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No dejaría de tener interés dar un paseo por la ciudad si, considerando las
cosas que encontramos, quedara establecida de modo permanente una
determinada ordenación de cuestiones. Para ello vamos a averiguar qué
significación tienen los objetos que despiertan nuestra atención y para quién
tienen esa significación.
Pasamos por delante de una sastrería: los trajes expuestos no sólo están
acomodados a la forma del cuerpo humano, sino que también cambian en
relación con las diversas manifestaciones de la vida urbana.
A su lado se encuentra un relojero que expone los más diversos relojes. Hace
tiempo que quedó pasada la época de los relojes de sol. La salida y la puesta
del sol ya no representan en nuestra vida urbana el papel que representaron
antiguamente. El alumbrado artificial alarga el día, y esa pequeña máquina
cuida de la división de nuestra jornada.
Sigue después una tablajería. Vemos allí la carne de los animales que sirve
para nuestro alimento, dispuesta para una subsiguiente preparación. ¡Qué
pocos de los transeúntes saben que esta carne es un aparato ingenioso de
inasequible precisión, que proporciona a los animales movimiento y calor!
Una escalera de piedra nos eleva hasta la terraza del café, donde unos árboles
cuidadosamente recortados nos proporcionan sombra, y alegran nuestra vista
bien cuidadas flores. Nos sentamos en una cómoda silla y dejamos que actúe
en nosotros la imagen de los coches que pasan rápidos, ya arrastrados por
caballos, ya impulsados por motores.
Encontramos por todas partes una función humana, a la cual presta sostén el
objeto con su función antagónica. Para sentarse sirve la silla; para subir, la
escalera; para trasladarse de un sitio a otro, el coche, etc. Podemos hablar de
un ser-silla, un ser-escalera y un ser-coche sin ser mal comprendidos, pues el
servicio que rinden las producciones humanas es a lo que nos referimos
propiamente bajo la palabra que designan los objetos. No es la forma de la
silla, del coche, de la casa, lo que es designado por la palabra, sino su servicio.
Pasa rápidamente por la tienda del sastre. Esos vestidos sólo adquieren
significación para él cuando los ha usado su amo y les ha prestado el olor de
su cuerpo. Entonces llegan a ser importantes notas de la vida del perro.
Nuestros relojes y libros no llegan a constituirse para él en objetos especiales.
El insignificante laberinto de colores y formas lo deja del todo indiferente.
El perro utiliza en parte los mismos objetos que nosotros. La casa le protege de
la lluvia y del mal tiempo y lo alberga durante la noche, y adquiere de este
modo una determinada significación para el perro. Puede, por lo tanto, darse
algo a modo de un “ser-casa” para el perro, aunque con nuestro ser-casa, que
expresa un ser habitado humanamente, sólo posee débiles reminiscencias.
Aun más clara se hará la diferencia si consideramos los objetos que escoge el
perro como lugar de descanso: sillas, almohadillas y camas. Los servicios de
estos objetos se dividen en dos grupos para el hombre: sitios en qué sentarse
para la vigilia y lugares en qué yacer para el sueño. Para el perro no se da esta
diferencia, y la significación es para él la misma. La designaría con la misma
palabra.
Sin más, se ha hecho claro que si hay un mundo del perro diferente del mundo
del hombre, tiene que haber también un mundo del caballo, un mundo del
mono, etc. Hasta allá abajo, hasta el más ínfimo animal, se enfila mundo tras
mundo, en una hilera mil veces cambiante, llena de mutaciones.
VON UEXKÜLL, Jacob. Ideas para una concepción biológica del mundo.
Buenos Aires, 1951. p. 60-64
UNA CLAVE DE LA NATURALEZA DEL HOMBRE: EL SÍMBOLO
Sin embargo, ya no hay salida de esta reversión del orden natural. El hombre
no puede escapar de su propio logro, no le queda más remedio que adoptar las
condiciones de su propia vida; ya no vive solamente en un puro universo físico
sino en un universo simbólico. El lenguaje, el mito, el arte y la religión
constituyen partes de este universo, forman los diversos hilos que tejen la red
simbólica, la urdimbre complicada de la experiencia humana. Todo progreso en
pensamiento y experiencia afina y refuerza esta red. El hombre no puede
enfrentarse ya con la realidad de un modo inmediato; no puede verla, como si
dijéramos, cara a cara. La realidad física parece retroceder en la misma
proporción que avanza su actividad simbólica. En lugar de tratar con las cosas
mismas, en cierto sentido, conversa constantemente consigo mismo. Se ha
envuelto en formas lingüísticas, en imágenes artísticas, en símbolos míticos o
en ritos religiosos, en tal forma que no puede ver o conocer nada sino a través
de la interposición de este medio artificial. Su situación es la misma en la esfera
teórica que en la práctica. Tampoco en ésta vive en un mundo de crudos
hechos o a tenor de sus necesidades y deseos inmediatos. Vive, más bien, en
medio de emociones, esperanzas y temores, ilusiones y desilusiones
imaginarias, en medio de sus fantasías y de sus sueños. “Lo que perturba y
alarma al hombre —dice Epicteto—, no son las cosas sino sus opiniones
figuraciones sobre cosas.”
Desde el punto de vista al que acabamos de llegar podemos corregir y ampliar
la definición clásica del hombre. A pesar de todos los esfuerzos del
irracionalismo moderno, la definición del hombre como animal racional no ha
perdido su fuerza. La racionalidad es un rasgo inherente a todas las actividades
humanas. La misma mitología no es una masa bruta de supersticiones o de
grandes ilusiones, no es puramente caótica, pues posee una forma sistemática
o conceptual; (2) pero, por otra parte, sería imposible caracterizar la estructura
del mito como racional. El lenguaje ha sido identificado a menudo con la razón
o con la verdadera fuente de la razón, aunque se echa de ver que esta
definición no alcanza a cubrir todo el campo. En ella, una parte se toma por el
todo: pars pro toto. Porque junto al lenguaje conceptual tenemos un lenguaje
emotivo; junto al lenguaje lógico o científico el lenguaje de la imaginación
poética. Primariamente, el lenguaje no expresa pensamientos o ideas sino
sentimientos y emociones. Y una religión dentro de los límites de la pura razón,
tal como fue concebida y desarrollada por Kant, no es más que pura
abstracción. No nos suministra sino la forma ideal, la sombra de lo que es una
vida religiosa genuina y concreta.
No he vuelto a verla. Estoy casi ciego por la pitaña. Pero de vez en cuando
vienen los malintencionados a decirme que en este o en aquel arrabal anda
volcando embelesada los tachos de basura, pegándose con perros grandes,
desproporcionados.
Siento entonces la ilusión de una rabia y quiero morder al primero que pase
y entregarme a las brigadas sanitarias. O arrojarme en la mitad de la calle a
cualquier fuerza aplastante. (Algunas noches, por cumplir, ladro a la luna.).
Y me quedo siempre aquí, roñoso. Con mi lomo de lija. Al pie de este muro
cuya frescura socavo lentamente. Rascándome, rascándome…