcial. Sin embargo, como observa Wendy Steiner, esta afirmación,
atribuida por el historiador Plutarco al poeta Simónides de Ceos, ya es un prejuicio a
favor del arte literario: dota al lenguaje de poder visual, mientras que impone sobre la
pintura la aflicción de lo "mudo". La retórica del imperialismo tampoco es nueva en el
debate, ya que, como también señala Mitchell, el arbitraje aparentemente desinteresado
de Lessing de las disputadas pretensiones de la poesía y la pintura esconde una
predisposición hacia las artes del lenguaje que podrían llevar al suspicaz historiador del
arte a rastrear los impulsos hegemónicos del estudio literario por lo menos hasta el
Laocoonte de 1766. La política estética de Lessing aliaría a los alemanes y los ingleses,
como escritores, en contra de los idólatras franceses e italianos, cuyo uso legítimo de

1
alegorías y narraciones pictóricas extendería el dominio de la pintura hasta "un método
arbitrario de escritura". Lessing insiste, por otro lado, en que si bien cada una de las
artes tiene su propio objeto y debe obedecer las restricciones de su medio, la poesía
posee la "esfera más amplia" gracias a "la infinita gama de nuestra imaginación y lo
intangible de sus imágenes". Mitchell, quien cita estas líneas, comenta que "el aparente
razonamiento desde el respeto mutuo de las fronteras resulta ser un propósito
imperialista de absorción por parte del arte más poderoso y expansivo".

Siguiendo a Lessing, y haciéndose eco de reparos a los excesos del ut pictura poesis, los
trabajos académicos sobre la comparación interartística están repletos de prudentes
advertencias sobre las fronteras. Ulrich Weisstein tiene la aprobación de la Modern
Language Association en su llamado a la precaución, para que la confusión del
vocabulario crítico –de hecho, una jerga indisciplinada de lo que deberían ser los
lenguajes separados de la historia del arte y la literaria– no acabe en un Verdunklung de
las artes. Si bien Svetlana Alpers y Paul Alpers no quieren "decir que la moraleja es
‘Buenas vallas hacen buenos vecinos’", sí afirman (mediante un vistazo hacia atrás, en
1972, a las incorrecciones de la década anterior) que "no deberíamos tomar a la comuna
como modelo para solucionar problemas creados por la especialización". Robert R.
Wark, conservador de arte en la Huntington Library, escribe (en un artículo llamado
"The Weak Sister’s View of the Sister Arts") que "los historiadores del arte, como toda
criatura viviente, protegen su territorio". Desde esta postura atrincherada, se advierte a
cualquiera que quiera aprovecharse de la debilidad de una hermana:

El estudioso de la literatura inglesa echa una mirada por encima de la valla que hay
entre su gran finca y el pequeño jardín del arte inglés. Saltar esa valla por completo es
enfrentarse al historiador del arte en su propio terreno. Para hacerlo con éxito, uno debe
convertirse en un historiador del arte plenamente capacitado; de lo contrario el
encuentro probablemente sea muy desagradable…Los interdisciplinarios más útiles son
los que mantienen los pies bien plantados en su propio lado de la valla mientras
inspeccionan el patio del vecino.

Si bien esta retórica no es en sí misma nueva, se ha vuelto notablemente más afilada en


los últimos años –irónicamente, en una década en la que algunos han visto la esperanza
de un "discurso del arte (o de las artes)" unificado. La amenaza, tal como puede sentirse
en los reductos tradicionales de la historia del arte, se oye en la predicción de Jonathan
Culler del "efecto último de una perspectiva estructuralista y semiótica," que invoca el
motor bipolar del expansionismo académico: si "todo lo que es significativo en las
culturas humanas puede tratarse como un signo, entonces…la semiótica abarca un
dominio vasto: invade, de forma imperialista, el territorio de la mayoría de las
disciplinas de las humanidades y las ciencias sociales".

Una respuesta por parte de los historiadores del arte aparece en los comentarios
estridentes de Donald Kuspit con los que comencé. Son, si se me permite inspeccionar
el patio de un vecino, los síntomas de un tipo de crisis de identidad dentro de la
institución de la historia del arte académica. Las facultades están divididas entre los
defensores de uno u otro tipo de enfoque "interdisciplinar" y aquellos historiadores del
arte de inclinación más tradicional o conservadora, todavía mayoritarios, quienes
tienden a trazar una distinción tajante entre la erudición, que ellos practican, y la "mera"
crítica y teoría, que se contentan con dejar a los extraviados. En una reunión sobre el
plan de estudios en mi propia universidad, un historiador del arte llegó a proponer
reagrupar todos los cursos de arte de licenciatura bajo la rúbrica de historia y

2
civilización, para que la separación entre la historia del arte y los campos humanísticos,
más orientados hacia la crítica, fuera un asunto de política académica. Un resultado
desafortunado desde el punto de vista de un "discurso del arte (o de las artes)", es que
aquellos historiadores del arte audaces que son de mayor interés para los críticos
literarios, corren el peligro de ser vistos como excéntricos, cuando no como
directamente irresponsables, dentro de su propia disciplina: quinta-columnistas cuyo
trabajo sólo profundiza la "connivencia" derridiana entre la pintura y la escritura. Otra
respuesta más interesante, sin embargo, toma la forma de proyectos que podrían ser
interpretados como contribución a una corriente neonacionalista o anticolonialista
dentro de la historia del arte. Este movimiento, según las palabras de Kuspit, se basa en
una "creencia en la irreductibilidad y especificidad últimas de la experiencia visual,"
que "a pesar de todo análisis [verbal]," sigue siendo "inefablemente única".

¿PINTURAS MUDAS?

Diversos estudios importantes, todos ellos publicados desde 1983, merecen especial,
aunque necesariamente breve, atención en este respecto: The Art of Describing de
Svetlana Alpers, Patterns of Intention de Michael Baxandall, y "The Sexuality of Christ
in Renaissance Art and in Modern Oblivion" de Leo Steinberg. Quiero utilizar sus obras
como una ocasión para explorar la cuestión de un "imperialismo" lingüístico desde el
punto de vista del historiador del arte, antes de volver a plantearla desde el lado literario
de la valla. En la política de la historia del arte, ninguno de los tres trabajos serían
considerados tradicionalistas ni tampoco (en la analogía de un debate anterior sobre
imágenes) defensores de la contrarreforma. Ciertamente todos han estado bajo grados
variados de sospecha por albergar teorías heréticas (el artículo de Steinberg apareció por
primera vez en October, publicación dedicada a la alianza del arte, la teoría y la crítica).
Sin embargo, al mismo tiempo sus investigaciones diversas ayudan a definir una
sofisticada actitud anticolonial que los que temen el "nuevo interdisciplinarismo"
deberían encontrar más afín de lo que de hecho la encuentran. Esa actitud incluye una
puesta a prueba, cuando no un rechazo directo, de la iconología panofskiana, a la vez
que de la pesada carga de bagaje literario acarreada por el poderoso motor del método
iconológico. Paralelamente, también incluye un intento de ver la obra de arte de una
manera renovada –si no como "inefablemente única", no contaminada por el lenguaje, al
menos como un fenómeno primordialmente visual, y que requiere un método crítico
autoconscientemente revisionista, si se ha de dar cuenta de él en el mundo de las
palabras.

No hay nada en sus obras que descarte por completo el método iconológico. Sus
procedimientos, al insertar los cuadros en un rico contexto documental, como han hecho
siempre los eruditos, ciertamente ejemplifican el tipo de tarea iconológica descrita en
términos casi heroicos por Guilio Argan:

El iconologista sabe que no puede darse el lujo de trabajar con materiales selectos de
valor artístico certificado. Para estudiar la génesis del arte debe comenzar con algo que
todavía no es (o ya no es) artístico. Reúne la mayor cantidad posible de aquellos
documentos directa o indirectamente relacionados con el tema de las imágenes que ha
decidido considerar. Es como un geógrafo que estudia el curso de un río: debe aislar su
origen, calcular su camino, tener en cuenta todas sus ramificaciones y luego describir su
comportamiento, que depende de su tendencia a desbordarse, correr o estancarse.

3
De diversos modos reflejados más vívidamente en esta descripción que en los
pronunciamientos fundadores de Panofsky, la investigación del iconólogo se ocupa de
"documentos" antes que de "materiales selectos de valor artístico certificado" –es decir,
obras maestras de la pintura y la escultura. Estos documentos pueden ser (y en el caso
de los motivos clásicos que sobreviven solamente en las descripciones de obras
perdidas, deben ser) fuentes literarias o imágenes visuales. Pero si son imágenes, no
sólo tenderán a ser deficientes en cuanto al valor artístico –imágenes que "todavía (o ya)
no son artísticas"– sino que su misma utilidad parecerá depender de que sean, como
continúa Argan "artísticamente empobrecidas" (ibid.). El cuadro de "valor artístico
certificado" probablemente se convierta en objeto de estudio del iconólogo a causa de su
singularidad, incluso su misterio; suscita preguntas sobre su sentido y provoca el tipo de
respuestas que la iconología está estupendamente preparada para responder. El cuadro
probablemente plantee un dilema para la interpretación ya que, bajo el aspecto del genio
del artista, combina, modifica o se aleja de las fórmulas comunes, ofreciéndose como
una innovación que debe ser explicada con referencia a lo banal.

Por lo tanto el iconólogo recurre a "documentos de segunda o tercera mano como


ilustraciones, publicaciones populares, placas, monedas, cartas de juego y demás",
imágenes que, aunque "gastadas" o "contaminadas", con frecuencia resultan más
"elocuentes" para el historiador de la imagen que su versión "purificada" (ibid.). Para
nuestros propósitos, el punto decisivo en esta fusión de fuentes literarias y pictóricas es
que la imagen "documental", precisamente por estar "gastada" y "consumida" como
propiedad común, comienza a adquirir propiedades del lenguaje. Como una especie de
vocabulario en la paleta del artista, tales imágenes tienen muchos significados, revelan
una tradición de enunciaciones similares que fluyen hacia la obra de arte "purificada"
como agua embarrada hacia un lago, y así permiten que el iconólogo enfoque "la
problemática del arte como la de las estructuras lingüísticas" (ibid.). La obra maestra
revela su significado como el punto final de su propia historia semántica –como una
emisión especialmente elocuente en la historia del lenguaje del arte– pero sólo lo hace si
el espectador es capaz y tiene la voluntad de violar su pureza inefable, de hacer que
hable, o, mejor dicho, de hablar por ella en un lenguaje crítico congruente con su propia
estructura lingüística. El "crítico formalista ideal se pone de puntillas pidiendo silencio
con el dedo en los labios para que la obra pueda hablar por sí misma. Pero la obra es
silenciosa. Es siempre el erudito quien habla en presencia de la obra de arte, y todo su
problema consiste en decidir de qué manera ha de hablar" (20).

Bajo estas suposiciones, y no menos rígidamente que los intrusos a quienes ahora se
acusa de reducir la imagen al texto, el iconólogo adapta su método a los modelos de los
estudios literarios y lingüísticos. Tal vez sea irónico que el "nuevo interdisciplinarismo"
ya se encuentre enredado en los mecanismos del más venerable instrumento del gremio
de la historia del arte. Podría argumentarse que Panofsky, en 1939, no pretendía tal
mésalliance. Considera el "conocimiento de las fuentes literarias" de los "temas y
conceptos" que dan al erudito acceso al "mundo de las imágenes, historias y alegorías"
que aparecen en la obra de arte, como la actividad del "análisis iconográfico",
diferenciado de la tarea más elevada de "la interpretación iconológica" para la cual es
una preparación. A este nivel el objetivo es "el sentido intrínseco o el contenido" de la
obra, "que constituye el mundo de valores ‘simbólicos’," y los instrumentos necesarios
para llegar a ello incluyen "la intuición sintética (una familiaridad con las tendencias

4
esenciales de la mente humana), condicionada por la psicología personal y la
Weltanchauung". Pero para aquellos que no comparten el vocabulario idealista de
Panofsky, el paso ambicioso de la iconografía a la iconología propiamente dicha –desde
el mundo de la escritura y las convenciones literarias al de lo intrínseco, lo sintético, lo
intuitivo– puede llegar a ser más frecuentemente un gesto, o un salto estimulante, que el
último paso efectivo de un método crítico.

En la práctica, el iconólogo permanece más atado a lo documental, al "tema de la


imagen" que a la imagen en sí. Como el geógrafo de la descripción de Argan, "no puede
darse el lujo [narcisista]" de quedarse pegado a la superficie resplandeciente del cuadro.
Su proyecto es más bien temporal y textual, estudiar el "curso del río" desde su origen, o
(en un pasaje posterior) seguir "el hilo principal de una imagen hasta que emerge al final
como una gran obra de arte". Desde nuestra perspectiva, la figura del iconólogo como
geógrafo, un Livingstone académico en busca de las fuentes del arte, tal vez no parece
enteramente exenta de insinuaciones imperialistas. La iconología hizo del crítico de arte
un explorador, al ofrecer una alternativa ardua pero revitalizadora al mero
impresionismo o la observación estilística. Definió una misión dedicada a socavar los
recursos profundos del paisaje cultural, más que a apreciar sus bellezas. El historiador
de arte determinado a recuperar para su disciplina un sentido de la inmediatez visual de
la obra de arte, a ver en su mutismo una fuente de fortaleza y placer y no una
deficiencia, podría, comprensiblemente, ligar la amenaza externa de la colonización
lingüística a las debilidades internas de un método –independientemente de cuán
respetado sea– vulnerable a ese mismo peligro.

Svetlana Alpers se enfrenta directamente al maestro:

Lo que cuestiono es la noción de sentido, básica en la historia del arte. Su piedra


angular es la iconografía –así llamada por Erwin Panofsky, su padre fundador en
nuestro tiempo. Su gran logro fue demostrar que los cuadros figurativos no están
hechos exclusivamente para la percepción, sino que puede leerse en ellos un nivel de
sentido secundario o más profundo. ¿Qué hacemos entonces con la superficie pictórica
misma? En su ensayo fundamental sobre la iconografía y la iconología, Panofsky elude
claramente esta pregunta.

Desarrollado como una clave para la pintura italiana renacentista, el método de


Panofsky podría adecuarse bien a imágenes presentadas, como señala Alpers (xix),
como un "escenario en el que las figuras humanas ejecutan acciones significativas
basadas en los textos de los poetas" y legitimadas por la "doctrina ubicua del ut pictura
poesis… por medio de su relación con textos previos y sacralizados". El mismo método
falla, sin embargo, cuando se aplica al arte holandés del siglo diecisiete, "un arte de la
descripción a diferencia del arte narrativo de Italia" (xx). De hecho, la predilección
hacia lo italiano de la iconografía sólo continúa la mezcla imperialista de
condescendencia y deslumbramiento que podría caracterizar la actitud del Renacimiento
italiano hacía el arte del norte. Se puede trazar una línea directa desde la crítica
renacentista, atribuida a Miguel Angel, según la cual el mayor objetivo de los
holandeses no es más que capturar "la exactitud externa" de "materiales y albañilería"
en un arte dirigido a "las mujeres, en particular las muy viejas y las muy jóvenes," y la
preferencia de Panofsky por los intereses italianos de Durero por encima de su propia
herencia nativa como artista "descriptivo"(xxiii). "Los iconógrafos han establecido
como principio de la pintura holandesa del siglo diecisiete que el realismo oculta
sentidos bajo su superficie descriptiva," escribe Alpers, "pero se ha pagado un precio

5
demasiado alto en experiencia visual en el actual llamamiento a comprender la
profundidad verbal" (xix). Como afirma su capítulo sobre Constantijn Huygens, las
imágenes holandesas de la época "formaban parte de una cultura específicamente visual,
en contraste con una cultura textual" (xxiv). Servían a un arte dedicado a "describir el
mundo que se ve" (xxv), a "la destreza de la superficie pintada" (231) –un arte de
observación meticulosa y apreciativa donde "el sentido [está] por su misma naturaleza
alojado en lo que el ojo puede registrar" (xxiv).

Por lo tanto el título de Alpers, The Art of Describing, adquiere un doble sentido, que se
refiere tanto al carácter fuertemente visual del arte y la cultura holandeses en general, y
al tipo de arte académico que se necesita para atender a ese carácter. La suya es, en
efecto, una petición de respeto académico por la diferencia cultural, una petición de que
reconozcamos, y dejemos de lado la asunción de que todo lo que no habla nuestro
lenguaje debe ser primitivo y defectuoso. El arte holandés, comenta Alpers, "no nos
ofrece un fácil acceso verbal" (xxviii), y cita los intentos cómicamente débiles de
Reynolds de encontrar palabras para cuadros dirigidos "exclusivamente al ojo" mediante
la compilación de listas del ganado, los pastores, las torres de iglesia y los cisnes
muertos que contienen. El método de Alpers es apelar al "ojo atento" (89) del
espectador –en un nivel de claridad y detalle a la altura del artista– antes que a su
competencia literaria, y su proyecto no es escribir una "historia del arte holandés" sino
ofrecer una descripción de la "cultura visual holandesa" (xxv).

En cuanto al término "cultura visual" Alpers reconoce su deuda con Michael Baxandall,
quien en Patterns of Intention reflexiona largamente sobre la relación entre las imágenes
y su "explicación". El lenguaje se inserta necesariamente entre la obra de arte y la
mente: debemos comunicar nuestras percepciones de un cuadro no sólo a los demás sino
también a nosotros mismos, contándonos lo que vemos por medio de una descripción
verbal, o verbalizable. Pero la mediación del lenguaje nunca puede ser directa o
transparente. Como "herramienta de generalización" el lenguaje no está "muy bien
equipado para ofrecer una anotación de un cuadro en particular":

Nuevamente, el repertorio de conceptos que ofrece para describir una superficie plana
que presenta una gama de formas y colores sutilmente diferenciados y organizados es
bastante burdo y lejano. Nuevamente, hay una incomodidad, cuando menos, en tratar
con un campo simultáneamente disponible –un cuadro es precisamente esto– en un
medio tan temporalmente lineal como el lenguaje: por ejemplo, es difícil evitar una
reorganización tendenciosa del cuadro al mencionar simplemente una cosa antes que
otra.

Como el acto de "mirar un cuadro es tan temporalmente lineal como el lenguaje,"


podríamos suponer que la descripción de un cuadro podría aproximarse al proceso de
aprehensión visual; sin embargo "la falta de adecuación aquí se hace formalmente obvia
en la incompatibilidad entre el ritmo en que se recorre el cuadro" –en una serie de
rápidos, y rápidamente cambiantes, movimientos oculares– y "el ritmo de las palabras y
los conceptos ordenados" (ibid.). El lenguaje obedece a la "jerarquía de la sintaxis" (7) y
no a la estructura de cuadros. Bajo tales limitaciones, la descripción tiende a ser
revisionista y autorreflexiva, una "representación del pensar en un cuadro más que una
representación de un cuadro" (5).

En la práctica del historiador del arte, por lo tanto, debe contenerse la tendencia del
lenguaje a reemplazar el cuadro por un sustituto verbal que amenaza no sólo con

6
reorganizar o mitigar su impacto visual, sino también con falsificarlo. Como limitación
a esta tendencia, el lenguaje de la descripción y el análisis debe entrar en una relación
simbiótica con el cuadro, en una dialéctica de iluminación y corrección mutua. Como un
"comentario" erudito sobre un cuadro es "un acto no de información sino de
demostración en su presencia, su sentido es en gran medida ostensivo, es decir, depende
de que tanto yo como mis oyentes le otorguemos precisión por medio de una referencia
recíproca entre la palabra y el objeto" (10). O luego, cuando Baxandall regresa al mismo
énfasis sobre la función "ostensiva" del discurso crítico: "Utilizamos el concepto para
señalar el concepto de manera diferenciadora, y su sentido se precisa para nosotros a
través de la relación entre el cuadro y el cuadro que percibimos. Este proceso es
provechoso para nosotros: requiere trabajo y este trabajo nos lleva a una percepción más
próxima del cuadro" (116). El circuito va y viene entre la percepción y la descripción,
pero finalmente es la autoridad silenciosa del cuadro la que otorga sentido a la
descripción verbal. Salvo en su presencia, el poder "ostensivo" del lenguaje es poco más
que un gesto vacío –apuntar sin tener un objeto. Una relación similar a la que hay entre
descripción y percepción se establece también entre la "teoría" y los "ejemplos" o los
"casos". Reflexionando, de manera tal vez demasiado calculada, sobre sus propios
métodos, Baxandall escribe que en la medida en que su libro

desarrolla una argumentación, es una argumentación que surge de la presión de


ejemplos continuos y no del raciocinio continuo, para el que no estoy preparado. El
hecho de que intermitentemente intente robar fragmentos de ideas de pensadores
rigurosos no debería oscurecer esto: es una práctica oportunista y las ideas son
discretas. Me parece que el papel provechoso para los historiadores inclinados a la
reflexión no debería consistir en ofrecer vagas generalizaciones preceptivas bajo la
descripción de "teoría", sino en poner a prueba propuestas bastante sencillas en casos
tan complejos como el tiempo y la energía lo permitan.

La "presión" de la interpretación debería venir de los ejemplos y no de la teoría –un


modelo que convierte a la manera de hacer pasiva y genialmente incompetente de
Bandaxall en una virtud crítica.

En sus ejemplos, el estudio de Bandaxall varía ampliamente, desde el Forth Bridge a


Picasso a Chardin, y en gran parte se ocupa de desarrollar un vocabulario específico
(desplegando términos como "triángulo de nueva realización", "breve", "carga" y
"troc") para aliviar la presión de palabras más tradicionales como "influencia". Lo que
me interesa especialmente es su capítulo sobre el Bautismo de Cristo de Piero della
Francesca, un retablo narrativo de 1440-50 que, dada la distinción de Alpers entre Italia
y el norte, uno pensaría que se le podría hacer hablar, bajo la presión de una
interrogación iconográfica, con más facilidad que a un paisaje holandés. De hecho,
como una especie de exhibición de destreza, Baxandall ofrece tres lecturas
iconográficas diferentes del cuadro, convincentemente detalladas –la tercera y más
elaborada, de su propia invención, explicando la presencia "intrusa" de tres ángeles en
el primer plano de la izquierda con "referencia a la doctrina de los Tres Bautismos,"
como fue desarrollado en textos contemporáneos como la Summa Theologica de San
Antonio de Florencia (123-24). Pero sería engañoso descubrir en esta doctrina el sentido
del cuadro, ya que Baxandall ya ha declarado su intención de "evitar la noción de
‘sentido’ por completo":

7
No quiero referirme al Bautismo de Cristo como "texto", ni con un sentido ni con
varios. La empresa consiste en encararlo como objeto de explicación histórica y esto
implica la identificación de una selección de sus causas.

Un texto puede tener sentidos, pero un "objeto" –la pintura física, para tomar la palabra
en su sentido más literal– tiene causas.

La significación textual, entonces, debe desprenderse del cuadro como un residuo de


barniz antiguo; una vez limpio, el Bautismo de Piero revela sus causas, o al menos
permite que se hagan inferencias sensatas en términos más "intrínseca[mente]
pictóricos" sobre los problemas que soluciona (128). El problema principal de Piero no
era cómo representar el texto de los tres bautismos sino, según Bandaxall, cómo tratar la
dificultad de la "congestión del primer plano" (127). Los bautismos a gran escala se
solían pintar en formato horizontal para dejar espacio a ambos lados de Cristo para el
tradicional grupo de ángeles y otros espectadores, pero el encargo de Piero fue de un
retablo a gran escala vertical. Esto explica muchos aspectos del cuadro, incluyendo la
organización de su perspectiva, en la que las figuras normalmente agrupadas en una
larga fila horizontal en el primer plano se recolocan en las profundidades. El problema
de los tres ángeles, entre otros, simplemente desaparece cuando se buscan causas
pictóricas más que iconográficas para las anomalías aparentes. La preocupación del
iconógrafo de que los ángeles no están "cumpliendo su función habitual de sostener la
prenda exterior de Cristo mientras es bautizado" es "sólo un error de observación" (128-
29), ya que un ángel tiene sobre el hombro una prenda del mismo color rosa que el que
viste Cristo (aquí desnudo) en otra obra de Piero, la Resurrección en Sansepolcro. La
asunción del iconógrafo de que "estos Angeles son anormales al no venerar el evento
que está ante ellos" (129) es igualmente errónea, reflejando insensibilidad a las
modulaciones sutiles de la mirada y el gesto en las figuras de Piero. Y,
desafortunadamente, los iconógrafos son también ciegos al color ante el hecho (visual)
de que

a un nivel aún más sutil y pieresco…el Angel del centro dirige nuestra atención hacia el
hecho del Bautismo al completar un terno de blancos con Cristo, en el centro, y el
hombre agachado a la derecha. En lugar de llevar un rollo de pergamino con una
inscripción –que diga, "Lávame y seré más blanco que la nieve" (Salmo 51:7)–
pictorializa por completo su indicación por medio de la organización del color y el tono.

Una lectura tan "iconográficamente minimalista" del cuadro tiene la ventaja de que "no
hace falta recurrir a ningún sentido oculto para explicarlo" (131). Además de ser
terapéutico para el crítico individual, la imparcialidad del enfoque de Braxandall quiere
ser útil también para la institución de la historia del arte: "Estamos abiertos al escrutinio.
No existen expertos con autoridad especial," y los especialistas deberán someter sus
explicaciones a los jueces legos:

La exposición es fortificante, y otorga a una ocupación bastante autocomplaaciente una


virtud social y una dignidad que de otra manera no tendría. Actividades recientemente
convertidas en profesiones académicas como la crítica de arte tienden a asumir
rápidamente una autoridad especial, y nuestro atrincheramiento creciente detrás de una
jerga especializada que los legos no comparten…me parece medieval e innecesario.

8
Un método que "restablece la autoridad de la experiencia visual cotidiana" convierte a
la empresa de la historia del arte en algo no sólo más sensible al objeto de estudio –más
resistente a imponerle "algún prestigioso modelo conceptual" como una teología
extranjera sobre una provincia conquistada– sino también más "democrático" (137).

"Sexuality of Christ in Renaissance Art and in Modern Oblivion" de Leo Steinberg es el


más polémico de los tres estudios recientes y el más radical en sus implicaciones para la
cuestión de la autoridad pictórica. Para exponer el caso brevemente, la primera parte del
artículo de Steinberg se refiere a una gran cantidad de cuadros renacentistas en que los
genitales de Cristo están claramente exhibidos. Ya se trate de Cristo infante adorado por
los Magos o en manos de su madre (y a veces acariciado por ella), como adulto (en su
bautismo o como el Hombre de las Penas), o como cadáver (en sepulturas y
lamentaciones), la prominencia de esta exhibición en las imágenes religiosas tanto en
Italia como en el norte es tal que "debemos reconocer una ostentatio genitalium
comparable a la canónica ostentatio vulnerum, la exposición de las heridas".

El hecho de que este motivo no haya sido reconocido, a pesar de la abundante evidencia
visual de su existencia, justifica la segunda parte del título de Steinberg. En parte, la
caída de la sexualidad de Cristo en el "olvido moderno" refleja la historia general de la
mojigatería occidental desde el Renacimiento: "La cosa", como dice Steinberg, "es
inmencionable" (45). Hay, ciertamente, bastante evidencia textual indirecta (por
ejemplo, en homilías sobre la circuncisión de Cristo) para respaldar el análisis de
Steinberg del motivo como un reconocimiento, y una sobria celebración, de que Cristo
asuma la plenitud de la masculinidad. Pero a Steinberg le sorprende el absoluto silencio
de los comentarios acerca de estos cuadros, y aún más por la práctica artística
obviamente generalizada que durante casi doscientos años hizo de la ostentatio
genitalium una convención de las representaciones de Cristo: "Seguramente los
hombres que pintaron estos cuadros, inventando nuevas variaciones sobre el motivo de
la exposición, sabían de lo que trataban, pero no logro encontrar referencias al asunto en
los escritos contemporáneos, ni en el olvido de la literatura subsiguiente" (35). ¿Por qué
se muestra frecuentemente a Cristo con una erección? No tenemos "ni textos ni
documentos que hagan explícitas las intenciones" (86). Al ser imposible considerar
estas imágenes como "ilustraciones de lo que ya está escrito", y no haberse dado cuenta
de ellas en lo que se ha escrito desde entonces, se han convertido en "textos primarios"
en sí mismos (108) "que proponen lo que tal vez nunca había sido enunciado" (23). En
la crítica que Alpers y Braxandall hacen de la iconografía, el lenguaje se imponía al arte
pictórico, distorsionaba su percepción, descubría en él falsos sentidos ocultos y
socavaba de otras maneras su autoridad –pero al menos le prestaba atención. Aquí
tenemos una instancia cultural a gran escala de la ceguera voluntaria del lenguaje, no
ante las sutilezas de un gesto pieresco, sino ante una clase entera de representaciones de
extraordinario poder visual.

Pero la defensa de una autoridad pictórica independiente –concedida, hasta aquí, sólo
por defecto por medio de una conspiración de silencio– puede reforzarse. No es sólo
que el lenguaje no dice nada sobre el pene de Dios; tal vez no puede, o tal vez resulta
más fácil, o más probable, representar la cosa pictóricamente que con palabras. El
"componente sexual de la masculinidad de Cristo se mantenía normalmente callado,
suprimido originalmente por los principios del ascetismo cristiano, y en último extremo
por el decoro" (15). Para los "hacedores de imágenes", sin embargo, "el caso era
diferente":

9
Debemos tener en cuenta que los artistas del Renacimiento, comprometidos por primera
vez desde el nacimiento del Cristianismo con modos de representación naturalistas,
eran el único grupo dentro de la cristiandad cuyo oficio requería que dibujaran cada
centímetro del cuerpo de Cristo. Hicieron preguntas íntimas que no se traducen bien en
palabras, al menos no sin faltar el respeto: por ejemplo, si Cristo llevaba las uñas cortas,
o si se las dejaba crecer más allá de las puntas de los dedos. La trivialidad irreverente de
tales inquisiciones está al borde de la blasfemia. Pero el artista renacentista que no tenía
fuertes convicciones sobre este tipo de tema no estaba capacitado para dar forma a las
manos de Cristo –ni a sus genitales. Ya que incluso cuando el cuerpo estaba
parcialmente cubierto, había que tomar una decisión sobre cuánto tapar; si pintar una
tela colgando o dejarla volar como un estandarte; y si el taparrabos utilizado, opaco o
diáfano, debía mostrar u ocultar. Sólo ellos, los pintores y los escultores, tenían el
cuerpo entero de Cristo en el ojo de la mente.

Vale la pena citar enteras las meditaciones de Steinberg sobre lo que el medio de los
artistas "los obligaba a dibujar" ya que es un sorprendente ejemplo histórico de la
distinción de Nelson Goodman entre la "desarticulación y diferenciación sintáctica y
semántica" que requiere un "sistema de notación" como el lenguaje (o la música), pero
no la pintura. Según Goodman, los elementos del lenguaje funcionan como contadores
de un sistema "digital", separados entre sí, y de esta manera son significativos dentro del
sistema, por una especie de espacio muerto al que no se atribuye ningún sentido: no hay
nada entre una A y una B. La pintura, por el contrario, es sintáctica y semánticamente
"densa", sus formas, colores y líneas no son discretas. En una representación pictórica,
"cada centímetro del cuerpo de Cristo" es necesariamente significativo, ya que el medio
fuerza una "decisión" consciente sobre cómo ese centímetro concreto debe ser
mostrado; puede estar cubierto por una tela u oculto tras un arbusto, pero no puede ser
excluido por completo. Una descripción verbal puede fácilmente saltar de la cabeza a
los pies. Incluso una alabanza que recorra los pequeños detalles de una enumeración
desde "los ojos de mi amada" en la línea 1 a sus labios en la línea 2 puede no nombrar la
nariz de mi amada, pero un retrato de mi amada (al menos en el Renacimiento)
difícilmente puede dejar un hueco en la mitad de su rostro. Desde este punto de vista, el
"olvido" verbal del tema de Steinberg reflejaría una deficiencia en el lenguaje, tanto
como sistema de representación, comparado con la densidad sin discontinuidades del
arte visual, y también como instrumento crítico en manos de un historiador del arte. Los
escritores podían fácilmente dejar que el pene de Cristo se pierda en las fisuras entre las
palabras, mientras los pintores no.

¿UN LENGUAJE DE IMÁGENES?

El deseo de una imagen inefablemente pura puede emparejarse en el extremo opuesto


con lo que podríamos denominar la nueva iconoclastia: la voluntad de ver la imagen
como un lenguaje. La conexión entre la crítica contemporánea y la polémica de la
Reforma puede parecer remota, pero el antiguo, y a veces violento debate teológico
sobre el uso adecuado de las imágenes para representar la palabra de Dios a la vez
ejemplifica las polaridades de nuestra discusión secular actual, y aporta un capítulo
importante en su historia cultural. En el Renacimiento italiano, Pictura y Poesis podían
representarse como "hermanas" envueltas en una rivalidad familiar por la primacía,
seria pero en última instancia afectuosa. El problema en este paragone era determinar

10
cuál de las dos artes podía emplear el mismo juego de herramientas para la
representación más hábilmente, y la estrategia era aseverar que el maestro de cada una
era también maestro en el oficio del otro –el pintor, en retórica, por ejemplo, el poeta, en
dibujo. El iconoclasta radical, sin embargo, como sus equivalentes modernos,
pretendería limpiar las mentes, las paredes, y los textos de los fieles de cualquier
contaminación por parte de la imagen. Pictura se revelaba ahora como Duesa, la
prostituta lasciva decidida a seducir la mente y llevarla hacia una adoración estupefacta
de los ídolos, y tan sólo la advertencia de la palabra paterna, que se volvía efectiva a
través de la predicación o la voz interna del espíritu, daba fuerza contra sus encantos.
Mediante esta crítica, se aislaba a las dos artes como dominios representacionales
opuestos, con el lenguaje, para los protestantes, haciendo el papel privilegiado
(masculino) de agente y mediador de la historia sagrada, y la imagen confinada a un
silencio estático y traicionero, en alianza con la casualidad y la ilusión. La estructura de
esta oposición inspira los bailes de máscaras, en los que el espectáculo cautivante de la
antimáscara plantea su desafío demoníaco al orden de las cosas, sólo para ser vencido
por el sabio consejo pronunciado en las festividades; y se encuentra tematizada por
doquier en la literatura inglesa de la Reforma, desde The Faerie Queene, donde el
ilusionista Archimago rivaliza con el narrador spenseriano por la autoridad del texto,
hasta la oposición entre el cielo y el infierno de Paradise Lost. Para algunos teólogos, la
imagen podría ser readmitida en la iglesia sólo en la medida en que fuera purgada de su
atractivo sensual para el ojo, y se la hiciera hablar. La imaginación encontraría una
inspiración más casta en un sermón o en los versos bíblicos pintados en la pared de una
iglesia sobre las imágenes ocultas por el encalado que en un retablo. La ilustración de la
Biblia floreció como arte protestante, entre otros motivos, porque los grabados
monocromáticos en madera están visualmente empobrecidos comparados con las artes
idólatras de la pintura y la escultura, porque son producidos con la misma tecnología
que la palabra impresa, y porque se ofrecen como algo subordinado al lenguaje,
prácticamente absorbido por él, dentro del formato del libro.

Para el iconoclasta literario actual, una apropiación semejante de las artes visuales por el
lenguaje se justifica –o, más bien, se asume vagamente como admisible en base a varios
motivos relacionados. Como señala Steiner, la lingüística moderna, la semiótica y el
estructuralismo, todos desarrollados dentro del estudio del lenguaje y aplicados en
primer lugar a él, han considerado el lenguaje como el "sistema de modelación
primario" a partir del cual todos los otros sistemas semióticos, si no todos los
fenómenos culturales, pueden ser comprendidos. Sólo recientemente ha habido un
intento en campos como la teoría teatral de crear una semiótica no vinculada al
lenguaje, que pueda dar cuenta de las dimensiones no verbales del arte. La lingüística
chomskiana y el psicoanálisis francés comparten la premisa de una estructura lingüística
profunda que subyace a la imaginación. Según los lacanianos la formación del sujeto
está íntimamente ligada a los procesos del lenguaje. En efecto, la sucesión de la "etapa
del espejo", en la que el niño ve su propia imagen como objeto fetichista de su deseo,
por la etapa en la que el objeto de deseo se percibe a través de las estructuras
"simbólicas" del lenguaje convierte la historia de la iconoclastia en el modelo de la
madurez psíquica. En el paso desde el orden imaginario al orden simbólico, la imagen
visual es suplantada por la ley del padre, que conlleva la autoridad paterna de la
castración y su poder concomitante sobre el lenguaje. En Foucault, el historiador
preocupado sobre todo por la diseminación del poder, los términos texto y discurso
reciben tal vez su amplitud más imperial, abrazando no sólo a los documentos escritos,

11
las otras obras de arte y las instituciones sociales, sino también al cuerpo humano, en el
que los significados pueden encontrarse "inscritos."

Las discusiones modernas sobre la representación en las artes también han tenido el
efecto de que la frontera de los textos se extienda hasta el dominio de las artes visuales
al cuestionar la distinción entre signos icónicos y convencionales. Ya en 1919, nos
recuerda Todorov, el joven Jakobson basó su poética naciente en un "rechazo total de la
representación": "La poesía", dijo Jakobson entonces, "es indiferente al objeto de la
enunciación". Si bien Jakobson iría matizando esta declaración a lo largo del medio
siglo siguiente, su constante atención a la textura material del poema antes que a su
transparencia referencial puede parecer que aisla el texto literario de cualquier otro tipo
de obra de arte. Un poema sobre un árbol y un cuadro de un árbol serían virtualmente
incomparables ya que el poema, lejos de ser "sobre" el árbol, es "indiferente" a él, y la
conexión referencial común, aunque problemática, del texto y la imagen con el mundo
arbóreo se corta de raíz. En la crítica de arte, la actitud antimimética de Gombrich,
también modificada a lo largo de los años, aporta un argumento paralelo al de Jakobson
desde el otro lado: si no existe tal facultad como el "ojo inocente," y si en el proceso
creativo el "hacer" precede al "corresponder," entonces la historia autorreferencial
interna de las artes visuales las aísla igual de decisivamente tanto de la literatura como
del mundo compartido del "objeto." El caso es expresado claramente por el pintor
Loerke en la novela de Lawrence Women in Love, publicada el año siguiente de la
declaración de Jakobson. Evocando (una parodia de) la estética de Bloomsbury en
respuesta al comentario de Gudrun según el cual su retrato de un caballo es "estúpido y
brutal", Loerke aclara que el suyo "no es un cuadro de un caballo amistoso al que uno
da un terrón de azúcar, vea –es parte de una obra de arte, y no tiene relación con nada
fuera de la obra de arte". Es, insiste, "un cuadro de nada, de absolutamente nada", y
cualquier intento de conectarlo con el "mundo cotidiano" es "hacer confusión por todas
partes" (ibid.). Por la misma razón, sin embargo, se puede decir de un poema no
referencial y de un cuadro no referencial que son "parecidos" precisamente en este
aspecto: en su mutua indiferencia al "mundo cotidiano". En este sentido, las distinciones
heredadas de Lessing, según las cuales "la pintura, para imitar la realidad, se sirve de
medios o signos completamente distintos de aquéllos de los que se sirve la poesía",
"todo signo tiene necesariamente una relación sencilla y no distorsionada con aquello
que significa", y, por lo tanto, cada forma artística tiene su propio objeto, ya sean
"cuerpos" o "acciones", sencillamente desaparecen y el crítico literario queda libre para
cotejar lo pictórico y lo verbal sin temor a violar ninguna de las leyes representacionales
intrínsecas a los medios mismos.

Finalmente, la différance derridiana, que juega con el doble sentido de "diferir,"


convenientemente suprime las categorías de espacio y tiempo que, en el análisis de
Lessing, separaban las artes plásticas y las literarias en dos reinos inconmensurables.
Derrida nos dice que el "juego de diferencias" textual se desarrolla en el "intervalo"
entre los signos en la página y otros signos, desplazados y diferidos, de los cuales los
que aparentemente se nos presentan son sólo la huella [trace]. Este intervalo se
constituye de manera dinámica mediante un proceso que Derrida describe como "el
hacerse espacial del tiempo o el hacerse temporal del espacio" (ibid.). Con el
"espaciamiento" y la "temporalización" tan fundamentalmente conjugadas en la
escritura, ¿qué queda en términos de Lessing para diferenciar al signo pictórico?
Además, creer que cualquier medio es capaz de representar en el sentido clásico es caer
bajo la ilusión de la presencia:

12
El rastro no es una presencia sino un simulacro de una presencia que disloca, desplaza y
refiere más allá de sí mismo. La huella [trace] no tiene, a decir verdad, ningún lugar, ya
que la borradura pertenece a la misma estructura de la huella. La borradura debe ser
siempre capaz de dominar la huella; de lo contrario no sería una huella sino una
sustancia indestructible y monumental.

La encarnación del signo como inscripción o como imagen deja de importar cuando la
significación, localizada "en ningún lugar," refiere siempre "más allá de sí misma" a
otros signos. La resonancia metafórica del lenguaje de Derrida –"simulacro",
"borradura", "monumental"– es sugerente. Distingue la huella textual "propiamente
dicha" de la arrogancia impropia de un monumento de piedra que parece inmune sólo a
las fuerzas de la dislocación y la destrucción. Pero también echa una mirada
momentánea al texto como imagen y replantea nuestra propia observación del mismo
como una especie de iconoclastia en la que el espíritu de la significación se sirve de la
destrucción de sus monumentos carnales. Cuando la borradura revela la huella como
mero simulacro, nuestra impresión de la "cara" del sentido, con sus propios rasgos
distinguibles y su solidez aparente, también se revela como idólatra. Lo que había allí
antes como "sustancia" de nuestra percepción –mármol, pigmento, tinta– es (en ambos
sentidos de la palabra) inmaterial.

Incluso un resumen tan breve como éste puede sugerir el atractivo de la visión
imperialista para los críticos literarios, quienes no ven como imposición ilícita el hecho
de hablar –y a veces oír hablar a los historiadores del arte– del "vocabulario" o la
"sintaxis" de un artista tal como se revela en ciertos "pasajes" de un cuadro. Después de
todo, decir que un término es aplicado metafóricamente no es lo mismo que decir que se
aplica falsamente o que no se aplica. Como argumenta Nelson Goodman, lo "metafórico
y lo literal deben distinguirse dentro de lo real". Las metáforas implican un error de
categoría, pero si es un error "calculado", ¿acaso no podría llevar a un "segundo
matrimonio feliz y revitalizante, aunque sea bígamo"? A pesar de su insistencia en que
los elementos del arte visual no son notacionales y por tanto no funcionan "en absoluto
como caracteres en un lenguaje", la descripción (metafórica) de Goodman de la
metáfora deja el error como una opción tentadora. La metáfora lleva el lenguaje "a una
expedición al extranjero": "Un conjunto completo de rótulos alternativos, un aparato
completo de organización, domina un nuevo territorio. Lo que ocurre es una
transferencia de un esquema, una migración de conceptos, una alienación de
categorías". La metáfora es una aventura de la mente tanto erótica como expedicionaria,
"un romance entre un predicado con pasado y un objeto que cede mientras protesta".
"Donde hay metáfora hay conflicto", pero la violencia de la conquista se justifica
porque, a pesar de sus protestas, Pictura se la estaba buscando: "la metáfora requiere
tanto atracción como resistencia –en efecto, una atracción que supera la resistencia".
Dado tal estímulo para violar y saquear, no nos sorprende encontrar que W.J.T. Mitchell
introduce un volumen de ensayos titulado The Language of Images situando las obras
de sus colaboradores dentro de una "versión expandida de la disciplina que Panofsky
llamó iconología, el estudio histórico de la lógica, las convenciones, la gramática y la
poética de las imágenes," y fija como objetivo una descripción del "poder semántico,
sintáctico y comunicativo de las imágenes para codificar mensajes, contar historias,
expresar ideas y emociones, suscitar preguntas y ‘hablarnos’" (3).

13
EN OTRAS PALABRAS

En tensión entre los polos de la imagen inefable y el lenguaje de las imágenes, ¿dónde
puede encontrar su salvación una crítica interartística? ¿Existe alguna modalidad de
práctica productiva entre adorar a Pictura en silencio y violarla con el discurso? Incluso
los que piden un "discurso del arte (o de las artes)" pueden sentirse intimidados por el
desafío de crear una teoría general de las artes, semiótica o de otro tipo, que acomode a
ambas sin "reducir" lo que parece distintivo de cada una. El camino más prudente
podría consistir en acabar reafirmando su separación, basándose en una descripción
imparcial y rigurosa de la diferencia, como la de Goodman. O, como hace Mitchell en
Iconology, tal vez prefiramos utilizar a Goodman como el "punto de partida de una
investigación histórica de la cuestión de la diferencia entre texto e imagen." Tal
historización del problema dejaría de lado todo lo que es "natural" o propio en el estudio
comparado de las artes, al encontrar en su larga competencia por la primacía no
discutibles afirmaciones de hecho sino reflejos de los intereses y las ideologías de las
partes que debaten. Por lo tanto, una preocupación filosófica por la hibridización o la
bastardización del arte –véase la ocurrencia de Susan Langer de que "no hay
matrimonios felices en el arte," sino sólo "violaciones exitosas" (55)– se explicaría al
mostrar que la conexión entre una mezcla de medios artísticos y la amenaza de una
confusión de roles sexuales tiene una historia que se remonta más allá de Irving Babbit,
por lo menos hasta el sentido en Lessing de que "los cuadros, como las mujeres, son
idealmente silenciosos, bellas criaturas diseñadas para la gratificación del ojo, en
contraste con la sublime elocuencia propia del arte masculino de la poesía" (110). Pero
que el crítico literario o el historiador de arte se dé cuenta de que cualquier cosa que se
diga siempre estará contaminada por la ideología y el interés ofrece poca orientación,
para empezar, sobre lo que puede o debe ser dicho.

Entre los extremos sería fácil, y razonable, delimitar un terreno intermedio común que
la mayoría de los eruditos de ambos campos probablemente encontrarían irreprochable.
El "problema" tratado por Baxandall de la "interposición de palabras" entre la obra de
arte y el entendimiento es, aunque sea problemático, una necesidad que puede ser
redefinida o controlada a consciencia pero nunca descartada. En la historia de las
imágenes occidentales, muchas, si no la mayoría de ellas, han nacido del lenguaje –
desde las instrucciones escritas delicadamente en los manuscritos medievales como guía
al ilustrador, hasta el programa para un cuadro renacentista como el Bautismo de Piero,
y las especificaciones contractuales para el Forth Bridge, como argumenta Baxandall
(cap. 1). Una vez creada, la imagen debe volver a ser volcada al lenguaje, cualquiera
que sea el riesgo para su pureza no verbal, para que pueda llegar a ser comunicable. El
ojo perspicaz no es, salvo entre unos pocos afortunados, una herencia genética o una
cuestión de gustos sino un modo de percepción culturalmente condicionado y
enseñable. Separar la imagen del lenguaje que la inserta en la comunidad humana es
convertirla en una mercancía en muda exposición en alguna encrucijada swiftiana,
donde la conversación se limita a la inspección de las "cosas" que uno lleva en la bolsa.

Un segundo tópico: si no está roto, no lo arregles. Todos conocemos estudios


interartísticos ahora canónicos que llegaron a ciegas hasta el conocimiento incluso con
métodos imperfectos, y también temas canónicos en cada período (el emblema, Blake
como poeta y grabador, William Carlos Williams y Brueghel, etc.) que parecen
provocar disputas fronterizas. En efecto, un tercer tópico –que la teoría crítica siempre
corre detrás de la práctica artística– viene a la mente cuando echamos un vistazo a la

14
proliferación de nuevas formas que hacen difícil localizar, y mucho más defender, una
frontera: los collages cubistas que incorporan trozos de periódico al espacio pictórico,
"los dibujos alfabéticos de Klee como ejemplos de la pintura que utiliza la tipografía", o
(¿en el otro lado?) la poesía concreta que no sólo resucita las convenciones antiguas del
carmen figuratum, sino que puede estar enteramente compuesta por elementos
pictóricos "en los que no aparece una sola letra". El mismo modelo de ambición
imperial no lo aporta la teoría sino el impulso de un artista como Cristo de envolver
islas, o por la urgencia del conceptualista de apropiarse del mundo en sus textos. El
diario de viajes de Robert Smithson, "Incidents of Mirror-Travel in the Yucatan", está
ilustrado con fotografías de nueve "desplazamientos especulares" instalados en varios
lugares (no especificados) del camino. Estas construcciones sólo sobreviven en su
registro fotográfico pero sin embargo son concebidas como parte de la obra, junto con
los fragmentos de paisaje mejicano en los que fueron (des)ubicados. Pensando en
proyectos como el de Smithson, que se niegan a mantener su lugar, que desafían
cualquier tipo de demarcación convencional, Marjorie Perloff escribe que "la
transgresión, el cruzar fronteras, el desplazamiento…constituyen la modalidad de toda
una serie de obras de arte y acontecimientos artísticos contemporáneos" (8). La posición
de la semiótica como método predilecto para los estudios interartísticos hoy en día
parece estar impuesto en gran medida por las obras de arte en sí mismas, por su
determinación de disolver la distinción entre palabra e imagen en algo que sólo puede
representarse con un término como signo. Además, estos ejemplos de nuevas
transgresiones pueden incluso animarnos a revisar nuestro acercamiento a los viejos
temas: pienso en el libro Penshurst: The Semiotics of Place and the Poetics of History
de Don E. Wayne, en el que las dos obras de arte de este nombre –la casa de campo de
los Sidney y el canto que le dedica Ben Jonson– son tomadas en conjunto como una
especie de Gesamtkunstwerk multimedia.

Quiero terminar, sin embargo, no con una lista de tópicos que se proponen de manera
similar fusionar las artes, sino haciendo énfasis en la diferencia que nuestra figura del
imperialismo suscita. Mitchell trae a colación el asunto de manera explícita al hablar de
una "relación de subversión, en la que el lenguaje o las imágenes miran dentro de su
propio corazón y encuentran que allí acecha su opuesto", su "otro," pero hemos visto la
misma preocupación reflejada en Goodman y en los historiadores del arte. La intensidad
de esta relación surge no sólo de una (larga historia de) competencia entre canales
alternativos de conocimiento sensible y expresión, entre modos alternativos de
simbolización, sino de la sospecha del iconoclasta de su propia debilidad ante la
tentación de la idolatría; del conocimiento del sonetista de que cuando sigue los
consejos de la musa de "mira en tu corazón, y escribe," lo que encontrará allí es una
imagen de la amada sorda a su lenguaje seductor; de la intuición de Conrad de que
cuando uno penetra hasta el corazón del territorio que uno quiere transformar mediante
la conquista, descubre un yo que ya está habitado por el otro.

Una consecuencia de esta idea para los estudios literarios es que lo que hemos llegado a
llamar, demasiado plácidamente, "pictorialismo literario" puede ser visto como la
adaptación textual de un sistema representativo "otro", un gesto antagónico cargado con
la energía de la disonancia, la inclusión de una diferencia muda que, en la formulación
de Derrida, "no tiene, en sentido estricto, ningún lugar" en el mundo de las palabras.
Puede no ser enteramente el resultado de la incompetencia o la falta de comunicación
entre el escritor y el artista el que las iniciales historiadas de un manuscrito medieval,
las láminas en un libro de emblemas, o las ilustraciones en una novela parecen

15
contradecir el texto, o que las iluminaciones de los textos de Blake, imaginadas como
una forma diabólicamente terapéutica de escribir, no sólo suplementan al lenguaje en la
página sino que lo esquivan, lo atraviesan, lo ignoran o lo socavan. Esta alteridad se
hace sentir no sólo en las yuxtaposiciones reales de la palabra y la imagen sino el
mismo centro del intento del lenguaje por incorporar lo pictórico. Wendy Steiner
argumenta que para el escritor novelesco inmerso en el fluir de la narración y que
anhela mundos intemporales, la imagen pictórica se presenta como objeto de deseo y al
mismo tiempo, en la falta de vida de su perfección silenciosa, como tentación al
"arrebato" estático. Marianna Togovnick ofrece una descripción similar de lo ajeno:
pensando en la estatua africana de Women in Love, denomina "significado insinuado" al
que poseen los objetos de arte que "aparecen" en la novela moderna. La insinuación,
argumenta Togovnick (199), es una "forma de memoria visual o contemplación visual"
que no puede estar directamente "presente" en el lenguaje pero puede ser traída a
colación "detrás de las líneas de la novela," por medio de la capacidad de sugerencia de
la imagen pictórica, para evocar lo callado y el tabú. El lenguaje puede incorporar la
imagen pero nunca subyugarla por completo.

Si la imagen acecha en el corazón del lenguaje como su otro indecible, la crítica de las
artes visuales debería estar abierta a la posibilidad de que los cuadros albergan una
conexión similar con el lenguaje: como un otro invisible. Lejos de ser una prescripción
universal, una mínima conciencia de este hecho ofrecería al menos la ventaja de mediar
entre dos construcciones polémicas que ignoran las complejidades de los cuadros
actuales: la imagen "pura", inmune a la infiltración lingüística y la imagen
"contaminada", reducida a texto. Por supuesto que las imágenes que contienen textos
conspicuos y legibles (a la manera más o menos mecánica de los estandartes, leyendas,
pergaminos, etc.) tienen una larga historia. Una parte de esta historia en el período
moderno tiene que ver con la yuxtaposición de las obras de arte y los títulos, los
catálogos, los manifiestos e incluso las reseñas que las anclan en un contexto verbal.
Más interesantes son obras, como el collage cubista o un grabado de Hogarth, que
reflexionan sobre su propia relación con el habla y la escritura.

Dos ejemplos fascinantes traídos a la luz en estudios recientes merecen una observación
para concluir. The Art of Describing, de Alpers, tiene un capítulo sobre la
representación de textos en el arte holandés. Estos textos pintados pueden incluir
inscripciones unidas a la firma del artista superpuestas a la imagen, pero también
páginas de libros, placas, tapices, mapas y particularmente cartas, representadas dentro
del espacio pictórico. Debido a que, como sostiene Alpers, "la fuerza referencial o
simbólica de las palabras inscritas está algo viciada cuando ocupan su lugar en la
superficie visible de una imagen icónica", tales textos funcionan primariamente como
objetos de "atención visual" (176), sin "vínculos narrativos" (183) y no proveen ninguna
"clave interpretativa" (186) para los iconógrafos: "Más que ofrecer significados ocultos,
nos dan más para ver" (187). La equivalencia entre la palabra y la imagen en estos
cuadros, su "carácter representacional común" (172), significa que los textos se han
convertido en documentos visuales, que ofrecen el mismo tipo de información al ojo
que las representaciones de una tela o las vetas de la madera o el juego de luz a través
de una ventana. De allí la prominencia del texto pintado en el arte holandés, que
introduce la palabra directamente en la imagen, apoya no obstante el énfasis de Alpers
en las "alternativas a una base textual para la invención y la confianza en las imágenes,"
ya que estos "textos inscritos, más que existir antes de la obra como motivos para la

16
pintura –un cuento a evocar, un tema a presentar– se vuelven ellos mismos una parte del
cuadro" (169).

Sin embargo, en Rembrandt, "profundamente iconoclasta", las páginas de los libros


pintados no son legibles, y entendemos por medio del semblante introspectivo del lector
pintado en una obra como Una anciana que "es la Palabra interior, y no la superficie de
los textos lo que debe ser valorado" (188, 192). El contenido de las epístolas pintadas en
una gran cantidad de obras holandesas permanece, de manera similar, "inaccesible,
encerrado en la intimidad del lector o el escritor absorto en la carta" (192). Así como, en
estas imágenes de interiores holandeses, una ventana abierta o un paisaje parcialmente
escondido en la pared a menudo permite asomarse a un espacio representado en el
espacio del cuadro pero alejado de él, la carta ilegible indica otro dominio, un retroceso
hacia las profundidades de la perspectiva verbal, que el cuadro puede retratar pero no
puede entrar en ella. Alpers ofrece lo que parecería la frase perfecta para estos
ocupantes en blanco: son "un reconocimiento de la ausencia ineludible de lo que sólo
puede estar presente por medio de signos"; pero, curiosamente, Alpers rechaza esta
formulación, aparentemente porque denigra a la obra de arte, ya que podría entenderse
como una tergiversación "moderna" de la pintura holandesa como "irónica y
deconstructiva" (172). Esto me parece un resultado desafortunado de la tendencia a
enlazar iconología y gramatología como conspiradores contra la imagen.

Para pasar a un tiempo y un espacio muy diferentes, estos ejemplos holandeses pueden
compararse con la obra maestra americana de Thomas Eakins, La clínica Gross (1875),
un cuadro de una demostración quirúrgica, con reminiscencias de la Lección de
anatomía del doctor icolas Tulp de Rembrandt. Como deja claro el elaborado análisis
que hace Michael Fried de este cuadro, en un contexto pictórico completamente alejado
de cualquier asociación literaria corriente (a diferencia del contexto de las escenas
holandesas de lectura de cartas), Eakins se obsesiona, sin embargo, con imágenes de la
escritura. Un hombre sentado en un escritorio detrás y a la izquierda del doctor Gross
toma nota del procedimiento. El escritorio y la mesa de operaciones, ambas en posición
aproximadamente perpendicular al plano del cuadro, llaman la atención del espectador
hacia su semejanza como superficies de trabajo, pero el tablero del escritorio está
ligeramente inclinado de tal manera que no podemos ver el texto que se está
produciendo. Otro fuerte paralelo visual conecta la pluma o el lápiz rojo que sostiene el
secretario con el escalpelo en la mano derecha del médico, cuyos dedos están
manchados de rojo con la sangre del paciente. Entre los espectadores de la operación
(sentados en la sombra a la derecha, y que forman el tercer vértice de un triángulo
composicional junto con el secretario y el doctor Gross) está Eakins mismo, "libreta y
lápiz en mano" (7).

Los detalles de la interpretación de Fried no pueden ser considerados aquí. Lo que


importa es que, impulsados por tales observaciones, se basan en una visión estructural
de La clínica Gross como intersección entre dos "planos," un plano vertical de "pintura"
y un plano horizontal de "escritura/dibujo" (76-77). El primero satisface
abundantemente al ojo pero dice, de hecho, que "la visión se detiene aquí"; el otro, el
plano "gráfico", crea el deseo de "ver cada vez más" (87) –pero de ver de un modo
diferente que proyecta al espectador hacia las profundidades del cuadro, invitándolo a
entrar y participar de un mundo de deducción y matices psicológicos, animándolo a
"practicar actos de lectura que [como implican los textos ocultos del cuadro] están más
allá de los poderes de la visión ‘pictórica’" (77). Incluso el espectador casual debe

17
sorprenderse por la tensión en el cuadro de Eakins entre su serenidad austera y
misteriosa y el choque, y hasta el miedo, provocado por su temática –una tensión
registrada en el apartarse de una mujer sentada justo a la derecha de la mano
ensangrentada del cirujano, en contraste con el aplomo autoritario del cirujano mismo.
Según Fried, este conflicto es la "expresión de la lucha entre el sistema de
escritura/dibujo y el de la pintura en toda la obra de Eakins", que emplea una "dialéctica
de fascinación y repulsión…de ganas de mirar, pero encontrando el mirar doloroso, y,
sin embargo, no pudiendo dejar de mirar" (84-85). El plano "gráfico" nos arrastra detrás
de la superficie pictórica, hacia lo más recóndito del cuadro, donde encontramos, entre
otras cosas, la sombra de un hecho biográfico que explica el que Fried reúna "escritura"
y "dibujo" en un plano distinto al de la "pintura".

Resulta que el padre de Eakins era maestro de escritura, que el hijo fue entrenado en la
profesión del padre antes de convertirse en pintor, y que en la pedagogía de la época, la
escritura y el dibujo eran enseñados como técnicas análogas, al realizarse ambas sobre
una superficie plana, por oposición a la orientación vertical de la pintura en atril. Puesto
que el doctor Gross aparece representado tan contundentemente en el cuadro como
figura paterna, empuñando como signo de su autoridad profesional un instrumento
afilado parecido a una pluma, que acaba de lacerar el muslo de un paciente mucho más
joven, es fácil adivinar la dirección que tomaría una "lectura" psicohistórica de las
profundidades del cuadro.

Pero, en lugar de esto, me gustaría centrarme en la disposición analítica de Fried, en el


que, aunque no dice mucho, el "dibujo" parece funcionar como término diferencial,
aliando a la "escritura" con la "pintura", y a la vez marcando su oposición. La pedagogía
de la infancia decimonónica de Eakins se remonta a lo que podemos conjeturar acerca
del entrenamiento en el aula o el aprendizaje de los pintores de texto holandeses,
influenciados (como sugiere Alpers) por la popularidad del arte de la caligrafía. Su
sentido de la escritura como arte de la retórica y el discurso habría sido contrarrestado
por un sentido diferente de la escritura como icono. También habrían aprendido a
ocuparse de la buena caligrafía, a fijarse en la "apariencia de las palabras", tal vez a
practicar el género de "penschilderij o pintar con la pluma", en que una "tabla preparada
como si fuera para un cuadro es trabajada con pluma y tinta para que el mundo sea
retratado como una especie de cuadro escrito" –en resumen, a cruzar sistemáticamente
las fronteras de la escritura, el dibujo y la pintura sin ningún sentido de violación. La
descripción de Fried de la relación entre los "espacios" gráficos y pictóricos en el
cuadro de Eakins como una dialéctica entre la "disparidad" y la "contención" podrían
aplicarse también a la pintura de texto holandesa: "Así la proliferación de imágenes de
la escritura en los cuadros de Eakins puede considerarse a la vez que representa un
esfuerzo de contención –la pintura retrata a la escritura y así la domina– y también un
índice del éxito incompleto de ese esfuerzo –la escritura contamina a la pintura y escapa
así a su control".

Lo mismo podría aplicarse a otro "cuadro escrito," el cuadro contemporáneo de Edward


Ruscha titulado It Is Said (Figura 1), que me gustaría ofrecer a modo de conclusión
visual. Aquí el mundo visible que podríamos haber esperado encontrar representado
contra el cielo azul y las franjas de nubes es sustituido, o incluso borrado, por un texto.
Pero las palabras "IT IS SAID" se alzan –o se desvanecen en la distancia– como una
especie de eco de la enunciación primigenia de la que nació el mundo. Representan a
ese mundo, verbalmente, por la lógica de la metonimia, como las palabras que

18
acompañan a la creación, o por causa y efecto: lo que "es" es el efecto de lo que se dijo.
Pero lo que "se dice" en este cuadro no se dice sino que se escribe: las palabras están
encarnadas por una inscripción que (a pesar de lo que dice) simboliza tanto la huella de
un discurso ausente, como la borradura verbal de una imagen ausente. (El sentido del
lenguaje como un palimpsesto que cubre imágenes blanqueadas en las paredes de las
iglesias de la Reforma viene una vez más a la mente.) Pero al mismo tiempo, "IT IS
SAID" se afirma como una imagen (la S recuerda, pero de forma más estilizada, las
mayúsculas iluminadas de las ilustraciones de los manuscritos medievales), más aún,
una imagen sometida a las convenciones de la perspectiva realista que de otra manera
no se le debiera aplicar como texto –ya que "SAID" disminuye con regularidad
albertiana hacia un punto de fuga en la parte inferior derecha del cuadro. Da la
impresión como si la enérgica afirmación inicial de la palabra fuera silenciada al ser
tragada por las profundidades del cuadro: de izquierda a derecha, el trasfondo parece
cambiar de una superficie de escritura inerte a un espacio activo, completamente
dimensional, que absorbe el lenguaje dentro de sí como un agujero negro absorbe la luz.

La inscripción agrega a esta interacción entre texto e imagen un juego con la


temporalidad igualmente complejo. Las palabras se ofrecen a la vez como un presente
eterno ("Se dice", y se seguirá diciendo mientras exista el cuadro) y como una
enunciación perfecta e irrecuperable ("Está dicho" –Consummatum est). Su pasado es
reforzado visualmente por el retroceso hacia la profundidad, que sugiere un efecto tal
vez como el desvanecimiento de la estela de un avión que escribe en el cielo. Pero al ser
la D la letra más pequeña y difusa de las cuatro, la lógica pictórica implica que debe
haber sido la "primera" en ser dicha o escrita; leídas en el orden (pictórico) adecuado,
no es ["it is" not] "said" sino "dias", y el contenido semántico de la palabra (y la
afirmación de las primeras dos palabras sobre lo que "es" [it is]) de repente se agota,
para ser sustituido por un despliegue puramente visual de formas blancas y ordenadas.
En un determinado momento de la visión de un cuadro de este tipo (o en la lectura de un
poema concreto de este tipo), la ingeniosidad y el vértigo van más allá de lo razonable.
Tal vez este momento ya ha sido alcanzado. Pero tal vez, también, se llegue a la
conclusión de que lo que se dice aquí, y en los cuadros vistos antes, se dice con otras
palabras.

En informática (otro campo imperialista, que amenaza con transformar nuestros


conceptos fundamentales de texto e imagen) existe el curioso concepto de memoria
"virtual": se puede escribir un programa que asume que algún elemento de hardware o
software está realmente allí, y aprovecharse de los beneficios de esa asunción errónea.
Tal vez la crítica interartística se beneficiaría de que admitiéramos un artificio similar.
Como categorías dialécticas, la textualidad pictórica y el pictorialismo literario
codifican una relación virtual entre el sistema de representación que realmente está en la
página o en el lienzo, y el otro que no puede estar "allí" (en absoluto). Pero las tensiones
y reciprocidades entre los dos miembros de esta asociación virtual siguen siendo el
objeto propio de nuestro estudio, y la sofisticación del trabajo que se está llevando a
cabo a ambos lados de la valla disciplinar nos estimula a seguir hablando.

19

Você também pode gostar