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RELATO: “LA TRAGEDIA DE SANABRIA”.

“Durante el verano del dos mil nueve, en la Comarca de Sanabria, en la que está

enclavado el famoso lago que le da nombre, sucedió un hecho insólito y extraordinario.

Verdaderamente, fue un verano muy difícil de olvidar el de aquel año, sobre todo por el

clima tan bochornoso que hacía.

Cierto día del mes de julio, a uno de los rincones del lago, que más se asemejaba a lo

que es una playa, desembarcó un grupo de ingleses, formado por dos chicos y dos

chicas. Salieron del coche alquilado que les había llevado hasta allí, y estuvieron

inspeccionando un buen rato el lugar. Después, abrieron el maletero, y de sus mochilas

sacaron unas toallas de baño, que no tardaron en extender sobre la superficie arenosa.

Acto seguido, se despojaron de su ropa, sustituyéndola por bañadores y biquinis. El más

atrevido de ellos, llamado Michael, instigado por la curiosidad, se acercó a la orilla del

inmenso lago para averiguar si el agua estaba a una temperatura propicia para darse un

baño. Se arrodillo y sumergió su mano derecha hasta el fondo, pero volvió a sacarla con

rapidez, pues estaba helada. Michael no conseguía entender cómo el agua podía estar

tan fría con el calor que hacía. Sin embargo, instantes más tarde, se percato de que

siempre le habían dicho que las aguas lacustres eran mas frías que las de los océanos y

las de los ríos. Retornó al sitio donde había dejado a sus compañeros que ya estaban,

literalmente, tostándose al sol y, al igual que ellos, se puso boca abajo, encima de su

toalla. Transcurrieron varias horas y el calor se fue haciendo cada vez más intenso. Este

era, sin duda, el indicador más claro de que se acercaban el mediodía. Los cuatro

decidieron esquivar los perniciosos efectos solares aplicándose crema bronceadora en

sus blancos cuerpos.

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Y cuando las manecillas del reloj señalaban las dos en punto, un ruido ensordecedor

sacó a los turistas ingleses del particular nirvana en el que se habían introducido. El

causante de aquella perturbación era una furgoneta de color azul que fue a estacionar

justo al lado de donde estaba ubicado su coche. Las puertas se abrieron y del vehículo

recién llegado salieron dos chicos y dos chicas. Por su cabello y tez oscura, rápidamente

dedujeron que eran españoles. Dicha sospecha quedó confirmada cuando uno de ellos

abrió la boca, iniciando una eficaz verborrea. “¡Hola, quillos! ¿Cómo estáis? ¿De dónde

sois? Porque, si no me equivoco, ¡Vosotros no sois españoles! ¡Nosotros somos

andaluces, sevillanos más concretamente! ¡Yo me llamó Antonio, y ellos son Rafael,

María y Sara! Vosotros sois,..., ¿De Londres quizás? ¿O de Oxford?”. Perplejos y

asombrados, pues ellos eran más bien parcos en palabras, los ingleses fueron incapaces

de articular palabra durante un par de minutos. Por fin, Michael, respondió,

chapurreando con su peculiar castellano. “No somos de Oxford ni de Londres, sino de

Reading, que es una ciudad más bien pequeña, pero donde se celebra un famoso festival

en verano. Yo me llamo Michael, y ellos son Richard, Catherine y Michelle”, concluyó

Michael. “Bien, bien, ¿Qué tal está el agua?”, preguntó Antonio cambiando de tema, “A

nosotros nos apetecía darnos un baño”, continuó. “Pues supongo que se habrá ido

calentando porque cuando llegamos, comprobé que estaba muy fría, incluso helada.

“Claro que eso ocurrió a primera hora de la mañana”, replicó Michael. “Bueno”,

intervino Rafael, “Al menos hemos llegado a la hora de la comida, luego ya tendremos

tiempo de sobra para poder bañarnos. A propósito, ¿Cómo sabéis tanto español?”,

preguntó. “Porque hemos estado varios años acudiendo a los cursos de verano

organizados por la Universidad de Salamanca”, respondió Catherine. “¡Ah, es verdad,

de Salamanca!”, exclamó María, ¡Es cierto, chicos! ¡He oído y leído que esos cursos

para extranjeros son realmente buenos!”, remató. “¿No os importa que os hagamos

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compañía, verdad?”, preguntó Sara. “¡Desde luego que no!”, saltó Michelle. Los cuatro

andaluces se volvieron a meter en la furgoneta para cambiarse la ropa de excursionistas

por la suya de baño. Cuando volvieron a salir de la furgoneta, se produjo una curiosa

circunstancia. Las miradas de los chicos españoles, ávidos de conquistas amorosas

foráneas, se clavaron en las chicas inglesas, que estaban ataviadas con unos minúsculos

biquinis. Por su parte, los chicos ingleses no podían tampoco dejar de escudriñar,

boquiabiertos, la rotundidad de las formas y curvas poseídas por las chicas españolas. A

continuación, los ocho jóvenes se tumbaron sobre sus respectivas toallas, conformando

una hilera perfectamente alineada. Una hora más tarde, resolvieron que había llegado la

hora de comer y, como si se conocieran de toda la vida, los dos grupos intercambiaron

los manjares que habían llevado a tan singular lugar. Todos se pusieron de acuerdo en

alabar la excelencia de la comida española, destacando las deliciosas tortillas de patatas

preparadas y aliñadas por María y Sara, en clara contraposición respecto a la pésima

reputación de la gastronomía inglesa. Tras un copioso y bien aprovechado banquete,

todos cayeron víctimas de la más tradicional de las costumbres españolas, la siesta. Un

par de horas más tarde, Richard fue el primero en desperezarse, acción que consiguió

contagiar al resto de sus compañeros. E, igualmente, fue el primero en zambullirse en

las aguas del lago, que por fortuna ya se habían calentado, para poder disfrutar de un

tonificante y relajante baño. Fue en ese momento cuando empezó la auténtica diversión

del día. Sería complicado distinguir cuál de ellos se lo paso mejor, entre la

ininterrumpida secuencia de ahogadillas y juegos náuticos que encadenaron los ocho.

Los mencionados juegos provocaron un aumento de la afectividad en los ocho, sin

distinción de nacionalidades. El último en salir del agua, ya anocheciendo, fue Antonio,

que se dio un postrero baño, mientras que los demás yacían encima de sus

correspondientes toallas, con gotas líquidas impregnando y corriendo furtivas por sus

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cuerpos. “¡Es la hora de cenar!”, exclamó triunfante Antonio, dirigiéndose a sus

compañeros. Enseguida, sin solución de continuidad, se encaminó hacia la furgoneta y

saco de la misma un par de amplias bolsas que contenían unas botellas de calimocho,

que estaban frías por la acción de los hielos que había en su interior, así como costilla,

chorizo y panceta, listas para ser pasadas por la parrilla. Rafael, por su parte, se

incorporó, colaborando con Antonio, y sacando del vehículo un par de parrillas.

“Bueno, jovencitos ingleses”, dijo Antonio con una amplia sonrisa dibujada en su

rostro, “No sé si sabréis que para hacer una buena barbacoa es necesario, e incluso yo

diría que obligatorio, juntar astillas y hacer una fogata decente. ¡Así que ya sabéis!

¡Debéis reunir la mayor cantidad de madera posible! Como dijo un cómico del que no

me acuerdo su nombre, “¡Más madera que es la guerra!”. Todos sonrieron, pero

conscientes de la tarea que se les avecinaba, se levantaron y comenzaron a escudriñar

los alrededores buscando leña. Pero Antonio volvió a interrumpirles con un interrogante

dirigido a los ingleses. “¡Esperen! ¡Ustedes, Michael y compañía! ¿Qué tienen planeado

hacer mañana?”. “Bueno”, contestó Michael, “En realidad teníamos pensado darnos un

baño por la mañana y después ir hasta un pueblo llamado Ribadelago. En la agencia de

viajes nos explicaron que es el pueblo más conocido de esta zona de España. Más tarde,

como nos dejaron tan intrigados acerca del lugar, nos metimos en Internet para contar

con más información. Pero lo que más nos inquieto, fue descubrir que hace cincuenta

años, una riada, provocada por la rotura de una presa próxima al pueblo, dejó a éste

anegado y sepultado por la furia de unas aguas. El pueblo quedo prácticamente

destruido, y los escasos supervivientes que se salvaron, quedaron conmocionados para

el resto de sus vidas”, finalizo Michael. “¡Ah, eso es cierto!”, exclamó Rafael. ¡La

célebre tragedia de Ribadelago! ¡Mis abuelos me contaron la historia! Como bien has

dicho, ocurrió hace ya cincuenta años. ¡Ellos me dijeron que fue espantoso!”. “¡Bah, no

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sería para tanto!”, rechazó Antonio. Éste se quedo pensativo durante unos instantes,

mientras que los demás guardaban silencio. Luego, volvió a retomar la palabra,

planteando una proposición inesperada para sus compañeros. “Escuchad, ¿Por qué en

lugar de cenar aquí, no vamos a ese pueblo? De repente, me ha entrado una curiosidad

muy grande y también mucho morbo por saber qué se puede sentir pasándonos una

juerga en un pueblo abandonado”, concluyó. “¡Oh no! ¡De ninguna manera! ¡Bajo

ningún concepto”, bramó Rafael indignado. “¡Te has vuelto loco o qué, Antonio! ¡Es

que acaso quieres ofender a los muertos! Si queréis, lo que podemos hacer es ir al

pueblo nuevo de Ribadelago a dar una vuelta, para conocerlo, pero nada más. No quiero

ni oír hablar de ir al Ribadelago antiguo”. “¡Es verdad!”, dijo una sorprendida Sara. “No

habíamos hablado hasta ahora de que, en realidad, hay dos Ribadelagos. ¡El pueblo

antiguo y el nuevo! ¿Qué más sabes de Ribadelago, Rafael? ¿Qué más nos puedes

contar? ¡Está visto que tu eres el más entendido en este tema!”, concluyó. “Lo que yo

sé, Sara”, dijo Rafael, “es que Ribadelago como ya se ha dicho, fue inundada y

destrozada por las aguas en enero de mil novecientos cincuenta y nueve. Por entonces,

España estaba en plena Dictadura y, tras la catástrofe, el General Franco no tuvo más

remedio que movilizar al ejército, y acabo construyendo, a no mucha distancia del

anterior, un pueblo nuevo. A este pueblo lo bautizo, en un claro ataque de egocentrismo,

Ribadelago de Franco. Se creyó que la causa por la que el pueblo antiguo quedo

arrasado, fue su ubicación inadecuada en una ladera. La mayoría de los supervivientes

no quisieron continuar viviendo en un sitio donde habían muerto sus allegados y seres

más queridos, por lo que emigraron hacia las ciudades más cercanas. Sólo unos cuántos

siguieron con su vida en la nueva localidad de Ribadelago. Sin embargo, los escasos

habitantes del nuevo Ribadelago se convirtieron en personas muy supersticiosas,

llegando a corre rumores tales como que cada aniversario de la inundación, las

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campanas de la iglesia comienzan a sonar desde el fondo del lago. Las campanadas se

interpretan como una señal de que nadie debe aventurarse por el pueblo antiguo de

Ribadelago, pues los espíritus de los muertos pueden enfurecerse y matar a todos

aquellos que demuestren ser incautos e ignorantes. Esto es todo lo que me han contado

sobre Ribadelago mis abuelos”, concluye Rafael. “Que ya es bastante por otra parte”,

replica bromeando Antonio. “Pero como tú bien has dicho, amigo mío”, continua

Antonio, “todo eso que se cuenta por aquí no son más que supersticiones y rumores. Por

lo tanto, creo que no deberíamos tener temor alguno en ir allí, ¿Qué pensáis?”, pregunta

Antonio al resto. “Yo opino como Antonio, chicos”, dice María. ¿De que podemos tener

miedo? Cualquiera en su sano juicio sabe que los fantasmas no existen. Y si queremos ir

a visitar ese pueblo, que no sea el miedo a algo inexistente el que nos lo impida”,

sentenció. Una vez que acabó María su exposición, se hizo un silencio que duró lo

suficiente como para resultar incomodo. Finalmente, Catherine, en representación de los

ingleses, apoya el punto de vista de Antonio y María. “Comparto vuestro punto de

vista”. Antonio mira al grupo. Todos asintieron de modo afirmativo con la cabeza. Sólo

Rafael se muestra disconforme con su iniciativa, pero por abrumadora mayoría no tuvo

más remedio que plegarse al resultado de la votación.

Media hora más tarde, la furgoneta de los andaluces y el coche alquilado de los ingleses

se desplazaban a velocidad creciente por una carretera comarcal. Un indicador les

respaldó en su creencia de que habían elegido el camino adecuado para llegar a

Ribadelago. Instantes más tarde, los chicos aparcaron sus vehículos en las afueras del

pueblo nuevo de Ribadelago. No obstante, apenas pusieron pie en tierra, les salió a

recibir el inquilino de la casa más cercana al lugar en el que habían estacionado sus

vehículos. El lugareño en cuestión resultó ser un anciano de cabellos canosos y extensa

barba blanca. Estaba provisto de un bastón y se quedó contemplando fijamente, con la

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mirada perdida, a los recién llegados, para después lanzarles una seria y amenazadora

advertencia. “¡Se puede saber qué es lo que habéis venido a hacer aquí!”, vociferó.

“¡Largaos! ¡En este pueblo no hay nada que ver! ¡Esto no es un parque de atracciones!”,

concluyó enfurecido. A pesar de la áspera bienvenida, Antonio trató de ser lo más

amable y educado posible. “Disculpe, señor. Por nada del mundo nosotros pretendíamos

ofenderle. Estamos aquí porque nos dijeron que este pueblo tiene mucho atractivo

turístico”. El anciano no tarda en responder a esta última afirmación aún mas

encolerizado. “¿Quién ha dicho eso? ¡Eso es mentira! ¡Aquí cada vez somos menos!

¡Mis vecinos dicen que ven espectros y visiones que los atormentan todas las noches!

¡Ha sido este año cuando más gente se ha marchado a las ciudades! Pronto me quedaré

aquí sólo, moriré y nadie se dignará a enterrarme”. El sentimiento huraño que dominaba

inicialmente al anciano, dio paso a aquella última y terrible afirmación, envuelta en un

halo de tristeza y pesadumbre desoladora. Los chicos se quedaron en silencio, muy

impactados por lo que acababan de oír. Sara, por su parte, intentó consolarle. “Lo

sentimos mucho, señor. De verdad que sentimos que lo esté pasando tan mal. Nosotros

sólo queríamos visitar un rato el pueblo. Le prometemos que mañana por la mañana,

como muy tarde, nos marcharemos y no volverá a saber nada más de nosotros. ¿No es

así, chicos?”. Todos asintieron de forma respetuosa. El anciano reaccionó demostrando,

por fin, una mayor flexibilidad hacia los chicos. “Está bien, está bien. Sea. Si queréis,

podéis quedaros hasta mañana por la mañana. Pero necesito que sepáis que, si yo he

pretendido disuadiros para que deis media vuelta y os vayáis por donde habéis venido,

es porque no quiero que nadie altere la paz y tranquilidad que hay en este pueblo.

También quería protegeros de peligros insospechados. Por encima de todo, no gritéis. Si

lo hacéis, invocaréis a los muertos, éstos saldrán de sus tumbas y pasaréis a formar

parte de ellos. Dicho queda”, sentenció. El anciano se giró y se metió con celeridad en

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su casa. Nada más cerrar la puerta, se levantó una fuerte ventisca que sorprendió a los

forasteros en grado mayúsculo por ser plena época estival. Los chicos, debido a la

intensidad del viento, avanzaron con dificultad, pero también con determinación y sin

pausa, hacia la Plaza del pueblo, que es donde estaba situado el único bar que había en

el pueblo. Cuando los chicos entraron se dieron cuenta de que todas las personas que

hay allí congregadas eran mayores de cincuenta años, es decir, que no había ni jóvenes,

ni niños. Los lugareños los miraron extrañados, reflejando una enorme palidez en sus

rostros. Y, tras unos instantes, sin mediar palabra, salieron del bar como si éste se tratara

de un barco del que huyeran las ratas a causa de un naufragio. Los chicos se quedaron

solos con el dueño del bar que, curiosamente, era el más joven de los habitantes de

aquel insólito pueblo. Se trataba de un hombre de unos cuarenta años. Como contraste a

la actitud hostil del resto de los lugareños, saludó con afabilidad a los chicos. “¡Hola,

chicos!”, exclamó sonriente. “¿Qué tal estáis? ¡Bienvenidos a Ribadelago! ¿Qué es lo

que queréis de beber?”. Antonio fue el que respondió. “Hola, señor. ¡Vamos a ver!

¡Esto no lo entiendo! ¿Por qué se han marchado todos nada más vernos entrar? ¿Me lo

puede usted explicar?”. “¡Bah, no hay que preocuparse, chico!”, exclamó el dueño del

bar.

Y continuó tratando de quitarle importancia a la salida precipitada de su bar de los

habitantes del pueblo. “Lo que les pasa es que no les gustan nada los forasteros, están

muy metidos en su vida y a cualquiera que venga del exterior lo perciben como una

amenaza. La verdad es que, hace unos años, venían más visitantes, pero hará más o

menos un año que no ha vuelto a venir nadie por aquí. Debe ser que la mala fama que

siempre ha tenido Ribadelago por las provincias de los alrededores se ha extendido por

todo el país. Sí, debe ser eso. En efecto. ¡Y vosotros!”, proclamó. “¡No os habréis

perdido, verdad? ¡Jajaja!”, remata el dueño del bar con una risotada. “Pues no llego a

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comprenderlo, señor. ¿Qué es lo que tiene de malo venir desde cualquier ciudad de

España a visitar este pueblo?”, preguntó Michael. “¡Jajaja!”, volvió a reír el dueño del

bar. Apostaría toda la bebida que hay en este bar a que tú eres inglés. “¡Bueno, bueno!

¡Qué tenemos aquí! ¡Un hijo de la Gran Bretaña! Para ser de allí, hablas muy bien el

español. Bueno, queréis ir al grano de la cuestión, ¿No? Veréis, la causa por la que mis

conciudadanos, mis vecinos rechazan a todo el que venga de fuera ya os la he dicho

antes. No les gusta que vengan extraños porque creen que provocan a los espíritus, a las

almas en pena de todos aquellos familiares que murieron hace cincuenta años en la

tragedia de la inundación del antiguo pueblo de Ribadelago. ¡Pero yo no soy como

ellos, chicos!”, exclamó. “Todo eso no son más que supersticiones que se les metieron

en la cabeza y ya no hay quien se las quite. ¡Por eso nos hemos quedado aislados del

resto de España!”, continua. ¡Aquí nos ha ocurrido como en Las Hurdes! Nuestro único

contacto con el mundo exterior es la televisión”, finalizó. María, intrigada, le preguntó

algo que tenía corroída su curiosidad. “¿Y por qué no hay niños ni gente joven en el

pueblo? ¡Eso siempre da alegría y ambiente a cualquier lugar! ¡Por muy distante y

alejado que éste se encuentre del resto del mundo! Por lo que hemos observado, es usted

el más joven”. “Veréis, los últimos jóvenes que vivieron aquí, se marcharon hará ya un

año a las ciudades de los alrededores, como Zamora, León, o las ciudades gallegas. Se

fueron buscando una vida mejor que la que tenían aquí. Y la verdad es que estaban bien

cargados de razón para irse. ¡Ellos no podían soportar por más tiempo a sus mayores!

¡Estaban muy hartos de escuchar las profecías con las que pretendían abducirles! Así

me lo hicieron saber a mí, que era el más comprensivo con ellos. El estado de las cosas

llegó a tal punto, que mi mujer, muy asustada, decidió marcharse con mis hijos a

Zamora, que es donde viven mis suegros. Yo me negué a irme. En toda mi vida no he

pasado jamás por cobarde, y tampoco lo iba a demostrar entonces. Aguanto como

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puedo las profecías esotéricas que me dicen todos los días. Es más, me he acostumbrado

a ellos, e incluso les cogido cariño. Lo suyo son como letanías religiosas”, dijo

bromeando. “Lo único cierto y verdadero es que, desde hace un año, ninguno de los que

se fue ha regresado”, sentenció. Michelle empezó de nuevo a sentir miedo y angustia, y

formuló otra interrogante: “Pero,…. ¿Y qué profecías son esas?”. El dueño del bar

habló, pero esta vez con menos alegría de la habitual en él. “Fue el anciano de la

primera casa que hay nada más llegar al pueblo el que dijo a los de su generación, y a

los de la posterior de la posterior, que en el espacio de un año algo terrible sucedería.

No sabía explicar con certeza en qué consistía, pero que sería inevitable. Lo peor es que

todos, viejos y jóvenes, le hicieron caso. Vaticinó que muy probablemente todos

perecerían por una nueva inundación. Yo fui el único que no le hice ningún caso. Los

jóvenes, muy asustados, se marcharon del pueblo sin dilación. Por el contrario, los

viejos no mostraron en ningún momento intención de irse. Ellos saben que les queda

poco vida por disfrutar, y están deseando reunirse con sus antepasados”. La inquietud de

los chicos había aumentado de modo irrefrenable al escuchar las consecutivas

revelaciones del dueño del bar. Éste, dándose cuenta de ello, decidió cambiar de

tercio“¡Pero no vamos amargarnos por todo esto! ¿Verdad, chicos? ¡Veamos! ¿Qué es

lo que queréis tomar? ¿Cerveza, vino, o quizás algún combinado?”, preguntó el

tabernero, recuperando así su anterior simpatía. Antonio le replicó enseguida, dispuesto

también a olvidar historias tan tristes, sustituyéndolas por la juerga y el desparrame.

“Bueno, dado que somos ocho, pienso que lo más adecuado sería que nos sirvas cuatro

jarras de cerveza y otras cuatro de vino con coca-cola. ¡Que nuestros amigos ingleses

sepan qué es el calimocho y lo bueno que es!” “¡Eso está hecho, chico! ¡Por fin, ya era

hora! ¡No sabéis el tiempo que llevo sin divertirme con gente joven! Bueno, miento,

rectifico, sí lo sabéis, porque yo os lo he contado, ¡Un año! ¡Jajaja!”, concluyó el dueño

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del bar. Con diligencia, sirvió las jarras que había pedido Antonio, mientras que él, por

su parte, se sirvió una copa de whisky con coca-cola. Transcurrieron dos horas de

diversión, en las que se logró desterrar el miedo que había invadido a los presentes

antaño. Durante dicho tiempo, una hilera de jarras de cerveza y de calimocho, se fueron

alienado de forma creciente, a lo largo de toda la barra. El dueño del bar, embriagado,

totalmente ebrio, al igual que sus interlocutores, se interesó por los cuatro chicos

ingleses. “¡Y vosotros? ¿De dónde sois? ¿De Londres o de Manchester? ¡Porque esas

son las dos únicas ciudades que conozco de toda Inglaterra! ¡Jajaja!”. Michelle,

sonriente, respondió. “No, nosotros somos de Reading”. “¿Cómo? ¿De dónde? ¿De

Read? ¿De Reading? ¡A mí eso me suena a leer o a lectura! ¿No es así? ¡Muy

intelectual! ¡Jajaja!”. Nada más acabar de expresar sus exclamaciones, todos estallaron

en una sonora carcajada. Y cuando las risas se fueron extinguiendo, Antonio tomó la

palabra. “Por cierto, señor,…” El dueño del bar le interrumpió. “No, no me llames

señor, que me haces parecer más viejo de lo que en realidad soy. Llámame Feliciano.

Venga, continua”. “Feliciano, ¿A cuánta distancia de aquí se encuentra el Ribadelago

antiguo?”. Feliciano respondió con concreción. “A un kilómetro”. María, que no había

olvidado los escalofríos previos, reacciona incrédula. “¡Qué! ¡No pretenderás que

vayamos a ese pueblo fantasma! ¿Verdad, Antonio?”. Antonio le replicó con firmeza.

“¡Pues sí! ¡Quiero ir hasta allí! ¿Pasa algo, María?”. Rafael, por su parte, secundo a la

chica. “Yo apoyo a María. Pienso que será mejor que no vayamos”. “¿Qué opináis los

demás?”, preguntó Antonio. El resto de los chicos, cegados por la bebida y por un

progresivo e inexplicable entusiasmo, llegaron a respaldar al unísono la sugerencia

planteada por Antonio. “¡Sí! ¡Queremos ir!”. Feliciano, preocupado por quienes se

habían convertido en sus clientes consiguió refrenar durante unos instantes su

entusiasmo. “¡Esperad, chicos! ¡Es de noche! ¡No pensareis transitar por un pueblo

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destruido a oscuras! ¡Tomad! ¡Os presto unas linternas!”. Acto seguido, sacó cuatro

linternas escondidas entre las botellas. Después, los chicos se despidieron de él,

haciendo gestos descoordinados con las manos para, a continuación, dirigirse hacia la

salida del bar. Feliciano les hizo una postrera advertencia en un tono claramente

bromista y locuaz. “¡Hey, chicos! ¡Tened mucho cuidado con los espíritus y las almas

errantes! ¡Absteneos de provocarlos! ¡No sea que os vayan a absorber en medio del

camino! ¡Jajaja!”.

Los chicos estuvieron caminando a trompicones durante un buen rato por un camino

hasta que las luces de sus potentes linternas iluminaron el desierto y despoblado pueblo

antiguo de Ribadelago. Una espesa niebla empezó a surgir procedente de las casas

semiderruidas, cubriéndoles hasta las rodillas. Los chicos volvieron a quedarse

paralizados, contagiándose de la tristeza que emanaba de un lugar tan desolado y

castigado. De repente, el repicar de unas campanas, que parecían sonar desde una

distancia indeterminada, quebró el silencio. Rafael, sabedor del miedo que invadía a sus

compañeros, trató de ahuyentarlo con una broma. “¡Vaya! ¡Ahora es cuando tocan las

campanas! ¡No podían faltar para amenizar nuestra estancia en un lugar tan idílico!”.

Leves sonrisas iluminaron los rostros de sus siete compañeros de aventuras. Y Michael

también hizo su particular aportación para que el grupo no se sintiera tan atemorizado.

“Bueno, yo pienso que ustedes, los españoles, son muy liberales y divertidos, pero yo

también, con esto que les voy a decir, quiero serlo. ¿Qué les parece si organizamos una

orgía?”. “¡Cómo!”, exclamó Antonio. “¡Una orgía! ¡Bueno, bueno, bueno! ¡Seamos

serios! Por lo que acabas de decir, deduzco que ninguno de los ocho estamos

ennoviados, ¿No es así?”, preguntó dirigiéndose a los demás. Como réplica, todos

negaron con la cabeza. “Vale”, continuó Antonio. “Sin embargo, sin embargo, hacer

una orgía aquí me parece demasiado fuerte. Yo propondría una cosa más delicada y

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menos fuerte para no enfadar a los espíritus y almas errantes del lugar”, dijo en un tono

inconfundiblemente irónico. “Haremos cuatro parejas. ¿De acuerdo? Y cada pareja se

dirigirá a un punto cardinal del pueblo. Rafael se ira con Michelle, Richard con Sara,

Michael con María, y yo con Catherine. ¿Estáis de acuerdo?”. Sus compañeros estaban

demasiado alcoholizados como para negarse, por lo que todos asintieron con sus

cabezas y unificaron su voz mediante un grito unánime y entusiasta. “¡Sííí! ¡Okey,

Anthony!”. Las parejas formadas por Rafael y Michelle, Richard y Sara, y Michael y

María, se fueron distanciando progresivamente del sitio donde estaban, encaminándose

en dirección a sus respectivos destinos. Por su parte, Antonio y Catherine tuvieron la

gran suerte de acceder a una de las casas que mejor habían soportado el paso del tiempo.

Antonio enfocó con su linterna a todos los rincones, mientras que Catherine, asustada,

se agarraba con fuerza a su brazo. Antonio intento que se calmara como buenamente

pudo, con su acento y gracia andaluces. “¡Catherine, quilla, tranquila! ¡Qué me vas a

dejar el brazo sin sangre! ¡Mira! ¡Observa la casa! ¡Así te olvidarás de ese miedo que no

te deja ni respirar! ¡Qué curioso! ¡No parece tan destrozada como las demás! ¡Es más,

está casi entera! ¡Y el suelo está muy bien para poder echar un polvete! ¡Parece que es

de madera de buena calidad!”, sentenció Antonio. “¿No pasaremos frío, verdad,

Antonio?”, preguntó Catherine. “No, mujer, no”, dijo Antonio. “Nos daremos calor el

uno al otro”. “¿Tienes preservativo, Antonio?”, volvió a interrogar una aprensiva

Catherine. “¡Por supuesto que sí!”, exclamó Antonio. “¡No te preocupes! ¡Que pronto

vas a saber lo qué es un auténtico macho ibérico! La única pega es que lo vamos a pasar

un poco mal para que acierte con la penetración. La luz que proyecta la linterna es

insuficiente, y estamos casi en la penumbra”. Catherine se tumbó en el suelo, ayudada

por la linterna que sujetaba Antonio, se quito las bragas, se subió la minifalda y abrió

las piernas de par en par. Después, Antonio, que se había despojado de sus pantalones y

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su calzón, la penetró, exhalando ambos gemidos de intenso placer. Así estuvieron

durante diez largos minutos, en los que los jadeos y las respiraciones entrecortadas

fueron haciéndose cada vez más frecuentes. Apenas cuando habían acabado de hacer el

amor, oyeron unos alaridos y unos chillidos distantes, pero que a la vez les resultaban

familiares. “¡Hay que ver, Antonio! ¡Ellos son mucho más escandalosos que nosotros!”,

exclamó Catherine con una amplia sonrisa perfilada en su rostro. “¡Sí! ¡Hay que ver

cómo son los cabrones! ¡Buenas noches, Catherine!”, dijo Antonio. Éste se aparta de

ella, suspira profundamente y se echa a un lado. “Buenas noches, Antonio”, replicó

Catherine. A continuación, los dos se quedan dormidos, ayudados, sobre todo, por la

fenomenal resaca que estaban soportando sus cuerpos. Ocho horas más tarde, los rayos

solares comenzaron a atisbarse e introducirse por el tejado semiderruido de la casa

provocando, por su intensidad, que Antonio se despertará. Trató de que su cuerpo se

enderezará, moviendo los brazos y las piernas de un lado a otro, y bostezando con

ganas. Catherine yacía a su lado, dándole la espalda. Él empezó a darle codazos, pero la

chica inglesa no respondió a sus provocaciones. “¡Vamos, Catherine! ¡Muévete! ¡Venga

ya, no seas perezosa! ¡Que ya es de día!”. Antonio, irritado porque Catherine ni se

dignaba a responder, ni tampoco se daba la vuelta, tiró del hombro de la chica,

poniéndola boca arriba. Pero nada más ver la cara, su reacción fue de estupor y hondo

horror. La chica había sido atravesada, mientras dormía, por dos estacas.

La primera clavada en la cabeza, y la segunda en el vientre. La sangre de Catherine se

había extendido a toda la estancia y manchado las ropas de Antonio. “¡No, Catherine!

¡No! ¡Por el amor de Dios! ¡Respóndeme!”. Antonio, al ver que no podía hacer nada por

su compañera, se levantó llorando y desesperado, desorientado y horrorizado, comenzó

a gritar como un poseso, buscando el auxilio y el consuelo de sus compañeros.

“¡Chicos, chicos! ¡Venid aquí! ¡Han asesinado a Catherine! ¡Y no sé quién ha sido!”.

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Pero como respuesta sólo obtuvo silencio. Salió de la casa y se dirigió al sitio donde la

noche anterior se había despedido de sus compañeros. No podía dejar de evitar seguir

sintiéndose confuso. Sus andares se asemejaban más a un zombi, a un muerto viviente,

antes que a ninguna otra cosa. Un rayo de esperanza cruzó su mente, todavía afectada

por el alcohol, cuando en el lugar del punto de encuentro, a trescientos metros, vio a sus

compañeros tumbados en el suelo. Pensó que le estaba gastando una broma, pero nada

más lejos de la realidad. Antonio se quedo helado, paralizado por un sudor frío que le

recorrió todo el cuerpo, haciéndole temblar de los pies a la cabeza, cuando los observo a

un par de metros. Sus seis compañeros restantes, también habían tenido la misma suerte

que Catherine y, como ésta, tenían clavadas dos estacas, una en la cabeza y la otra en el

vientre. La sangre que brotaba de sus destrozados cuerpos había conformado un enorme

charco de sangre que había anegado la calle principal de aquel pueblo fantasma. La

tensa quietud del ambiente se rompió a causa del viento, que comenzó a coger una

velocidad endiablada. Por su parte, Antonio, invadido por una amargura indescriptible,

se dio media vuelta y su sorpresa fue mayúscula cuando, de forma nítida, vio a un grupo

de niños que lo estaban mirando fijamente. Todos ellos estaban ataviados con una

sábana blanca, y de todos ellos surgieron sonrisas maléficas de tal envergadura, que

cualquier mortal podría acertar al suponer que procedían del mismísimo demonio. No

obstante, en un momento dado, dejaron de sonreír, y miraron a Antonio con infinito

odio y desprecio. Entonces, le lanzaron una serie de proclamas amenazadoras. “¡Fuera!

¡Lárgate de nuestro pueblo! ¡Te hemos dejado vivo para que cuentes a todos aquellos

que conozcas que no vengan a Ribadelago! ¡Esa es la misión que tendrás que asumir

para el resto de tu vida!”. Antonio, atemorizado, se giró, para no ver más a aquellos

espeluznantes niños fantasmales, cogió impulso y salió del pueblo dando fuertes y

violentas zancadas. Pero, en un acto reflejo, se le ocurrió mirar hacia atrás y se quedo

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parado, fijo en un punto como una estatua. Horrorizado, vislumbró cómo los niños

fantasmas se iban difuminando hasta desaparecer. Y, en el momento en el que se

hicieron invisibles, el viento se aceleró hasta llegar a superar, en una serie de rachas

consecutivas, una velocidad superior a los cien kilómetros por hora. E instantes más

tarde, el agua invadió el pueblo. Antonio dedujo que la presa había vuelto a reventarse y

que las fantasmales presencias infantiles son las que habían sido las causantes de la

rotura. Curado ya de tanto espanto, Antonio tuvo la osadía de recriminarles a los niños

espectrales sus actos, gritando a pleno pulmón. “¡Pero si sólo sois niños! ¡Cómo podéis

tener tanta maldad! ¡Lo que habéis hecho es macabro y repugnante!”. Los niños, como

réplica a sus palabras, volvieron a sonreír de modo maléfico. Antonio, impotente, giró la

cabeza y reemprendió la huida. Estaba obligado a correr como un auténtico gamo, pues

el viento resultaba cada vez más huracanado y enfurecido, y el agua le acechaba. Diez

interminables minutos más tarde, Antonio entró en el pueblo nuevo de Ribadelago

gritando, vociferando, conminando a sus habitantes que salieran de sus casas. A los

primeros que vio fueron a al dueño del bar, Feliciano, que había salido del mismo, y al

anciano huraño. Fue Feliciano el primero que se dirigió a él. “Pero,…, ¿Se puede saber

qué es lo que ha pasado? ¿Por qué vienes tu solo, chico?”. Antonio, visiblemente

agotado, le respondió apremiante. “¡No hay tiempo para dar explicaciones! ¡Tenemos

que irnos ya mismo todos de este maldito lugar o no lo contaremos!”. Feliciano se

quedo rígido de espanto cuando vio que las aguas accedían al pueblo, invadiéndolo. Con

un nudo en la garganta, por fin, acertó a decir. “¡Madre de Dios! ¡La presa ha

reventado! ¿Dónde tienes tu coche?”. Mientras tanto, el anciano, que había salido de su

casa al mismo tiempo que Feliciano del bar, apoyado en su bastón, contemplaba

extasiado la inundación y los vientos huracanados que se estaban abatiendo sobre el

pueblo. No tardo mucho en incitar a sus habitantes para que salieran de sus casas.

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“¡Vecinos, salid de vuestras casas! ¡Y contemplad lo bella y terrible a la vez que puede

llegar a ser la naturaleza! ¡Han pasado cincuenta años desde la inundación de nuestro

antiguo pueblo! ¡La llegada de estos forasteros la señal premonitoria que yo os indique

para que se haya producido una nueva inundación! ¡Ahora no debemos huir! ¡Hemos de

sacrificarnos y unirnos a nuestros familiares difuntos! ¡Es un sacrificio que os aseguro

que no será en vano y ellos nos lo agradecerán! ¡Os prometo que seremos dichosos para

toda la eternidad!”. La treintena de vecinos del pueblo, abducidos por las palabras del

anciano, salieron de sus casas.

El anciano se dirigió a las aguas embravecidas, sin ningún temor ante la muerte y

sabedor de las olas le iban a engullir. Y los vecinos, como si el anciano fuera un profeta

que los guiará hacia la tierra prometida, se unieron a él. Por su parte, Antonio y

Feliciano llegaron donde estaba estacionada la furgoneta del primero. Antonio se refirió

al anciano. “¡Ese hombre está loco! ¡Pobres desgraciados! ¡Los tiene hipnotizados! ¡Va

a conseguir que mueran todos!”. Feliciano le dio la razón. “¡Ya lo creo que está loco!”

“¡Pero no es el momento de perder el tiempo en lamentaciones! ¡Debemos salir de este

infierno cuánto antes! ¡Rápido! ¡Gira con el coche y acelera!”. “¿Adonde iremos?”,

pregunta Antonio. “¡A Zamora! ¡Necesito reencontrarme con mi mujer y mis hijos!

¡Vamos, apresúrate!”, grita. La furgoneta abandonó el pueblo, cogiendo velocidad

enseguida gracias al empeño de Antonio. Atrás quedaron el anciano y su fiel rebaño de

lugareños. Antonio y Feliciano todavía oían su potente voz. “¡Jajaja! ¡Venid a nosotros,

aguas del averno! ¡Venid!”. A medida que fue pronunciando estas súplicas, sus ojos

adquirieron un brillo nuevo y especial, pues divisó a los niños perdidos del antiguo

Ribadelago. “¡Miradlos! ¡Los veis! ¡Son nuestros familiares, que vienen a buscarnos!”.

El reaparecido grupo de niños sonrió de forma siniestra y, luego, se difumino hasta que

se volvieron invisibles. Y, justo en el momento en el que desaparecieron totalmente, las

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salvajes y descontroladas aguas procedentes de la presa engulleron a los habitantes del

pueblo.

Cincuenta años más tarde, un envejecido hasta el extremo Antonio, ya con setenta años,

sentado en un banco de piedra, de una de las calles de su localidad natal, Utrera, estaba

rodeado de niños, que escuchaban con interés, de sus labios, una aterradora historia. “Y

así fue, niños, cómo el dueño de aquel bar de Ribadelago y yo huimos de aquel

espantoso desastre, salvando la vida”. Un niño, muy intrigado, preguntó por Feliciano.

“¡Y qué paso con Feliciano?”. “Pues que reanudo su vida con su mujer y sus hijos. Nos

mantuvimos en contacto, pero él siempre me contaba que padecía horribles pesadillas y

contemplaba visiones angustiosas. Hasta que llegó un día que no pudo aguantar más la

presión, y se ahorcó, dejando viuda a su mujer, y a sus hijos huérfanos. Lo que yo

pretendo al contaros esta historia es que si este verano, alguno de vuestros padres, os

quiere llevar de vacaciones a la comarca de Sanabria, no se lo permitáis”, concluyó

tajante. En ese momento, el padre del niño que había preguntado, se acercó al corrillo de

niños formado en torno a Antonio. “¡Eh, Rafael, hijo!”, exclamó, “¡Ven aquí! ¡Y

vosotros, iros también a vuestras casas! ¡No hagáis caso de lo que os cuente un viejo

chiflado como éste!”, sentenció. “¡No son tonterías!”, respondió indignado Antonio.

“¡Yo sólo les estoy diciendo a los chicos que no deben permitir que gente como usted

los lleve al lago de Sanabria! ¡Porque si lo hacen, morirán todos allí!”, finalizó airado.

“¡Váyase al carajo, viejo! ¡Vaya a predicar a otro sitio! ¡Nosotros llevaremos a nuestros

hijos adonde queramos de vacaciones! ¡Yo mismo llevaré al mío a ver el hermoso lago

de Sanabria! ¡Sólo por fastidiarle a usted!”, proclamó el padre. “No sabe ni lo que dice

ni lo que les espera. La frecuencia de las catástrofes naturales en la zona de Sanabria es

cíclica. Se repiten cada cincuenta años, y este año toca. Nadie que vaya allí este verano

regresará”, afirmó Antonio. “Quien no sabe lo que dice es usted. Lo único que está

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consiguiendo es asustar a estas pobres criaturas. ¡Vamonos, niños! ¡Y no se os ocurra

acercaros más a este viejo! ¡Está loco y es peligroso!”, advirtió el padre. Los niños y el

padre se marcharon, y la calle quedó desierta. Antonio agachó la cabeza, sacó un

pañuelo y recogió con él las lágrimas que habían aparecido en su cara. Cualquier

muestra de rechazo le hacía sentir especialmente vulnerable. Sin embargo, la felicidad

retornó a su rostro cuando volvió a levantar la cabeza y vio frente a él a un niño que

esbozaba una amplia sonrisa. “¿Quién eres, muchacho? ¡No te conozco! ¡Tú no eres de

aquí!”, exclamó Antonio curioso. “Soy de un lugar lejano, muy lejano”, respondió el

niño. “¿Y cuál es ese lugar? ¡Si es que puede saberse!”, replicó Antonio sonriente. “De

Ribadelago. Soy de Ribadelago”. A Antonio se le descompuso instantáneamente el

rostro al escuchar tan fatídica afirmación, y sólo acertó a decir lo siguiente. “¡Cómo!

¡No! ¡No puede ser! ¡Tú no puedes ser de allí! ¡Es imposible!”. En ese momento, el

niño comienza a difuminarse, hasta convertirse en un espectro. Y, sin solución de

continuidad, se transformó en el anciano que Antonio conoció cincuenta años atrás.

“¡He venido a por ti, Antonio! ¡Han pasado cincuenta años desde que nos conocimos!

¡No podía desaprovechar la ocasión de absorber tu escasa energía! ¡Era preciso que lo

hiciera antes de que murieras!”, exclamó el anciano. Antonio, desgarrado, empezó a

gritar desaforadamente. “¡Nooo! ¡Desaparece de mi vista! ¡Maldito seas! ¡Hijo de

Satanás!”. Pero no puede evitar que su decrépito cuerpo se difuminara a gran velocidad,

pasando a formar parte del niño/anciano de Sanabria. Finalmente, el niño/anciano

amenazó a todos aquellos que lo estaban viendo. “¡Y vosotros, desgraciados! ¡Dejad de

mirarme o pasareis a formar parte de mí! ¡Jajaja!”.

FIN.

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