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PROBLEMÁTICA ACTUAL DEL CONCEPTO Y EL EJERCICIO DE LA

CIUDADANÍA

Xabier Etxeberria (Universidad de Deusto)

En este artículo recorre de forma esquemática pero rigurosa las principales formas de
entender y ejercer la ciudadanía hoy, así como los interrogantes fundamentales que cada
una de ellas deja abiertos: ¿es posible una ciudadanía multicultural? ¿qué relevancia dar
a las identidades etnoculturales? ¿se extinguen las obligaciones de justicia en la frontera
del estado –nación? ¿qué supone una ciudadanía cosmopolita?

Como se está subrayando reiteradamente, si el concepto de ciudadanía ha recobrado hoy


actualidad es porque remite, relacionándolas, a dos cuestiones centrales para nuestros
problemas y preocupaciones presentes: la de los derechos individuales y la de las
identidades colectivas; o si se quiere, la cuestión de la sociedad justa y la de la pertenencia
a los grupos particulares. Efectivamente, en una primera intuición, ser ciudadano nos
sugiere ser sujeto de derechos y miembro activo de nuestra sociedad.

Ahora bien, armonizar o articular esas dos cuestiones en una concepción y realización
precisa de la ciudadanía se está revelando notablemente complejo. Porque “ciudadanía”, en
realidad, no es un concepto unívoco, remite a diversas tradiciones y realidades que no
resulta fácil integrar. En una primera aproximación podríamos decir que ser ciudadano es
gozar del estatuto de miembro pleno de una comunidad política, que nos iguala con los
otros en derechos y obligaciones y que nos pide un cierto grado de participación. Pero tras
esa definición genérica se esconden serios problemas: ¿qué pasa cuando en la sociedad
política hay más de una comunidad de pertenencia en juego, por ejemplo, con el fenómeno
de la inmigración?, ¿cómo se debe combinar la libertad privada –fines personales- con la
pública –búsqueda de bien común- ante cuestiones tan relevantes como la justicia social?,
¿cómo armonizar, si es que puede hacerse, la universalidad de los derechos, que parece
pedir un referente político mundial, con la particularidad de las pertenencias, por ejemplo
las nacionales, en las que se ha encarnado la ciudadanía? Propongo abordar estas cuestiones
al hilo de las diferentes propuestas de ciudadanía, advirtiendo que por limitaciones de
espacio me ceñiré a señalar el mapa de las mismas, sin poder ahondar en ellas ni en su
debate.

Ciudadanía republicana

En la tradición cultural occidental en la que se forja este concepto (es una primera cuestión
que habrá que tener presente), el espacio original de la ciudadanía es la ciudad antigua
griega y romana. Se trata de una ciudadanía con dos rasgos esenciales: está definida sobre
todo por una participación política intensa en la vida de la ciudad –por eso se es ciudadano-
; y es un privilegio que como tal no se generaliza (mujeres, metecos, esclavos... quedan
fuera). La modernidad replanteará el segundo rasgo en la línea que se indicará luego. Ahora
interesa subrayar que la concepción republicana de la ciudadanía es la que asume,
desarrolla y actualiza el primero de los rasgos.

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Viroli especifica a la ciudadanía republicana por las siguientes características: 1) supone el
amor a la patria vivido como pasión, no como fría lealtad racional; 2) ese amor se traduce
en servicio al bien común, a la res pública y en culto a la patria; 3) patria que es vista como
ordenamiento político y como cultura: sus miembros comparten leyes, libertad, enemigos,
memoria, esperanzas, etc.; 4) no se identifica con todo con la nación, si por tal se entiende
una creación natural que debe protegerse de la contaminación cultural; esto es, el
patriotismo republicano afirma no conceder relevancia moral o política a la etnicidad en
sentido estricto, no pretende ser adscriptivo –se es de la comunidad en que se nace- sino
artificial y electivo.

Actualizar la tradición republicana supone incorporar a ella las exigencias de los derechos
humanos. En cualquier caso, lo que en ella se destaca es que la ciudadanía viene definida
fundamentalmente por la participación intensa en la vida de la comunidad política, hasta el
punto de que es más relevante incluso para la realización de las personas el bien común que
se persigue con ella que el bien particular que pueden perseguir los individuos. Aparecen
aquí dos problemas: ¿cómo armonizar la participación pública con la búsqueda legítima de
intereses individuales?, ¿según qué criterios delimitar con precisión las patrias a las que
cabe tener lealtad? De momento veamos cómo se plantea la primera pregunta desde una
versión diferente de la ciudadanía.

Ciudadanía liberal

Con el liberalismo moderno y la afirmación de los derechos humanos universales, la


ciudadanía se va a replantear de un modo específico. El ciudadano es definido como el
poseedor de unos derechos fundamentales por el mero hecho de ser humano. Esto significa
en sí que ciudadanos lo somos todos, con lo que cae en principio la característica de
privilegio que tenía la ciudadanía antigua. Ahora bien, hay que decir “en principio”, porque
de hecho se ha tardado mucho en reconocer ciudadanía activa a las mujeres y a los no
propietarios y porque, por razones que luego comentaremos, se ha unido en la práctica,
hasta hoy, ciudadanía y nacionalidad, con lo que los extranjeros carecen de ciudadanía en el
país en que están.

En la lógica liberal, la característica decisiva de los humanos como sujetos de derechos es


la autonomía individual. Ser ciudadano es, por eso, dejar de ser súbdito. Es obedecer a las
leyes que nos hemos dado desde nuestra función de colegisladores. Con lo que se armoniza
algo fundamental en la ciudadanía, el ser a la vez gobernantes –nos damos las leyes,
elegimos a nuestros representantes- y gobernados –obedecemos leyes y políticas públicas-.

Si se insiste en la dimensión de colegisladores, nos acercamos a la versión republicana de la


ciudadanía. Pero para el primer liberalismo (por ejemplo el de Locke) y el de sus actuales
continuadores (por ejemplo Nozick o Pocock), la participación pública está subordinada a
los intereses privados. Lo que cuenta antes que nada son los derechos individuales (a la
vida, a las libertades y a la propiedad: derechos civiles) y los planes personales que
legítimamente puedo hacerme (vida privada). La participación pública (derechos políticos)
y los posibles deberes hacia el Estado (por ejemplos, impuestos) están estrictamente
orientados hacia la protección de los derechos civiles individuales: serán por tanto mínimos

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y tenderán a ser vistos como una carga necesaria. El Estado, por su parte, deberá limitarse a
esas políticas de protección, manteniéndose neutro respecto a todo proyecto de vida buena
que puedan proponerse sus ciudadanos.

La ciudadanía liberal, por tanto, es por un lado universal, pero por otro lado débil en su
grado de participación pública. El ciudadano burgués busca sólo una seguridad jurídica que
le garantice la libertad de su vida privada (individualismo posesivo). Las cuestiones que
surgen a partir de este enfoque son las siguientes: ¿es legítima toda desigualdad social que
puede generarse desde el ejercicio de la libertad individual sin más cortapisas que el no
obstaculizar directamente la libertad de otros?, ¿es coherente defender la igualdad formal
de los ciudadanos y aceptar como válida una desigualdad material que condiciona
gravemente el ejercicio de lo que se propone como valor decisivo, la libertad y la
autonomía, al negar la igualdad de oportunidades?, ¿cómo precisar cuáles deben ser los
Estados –mínimos o no tan mínimos- que se convierten en ámbito de la participación, la
protección de las libertades y la justicia, en ámbito del ejercicio de la ciudadanía?

Ciudadanía social

Se ha tratado de responder a las dos primeras preguntas tanto desde las vertientes más
igualitarias del liberalismo (Mill, Rawls, Dworkin y otros) como desde las vertientes más
liberales del socialismo, propugnando lo que se ha llamado ciudadanía social.

Formulada en el lenguaje del liberalismo igualitario, esta ciudadanía social es la que se


expresa como derecho a la igualdad de oportunidades. El valor decisivo sigue siendo la
autonomía individual y el ciudadano es el que disfruta de la autonomía, tanto para diseñar
su vida privada como para participar en la vida pública. Pero ahora se añade que para que
esa autonomía sea real, para que se tenga real capacidad de elección e intervención, no
basta con afirmarla formalmente para todos, hay que generar sus condiciones de
posibilidad, proporcionando a todos los bienes básicos que necesitamos para constituirnos
como sujetos reales (por ejemplo, auto y hetero respeto, oportunidades de educación y de
cuidado de la salud, ingresos suficientes, etc.). Y si se da la circunstancia de que unos están
en situación muy aventajada mientras que otros carecen de oportunidades, hay un deber de
igualar previamente en circunstancias básicas de elección, incluso a través de la
discriminación positiva o inversa, para que después pueda exigirse que cada uno cargue con
sus propias responsabilidades. Formulada en el lenguaje de los derechos humanos, la
ciudadanía social es aquella que permite gozar no sólo de los derechos civiles y políticos,
sino también de los económicos y sociales (a la salud, educación, vivienda, trabajo, etc.).

Desde esta perspectiva el Estado no es sólo garante de la libertad liberal, debe también
garantizar, con políticas de intervención, que todos los ciudadanos disfrutan de los derechos
sociales. Propuesta a la que se le han hecho importantes objeciones: 1) habría riesgo de
paternalismo y dejación de responsabilidades por parte de los ciudadanos, ante un Estado
de bienestar que nos garantiza la satisfacción de nuestras necesidades; 2) también riesgo de
formular como derecho la reclamación de exigencias ilimitadas, que hundirían en la
bancarrota al Estado. No puede ignorarse el fondo de verdad de ambas objeciones. Pero no
deben utilizarse para volver al Estado liberal mínimo, sino para afrontarlas, resaltando: 1)

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que un Estado social pide más participación responsable de los ciudadanos –acentuando si
es preciso el enfoque republicano-; 2) que lo que debe cubrir no son los anhelos de
bienestar que podamos formularnos, sino las necesidades y oportunidades básicas que se
nos deben en justicia: criterio fundamental para que los bienes escasos lleguen realmente a
todos.

Así respondidas estas cuestiones, pareció a quienes propusieron la ciudadanía social


(comenzando por Marshall) que se había culminado con ella la comprensión plena de lo
que debe ser la ciudadanía. Pero seguía presente una cuestión que pocos formulaban
explícitamente: ¿según qué criterios de legitimación moral diseñamos las fronteras de los
Estados en los que se ejerce de facto esa ciudadanía social, deliberativa y distributiva? ¿por
qué debe haber Estados y no más bien un Estado mundial?

Ciudadanía nacional

En realidad, si pocos formulaban explícitamente esta pregunta, todos (pensadores y


políticos) presuponían una respuesta a ella: la referencia política para la ciudadanía deben
ser los Estados-nación (en la práctica, los Estados existentes, pero remitidos al modelo
Estadounidense –más liberal- o francés –más republicano-), en los que se combina una
dimensión cívico-política (democracia y ciudadanía de los derechos humanos) con una
dimensión étnica (unificación lingüística, historia y cultura compartidas, etc.). De esa
manera, aunque el referente de los derechos humanos es universal, el referente de la
ciudadanía que los asume es nacional, con lo que ciudadanía y nacionalidad se identifican,
de modo tal que se mantiene una cierta exclusión propia de la antigüedad: los extranjeros
no son ciudadanos del país en que están, con lo que en la práctica no son ciudadanos.

Entre quienes primero trataron de encontrar razones explícitas para esta solución, se
encuentra Mill. Él y otros que le han seguido entienden que el marco de la nación es el más
adecuado para la ciudadanía porque: 1) proporciona una cultura compartida que hace
posibles las deliberaciones propias de la participación política; 2) proporciona una
solidaridad interna que hace posibles los sacrificios necesarios para las adecuadas políticas
de distribución de bienes. A partir de ahí tenía toda su lógica el principio de la
nacionalidad: toda nación tiene derecho a constituirse en Estado, a todo Estado le conviene
ser una unidad nacional.

Claro que es un principio delicado, porque hace derivar inmediatamente a la cuestión de


cómo definir una nación y en qué medida los Estados existentes reflejan las naciones
existentes o no. Es en este caldo de cultivo en el que aparecerá formulado el derecho de
autodeterminación de las naciones. Sin entrar aquí en él porque desborda las pretensiones
de estas líneas, sí hay que indicar que, en cualquier caso, la afirmación nacional que quiera
ser coherente con su engarce en la ciudadanía de los derechos, no podrá ser organicista (en
ella la adscripción por nacimiento –sangre o suelo- es determinante e inalterable y el
individuo está subordinado a la nación), sino que deberá ser étnicamente “no densa”: que lo
decisivo sea la elección, no la adscripción, y que las dimensiones culturales de la nación y
las políticas que inspiren potencien la autonomía de las personas. Aun así, surgen
cuestiones muy importantes: ¿es realista y adecuado, dadas las circunstancias de mezcla de

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identidades que se reclaman como nacionales, el ideal estricto de ciudadanía nacional que
implica que a cada Estado le corresponde una nación?, ¿debe aceptarse que los extranjeros
no sean ciudadanos ejercientes?, ¿los deberes de justicia distributiva se ciñen a nuestras
propias fronteras nacionales?

Ante cuestiones como éstas, autores como Habermas entienden que hay que romper con la
unión entre ciudadanía y nacionalidad, para pasar a las identidades posnacionales.
Retomando una ciudadanía republicana más racional y menos pasional que la que se indicó
al comienzo, y subrayando por tanto el ideal de participación, propone que la única
identidad pública que debe compartirse en un Estado debe ser la que remite a la cultura
política común (derechos humanos), cuyos principios deben plasmarse en la Constitución y
a los que se debe la lealtad fundamental (patriotismo de la Constitución, que deben asumir
por igual todas las subculturas nacionales o inmigrantes presentes en el Estado). No
podemos entrar tampoco en una mayor explicitación y debate de esta propuesta, aunque por
mi parte, y por razones que he expuesto en otros lugares, deba señalar que, al menos en las
condiciones actuales de la humanidad, veo muy problemática su aplicabilidad.

Ciudadanía multicultural

Una respuesta diferente a la habermasiana a algunas de las preguntas que se acaban de


resaltar, es la propuesta de ciudadanía multicultural. Se pretende, con su formulación,
asumir de un modo específico el reto que supone para la ciudadanía de un Estado la
diversidad nacional y étnica (fenómeno de la inmigración u otros) que puede anidar en él.

Respecto a la conexión entre ciudadanía e identidad nacional, retoma la relevancia de la


misma para la deliberación y la distribución colectivas, pero añade una razón nueva,
plenamente liberal: lo que dota de sentido a la libertad individual, se dice (así, Kymlicka),
es la participación en las culturas concretas, pues son ellas las que nos ofrecen el contexto
de elección que necesitamos (nadie elige en vacío), por lo que podemos exigir las
condiciones de viabilidad de las mismas. Pues bien, entre las culturas más significativas
para los individuos de hoy están las nacionales, y su condición de viabilidad es el
autogobierno. Ahora bien, dadas las condiciones presentes, es más enriquecedor apuntar a
Estados plurinacionales (federaciones de libre adhesión) que a mononacionales, con lo que
aparece así una primera faceta de la ciudadanía multicultural del Estado, en el que hay que
combinar ciudadanía estatal compartida con ciudadanía nacional plural.

Respecto a la conexión entre ciudadanía e identidades étnicas como las inmigrantes, se


postula para estos grupos, por un lado, integración política y social en los valores
democrático-liberales y sus instituciones (ciudadanía liberal/social que nos cohesiona y nos
incluye a todos) y por otro lado respeto e incluso protección de grados significativos de su
diversidad etnocultural (ciudadanía diferenciada). Aparece de este modo la segunda
expresión de la ciudadanía multicultural en un Estado, con la que, como en el caso anterior,
se pretende asumir a la vez integración común y pertenencia diferenciada. Si se es
coherente con esta orientación, se acaba con la exclusión del extranjero, que es reconocido
ciudadano con todos los derechos. Con todo, es una propuesta que se discute desde frentes
opuestos: para unos, exige a todos una integración excesiva en las culturas nacionales

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liberales, para otros concede demasiado a la diferencia cultural, corriéndose el riesgo de
sustituir la servidumbre de la gleba por la de la etnia (Sartori).

Aceptemos, de todos modos, que es una buena solución para los inmigrantes y las minorías
nacionales. Es con todo una solución que deja cuestiones pendientes: ¿es justa la pretensión
que anida en ella de que se tiene derecho a controlar la entrada de inmigrantes?, ¿debe
prolongarse esta solución con una propuesta de deberes de justicia interestatal?

Ciudadanía cosmopolita (o global)

Hasta hace muy poco, la ciudadanía se remitía a una pertenencia particular (ciudad, nación,
Estado). Hoy se está haciendo común reclamar una ciudadanía cosmopolita o global. Hay
tres factores que están empujando a ello: 1) la referencia a los derechos humanos que como
tales se nos imponen universalmente; 2) la globalización informacional y productivo-
mercantil, que ha debilitado la soberanía y autosuficiencia de los Estados, generando
referencias económicas y mediáticas mundiales; 3) la interdependencia global que ha
aparecido ante fenómenos como la crisis ecológica. Recordemos, de todos modos, que la
ciudadanía pide instituciones públicas comunes, en las que se participa. ¿Cómo se viviría
esto en una posible ciudadanía cosmopolita?

Caben dos enfoques. En el primero de ellos, más radical, esta ciudadanía es alternativa a las
ciudadanías de pertenencia particular: soy sólo ciudadano del mundo, el resto de mis
identidades –religiosas, nacionales, etc., que puedo combinar o rechazar según vea
conveniente- pasa a lo privado. La lógica de la propuesta, que es una radicalización de la
postura habermasiana, lleva a postular un único Estado mundial. En el segundo enfoque, la
ciudadanía global es incluyente de otras pertenencias públicas, de otras ciudadanías como
las nacionales en especial. Entendiendo por mi parte que el primer enfoque no sólo es hoy
por hoy muy difícilmente viable (si algo se ve viable es un “imperio” mundial), sino incluso
muy cuestionable por principio, paso a explicitar un poco el segundo enfoque, que puede
ser prometedor.

La ciudadanía global que cabe postular desde él es aquella ciudadanía que al remitir a
nuestra común condición de humanos sujetos de dignidad, pero al incluir además la
ciudadanía nacional (soy ciudadano del mundo y ciudadano de mi país), condiciona a ésta a
ser abierta, a ser de modo tal que se constituya en mediación de la universalidad. Esto
supone en concreto: 1) que se asume decididamente, desde el propio modo de vivir la
ciudadanía nacional, el deber de impulsar una justicia distributiva internacional (o global)
que satisfaciendo las necesidades básicas de todos permita el desarrollo de sus capacidades,
frente a la indiferencia o incluso la mera asistencia actuales; 2) que se promueve
firmemente una justicia penal internacional eficaz ante las graves violaciones de derechos
humanos que no pueden afrontarse desde los respectivos Estados; 3) que se trabaja para que
existan los referentes institucionales globales que se precisan para ello; 4) que si se aceptan
ciertos controles nacionales de los movimientos migratorios es sólo tras haber cumplido los
deberes de esa justicia internacional –que evitan la inmigración forzada- y especialmente
para proteger a las poblaciones vulnerables –por ejemplo, comunidades indígenas-.

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El quid de la cuestión está, por supuesto, en la creación de esas instituciones globales. Algo
se mueve en esa dirección, aunque sea con contradicciones. Por un lado, una serie de
instituciones internacionales (sobre todo en torno a la ONU), que hay que reformar y
potenciar decididamente en el sentido de la justicia. Por otro lado, una sociedad civil
transnacional (ONGs, movimiento antiglobalización, etc.) que es absolutamente
fundamental para crear conciencia mundial y hacer la pertinente presión política en los
Estados.

Defender de este modo la ciudadanía global es postular que avancemos hacia la vivencia de
una ciudadanía compleja, constituida por identidades múltiples: la que es ciudadanía
participativa y social con pertenencias grupales en libertad efectiva (una o varias naciones y
grupos etnoculturales) que se articulan entre ellas y con la pertenencia mundial. Será algo
más difícil que la ciudadanía simple que se remite a una única comunidad, pero algo mucho
más rico y pleno.

Pequeña bibliografía

CORTINA, A., Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Madrid,
Alianza, 1997.

HABERMAS, J., La inclusión del otro.

HELD, D., La democracia y el orden global. Del Estado moderno al gobierno cosmopolita,
Barcelona, Paidós, 1997.

KYMLICKA, W., Ciudadanía multicultural, Barcelona, Paidós,

MALUFF, Identidades asesinas

PEÑA, J., La ciudadanía hoy: problemas y propuestas, Valencia, Universidad de Valencia,


2000.

RAWLS, J., Liberalismo político,

RUBIO CARRACEDO, J., ROSALES, J.M., TOSCANO, M., Ciudadanía, nacionalismo y


derechos humanos, Madrid, Trotta, 2000.

SARTORI, G., La sociedad multiétnica, Madrid, Taurus, 2001.

VARIOS AUTORES, en Isegoría, n. 24, 2001 (en especial M. Viroli, A. Rivero y E.


García Guitián)

VELASCO, D., Ética y políticas para una ciudadanía universal, cuadernos “Xirimiri de
Pastoral”, Bilbao, IDTP/Desclée de Brouwer, 2002.

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