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Argumentos de Cornisa
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Esperábamos que no llegara este
momento, pero en el fondo lo sabíamos
virtualmente inevitable. Si la campaña
electoral fuera una carrera de 5 mil
metros, habríamos entrado a la última
vuelta con el pelotón delantero en tropel,
luchando entre la atropellada y la fatiga.
La meta, cerca; el drama, más.

La diferencia, por supuesto, es que en


esta competencia se juega bastante más que las medallas.

¿Pero qué se juega? A juzgar por la cobertura de los medios


predominantes y de los coros de comentaristas, las últimas
encuestas han llevado la hasta hace poco plural y pintoresca
verbena electoral, a una grave disyuntiva nacional: la de la
cordura o la demencia económica. El campo de la primera estaría
poblado, en el pelotón de punta, por PPK, Keiko Fujimori,
Alejandro Toledo y por Luis Castañeda. El segundo, por Ollanta
Humala.

Como sucede que, por lo menos hasta el momento de escribir este


artículo, Ollanta Humala ha tomado la punta y la conserva, las
alarmas ululan o repican señalándolo como un peligro inminente,
con tonos que van desde la genuina preocupación, hasta los que
disfrazan una cínica sensación de oportunidad.

Yo coincido con que nos aproximamos a una disyuntiva, pero ésta


no será entre quienes defienden el “modelo económico” de los
últimos veinte años (otros dicen que solo diez), sino entre quienes
defienden la Democracia como el valor y el sistema
fundamentales de nuestra República, y aquellos que prefieren un
sistema autoritario o una dictadura.

Para mí, entonces, la pregunta no es si Humala va a respetar o no


el “modelo” económico sino si va a respetar o no la Democracia.
No son preguntas iguales; no responden a iguales valores y no
obtienen iguales respuestas.

Uno hubiera podido, hipotéticamente, ucrónicamente (palabra que


le encantaba a Valle Riestra), haber votado por un dictador como
Pinochet (o por otro como ‘chinochet’) para defender el “modelo”
económico, frente a líderes social demócratas como, digamos, los
uruguayos Tabaré Vázquez o José Mujica. La más bien relativa
libertad económica ha sido con frecuencia manejada por
dictadores –de Chiang Kai-shek a Pinochet, al Partido Comunista
chino de hoy– mientras que democracias ejemplares como las
escandinavas prosperaron con Estados muy fuertes en la
regulación y distribución.

Es verdad que hay y ha habido sociedades democráticas con


economías liberales. Pero las democracias más sólidas son
aquellas que han podido transitar por diferentes modelos o
estrategias económicas sin erosionar el sistema de gobierno. Pasar
sin trauma del laborismo al thatcherismo; o de la social
democracia al social cristianismo y de ahí al liberalismo, fue
posible gracias al gran regulador de esas transiciones, la
democracia que no permite excesos, ni ilegalidades, ni atropello a
los derechos de las minorías.

Lo extraño es que durante esta campaña no se haya tocado


virtualmente el tema, ni en el largo capítulo folclórico previo ni,
menos, en la etapa actual de alarmado cacareo.

Los generalmente mediocres estrategas de campaña –con la


excepción de los de Humala y los de Fujimori, que han sido más
hábiles– han centrado la propaganda y el mensaje en el cómodo
ámbito de la economía y los asuntos vinculados con ella
(seguridad en las calles, salud pública). No hemos tenido
candidatos a líderes sino a administradores con ambiciones
gerenciales.

En la campaña, por ejemplo, resultó difícil distinguir


cualitativamente a Castañeda o Toledo de Keiko Fujimori. ¿Se
compraban tantos panes por un sol? Qué bueno, ¿no? ¿Y los
llevaba uno a casa por la escalera de peldaños amarillos?
¿Pasando por el lugar donde antes se donaba ropa usada de
Japón? En esa grisura, el color de la campaña fue puesto por las
payasadas patéticas y los cretinos pinchazos verbales entre
candidatos.

El otro día conversé con Alejandro Toledo, que estaba


acompañado por varios de sus amigos y colaboradores; algunos
antiguos, otros recientes y uno que otro, digamos, poliamóricos en
la política (en este caso, porque ayudan a más de una campaña).
Les pregunté que por qué no había habido recuerdo alguno en esta
campaña de lo que hizo Toledo en la lucha contra la dictadura, de
la Marcha de los Cuatro Suyos, del desvelamiento de la
hipercorrupción del fujimorato. Más de uno me dijo que eso no le
interesaba a la gente. Que lo que les interesaba era la prosperidad
o, mejor dicho, la ventaja económica. Tantos panes por un sol, ese
tipo de cosas.

Obviamente no creo que se pueda ganar una elección solamente


con odas a la libertad y ditirambos a Jefferson y a Pericles, pero
estoy seguro que quien renuncia a convocar el entusiasmo, la
esperanza, el ideal, en la gente, solo podrá triunfar si compite con
candidatos más mediocres y estrategas más miopes.

Esa miopía representa ahora, por supuesto, un grave peligro para


la sobrevivencia de la democracia conquistada el año dos mil. Si
quien lideró la lucha entonces tiene reparos no solo en enarbolarla
sino hasta en recordarla, parece entonces que estamos jodidos,
¿no?

Porque el escenario que conviene a la implícita coalición de


bribones repartidos entre varias campañas, es enfrentar a Keiko
Fujimori con Ollanta Humala en la segunda vuelta. Es una
apuesta fuerte y no exenta de riesgo para ellos, pero confían en
que una campaña estridente de meter miedo pueda repetir con
ventaja el resultado del 2006 y terminar con Fujimori liberado y,
poco después, en control: Keiko gana, gobierna Kenya. La mano
dura (pero de dedos rápidos) tan deseada, al fin. Y el fragmentado
congreso, ¿conseguiría seguro de vida hasta el próximo cinco de
abril?

Una elección así, ¿sería como lo dijo Vargas Llosa, entre el


cáncer y el sida? La respuesta precisa saber previamente si
Ollanta Humala ha evolucionado lo suficiente o no.

El 2006 yo no tuve duda de que Humala representaba una


peligrosa vertiente antidemocrática y por eso llamé a votar por
Alan García. Lo recuerdo hoy con un sabor amargo pero sigo
pensando que fue necesario.

¿Lo sería hoy? América Latina muestra varios casos de líderes


que antaño consideraron enemiga a la democracia y que hoy,
como la presidenta de Brasil, el de Uruguay, la dirigen y
defienden. ¿Puede ser ese el caso de Humala? En términos
generales, un líder civil de izquierda se convierte con más
facilidad en un demócrata antes que un militar en actividad o
retiro.

Además, en la mayoría de los casos, el tránsito del voluntarismo


revolucionario a la convicción democrática, fue largo. Varias
elecciones perdidas para Lula; la durísima experiencia de la cárcel
y la derrota para Dilma Roussef, José Mujica.

Mientras tanto, Toledo, parado otra vez en la cornisa, espera que


el peligro aguce de nuevo sus instintos de sobreviviente
consumado, mientras aconseja a la gente no lanzarse al vacío
(buen consejo, que él también debiera escuchar).

Quizá el peligro despierte también la inteligencia y le haga ver


que si la Democracia está en peligro, como lo está, necesita ser
defendida, con fuerza, con pasión, con entrega. ¿Qué eso no le
importa a la mayoría? A ver. En casi todas las encuestas, la gente
señala que el principal problema del país es la corrupción. Y
cuando se les pregunta cuál fue el momento más grave de
corrupción, todos tienen recuerdos claros del fujimorato y su
principal funcionario, Montesinos. Todos saben que la mentira y
la violencia de la dictadura hicieron posibles los mayores robos,
los peores latrocinios de nuestra Historia. Por eso pelearon el año
dos mil; y por eso, pese a las desilusiones posteriores, siguen
considerando, de lejos, a la Democracia como el mejor de los
sistemas.

Si encontrarse en la cornisa hace pensar mejor a los


sobrevivientes repetitivos, diría yo que, sin embargo, no conviene
quedarse parado mucho tiempo en ella. ¿No fue Nietzsche quien
escribió que cuando miras largo tiempo al abismo, el abismo
también te mira a ti? (Gustavo Gorriti)

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