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Ilusión y documento.

Una lectura débil de la fotografía

La mejor imagen que conservo de mi infancia es una foto de Paolo Gasparini, tomada en el año 1962. Es una
composición de fuertes líneas diagonales. A la izquierda, dos autobuses. A la derecha, el borde de la calle, y
la gente. En los autobuses hay hombres que parten a la zafra. En la acera están los curiosos y la gente que
despide a los hombres de los autobuses. Hay un hombre con un niño cargado. Desde que vi esa foto por primera
vez, quise imaginar que ese hombre era mi padre. Aunque en mi infancia me tocó verlo partir más de una vez en
esos autobuses, ahora, por una de esas trampas de la memoria, prefiero verlo despidiendo a los que parten. El
niño en sus brazos no puedo ser yo, por una simple cuestión cronológica. Pero pudiera ser uno de mis hermanos.

Hay muchas maneras de aparecer en una foto. Hay muchas maneras de apropiarse de la vivencia de otros. Mi
vínculo afectivo con esta fotografía es mucho más fuerte que con cualquiera de las que se hicieron en Cuba
durante esa época y los años posteriores. No tiene nada que ver con el mensaje patriótico, con la propaganda
revolucionaria o con la historia de Cuba. Tiene que ver con mi propia historia, paradójicamente con la historia
que no viví. ¿Cómo se ha convertido en mía la historia que me precedió? Precisamente gracias a otros recuerdos,
gracias a otros relatos, gracias a otras fotografías. Tiene que haber algo que no recuerdo, y que esta foto me
hace reconocer, aunque no recordar. Reconozco que he olvidado algo, y trato de suplirlo con esa foto.

En la foto hay algo conmemorativo que rebasa mi propia memoria. Las muchachas en el ángulo inferior derecho,
con ese gesto tierno y melodramático al mismo tiempo, dan un toque lírico a una imagen que tiene mucho de épico.
Le dan un toque de ternura y de sencillez, que no es extraño en las fotos que hizo Gasparini en esa época en
Cuba. Crean una atmósfera particular en este rincón de la composición. Por ese rincón parece cruzar, un soplo
de vitalidad.
La mujer que despide al hombre que parte es también una imagen llena de simpleza. Pero precisamente en ese
espacio de la foto es donde se concentra el aliento épico, casi mítico: el hombre que se marcha a cumplir una
misión, la mujer que lo despide y que lo espera. Como si fuera una representación de la Odisea.

Casi me parece estar viendo una imagen similar (otra imagen que me atrevo a reinventar aquí) en varias de las
fotos del Fondo Casasola. Es la primera referencia iconográfica que me viene a la memoria. Una de estas
fotografías, en particular, estructurada también con fuertes líneas diagonales, posee una distribución similar
de los personajes principales. La mujer que “despide” aquí parece ser más bien una vendedora de tacos que
alcanza la cesta de alimentos a uno de los soldados, quien se inclina a través de la ventanilla del tren. Donde
quisiera ver al hombre que carga un niño, se encuentra un campesino que sostiene un pollo entre sus brazos. A
la extrema derecha, cortado por el encuadre, otro hombre contempla la escena.

Tal vez estoy creando analogías entre el tren de unas fotos y los autobuses de la otra. Tal vez unifico ambas
imágenes en el hecho de partir, tal vez en la centralidad que tiene la figura de la mujer. Lo cierto es que
encuentro en esos ejemplos el mismo aliento mítico que ha alimentado a la fotografía durante décadas, y que en
América Latina ha servido incluso como referencia para cierta funcionalidad ideológica de lo fotográfico. Sin
embargo, más que abundar sobre los perfiles ideológicos atribuidos a la fotografía latinoamericana, quisiera
detenerme en un aspecto que me parece menos atendido, y que realmente está en el principio de este texto. Me
refiero a la cuestión de la relación afectiva que establecemos con la fotografía y con lo fotografiado. El
ejemplo de esa foto de Gasparini es bueno porque resume el funcionamiento estético de la fotografía en tres

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niveles: uno formal, uno textual y otro afectivo, no menos importante. Todos estos niveles vienen
obligatoriamente interrelacionados, aunque propician en distintos grados un acercamiento intelectual y/o
emotivo.

La forma y el drama

En lo formal, esta foto de Gasparini (tanto como la de Casasola) se basa en la composición, que tiende a
abrirse en al primer plano por las dos diagonales que dominan. Aunque la foto de Gasparini es mucho más
abigarrada, o mucho más “poblada”, y sugiere en efecto una mayor cercanía, una cercanía algo “incómoda” del
fotógrafo con la escena fotografiada, lo cierto es que en ambas el espacio se abre hacia el frente y parece
invitar al espectador a formar parte de la escena, aunque sea por la vía ilusoria de la mirada. Incluso diría
que la mirada, en tales circunstancias, se convierte en un instrumento de apropiación ilusoria de lo
fotografiado. Es decir, que independientemente de que yo me apropie de una foto de una manera casi “literaria”,
al convertirla en parte de una vivencia que no tuve, igual podría lograr el mismo efecto por medio de la
ilusión visual provocada por esta cualidad inclusiva de la escena abierta en primer plano.

Un efecto colateral provocan las líneas de fuga que confluyen en el fondo de la escena, y que sugieren su
continuidad en profundidad. Aunque la tendencia inmediata es a involucrarse con el primer plano que nos abarca,
estas líneas de fuga son fundamentales para la construcción ilusoria del espacio. La continuidad de la escena
es una de las ilusiones en que se basa el realismo fotográfico. O sea, que la capacidad engañosa de la
fotografía sería incompleta sin esta reconstrucción del espacio a través de los planos. El propio concepto de
“representación” quedaría como una simple metáfora, si tratáramos de aplicarlo a una fotografía carente de este
juego espacial. Pues la representación, en el contexto de lo fotográfico, es eminentemente teatral,
eminentemente dramática. Y el drama, también en el contexto de lo fotográfico, no depende simplemente de las
relaciones entre los personajes, sino de la cualidad “local” de dichas relaciones. Es decir, el drama depende
de la localización de los personajes en un espacio/tiempo limitado. Un drama no funciona si no hay un espacio
dramático. El recorte que hace la fotografía de la continuidad espacio-temporal, crea esa unidad dramática,
relativamente autosuficiente (autosuficiente respecto de la Historia o de la Realidad), en donde los sujetos,
y a veces los objetos, adquieren el rango de personajes. Es también ahí donde la Historia, e incluso la Noticia
se acercan al Mito.

Sin embargo, en la fotografía, el corte de la escena no redunda solamente en el establecimiento de la unidad


espacio-temporal. Por medio del encuadre siempre se deja abierta la posibilidad de un más allá en el tiempo y
en el espacio. Para la ilusión fotográfica no basta con sustituir una realidad por otra, es necesario que ambas
realidades pugnen por medio de una tensión de la que depende gran parte de su funcionamiento estético y de su
impacto sicológico. Tal vez esto sea válido no solamente respecto a la fotografía. Quizás los sueños y las
fantasías (incluso los recuerdos) sólo son ricos en tanto se oponen de alguna manera a la vivencia “real”. En
todo caso, los cortes en el encuadre –en estas y otras fotografías- inevitablemente sugieren la proyección de
la escena fuera de los límites del cuadro. En consecuencia, el espectador queda centrado y como “rebasado” por
la escena. Es decir, es colocado dentro de la escena, y este posicionamiento respecto del punto de vista del
fotógrafo es un elemento sicológico muy propio de la experiencia fotográfica, pero es sobre todo, parte del
funcionamiento estético de la foto. Dicho funcionamiento estético estaría dependiendo entonces de la tensión
dramatizada entre el espacio real y el espacio imaginario. Quiero decir que el disfrute estético de una foto
depende en gran medida de una relación física, que incluye la ubicación del espectador respecto de lo
fotografiado, pero, sobre todo, incluye la ubicuidad que resulta de esa doble posición, y que coloca al
espectador simultáneamente en relación con el espacio real y con el espacio representado.

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Texto y memoria

La comparación que he hecho entre las dos fotos no es resultado simplemente de la agudeza visual ni del
funcionamiento automático de la información que tiene la imagen. Ni siquiera tiene la precisión que exigiría
una lectura “erudita” de la foto. Lo único que he hecho es interceptar la memoria de la fotografía con mi
propia memoria. Con esa transversalidad se va constituyendo la cualidad textual de la fotografía. Más que de la
textualidad de la foto, debería hablarse entonces de su transtextualidad. Esa transtextualidad podría resultar
en gran medida de lo aleatorio, ya que toda fotografía tiene su propia “memoria”, y ya que dicha memoria se ve
atravesada por la memoria del autor tanto como por la memoria del espectador.

La única manera de convertir en texto un objeto es leyéndolo. En consecuencia es muy probable que no sea la
fotografía (en tanto texto) la que imponga su lectura, sino que sea la lectura la que cree la textualidad de
la fotografía. Una perspectiva así podría ser crucial para el trato con la fotografía, si entendemos que gran
parte de la textualidad de una foto está constituida por un residuo de realidad y por un residuo de significado,
que generalmente se acepta como irreductible. Si hay una realidad y un significado en el origen de cada foto,
proponiendo su sentido y condicionando su lectura (al menos esto es lo que viene implícito en la definición de
fotografía “documental”), entonces una lectura que se desvíe o que incluso provenga de otra circunstancia de
origen, siempre va a dejar un rastro de violencia en la textualidad de la foto.

La lectura que he hecho de la foto de Gasparini es forzada, no forzosa. Una lectura forzosa sería, por ejemplo,
la que relaciona La Autopsia (2005), de Marcos López, con una foto del cadáver de Ernesto Guevara, tomada por
un fotógrafo de una agencia internacional. Y esta lectura incluiría la relación de ambas fotos con la Lección
de anatomía, de Rembrant. Estas lecturas son las que constituyen la textualidad original de la foto, y son
previsibles de alguna manera, aun cuando lo previsible siempre contenga una cierta dosis de ironía. Una lectura
forzada sería la que relaciona una fotografía de Pedro Meyer, tomada en La Habana en 1979, que muestra a una
muchacha negra con rolos, con La muchacha del arete de perlas, de Vermeer y concatenadamente con una escultura
en bronce de Ifé1. La diferencia entre una lectura y la otra es que la segunda parece más privada, más
circunscrita a la memoria y la experiencia visual individuales, más adscrita en todo caso al universo afectivo
del lector.

Ilusión y documento

El disfrute estético depende en gran medida de una relación subjetiva con lo imaginario. Incluso cuando el
placer estético es asociado a la “lectura” se mantiene una participación de lo imaginario en el proceso de
textualización e interpretación. Ni siquiera el arte más pretenciosamente conceptual (que es decir, más
pretenciosamente textual) puede escapar del condicionamiento de la imaginación, sin correr el riesgo de
trivializarse. Entre los referentes de una fotografía –como de cualquier objeto iconográfico- se encuentra
siempre una imagen. Yo me niego a aceptar la lectura semiológica que impone la tesis de que el referente del
signo es exclusivamente un hecho de la realidad (o un hecho de la Historia). Yo prefiero suponer que el
referente de todo signo es un hecho de la imaginación, y que nuestro acceso a los hechos de la Historia pasa
por el filtro de la imaginación.

Creo que ese es una de los factores concurrentes para que un documento fotográfico pueda ser consumido
estéticamente, más allá de su construcción formal e iconográfica. De hecho, creo que enfrentarse a un documento
implica por sí mismo un estímulo estético. Porque el documento es recibido como portador de una serie de

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rastros de un evento pretérito. El documento, más que ayudar a recuperar el pasado, contribuye a que tengamos
conciencia del carácter irrecuperable del pasado. En el fondo de esa conciencia se halla la intuición de la
pérdida. Y la estetización de la pérdida pudiera ser uno de los instintos que rigen la relación entre
imaginación y realidad.

Aun cuando no se esté priorizando la función documental de la fotografía, su constitución semiótica conduce a
un deseo de identificación en el que también se intuye la posibilidad del goce. La fotografía convoca a una
búsqueda de la semejanza que es paralela a la necesidad de ratificar la preexistencia de lo fotografiado. Pues
junto con el placer que se deriva de este acceso parabólico a una realidad ausente, está el que se deriva de la
realización del objeto fotográfico como “doble” o como representación. Para Heidegger –nos dice Henri Lefebvre-
la re-presentación nunca es sino el doble o el re-doble, la sombra o el eco de una presencia perdida. La
re-presentación es, pues, presentación, pero debilitada y aún ocultada2. De una idea similar he deducido mi
hipótesis de que la fotografía provoca una transferencia de lo real hacia un estado de “debilidad” que es
confortable y estéticamente atractivo. Y de ahí también mi insistencia en que ese estado de “debilidad” esconde
tanto la posibilidad del re-descubrimiento, como la certeza de la pérdida. Por eso la lectura que he hecho de
la fotografía de Paolo Gasparini contiene tanto de reinvención como de luto, tanto de resurrección como de
muerte.

Una lectura débil (o la representación como error)

Entender la representación como un estado débil de lo real implica un doble esfuerzo, pues hay que rebasar el
aspecto de dureza y de estabilidad con que la propia representación se enmascara. La representación –y esto es
más evidente en el caso de la representación fotográfica- viene asociada a una estructura ideológica que aspira
a ser inconmovible, mientras ratifica un estado también inconmovible de lo real.

El ejemplo de la fotografía documental latinoamericana es bastante elocuente al respecto. El propio hecho de


suponer que hay una realidad latinoamericana y una fotografía que responde estrictamente a esa realidad, ya
implica la construcción de lo real como estructura estable y de cierta manera estática. A esa ilusión de
estabilidad debería contribuir también cierta estabilidad de los significados y en consecuencia, también de la
interpretación.

En algún momento me he planteado que la interpretación deviene una especie de moral, que consagra a su objeto
(en este caso la fotografía documental) y que se consagra a sí misma. Violar la estructura de significados
atribuidos a la foto implica violentar la propia estabilidad de la relación de la foto con la realidad y con la
historia. Y esa relación se considera moralmente consagrada, sobre todo en el caso de los documentos. El
documento además se legitima a sí mismo desde su función de intermediario en el proceso de conocimiento. Cumple
de hecho una función institucional, con la que guarda coherencia el matiz político de la interpretación.

Durante mucho tiempo la fotografía documental latinoamericana ha aspirado a ser leída políticamente y a ser
respetada como referente legítimo para el conocimiento de ciertas realidades. Es muy posible que para
transgredir ese estatus de legitimidad del documento fotográfico sea necesario violentar tanto su relación con
el conocimiento como su relación con la moral. Tal vez haga falta, como sugiere Lefevbre, añadir a la teoría
del conocimiento, una teoría del desconocimiento3. No dejo de apreciar cercanías entre esa hipotética “teoría
del desconocimiento” y el uso que he hecho del concepto de “error” refiriéndome a las estrategias de
representación dentro del arte contemporáneo.

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Incluso cuando he hablado de la fotografía como “objeto débil” he estado pensando en un tipo de práctica a la
que no es ajena una especie de “estética del error”. Y el error, en esos casos, no me lo he planteado como una
disfunción, sino como una función del texto artístico. He tratado de asumir y de proponer ese concepto fuera de
la tradicional desconfianza que ha proclamado nuestra cultura ante la representación. A estas alturas veo el
cuestionamiento de la representación como un discurso elitista que se contradice con la credulidad y la cómoda
complacencia con que la sociedad acepta la cultura mediática. Por eso comprendo que dentro de una estética del
error no sean cuestionadas, ni la veracidad del texto ni la veracidad de lo que relata el texto. Es decir, que
la representación no tiende a problematizarse a sí misma en relación con un concepto de verdad, de modo que
solamente acepta una lectura “débil”, ajena al cuestionamiento de la veracidad y la fidelidad de la
representación.

Pero lo que he sugerido en este ensayo es sobre todo que una lectura débil puede ser aplicada a cualquier tipo
de texto, artístico o no, documental o no, histórico o autobiográfico, político o estético. Es decir que la
lectura también puede introducirse como un error dentro de la estructura del texto, rompiendo la tendencia
hegemónica del sentido. Una lectura débil se basa en la utilización programada del desliz. Es una lectura que
“yerra” y que se “desliza”, o más bien, que coloca el error y el deslizamiento en el camino de toda
interpretación. De modo que podemos entender esta práctica del error también como un ejercicio del errar. En la
relación con el texto se da tanto lo uno como lo otro, tanto el defecto como el desplazamiento, tanto el desliz
como el deslizamiento. De un texto a otro, de una zona a otra, entre distintos momentos, a diferentes escalas.

Juan Antonio Molina

Ponencia presentada en la mesa de discusión Fronteras rebasadas. La fotografía latinoamericana. Encuentro


Nacional de Fototecas. SINAFO/INAH/CONACULTA. Actopan, Hidalgo. 2006
texto original publicado en: http://www.sinafo.inah.gob.mx/ponencias/latinoamerica_JuanAntonio.html

1 Véase al respecto mi artículo Pedro Meyer. Notas al margen de la fotografía cubana. En proceso de edición.
2 Henri Lefebvre. La presencia y la ausencia. Contribución a la teoría de las representaciones. México DF.
Fondo de Cultura Económica. 2006. Pág. 21
3 Henri Lefevbre. Op. Cit. Pág. 29

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