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Fotógrafas contemporáneas cubanas en la construcción de género e imágenes.

Dannys Montes de Oca Moreda

Barthes en La cámara lúcida se enfrascó en demostrar que el medio fotográfico poseía una autonomía estructural
anterior al modo en que la realidad se presenta a sí misma en la fotografía. Es decir, que poseía un código de
representación tal y como suele ocurrir con la pintura y otros medios1. Ese “falso” estado de contiguidad entre
la realidad y el código de representación fotográfico despierta interés cuando pensamos en la relación entre la
fotografía cubana hecha por mujeres y el discurso de género, tema que transita tanto por los convencionalismos
del medio como por el aporte comunicacional derivado tanto de una mirada instruida en nuevas estrategias
lingüísticas.

Bien es sabido que no todo el arte hecho por mujeres suele discursar desde posturas de género aunque todo
texto cultural sea susceptible a un análisis dentro de las variantes actuales de ese campo. Al mismo tiempo no
todo discurso de género se ha afianzado en el discurso de la fotografía por lo tanto un análisis de este tipo
emerge del deseo de encontrar ciertas equivalencias entre el género como fuente y disciplina de conocimiento y
la fotografía como modelo semiótico de realidad. Justamente en las diferencias entre una fotografía
comprometida (con el género) y otra que no lo es, encontramos una pauta intelectiva importante de
diferenciación para responder a la pregunta de qué es lo que aporta el arte cubano a ese discurso y teoría de
género y por qué la fotografía cubana deviene en tal caso práctica al uso.

La respuesta es simple si entendemos que las artistas mujeres se apropian de este medio como de cualquier otro.
Sin embargo la práctica parece reservarnos otras evidencias, y es que la fotografía ha devenido un medio o
soporte mucho más corporativo y expedito de comunicación permitiendo que los (las) artistas encaucen con
mayor facilidad el propósito de lograr una transformación social (colectiva) de las mentalidades, y
consecuentemente se active un uso institucional otro de las imágenes en medio de una tendencia de la cultura
contemporánea en la que la fotografía es parte substancial de un cambio de noción del saber, y de un nuevo
tipo de percepción social.

Y aquí surgen algunas hipótesis para el caso de la fotografía que nos ocupa:

- Son propuestas que recalan en la re-construcción de una subjetividad individual antes que universal, y que se
oponen a la bipolaridad masculino–femenino, a las relaciones de oposición Mujer vs Hombre, o al hecho de
convertir las reflexiones sobre género en un mecanismo exorcista y represivo.

- A propósito de las afirmaciones de Barthes, el código fotográfico deja de ser mono-dependiente de esa
contigüidad entre imagen y realidad cuando precisamente su uso se orienta a establecer múltiples construcciones
de lenguaje a través de recursos y mecanismos formales y conceptuales, cada uno de los cuales desata niveles
operativos dispares en el espectador, y coloca el mensaje en lo que podríamos llamar un disloque de la
información originaria o una incertidumbre de significación. Paradójicamente, el discurso visual de género
también se sustenta en una teoría de la mirada que echa por tierra la concepción epistemológica del arte como
lenguaje, razón principal del logos masculino modernista y se apoya en mecanismos que derivan del “instante”
fotográfico.

- Como formas del discurso de género se articula el uso conceptual de la condición tecnológica de la fotografía
al tratarse de un modelo en el que se van construyendo y reconstruyendo al unísono, y en el proceso, la

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práctica y la conciencia de género en tanto noción estandarizada y subvertida, así como la expresión de una
subjetividad aprendida a través de la propia mediación tecnológica de la fotografía.

Usemos por ejemplo tres momentos claves y paradigmáticos en la trayectoria de la fotografía cubana hecha por
mujeres para describir un proceso de articulación del discurso de género y sus niveles de diferenciación en la
fotografía. Me refiero a las obras de María Eugenia Haya (Marucha) (1944-1991), Katia García Fayad y Marta
María Pérez. Más allá del posicionamiento conceptual desde el cual suele deslizarse el código o valor artístico
en cada una de ellas, todas se valen del resorte analógico entre realidad y representación propios de la
fotografía el cual disponen, en virtud de sus discursos en órdenes y relaciones diferentes, una para afirmar
este valor, la otra para subvertirlo y la tercera para trascenderlo.

En las fotografías de Marucha, por ejemplo sus series La peña de Sirique, 1970, En el Lyceum, 1979, En el salón
El Mamoncillo, 1983 o incluso su fotomosaico Sin título, 19832, encontramos una postura culturológica,
antropológica y etnográfica que indaga sobre particularidades culturales de diferentes escenarios populares
cubanos. Retrata con fuerte impacto psicológico a parejas de ancianos bailando en antiguos Liceos, a músicos
profesionales o amateur en sus peñas y clubes populares, a grupos de música tradicional o a grupos de
bailadores, a adolescentes en la Escuela al Campo, a niños, jóvenes y familias, asimismo se acerca al ritual de
las “quinceañeras”, o realiza “fotos de novia” a jóvenes casaderas.

Y es que Marucha participa de una corriente o tendencia que intentaba renovar el sentido épico de la vida
cubana con el espacio y la vida cotidianas, con la gente común y donde su mirada anticipa un matiz de
“subjetividad individual o grupal” que aportan al discurso “identitario” de la nación cubana una perspectiva
de género, raza y grupos sociales diferente aunque disuelta –no obstante- entre fuertes signos de una
temporalidad históricas, colectiva, o comunitarias. Fotógrafas contemporáneas suya como Isabel Sierra, Mayra
Martínez y Gilda Pérez retrataban igualmente a grupos provenientes de sectores culturales como la inmigración
China en Cuba, sus festividades, atuendos, modos de vida, etc., a escolares, bailarines y personalidades
artísticas, o a niños y mujeres pero estas entrañan un compromiso mayor con la noción de una identidad múltiple
o diversa que con la mirada que produce un levantamiento de género.

Ellas, como Marucha, .se inscriben todavía en una tradición que afianza la relación de contigüidad imagen
fotográfica-realidad, valiéndose -en consecuencia- de los recursos que el propio medio fotográfico oferta. Sin
embargo, sería un error no reconocer en el componente psicológico de los retratos de mujeres hechos por Marucha
la expresión de esa experiencia subjetiva tan cara a la socialización, puesta en escena y realización del
género. Y es ahí donde su expresión se torna singular y aportadora. Recordemos el donaire conque una señora
-abanico en mano- reserva su pareja de baile de la amenaza que puede representar la otra mujer ya cerca3; o
aquella de sombrero, vestido y medias negras –muy mayor- que espera en la esquina mientras se le acerca aquella
otra de vestido estampado y menos edad; o la que se retrata dejando ver una elegancia que se concentra en el
abanico reclinado, el reloj pulsera y la blusa de mangas y cuello, mientras al fondo (arriba) el retrato -o
quizás adorno- de una mujercita de biscuit le acreditan años pasados de juventud, clase y belleza; o aquellas
cuatro sentadas, una al lado de la otra, sumando años y esperando su turno que no llega allá en la fiesta4;

Como dije, aquí se evidencia una particular manera de socializar el género, acorde tanto a la “estática” de los
recursos con que se les presenta, casi siempre “poses” correspondientes al modelo retrato (aún en los casos en
que el retratado ha sido sorprendido por la instantánea), como a los conceptos que parecerían encarnar sus
portadoras: la espera, la pasividad, la búsqueda de protección, la pérdida, la caída, o la muerte… enmarcados

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casi siempre dentro de una tipología de personajes y situaciones criollas. En este sentido la “novia sentada
con niña” (una novia negra vestida de blanco que se retrata con la niña (¿o es la niña quien se retrata junto
a la novia?) cruza, aspiraciones, y deseos, miedos y desconfianzas, no parecería estar muy lejos de aquellas
otras de Blez5 o Del Valle Rico6, e incluso de las realizadas por Corrales Las bodas del miliciano, 19607,
donde curiosamente ella mira hacia abajo en el momento de la foto, o Incoherencia, 19828 en la que aparecen
novia y novio sentados en un cuarto de baño.

Pero hay otro grupo de imágenes de Marucha en las cuales la mujer retratada es portadora de contenidos mucho
más crípticos, donde la mujer aparece representada desde un presente y unas circunstancias mucho más suyas y
menos impuestas por la vida. Y esas son para mí sus mejores fotos. Hablo por ejemplo de aquel retrato de la
serie Marcha del Pueblo Combatiente, 1980 en la que una mujer con sus brazos abiertos y una banderita cubana
resalta entre un grupo de hombres que la admiran o celebran; o el retrato La cantante Caridad Cuervo en su casa,
1987 donde -cerca de aquellas imágenes suyas de Caibarién realizadas junto a Mario García Joya (Mayito)9-,
se alternan lo histórico, lo cultural y lo social en la perspectiva individual y espacio-temporal
Casa-Cuerpo-Mujer; o sus imágenes de En el Salón El Mamoncillo, 1983 donde la autora capta la naturaleza
sensual e histriónica de más de una mujer; o aquel otro de la serie En la calle Muralla, 1986, donde -quizás
la pintora- sonríe con pena y sorna entre la cámara y el mural pintado en la pared.10

Si bien Marucha buscaba una imagen capaz de traducir vida, espíritu y atmósferas en la que se desenvolvían sus
retratados, en ella la figura femenina, por extensión de su propia subjetividad individual, llegó a tener un
peso trascendental. Si un método en la captación de realidades, logró concretarse en imágenes ese estuvo
matizado por la gracilidad, la soltura, la gracia y el misterio de sus retratadas, las cuales constituyen
además un mosaico de los aspectos relacionales (masculino y femenino) del género. Asimismo la tradición de la
boda, los quince, los grandes salones, las circunstancias domésticas o cotidianas, vinieron a sumarse a las
expresiones de una época acotando género y lenguaje fotográfico como el espacio donde se concretaron una
performatividad y ritualidad muy significativas y que abrió puertas todavía poco exploradas por la crítica y la
investigación en Cuba sobre las particularidades que nuestras prácticas culturales aportan a la Teoría de
género predominantemente anglosajona.

Asimismo Marucha estableció una brecha que se ubica en el borderline entre la imagen encontrada y la imagen
construida y que se desarrollará de una manera casi subterránea y poco visible a partir de ella en la
fotografía cubana. Su impronta era de esperar si tenemos en cuenta, por una parte, que el ingreso de la Mujer
en la construcción del relato histórico fue un hecho que se produjo a finales de la década del 60 y del cual
desde el punto de vista generacional ella fue heredera y partícipe, y por la otra, su intensa labor y aportes
como investigadora y promotora de la fotografía en Cuba. Aun cuando mucho se conecta con los recursos
comunicacionales con que otros autores abordaron planos similares de realidad, la mujer en ella no solo alcanzó
un mayor grado de particularidad discursiva a tono con lo métodos empleados, -el retrato y la instantánea- sino
que supo captar una Mujer múltiple de tipo cultural que recala en el orden de la representación social de este
grupo humano.

Su aporte a la evolución de la fotografía cubana y a la lógica de la diferenciación de género se explica desde


las perspectivas de una “teoría de la mirada” que intenta “arrebatar las discusiones formales del arte al
control de la teoría lingüística, para centrarlo en lo que de visual tiene una obra de arte, examinándola
dentro del más extenso campo de la comunicación social”11.
Más allá de un acercamiento cronológico, difícil de discernir, trataré de hacer visible esta relación entre

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fotografía y discurso de género desde la genealogía del propio lenguaje fotográfico en sí mismo, allí donde
éste se desarticula o hace patente su correspondencia con la realidad. Haré entonces un salto temporal hacia la
serie La Boda (1989) de Katia García, para después volver sobre otra rama de este frondoso árbol, la serie
Para concebir (1987) de Marta María Pérez.

Katia García realiza un ensayo profundo e incisivo con La Boda. No por casualidad en esta serie se concretan
dos perspectivas que habíamos visto de manera incipiente en las novias y quinceañeras de Marucha: un desarrollo
a niveles superiores del punto de vista crítico y un punto de vista mucho más desarrollado del componente
preformativo que ahora se nos presenta casi cinematográfico develando su propio devenir en sucesivas
instantáneas, más que eso, en secuencias. Y es que dentro de la tradición del ensayo fotográfico ha tratado de
conservar la lógica de la instantánea que otorga veracidad o credibilidad al documento y a su vez incursionar
en un discurso narrativo que es conceptual, desconstructivo. Allí donde el canon del ensayo fotográfico
selecciona, edita, hace más con menos, incluso compartimenta, en virtud de una totalidad interrelacionada a
partir del concepto o tema, el hilo conductor de Katia, la idea, se desata en “tomas” que se interconectan
secuencialmente hasta un final por demás abierto.

La novia, puesta al desnudo por Katia, (y no precisamente por Duchamp) establece lazos cuyas lías y nudos
nunca dejan espacio al erotismo y la fantasía visual de la ceremonia tradicional. Deviene un calvario de
pequeños sucesos que la autora pulsa con empeño moviéndonos de lo sublime a lo ridículo, de la risa a la
congoja, y de la esperanza al dolor. Cada “cuadro” presenta la boda como opción, escape, o búsqueda de
soluciones. Tanto el ritual de vestirse como los atuendos (la novia que se asea, se pinta las manos, se hace
los rolos, se peina, entra en la saya paradera, se ahoga de calor, se mira ante el espejo) nos presentan su
entorno, sus circunstancia, su familia, sus amigos y vecinos. Ventanas y puertas, luces naturales o
artificiales sugieren escape, salida de aquel espacio pequeño, claustrofóbico, pobre, necesitado. Finalmente,
vestida y desesperada, la novia sale a la calle, al carro elegante, al salón protocolar. Su mirada esquiva,
ausente, poco o nada nos dice de su felicidad. Como algo que se construye -como el cake-maqueta de la primera
“toma”- esta boda es seguramente la elección de otra precaria felicidad. Katia trata de legitimar lo
innecesario o lo verdaderamente prescindible para, contrariamente, hablarnos de lo esencial. La agudeza de este
trabajo creo que ha sido tenida por menos a causa de la tenue cortina de humor sobre la que se tejen los
contrastes en cada imagen, pero cuando se le mira en conjunto, como corresponde, las partes devienen sinfonía
total, concepto, concreción de algo a priori que la autora quiso comunicar: la boda como uno de los modelos con
que en el día a día se cruzan género e identidad individual.

Y es que la noción de género no deberá ser vista como algo preestablecido, auque sí socialmente construido. Su
deber ser se transforma en la dinámica social, en las representaciones de la cultura, y en su propia
desconstrucción, evidenciando tanto lo que se presenta como lo que se oculta. Este es también principio básico
en su serie La mujer sostiene la mitad del cielo, en el sentido de las representaciones de dentro de la
dinámica social. Si para Foucault la productividad se presentaba como elemento clave de las relaciones sociales
entre los sexos y de ahí su idea de la “tecnología del sexo” como un conjunto de técnicas para maximizar la
vida, las representaciones aquí asociadas recalan en el orden de esa distribución presentando aquellos espacios
donde, en una división social del trabajo a ella le ha correspondido garantizar lo que parecería la parte
básica, doméstica de la existencia. Las mujeres sostienen la mitad del cielo dirige la mirada a esa
“economía” informal o “productividad” de género alternativa. Ahí están la manicuri, la jugadora de dominó, la
pagadora de promesas, la seductora, y también la novia, y en su serie Procesiones, la vendedora de objetos
religiosos, la niña-angelito, la beata, la sacristana, la que acompaña a la virgen, etc.

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Pero hasta aquí hemos visto de un lado la correspondencia entre un modo de entender la fotografía por la vía de
la imagen como documento que da fe, glorifica o evidencia diferentes niveles de realidad (Marucha) y una
fotografía que se construye de manera intelectiva por analogía como equivalente o imagen contigua de la
realidad pero evidenciando modelos de socialización y comportamiento de género. Veamos con Marta María Pérez un
camino diferente. Y es que la capacidad evocadora de la fotografía en Marta María no corresponde al orden del
análogo fotográfico barthiano (su autonomía estructural), sino a la inspiración constructiva que recala en el
dominio de lo lingüístico con elementos aislados, separados, de la lógica fotográfica aunque apropiados de
ella. Con su serie Para Concebir, 1986, Marta desvió la dirección representacional desde el exterior, hacia el
interior, a partir de elementos preformativos, referenciales e intertextuales y como trasgresión y
reconstrucción del propio medio fotográfico En la quiebra de la estructura analógica tradicional del lenguaje
fotográfico se ha producido una doble adecuación a su potencial lingüístico como texto cultural.

Para concebir nos presentaba el peligro de la madre ante lo maléfico y el resguardo contra él, no en una
poética de connotaciones rituales afirmativas, sino en una especie de reinvención del ritual de representación
de la maternidad y el parto como expectativa siempre traumática hacia la vida o hacia la muerte. Su foto 7:30
reflejaba toda la energía concentrada en el suceso, y la angustia de un devenir en el cual sanciones como No
matar ni ver matar animales, Te nace ahogado con el cordón, etc, funcionaron como oposición al tabú tutelar
pero también como dislocación de la mirada bio-esencialista de la feminidad. Asimismo en Recuerdos de nuestro
Bebé, 1987, contraponía los signos y síntomas de ese desgarramiento dual que es el parto y la maternidad:
sangre y leche materna, encajes y cicatrices, sueño y vigilia, en una evocación también cultural del nacimiento,
mientras que en Cultos paralelos, 1989-1990, la artista retornaba sobre sus propios pasos en la búsqueda de
una conexión menos antagónica con la tradición de la religiosidad popular y quizás un poco más alejada de la
identidad de género. No obstante aún en este caso se sintetizaban conceptos como los de la Madre-Tierra y la
Madre-Universal.

Estas obras de Marta María fueron el primer documento artístico que -quizás no de manera consciente pero sí
evidente-, dieron cuenta de una contradicción cultural que se nos plantea frente al camino desarrollado hasta
entonces por las teorías de género. Y es que estamos ante el cuerpo “otro” “femenino”, doblemente alternativo
por heredero de una cultura ancestral, que tipifica el lado oscuro, inconsciente, no racional, al que se oponen
los enunciados reivindicadores del discurso de la feminidad en la tradición occidental. Sin embargo tipifican
en las representaciones de Marta María uno de los puntos de vista más radicales y articuladores de esa
alteridad.

Es esa mirada desde la experiencia individual y cultural al mismo tiempo la que le permite un reordenamiento no
solo de los parámetros de género sino también de los parámetros fotográficos. ¿Cómo romper con las
representaciones tradicionales ritual afrocubano en la fotografía y llegar a la concreción visual de una parte
del componente filosófico de dichas prácticas? Negar lo fotográfico conteniéndolo fue quizás el recurso mejor
esgrimido. Por qué, si no, una artista como Marta con una formación dentro de los lenguajes tradicionales de
las Artes Plásticas y con experiencias en otros medios acude al ritual fotográfico. La fotografía ha devenido
en su caso un medio importante no solo para expresar de manera diferenciada nuevos contenidos como pudo haber
sido en un momento sus reflexiones entorno al cuerpo femenino, la madre, la maternidad sino también un medio
muy dúctil y todavía poco explorado –si se le compara con otros ya tradicionales- para transformarlo en la
búsqueda de esa expresión renovada.

Sin embargo hay una diferencia substancial entre esta fotografía analógica, aunque “construida” de Marta y la
que encontraremos por ejemplo en una artista como Lidzie Alvisa quien también habilitó en su instalación

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fotográfica 9 meses, 1995-96, un ejercicio introspectivo sobre su condición de madre. Recuerdos de nuestro bebé
de Marta y 9 meses de Lidzie transitan por la noción del álbum de recuerdos familiares desde la opción de una
subjetividad manifiesta, opuesta a lo racional, ubicada en esa experiencia irrepetible, única, transformadora,
que es gestar y dar a luz un hijo. Corporeizar en imágenes y símbolos sus experiencias de género, sexualidad, y
crianza materna, parece la única forma posible de evitar que pierdan su nitidez, se contaminen entre recuerdos
sensaciones y experiencias demasiado intensas y fugaces. Compartirlas, fue una manera de integrarlas a la
experiencia colectiva y validarlas en su potencial trascendente. El parto ocupa en la perspectiva femenina el
lugar de una dimensión heroica. Si bien la cultura occidental reserva espacio de reconocimiento y
congratulación a la Madre, y en toda la tradición del arte femenino y feminista este es un tema constante, el
deseo de expresión que tal suceso conlleva trasciende, por su naturaleza en sí misma inabarcable, la propia
dimensión racional del ser. La mujer desea, quiere hacer pública esa experiencia en extremo ilimitada, desde
los cambios físicos, metabólicos y psicológicos hasta su participación, presencia y aceptación en el espacio
social12.

Esa conexión entre lo personal y lo colectivo es remarcada cuando años más tarde Lipzie incorpora también a su
hija Alicia a un performance donde ella y otras niñas maquillan –torturan- durante horas a la madre. El
performance, que nos llega por la vía fotográfica, recala también en el punto de unión entre el sacrificio y el
placer, la ternura y el dolor, el deseo de dar y la satisfacción de que te quiten, pero aporta un uso de lo
fotográfico mucho más accidental y azaroso por tratarse de documentar una experiencia de vida, tal y como
habíamos visto en su instalación 9 meses.

Como Marta, Lipzie construye una memoria colectiva, en tanto que individual, de identidad de sexo y género. Sin
embargo no dejan de ser dos versiones de la subjetividad femenina que apuntan a la diferencia como pathos
individual y cultural. De cualquier modo cuando se habla de identidad, siempre se recurre a la memoria y en
este caso la relación de ambas artistas en la fotografía no es casual. No solo por su capacidad para legar lo
que ha sido y es, sino también por su poder para estandarizar imágenes, construir estereotipos, o apropiarse y
reproducir íconos. Si se trata de validar posibilidades en el terreno de lo autobiográfico, de propiciar un
trance sin profundas mediaciones retóricas entre lo individual y lo simbólico, donde lo femenino ocupe un lugar
preponderante, el intento puede sembrar cierta desconfianza con respecto a la capacidad real de potenciar la
propia experiencia en el lenguaje del arte. Pero es que el puente, nexo o mediación entre discurso y lenguaje a
través de lo fotográfico es cada vez más estrecho y al mismo tiempo de una mayor disponibilidad. Puesto que la
fotografía ha transitado muchas posibles variantes ha hecho también mucho más democrático y menos complejo su
arsenal de conocimiento compartido.

Lipzie juega con esa condición cuando incorpora el recurso performático, actoral y usa su imagen impresa como
memoria. O cuando incrusta alfileres a su cuerpo, con una intención casi canónica, y se acerca a la tradición
cristiana del dolor como camino inevitable hacia la realización del ser. No se preocupa demasiado por repetir
ciertos estándares de representación pues lo que interesa es qué se dice mientras que el cómo es solo una
opción entre miles. Entonces el dolor deviene uno de los atributos más notables desde los cuales se interceptan
género, cuerpo y fotografía en su obra, de ahí que en el uso reiterado y variado de los alfileres podamos
encontrar referencias tanto a la causa como a la solución del problema: ¿auto terapia?, ¿homeopatía? … Como en
Dante se encontraron culpa y castigo; el castigo puede devenir fuente también de equilibrio, compensación, y
hasta formulación visual del problema.

Hay dos extremos en los cuales la fotografía también puede transitar por el cuerpo en variantes bien diferentes,
me refiero a las obras de Niurka Barroso y de Tania Bruguera cuyas perspectivas también derivan del dolor

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aunque por caminos totalmente opuestos. Tres ensayos fotográficos memorables –aunque muchas veces ignorados- d
Niurka Barroso, como Génesis, ca. 199813, En mi propia guerra, ca. 1999, Mabel sin barreras, ca. 2000, y
Hippies, nos muestran un universo humano complejo. Nuevamente el nacimiento pero ahora desde la perspectiva
médica y hasta científica, más que emocional humana ó afectiva. La connotación fría del salón de operaciones,
con sus pinzas, sus luces y la mujer sometida a la cesárea para finalmente ver nacer su hijo. La enfermedad
infantil, el dolor familiar y/ social y la esperanza de vida. Las malformaciones congénitas, la lucha contra la
desventura y las inmensas ganas de vida con que la infancia puede enfrentar el infortunio. La subcultura hippie
relegada al plano de la conducta marginal. Se trata de una producción temática poco frecuente entre nosotros
por delicada, sensible, traumática o evasiva, que aporta contenidos de fuertes implicaciones para la mujer y la
sociedad. Sin embargo son series que tienen líneas de desarrollo bien diferentes aun cuando se interconectan
entre sí en el punto de vista de la objetividad no tamizada y poco fotogénico de lo real.

De otra parte la obra “fotográfica” de Tania Bruguera deriva de su actividad como artista plástica, al
remitirnos con sus instalaciones y performances a un estado mental, a las captaciones de un fluir, que es para
ella el modo en que transcurre la experiencia, el conocimiento y lo cotidiano. Busca y consigue abarcar lo
esencial de procesos con los cuales se involucra, pero ellos no suelen ser identificados o definidos con
facilidad. Explora en resortes sugestivos que articula en el nivel visual por la vía de la temporalidad y del
enunciado aparentemente familiar, reconocible, pero nunca explícito. Tania acostada sobre un bote; sacrificada
con un corazón entre las manos; comiendo tierra; cubierta por la piel desollada de un animal; amenazada;
transfigurada, nos llega a través de la fotografía que es en este caso documentación de otro estado, un ritual
simbólico de purificación en el que se unen lo personal y lo social. Indaga en concreciones y malformaciones
mucho más mitológicas y no por ello meno reales pero cercanas al plano de la ideología, de lo existencial,
aunque igual de lo humano. Sin embargo, aunque incluida aquí por el uso del soporte fotográfico, no creo que su
obra se conecte de manera directa con una particular mirada de género sino a través de su propio cuerpo que se
ofrece –literalmente- en sacrificio como portador de múltiples resonancias históricas, sociales, y humanas.
Entonces, y he aquí su real pertinencia, hay de nuevo un ser humano sexuado, una Mujer, ocupando el todo, la
totalidad, el universo de las experiencias.

Esta interconexión social y plástica por la que –como vemos- transita la fotografía es también reconocible en
una artista como Yalili Mora quien junto a su compañero Daniel Rivero, nos remite no a las tradicionales
lecturas de género que envician y conectan la cartografía sexo-género con los polos de oposición casa/entorno
exterior, sino a la unidad natural de ese doble espacio único. Ellos han relizado fotografías de la vida
doméstica que luego imprimen con sangre por un método serigráfico. Apuntes privados, 2002, que así se llama la
serie, nos habla de la sangre en el sentido universal y no como flujo menstrual, sin embargo, el uso de este
material humano neutraliza aquel otro principio originario según el cual -y en exclusivo- el semen devenía el
elemento creador. Pero volviendo a esa unidad dialógica de la materia en el ser, aquí se habla de reafirmación
de la familia nuclear, parental y hasta patriarcal, que se esconde tras el ideologema de la complementariedad
Hombre-Mujer.

Apuntes privados es el continuo de una existencia. Se trata de la visión íntima de los miembros de una familia,
la que han creado Yalili, Daniel y su hija Laura en la que el arte no sólo ocupa un lugar importante de
entendimiento y comunicación sino que funge como materia de vida, recurso con el que se construye una
existencia. Imágenes fotográficas, documentales e íntimas, concebidas digitalmente e impresas con el material
de la vida, a las que se les superpone, como en un laboratorio, un cristal protector con incisiones de textos
alusivos a realidades cotidianas y poéticas.. Simples escenas de silencio y cotidianidad y notas apenas
visibles sobre la frágil transparencia del cristal remiten al diario acontecer, al sacrificio, al desvelo, los
sueños y la impostergable realidad. Esta perspectiva es deudora y portadora de elementos que hoy ponen a riesgo

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la bien ganada autonomía expresiva de la fotografía. Si de un lado estamos asistiendo a la intensidad con que
un medio como el fotográfico se ha apropiado de la escena artística internacional, con la anuencia de otros que
le han sucedido en el devenir tecnológico, del otro y paralelamente, estamos ante un grado casi extremos de
relocalización de sus funciones como recurso mediador y no como fin en sí mismo.

Ese uso mediado de la imagen tecnológica que es la fotografía lo encontramos también en artistas como Sandra
Ramos, procedimiento que es común tanto en su obra pictórica, sus grabados e instalaciones como allí donde lo
fotográfico toma cuerpo de manera casi autónoma o predominante a través de la representación digital, creando
diferentes niveles de construcción del “hipertexto visual”. Su serie Lecciones oscuras, 2004-2005, recrea
escenas que nos hablan de la soledad, el aislamiento y el temor frente a la intrascendencia y el olvido. El
narrador omnisciente –en este caso el alter ego de la niña– nos introduce, a través de soluciones de carácter
fotográfico, en historias que parodian o recuerdan textos clásicos de la literatura infantil y juvenil como
Robinson Crusoe, Los viajes de Gulliver, Alicia en el país de las maravillas, ó Veinte mil leguas de viaje
submarino mientras conviven con citas históricas, literarias o gráficas de carácter nacional como versos de
José Martí o Virgilio Piñera, o personajes como Liborio (Torriente), El Bobo (Abela) ó El Loquito (Nuez),
todo ello en una interpretación contemporánea de sus circunstancias.

Desde un punto de vista visual se ha logrado una relación intertextual de complemento entre imágenes que
provienen del grabado y aquellas que tienen curso en lo fotográfico. Este método retoma el collage vanguardista
de Max Ernst en las apropiaciones de imágenes anónimas para reciclarlas y devolverlas -por partida doble- en el
tiempo, y hace confluir en un mismo nivel de equilibrio a la literatura, el grabado, la fotografía, y el arte
digital. De resultas Sandra se aleja tanto de una perspectiva de género en el sentido ortodoxo como de la
condición de fotógrafa tradicional. No capta el momento breve y fugaz en el sentido de la instantánea; no
documenta acciones, estereotipos o circunstancias; si acaso muestra imágenes fotográficas captadas o apropiadas
que funcionan como paisajes de fondo, como susurro de una ciudad o del mar, y a ellos superpone acciones,
personajes y situaciones también rescatadas antes que captadas. Sin embargo tampoco podremos excluir estas
imágenes de “la fotografía” y de “lo fotográfico”, como quiera que ello constituye tanto un momento del
procedimiento como soporte o resultado final. En esa misma dirección sabemos cuan comprometida ha estado toda
la obra de Sandra con hurgar en la memoria y la subjetividad individual y cuanto de ella misma –tantas veces
representadas- hay en esta niña pionera. Cuerpo y rostro incongruentes: niña con cuerpo de mujer adulta, o
rostro de mayor edad que la que el cuerpo dibuja. Es el cuerpo de una subjetividad que resiste y representa
contradicciones personales e históricas. Sandra parece llamar la atención sobre ello “mostrándose” a sí misma
en una realidad “fotográfica” “construida” y matizada por sus vivencias de mujer.

Esta tangencialidad en el uso de la fotografía es mucho más críptica en el caso de mujeres pintoras que
alternan fotografía y pintura en el procedimiento de trabajo, o que han devenido “fotógrafas” en una extraña
relación de extrañamiento entre un medio y otro y con el espectador. Me refiero a Gertrudis Rivalta y Aimée
Garcia. La referencia al negativo y la imagen le permiten a Gertrudis hablar de los procesos por los que
transcurre la realidad hasta su realización como imagen, en este caso la propuesta se encamina a develar los
mecanismos “naturales” de selección de lo fotográfico, antes que su concreción final. Sabemos que la imagen
fotográfica esconde la dimensión real del suceso, al captar solo el instante, de ahí que le funcione cual punto
de partida para cuestionarse los aspectos más polémicos y ocultos de dicha realidad, en este caso, nociones
sobre la identidad cubana desde la perspectiva de género, raza y grupo social, replanteándose y cuestionando
ciertos clisés perceptivos.

En este sentido resultaron significativas sus obras sobre las fotografías cubanas de Walker Evans en una

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actitud que se imponía en contra de la representación por “otros” de un “otro” así como la manera en que ese
“otro” se representa a sí mismo: negros, mestizos, pobres, mujeres, prostitutas, vagabundos, marginales, en fin,
seres periféricos en extraña relación con los poderes económicos, políticos y sociales, y sometidos a
pertenecer a los estratos más bajos de la sociedad mientras reproducen modelos simbólicos de naturaleza
marginal para conformar el cuerpo de una cubanía típica, exótica y un deber ser (negativo) de la nacionalidad.
Títulos como Mulata tropical, 1996 y Doble 9, 1997, resultaban apropiaciones del Evans de los años treinta y
su visión de lo cubano mientras La querida, 1997; Bang Bang, 1997 y All over me, 1998, provenían del archivo
fotográfico familiar.

En un sentido inverso ese estado de ambigüedades aparece también en las obras de Aimée García cuando
encontramos en un mismo soporte referencias reales o procesuales entre fotografía y pintura. La obra
“fotográfica” de Aimée no ha sido suficientemente atendida en lo que respecta a sus aspectos polémicos. Sus
primeros trabajos en esta dirección seguían la reconstrucción de mitos históricos y el juego
realidad-representación que habían caracterizado buena parte de su pintura, así como su interés en el
autorretrato. Es el caso de El vuelo, La colecta y Aimée como Penélope I y II, todas del 1997, En El vuelo, el
cuerpo acostado y fotografiado de la artista se secciona en tres partes y de él penden sus propios cabellos
tomados de la cabeza rapada de la artista; para La colecta Aimée posa -junto a un modelo masculino- cual
versión juguetona de Sansón y Dalila donde los pelos de aquel compensarían su calvicie.; mientras que en el
Aimée como Penélope I y II, la artista se fotografía tejiendo o cociendo sus propios atuendos, junto a las
versiones pictóricas de ella misma. Pero ese ejercicio se volvía confrontación y complemento en una obra como
La Duda, 1998, en la que pintura y fotografía conforman un tríptico sobre el replanteo del ser como identidad
incompleta que se re-estructura psicológica y sexualmente en el ser amado. Mientras que en Atributos, Cóncavo,
Contorsión y Juego, todas del 2004, se refuerza el artificio al incorporar el componente pictórico a una
fotografía. Aimée construye máscaras-rostros de madera calada y pintada y las coloca a sus modelos junto a
objetos reales. Con ello pone en entredicho los valores intrínsecos de veracidad del medio fotográfico, en
tanto que esa misma máscara pictórica mediatiza el efecto de lo fotográfico al enrarecer y trastocar la
naturaleza visual fotográfica en pictórica y viceversa. La rareza de estas máscaras asexuadas -pintadas y
fotografiadas-, perturba tanto a una lectura estereotipada de género como al canon de la fotografía digital
expedita, directa. Con el tiempo y la experimentación han devenido fotografías de objetos que dialogan sobre lo
humano. Y de aquí deriva un modelo interpretativo que subvierte las determinaciones tecnológicas de la
fotografía digital cuando articula una “mirada” o discurso dentro del modelo analógico o el discurso
post-conceptual, tal y como llegó a ocurrir antes con la fotografía analógica-construida.

Para volver al terreno de aquellos artistas que se han dado a conocer con exclusividad dentro de la fotografía,
veremos en las producciones de Liudmila Velazco y su compañero Nelson Ramírez de Arellano, un camino que se
concreta en la acción de documentar que nos lleva a su propia negación. De hecho sus obras no encajaban en el
contexto fotográfico cubano en el que se dieron a conocer, el cual enfatizaba, aun en los casos más radicales,
lo fotográfico. Ellos entraron en un orden diferente de relaciones que para mí corresponde a la estética de
los nuevos medios tecnológicos, aunque más en su concepción que por su concreción objetual. Las obras
realizadas de manera independiente por Liudmila por ejemplo, se fundamentan en un criterio preformativo, que
suplanta con la instantánea lo que podría hacer con la cámara de video. Pero no nos llamemos a engaño. Si no se
acude a otros medio es porque se quiere esgrimir una aparente falta de estructuración frente a los
convencionalismos del fotográfico. La foto tiende a lo tautológico, sí…; a la propia ontología fotográfica pero
desde esa anorexia del significante donde la autora connota su propio cuerpo como puente o trance de
significaciones. Isla, 2002, documentaba sus pasos sobre la arena; Horizonte, 2002, es el encuentro de la
imagen consigo misma en una doble confrontación o simetría; mientras que Embarazo utópio, 2003-2004 se concibe
como mirada y puesta en escena de la fantasía de ser mamá. Así lo acreditaron también experiencias como Blanco,
2002, en la que Liudmila se paseaba por las calles de La Habana con el rostro cubierto por una tela de este

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color, mientras Nelson documentaba, cámara en mano, cuanto sucedía a su paso. Y aunque estas series se
apartaron de ese valor relativo al cuerpo femenino individual para hacerlo si no más social al menos integrado
al entorno natural o cultural, sí refuerzan aquella parte de la investigación en la que el “documento” objeta,
a través de construcciones analógicas, su condición de “doble” de la realidad, Es el caso de la serie Absolut
Revolution, 2002-2003, donde el icono de la torre de la Plaza de la Revolución se convierte en fuente de
inspiración para recrear o parodiar desde la performatividad álbumes de recuerdos familiares y sociales, o
conocidas obras de arte (Sin título -1ro de mayo-, y Almuerzo sobre la hierba). Pero la apoteosis en esta
dirección se produce con la introducción –analógica- de elementos que parecieran creados desde la tecnología
digital, ya fuere para ensalzar la propia imagen de la torre (Sin título –Absolut Revolution-), ya para
reubicar lo nacional en la dimensión de una historia y un legado universales, (Diario de viaje), ya para
convertirlo en celebración dionisíaca de su propia trascendencia fálica (Absolut Revolution Environment).
No cabe dudas de que se ha producido entre estos artistas el encuentro de dos modelos emblemáticos de
representación: tierra-arena-agua-maternidad/femeninas y torre-falo-semen- fundación/masculinos que enlazan
niveles diferentes de realidad y ritualizan las conexiones de la imagen con los modelos reales desde los cuales
se construye.

Esta es la situación que se nos presenta cuando analizamos la exposición Sueños húmedos, 2003 de Cirenaica
Moreira. con su referente en la realidad de las quinceañeras. Cirenaica aporta a la tradición de “quinceañeras”
de la plástica y la fotografía cubanas14, un nuevo límite o punto cero de reconocimiento entre realidad y
representación lo cual además de ser un problema del orden de la ontología fotográfica, también lo es de las
construcciones de género. Más que la desmedida y cada vez más deslumbrante celebración, a la cual la artista
hace un guiño cómplice en la realización performática de su propia “fiesta de quince”, sus fotografías devienen
una parodia de la construcción social del deseo y la fantasía. Cirenaica reproduce con armonía, elegancia y
refinamiento intelectual el deseo quimérico de muchas generaciones de quinceañeras cubanas en la copia de
estereotipos y paradigmas de género de la cultura occidental y el deseo de trascenderse a sí mismas en otros
espacios y cuerpos. La Marilyn, la quinceañera a los años 50, la de tradición española, la Odalisca, la Cautiva,
la modelo otoñal aparentemente salida de las páginas de La Mujer Soviética, o aquella otra de la casa de modas
occidental, encarnadas por la actriz-fotógrafa, son -no obstante- contenidas (y para bien) en la expresión
del referente de erotismo y agresividad sexual con que hoy se construyen estos modelos.

Quizás por ello regresa en su serie “con el empeine al revés”, 2003-2006 a esa relación personal con objetos y
atributos que ya habíamos visto en series y exposiciones como Lobotomía, 1996 y Metálica, 1999, pero que aquí
se enrarecen bajo el efecto del disfraz, el color y la impresión digitales. Y es que la artista no ha
abandonado nunca su interés por el atuendo. Ropa interior, vestidos, corazas, paños, amarras, guantes, postizos,
gorros, parecen ahora menos agresivos con el tenue rosa del color, pero al mismo tiempo más melancólicos. La
artista regresa a ese intimismo desolador con que nos hablaba del ser y sus máscaras, mientras que el rostro de
la performer vuelve a la oscuridad, se oculta, mientras su cuerpo transcurre por poses y actitudes cada vez
más estudiadas.

Género, performance y tecnología digital vuelven en Cirenaica al curso del soporte fotográfico mientras otros
espacios de transferibilidad tienen lugar en la obra de Glenda León quien asume el tratamiento y la
perspectiva fotográfica desde la conciencia de transferibilidad de un medio a otro, propia de los nuevos medios
tecnológicos Se trata de una temporalidad derivada en la obra que va más allá del tiempo físico de existencia y
duración puesto que ella existe siendo forma digital cosificada. En este sentido su propuesta funciona como
eslabón entre un tipo de estética digital y mediática y que tiende a lo transitorio que se compromete en la
estática, y y en la cual la fotografía es elemento esencial, mediador y complementario a la vez.

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A través del uso de la fotografía digital, la instalación fotográfica y el video, Glenda manifiesta un
ejercicio de simulaciones, extrapolaciones y mímesis de un medio a otro, de un estado a otro. Hay en la obra
uso del encuadre fotográfico, de los modelos de representación histriónicos propios de la performatividad y el
video, del simulacro de representación de una pintura en el video, de una fotografía como pintura o de un
performance como video…, todos ellos cruzados. Lo que los unifica es una metodología que tiende al detalle, a
la sublimación de lo intrascendente y del valor de la belleza cotidiana. Sus primeras incursiones en el video
trataban de mostrar una manera rudimentaria de engarzar imágenes que se correspondía con el hecho que
intentaban narrar, el título Suspensión, 2000, mostraba a la artista elevándose o subiendo una escalera sin
apenas tocar los peldaños sus peldaños, sin embargo cada intervalo era en sí mismo un momento que nos remitía a
una foto. En sentido similar Cada respiro, 2003, remedaba un paisaje con flores que alejándose en zoom out
permitía ver la imagen casi fotográfica de una mujer acostada sobre la hierba, mientras que en un sentido
inverso los fotogramas que conformaron el video Destino, 2003, tampoco se alejan del instante decisivo en la
foto. Fotografías digitales como Deshielo, 2000, (una mesa de cristal con un cubo de hielo que se derrite poco
a poco) Entre el aire y los sueños, 2003 (fotografías de nubes tomadas desde diferentes ciudades del mundo
formando un mapamundi) o Hecho de estrellas, 2003 (lunares ubicados exactamente en la misma posición que
ocupan las estrella en el firmamento), terminan por hacer de lo fotográfico un procedimiento más que
referencial autónomo por excelencia.

Una situación estética similar es la que construye la artista Mabel Llevat en su reciente exposición Parque
Almendares, 2007. A través de la construcción, uso y fotografiado de maquetas la artista se desliga del
referente directo con la realidad y de valores del tipo “instante decisivo”, “apariencia real” o “temporalidad”.
El uso de la maqueta le ha permitido además reforzar la indefinición de los espacios, los que son de algún
modo reconocibles pero alterados en su perspectiva real y en sus relaciones espaciales. Encuadres, enfoques y
perspectivas alteradas o arbitrarias refuerzan el carácter de lo construido y la precariedad de lo representado
para incursionar en la creación de clisés cercanos a lo escenográfico, el atrezzo, lo teatral, o la idea del
juego infantil que se realiza con personajes o “cuquitas” de papel. Los títulos también hacen alusión a esta
no-realidad o realidad “construida”. Remiten al procedimiento analógico aunque elaborado con que se construye
el enmaquetado al tiempo que contradice la impresión digital final. Otra forma de reforzar las diferentes
maneras de hacer es con la realización de impresiones analógicas en blanco y negro. Desde el punto de vista
temático todas asumen ciertos clichés turísticos, políticos, y globales en particular la idea del Parque como
residuo arqueológico, como fragmento detenido en el tiempo.

Mabel, que había transitado por un imaginario mucho más retratístico y en algún sentido autobiográfico o
suerte de heterónimo desde su propia imagen, ofrece aquí un elemento importante de ruptura con una fotografía
“construida” asociada a una necesidad diferente de comunicación y en última instancia al despliegue de una
artesanalidad y una manufactura sintomática a la hora de relacionarla con los discursos de género.

La relación entre mujer, género y fotografía no deja de ser compleja y controvertida, sin embargo, ha permitido
sacar a la luz aspectos que conforman una genealogía, un desarrollo en torno tanto a la expresión
individualizada y socializada de una subjetividad femenina, a sus modelos de existencia y realización así como
a sus variantes críticas y de subversión, las cuales han logrado no solo apropiarse de lo fotográfico sino y lo
que es más importante transformarlo.

Dannys Montes de Oca Moreda

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La Habana, octubre del 2007.

Notas:

1 Roland Barthes. La cámara lúcida. Gustavo Gili S.A., Barcelona, 1981.


2 Premio Revolución y Cultura, I Bienal de La Habana, Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, 1984.
3 Cuba: A view from inside. Cener for Cuban Studies. NY, 1985, p. 23.
4 La Diane Havanaise ou La rumba s´apelle Chano. Mayito et Marucha. Editions José Martí, La Habana, p. 30.
5 Joaquín Blez. Sin título, 1920, Col. Fototeca de Cuba. Dannys Montes de Oca Moreda. Dayamick Cisneros
Rodríguez. Labores Domésticas. Versiones para otra historia de la visualidad en Cuba. Género, raza y grupos
sociales. Ediciones UNION, La Habana, 2003, p. 122.
6 Del Valle Rico. Novia. La Habana. 1930. Cuba 100 años de Fotografía. Antología de la Fotografía Cubana,
1888-1998, Mestizo,A.C./ Fototeca de Cuba, segunda edición, 1998, p. 80.
7 Raúl Corrales. Las bodas del miliciano, ca. 1960 en: Cuba la fotografía de los años 60, La Habana, Colección
Calibán 1988, p. 47.
8 Raúl Corrales. Incoherencia, 1982. en: Cuba. Dos épocas. Raúl Corrales. Constantino Arias. Fondo de Cultura
Económica. México, 1987. p. 59.
9 Exposición Homenaje a Caibarién. Abigaíl García, María Eugenia Haya, Mario García Joya. Galería Leopoldo
Romañach, Caibarién, 1983.
10 Para ver estas obras consúltese: Marucha. (María Eugeneia Haya). Calendario 1988, Center for Cuban Studies,
NY, 1988.
11 Margaret Olin. Critical Terms for Art History. Referido por Teresa de Lauretis en: "Debate Feminista" Año 8,
Vol. 16, octubre de 1997, México.
12 Dannys Montes de Oca Moreda. “Lidzie Alvisa”. El individuo y su memoria. Sexta Bienal de La Habana. Centro
de Arte Contemporáneo “Wifredo Lam”, La Habana, mayo - junio, 1997. p. 83.
13 Premio de Ensayo Fotográfico, Casa de las Américas, 1988.
14 Esta tradición la han ido modelando artistas cubanos como Julio Larraz, César Trasobares, María Eugenia Haya
(Marucha), Katia García, y Cirenaica Moreira
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