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“Durante el verano del dos mil nueve, en la Comarca de Sanabria, en la que está
Verdaderamente, fue un verano muy difícil de olvidar el de aquel año, sobre todo por el
Cierto día del mes de julio, a uno de los rincones del lago, que más se asemejaba a lo
que es una playa, desembarcó un grupo de ingleses, formado por dos chicos y dos
chicas. Salieron del coche alquilado que les había llevado hasta allí, y estuvieron
sacaron unas toallas de baño, que no tardaron en extender sobre la superficie arenosa.
atrevido de ellos, llamado Michael, instigado por la curiosidad, se acercó a la orilla del
inmenso lago para averiguar si el agua estaba a una temperatura propicia para darse un
baño. Se arrodillo y sumergió su mano derecha hasta el fondo, pero volvió a sacarla con
rapidez, pues estaba helada. Michael no conseguía entender cómo el agua podía estar
tan fría con el calor que hacía. Sin embargo, instantes más tarde, se percato de que
siempre le habían dicho que las aguas lacustres eran mas frías que las de los océanos y
las de los ríos. Retornó al sitio donde había dejado a sus compañeros que ya estaban,
literalmente, tostándose al sol y, al igual que ellos, se puso boca abajo, encima de su
toalla. Transcurrieron varias horas y el calor se fue haciendo cada vez más intenso. Este
era, sin duda, el indicador más claro de que se acercaban el mediodía. Los cuatro
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Y cuando las manecillas del reloj señalaban las dos en punto, un ruido ensordecedor
sacó a los turistas ingleses del particular nirvana en el que se habían introducido. El
causante de aquella perturbación era una furgoneta de color azul que fue a estacionar
justo al lado de donde estaba ubicado su coche. Las puertas se abrieron y del vehículo
recién llegado salieron dos chicos y dos chicas. Por su cabello y tez oscura, rápidamente
dedujeron que eran españoles. Dicha sospecha quedó confirmada cuando uno de ellos
abrió la boca, iniciando una eficaz verborrea. “¡Hola, quillos! ¿Cómo estáis? ¿De dónde
andaluces, sevillanos más concretamente! ¡Yo me llamó Antonio, y ellos son Rafael,
asombrados, pues ellos eran más bien parcos en palabras, los ingleses fueron incapaces
Reading, que es una ciudad más bien pequeña, pero donde se celebra un famoso festival
Michael. “Bien, bien, ¿Qué tal está el agua?”, preguntó Antonio cambiando de tema, “A
nosotros nos apetecía darnos un baño”, continuó. “Pues supongo que se habrá ido
calentando porque cuando llegamos, comprobé que estaba muy fría, incluso helada.
“Claro que eso ocurrió a primera hora de la mañana”, replicó Michael. “Bueno”,
intervino Rafael, “Al menos hemos llegado a la hora de la comida, luego ya tendremos
tiempo de sobra para poder bañarnos. A propósito, ¿Cómo sabéis tanto español?”,
preguntó. “Porque hemos estado varios años acudiendo a los cursos de verano
de Salamanca!”, exclamó María, ¡Es cierto, chicos! ¡He oído y leído que esos cursos
para extranjeros son realmente buenos!”, remató. “¿No os importa que os hagamos
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compañía, verdad?”, preguntó Sara. “¡Desde luego que no!”, saltó Michelle. Los cuatro
por la suya de baño. Cuando volvieron a salir de la furgoneta, se produjo una curiosa
foráneas, se clavaron en las chicas inglesas, que estaban ataviadas con unos minúsculos
biquinis. Por su parte, los chicos ingleses no podían tampoco dejar de escudriñar,
boquiabiertos, la rotundidad de las formas y curvas poseídas por las chicas españolas. A
continuación, los ocho jóvenes se tumbaron sobre sus respectivas toallas, conformando
una hilera perfectamente alineada. Una hora más tarde, resolvieron que había llegado la
hora de comer y, como si se conocieran de toda la vida, los dos grupos intercambiaron
los manjares que habían llevado a tan singular lugar. Todos se pusieron de acuerdo en
par de horas más tarde, Richard fue el primero en desperezarse, acción que consiguió
las aguas del lago, que por fortuna ya se habían calentado, para poder disfrutar de un
tonificante y relajante baño. Fue en ese momento cuando empezó la auténtica diversión
del día. Sería complicado distinguir cuál de ellos se lo paso mejor, entre la
que se dio un postrero baño, mientras que los demás yacían encima de sus
correspondientes toallas, con gotas líquidas impregnando y corriendo furtivas por sus
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cuerpos. “¡Es la hora de cenar!”, exclamó triunfante Antonio, dirigiéndose a sus
saco de la misma un par de amplias bolsas que contenían unas botellas de calimocho,
que estaban frías por la acción de los hielos que había en su interior, así como costilla,
chorizo y panceta, listas para ser pasadas por la parrilla. Rafael, por su parte, se
“Bueno, jovencitos ingleses”, dijo Antonio con una amplia sonrisa dibujada en su
rostro, “No sé si sabréis que para hacer una buena barbacoa es necesario, e incluso yo
diría que obligatorio, juntar astillas y hacer una fogata decente. ¡Así que ya sabéis!
¡Debéis reunir la mayor cantidad de madera posible! Como dijo un cómico del que no
los alrededores buscando leña. Pero Antonio volvió a interrumpirles con un interrogante
dirigido a los ingleses. “¡Esperen! ¡Ustedes, Michael y compañía! ¿Qué tienen planeado
hacer mañana?”. “Bueno”, contestó Michael, “En realidad teníamos pensado darnos un
viajes nos explicaron que es el pueblo más conocido de esta zona de España. Más tarde,
como nos dejaron tan intrigados acerca del lugar, nos metimos en Internet para contar
con más información. Pero lo que más nos inquieto, fue descubrir que hace cincuenta
años, una riada, provocada por la rotura de una presa próxima al pueblo, dejó a éste
el resto de sus vidas”, finalizo Michael. “¡Ah, eso es cierto!”, exclamó Rafael. ¡La
célebre tragedia de Ribadelago! ¡Mis abuelos me contaron la historia! Como bien has
dicho, ocurrió hace ya cincuenta años. ¡Ellos me dijeron que fue espantoso!”. “¡Bah, no
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sería para tanto!”, rechazó Antonio. Éste se quedo pensativo durante unos instantes,
mientras que los demás guardaban silencio. Luego, volvió a retomar la palabra,
planteando una proposición inesperada para sus compañeros. “Escuchad, ¿Por qué en
lugar de cenar aquí, no vamos a ese pueblo? De repente, me ha entrado una curiosidad
muy grande y también mucho morbo por saber qué se puede sentir pasándonos una
juerga en un pueblo abandonado”, concluyó. “¡Oh no! ¡De ninguna manera! ¡Bajo
ningún concepto”, bramó Rafael indignado. “¡Te has vuelto loco o qué, Antonio! ¡Es
que acaso quieres ofender a los muertos! Si queréis, lo que podemos hacer es ir al
pueblo nuevo de Ribadelago a dar una vuelta, para conocerlo, pero nada más. No quiero
ni oír hablar de ir al Ribadelago antiguo”. “¡Es verdad!”, dijo una sorprendida Sara. “No
habíamos hablado hasta ahora de que, en realidad, hay dos Ribadelagos. ¡El pueblo
antiguo y el nuevo! ¿Qué más sabes de Ribadelago, Rafael? ¿Qué más nos puedes
contar? ¡Está visto que tu eres el más entendido en este tema!”, concluyó. “Lo que yo
sé, Sara”, dijo Rafael, “es que Ribadelago como ya se ha dicho, fue inundada y
destrozada por las aguas en enero de mil novecientos cincuenta y nueve. Por entonces,
España estaba en plena Dictadura y, tras la catástrofe, el General Franco no tuvo más
Ribadelago de Franco. Se creyó que la causa por la que el pueblo antiguo quedo
no quisieron continuar viviendo en un sitio donde habían muerto sus allegados y seres
más queridos, por lo que emigraron hacia las ciudades más cercanas. Sólo unos cuántos
siguieron con su vida en la nueva localidad de Ribadelago. Sin embargo, los escasos
llegando a corre rumores tales como que cada aniversario de la inundación, las
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campanas de la iglesia comienzan a sonar desde el fondo del lago. Las campanadas se
interpretan como una señal de que nadie debe aventurarse por el pueblo antiguo de
Ribadelago, pues los espíritus de los muertos pueden enfurecerse y matar a todos
aquellos que demuestren ser incautos e ignorantes. Esto es todo lo que me han contado
sobre Ribadelago mis abuelos”, concluye Rafael. “Que ya es bastante por otra parte”,
replica bromeando Antonio. “Pero como tú bien has dicho, amigo mío”, continua
Antonio, “todo eso que se cuenta por aquí no son más que supersticiones y rumores. Por
lo tanto, creo que no deberíamos tener temor alguno en ir allí, ¿Qué pensáis?”, pregunta
Antonio al resto. “Yo opino como Antonio, chicos”, dice María. ¿De que podemos tener
miedo? Cualquiera en su sano juicio sabe que los fantasmas no existen. Y si queremos ir
a visitar ese pueblo, que no sea el miedo a algo inexistente el que nos lo impida”,
sentenció. Una vez que acabó María su exposición, se hizo un silencio que duró lo
vista”. Antonio mira al grupo. Todos asintieron de modo afirmativo con la cabeza. Sólo
Rafael se muestra disconforme con su iniciativa, pero por abrumadora mayoría no tuvo
Media hora más tarde, la furgoneta de los andaluces y el coche alquilado de los ingleses
Ribadelago. Instantes más tarde, los chicos aparcaron sus vehículos en las afueras del
pueblo nuevo de Ribadelago. No obstante, apenas pusieron pie en tierra, les salió a
recibir el inquilino de la casa más cercana al lugar en el que habían estacionado sus
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mirada perdida, a los recién llegados, para después lanzarles una seria y amenazadora
advertencia. “¡Se puede saber qué es lo que habéis venido a hacer aquí!”, vociferó.
“¡Largaos! ¡En este pueblo no hay nada que ver! ¡Esto no es un parque de atracciones!”,
amable y educado posible. “Disculpe, señor. Por nada del mundo nosotros pretendíamos
ofenderle. Estamos aquí porque nos dijeron que este pueblo tiene mucho atractivo
encolerizado. “¿Quién ha dicho eso? ¡Eso es mentira! ¡Aquí cada vez somos menos!
¡Mis vecinos dicen que ven espectros y visiones que los atormentan todas las noches!
¡Ha sido este año cuando más gente se ha marchado a las ciudades! Pronto me quedaré
aquí sólo, moriré y nadie se dignará a enterrarme”. El sentimiento huraño que dominaba
impactados por lo que acababan de oír. Sara, por su parte, intentó consolarle. “Lo
sentimos mucho, señor. De verdad que sentimos que lo esté pasando tan mal. Nosotros
sólo queríamos visitar un rato el pueblo. Le prometemos que mañana por la mañana,
como muy tarde, nos marcharemos y no volverá a saber nada más de nosotros. ¿No es
por fin, una mayor flexibilidad hacia los chicos. “Está bien, está bien. Sea. Si queréis,
podéis quedaros hasta mañana por la mañana. Pero necesito que sepáis que, si yo he
pretendido disuadiros para que deis media vuelta y os vayáis por donde habéis venido,
es porque no quiero que nadie altere la paz y tranquilidad que hay en este pueblo.
lo hacéis, invocaréis a los muertos, éstos saldrán de sus tumbas y pasaréis a formar
parte de ellos. Dicho queda”, sentenció. El anciano se giró y se metió con celeridad en
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su casa. Nada más cerrar la puerta, se levantó una fuerte ventisca que sorprendió a los
forasteros en grado mayúsculo por ser plena época estival. Los chicos, debido a la
intensidad del viento, avanzaron con dificultad, pero también con determinación y sin
pausa, hacia la Plaza del pueblo, que es donde estaba situado el único bar que había en
el pueblo. Cuando los chicos entraron se dieron cuenta de que todas las personas que
hay allí congregadas eran mayores de cincuenta años, es decir, que no había ni jóvenes,
ni niños. Los lugareños los miraron extrañados, reflejando una enorme palidez en sus
rostros. Y, tras unos instantes, sin mediar palabra, salieron del bar como si éste se tratara
de un barco del que huyeran las ratas a causa de un naufragio. Los chicos se quedaron
solos con el dueño del bar que, curiosamente, era el más joven de los habitantes de
aquel insólito pueblo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Como contraste a
la actitud hostil del resto de los lugareños, saludó con afabilidad a los chicos. “¡Hola,
que queréis de beber?”. Antonio fue el que respondió. “Hola, señor. ¡Vamos a ver!
¡Esto no lo entiendo! ¿Por qué se han marchado todos nada más vernos entrar? ¿Me lo
puede usted explicar?”. “¡Bah, no hay que preocuparse, chico!”, exclamó el dueño del
bar.
habitantes del pueblo. “Lo que les pasa es que no les gustan nada los forasteros, están
muy metidos en su vida y a cualquiera que venga del exterior lo perciben como una
amenaza. La verdad es que, hace unos años, venían más visitantes, pero hará más o
menos un año que no ha vuelto a venir nadie por aquí. Debe ser que la mala fama que
siempre ha tenido Ribadelago por las provincias de los alrededores se ha extendido por
todo el país. Sí, debe ser eso. En efecto. ¡Y vosotros!”, proclamó. “¡No os habréis
perdido, verdad? ¡Jajaja!”, remata el dueño del bar con una risotada. “Pues no llego a
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comprenderlo, señor. ¿Qué es lo que tiene de malo venir desde cualquier ciudad de
España a visitar este pueblo?”, preguntó Michael. “¡Jajaja!”, volvió a reír el dueño del
bar. Apostaría toda la bebida que hay en este bar a que tú eres inglés. “¡Bueno, bueno!
¡Qué tenemos aquí! ¡Un hijo de la Gran Bretaña! Para ser de allí, hablas muy bien el
español. Bueno, queréis ir al grano de la cuestión, ¿No? Veréis, la causa por la que mis
antes. No les gusta que vengan extraños porque creen que provocan a los espíritus, a las
almas en pena de todos aquellos familiares que murieron hace cincuenta años en la
ellos, chicos!”, exclamó. “Todo eso no son más que supersticiones que se les metieron
en la cabeza y ya no hay quien se las quite. ¡Por eso nos hemos quedado aislados del
resto de España!”, continua. ¡Aquí nos ha ocurrido como en Las Hurdes! Nuestro único
algo que tenía corroída su curiosidad. “¿Y por qué no hay niños ni gente joven en el
pueblo? ¡Eso siempre da alegría y ambiente a cualquier lugar! ¡Por muy distante y
alejado que éste se encuentre del resto del mundo! Por lo que hemos observado, es usted
el más joven”. “Veréis, los últimos jóvenes que vivieron aquí, se marcharon hará ya un
año a las ciudades de los alrededores, como Zamora, León, o las ciudades gallegas. Se
fueron buscando una vida mejor que la que tenían aquí. Y la verdad es que estaban bien
cargados de razón para irse. ¡Ellos no podían soportar por más tiempo a sus mayores!
¡Estaban muy hartos de escuchar las profecías con las que pretendían abducirles! Así
me lo hicieron saber a mí, que era el más comprensivo con ellos. El estado de las cosas
llegó a tal punto, que mi mujer, muy asustada, decidió marcharse con mis hijos a
Zamora, que es donde viven mis suegros. Yo me negué a irme. En toda mi vida no he
pasado jamás por cobarde, y tampoco lo iba a demostrar entonces. Aguanto como
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puedo las profecías esotéricas que me dicen todos los días. Es más, me he acostumbrado
a ellos, e incluso les cogido cariño. Lo suyo son como letanías religiosas”, dijo
bromeando. “Lo único cierto y verdadero es que, desde hace un año, ninguno de los que
formuló otra interrogante: “Pero,…. ¿Y qué profecías son esas?”. El dueño del bar
habló, pero esta vez con menos alegría de la habitual en él. “Fue el anciano de la
primera casa que hay nada más llegar al pueblo el que dijo a los de su generación, y a
No sabía explicar con certeza en qué consistía, pero que sería inevitable. Lo peor es que
todos, viejos y jóvenes, le hicieron caso. Vaticinó que muy probablemente todos
perecerían por una nueva inundación. Yo fui el único que no le hice ningún caso. Los
jóvenes, muy asustados, se marcharon del pueblo sin dilación. Por el contrario, los
viejos no mostraron en ningún momento intención de irse. Ellos saben que les queda
poco vida por disfrutar, y están deseando reunirse con sus antepasados”. La inquietud de
revelaciones del dueño del bar. Éste, dándose cuenta de ello, decidió cambiar de
tercio“¡Pero no vamos amargarnos por todo esto! ¿Verdad, chicos? ¡Veamos! ¿Qué es
“Bueno, dado que somos ocho, pienso que lo más adecuado sería que nos sirvas cuatro
jarras de cerveza y otras cuatro de vino con coca-cola. ¡Que nuestros amigos ingleses
sepan qué es el calimocho y lo bueno que es!” “¡Eso está hecho, chico! ¡Por fin, ya era
hora! ¡No sabéis el tiempo que llevo sin divertirme con gente joven! Bueno, miento,
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del bar. Con diligencia, sirvió las jarras que había pedido Antonio, mientras que él, por
su parte, se sirvió una copa de whisky con coca-cola. Transcurrieron dos horas de
diversión, en las que se logró desterrar el miedo que había invadido a los presentes
antaño. Durante dicho tiempo, una hilera de jarras de cerveza y de calimocho, se fueron
alienado de forma creciente, a lo largo de toda la barra. El dueño del bar, embriagado,
totalmente ebrio, al igual que sus interlocutores, se interesó por los cuatro chicos
ingleses. “¡Y vosotros? ¿De dónde sois? ¿De Londres o de Manchester? ¡Porque esas
son las dos únicas ciudades que conozco de toda Inglaterra! ¡Jajaja!”. Michelle,
sonriente, respondió. “No, nosotros somos de Reading”. “¿Cómo? ¿De dónde? ¿De
Read? ¿De Reading? ¡A mí eso me suena a leer o a lectura! ¿No es así? ¡Muy
intelectual! ¡Jajaja!”. Nada más acabar de expresar sus exclamaciones, todos estallaron
en una sonora carcajada. Y cuando las risas se fueron extinguiendo, Antonio tomó la
palabra. “Por cierto, señor,…” El dueño del bar le interrumpió. “No, no me llames
señor, que me haces parecer más viejo de lo que en realidad soy. Llámame Feliciano.
olvidado los escalofríos previos, reacciona incrédula. “¡Qué! ¡No pretenderás que
vayamos a ese pueblo fantasma! ¿Verdad, Antonio?”. Antonio le replicó con firmeza.
“¡Pues sí! ¡Quiero ir hasta allí! ¿Pasa algo, María?”. Rafael, por su parte, secundo a la
chica. “Yo apoyo a María. Pienso que será mejor que no vayamos”. “¿Qué opináis los
demás?”, preguntó Antonio. El resto de los chicos, cegados por la bebida y por un
planteada por Antonio. “¡Sí! ¡Queremos ir!”. Feliciano, preocupado por quienes se
entusiasmo. “¡Esperad, chicos! ¡Es de noche! ¡No pensareis transitar por un pueblo
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destruido a oscuras! ¡Tomad! ¡Os presto unas linternas!”. Acto seguido, sacó cuatro
linternas escondidas entre las botellas. Después, los chicos se despidieron de él,
haciendo gestos descoordinados con las manos para, a continuación, dirigirse hacia la
salida del bar. Feliciano les hizo una postrera advertencia en un tono claramente
bromista y locuaz. “¡Hey, chicos! ¡Tened mucho cuidado con los espíritus y las almas
errantes! ¡Absteneos de provocarlos! ¡No sea que os vayan a absorber en medio del
camino! ¡Jajaja!”.
Los chicos estuvieron caminando a trompicones durante un buen rato por un camino
hasta que las luces de sus potentes linternas iluminaron el desierto y despoblado pueblo
antiguo de Ribadelago. Una espesa niebla empezó a surgir procedente de las casas
castigado. De repente, el repicar de unas campanas, que parecían sonar desde una
distancia indeterminada, quebró el silencio. Rafael, sabedor del miedo que invadía a sus
compañeros, trató de ahuyentarlo con una broma. “¡Vaya! ¡Ahora es cuando tocan las
campanas! ¡No podían faltar para amenizar nuestra estancia en un lugar tan idílico!”.
Leves sonrisas iluminaron los rostros de sus siete compañeros de aventuras. Y Michael
también hizo su particular aportación para que el grupo no se sintiera tan atemorizado.
“Bueno, yo pienso que ustedes, los españoles, son muy liberales y divertidos, pero yo
también, con esto que les voy a decir, quiero serlo. ¿Qué les parece si organizamos una
orgía?”. “¡Cómo!”, exclamó Antonio. “¡Una orgía! ¡Bueno, bueno, bueno! ¡Seamos
serios! Por lo que acabas de decir, deduzco que ninguno de los ocho estamos
ennoviados, ¿No es así?”, preguntó dirigiéndose a los demás. Como réplica, todos
negaron con la cabeza. “Vale”, continuó Antonio. “Sin embargo, sin embargo, hacer
una orgía aquí me parece demasiado fuerte. Yo propondría una cosa más delicada y
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menos fuerte para no enfadar a los espíritus y almas errantes del lugar”, dijo en un tono
dirigirá a un punto cardinal del pueblo. Rafael se ira con Michelle, Richard con Sara,
Michael con María, y yo con Catherine. ¿Estáis de acuerdo?”. Sus compañeros estaban
demasiado alcoholizados como para negarse, por lo que todos asintieron con sus
Anthony!”. Las parejas formadas por Rafael y Michelle, Richard y Sara, y Michael y
gran suerte de acceder a una de las casas que mejor habían soportado el paso del tiempo.
Antonio enfocó con su linterna a todos los rincones, mientras que Catherine, asustada,
se agarraba con fuerza a su brazo. Antonio intento que se calmara como buenamente
pudo, con su acento y gracia andaluces. “¡Catherine, quilla, tranquila! ¡Qué me vas a
dejar el brazo sin sangre! ¡Mira! ¡Observa la casa! ¡Así te olvidarás de ese miedo que no
te deja ni respirar! ¡Qué curioso! ¡No parece tan destrozada como las demás! ¡Es más,
está casi entera! ¡Y el suelo está muy bien para poder echar un polvete! ¡Parece que es
Antonio?”, preguntó Catherine. “No, mujer, no”, dijo Antonio. “Nos daremos calor el
Catherine. “¡Por supuesto que sí!”, exclamó Antonio. “¡No te preocupes! ¡Que pronto
vas a saber lo qué es un auténtico macho ibérico! La única pega es que lo vamos a pasar
un poco mal para que acierte con la penetración. La luz que proyecta la linterna es
por la linterna que sujetaba Antonio, se quito las bragas, se subió la minifalda y abrió
las piernas de par en par. Después, Antonio, que se había despojado de sus pantalones y
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su calzón, la penetró, exhalando ambos gemidos de intenso placer. Así estuvieron
durante diez largos minutos, en los que los jadeos y las respiraciones entrecortadas
fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Apenas cuando habían acabado de hacer el
amor, oyeron unos alaridos y unos chillidos distantes, pero que a la vez les resultaban
familiares. “¡Hay que ver, Antonio! ¡Ellos son mucho más escandalosos que nosotros!”,
exclamó Catherine con una amplia sonrisa perfilada en su rostro. “¡Sí! ¡Hay que ver
cómo son los cabrones! ¡Buenas noches, Catherine!”, dijo Antonio. Éste se aparta de
Catherine. A continuación, los dos se quedan dormidos, ayudados, sobre todo, por la
fenomenal resaca que estaban soportando sus cuerpos. Ocho horas más tarde, los rayos
enderezará, moviendo los brazos y las piernas de un lado a otro, y bostezando con
ganas. Catherine yacía a su lado, dándole la espalda. Él empezó a darle codazos, pero la
poniéndola boca arriba. Pero nada más ver la cara, su reacción fue de estupor y hondo
horror. La chica había sido atravesada, mientras dormía, por dos estacas.
había extendido a toda la estancia y manchado las ropas de Antonio. “¡No, Catherine!
¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Respóndeme!”. Antonio, al ver que no podía hacer nada por
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Pero como respuesta sólo obtuvo silencio. Salió de la casa y se dirigió al sitio donde la
noche anterior se había despedido de sus compañeros. No podía dejar de evitar seguir
antes que a ninguna otra cosa. Un rayo de esperanza cruzó su mente, todavía afectada
por el alcohol, cuando en el lugar del punto de encuentro, a trescientos metros, vio a sus
compañeros tumbados en el suelo. Pensó que le estaba gastando una broma, pero nada
más lejos de la realidad. Antonio se quedo helado, paralizado por un sudor frío que le
recorrió todo el cuerpo, haciéndole temblar de los pies a la cabeza, cuando los observo a
un par de metros. Sus seis compañeros restantes, también habían tenido la misma suerte
que Catherine y, como ésta, tenían clavadas dos estacas, una en la cabeza y la otra en el
vientre. La sangre que brotaba de sus destrozados cuerpos había conformado un enorme
charco de sangre que había anegado la calle principal de aquel pueblo fantasma. La
tensa quietud del ambiente se rompió a causa del viento, que comenzó a coger una
velocidad endiablada. Por su parte, Antonio, invadido por una amargura indescriptible,
se dio media vuelta y su sorpresa fue mayúscula cuando, de forma nítida, vio a un grupo
de niños que lo estaban mirando fijamente. Todos ellos estaban ataviados con una
sábana blanca, y de todos ellos surgieron sonrisas maléficas de tal envergadura, que
cualquier mortal podría acertar al suponer que procedían del mismísimo demonio. No
¡Lárgate de nuestro pueblo! ¡Te hemos dejado vivo para que cuentes a todos aquellos
que conozcas que no vengan a Ribadelago! ¡Esa es la misión que tendrás que asumir
para el resto de tu vida!”. Antonio, atemorizado, se giró, para no ver más a aquellos
espeluznantes niños fantasmales, cogió impulso y salió del pueblo dando fuertes y
violentas zancadas. Pero, en un acto reflejo, se le ocurrió mirar hacia atrás y se quedo
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parado, fijo en un punto como una estatua. Horrorizado, vislumbró cómo los niños
hicieron invisibles, el viento se aceleró hasta llegar a superar, en una serie de rachas
consecutivas, una velocidad superior a los cien kilómetros por hora. E instantes más
tarde, el agua invadió el pueblo. Antonio dedujo que la presa había vuelto a reventarse y
que las fantasmales presencias infantiles son las que habían sido las causantes de la
rotura. Curado ya de tanto espanto, Antonio tuvo la osadía de recriminarles a los niños
espectrales sus actos, gritando a pleno pulmón. “¡Pero si sólo sois niños! ¡Cómo podéis
tener tanta maldad! ¡Lo que habéis hecho es macabro y repugnante!”. Los niños, como
réplica a sus palabras, volvieron a sonreír de modo maléfico. Antonio, impotente, giró la
cabeza y reemprendió la huida. Estaba obligado a correr como un auténtico gamo, pues
el viento resultaba cada vez más huracanado y enfurecido, y el agua le acechaba. Diez
gritando, vociferando, conminando a sus habitantes que salieran de sus casas. A los
primeros que vio fueron a al dueño del bar, Feliciano, que había salido del mismo, y al
anciano huraño. Fue Feliciano el primero que se dirigió a él. “Pero,…, ¿Se puede saber
qué es lo que ha pasado? ¿Por qué vienes tu solo, chico?”. Antonio, visiblemente
agotado, le respondió apremiante. “¡No hay tiempo para dar explicaciones! ¡Tenemos
quedo rígido de espanto cuando vio que las aguas accedían al pueblo, invadiéndolo. Con
un nudo en la garganta, por fin, acertó a decir. “¡Madre de Dios! ¡La presa ha
reventado! ¿Dónde tienes tu coche?”. Mientras tanto, el anciano, que había salido de su
casa al mismo tiempo que Feliciano del bar, apoyado en su bastón, contemplaba
pueblo. No tardo mucho en incitar a sus habitantes para que salieran de sus casas.
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“¡Vecinos, salid de vuestras casas! ¡Y contemplad lo bella y terrible a la vez que puede
llegar a ser la naturaleza! ¡Han pasado cincuenta años desde la inundación de nuestro
antiguo pueblo! ¡La llegada de estos forasteros la señal premonitoria que yo os indique
para que se haya producido una nueva inundación! ¡Ahora no debemos huir! ¡Hemos de
que no será en vano y ellos nos lo agradecerán! ¡Os prometo que seremos dichosos para
toda la eternidad!”. La treintena de vecinos del pueblo, abducidos por las palabras del
El anciano se dirigió a las aguas embravecidas, sin ningún temor ante la muerte y
sabedor de las olas le iban a engullir. Y los vecinos, como si el anciano fuera un profeta
que los guiará hacia la tierra prometida, se unieron a él. Por su parte, Antonio y
Feliciano llegaron donde estaba estacionada la furgoneta del primero. Antonio se refirió
al anciano. “¡Ese hombre está loco! ¡Pobres desgraciados! ¡Los tiene hipnotizados! ¡Va
a conseguir que mueran todos!”. Feliciano le dio la razón. “¡Ya lo creo que está loco!”
infierno cuánto antes! ¡Rápido! ¡Gira con el coche y acelera!”. “¿Adonde iremos?”,
pregunta Antonio. “¡A Zamora! ¡Necesito reencontrarme con mi mujer y mis hijos!
lugareños. Antonio y Feliciano todavía oían su potente voz. “¡Jajaja! ¡Venid a nosotros,
aguas del averno! ¡Venid!”. A medida que fue pronunciando estas súplicas, sus ojos
adquirieron un brillo nuevo y especial, pues divisó a los niños perdidos del antiguo
Ribadelago. “¡Miradlos! ¡Los veis! ¡Son nuestros familiares, que vienen a buscarnos!”.
El reaparecido grupo de niños sonrió de forma siniestra y, luego, se difumino hasta que
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salvajes y descontroladas aguas procedentes de la presa engulleron a los habitantes del
pueblo.
Cincuenta años más tarde, un envejecido hasta el extremo Antonio, ya con setenta años,
sentado en un banco de piedra, de una de las calles de su localidad natal, Utrera, estaba
rodeado de niños, que escuchaban con interés, de sus labios, una aterradora historia. “Y
así fue, niños, cómo el dueño de aquel bar de Ribadelago y yo huimos de aquel
espantoso desastre, salvando la vida”. Un niño, muy intrigado, preguntó por Feliciano.
“¡Y qué paso con Feliciano?”. “Pues que reanudo su vida con su mujer y sus hijos. Nos
contemplaba visiones angustiosas. Hasta que llegó un día que no pudo aguantar más la
pretendo al contaros esta historia es que si este verano, alguno de vuestros padres, os
tajante. En ese momento, el padre del niño que había preguntado, se acercó al corrillo de
niños formado en torno a Antonio. “¡Eh, Rafael, hijo!”, exclamó, “¡Ven aquí! ¡Y
vosotros, iros también a vuestras casas! ¡No hagáis caso de lo que os cuente un viejo
chiflado como éste!”, sentenció. “¡No son tonterías!”, respondió indignado Antonio.
“¡Yo sólo les estoy diciendo a los chicos que no deben permitir que gente como usted
los lleve al lago de Sanabria! ¡Porque si lo hacen, morirán todos allí!”, finalizó airado.
“¡Váyase al carajo, viejo! ¡Vaya a predicar a otro sitio! ¡Nosotros llevaremos a nuestros
hijos adonde queramos de vacaciones! ¡Yo mismo llevaré al mío a ver el hermoso lago
de Sanabria! ¡Sólo por fastidiarle a usted!”, proclamó el padre. “No sabe ni lo que dice
cíclica. Se repiten cada cincuenta años, y este año toca. Nadie que vaya allí este verano
regresará”, afirmó Antonio. “Quien no sabe lo que dice es usted. Lo único que está
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consiguiendo es asustar a estas pobres criaturas. ¡Vamonos, niños! ¡Y no se os ocurra
acercaros más a este viejo! ¡Está loco y es peligroso!”, advirtió el padre. Los niños y el
pañuelo y recogió con él las lágrimas que habían aparecido en su cara. Cualquier
retornó a su rostro cuando volvió a levantar la cabeza y vio frente a él a un niño que
esbozaba una amplia sonrisa. “¿Quién eres, muchacho? ¡No te conozco! ¡Tú no eres de
aquí!”, exclamó Antonio curioso. “Soy de un lugar lejano, muy lejano”, respondió el
niño. “¿Y cuál es ese lugar? ¡Si es que puede saberse!”, replicó Antonio sonriente. “De
rostro al escuchar tan fatídica afirmación, y sólo acertó a decir lo siguiente. “¡Cómo!
¡No! ¡No puede ser! ¡Tú no puedes ser de allí! ¡Es imposible!”. En ese momento, el
“¡He venido a por ti, Antonio! ¡Han pasado cincuenta años desde que nos conocimos!
¡No podía desaprovechar la ocasión de absorber tu escasa energía! ¡Era preciso que lo
Satanás!”. Pero no puede evitar que su decrépito cuerpo se difuminara a gran velocidad,
amenazó a todos aquellos que lo estaban viendo. “¡Y vosotros, desgraciados! ¡Dejad de
FIN.
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