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EL SUJETO DEL PSICOANÁLISIS

Manuel Montalbán y Paloma Blanco

Introducción

Nietzsche ante la pregunta por el significado del nihilismo vaticina que será el relato de la
historia en los dos siglos siguientes. En el horizonte de la filosofía de la subjetividad moderna
inaugurada por el pensamiento cartesiano, el nihilismo y la filosofía de la voluntad derivada
se alzan como cenit, consumación lógica de la propia dinámica interna de la filosofía
europea. Pocos proyectos del pensamiento contemporáneo han escapado a las dinámicas
circulares de acción-reacción ante el vaticinio nihilista, tanto entre las filas del humanismo
racionalista que aboga por una solución “digna” y reconciliadora para la voluntad de poder a
través de la ciencia, como en el reflejo postmoderno de negatividad básica frente a la
aspiración moderna de lo absoluto. Es en este escenario, y bajo estos augurios, que el
psicoanálisis cumple un siglo.
Escribe Nietzsche (en 1995) en sus fragmentos póstumos,

Mis hipótesis:
el sujeto como multiplicidad,
el dolor como algo intelectual y dependiente del juicio
“perjudicial”: como algo proyectado,
el efecto, siempre “inconsciente”: la “causa” inferida y
representada es proyectada, sigue en el tiempo,
el placer es una especie de dolor,
la única fuerza que hay es de igual especie que la de la
voluntad: un mandar a otros sujetos, que a
continuación se modifican,
la constante transitoriedad y fugacidad del sujeto,
“alma mortal”,
el número como forma perspectivista.

Los fragmentos póstumos del autor fueron recogidos por su hermana y Peter Gast, con el
título de La Voluntad de Poder. El apartado compuesto por los fragmentos numerados del
481 al 492 se titula concretamente La creencia en el “yo”. El sujeto. Hemos seguido la
traducción ofrecida por Sánchez Pascual en el número 23 de la revista Archipiélago. El sujeto
y el fragmento se articulan en la filosofía nihilista de Nietzsche: el sujeto no es otra cosa que
la terminología de una creencia en la unidad, la ficción de que la recurrencia de estados
iguales en nosotros son el efecto de la sustancia. El argumentatio cartesiano “algo es
pensado: luego hay algo pensante” se interpreta desde la propia habituación gramatical del
ser hablante, que reserva un autor para un hacer. Pero el concepto de sustancia es
consecuencia y no causa del concepto de sujeto. En la tendencia a igualar y subsanar la
desigualdad original arribamos a un factum de una creencia muy fuerte, no a algo
absolutamente cierto. Así los valores supremos se desvalorizan, donde comienza la
ignorancia humana se colocan palabras como “yo”, “hacer” o “padecer”, líneas a lo sumo del
horizonte del conocimiento pero no “verdades”. Este tipo de valores de naturaleza
suprasensible es incapaz ya de movilizar al hombre, se deja de “creer” en ellos. Pero su
desvalorización no conlleva exclusivamente su ocaso, sino la ausencia de sustitución por
otros valores alternativos. Desaparece así no sólo su contenido sino también su objetividad,
su validez, su obligación. Como estado psicológico consecuente el nihilismo extiende el
sentimiento de la pérdida de sentido del mundo y la existencia. Esta es la respuesta subjetiva
de afrontar una situación histórica de carácter global y múltiples manifestaciones que no es
un acontecimiento fortuito, sino más bien la consecuencia lógica de la propia historia del
pensamiento occidental asentado en la filosofía griega y en el cristianismo, cuyos valores
supremos de realidad real, unidad, verdad, abrigan igualmente una interna negatividad, una
esencia nihilista. Sólo entonces adentrándonos en sus orígenes y transitando el no ser de los
valores encontraremos una posible salida amable del nihilismo.

La cuestión de la subjetividad

Pero esta salida, pensada básicamente en términos de valor, no convencerá a Heidegger.


Bajo las ideas de voluntad de poder y valor, Nietzsche, aun rechazándolos, queda atrapado
en el círculo vicioso de los conceptos de la metafísica. Lo que a primera vista podría parecer
que representa una distorsión profunda del poder objetivizador de la subjetividad se nos
devuelve como un querer crecer en la esencia de la subjetividad: la voluntad de poder es el
sujeto o sustancia cuya actividad sienta las condiciones de lo que puede tener sentido o ser
objeto. La voluntad de poder invade todo el espacio subjetivo a través de las condiciones de
conservación y aumento de la vida en su devenir. El mundo que nos rodea toma valor en
tanto que ofrece objetos de apreciación a la voluntad de poder. A través de estas
operaciones se resitúan en el pensamiento de Nietzsche las condiciones básicas de la
subjetividad moderna: referente fundamental de ser y fundamento de la experiencia de
conciencia. Frente a ello Heidegger propone, lo que Rodríguez (1995) llamará, la
“experiencia de la nada”. Y continúa desgranando Rodríguez las implicaciones de esta
experiencia que parte del propio proyecto de la filosofía subjetiva y muestra los límites y la
negación que ella oculta. Así, cualquier análisis subjetivo precedente, que parte de la
constitución de toda la realidad mediante la referencia a un “subiectum”, al Dasein, topa con
la negatividad constitutiva de la experiencia humana y rechaza sistemáticamente la facticidad
del ser-en-el-mundo.

Como advierten, entre otros, Crespi (1995) y Vattimo (1981) una de las consecuencias más
rigurosas del significado que para Heidegger adquiere el final de la metafísica recae
estrechando la relación existente entre metafísica e historia del ser: el final de la metafísica
coincidiría pues con el término de la historia del ser. La búsqueda heideggeriana no posibilita
ni la actitud esperanzada respecto a un retorno más vigoroso del ser ni el argumento de
construcción de una humanidad “no-ontológica” orientada exclusivamente hacia los entes y la
tecnología planificadora y organizativa. Puestos en entredicho la confianza fundamentalista
del ser y el compromiso absoluto con el ente, el sujeto deja asimismo de aparecer como
epicentro y carece ya de morada en centro alguno.

Es aquí donde el psicoanálisis, desde lo que en la enseñanza lacaniana se designa como “un
decir menos tonto”, se cruza con el legado de Heidegger. Alemán y Larriera (1998), como
iniciadores fecundos de la confrontación entre el psicoanálisis y la propuesta heideggeriana
de atravesar la filosofía y encontrar una nueva tarea del pensar, se preguntan originalmente
cuál es el lugar de excepción que Heidegger ocupa en el discurso lacaniano, de qué manera
la cuestión del ser concierne a la experiencia y al dispositivo psicoanalítico y qué tipo de
“acontecimientos del decir” son previsibles a partir de que el psicoanálisis se propone
afrontar de manera inédita el olvido de la metafísica. Y desde esta vertiente se anticipa que la
estructura del ser-en-el-mundo, en tanto a priori que no se puede inferir y al que tan sólo
cabe realizarlo a aquél que le va el ser, es la misma que la del inconsciente. Es por ello que
el Dasein, al que sólo le cabe dar cumplimiento en su cotidianidad del a priori que lo
constituye, no puede más que auto-interpretarse de modo falso e inauténtico, puesto que el
Dasein no sabe qué es su ser-en-el-mundo, tal como el sujeto (desde el psicoanálisis) no
sabe quién es en el discurso del Otro. Para Lacan (1987) entonces es Freud mismo quien
impugna verdaderamente la tradición del ser en el ente con la verdad afilada de inconsciente
y pulsión.

Pero al contrario de lo que sucede con la mayoría de seguidores de Heidegger que en su


denuncia de la primacía ontológica de la subjetividad se desentienden de la cuestión del
sujeto, el psicoanálisis pretende promover una subjetividad distinta a la de la metafísica. En
este punto la deconstrucción del cógito cartesiano por parte de Heidegger va acompañada de
la subversión del sujeto que se inicia con la obra de Lacan. No se trata, por tanto, de la
espiritualización del ser como retorno en el pensamiento heideggeriano, sino más bien de
confrontar la relación del Dasein con la existencia de la pulsión freudiana, con la compulsión
repetitiva, con el goce, que más que al placer convoca al horror. Es una nueva vuelta de
tuerca que permite al psicoanálisis iniciar una vía inédita para no replegarse, como sí lo hace
Heidegger, ante la pregunta por el sujeto y el objeto al margen de la metafísica establecida.

Sujeto del inconsciente

El término “sujeto” aparece tempranamente en la obra de Lacan. A pesar de no constituir un


elemento esencial del legado freudiano, Lacan lo sitúa como elemento central de su
enseñanza a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial, pues con anterioridad era
empleado más bien para referirse al ser humano, en términos generales, o incluso al
paciente en el dispositivo analítico. Lacan (1975a) introduce ya la distinción entre el sujeto
impersonal, independiente del otro, en el más puro sentido gramatical, el sujeto recíproco,
sustituible por cualquier otro, que se reconoce a sí mismo en esta misma equivalencia, y el
sujeto personal, acepción ésta que centrará su preocupación por el tema, sujeto cuya
unicidad está constituida en un acto de auto-afirmación singular. En la década de los
cincuenta y a partir de la distinción freudiana entre das Ich y das Es (Freud, 1978a), Lacan
(1951) remarca la naturaleza simbólica de la entidad subjetiva frente al carácter imaginario
del ego, en su núcleo constituido por toda una serie de identificaciones alienantes. Por tanto,
la noción de sujeto no apunta sencillamente al concepto consciente de agencia; más aún,
para Lacan el sujeto es el sujeto del inconsciente.

Es en esta línea que la dimensión simbólica introduce la distinción A(utre)-a(utre), Otro-otro,


que es paralela a la distinción sujeto-yo. En el Seminario II Lacan (1981b) hace evidente esta
distinción que considera clave para la práctica clínica. El otro es el otro que no es tal, el otro
semejante del reflejo especular, complemento imaginario del yo. Pero ya en el Seminario I
Lacan (1981a) nos señala como la relación intersubjetiva que se desarrolla en el registro
imaginario implica a su vez, de manera implícita, una regla de juego, en tanto que se trata de
una acción humana; regla de juego que existe desde el comienzo, la dialéctica del amo y del
esclavo, dominio de lo simbólico.

Por otra parte, en el Seminario XI Lacan (1987:28) entiende que aún antes de toda formación
subjetiva “algo cuenta, es contado, y en ese contado ya está el contador. Sólo después el
sujeto ha de reconocerse en él como contador”. Se trataría de una estructura que opera
espontáneamente, de manera presubjetiva y cuyo estatuto apunta al inconsciente mismo. Es
en este punto donde Lacan opta por restaurar una concepción de inconsciente freudiano
sumamente distante de otras formas de inconsciente que pudieron precederle, acompañarlo
o vindicarlo incluso en la época contemporánea. En su lectura de Freud, Lacan se distancia
de esas concepciones de inconsciente cercana a una voluntad oscura y primitiva. Al
contrario, la aproximación lacaniana incide en los juegos del significante, se muestra con
disposición a introducir en el dominio de la causa la ley del significante. Lacan pretende
devolver su lugar al inconsciente freudiano a partir de la consideración de éste como los
efectos de la palabra sobre el sujeto. El inconsciente aparece concebido desde la propia
consideración de que el sujeto se constituye por la suma de estos efectos del significante. Es
por la palabra que el sujeto aparece a partir de la división, de la incertidumbre: el sujeto
empieza en el lugar del Otro, en tanto lugar donde surge el primer significante, como lo que
representa un sujeto ante otro significante. Eso que antes no era nada, sujeto a punto de
advenir, nace en tanto que en el campo del Otro surge el significante, y apenas aparece
queda fijado como significante. Así en el vocabulario lacaniano se simboliza con una S
tachada ($) al sujeto en tanto constituido como segundo respecto al significante. Este
significante primero (S1), como muesca, tatuaje original a partir de la cual los restantes
significantes harán serie, recibirá el nombre en un momento de la enseñanza lacaniana de
rasgo unario, que en su instituirse como tal iniciará la serie con “un uno”. El sujeto tendrá que
situarse como tal, no a nivel del uno, sino del un uno, de la serie, cuya ilustración más
sencilla sería el binomio significante, S1-S2.

Lacan pone el acento en la oposición de dos campos, el del sujeto y el del Otro. El Otro como
lugar donde se sitúa la cadena significante que rige todo lo que del sujeto podrá hacerse
presente, en el campo de ese ser viviente donde el sujeto tiene que aparecer. El sujeto
depende del significante para advenir y el significante está primero en el campo del Otro. En
un texto contemporáneo del Seminario XI, Posición del Inconsciente, recogido en la edición
de los Escritos, afirma Lacan (1975b) que el efecto de lenguaje es la causa introducida en el
sujeto. A partir de este efecto el sujeto no puede ser causa de sí mismo, continua Lacan
(1975b:814), “lleva en sí mismo el gusano de la causa que lo hiende”. El inconsciente es el
que da a estos dos dominios su modo de conjugación; entre ellos el inconsciente es su “corte
en acto” (Lacan, 1975:818).

El término sujeto no remite más a sustancia, logos, ni ser de conocimiento. El sujeto, en su


propio origen cartesiano, aparece en el momento en que la duda se reconoce como certeza.
A lo largo de su enseñanza Lacan pone en evidencia el intento psicologizante del
inconsciente llevado a cabo por los llamados postfreudianos, cuya pretensión fundamental es
sustituir la hiancia en la que Freud sitúa al inconsciente, igualar el sujeto al yo psicológico.
Desde estas coordenadas se permite Lacan (1987:147) referirse a la función del cogito
cartesiano con el término engendro u homúnculo, “el famoso hombrecillo que lo gobierna, el
conductor del carro, el punto de síntesis”.

Esta hiancia está referida al punto de falla en la explicación lineal entre la causa y lo que ella
afecta, punto donde nos topamos siempre con lo que cojea, donde el inconsciente en la
neurosis “empalma” con un real no realizado. Es a través del fenómeno que el inconsciente
se da a conocer, de manera sorpresiva, rebasando al sujeto, pues lo que muestra es, de
entrada, como mínimo incomprensible. Pero el efecto de este tipo de manifestaciones no es
en absoluto acumulativo sino que está sujeto a la pérdida, a la discontinuidad: el re-hallazgo
es, como Eurídice, dos veces perdido. Esta lógica de clausura-apertura del inconsciente
apunta más que a un Uno completo a un Uno-en-menos, pues el inconsciente, nos dice
Lacan (1987:35), “se manifiesta siempre como lo que vacila en un corte del sujeto”.
Freud (1978b) asumía las consecuencias de que las iridiscencias del inconsciente eran
sumamente frágiles, pero la duda que esta fragilidad pudiera inducir fue a la vez apoyo
mismo de su certeza. Así el descubrimiento freudiano comparte con el cogito cartesiano el
paso inicial de la fundamentación de la certeza del sujeto. La diferencia entre ambos radica,
sin embargo, en que cuando Freud duda está seguro de que en ese lugar se revela el
inconsciente como ausencia, por sí sólo con toda la magnitud de su yo soy, por poco (y a
poco) que cualquiera piense en ese lugar. El sujeto está, por tanto, como en su casa en el
campo del inconsciente.

Lacan se interroga directamente por el sentido del término sujeto, y se responde que el
propio Descartes no lo sabía, en todo caso, el sujeto cartesiano es sujeto de una certeza y
rechazo de todo saber anterior. Para Freud, sin embargo, el sujeto del inconsciente se
manifiesta, piensa, antes de entrar en la certeza, si bien, Lacan reconoce que el
descubrimiento freudiano sólo ha sido posible cierto tiempo después de la aparición del
sujeto cartesiano, paso inagural que posibilita el surgimiento de la ciencia moderna. Es
también a partir de ese paso que Lacan (1987:55) afirma que “se puede llamar al sujeto a
que regrese a sí en el inconsciente”. Para comprender la teoría freudiana es necesario partir
de este fundamento: el sujeto –sujeto, como decimos, de origen cartesiano- es llamado. A
partir de aquí se ofrece su verdadera función al recuerdo, a la rememoración, que más
dirigirnos a la reminiscencia platónica nos remite al retorno, Wiederkehr, función que asegura
la constitución misma del inconsciente.

Lacan (1987) da por título al segundo capítulo del Seminario XI, justo tras el dedicado a la
excomunión de la I.P.A., “El inconsciente freudiano y el nuestro”. En sus escasas once
páginas, Lacan, que anteriormente había mencionado los (cuatro) conceptos fundamentales
del psicoanálisis que ocuparían su atención durante el curso que comenzaba, tomará el
concepto de inconsciente, presentando su célebre afirmación de que el inconsciente está
estructurado como un lenguaje, lo que vendrá a reconocer la existencia de una estructura
combinatoria de naturaleza lingüística que opera espontáneamente, de manera presubjetiva
y que da su estatus al inconsciente. Esta forma de aproximación va a tener consecuencias
inmediatas: Lacan accede al asunto por la función de la causa. Distingue entre causa y ley,
entendida como lo que hay de determinante en la cadena (significante), e introduce la
existencia de una hiancia en cualquier aprehensión conceptual de la causa. En ese hueco de
la causa Lacan dice estar en posición de introducir la ley del significante.
A partir de ahí Lacan (1987:35) considera que el inconsciente se manifestará siempre como
lo que vacila, lo que tropieza “en un corte del sujeto –de donde vuelve a surgir un hallazgo,
que Freud asimila al deseo- deseo que situaremos provisionalmente en la metonimia
descarnada del discurso en cuestión en que el sujeto se capta en algún punto inesperado”. A
este respecto Miller (1998:50) reconoce que el psicoanálisis formula y se sostiene sobre
postulados que podríamos llamar deterministas del tipo “todo tiene una causa”, por ende una
de las dos formulaciones del Principio de Razón Suficiente de Leibniz, encaminado a
garantizar en la experiencia analítica que “todo el material entregado en desorden tiene una
causa”. Hay autores que han tenido buen olfato para la paradoja: el sujeto del inconsciente
freudiano no es otro que el sujeto de la ciencia cartesiano, que a un tiempo emerge y es
rechazado por el discurso que lo constituye, el de la ciencia.
En la enseñanza lacaniana el sujeto del inconsciente se identifica con el sujeto de la ciencia
pero recuperado en un campo científico como sujeto vehiculizado por el significante, como el
sujeto que habla a cambio de su falta-en-ser, el sujeto deseante. He ahí la causa que nada
tiene que ver con la supuesta continuidad de la agencia personal. A diferencia del goce
pulsional que Freud presentó ya en la segunda década del siglo XX, el Wunsch, el deseo
está determinado por un no tener, por la insatisfacción, de manera tal que, como nos
recuerda Miller (1998:419), “una falta siempre está en el origen del deseo: su motor y su
causa son siempre una falta; y si el sujeto se dirige a un objeto, es para colmarla”. La
paradoja que el psicoanálisis plantea también en este punto es que el objeto de deseo no
coincide con la causa, hay una desigualdad inagural entre ambos. La hiancia se expresa
aquí, falta el objeto perdido, la cosa misma, y el objeto reencontrado nunca se acopla de
manera adecuada a esta falta. El deseo es entonces deseo de objeto pero también y
esencialmente la hiancia existente entre la causa y ese objeto (deseado), entre lo que se
quiere decir y lo dicho, pues al deseo subyace una incompatibilidad fundante con la palabra.
Es por ello que el deseo es siempre dicho, y escuchado, entre las palabras.

En la propia lógica de la enseñanza lacaniana al postulado de la estructuración significante


del inconsciente le seguirá la tesis de que no todo es significante y la pregunta por la pulsión
y el goce, término con el que se designa la satisfacción pulsional que se enfrenta al propio
principio homeostático del placer. Este nuevo reto distancia a Lacan de la etiqueta
estructuralista. La pérdida de la elección se constata en la división subjetiva y determina la
pérdida del cuerpo en tanto real, condicionando su aparición fragmentada, parcial, en la
economía del deseo. El ser hablante paga su precio por hablar. La respuesta de Lacan por el
goce aparece a partir del Seminario sobre la Ética del Psicoanálisis (Lacan, 1988). El goce es
“lo inútil”, un concepto limítrofe más allá del principio del placer que problematiza
considerablemente la propia definición de lo simbólico y obliga a Lacan a (re)pensar la
relación existente entre los registros imaginario, simbólico y real.

La tensión entre la dialéctica del deseo y la inercia pulsional gravita, como nos señala
Glasserman (2000), sobre toda la enseñanza de Lacan. De un lado el deseo y sus vías de
acceso, el desciframiento de los significantes que configuran el texto inconsciente para el
sujeto. De otro, la pulsión y su atípica satisfacción, el goce, lo que escapa al significante, el
trabajo silencioso que de decir algo diría “eso quiere gozar”, gozar al margen del Otro, pues
el Otro no es el partenaire de la pulsión. Pero del goce conocemos lo que el sujeto habla, lo
que el sujeto ha conectado al significante. Es a partir de estas coordenadas que el dispositivo
analítico posibilita un trabajo inédito con la palabra y el silencio.

Vacío y saber

En la lógica de la experiencia analítica el sujeto habla de lo que no existe en cuanto tal, ya


que el referente, la verdad del ser que es el objeto está perdida de antemano, no se puede
decir toda, es no-toda, en el vocabulario lacaniano. Entonces, ¿qué saber está en juego en el
psicoanálisis? La pregunta por el saber introduce nuevamente la distinción que se
corresponde con la no identidad ego-sujeto que propugna el psicoanálisis de orientación
lacaniana. Miller (1990a) nos recordaba en Granada en la llamada Conferencia de la
Alhambra que no podemos confundir saber y conocimiento. El saber es fruto de la
articulación de los significantes en el universo simbólico del sujeto, en el inconsciente. Se
trataría de un saber que Miller (1990b) llama de “correspondencia entre palabras”, no tanto
en la profundidad de significación sino en el modo en que se articulan los significantes. Un
significante se corresponde con otro, un significante representa a un sujeto para otro
significante. El saber psicoanalítico es el inconsciente. El inconsciente es un saber que no
tiene conocimiento de sí, un saber que el sujeto (del inconsciente) no sabe que sabe. El
dispositivo analítico pone a trabajar al que sabe sin saber que sabe.

Frente al saber, el (auto)conocimiento es el sustrato imaginario del yo, un conocimiento que


siguiendo a Lacan podemos llamar paranoico pues está dirigido por la certeza de lo absoluto.
La irreductibilidad del inconsciente condiciona que el saber que se juega en el análisis no sea
un conocimiento absoluto sino más bien un saber sobre la verdad, la verdad acerca del
deseo que en cada uno habita. En el capítulo VIII del Seminario XX, Lacan (1985) conecta el
saber con la cuestión de la verdad pero a través del amor, concretamente de lo que llama el
odioamoramiento, pues como nos (de)muestra el psicoanálisis no hay amor sin odio. Ya
interesaron a Freud los fenómenos que llamó de ambivalencia, considerados por Lacan
como uno de los descubrimientos fundamentales del psicoanálisis. El inicio de este capítulo
es heredero directo de la inquietante conclusión del anterior, el titulado Una Carta de Almor.
A lo largo de ese capítulo Lacan conjuga el verbo aimer como âme, condensando amor y
alma en el neologismo almor. La pregunta freudiana por qué quiere la mujer toma la forma en
este capítulo sobre lo que sabe la mujer, siendo su goce radicalmente Otro y teniendo
presente que de la mujer nada puede decirse. Afirma Lacan (1985:107) que “La mujer, dije,
sólo puede amar en el hombre el modo que tiene de encararse al saber con que alma. Pero
para el saber en cuestión aquí, la pregunta parte de que hay algo, el goce, y de que no es
posible decir si la mujer puede decir algo de él: si puede decir lo que de él sabe”. Mujer y
verdad comparten su condición enigmática, no toda. El goce es un límite.

En el inconsciente los significantes se conectan sabiamente para hacer metáfora de esta


verdad no-toda sin consultar a conciencia alguna. Se conectan en torno a un referente
perdido para el sujeto, pérdida que en psicoanálisis recibe el nombre de castración. El sujeto
que habla está dividido por lo que dice, no es dueño de sus palabras. Postulamos que el
sujeto es un efecto del significante; ciertas interrogantes no se hacen esperar: entonces,
¿qué es lo real para el sujeto?, ¿sobre qué real se opera en psicoanálisis y con qué
instrumento? Lacan nos muestra que se opera sobre el síntoma con el instrumento de la
interpretación, lo que implica llevar al sujeto donde se considera más extraño y mostrarle que
eso es su espacio más propio, que el inconsciente es donde el sujeto encuentra su morada.
El deseo del analista puesto en juego en su práctica, en cada interpretación muestra que el
estatuto del inconsciente es ético y no meramente ontológico tal como algunos han querido
reducir la conceptualización lacaniana del inconsciente, ya que se gesta en la certeza de que
hay inconsciente y que ese es el lugar del sujeto. Es el deber contenido en la fórmula “Wo es
war, soll Ich werden” (Allí donde eso estaba, el sujeto ha de advenir). En lo que al sujeto le es
más extraño está su verdad más íntima y es a ella donde debe advenir. Para nombrar este
lugar paradojal definido a partir de lo más extraño y lo más íntimo, Lacan inventa el término
extimidad.

Ahora bien se trata de no convertir ese deber ético en imperativo del superyó al estilo de los
otros supuestos deberes que le impiden al sujeto tomar a su cargo el deber analítico de
advenir a su verdadero lugar. Así, no se trata tanto de hacer consciente lo inconsciente sino
más bien de conducir al sujeto hacia su extimidad, de transformar el síntoma en palabra para
que el deseo del analista intervenga a través de la interpretación, transformando la realidad
del síntoma. Se trata, por tanto, de que el sujeto pueda localizarse en la estructura, localizar
su lugar en el Otro así como su falta, localizarse en la serie de significantes que lo han
nombrado y fijado a un modo particular de satisfacción pero también poder cernir aquello que
no ha sido nombrado, que no ha sido acogido por el Otro. El síntoma apunta a una palabra
fundamental y desconocida para el sujeto y hay que lograr que esa palabra se diga, llevar el
síntoma a su casa, al sujeto a su malestar y mostrarle que ahí está su verdad, en el
inconsciente. Frente a la psicología del yo, el psicoanálisis lacaniano apuesta por la división,
movilizando al sujeto desde su refugio en la identidad yoica.

De igual modo, como consecuencia lógica de lo expuesto, el sujeto debe advenir a su lugar
en el Otro y a su lugar, por tanto, de objeto. El sujeto tiene que encontrar qué fue para el
deseo del Otro. Como hemos apuntado, el sujeto y los significantes son y no son
homogéneos. Por una parte, lo genuino del ser hablante es la introducción del significante
que se encarna en el ser vivo, produciendo un sujeto dividido y atravesado por la palabra,
sujeto del inconsciente, condicionando de este modo que no haya sujeto donde no hay
significante. El sujeto es un efecto del significante sobre un cuerpo vivo, surgió de él y a la
vez, para surgir, perdió algo de vivo. Esto quiere decir que es un significante tachado, que no
está en la cadena, que ningún significante lo nombra ni identifica del todo, que aparece y
desaparece en el lapsus, en el tropiezo, en lo fallido, que es evanescente y, además, que
siempre queda un resto irreductible por las palabras, innombrable, que en psicoanálisis
llamamos objeto a, plus-de-goce, objeto de la pulsión. El vínculo problemático entre el sujeto
y este objeto de naturaleza paradójica se inscribe en psicoanálisis bajo el término de
fantasma y se formula $<>a. La estructura fantasmática es heterogénea: un sujeto
evanescente y una fijación a un modo determinado de satisfacción; un sujeto como efecto
simbólico y un goce real.

En la práctica analítica operamos sobre lo real, lo real del goce que se anuda en el síntoma y
se trata, entonces, de incidir no sólo sobre las significaciones procedentes del Otro que han
signado y determinado la vida del sujeto sino, fundamentalmente, de alcanzar aquello que el
sujeto ha construido para darle significación a lo que no está nombrado en el campo del Otro,
a lo real. El decir verdadero del psicoanálisis implica mostrar que la verdad del ser del sujeto
es el objeto y hacer esta experiencia. El deseo del analista que dirige la cura analítica será
pues el deseo de instaurar la diferencia absoluta entre el Uno y el objeto a, la diferencia entre
el significante y el objeto, entre los significantes que rigen la vida del sujeto y su forma de
gozar, entre el ideal y la causa.

Así, la experiencia del análisis llevada a su confín demuestra en su singularidad cómo no


existe en el Otro elemento de saber que nombre al sujeto en su goce y, además, muestra lo
que ese sujeto concreto ha producido en el lugar donde el Otro no tiene nada que decir.
Cada fin de análisis produce la invención de un saber que tiene el vacío de saber como
causa. El trabajo de transferencia por la vía significante lleva al límite preciso donde el Otro
no responde con significante alguno por el ser del sujeto, por su goce, por lo real. El Otro no
está ahí más para responder y esto permite que el sujeto responda por sí mismo; responder
por sí mismo al vacío de saber que funda y sostiene al propio psicoanálisis.
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