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Arte y Belleza

1. Introducción

2. El Arte como producción

3. La teoría estética
3.1.1 La belleza.
3.1.2 El juicio estético
3.1.3 La experiencia estética
3.1.4 La creación estética

4. El fin del arte

1. INTRODUCCIÓN.

Un importante filósofo alemán del siglo XX, T.W.Adorno, inicia la que


sería su última obra (Teoría Estética) con las siguientes palabras: “Ha llegado a
ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni él mismo, ni en
su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia”.
Con palabras mas cotidianas, Adorno nos dice que el arte –y eso incluye a todos
los géneros: pintura, escultura, música, literatura, cine, etc.- están ahí, por todas
partes, en los museos, en la prensa, la televisión, las librerías... y sin embargo,
nada de lo que tiene que ver con el arte está tan claro como parece.
Pensemos por ejemplo en una serie de manifestaciones artísticas. Por
ejemplo: el Guernica de Picasso, un cómic del Corto Maltes, el libro “Cien años de
soledad”, películas como “El Padrino” o “Torrente 3”, una obra de teatro como
“Historia de una escalera” de Buero Vallejo, una canción de Eminen o de Offspring
y un dibujo de las cuevas de Altamira. ¿Qué tienen todos los ejemplos anteriores
en común? De todos ellos, e incluso los que no nos agradan, podemos decir que
son obras de arte. ¿Qué definición encontramos que los abarque a todos? También
podemos decir que no todas son obras de arte (por ejemplo: Torrente 3), pero,
¿con qué criterio? El que nos gusten o nos desagraden no parece ser un método
muy sólido, además no nos pondríamos todos de acuerdo y entonces no
tendríamos una definición, sino tantas como personas.
Una posible solución podría ser acudir al diccionario. Las respuestas son de
esta índole: “Actividad humana encaminada a la creación de obras bellas”. O
“Acción creativa del hombre. Se opone a la Naturaleza”. O todavía más amplias,
con lo cual permiten muchas aplicaciones (se habla de “arte de vivir”, se dice “por
arte de magia”, “hay que tener arte”) y lo que une a todas estas expresiones es que
son modos de hacer o producir algo de acuerdo con un método o modelo.

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La mayoría de estas definiciones son excesivamente vagas y generales, las
podríamos aplicar a muchas cosas que no se nos ocurriría llamar arte. Ocurre con
este lo mismo que con cualquier otro problema filosófico: que no puede resolverse
acudiendo al diccionario.
De todas maneras, ya tenemos por donde empezar. La mayoría de las
definiciones vinculan el “arte” a: “producción”, “creación”, “belleza”....

2.- ARTE COMO PRODUCCIÓN.

El origen del término “arte” es el griego “techné”, que tiene su equivalente


en el latino “ars”. El término griego designa la acción de “producir” (“poiesis”,
decían los griegos) algo, por lo que los griegos no distinguían entre el
artesano (trabajo técnico) y el artista. En ambos casos, se trataba de producir
algo y de hacerlo de la mejor manera posible. ¿En qué se diferencia la tarea de un
constructor de barcos y la de un escultor? En ambos casos se trata de técnicos que
hacen su faena (“producen”) de la mejor manera posible.
Platón distingue entre artes útiles a la ciudad (alfareros, agricultores,
albañiles), y aquellas destinadas a procurar placer (poetas, pintores, músicos...) y
consideraba superiores a las primeras, pues eran más necesarias que las segundas.

Aristóteles considera que el arte es lo opuesto a lo natural. Entiende la


naturaleza como algo independiente del hombre y distingue entre seres naturales
y seres artificiales. Estos últimos son el resultado de la acción humana. En este
sentido, el término “arte” incluye todo lo realizado por el ser humano frente a la
obra de la naturaleza.
En la Edad Media, se estableció una diferencia entre artes liberales, (que
no precisan de esfuerzo físico) para designar aquellas producciones menos
dependientes de la plasmación en la materia, como la poesía y la música, y artes
serviles (que exigen cierto esfuerzo físico) para designar a las técnicas o
producción de útiles, incluyendo lo que hoy llamaríamos artes plásticas
(arquitectura, escultura, pintura...). Por entonces aún no se distinguía entre arte y
artesanía.
El concepto de “bellas artes” aparece a partir del siglo XVII en Italia para
designar a la pintura, la escultura y la arquitectura que alcanzan la misma
consideración social que las artes liberales (poesía, música), a las que acabarían
incluyendo.
Hoy en día el arte continúa designando al trabajo productivo (poiesis), pero
apunta más a la contemplación placentera del producto que a la utilidad. La obra
de arte designa un tipo de cosa, hecha por el hombre, destinada a ser
contemplada estéticamente. Podemos decir que las obras de arte se
oponen a los “objetos útiles”, que tienen una finalidad distinta de su
contemplación estética, aunque pueden tener también un valor estético o cierta
belleza que agrade contemplar. Además el proceso de producción que da lugar al
“objeto útil” es diferente al que desemboca en la obra de arte: el objeto útil suele
ser producido en serie, incluso cuando es el artesano quien lo realiza este no pone
cuidado, mas bien al revés, en que cada objeto sea único y diferente al resto, sino
que, una vez que da con la técnica apropiada, repite el proceso una vez tras otra
siempre que el resultado sea satisfactorio.

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Pero a pesar de todo no es fácil determinar qué es un objeto
artístico o una obra de arte, especialmente desde principios del s XX
con la irrupción de las vanguardias

En el año 1917, Marcel Duchamp cogió un simple y


común urinario, le estampo su firma con el seudónimo
R. Mutt y lo colocó dentro de una exposición, en uno de
aquellos famosos Salones de pintura de entonces.
Indignó, sorprendió, provocó la risa, adquirió valor
económico... pero lo cierto es que ya nadie lo miro como
se mira (o se ignora) un vulgar urinario en unos lavabos.
Todos los que estaban allí lo observaron, le dieron
vueltas; y los que no lo vieron, siguen deseando hacerlo y
además en directo (no basta una foto). En conclusión: había nacido
misteriosamente una obra de arte y no un objeto artístico cualquiera. En una
reciente encuesta entre expertos en arte el urinario de Duchamp fue elegido como
la obra de arte más importante del s XX.
El abanico de lo posible en el arte, se abrió tanto con la audacia
vanguardista, respaldada por la permisividad de ese casi recién estrenado
mercado artístico que no cesaba de exigir el mas difícil todavía, y que se mostraba
bien dispuesto a comprar y vender cualquier cosa, cuanto mas atrevida mejor, que
pronto todo empezó a ser aceptado en el sagrado ámbito de lo artístico: tanto
novedades técnicas, como temáticas o materiales entraban por la puerta grande de
ese reino, ya sin cánones, donde solo el éxito, paradójicamente unido al escándalo,
era el requisito. Esa generosidad tan abierta a la libertad creadora, dirigida a un
nuevo publico (y ahora también un nuevo comprador, la burguesía) que por
primera vez valoraba la provocación e incluso se divertía con el insulto, fue lo que
hizo mucho mas difícil establecer una definición del arte donde todo,
absolutamente todo, pudiera tener cabida.
A modo de conclusión, dentro de lo posible, pues es difícil establecer
conclusión alguna en este tipo de cuestiones, el que un objeto sea designado como
obra de arte u objeto artístico depende de varios factores:

- En parte el artista. Cuando se producen objetos buscando eficacia y


utilidad se tiene a una fabricación en serie de utensilios donde no hay lugar para la
creatividad del productor. En cambio, el artista aspira a hacer de su obra
algo único, un producto que dice algo de él, un objeto que representa una forma
de ver y de estar en el mundo. La creatividad, la inspiración, la voluntad de
comunicar, de dejar huella, están presentes en el artista y lo distinguen del técnico
o el artesano.

- En parte del espectador. Si atendemos a lo dicho anteriormente de la


obra de arte, un objeto se convierte en obra de arte cuando pasa a ser
objeto de contemplación estética, es decir, pasa a ser observado por el mero
placer que el espectador encuentra en su contemplación. De tal modo que muchas
pretendidas (por parte del autor) “obras de arte” no lo son porque nadie las
percibe como tales. La obra de arte exige reconocimiento social, una obra en la que
nadie encuentra placer en su contemplación, no es una obra de arte, sea cual fuera
la intención del “artista” al realizarla. Por el contrario, existen objetos que fueron
construidos atendiendo a fines prácticos: utensilios de labranza, máquinas, obras
arquitectónicas,... que se acaban convirtiendo en obras de arte. Los romanos que

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construyeron y diseñaron el acueducto de Segovia o el puente de Alcántara no
eran conscientes de estar realizando una obra de arte, no obstante, así son
percibidas por nosotros.

- En parte del mercado. El mundo en el que vivimos es muy complicado


en muchos aspectos. Quizás uno de los aspectos más complejos de la sociedad
contemporánea sea el relacionado con el mercado del arte. El arte moderno ha
roto con todas las normas, con todos los cánones de tal manera que “cualquier
cosa” puede ser presentada como una obra de arte. La verdad es que el público
está dispuesto a aceptar como obra de arte cualquier cosa que esté expuesta en un
museo o una galería, cualquier objeto que los “expertos” avalen como obra
artística independientemente de los verdaderos sentimientos que tal objeto
despierte en el espectador. Así pues, una obra de arte es aquello que los
expertos (galeristas, críticos, etc.) reconocen como tal.

3.- LA TEORÍA ESTÉTICA.

Todo lo relativo al arte suscita preguntas y reflexiones que de maneras


diferentes se han planteado desde antiguo. Existe por tanto una reflexión sobre el
arte, una parte de la filosofía que se ha dedicado a tal reflexión y que recibe el
nombre de filosofía del arte o estética.
Es habitual considerar al filósofo alemán del siglo XVIII Alexander
Baumgarten como el fundador de la moderna estética como disciplina
filosófica, y de hecho fue él el que empleó el término por primera vez en su tesis
doctoral. Pero mucho antes del siglo XVIII muchos filósofos ya se habían
planteado cuestiones de estética y habían reflexionado y escrito sobre la belleza, el
arte, el gusto, la experiencia estética, la creación artística, el juicio estético, etc.

3.1 La belleza.

El primer tema que analiza cualquier teoría estética es el de la belleza. Los


primeros en tratarlo fueron los filósofos pitagóricos (siglo VI a.C.) que no hablan
propiamente de belleza sino de armonía. Para ellos la belleza es una unidad
de elementos organizados con cierta proporción. Esta proporción la
entienden de forma natural, como una estructura armónica que se capta con la
vista o el oído.
Aunque para los pitagóricos la armonía tiene que ver especialmente con la
música, pronto entre los griegos se aplica este concepto a
la escultura y la arquitectura. Por ejemplo, la belleza de un
pórtico surge del volumen, número y orden de las
columnas y lo mismo sucede con la música con la
excepción de que en este caso las relaciones son
temporales y no espaciales.

Surgen así los cánones de belleza del arte griego:


entienden que la belleza es calculable matemáticamente, se
trata de una belleza racional, perceptible e inteligible. Así,
por ejemplo la proporción del cuerpo humano en relación
a la cabeza, según el canon clásico, es de siete a uno: el
cuerpo humano debía medir siete cabezas siguiendo el

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patrón del Doríforo de Policleto. De la misma manera prestaron especial atención
a la sección áurea o número de oro: el punto en el que se divide una línea en dos
partes tales que el segmento menor es al mayor como el mayor al todo. Los griegos
creyeron descubrir aquí un misterio: la sección áurea se situaría precisamente en
el ombligo- femenino mejor- , con lo que la ley divina de la armonía numérica
estaría también enlazando generaciones a través de los sucesivos cordones
umbilicales.
Esta teoría podría ser denominada y con razón la Gran Teoría de la
estética europea. Han existido pocas teorías en cualquier rama de la cultura
europea que se hayan mantenido durante tanto tiempo o que hayan merecido un
reconocimiento tan grande.
Platón amplía el concepto de belleza que habían formulado los sofistas: “lo
que resulta agradable a la vista y al oído” y amplía el concepto comprendiendo, no
sólo las cosas bellas, figuras colores y sonidos sino también los pensamientos y
costumbres bellas, afirmaba que la belleza es una propiedad de las cosas y que
está relacionada con la bondad de las mismas. Lo bello es bueno y lo bueno es
bello. Así las leyes de una ciudad cuando son justas son bellas y la belleza física de
un muchacho es síntoma de la bondad de su alma.
Este modelo de belleza se mantiene en la cultura cristiana, que considera la
naturaleza como la obra de arte en sí misma por ser obra de Dios, quien determina
su orden y armonía. Los teólogos cristianos ven en la belleza de las cosas
un símbolo, un reflejo de la belleza divina.
Pero a partir del siglo XVIII, y de manera muy clara en el siglo XIX, la
belleza paulatinamente pasa de ser considerada una cualidad objetiva
de las cosas a ser relativa al sujeto que contempla la belleza. Pasa a ser
más importante la emoción que la belleza produce en el espectador que la
proporción o la armonía que está presente en la obra de arte. ¿Cómo sucedió esto?
En primer lugar porque los gustos habían cambiado. El arte y la literatura
del barroco tardío y, fundamentalmente, del romanticismo habían hecho su
aparición y habían ganado partidarios. Los cánones de belleza clásicos habían
quedado desfasados y el nuevo arte rompe con las fórmulas aceptadas hasta
entonces.
En segundo lugar porque las nuevas filosofías, el empirismo y el idealismo,
otorgaban al sujeto un papel preponderante: la experiencia y el conocimiento ya
no eran entendidas de forma pasiva como el resultado de la aceptación de una
verdad objetiva que se nos muestra y ante la cual sólo cabe asentir o apartar la
mirada. Por el contrario la experiencia y el conocimiento sólo eran posibles a
partir de la actividad propia del sujeto: es el sujeto cognoscente quien construye el
conocimiento a partir de los datos caóticos de los sentidos. Se proponen leyes y
reglas que rigen la actividad constructiva del sujeto de tal manera que este deja de
ser una caja negra de la que nada se sabe para pasar a ser la clave de todo.
También de la Belleza. . La Gran Teoría había caído después de casi veinticuatro
siglos.
En nuestros días la belleza, además de desvincularse del arte como
explicaremos en el próximo apartado, ha perdido ya toda referencia objetiva y
designa más bien un estado de ánimo en el espectador antes que una cualidad de
las cosas.
Imaginemos que un amigo nos dice que: “el Ayuntamiento de mi ciudad es
un edificio feo”. Esta frase es formal y pretendidamente informativa. Se nos
pretende informar que el citado centro tiene la propiedad de ser feo. Pero este
edificio, como cualquier otro, no puede ser feo o bello. Prueba de ello es lo

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siguiente: ¿qué información se obtiene del edificio citado cuando se dice de él que
es feo? Ninguna. Cada cual ha de imaginárselo según pueda. O mejor dicho, ha de
figurarse qué concepto tiene de feo el sujeto que ha dicho la frase y cómo lo
aplicaría a un objeto concreto.
No ocurre así cuando se dice de un objeto cual es su extensión, su altura o
su color. Así pues fealdad o belleza ya no son propiedades de objeto alguno, solo
designan la desaprobación o aprobación de un sujeto que contempla un objeto.
Pero los conceptos sirven para comunicarnos y la comunicación sólo es
posible si el emisor y el receptor de un mensaje comparten un mismo código, es
decir son capaces de atribuir los mismos significados a los signos lingüísticos.
Entonces... ¿para qué sirve un concepto que tiene un significado exclusivamente
subjetivo? Si cada persona entiende por belleza lo que le viene en gana ¿Cómo
podemos transmitir nuestra emoción ante una obra de arte? ¿Tiene sentido
continuar utilizando un concepto que no tiene ninguna referencia objetiva? ¿No
habremos ido demasiado lejos? ¿Es en verdad igualmente bella una madonna de
Rafael que una heroína del Manga?

3.2 El juicio estético.

Uno de los temas más discutidos en el seno de la teoría estética es el de si


existe un sentido especial para apreciar la belleza y valorar las obras de arte al
igual que existe el sentido de la vista para ver o el del oído para oír y si, en caso de
existir, este sentido está presente en todos por igual o si así como hay personas
que oyen mejor que otras, también hay personas especialmente dotadas para
apreciar y valorar las obras de arte.
Aunque se han utilizado términos diferentes, es usual referirse a este
sentido con el nombre de gusto y sobre él se ha reflexionado bastante sobretodo
ciertos autores del s XVII.
Algunos filósofos como el irlandés Hutchetson, hablaron de un “sentido
de la belleza”, como la facultad de formar la idea de Belleza en presencia de
ciertas cualidades de objetos capaces de suscitarla. Hutcheson influyó mucho en
dos grandes teorías que sobre el gusto se formularon en el s
XVIII: la de David Hume y la de Inmanuel Kant.
Para Hume, al igual que para Hutchetson, la belleza
no es algo presente realmente en los objetos bellos, sino
algo relacionado con el espectador que los contempla; no es
una cualidad objetiva de las cosas, sino un sentimiento
placentero que se produce en el espectador. Tal
sentimiento, como todos, es irreflexivo, se produce de
manera inmediata al margen de la razón.
Pero esto no significa que la apreciación de la belleza
sea algo totalmente subjetivo y que se excluya toda posible
discusión sobre los juicios estéticos. Muy al contrario,
Hume nos habla de una “norma del gusto”. El gusto, la capacidad para apreciar
la belleza, es algo que varía no sólo de un individuo a otro, sino de manera
histórica: diversas épocas tenían cánones de belleza diferentes.

Hume no piensa, como Platón, que la belleza es algo único, perfecto e


inmutable que permanece siempre idéntica a sí misma. Hume concede que la
belleza está sujeta a los avatares históricos: que distintas épocas y culturas

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diferentes tienen un concepto diferente de la belleza. Esto no quiere decir que el
gusto sea algo totalmente subjetivo. Supongamos que somos ciudadanos de una
polis griega, por suponer un lugar y un tiempo histórico donde hay un concepto de
belleza claramente diferenciado; en nuestra polis todos estamos de acuerdo en que
la Venus de Milo es una escultura bellísima ¿A qué se debe la unanimidad en el
juicio? Algo debe haber en el objeto, determinadas cualidades, que hacen que el
sentimiento que produce sea tan indiscutible. Además, las cualidades que hacen
que el objeto sea bello han de estar presentes en grado sumo para despertar un
acuerdo tan amplio. Pero seguro que existen otras esculturas, otras obras de arte
que contienen las mismas cualidades pero en menor grado. ¿Qué pasa entonces?
Que ya no existe unanimidad, que no todos son capaces de experimentar ese
sentimiento placentero que identificamos con la belleza ante la presencia del
mencionado objeto. Es aquí donde aparece el “buen gusto”.
Hay personas especialmente dotadas, por educación principalmente, para
captar las cualidades que producen belleza aunque estas se encuentren en
pequeñas proporciones. De la misma forma que los enólogos son capaces de
captar aromas en los vinos que se nos ocultan a la mayoría. Los aromas están
presentes en el vino, pero en pequeñas cantidades, solo los que tienen un gusto
refinado pueden discernirlos. También el aficionado a la ópera es capaz de
discernir una sobresaliente actuación de un tenor en una velada determinada,
mientras que, para el profano, dos representaciones son idénticas.
Las personas que reciben una esmerada educación están más capacitadas
que el resto para apreciar cualidades en una obra de arte. Ellos tienen un gusto
delicado. Son los críticos.
Siguiendo la costumbre de los autores ingleses, Kant llama juicio de gusto
al juicio que declara bella una cosa. La palabra “gusto” sugiere inmediatamente
subjetividad como había apuntado Hume, y Kant está de acuerdo. El juicio de
gusto es una proposición que expresa un sentimiento, no un
conocimiento. Una cosa es el conocimiento conceptual de un edificio (su
estructura, estilo, función, etc.) y otra la apreciación de su belleza.
Pero aunque el fundamento del juicio del gusto es subjetivo, lo que
realmente decimos es, sin duda, algo acerca de la cosa; a saber, que esta es bella.
¿Qué queremos decir al afirmar que una cosa es bella? ¿Cuáles son las
características de los juicios estéticos?

• El juicio estético es desinteresado, lo que no significa que se trata


de una situación de aburrimiento, quiere decir que se trata de una
satisfacción contemplativa. Que no deseamos contemplar la belleza para
satisfacer ningún fin o interés sino que la belleza nos interesa por sí
misma y el juicio estético, por lo tanto, no está encarrilado a ningún
otro fin. Por ejemplo: supongamos que estoy contemplando la pintura
de un fruto y digo que es bella. Con ello no quiero decir que me gustaría
comerme el fruto si fuera real, sino solamente que encuentro placer en
la contemplación del objeto.

• Pretensión de validez universal. Kant distingue entre “lo


agradable” y “lo bello”. Cuando digo que el sabor de las aceitunas es
agradable puedo admitir perfectamente que alguien diga: “usted lo
encuentra agradable, pero para mi es desagradable”. Pues reconozco
que mi afirmación se basa en la sensación o el gusto privado y “sobre
gustos no hay nada escrito”. Pero cuando digo que una obra de arte es

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bella pretendo tácitamente, que sea bella para todos. O sea: pretendo
que el juicio no se base en sentimientos puramente privados, sino en
sentimientos que atribuyo a otros o que exijo de otros. Los juicios de
gusto en sentido kantiano, tienen pretensión de validez universal.

Como es natural, Kant no piensa que cuando uno llama bella a una estatua
crea necesariamente que todos la consideren bella. Kant quiere decir al formular
su juicio estético que el sujeto sostiene implícitamente que los demás deberían
reconocer la belleza en la estatua. Pero... ¿por qué tenemos la esperanza de que los
demás reconozcan la belleza de la estatua? Si la belleza no se capta con los
conceptos sino a través del sentimiento.... ¿por qué presuponemos que los demás
tienen sentimientos semejantes a los propios?
Kant sostiene que todas las personas compartimos algo así como un
sentido estético común que nos permite apreciar y reconocer la belleza. La
existencia de tal sentido no es algo que se pueda probar, más bien es el
presupuesto necesario para hacer compatibles dos proposiciones verdaderas.

• La belleza no es una cualidad objetiva de las cosas, sino un sentimiento


que pertenece al sujeto.

• Pretendemos que nuestros juicios estéticos sean reconocidos


universalmente, es decir, pretendemos que los demás den su
conformidad a nuestros juicios estéticos.

Si las dos proposiciones anteriores son verdaderas, y esto es evidente para


Kant, necesitamos postular un”sentido común” perteneciente a la naturaleza
humana que nos permite reconocer la belleza y que hace posible la comunicación y
el acuerdo sobre cuestiones estéticas.

3.3.- La experiencia estética.

La experiencia estética consiste la


producción y contemplación de la belleza. Así
pues este concepto engloba tres elementos y
sus respectivas relaciones: artista, obra y
espectador. Suponemos que es la “belleza” lo que
se transmite en esta cadena: el artista genera
belleza, que la materializa en la obra de arte y es
percibida por el espectador.
Naturalmente la experiencia estética ha ido
evolucionando a través de la historia. El arte clásico
(griego y romano) parte de una concepción objetiva
de la belleza como armonía y proporción. La
experiencia estética toma como centro de gravedad
la obra de arte, si esta es proporcionada y armoniosa
necesariamente será percibida como un objeto bello.
Durante la Edad Media, la experiencia
estética (la contemplación de la belleza) se aproxima a la experiencia religiosa (la
contemplación de Dios), pues el reconocimiento de las cosas del mundo nos lleva
a desear la fuente de esa belleza, el manantial de donde brota: Dios, el divino

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hacedor. En última instancia la experiencia estética y la religiosa tienen el mismo
objeto: Dios.
En el siglo XIX, durante el Romanticismo se entendió por primera vez la
experiencia estética de un modo significativamente diferente. Lo que el público
romántico esperaba de una obra de arte es que le produjera una intensa emoción
de carácter irracional que tomara posesión de la mente y la llevara un estado de
suma exaltación, alejándola de su curso normal. La belleza racional, armoniosa y
matemática del pasado no producía los efectos deseados. El concepto de belleza
fue sustituido por el de “lo sublime”. La experiencia de lo sublime sume al
espíritu en una especie de anonadamiento, de incapacidad para reaccionar. Lo
sublime es terrible, no se somete ni a la compasión, ni a la mesura, ni a la cordura.
No conoce ningún límite y, por eso, transgrede toda norma, toda ley, toda moral.
A pesar de que supone una amenaza para quien lo experimenta (lo sublime
mata o enloquece), lo sublime es inmensamente atractivo y seductor, como las
sirenas que tientan a Ulises en su viaje de regreso a Itaca.
Finalmente cabe destacar que lo sublime es privilegio de unos pocos, pues
no son muchos los que tienen la suerte de encontrarlo, la sensibilidad para
reconocerlo y la fortaleza para soportarlo. Lo sublime es patrimonio del genio.
Los románticos, igual que los artistas contemporáneos, se caracterizaban por
una constante búsqueda de la libertad. Pero los románticos entendían que la
libertad estaba ligada a un proyecto estético, la percepción de lo sublime, y a un
proyecto ético, la ruptura con el código moral establecido. En cambio, el arte
contemporáneo aspira a una libertad absoluta, libre de todo compromiso
estético o ético. Consecuencia de esta libertad es también que el arte
contemporáneo se disgrega en un amplísimo abanico de corrientes:
expresionismo, dadaísmo, constructivismo, neorrealismo, cubismo, pop-art...
En otra época, los artistas intentaban crear objetos bellos y esta belleza era
reconocida por el espectador. En cambio, el artista contemporáneo no está
dispuesto a rendir pleitesía ante nada ni ante nadie. Su producción artística puede
buscar la belleza, sí, pero no tiene porqué hacerlo. Esta desvinculación del arte
con la belleza nos conduce a una constante transgresión de los códigos artísticos
vigentes, llegando finalmente a la paradoja de que finalmente ya no hay códigos o
normas que romper porque “todo vale”
La obra de arte contemporánea busca el impacto, la provocación, la
novedad, a veces sólo para experimentar, pero muchas otras para que la obra sea
capaz de agitarnos y despertarnos incorporando para ello en muchos casos e
intencionalmente la fealdad, porque esta forma parte de nuestro entorno y porque
el artista quiere que su obra sea testimonio y memoria de un mundo que ha
atravesado demasiadas veces el horror (pensemos por ejemplo en aquellos artistas
que fueron testigos nada menos que de dos guerras mundiales, mas todo el
sufrimiento y la injusticia que en muchos lugares del planeta, pero también en
rincones de nuestras propias ciudades, siguen existiendo). Cuando Picasso pintó el
Guernica no pretendía hacer una obra bella pretendía denunciar la injusticia del
bombardeo de una ciudad sin objetivos militares por parte de la aviación alemana.
Pretendía representar el horror y la atrocidad que habían cometido los militares
para que se avergonzaran sus autores y aquellos que por omisión lo habían hecho
posible. Es pues una especie de pudor que asumen muchos artistas como
compromiso personal o social, porque se sienten mal ofreciendo siempre una
imagen bella de su entorno que no se corresponde con la realidad.
Otras veces, sin embargo, el abandono de la belleza es simplemente una
opción estética, un ejercicio de libertad y una liberación para la creatividad del

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artista que puede así manifestarse sin cortapisa alguna. En la búsqueda de la
ruptura y la novedad el artista contemporáneo experimenta con nuevas formas,
nuevos materiales (periódicos, cartones, materiales de desecho...) y nuevas
expresiones (videos, instalaciones, performances...).
Lo importante en el arte moderno no es la belleza, sino el
significado. En palabras de A.C. Danto, (Michigan, 1924) uno de los teóricos del
arte más reputados de la actualidad: “Para una obra de arte
contemporáneo, la belleza es una especie de delito estético. La belleza
sólo tiene un papel si añade algo al significado de la obra y eso sucede usualmente
cuando la obra tiene una función extra, además de ser mirada” La actitud del
asiduo a las galerías de arte contemporáneo es parecida a la del aficionado a los
jerogríficos: siempre atento a los detalles, buscando relaciones entre los elementos
de la obra que le permitan “captar el mensaje”, dar con el significado de la obra.
El arte contemporáneo (o al menos una buena parte de él) aspira a una
obra de arte puro, liberado de todo compromiso ético y estético. El arte así
entendido corre diversos riesgos, de los cuales algunos son:

a) frivolidad o banalidad: cuando el único valor es la novedad, cuando


ya no hay normas o cánones a partir de los cuales calibrar la habilidad
del artista y la calidad de la obra de arte, entonces, todo se fía a la
espontaneidad: el artista se lanza a emborronar telas o cuartillas “a lo
que salga”, llevado por sus caprichos. No es de extrañar que el resultado
sea una obra frívola e intrascendente que ni engrandece el mundo ni
aporta nuevas vías de expresión. Cuando el arte se aleja de las grandes
cuestiones de la vida se convierte en una cáscara vacía e intrascendente.
b) Cripticismo: Llamado por su afán transgresor el sentido del arte se
reduce con frecuencia a un simple “no ser como...”, mera polémica entre
escuelas rivales que aleja la producción artística del público al que va
dirigida y para quien resulta absolutamente incomprensible. El público
es, así, olvidado y despreciado y emerge la importancia del crítico
mediador imprescindible entre el arte y el espectador. Consecuencia de
ello es que el crítico se convierte en el primer interesado en el carácter
críptico de la obra, por lo que tenderá a fomentar y deleitarse ante lo
que sólo él entiende.
c) Mercantilismo. Al ser el arte asunto de expertos, el público no puede
fiarse de su propio criterio: ¿Cómo reconocer entonces lo que es una
obra de arte? Porque la obra de arte se expone en museos y galerías,
porque es reseñada en tal o cual publicación (reseñas que pueden estar
determinadas por intereses comerciales) etc. Y ¿Cómo calibrar su valor?
Por el precio. El dinero se convierte en la medida del valor artístico:
Picasso es mejor pintor que Antonio López porque sus obras “valen
más”.

3.4 La creación estética.

La creación estética entendida como la relación entre el artista y su obra es


otro de los temas abordados por la teoría estética.
En el mundo griego no se entiende el arte como creación sino
como simple habilidad. Un mismo término “techne” designa el tipo de
conocimiento propio del zapatero o del escultor. La virtud propia del escultor
consiste en imitar de la manera más perfecta posible la naturaleza.

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Se consideraba que Praxíteles, por ejemplo, era un gran escultor porque
representaba fielmente la figura humana. En lo referente a la arquitectura, los
“técnicos” debían esforzarse por hacer edificios simétricos y bien proporcionados
conformes al canon de belleza imperante y así sucesivamente. El arte es
básicamente mímesis (imitación) y no hay lugar para la creatividad del artista.
Durante la Edad Media los artistas se sienten instrumentos en
manos de Dios. Consideran que su misión es servir a Dios contribuyendo con
sus obras a la educación moral de los hombres. La importancia de esta misión
oscurece la personalidad del autor de cuya personalidad no puede quedar
constancia.
Al final de la Edad Media ya se conocen los nombres de algunos autores,
pero, hasta la Edad Moderna, el arte no empieza a considerarse como fruto del
talento, de la imaginación y de la intuición personal del artista. Este aspira a la
perfección en su obra y se valoran la originalidad y la novedad de la misma,
dejando constancia de su autoría.
A partir del Renacimiento italiano cuenta el prestigio de los artistas que
ascienden en la escala social. Es entonces cuando aparece un concepto
estrechamente ligado al del “artista” y “creación”; este es el genio. El genio se
opone al artesano, este último posee una técnica, un oficio que le permite la
realización de objetos que, aunque ocasionalmente pueden ser bellos, son
adquiridos (no contemplados) en virtud de su utilidad.
El genio, según Kant, es el auténtico productor de las obras de
arte. Una obra de arte no es el resultado de la aplicación mecánica de
determinadas técnicas que están al alcance de un número relativamente amplio de
personas. La obra de arte es algo único, la plasmación en materia de una intuición
genial. Los genios no se hacen: nacen, tienen un don. No son ellos los que
conscientemente generan arte, son como los elegidos, por la Naturaleza que se
manifiesta a través de ellos, incluso sin que sean ellos conscientes. La genialidad
no se aprende, sencillamente se posee y se manifiesta como creatividad. El genio
no participa de un mundo ya dado, sino que crea un nuevo universo simbólico, en
última instancia toda la producción artística puede reducirse al momento creativo,
al acto de creación por parte del artista.
El arte contemporáneo se ha distanciado progresivamente de la figura del
“genio” (que es el concepto central del arte romántico), pero permanece fiel, más
que nunca podríamos decir, a la creatividad. El artista contemporáneo, en su
mayoría, ya no aspira a representar la belleza sino a manifestar su
creatividad. Los peligros de este planteamiento ya los hemos comentado en un
apartado anterior.
Pero a pesar de ser el concepto
central en torno al cual gira buena parte
del arte contemporáneo no está en
absoluto claro que es eso de la
“creación”. Cuando un artista proyecta
una obra, un guión mínimo para que
sean los lectores o espectadores los que
completen el rompecabezas, o cuando
convierte el arte en una especie de
terapia de grupo donde todo se deja a la
improvisación de esos actores-
espectadores casuales, cuando juega
con el azar para anular prácticamente

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su intervención, cuando dicta por teléfono a un simple operario las instrucciones
para hacer un objeto de arte que el ni toca, o cuando el mismo se coloca sobre un
pedestal y permanece inmóvil (pero no en la calle, sino en una galería de arte)
para ser contemplado, o cuando, sin proyecto previo, derrama botes de pintura
desde el aire sobre un lienzo, o sobre la espuma de las olas en el mar, o envuelve
una estatua, o compone poemas mezclando aleatoriamente palabras recortadas
también al azar de un periódico, o cuando un artista introduce un urinario o un
botellero o una pala de nieve o un perchero entre las paredes de una exposición, o
su obra consiste en una habitación vacía en la que se puede encender y apagar la
luz... y todos los ejemplos son reales, no podemos dejar de preguntarnos...¿Es
eso “creación“?

4. ¿EL FIN DEL ARTE?

Entre otras muchas definiciones que convienen al ser humano, una podría
ser la de animal artístico. El hombre es un animal que no se conforma con
utilizar lo que encuentre a su alrededor, sino que lo transforma, lo adapta y utiliza
para crear nuevas cosas. Algunas de ellas no tienen una utilidad más allá que el
placer que encontramos en su contemplación.
Esto ha ocurrido siempre: desde los albores de la humanidad hasta
nuestros días. A pesar de ello, algunos alzan su voz para anunciar que el tiempo
del arte ha pasado, que el arte contemporáneo es el canto del cisne de una historia
que se remonta al origen del hombre. Veamos algunos de sus argumentos.
En el siglo XIX, el filósofo alemán Hegel fue el primero en vaticinar el
fin del arte. Podríamos pensar que toda la historia del arte del siglo XX es la más
contundente prueba de la equivocación de Hegel, pero quizá nos estemos
precipitando. Para valorar en su justa medida la tesis hegeliana debemos acudir a
los argumentos que la sustentan, evaluar su coherencia o falta de ella, su
concordancia con los datos de los que disponemos o su desajuste con los mismos,
etc.
Un problema añadido es que la argumentación a la que nos referimos no es
una teoría aislada, sino que forma parte de un cuerpo mucho más amplio, la
totalidad de la filosofía hegeliana, que no podemos exponer aquí. Aun así, la teoría
estética hegeliana es suficientemente interesante como para estudiarla por sí
misma, al margen de la totalidad del sistema hegeliano (que recibe el nombre de
idealismo absoluto).
Hegel afirma que el arte es la manera en la que los pueblos manifestaban lo
que podríamos llamar su espíritu. Así, por ejemplo, a través del arte maya
conectamos con el espíritu de aquel pueblo: sus miedos, sus creencias, sus
esperanzas, etc. De la misma forma las primeras manifestaciones artísticas que
conocemos, Venus de pechos y caderas anchas con unos órganos sexuales muy
marcados, nos indican la importancia de la fertilidad y fecundidad para aquellas
gentes.
El primer período artístico de la humanidad lo denomina Hegel arte
simbólico. Las formas aún son toscas, las técnicas poco refinadas y la mimesis o
representación, muy imperfecta. La materia se impone al espíritu y no
permite una plena manifestación de este. Pero estas obras nos impresionan por su
fuerza simbólica, por el significado que intuimos asociado a estos objetos. Las
imponentes pirámides, las esfinges egipcias o los relieves asirios nos producen una
profunda impresión porque nos muestran el espíritu de aquellos pueblos. No se

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limitan a ofrecernos información objetiva sobre, por ejemplo, la complicada
estructuración jerárquica, la necesaria división del trabajo, la importancia de la
casta sacerdotal, o la fortaleza de la dinastía reinante que hizo posible la
construcción de las pirámides. Nos muestran, además, el ansía de inmortalidad,
la grandiosidad, el orgullo o la crueldad de aquellos pueblos. Su espíritu, en
definitiva.
El segundo periodo artístico es del arte clásico. Este periodo esta
marcado, como hemos visto, por la idea de armonía. No sólo armonía entre las
formas o las dimensiones de la obra de arte, sino también armonía y equilibrio
entre el espíritu y la materia. Nunca el espíritu de un pueblo tuvo una
plasmación tan fiel en sus obras artísticas como en el caso de los griegos. Grecia
es el Partenón, el Discóbolo, la Venus de Milo... Los artistas griegos, y después los
romanos, supieron materializar mejor que nadie el espíritu del pueblo al que
pertenecían.
Hegel da un importante salto, hasta su propia época, para caracterizar el
tercer y último periodo de la historia del arte: el arte romántico. El
romanticismo se caracteriza porque el espíritu desborda a la materia
que es, para el artista romántico, una limitación, un estorbo del que prescindiría
de buena gana si fuera posible. El espíritu ha cambiado y ya no se ajusta a las
formas clásicas. El espíritu del que estamos hablando no es otro que la propia
cultura occidental que ha roto con el ideal clásico de belleza y explora nuevos
caminos. La belleza ha sido sustituida por lo sublime y las obras de arte
transmiten con dificultad la emoción deseada (pues lo sublime no conoce límites
ni proporción alguna). El último género artístico es la música, pues es el
que más puede prescindir de los elementos materiales. Todavía en una obra
musical, como la cabalgata de las Valkirias de Wagner, por ejemplo, podemos
encontrar el espíritu romántico que se resiste a quedar confinado en una cárcel
material. Pero finalmente ya ni la música puede aspirar a representar al espíritu,
pues este se ha vuelto demasiado abstracto, demasiado complejo.
¿Podemos sacar aún hoy, en el siglo XXI, alguna enseñanza de esta vieja
teoría decimonónica? Puede que sí. El arte que nos impacta, aquel que
todos reconocemos como genuino es el que trasciende el mundo
interior del artista y nos dice algo de su tiempo y de su mundo. Por eso
las obras de arte antiguas no suscitan controversia. El artista es como un
“médium” por donde habla “el espíritu” (en términos hegelianos). Pero cuando el
artista sólo aspira a mostrarnos su “mundo interior” no podemos dejar de
preguntarnos: y eso... ¿a quién le importa?
El arte, durante siglos ha aspirado a la universalidad, el artista ha
puesto de individualidad y su personalidad al servicio de una meta más elevada:
captar y representar el espíritu, o los valores, las creencias, los deseos y los miedos
propios del mundo que le ha tocado vivir. Pero nuestro mundo se ha vuelto
demasiado complicado. El artista sólo aspira a dejar una muestra de su
individualidad, a demostrar que él posee una “personalidad creativa” y claro, no
hay un artista sino muchos, todos ellos demostrando lo únicos y originales que
son, abdicando de toda pretensión de universalidad, mostrando, de manera
desvergonzada, lo peculiar y exclusiva que es su “mirada”. Pero.... ¿eso es Arte?
El fin del arte ha sido proclamado no sólo por algún filósofo sospechoso de
resentimiento ante su propia falta de creatividad, sino por algunos artistas. Son los
pertenecientes a las vanguardias.
Las vanguardias artísticas son un conjunto muy variado de corrientes
(expresionismo, dadaísmo, surrealismo, cubismo...) y artistas que surgen a

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principios del siglo XX y que reaccionan contra el arte tradicional. Las
características de estas corrientes y las obras de estos artistas están al margen de
los objetivos del presente tema. Entre todos ellos vamos a destacar solamente a
dos artistas que por su obra han cambiado drásticamente la concepción del arte:
Marcel Duchamp y Andrew Warhol.
En 1917 Marcel Duchamp fue invitado por la galería Grand Central de
Nueva York a formar parte del jurado de una exposición de artistas
independientes. Sin informar a nadie, el propio Duchamp envió para exponer en
esa exposición un urinario de porcelana blanca firmado con el seudónimo "R.
Mutt". Cuando su Fuente fue rechazada para la exhibición, Duchamp denunció al
jurado y el incidente causó un escándalo que sacudió al mundo del arte.
Con esta actitud provocadora Marcel Duchamp quiso mostrar su desilusión
ante las formas tradicionales del arte, pintura y escultura, como medios de
expresión, y su rechazo ante la idea de que el arte y el artista tienen una
"naturaleza especial" distinta a la de los hombres y objetos ordinarios. Su gesto de
enviar a la exposición un producto comercial fabricado en serie y firmado por un
"artista" inexistente, se opone radicalmente a la sacralización de la obra de arte
como "creación única e irrepetible", salida de las manos de un "genio". Este
desafío "antiartístico" proponía romper con las barreras del arte y ampliar sus
horizontes. En la defensa de su Fuente, Duchamp escribió: “Si el Sr. Mutt
construyó o no con sus propias manos la Fuente no tiene ninguna importancia. Él
la ELIGIÓ. Tomó un objeto de la vida diaria, lo reubicó de manera que se
perdiera su sentido práctico, le dio un nuevo título y punto de vista y creó un
nuevo significado para ese objeto.”
El concepto artístico que Duchamp postula con obras como Fuente es el del
ready-made, es decir "lo ya hecho" u "objeto encontrado". Es decir que
encuentra objetos manufacturados que descontextualiza de su entorno común y a
los que les otorga una nueva identidad. Con ello, Duchamp ubica la esencia del
acto artístico en la IDEA y selección del objeto, no en la creación ni en la imagen
visual de la obra. De este modo, el artista se libera de la manualidad y, por ende,
de la técnica, que la tradición artística entendía como indisolubles del acto
creador.
En su momento, y quizá todavía, obras como ésta se tomaban como una
agresión. Marcel Duchamp usó este tipo de violencia para combatir las ideas
convencionales del arte. Su actitud coincide con el movimiento dadaísta
(Zurich,1916), en donde se cuestiona la validez del arte mismo. Duchamp y los
dadaístas buscaron demoler las barreras entre el arte y la vida,
declarando que cualquiera podía ser un artista y cualquier cosa podía
convertirse en una obra de arte.
Lo que hicieron Duchamp y los dadaístas tenía
un sentido: era una reacción frente a una consideración
elitista del arte y una negación del concepto romántico
de “genio creador”. Pero... ¿qué más cabe decir?
Cuando cualquier objeto cotidiano puede ser
contemplado como una obra de arte ¿no es
prueba suficiente de que un camino ha tocado a
su fin?
Andrew Warhol, el principal representante del
pop-art, da un último paso en este camino hacia la
disolución del arte. Al fin y al cabo las excentricidades
de Duchamp y los dadaístas eran comentadas entre pequeños círculos de personas

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aficionadas al arte pero no llegaban al “hombre de la calle”. Si el arte había
muerto la mayor parte de la gente no se había enterado. Warhol será el
encargado de hacérselo saber.
Warhol alcanza el éxito trabajando como diseñador y publicista. Pero Andy
quiere pintar y alcanzar el éxito con sus cuadros y lo consiguió presentando los
productos de consumo como arte. Surgen así las primeras serigrafías de la sopa
Campbell, las botellas de coca-cola, envases de jabón, latas de conserva, etc.
Warhol consiguió anular la distinción entre objeto de consumo y
obra de arte. Y su éxito no se limitó a la admiración de un reducido grupo de
críticos. Alcanzó un reconocimiento universal. A partir de Warhol es aún más
difícil, por no decir imposible, determinar qué es una obra de arte. Cualquier
cosa puede ser un objeto artístico: si Warhol firma un tiquet de compra, tal
objeto se convierte en un objeto artístico, porque Warhol es un artista reconocido.
Pero no es sólo Warhol, hay otros muchos. Parece que en el momento en que un
artista alcanza reconocimiento social pasa a ser la medida de lo que cabe entender
por arte. En última instancia, es arte todo lo que produce un artista y es artista
aquel que el entorno del arte (críticos, galeristas, profesores universitarios....)
decide que lo es. No hay criterio alguno, todo es cuestión de voluntad. Un grupo
decide quien es el artista y este decide lo que es una obra de arte. ¿Es realmente
descabellado afirmar que el arte ha muerto.

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