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EMIL CIORAN

seis entrevistas aisladas

(ediciones alma_perro)
EL AMIGO DE LO PEOR
Entrevista de Christian Bussy

Para saludar la aparición de su libro Sur les


cimes du desespoir obra inédita, escrita en
Rumania en 1934, Pierre André Boutang y Oceaniques
habían programado la difusión, el 26 de marzo, de
un documento único; una entrevista televisada de
Cioran, realizado por Christian Bussy para la RTBF
en 1973. en el último momento Cioran se opuso a su
radiodifusión. Publicamos algunos fragmentos de
esa entrevista excepcional que, a más de medio
siglo de distancia, hace eco de las obras de
juventud que descubrimos hoy.

Christian Bussy: A su llegada a Francia, en


1937, ¿intentó usted conocer a los escritores que
le gustaban?

Cioran: Absolutamente no. Sólo lo hice cuando


apareció mi primer libro, Précis de décomposition
en 1949. Antes, yo no conocía a ningún escritor,
ningún filósofo, ningún intelectual. Yo no
pertenezco a ese mundo.

C.B: A pesar de todo, usted saltó la


barrera...

Cioran: ¡Si se puede decir! Llevé por


entonces, sobre todo, lo que se podría llamar una
vida mundana. A comienzos de los cincuenta yo iba
a los cócteles. Después de tres, tal vez cuatro
años, me cansé. Siempre he vivido en el fondo, al
margen de la sociedad.

C.B: A pesar de todo, escribir un libro es


entrar a la sociedad. ¿Qué le decidió a escribir
ese primer libro, en 1949?

Cioran: La historia d ese libro es bastante


curiosa. Dos años antes, 1947, estaba yo en Dieppe
y me divertía traduciendo Mallarmé al rumano.
Cuando digo que me divertía, esa es una manera de
hablar, pues de pronto me di cuenta de que eso era
absurdo, que era tiempo perdido, puesto que yo no
volvería jamás a Rumania, y que, en suma, estaba
yo traduciendo a un ilustre poeta clásico a una
lengua desconocida. Regresé entonces a París y
tomé la decisión de escribir directamente en
lengua francesa, por mi propia cuenta; ese es el
origen de Précis de décomposition. Por lo demás,
todo lo que he escrito, lo he escrito en momentos
de depresión. No he escrito nunca uno de mis
libros para hacer un libro, sino siempre con un
fin terapéutico. Es difícil de expresar, pero mis
libros no son tales.

C.B: A la pregunta, ¿por qué escribe usted?,


respondía Paul Valery: Por debilidad. ¿Es éste, un
poco, el caso de usted?

Cioran: Es mucho más que debilidad. Una


especie de miseria, de descenso... El libro
aparece después de eso y como un accidente.

C.B: ¿Escribe usted también acaso, para


conocer a los hombres? ¿Para tener testigos?

Cioran: ¡Ah eso no! Cuando se escribe en


estado de crisis, no se piensa en los demás. Si
verdaderamente quiere usted que se trate de un
diálogo, entonces sería...

C.B: ¿Un diálogo con usted mismo?

Cioran: No, con Dios. En el sentido en que mis


libros son el encuentro de una soledad con otra
soledad, pues Dios está más solo de lo que podamos
estarlo nosotros.

C.B: Dicen que usted es nihilista. ¿Es


verdadero esto, o falso?

Cioran: No, no soy nihilista. No soy nada.


Digamos que tengo acceso de nihilismo. Soy un
negador, ciertamente. A condición de precisar que
la negación no es en mí abstracta sino visceral.
Es... ¿cómo decirlo? Es como una explosión. Es un
sentimiento difícil de analizar, de descubrir. Por
ejemplo, dar una bofetada todavía es una
afirmación. Yo doy bofetadas, sin duda, pero no
afirmo nada.

C.B: ¿Por qué es Cioran un hombre rebelde?

Cioran: ¡Pero si yo no soy un rebelde! Un


rebelde quiere remediar algo. Es un militante. Yo
me siento cerca de Baudelaire y de Pascal, y no se
puede decir que sean rebeldes.

C.B: Entonces, vamos lejos, ¿es usted un


desesperado?

Cioran: Y bien, no, eso tampoco... Bueno, mi


posición es ciertamente desesperada puesto que no
lleva a ninguna parte. Pero es una situación que
acepto y que, curiosamente, no me impide en nada
vivir. Siempre me he dicho que si hubiese un
remedio a esta situación, ya lo habría yo
encontrado. Después de todo, no soy más tonto que
cualquier otro.

C.B: Alguien tan severo como usted, ¿tiene, de


todos modos, objetos de admiración, de amistad?

Cioran: Sin duda, siempre he tenido amigos,


pero fuera del medio literario. Mis más grandes
amigos no escriben. Nunca he apreciado a las
personas en función de lo que son. Hasta iré más
lejos: en el plano metafísico, una conserje un
poco inquieta es mucho más interesante que un
filósofo infatuado por su sistema. De hecho, en la
vida, se encuentran grandes escritores que no han
comprendido nada.

C.B: De todos modos, una excepción: ¿Michaux?

Cioran: ¡Ah! ¡Sí! Un hombre admirable! Vivió


largo tiempo en el mismo barrio que yo. Me
encantaba hacerle hablar.
C.B: ¿Qué puntos comunes tenía usted con él?

Cioran: Difícil de decir... pero yo estaba


fascinado por la manera en que él se apasionaba
por el cine documental, científico. Lo comprendí
después. Michaux quería agotar un tema, cualquiera
que fuese. Ahora bien, la literatura,
necesariamente, es escamoteo. En ese sentido,
Michaux se salió de la literatura.

C.B: ¿También usted, cuando observa, agota un


tema?

Cioran: No lo sé. Recuerdo que una noche,


después de cenar, Michaux y yo hablando hasta las
dos de la mañana. Habíamos hablado del destino del
hombre; su voz cambió de pronto, y yo noté un
temblor, una emoción; la idea de que el hombre
pudiera desaparecer un día del planeta le
trastornaba. Yo nunca le he perdonado esta
emoción. Yo pensaba que esta hipótesis de una
desaparición del hombre no era tan mala. Y en ese
instante sentí una decepción.

C.B: Con el tiempo, ¿se ha vuelto usted más


cínico?

Cioran: No, menos, mucho menos. En el fondo,


con la edad, todo se agota, hasta el cinismo.
Ciertamente, no tengo ninguna razón de renegar, de
corregir o de suavizar todo lo que he escrito.
Pero las cosas son de tal modo que una vez que se
les ha expresado, se cree en ellas u n poco menos.
¿Por qué? Porque el hecho de escribir es, de todos
modos, una profanación. Por ejemplo, tomemos el
suicidio. El suicidio me obsesionó hasta el
momento en que escribí sobre el suicidio. Después,
pensé menos en eso. En eses sentido, escribir es
una profanación: Matamos el tema. Todos los temas
que he tratado los he matado, a medias. Mis
obsesiones han disminuido.

C.B: Al llegar a este punto, debo plantearle


la pregunta: ¿por qué no se ha suicidado usted?
Cioran: Fue la idea, la obsesión del suicidio
la que me salvó, precisamente. Es una idea
positiva, estimulante, sin la cual no habría yo
soportado mi vida. El cristianismo ha cometido una
enorme falta psicológica al proscribir el
suicidio. Y lleva la pesada responsabilidad de
haber desacreditado esta idea que, para mí, está
ligada a la idea de libertad. Hoy puedo soportarlo
todo, puesto que todo depende de mí.
LOS DETALLES MÍNIMOS Y LAS PASIONES
DESENCADENADAS
Entrevista realizada por J. L. Almira,
publicada en el número 344 de El País Semana de
Noviembre de 1983

Denunciador de la miseria humana e ironista


empedernido, melancólico y febril, E. M. Cioran es
reconocido en Francia como uno de los pensadores
cruciales de hoy. Rumano de nacimiento, vive en
París desde 1937, acogido al estatuto de apátrida.
En esta entrevista aparece el Cioran que halló en
España y en lo español los rastros de su propio
temperamento; aparecen asimismo las obsesiones y
constantes que han presidido su vida
y su obra.

Hijo de un prelado de la Iglesia ortodoxa, E.


M. Cioran nació en Rasinari (1911), un pequeño
pueblo de Transilvania, donde transcurrió su
infancia en contacto con la naturaleza. De la
madre parece heredar su inclinación a la
melancolía. Por oposición a su padre, a quien, sin
embargo, respeta, fue hasta los 17 años un ateo
furioso.
Con De lágrimas y de santos (1937), cuarto de
los cinco libros escritos y publicados en su país,
Cioran conjura la gran crisis religiosa de su
vida. Reescribe cuatro veces su primer libro en
francés, lengua cuyo rigor le resulta "inhumano,
infernal"; Gallimard publica inmediatamente ese
libro (Breviario de podredumbre, 1949), al que
seguirá una obra singular (Silogismos de la
amargura) de la que sólo se conocen en España
algunos fragmentos. Vendrán después La tentación
de existir, El aciago demiurgo. Del inconveniente
de haber nacido (editado por Taurus), La caída en
el tiempo (Monteávila) e Historia y utopía
(Artífice). Hasta llegar a Desgarradura
(Montesinos, 1983), libro que la crítica española
ha reseñado más que criticado, tal vez porque
Cioran suscita posiciones extremas, y los extremos
comprometen siempre.
Maestro del aforismo, ese "fuego sin llama"
que permite aventurarse en la paradoja humana,
inclinado a hurgar en las llagas propias,
desgarrado entre la maldición de haber nacido y el
vicio de vivir, al escritor rumano le queda
pequeña la condición de hombre. Desde París,
"único lugar donde la desesperación es agradable",
Cioran se ha forjado la reputación de cruzado de
la soledad, de alguien intratable. "Desconfíen del
rencor de los solitarios que dan la espalda al
amor, a la ambición, a la sociedad. Se vengarán un
día de haber renunciado a todo eso", sentencia.
Quienes conocen personalmente a Cioran saben que
ha renunciado, sí, pero al éxito fácil, al oropel
envenenado. John Updike le ha calificado de monje
frustrado. Gabriel Marcel lo consideraba uno de
los más violentos testigos de cargo en el proceso
abierto entre el hombre y Dios. Cioran dice de sí
mismo: "Quise ser filósofo y me quedé en aforista;
místico, y no pude tener fe; poeta, y sólo llegué
a escribir una prosa poética bastante dudosa".

J.L.A. El cuerpo, lo que usted ha llamado la


conciencia de los órganos, es una constante en su
obra. ¿Por qué?

E.C. Si me remonto a mi infancia y


adolescencia, constato que he sentido siempre un
malestar que los años han delimitado y acentuado.
Un malestar que se inmiscuye en la vida,
trastornándola. Pero se trata de un malestar
global, no de una enfermedad; en todo caso sería
una enfermedad virtual, no realizada. En el fondo,
todo se reduce a una cuestión de fisiología.

J.L.A. En su último libro afirma que nada hay


más misterioso que el destino de un
cuerpo. ¿Qué quería decir exactamente?

E.C. Dependemos del cuerpo; es como un


destino, una fatalidad mezquina y lamentable a la
que estamos sometidos. El cuerpo es todo y no es
nada: un misterio casi degradante. Pero el cuerpo
es así mismo una potencia fabulosa. Aunque, una
vez que se ha sido consciente de la dependencia
que engendra, es imposible olvidarla.

J.L.A. Un médico francés acaba de publicar un


libro sobre la influencia de la climatología en el
individuo. En epígrafe aparece una cita suya
respecto al mismo tema.

E.C. Una de las razones por las que puede


negarse la libertad es nuestra dependencia del
factor meteorológico. La libertad es una ilusión,
puesto que depende de cosas que no deberían
condicionarme. Mis ideas siempre han sido dictadas
por mis órganos, los cuales, a su vez, están
sometidos a la dictadura del clima. El cuerpo ha
jugado un papel muy importante en mi vida. Y eso
es algo que se acentúa con la edad. Nietzsche
sintió muy bien ese condicionamiento del clima. Mi
propio malestar, de orden climatológico, está
ligado al malestar de tipo metafísico. No digo que
la meteorología condicione la metafísica, pero
constato cierta simultaneidad entre la
interrogación metafísica y el malestar físico.
Desde muy joven fui consciente de esta evidencia
y, avergonzado, he tratado siempre de ocultarla.

J.L.A. En Desgarradura se define como


secretario de sus sensaciones; algo especialmente
grave, tratándose de un escritor. Esa constatación
postula además la unidad indisoluble de cuerpo y
mente.

E.C. Están, en efecto, íntimamente ligados.


Como es obvio, en las biografías de escritores y
filósofos no se habla mucho de ello, porque es un
tema embarazoso. Reconocer ese fenómeno en el caso
de un escritor es disminuir lo que hace, ya que es
como decir que nuestros estados y sentimientos más
íntimos están a merced de la meteorología.
Esclavitud humillante sobre la que no es preciso
insistir.
J.L.A. ¿Los años le han ayudado a controlar
los humores de su cuerpo o han aumentado esa
esclavitud?

E.C. Le contaré una anécdota. Acabo de recibir


una carta de un amigo al que conozco desde
siempre, en la que me dice que no cree nada de lo
que he escrito, "porque te conozco bien y sé que
eres muy alegre", lo cual demuestra hasta qué
punto puede uno equivocarse. Sea cual sea mi
estado de ánimo, siempre he conseguido ocultarlo
tras un comportamiento histriónico. Soy esclavo de
mis nervios, pero puedo disimularlo, y lo hago,
comedia que me permite, por ejemplo, ir a cenar en
un estado de desesperación absoluta y contar
historias frívolas sin interrupción. No sé si se
trata de pudor o de un mecanismo de defensa; en
cualquier caso; si mi dependencia de la fisiología
no fuera tan aplastante, nunca hubiera tenido que
utilizar esa alegría aparente. Claro que eso tiene
su reverso. Cuenta Kierkegaard que al regresar a
casa, después de haber hecho reír a todo el mundo
en un salón, sólo tenía ganas de suicidarse,
crisis natural que personalmente he comprobado en
muchas ocasiones. Ahora recuerdo que, poco tiempo
después de que apareciera mi libro en Francia
(Breviario de podredumbre, 1949), cinco escritores
que no me conocían de nada me invitaron a
almorzar. Puedo jurarle que durante las tres horas
que duró la comida sólo hablé del bidet. Por
supuesto, ellos esperaban que hablase de mi libro,
y aún recuerdo su expresión de desconcierto,
mientras yo continuaba hablando del desprecio que
me inspiran los alemanes porque no tienen bidet. Y
es que no puedo hablar de lo que me afecta en lo
más profundo, si no es a solas con alguien: ese
momento en el que dos soledades pueden intentar
comunicarse.

J.L.A. Si queremos hablar del tedio; va a


resultar inevitable volver a la fisiología.

E.C. El tedio ha sido y continúa siendo la


plaga de mi vida, inconcebible sin una base
fisiológica. Lo que ocurre es que el sentimiento
de vacío que precede o es el tedio mismo se
transforma en un sentimiento universal que lo
engloba todo, haciendo desaparecer así la base
orgánica. Pero minimizar esta base es hacer
trampa.

J.L.A. ¿Cuál es su primer recuerdo del tedio?

E.C. Fue durante la primera guerra. Tenía


cinco años. Una tarde, de verano sin duda, todo lo
que me rodeaba perdió sentido, se vació, se
inmovilizó: una especie de angustia insoportable.
Aunque entonces no pudiera formular lo que
ocurría, me estaba dando cuenta de la existencia
del tiempo. Nunca he podido olvidar aquella
experiencia. Hablo del tedio esencial, que es una
toma de conciencia extraordinaria de la soledad
del individuo. Me resulta un sentimiento tan
ligado a mi vida, que estoy seguro de que podría
sentirlo hasta en el paraíso. Evidentemente, si
nos marca de manera tan profunda, es porque se
trata de la expresión capital de nosotros mismos.
En estos momentos el hastío tiene mala prensa; de
alguien que se aburre suele decirse que está
vacío, lo cual no es cierto, pues ese vacío
conlleva una explicación del mundo. Por eso me ha
interesado tanto el tedio monástico, la acedia, el
hecho de que la vida monástica está presidida por
la tentación, por el peligro del tedio. A los
monjes egipcios siempre se les describe asomados a
la ventana, esperando no se sabe qué. El tedio es
la gran amenaza espiritual, una especie de
tentación diabólica.

J.L.A. Usted ha escrito muy poco sobre el


sexo.

E.C. Céline dijo que el amor era el infinito


puesto al alcance de un caniche. Es la mejor
definición que conozco. Si no poseyera ese doble
aspecto, esa perturbadora incompatibilidad, habría
que dejar el asunto a los ginecólogos y a los
psicoanalistas. En pleno delirio sexual,
cualquiera tiene derecho a compararse a Dios. Lo
curioso es que la inevitable decepción posterior
no afecte al resto de la vida, que sea momentánea.
A veces he pensado que se puede tener una visión
postsexual del mundo, visión que sería la más
desesperada posible: el sentimiento de haberlo
invertido todo en algo que no vale la pena. Lo
extraordinario es que se trate de un infinito
reversible. La sexualidad es una inmensa
impostura, una gigantesca mentira que
invariablemente se renueva. Sin duda, el momento
presexual triunfa sobre el postsexual: el infinito
inagotable del que habla Céline. Y el deseo es ese
absoluto momentáneo imposible de erradicar.

J.L.A. ¿De dónde procede ese amor por España,


que, habiendo elegido la condición de apátrida, le
llevó a escribir que ha renegado de todo, excepto
del español que hubiera deseado ser?

E.C. Cuando era estudiante leí un libro acerca


de la literatura española contemporánea, que
recogía la anécdota de un campesino que, al
subirse a un vagón de tercera y descargar el
inmenso bulto que llevaba encima, exclama: "¡Qué
lejos está todo!" Me impresionó tanto esa frase,
que con ella titulé un capítulo de mi primer libro
en rumano. Como me ha ocurrido siempre, un detalle
mínimo desencadenó una pasión. Muy joven, leí a
Unamuno, algo sobre la conquista, a Ortega y, por
supuesto, a santa Teresa. Me atrae el aspecto no
europeo de España, esa especie de melancolía
permanente, de nostalgia en realidad.

J.L.A. ¿Cuál es para usted la diferencia entre


melancolía y nostalgia?

E.C. El fondo metafísico de la nostalgia es


comparable al eco interior de la caída, de la
pérdida del paraíso. Un español siempre da la
impresión de que echa de menos algo. Por supuesto,
lo significativo es la intensidad con que eso se
siente. La melancolía es una especie de tedio
refinado, el sentimiento de que no se pertenece a
este mundo. Para un melancólico, la expresión
"nuestros semejantes" no tiene ningún sentido. Es
una sensación de exilio irremediable, que carece
de causas inmediatas. La melancolía es un
sentimiento profundamente autónomo, tan
independiente del fracaso como de los mayores
éxitos personales. La nostalgia, por el contrario,
siempre se aferra a algo, aunque sólo sea al
pasado.

J.L.A. Me gustaría que hablásemos de lo que


usted ha llamado el masoquismo histórico de los
españoles.

E.C. Siempre me ha fascinado el desmesurado


sueño histórico de los españoles, un sueño
fantástico que acabó en derrota. Todo el frenesí
de la conquista se vino abajo. España fue el
primer gran país que salió de la historia,
prefiguración grandiosa de lo que es Europa ahora.
Curiosamente, ese fracaso ha hecho posible que la
lengua española sea en estos momentos universal.

J.L.A. Parece una visión de España casi


teatral.

E.C. Los españoles practican fanáticamente la


burla. Su propio orgullo, siempre acompañado de
ironía, se vuelve contra ellos y, gracias a eso,
no resulta insoportable. Durante uno de mis viajes
a España, hace ya muchos años, viajábamos en la
tercera clase de un tren cuando una niña de unos
12 años se puso a recitar poemas. Me pareció tan
extraordinario, que tuve un gesto de indelicadeza
irreparable, espantosa: le di un puñado de
monedas. Ella cogió el dinero y me lo tiró a los
pies. Su reacción me pareció sublime. España
representa para mí la emoción en estado puro. Uno
no puede entenderse con los campesinos franceses o
alemanes, por no hablar de los ingleses, pero en
España, como sucede también en Rumania, el pueblo
llano existe.
J.L.A. Abominable Clío, escribe usted en su
último libro de manera lacónica, casi lapidaria.

E.C. Durante muchos años desprecié todo lo


relacionado con la historia. Y por experiencia sé
que lo mejor es no prestarle mucha atención, no
detenerse en ella, pues representa la mayor prueba
de cinismo imaginable. Todos los sueños,
filosofías, sistemas o ideologías se estrellan
contra lo grotesco del desarrollo histórico: las
cosas ocurren sin piedad, de un modo irreparable,
triunfa lo falso, lo arbitrario, lo fatal. Es
imposible meditar sobre la historia sin sentir
hacia ella una especie de horror. Mi horror se ha
convertido en teología, hasta el punto de creer
que no se puede concebir la historia humana sin el
pecado original.

J.L.A. ¿Por qué utiliza a menudo las alegorías


cristianas para explicar la historia?

E.C. No soy creyente, pero estoy obligado a


admitir la existencia del pecado original como
idea, pues quien la tuvo dio en el clavo. La
historia del hombre comenzó con una caída. Sin
embargo, no puedo aceptar que antes existiera un
paraíso; creo más bien que algo se resquebrajó
cuando el hombre comenzó a manifestarse, algo se
rompió en él, quizá al convertirse en hombre
propiamente dicho. Durante mucho tiempo me
interesó la decadencia del imperio romano, cuyo
final desesperado, completo, vergonzoso, es un
modelo para todas las civilizaciones. Y si en
estos momentos me interesa tanto Occidente, el
Occidente de hoy, es porque recuerda el crepúsculo
de las grandes civilizaciones anteriores.

J.L.A. ¿Y el progreso?

E.C. El progreso no existe en lo esencial.


Sólo reconozco el progreso tecnológico, del que
son completamente independientes las cosas que
amo. En todo lo que afecta al destino humano no se
gana nada llegando tarde. Si eliminamos de la
historia la idea de progreso, llegamos a la
conclusión de que no tiene la menor importancia lo
que ocurra en el futuro. No hay motivos para
lamentarse de haber nacido demasiado pronto. Al
contrario, debemos compadecer a quienes vendrán
después. Durante mucho tiempo los antepasados
fueron envidiados, y luego, sobre todo a partir
del siglo XIX, se hizo lo contrario. Me parece que
en los últimos años se ha producido un cambio en
la conciencia de Europa. Nadie envidia ya a los
jóvenes, pues se sabe que el futuro, con o sin
guerras, será espantoso. Claro que también existe
el aspecto mezquino de la negación del progreso.
Me resulta inconcebible aceptar que alguien nacido
después de mí tendrá ventajas que yo no he
conocido: el orgullo no puede soportarlo. A fin de
cuentas, no existe ninguna diferencia entre vivir
dentro de cincuenta o cien años o haberlo hecho
cien años atrás.

J.L.A. Se diría que, para usted, la historia


está regida por los mismos mecanismos que una
existencia cualquiera.

E.C. Sí, la historia puede compararse a una


vida que se manifiesta y degenera. Se trata de una
cuestión de ritmo. Yo creo que el hombre no
debería haberse comprometido con la historia, que
debería haber vivido una existencia estacionaria,
cercana a la animalidad, sin orgullo ni ambición.
No debería haber cedido a la tentación prometeica,
pues Prometeo fue el gran inductor. Como todos los
bienhechores, carecía de perspicacia, era un
ingenuo. En realidad, la historia universal no es
más que una repetición de catástrofes, a la espera
de una catástrofe final, y en ese punto la visión
cristiana de la historia resulta muy interesante,
pues Satán desempeña el papel de dueño del mundo y
Cristo el de alguien que no tendrá ninguna
influencia antes del juicio final. Cristo será
poderoso, pero solamente al final. Y esa es una
idea profunda, una visión de la historia casi
aceptable en la actualidad.
J.L.A. ¿Admitiría usted que lo que acaba de
decir es reversible, que podríamos afirmar lo
contrario sin que aumentara demasiado el margen de
error?

E.C. Creo que el destino del hombre es, como


el de Rimbaud, fulgurante, es decir, breve. Las
especies animales habrían durado millones de años
si el hombre no hubiera acabado con ellas, pero la
aventura humana no puede ser indefinida. El hombre
ha dado ya lo mejor de sí mismo. Todos sentimos
que las grandes civilizaciones han quedado atrás.
Lo que no sabemos es cómo será el fin.
ENTREVISTA A EMIL MIHAI CIORAN
por HANS-JÜRGEN HEINRICHS
Entrevistado en París, en 1983, por Hans-
Jürgen Heinrichs.

Esta entrevista había permanecido inédita


hasta febrero de 1999.
Se publicó en el número 373 de la revista
francesa «Le Magazine Littéraire». De ahí se toman
estos fragmentos.

«Cuando llegué a París, inmediatamente


comprendí que el interés de la ciudad era la
posibilidad que me ofrecía de vivir rodeado de
gente ociosa. Yo mismo soy un ejemplo de ocioso:
nunca he trabajado en mi vida, nunca tuve un
oficio. Sólo una vez, en Rumania, cuando enseñé un
año Filosofía en Brasov. Era insoportable. Y fue
también la razón por la que vine a París. En su
propio país, uno tiene el deber de hacer algo —
pero eso no es necesario cuando se vive en el
extranjero. Tuve la fortuna de vivir más de
cuarenta años en la ociosidad y, ¿cómo podría
decirlo?, sin Estado. Lo interesante en París,
creo, es que uno puede vivir ahí como extranjero
radical, de manera que no se pertenece a una
nación, sino solamente a una ciudad. Yo me siento
de algún modo parisiense, pero no francés —sobre
todo no francés.

[...] Hay dos libros que, para mí, expresan lo


que es París. Primeramente ese libro de Rilke, Los
cuadernos de Malte Laurids Brigge, y después el
primer libro de Henry Miller, Trópico de Cáncer,
que muestra un París diferente del de Rilke,
incluso contrario, el París de burdeles, de
prostitutas y padrotes, el París del fango. Y es
también ése el París que yo conocí: [...] el París
de hombres solos y de putas.

La verdad, yo había vivido ya lo mismo en


Rumania: la vida de burdel era muy intensa en los
Balcanes. Y también era el caso de París, al menos
antes de la guerra. [...] Cuando llegué aquí, tuve
largas conversaciones con muchas de esas mujeres.
Al inicio de la guerra, yo vivía en un hotel cerca
del boulevard Saint-Michel, y tenía amistad con
una prostituta, una anciana canosa. Llegamos a ser
buenos amigos; quiero decir: era demasiado vieja
para mí. Pero era una actriz increíble, con
talento para la tragedia. Yo la encontraba casi
todas las noches hacia las dos o tres de la
mañana, porque siempre regresaba muy tarde a mi
hotel. Era al inicio de la guerra, en 1940 —o más
bien no, era antes de la guerra porque, durante la
guerra, no se podía salir después de medianoche.
Paseábamos juntos y ella me contaba su vida, toda
su vida— y la manera en que hablaba de eso, las
palabras que utilizaba me fascinaban. [...] Las
experiencias que tuve en mi vida con ese tipo de
personas me enseñaron muchas más cosas que mis
encuentros con los intelectuales.»

LA LENGUA FRANCESA

«Tengo una relación muy compleja con la lengua


francesa. Cuando empecé a escribir en francés, me
dije que no era una lengua para mí. Me sentí como
si estuviera dentro de una camisa de fuerza. Pero
ahora, desde hace unos años, desde que el francés
está en decadencia, me siento de alguna manera
ligado a esa lengua desfalleciente. Los franceses
no son, diría yo, indiferentes a la decadencia de
su lengua, pero ellos la aceptan, yo no. Y
mientras más boicotea el mundo al francés, más
cercano me siento yo de él. La razón es tal vez
que todo lo que se pierde, se sustrae, o es
víctima de algún delito, ejerce sobre mí un gran
poder de atracción. Y el aislamiento del francés
me fascina. El contacto con él fue para mí
infinitamente difícil al principio. [...] En
Rumania, todo el mundo hablaba francés y otras
lenguas; pero, yo, venía de Transilvania donde no
se hablaba más que alemán o húngaro. Tomé muy en
serio ese cambio de lengua, y todo lo que escribí
en francés, lo reescribí varias veces, por
ejemplo, el Précis de décomposition, lo retomé
cuatro veces. Para mí, era verdaderamente un
desafío la idea de que debía escribir como un
francés, competir con los franceses en el manejo
de su lengua —una idea tal vez un poco loca. [...]
Por mi temperamento, hubiera debido escribir más
bien en español, en húngaro o en ruso. Porque el
rigor del francés es incompatible conmigo. Pero es
también precisamente eso lo que me gusta en él...»

LAS MUJERES

«Tengo algo en común con Sartre. Sartre dijo,


poco antes de su muerte, que siempre se entendió
mejor con las mujeres que con los hombres. Y es
también mi caso: prefiero a las mujeres que a los
hombres. ¿Sabe por qué? Porque la mujer es más
desequilibrada que el hombre. Es un ser
infinitamente más mórbido y enfermo que el hombre.
Resiente más, incluso cosas que un hombre no puede
sentir. Noté que las mujeres estaban en general
más cercanas a mi manera de escribir que los
hombres. Me impresioné mucho cuando leí que Sartre
había dicho que prefería la conversación de las
mujeres a la de los hombres.

Un día me preguntaron cómo había podido vivir


sin ejercer un «oficio», respondí: «porque era
padrote». Es una broma, pero hay algo de verdad en
esa afirmación. Para mí, «padrote» es un concepto
muy universal. Quiero decir que cuando un escritor
vive con una mujer que se encarga de los gastos de
los dos, ese escritor es un padrote. Muchos
escritores respetables que conozco en París han
vivido como parásitos de su mujer. En ese sentido,
aunque nunca me he casado, también he sido un
padrote...»

RUMANIA, EL LAZO CON LOS ORÍGENES

«Me desprendí de mis orígenes. Sin embargo,


sigo estando profundamente interesado por los
Bogomiles, esos maniqueos de los Balcanes, y por
su idea de que el nacimiento es una catástrofe. Es
casi una fatalidad que regrese así, de manera
inconsciente, a mis orígenes. La idea de que no es
Dios, sino Satanás, un pequeño Satanás, Satanel,
quien creó el mundo, siempre me ha atraído. Es por
eso que escribí ese libro, El Demiurgo malo, que
se inspira un poco en la teoría bogomil. Me parece
notable haber vuelto después de tantos años, a mi
patria fundamental, a ese mundo espiritual del
Danubio, de los Cárpatos. La idea de una mística
del pre-nacimiento pertenece a ese mundo: el
Oriente. Aunque haya querido librarme de mis
orígenes, mis esfuerzos realmente no lo han
logrado. Todas esas ideas, el Maniqueísmo y
también la Gnosis o, al menos, una Gnosis un poco
degenerada, vienen en parte de los Balcanes. Uno
no puede deshacerse de sus orígenes, de su
comienzo. He escrito mucho contra mi país natal.
Por ejemplo: afirmé que ser rumano era ridículo,
pero al mismo tiempo debo reconocer que soy muy
fatalista en la vida. El fatalismo es la religión
nacional en Rumania, todo mundo ahí es fatalista
en la vida cotidiana y a propósito de todo.
Conclusión: uno no puede liberarse de sí mismo...»

LAS CONTRADICCIONES

«Siempre he vivido en medio de contradicciones


y nunca he sufrido, Si hubiera sido un
sistemático, tendría que haber mentido para
encontrar una solución. Ahora bien, no sólo acepté
ese carácter insoluble de las cosas, sino que
incluso encontré en ello cierta voluptuosidad, la
voluptuosidad de lo insoluble. Nunca busqué reunir
o, como dicen los franceses, conciliar lo
irreconciliable. Siempre tomé las contradicciones
como venían, tanto en mi vida privada como en
teoría. Nunca tuve una meta, nunca busqué ningún
resultado. Creo que no puede haberlos, ni en
general ni en lo personal. Todo es no sin sentido
—la palabra me disgusta un poco— sino sin
necesidad [...]
Normalmente, de haber sido enteramente
consecuente conmigo mismo, no hubiera debido hacer
nada en absoluto. Al hacer algo, de alguna forma
me contradije, viví en la contradicción.

Pero, toda vida, creo, está, en el fondo,


condenada a la contradicción. Quisiera contar algo
un tanto idiota: uno va a un cementerio —es un
hecho banal— y se entera por una lápida que un
amigo, con quien había estado riendo unos días
antes, ha desaparecido sin dejar rastro, ¿cómo se
puede, después de eso, construir un sistema? ¡Para
mí es inconcebible! Uno de mis conocidos, a quien
yo quería mucho, un judío polaco, un hombre muy
interesante y simpático, con quien yo había
bromeado acerca de todo —él era mucho más
nihilista que yo— pero... ante su tumba, para mí
era, ¿cómo decirlo...?

Es banal, todo el mundo ha experimentado esa


sensación... Pero cuando traducimos eso en
filosofía, ¿cuál es la conclusión? La conclusión
es ésta: incluso el nihilismo es un dogma. Todo es
ridículo, sin sustancia, pura ficción. Es por eso
que no soy un nihilista, porque la nada es aún un
programa. En la base, nada es importante. Todo
existe sólo en la superficie, todo es posible,
todo es un drama.

Existe, claro, el amor —y con frecuencia me he


preguntado: cuando uno ya adivinó todo y todo ha
penetrado con la mirada ¿cómo se puede uno prendar
de algo? Sin embargo, sucede [...] Es incluso lo
más verdadero e interesante en la vida. Quisiera
terminar esta reflexión con un toque de optimismo:
la vida es realmente interesante y atractiva
porque, por encima de todo, no tiene ningún
sentido. Y, para hablar de eso, doy siempre un
ejemplo: se puede dudar absolutamente de todo,
afirmarse como nihilista, y sin embargo enamorarse
como el mayor idiota. Esa imposibilidad teórica de
la pasión, pero que la vida real no cesa de hacer
palpable en nosotros, hace que la vida tenga un
encanto verdadero, irrefutable, irresistible. Uno
sufre, se ríe de ese sufrimiento, hace lo que
quiere, pero esa contradicción fundamental es tal
vez lo que hace que la vida valga aún la pena de
ser vivida...»

EL CINISMO

«Nunca he escrito asumiéndome como autor;


créame, no busco la gloria, no me tomo por un
autor, y no soporto eso en los demás. Nunca he
sido prudente y siempre he dicho simplemente lo
que me pasa por la cabeza. De cierta manera,
busqué la forma de desenmascarar la existencia, y
es por eso que me consideran un cínico. Pero si
soy un cínico en mi expresión en general, en la
vida no lo soy en absoluto. Y sin embargo,
reconozco el valor del cinismo como un punto de
vista. Siempre he dicho que se debe escribir lo
que se vive como una verdad en el momento, incluso
lo que no se debe decir por difícil, frívolo o
insolente. Cuando escribo algo o cuando
reflexiono, no marco ningún límite a la expresión
del sentimiento de la verdad. Nunca, nunca he
pensado en las consecuencias. Y nadie se ha
suicidado jamás por mi culpa. Al contrario,
conozco gente que me ha dicho: ‘gracias a usted,
no me suicidé'. Y cuando me lee la gente
deprimida, comprende que no puede sumirse más en
la depresión. Para hablar como Kierkegaard, la
depresión es una estación en el camino de la vida.
Yo tampoco tengo la impresión de que he hecho, si
puedo llamarle así, una carrera ‘negativa'. Y por
otro lado, sabe, en definitiva todo es igual,
¿no?...»

EL PESIMISMO

«Dicen de mí que soy un pesimista: ¡no es


cierto! Esas categorías escolares son grotescas.
Sé exactamente lo que es el pesimismo. Pero, como
usted acaba de decirlo: hay una diferencia
fundamental entre el pesimismo como sistema y la
experiencia cotidiana del pesimismo, que nace
simplemente de la experiencia de ser un ser vivo.
No se puede ser pesimista en la vida, puesto que
estamos vivos: no tiene sentido. Uno es como los
demás, y hablo aquí de cosas vividas. Me propuse
hacer la apología del escepticismo y también la
del pesimismo, pero eso no es importante. Lo
importante es lo que vivimos, lo que
experimentamos, y cómo lo sentimos.»

NIETZSCHE

«Nietzsche ejerció una gran influencia sobre


mí en mi juventud. Pero, hoy, estoy muy lejos de
él. ¿Por qué? Porque construyó su teoría.
Nietzsche tiene un ideal, una idea de los hombres,
del valor, en función de los cuales escribió, dio
forma y elaboró toda su obra. Y así,
progresivamente, me llegó la impresión de que todo
eso era un tanto falso. Como profeta o analista —
porque, incluso cuando se siente analista sigue
siendo profeta—, Nietzsche quiere ‘aportar' algo
absoluto, crear algo, jugar un papel en la
cultura, etc. Eso provocó que ahora yo no puedo
leer con gusto más que sus cartas, porque en sus
cartas aparece como el contrario de lo que es en
sus escritos. En sus cartas, vemos a Nietzsche tal
como era: un pobre tipo. Y todos esos héroes, esos
héroes del pensamiento, que juegan un papel en sus
libros, esa gran ilusión me parece en consecuencia
falsa. Aunque sea -irrefutablemente- genial,
Nietzsche no es, en cierta forma, verídico. Para
mí, el verdadero Nietzsche se encuentra en sus
cartas, en ellas es él, verdaderamente. Es por eso
que me alejé de gran parte de su obra. Nietzsche
se dotó a sí mismo de una Weltanschung, una
concepción del mundo. No se liberó de sus ideas y
de sus proyectos, siguió dependiendo de ellos,
como esclavo. Para mí, no se volvió un hombre
libre, al menos en sus libros. [...] Tal vez
exagero un poco; pero tengo la impresión de que
hay algo de verdad en lo que digo. Nietzsche era
ni héroe de la juventud; ya no lo es hoy; aunque
sea genialmente mordaz y cínico, lo encuentro sin
embargo demasiado juvenil para mí, demasiado
cándido...”

LOS ALEMANES

«Nietzsche no expresó su experiencia de la


vida, nunca tuvo más que una idea en la cabeza:
hay que dominar, dominar, dominar —en el fondo es
muy alemán. Tal vez ese es el error fundamental de
los alemanes y también del pensamiento alemán: hay
que dominar, hay que construir, hay que edificar.
De ahí que la historia alemana es un naufragio sin
igual, una catástrofe, porque los alemanes
quisieron construir su historia. A los alemanes
les falta sabiduría; tienen genio, pero no
sabiduría. No viven ni la historia ni la vida
misma: siempre quieren construir, erigir. Y, en
filosofía, eso no se puede hacer más que por medio
de un sistema. Que todo deba ser homogéneo es, yo
diría, un pecado idiota, una tara. Los alemanes
son demasiado sistemáticos, experimentaron y se
construyeron una historia sistemática y han
sufrido las consecuencias de ello. Los alemanes
siempre estuvieron fuera de la vida. [...] Hay
algo irreal en todo el destino alemán. Es también,
por eso, un pueblo trágico. Son demasiado serios
para referirse de sí mismos: no hay una ironía
alemana. Los alemanes han escrito sobre la ironía,
pero nunca la han experimentado o practicado —no
han hecho más que hablar de ella y pensarla en
forma abstracta. Y ese es el origen del naufragio
alemán.»

HEIDEGGER

«Heidegger creyó demasiado en las palabras.


[...] Las dificultades, no las resolvió,
simplemente las rebasó ayudándose con la creación
de palabras. Eso me parece altamente deshonesto.
No niego que Heidegger haya sido un genio, pero yo
lo considero un genio estafador. En lugar de
contestar las preguntas, se contentó con
formularlas, con crear palabras y desplazar los
problemas. Respondió a ellas produciendo
vocabulario. [...] Para mí, Heidegger era
realmente demasiado inocente, aunque al mismo
tiempo sagaz como un campesino. [...] Era un
hombre, me atrevo a decir, inconscientemente
astuto.»

LA VENTAJA DE LA INSEGURIDAD

«Al distribuir toda su fortuna, Wittgenstein


se salvó espiritualmente. Sabe, yo estaba mucho
mejor del punto de vista espiritual, y vivía de
manera más intensa cuando no poseía más que una
pequeña maleta y todo el año lo pasaba con dos
cambios de ropa, a veces uno solo. Ahora (no soy
rico, pago exiguos impuestos, gasto poco pero vivo
bastante bien, como lo que quiero, viajo),
finalmente mi vida, de algún modo, se volvió más
segura. Y eso proyectó grandes sombras sobre mí:
sombras espirituales. Antes, yo vivía al día en
París. Pero estaba más fresco espiritualmente, más
joven también por supuesto: era otro hombre. No
sabía nunca de qué estaría hecho el mañana. Viví
veinticinco años en hoteles y siempre andaba como
un animal, como una bestia salvaje. [...] La
seguridad representa un peligro increíble en el
plan espiritual, al igual que una salud perfecta
es una catástrofe para el espíritu. [...] También,
un intelectual o, digamos, un escritor, debe
guardar el sentimiento de no tener un suelo donde
pisar con firmeza. Si, por el contrario, comienza
a instalarse, a ¿cómo decir?, establecerse, está
perdido. Así pues, cuando se hace una obra y se
convierte en un gran escritor se dice que «se es
alguien». Pero todo eso es deplorable. [...] La
inseguridad es una necesidad absoluta: un escritor
cuya vida se vuelve segura, es un escritor
perdido.»
LOS AFORISMOS Y LA NOVELA

«Todo lo que escribí es resultado de la


casualidad. Por ejemplo: en principio, no escribo
los aforismos como tales: escribo una página...
luego tiro todo y vuelvo a empezar. Para escribir
una novela hay que elegir los detalles. Yo no me
intereso en los detalles, voy de inmediato a la
conclusión. Si escribiera una obra de teatro, la
empezaría en el quinto acto porque desde el inicio
ya estoy entreviendo el final. Con tal concepción
de las cosas, no se puede ni escribir un libro ni
practicar las bellas letras ni, en general, ningún
género literario. Es por eso que no soy un
escritor, soy un... no sé... un hombre de
fragmentos...»
VIVIR CON LA IDEA DEL SUICIDO ES ESTIMULANTE
Entrevista realizada por Josefina Casado
y publicada originariamente en El País el 28
de Noviembre de 1987

Originario de Rumania (Rasinari, 1911), Cioran


lleva medio siglo encarnizándose contra la
historia-Dios-el hombre. Ironía del destino, este
adicto al fracaso se ha convertido en fenómeno de
actualidad. Ese maldito yo —que recoge sus
pensamientos más recientes y que Tusquets acaba de
publicar— ha sido un éxito de ventas en Francia.
Ese estrellato intempestivo le ha sumido en la
postración. Dice que se ha "cansado de reírse de
Dios y del mundo". ¿Habremos perdido "uno de los
últimos panegiristas de la agonía de Europa (dixit
Susan Sontag)?
Estamos demasiado acostumbrados a los
filósofos trascendentes que dirimen sus
especulaciones con la apoyatura de una Fotografía
de Jean-Marie del Moralfundamentación sistémica.
Medran en los manuales escolares y en el tuétano
del dogmático de turno. Cioran está fuera de todo
eso. Se sabe fracasado en todo cuanto quiso ser:
un filósofo místico. Se quedó en aforista sin fe.
Insiste en que no hay nada que justifique nuestra
decisión de existir. De esa certeza irreductible.
ha extraído una pasión bestial por la negación.
Leyó en su juventud a innumerables filósofos
alemanes. Terminó con el "sólo sé que no se nada".
Marcado por Job, Schopenhauer y Nietzsche,
además de Chestov, ha impuesto el temperamento por
encima de la razón.
A un periodista italiano que le instaba a
revelar cuáles eran sus medios de subsistencia le
contestaría: "Ejerzo de chulo". Se le ha acusado
de ser reaccionario en términos políticos,
"resignado", diría Vulcanescu. Otros le han
imputado un ramalazo aristocratoide. El famoso
fotógrafo Richard Avedon le encontraría incluso
rasgos de neurópata.
Pregunta. Siendo un temperamental y un
vitalista, ¿cómo ha podido pasarse la vida
buscando razones para morir?

Respuesta. He aceptado de entrada el principio


de la contradicción. Nunca he intentado ser
consecuente conmigo mismo. No escribo para
quitarme de encima lo que podría llamar "mis
obsesiones"; lo hago para atenuarlas. Son
impresiones que he ido transformando en problema.
Son reacciones personales a las que he incorporado
un halo metafísico. Para mí lo importante ha sido
siempre la sensación. Una idea que no sea una
sensación es una idea sin vida. Por eso renuncié
muy pronto a los filósofos y me acerqué a los
escritores. Concretamente a Dostoievski.

P. En el origen de todo estuvo el desengaño.


¿Esa sensación no contribuyó a amputar sus
impulsos? ¿No le impidió construirse una identidad
compacta en basé a la interacción con los
estímulos externos?

R. Con 20 años había perdido todas mis


ilusiones, y mi destino estaba sellado. Después
leí únicamente para reafirmarme en mi visión de
las cosas. Por mucho que hubiera leído a
pensadores con una concepción de la vida opuesta a
la mía no me hubieran influido. Nunca estuve tan
cerca del suicidio como a esos 20 años. Si en ese
momento alguien me hubiera dicho que sobrepasaría
los 30 le hubiera dado una bofetada.

P. En el fondo lo que ha hecho ha sido dilatar


su suicidio. ¿Acaso no ha dicho que un libro era
un suicidio en diferido?

R. Tiene razón. Cuando uno tiene la visión del


suicidio, la conserva para siempre. Vivir con esa
idea es una cosa muy interesante. Incluso diría
que estimulante. Mire, hará unos siete años me
encontré con un señor que quería suicidarse.
Estuvimos dando vueltas y vueltas, horas y horas.
Le estuve diciendo que mejor valía que atrasara su
suicidio, que en el fondo ésa era una idea muy
vital que había que aprovecharla.

HASTÍO

P. Ese sentimiento trágico de la existencia se


agudizó en ese único año de su vida en que
trabajó. ¿Cuáles fueron sus fundamentos?

R. Una de las experiencias fundamentales de mi


vida ha sido el hastío. Siendo niño comprobé esa
sensación de vacío. No tendría más de cinco años.
Tuve que esperar a los 20 años para hundirme por
completo. Fue un período muy dramático. Empezó con
crisis de insomnio que se prolongaron durante
años. Y eso fue curiosamente lo que me abrió los
ojos. Fíjese, esta noche he soñado con eso. Yo era
estudiante en Rumania. Eran las dos de la tarde,
acababa de volver a casa, mi madre estaba sola.
Recuerdo que me eché en el sofá, estaba hecho
polvo, no podía más. Fue cuando mi madre me dijo:
"Si lo hubiera sabido, habría abortado". Esa frase
me impresionó muchísimo. A partir de ese momento
seguí una vía individual.

P. Fracasaría como profesor.

R. Sí. Fue un fracaso total. No estaba hecho


para eso. Los alumnos no sabían a qué atenerse
conmigo. Decían que estaba loco. Era lógico,
llegaba con unas ojeras de espanto, me reía de
todo, daba una sensación de arbitrario. Cuando me
marché de ese instituto, el director se desahogó
emborrachándose. Nunca he podido ejercer una
profesión. Como fui consciente de ese fenómeno,
muy pronto me las arreglé para construirme una
vida sin base social. Hubiera deseado ser
estudiante toda mi vida. Lo conseguí hasta los 40
años. Un día me convocaron y me dijeron que la
edad limite era 27. Pero eso no fue lo peor. He
vivido unos 25 años en el hotel. Cuando se acabó
lo de pagar al mes, todo mi sistema se derrumbó.
Fue terrible para mi. Toda mi vida he huido de las
responsabilidades. He sido un irresponsable en
todo. Nunca he tenido visión de futuro.

IDEA DE DIOS

P. ¿La proyección constructiva hacia el futuro


es una tara del cristianismo? ¿La estima otra
superchería al igual que la ficción de Dios?

R. Toda mi vida he estado dándole vueltas a


eso. Cuando todo deja de existir, cuando estás
solo en plena noche, ¿con quién se puede hablar?
Creo que la soledad absoluta exige la idea de un
dios. Eso no tiene nada que ver con la fe. Para
mí, Dios es la única forma de diálogo posible en
medio de la noche. Es un diálogo con uno mismo que
no aspira a resolver nada. Es el interlocutor
inexistente. Es la experiencia límite.

P. Y Buda, ¿cuál es su estatuto?

R. El budismo no pide la capitulación del


intelecto. Se apoya en el conocimiento y la
intuición. En el budismo, si ha entendido que el
dolor es el centro de todo, entonces lo ha
entendido todo. Es la única religión que aceptaría
si tuviera que aceptar alguna. El cristianismo
está gastado. Todavía defiende una idea de
porvenir. Curiosamente, por primera vez se siente
que la gente ya no cree en el porvenir.

P. En Ese maldito yo no encuentro su fuerza


habitual. Es como si el idioma se hubiera cansado;
el tono, apagado.

R. Es usted la primera persona que me hace esa


observación. Un conocido mío también lo había
intuido, usted ha sabido formularlo. Es una
observación muy importante. Ese maldito yo es el
libro de una capitulación metafísica. Hasta ahora
estaba convencido de lo que escribía. Incluso
escribía para convencerme más aún. Ya no necesito
fundamentar todo eso. Tengo la sensación de
haberme convertido en mi propio discípulo. Además
he comenzado a sentir sensaciones fisiológicas de
cansancio. Será la vejez, imagino. Cuando acabé
ese libro, dije: Se acabó. No volveré a escribir.
No merece la pena. Seguir... ¿para qué? He escrito
15 libros. Es demasiado tarde. Es probable que el
éxito de ese ensayo haya precipitado mi reacción.
Lo he vivido como una humillación.

P. En sus otros aforismos estaba el yo


atareado en desescombrar inquietudes intrínsecas:
la historia, el tiempo, el hastío. El
enfrentamiento entre el paganismo y el
cristianismo, la mística, el silencio. En este
último se aprecia una secularización de los temas.
Ya no tenemos a Tácito ni a la "carroña que nos
turba o nos alarma", pero sí un dentista, la
portera, etcétera.

R. En cuanto se mezcla lo cotidiano con la


metafísica tenemos la irrisión.

P. Otra herejía.

R. Otro sabotaje. Hay una desproporción entre


el acontecimiento del que hablo y los grandes
problemas. Cualquier cosa arroja luz sobre lo que
es esencial.

P. ¿Y las mujeres? Apenas les dedica unas


líneas.

R. Es un tema muy delicado. He dicho que la


mujer era más inteligente que el hombre.

P. Eso es puro tópico.

R. Lo es. He debido escribir poco sobre las


mujeres a raíz de un prejuicio antifrancés. Aquí
no se habla de otra cosa.
EMIL CIORAN, EL ÚLTIMO DANDI
Entrevista realizada por Fernando Savater
y publicada originariamente en El País el 25
de Octubre de 1990

Va a cumplir dentro de poco 80 años y sigue


tan vivaz y alerta como siempre. El mejor elogio
suyo que se me ocurre es que no puedo imaginármelo
profesor: ha nacido sin cátedra lo mismo que otros
la llevan en la jeta desde pequeñitos. "Cándido y
diabólico" le llamó él escritor italiano Pietro
Citati tras hacerle una visita, ampliando después
así su retrato paradójico: "Elegante epicúreo,
imita los furores bíblicos; nutrido de
aspiraciones místicas, es el más escéptico de los
individuos. Mundano y eremita, punzante y cortés,
reposado y colérico, profeta y tolerante, dividido
entre la avidez de la. vida y el sentido de la
irrealidad de las cosas". Un perfecto diletante
trascendental, como lo fueron Montaigne, Pascal o
el propio Nietzsche. El último dandi en el sentido
menos cursi del término, el que corresponde a
bohemios insustituibles como Baudelaire o
Vílliers, capaz de darse el lujo de rechazar la
invitación de Bernard Pivot a Apostrophes
arguyendo: "No quiero que a la gente le suene mi
cara y se me estropee el mayor placer de mi vida,
los paseos por el jardín de Luxemburgo...".
Vive en el corazón del barrio Latino de París,
a pocos pasos del teatro Odeón. Su pisito es
minúsculo, poco más que una chambre de bonne, con
el retrete comunitario en el descansillo de la
escalera. El espíritu sopla donde quiere y allí
está uno de los altos lugares de peregrinación
intelectual de Europa. Pronto hará 20 años que lo
frecuento, y al entrar me llevo la primera
sorpresa: han puesto ascensor. Pero prefiero
cumplir el ritual y trepo los escarpados cinco
pisos con la jadeante ilusión de siempre.

¿Encontraré otras novedades? Cuando le


telefoneé para concertar esta entrevista me sentí
en la obligación de avisarle, medio en broma:
"Cioran, que me dicen que debo intentar mostrar un
lado nuevo e insólito de su personalidad". "¡Pues
dígales que ahora creo en el progreso!", respondió
riendo. "Es que como apareció un artículo suyo en
mi periódico", le recordé tímidamente, "con
motivo. de la caída de Ceaucescu..., un artículo
político y hasta optimista...". "Cosas que uno
hace, ya sabe, la propensión al ridículo. En
realidad, hemos cambiado de catástrofe". Y le oí
reír otra vez, pero ahora casi seriamente.

Pregunta. Cioran, usted antes nunca había


hablado públicamente de la situación en Rumania.
Pero ahora ha hecho varias declaraciones sobre los
últimos acontecimientos de su país natal. ¿Por
qué?

Respuesta. No podía hacerlo, compréndalo.


Tengo familia allí, mi propio hermano. En cambio,
yo estaba aquí, en París, a cubierto;.. Pero hace
unos meses yo estaba en una comida y se hablaba de
los acontecimientos en Hungría, en Polonia, en
Checoslovaquia, en todos esos países. Un tipo muy
insolente me preguntó: "¿Y de Rumania, qué?". Le
dije: "No quiero decir nada". El tipo se puso
furioso y yo en el fondo le comprendí, porque
también sentía rabia. Entonces decidí escribir un
artículo contra los rumanos. Lo iba a titular: La
nada valaca. Cuando estaba a punto de hacerlo,
ocurrieron todos los sucesos de Rumania. Confieso
que sentí cierto entusiasmo: ¡era la primera vez
que los rumanos despertaban en los últimos 50
años!

P. ¿Y qué opina de la situación actual?

R. Como no he ido allí, no tengo un contacto


directo con la realidad presente. Hace poco
vinieron unos jóvenes a verme, en torno a los 20
años, y me causaron muy buena impresión por su
nivel intelectual. Por lo que sé, los jóvenes son
la única realidad de Rumania. En cuanto a lo
demás, los viejos, la situación política, no tengo
buena opinión. No ha habido al parecer un
verdadero cambio tras la caída de Ceaucescu. Las
cosas siguen siendo bastante parecidas, salvo en
un punto importante: ahora hay libertad de
expresión, se puede criticar al Gobierno,
etcétera. Ésa es la única novedad realmente
positiva. Por lo demás, los intelectuales están
bastante decepcionados. Y veo que todo el mundo
que viene de allí a París quiere quedarse en
Francia, lo cual, como usted comprenderá, no es
posible. Se imaginan que en Occidente todos los
problemas están resueltos.

P. Hablemos un poco de la nueva Europa que se


está gestando. Por ejemplo, la unión de Alemania.
¿Se trata de una esperanza o de una amenaza?

R. Rotundamente, no es una amenaza. Ya sé que


mucha gente ve esa unión con miedo, sobre todo en
Francia, pero mi opinión es que se equivocan. No
hay peligro en Alemania, porque los alemanes,
finalmente, han comprendido. Ha hecho falta un
monstruo como Hitler para que aprendiesen la
lección, pero ya es un hecho, y no creo que pueda
haber vuelta atrás.

XENOFOBIA

P. También preocupa hoy el ascenso del racismo


y la xenofobia.

R. Mire, la realidad es que Francia, por


ejemplo, se siente invadida. Hace tiempo me atreví
a hacer una profecía: dije que dentro de 50 años
la catedral de Notre Dame sería una mezquita. Hace
poco, un hombre político importante me comentó que
yo era un optimista, que se habría convertido en
mezquita mucho antes. Como usted "sabe, soy
apatrida, una condición que conviene mucho con mis
ideas. Todos los años debo ir a renovar mis
papeles a una oficina situada en una barriada
periférica de París y es un trámite rápido y
sencillo. Este año he encontrado colas inmensas de
árabes, negros y gentes de todas partes. Había
mucha policía, peleas, etcétera. Son cosas que
crean un malestar muy cierto. Naturalmente, este
malestar es aprovechado luego por la extrema
derecha, pero, más allá de la derecha o de la
izquierda, el problema subsiste. Se nota una
sensación de impotencia, y nadie es capaz de ver
una salida. La realidad es que en Francia, como en
el resto de la Europa occidental, nadie quiere ya
dedicarse a trabajos manuales, y por eso han
debido recurrir a gente de fuera. Pero cuando una
civilización renuncia al trabajo manual está
perdida. En mi juventud leí mucho a Spengler, a
quien ahora ya nadie cita. Desde luego, sus
opiniones políticas eran bastante sospechosas,
pera creo que su diagnosticó era fundamentalmente
justo, aunque estuviese muy condicionado por la
decadencia de la Alemania de su época. Nuestra
civilización está cansada... Por mi parte, sigo
este asunto con auténtica fascinación. ¡A fin de
cuentas, no a todo el mundo les es dado presenciar
una decadencia!

P. Ha citado usted a Spengler, una antigua


lectura. Me pregunto qué lee usted ahora. ¿Obras
nuevas o más bien se dedica a la relectura?

R. Ahora leo con mayor libertad que antes,


porque he renunciado a escribir. Ya no tengo
ningún proyecto, de modo que puedo leer lo que se
me antoje, cosas que se me habían ido acumulando
durante años en la biblioteca. Por ejemplo, un
estudio en cuatro volúmenes sobre Pascal y su
siglo. Cosas así. Pensamiento filosófico, pero
sobre todo filosofía de la historia. Y también
muchas biografías. Otro signo de fatiga, ¿ve
usted?, la afición a las biografías.

P. Permítame una pregunta que quizá le parezca


algo tonta. Si pudiera usted firmar una obra de
las que admira, apropiársela, ¿cuál elegiría?

R. La de alguno de esos tipos que han vivido


con esperanza una revolución y luego han sido
decepcionados por ella.
DECEPCIÓN REVOLUCIONARIA

P. ¿Chamfort, por ejemplo?

R. ¡Ése es un ejemplo perfecto! Amo a esos


personajes que han vivido la ilusión y la
decepción revolucionaria, cualquiera que sea su
orientación política. La revolución francesa
produjo muchos, desde luego. Son gente que han
tenido ocasión de entender por fin.

P. Actualmente se dice que los intelectuales


están demasiado pendientes de los medios de
comunicación, la televisión, etcétera. Usted se ha
mostrado reacio a esas seducciones, pero no puedo
negar que ahora es muy conocido. Yo tuve el
privilegio de encontrarle cuando aún muy pocos
sabían de su existencia.

R. ¡Entonces yo no existía! Y créame, era


perfecto. Pienso que no es bueno para un escritor
saberse conocido. En mi caso, la explicación es
muy sencilla: se debe al libro de bolsillo. Desde
luego, no estoy contra el libro de bolsillo,
porque es lo que leen los jóvenes. Desde que
aparecí en bolsillo recibo muchas cartas de
jóvenes muchas más de las que puedo contestar.
Pero el periodo más interesante de mi vida, al
menos para mí, fue cuando nadie me conocía. Yo iba
a las cenas, a los cócteles, y la gente
preguntaba: "¿Quién será este tipo?". Sabían que
era amigo de Beckett, de lonesco, etcétera, pero
en el fondo no sabían nada de mí. Ahora, ya ve
usted... Cansa eso de que le conozcan a uno. Pero,
en fin, otras desgracias mayores hay.

P. En España y en Latinoamérica hay una


notable polémica en la actualidad en torno a la
celebración del V Centenario del Descubrimiento de
América. Unos dicen que fue un gran acontecimiento
civilizatorio y otros hablan de las matanzas,
etcétera. ¿Cree usted que se puede celebrar la
historia?
R. ¡No, por favor, la historia es una matanza!
Es lo mismo que ha ocurrido aquí el año pasado con
motivo de la revolución francesa. Si uno lee los
grandes estudios abstractos, las teorías, las
proclamas de la época, muy bien; pero cuando se
leen las memorias de quienes vivieron esos
acontecimientos se da uno cuenta de que fueron
espantosos. Lo que es bueno para la historia es
malo para los individuos: hay que leer memorias
para comprender eso. En la revolución francesa
comenzó el hábito de la delación, que los
franceses han conservado luego, como se -vio
durante la II Guerra Mundial.

P. Hablando de Francia, parece que hay un


perceptible declinar en la influencia de la lengua
francesa frente al auge del inglés y del español.

R. Sí, es la gran perdedora. Se trata de una


verdadera catástrofe. Fíjese, cuando los franceses
han llegado a Rumania tras la caída de Ceausescu
para prestar su ayuda económica se han encontrado
con que todo el mundo sabe hablar francés. ¿Sabe
usted por qué? Porque la dictadura comunista les
ha mantenido separados del resto del mundo. En
Rumania siempre hubo pasión por la cultura
francesa, todo el mundo quería leer en francés e
ir a Francia. ¡Algo casi morboso! Tras Francia y
Bélgica, ha sido el tercer país en la difusión de
libros en francés. La dictadura ha conservado ese
entusiasmo al separar a la gente del resto del
mundo. Pero ahora los más jóvenes empiezan ya a
aprender inglés. ¿Ve usted? Eso es la historia: el
devenir de lo irreparable.

EL PRIMER LIBRO

P. Siempre me ha llamado la atención que, a


pesar de su tono pesimista, sus libros siempre
tienen algo parecido a la alegría, al humor, una
especie de alacridad en la domilición.
P. ¿Sabe usted por qué? Porque escribir es
para mí una terapéutica, exactamente eso. He
escrito para curarme. El primer libro de mi vida,
En las cimas de la desesperación (recientemente
aparecido en francés y en vías de traducción al
español), lo escribí —en rumano, naturalmente—
para no suicidarme. Yo soy hijo de un sacerdote
ortodoxo, y a los 21 o 22 años, cuando acabé mis
estudios en Sibiu, pasé por una crisis terrible.
No podía dormir. Creo que el insomnio sistemático
es algo así como un aperitivo del infierno... Me
pasaba toda la noche paseando por las calles de
esa preciosa ciudad de Transilvania, entre las
putas, mis compañeras de nocturnidad. Mis padres
estaban desesperados porque no sabían cómo iba a
acabar eso, y yo no pensaba más que en el
suicidio. Entonces escribí mi primer libro y así
me alivié un poco. Pero creo que lo que me salvó
del todo fue venirme a Francia. Si hubiera seguido
en Rumania, no creo que lo hubiese conseguido. Mi
obsesión era París. ¡Vivir en París y no hacer
nada! Conseguí una beca por tres años que me
permitió cumplir ese sueño. Me vine aquí sin
profesión, sin trabajo, sin nada, y así viví. Lo
único que hice fue recorrerme Francia en
bicicleta.

P. En efecto, ahora recuerdo que ha sido usted


un gran ciclista. Hace años, en un programa
radiofónico sobre el ciclismo en Francia, le
entrevistaron a usted. ¿Ha llegado a competir
alguna vez?

R. No, competir no, pero ya le digo que me


recorrí toda Francia en bicicleta. Durante meses,
la Costa Azul, Provenza, todo... Era en vísperas
de la Segunda Guerra Mundial, Como no tenía dinero
para ir a hoteles, paraba en los albergues de
juventud, que estaban fundamentalmente en manos de
católicos y de comunistas. Así llegué a conocer
muy bien las opiniones y la disposición política
de los franceses. Verá lo que ocurrió, es
divertido. Entonces nombraron a mi amigo Mircea
Eliade agregado cultural en Londres; al pasar por
París me preguntó cómo veía yo el ambiente en
Francia ante la guerra que se preparaba. Le dije
rotundamente que los franceses no lucharían.
Eliade se lo comentó al embajador rumano en
Londres, y éste se lo comunicó a los ingleses. No
le creyeron, porque habían enviado a un
observador, un lord o algo así, que se entrevistó
con unos cuantos intelectuales en París y volvió
convencido de la disposición bélica reinante.
¡Claro, no todo el mundo tiene la suerte de dormir
en albergues de juventud, que es la forma de
enterarse de las cosas! Al final de la guerra
recibí una invitación a almorzar del embajador
rumano, al que yo no conocía. Me dijo que los
ingleses se habían quedado muy impresionados por
su clarividencia cuando la guerra comenzó y
resultó que los franceses, en efecto, no lucharon.
"Pero, ¿cómo lo sabía usted?", le preguntaban. Y
él respondía con misterio: "Me lo han dicho mis
informadores...". El pobre hombre, un funcionario
bastante mediocre, me estaba muy agradecido porque
me debía su momento de gloria en Londres.

P. ¿Piensa usted volver a Rumania?

R. No, nunca. Ahora han intentado llevarme,


pero me niego. ¿Qué sentido tiene volver a mi país
después de 50 años de ausencia? Toda la gente que
conocía ha muerto, sería como ir a un cementerio.
Me gustaría, eso sí, volver a ver mi pueblecito
natal, Rasinari. Pero fui demasiado feliz en él
durante mi infancia y no soportaría verlo otra
vez. Me gustaría hablar con los campesinos, con la
gente del campo... El pueblo rumano es el más
escéptico que hay: es alegre y desesperado a la
vez. Por razones históricas, cultiva la religión
del fracaso. Recuerdo de mi infancia a un tipo, un
campesino al que le correspondió una gran
herencia. Se pasaba el día de taberna en taberna,
siempre borracho, acompañado de un violinista que
tocaba para él. Mientras los demás iban al campo a
trabajar, él paseaba de taberna en taberna, el
único hombre feliz del mundo. En cuanto oía el
sonido del violín yo corría a verle pasar, porque
me fascinaba. Se lo gastó todo en dos años y luego
se murió. No, no volveré a Rumania.

"YA HE ESCRITO MUCHO"

P. ¿Es cierto que no va a escribir nunca más?


Mire que ya me lo ha dicho antes muchas veces...

R. Ahora va en serio. Desde luego, la


expresión alivia, pero yo ya he escrito mucho.
Cinco libros en rumano y diez en francés, ¡es
demasiado! Todo el mundo escribe demasiado, y yo
no quiero caer en él mismo vicio. ¿Para qué
multiplicar los libros? Abdico porque nadie quiere
abdicar. Lo he dicho más de una vez públicamente:
ya he calumniado bastante al universo.

AMOR Y MUERTE

Pregunta. Cioran, para quien piensa de veras,


no hay más que dos temas esenciales de reflexión,
los más tópicos, los únicos imprescindibles: el
amor y la muerte. De un modo u otro, usted se ha
referido muchas veces a ambos. A estas alturas de
su vida, cuando dice que ya no quiere escribir
más, dígame una palabra sobre esas cuestiones.

Respuesta. Pues la verdad es que yo he sido


muy aficionado al trato con las putas. Las de
antes, en mi juventud al menos, tenían una especie
de sabiduría, una experiencia de la vida que no he
encontrado en ninguna otra parte. Yo las
frecuentaba mucho allá en Rumania, y aprendí
mucho, porque me gustaba hablar con ellas. ¡Bueno,
no sólo hablar, claro! En mi breve temporada de
profesor de instituto decía a mis alumnos que no
quería verles por el burdel a partir de las nueve
de la noche: entonces comenzaba el turno de los
profesores... Cierta noche, una me dijo que su
marido acababa de morir. Era joven, guapa. Me dijo
que cuando hacía el amor con alguien veía su
cadáver en la cama, a su lado. ¡Hay que ir a los
burdeles para escuchar cosas tan profundas! Por
muy dudoso que sea ese romanticismo, siempre se
aprende.

P. En ocasiones, usted ha reprochado a la


filosofía occidental ocultar la presencia de la
muerte, escamotear el cadáver.

R. Es curioso, pero hay quien no siente la


obsesión de la muerte, su permanente acecho. Yo la
he sentido siempre, sobre todo en los momentos de
felicidad. Sobre todo en la felicidad. Es algo que
no impide vivir, pero que da un tono distinto a la
vida. Curiosamente, con la vejez disminuye esta
obsesión. Marcó sobre todo mi juventud.

BUDISMO

P. Para quien no le conozca, usted puede


resultar un personaje solitario, egocéntrico,
despegado de los demás. Pero en realidad es usted
una persona muy compasiva, siempre dispuesta a
ayudar a los otros, aunque no lo convierta en
doctrina edificante. ¿No hay un fondo de budismo
en esta actitud?

R. Durante mucho tiempo me consideré budista.


Ahora, con la vejez, me he vuelto más superficial,
pero el budismo ha sido para mí la religión. Lo
del cristianismo me parecen tonterías, pero no el
budismo... No necesito una religión, pero en caso
de tenerla sería la budista. Sí, no puedo negar
que he ayudado a bastante gente. He impedido que
muchos se suicidaran, ya ve usted. He defendido la
idea del suicidio, pero les he dicho que no corre
ninguna prisa... Recuerdo una ocasión en que
durante tres horas paseé por el Luxemburgo con un
ingeniero que quería suicidarse. Al final le
convencí de que no lo hiciera. Le dije que lo
importante era haber concebido la idea, saberse
libre. Yo creo que la idea del suicidio es lo
único que hace soportable la vida, pero hay que
saber explotarla, no apresurarse a sacar las
consecuencias. Es una idea muy útil: ¡deberían
darse cursos sobre ella en los colegios. Se empeña
en acompañarme hasta la plaza del Odeón, como
siempre, porque "París de noche es peligroso".
Inauguramos juntos el reciente ascensor de su
casa. Cuando nos abrazamos para despedirnos, le
digo que estamos de aniversario, que ya hace 20
años que nos conocemos. "No está mal, ¿eh?",
comenta sonriendo.

Y se aleja, y como siempre me quedo sin


decirle lo más importante, el orgullo y la
enseñanza que me ha supuesto su amistad, la
alegría sin fallo ni énfasis de su compañía. Pero
son cosas que quizá no deben decirse. Al menos, no
a Cioran.
E. M. CIORAN
entrevistado por GABRIEL LIICEANU
Entrevista publicada en Babelia, suplemento
literario de El País, el 24 de Junio de 1995.
Originalmente apareció en Entretiens, Gallimard.
Tusquets la publicó en castellano en un volumen de
entrevistas en 1996

Pregunta. A Sartre no quiso conocerle, o no


trató de conocerle; con Camus tuvo usted un
encuentro fallido. ¿Cuáles son los escritores con
los que estableció auténticos lazos?

Respuesta. No he conocido a grandes


escritores.

P. ¿Y Beckett? ¿O Michaux?

R. Es cierto, éramos amigos.

P. ¿En qué plano se situó su encuentro con


Beckett? ¿Se encontraron por casualidad o les
acercó una admiración recíproca?

R. Sí, había leído algo mío. Nos conocimos con


ocasión de una cena, y después nos hicimos amigos.
En un momento dado llegó incluso a ayudarme
financieramente. Me resulta muy difícil definir a
Beckett. Todo el mundo se equivoca en lo que se
refiere a él, en particular los franceses. Todos
se creían obligados a ser brillantes delante de
él, y Beckett era un hombre muy sencillo, que no
esperaba que le lanzasen paradojas sabrosas. Había
que ser muy directo; sobre todo, nada
pretencioso... Yo adoraba en Beckett ese aire que
tenía siempre de haber llegado a París el día
antes, aunque vivía en Francia desde hacía 25
años. No había nada de parisiense en él. Los
franceses no le contaminaron en absoluto, ni en el
buen sentido ni en el malo. Siempre daba la
impresión de estar en la luna: Él pensaba que se
había afrancesado un poco, pero no era así en
absoluto. Ese fenómeno de no contaminación era
pasmoso. Seguía siendo íntegramente anglosajón, y
aquello me gustaba tremendamente. No frecuentaba
mucho los cócteles, se sentía incómodo en
sociedad; no tenía conversación, como se suele
decir. Sólo le gustaba hablar con uno a solas, y
entonces tenía un encanto extraordinario. Le
quería muchísimo.

P. ¿Y Michaux?

R. Michaux era muy distinto, era un tipo


expansivo e increíblemente directo. Éramos muy
buenos amigos: incluso me pidió que fuera el
albacea de su obra, lo cual rechacé. Era
brillante, lleno de ingenio y...muy malévolo.

P. Creo que eso le gustaba a usted.

R. Sí, sí, me gustaba. Michaux ejecutaba a


todo el mundo. Puede que sea el escritor más
inteligente que he conocido. Es curioso como ese
ser de inteligencia superior podía tener impulsos
ingenuos. Por ejemplo, se puso a redactar obras
casi científicas sobre las drogas y toda clase de
cosas semejantes. Tonterías. Yo le decía: "Es
usted escritor, poeta; no está obligado a hacer
una obra científica, no la va a leer nadie". No
quiso saber nada. Se empeñó en escribir volúmenes
enteros de ese estilo, y no los leyó nadie. Hizo
una tontería que no tiene nombre. Estaba marcado
por una especie de prejuicio científico. "Lo que
la gente espera de nosotros no es teoría, sino
experiencia", le decía yo.

P. A propósito de lo que la gente espera de un


escritor: una de las cosas que más ha intrigado a
sus lectores rumanos y creo que a sus lectores en
general, se refiere a su relación con la
problemática de lo divino. ¿Cómo explica que de
una familia religiosa - su padre era sacerdote; su
madre presidenta de las Mujeres Ortodoxas de
Sibiu- saliera un contestatario de acentos
blasfemos? En su juventud, si se atiene uno a lo
que escribía en De lágrimas y de santos, soñaba
usted con abrazar a una santa, imaginaba al propio
Dios en los brazos de una puta... ¿Qué responde a
los que se indignan por su vertiente blasfema?

R. Es una cuestión muy delicada, porque yo he


intentado creer, y he leído mucho a los grandes
místicos, a los que admiraba al mismo tiempo como
escritores y como pensadores. Pero, en un momento
dado, tomé conciencia de que me estaba engañando,
de que no estaba hecho para la fe. Es una
fatalidad; no puedo salvarme a pesar mío. Es algo
que no funciona, pura y simplemente.

P. ¿Por qué no abandonó ese territorio


entonces? ¿Por qué se mantuvo prisionero en él,
por qué siguió negando a Dios y enfrentándose a
él?

R. Porque no dejé de ser víctima de esa


crisis, nacida de mi impotencia para tener fe. Lo
intenté en numerosas ocasiones, pero ninguna de
mis tentativas tuvo éxito. La de más resonancia se
produjo cuando estaba en Brasov, en la época de De
lágrimas y de santos. Escribí ese libro trufado de
invectivas después de haber leído mucho en el
terreno de la historia de las religiones, los
místicos, etcétera. El libro debía aparecer en
Bucarest, y un buen día el editor me llamó para
decirme: "caballero, su libro no se publicará".
'¿Cómo que no se publicará? iSi he corregido las
pruebas! Una cosa así sólo puede pasar en
Rumania'. "He leído su libro", continuó, "y el
tipógrafo me ha enseñado un pasaje. He hecho mi
fortuna con la ayuda de Dios y no puedo publicar
su libro". 'Pero si es un libro profundamente
religioso. ¿Por qué no lo publica?'. "Imposible".
Estaba muy triste, porque tenía que marcharme a
Francia poco después...

P. ¿De verdad era un libro religioso?

R. En cierto sentido sí, aunque por negación.


Así que me marché a Bucarest, muy deprimido, y
recuerdo que me instalé en el café Corso. En un
momento dado vi a un tipo a quien conocía
relativamente bien, que había sido tipógrafo en
Rusia. Me vio abatido y me preguntó: "¿Qué te
pasa?" Se lo expliqué y me dijo: "Mira, yo tengo
una imprenta. Te lo publico. Tráeme las pruebas".
Llamé a un taxi para transportar todo. El libro
salió cuando yo estaba en Francia, y apenas se
distribuyó. En París recibí una carta de mi madre:
"No tienes idea de la tristeza con la que he leído
tu libro. Al escribirlo debías haber pensado en tu
padre". La contesté que se trataba del único libro
de inspiración mística que había visto la luz en
los Balcanes. No conseguí convencer a nadie; a mis
padres todavía menos que a los demás. Una mujer
dijo a mi madre, que era la presidenta de las
Mujeres Ortodoxas de la ciudad: "Cuando se tiene
un hijo que escribe cosas semejantes del buen
Dios, se abstiene una de dar lecciones".

P. ¿Cómo reaccionaron sus amigos? ¿Y la


prensa? Sé que Arsavir Actérian escribió entonces
un artículo muy duro en Vremea

R. Fue Eliade quien escribió las cosas más


duras, pero entonces no supe nada. No descubrí su
artículo hasta hace muy poco. Ignoro en qué
periódico lo publicó. Muy violento. Se preguntaba
cómo podríamos seguir siendo amigos después de
aquello. También recibí toda clase de cartas
indignadas.

P. La única persona que captó el sentido de


los tormentos en que usted se debatía en ese libro
fue Jeny Acterian, la hermana de Arsavir.

R. Si, efectivamente. Me escribió una carta


admirable. Es cierto que nos entendíamos muy bien.
De todos mis amigos fue la única, realmente la
única, que reaccionó así. Todos se pusieron
unánimemente en contra del libro. Eso me llevó
luego a hacer una tontería, porque, recordando
aquel episodio, suprimí en la versión francesa
todas las insolencias que suponía el texto
inicial. Al proceder así lo vacié de sustancia.
P. Pero, ¿cómo es que la tentación de la fe se
mantuvo intacta a pesar de todo, a pesar del
desgraciado esfuerzo emprendido en De lágrimas y
de santos.

R. La tentación siguió siendo constante, pero


yo ya estaba demasiado profundamente contaminado
por el escepticismo: desde el punto de vista
teórico, pero también por temperamento. No hay
nada que hacer: la tentación existe, pero nada
más. Siempre hubo en mí una vocación religiosa, en
realidad más mística que religiosa. Me es
imposible tener fe, igual que me es imposible no
pensar en la fe. Pero la negación siempre triunfa.
Hay en mí una especie de placer negativo y
perverso del rechazo. Me he movido toda la vida
entre la necesidad de creer y la imposibilidad de
creer. Esa es la razón de que me interesen tanto
los seres religiosos, los santos, los que llegaron
hasta el final de su tentación. Por mi parte, tuve
que resignarme, porque decididamente no estoy
hecho para creer. Mi temperamento es tal que en él
la negación siempre ha sido más fuerte que la
afirmación. Es mi lado demoníaco, si quiere. Y por
eso tampoco conseguí nunca creer profundamente en
nada. Me habría gustado, pero no pude. Sin
embargo... Mire, le hablaba de la reacción
indignada de Mircea Eliade tras la publicación de
De lágrimas y de santos. Pues nunca dejé de pensar
que yo era, religiosamente hablando, mucho más
ponderado que él. Y desde el principio. Porque
para él, la religión era un objeto, y no una
lucha...digamos con Dios. En mi opinión, Eliade
nunca fue un ser religioso. Si lo hubiera sido, no
se habría ocupado de todos esos dioses. Quien
posee una sensibilidad religiosa no se pasa la
vida enumerando los dioses, haciendo inventario.
No se imagina uno a un erudito arrodillándose.
Siempre he visto en la historia de las religiones
la negación misma de la religión. Es algo seguro,
no creo equivocarme en ello.

P. ¿Sigue usted manteniendo este diálogo con


las lágrimas y los santos?
R. Ahora, mucho menos.

P. ¿Qué balance haría? Su amigo de juventud


Petre Tutea, con quien conversé recientemente, me
confió que ahora le veía reconciliado con lo
absoluto y con San Pablo.

R. No es seguro. A san Pablo le ataqué y le


denuncié todo lo que pude, y no creo que en la
actualidad esté en condiciones de cambiar de
opinión sobre él; salvo, en todo caso, para
satisfacer a Tutea. De san Pablo detesto la
dimensión política que imprimió al cristianismo;
lo convirtió en un fenómeno histórico, quitándole
así todo carácter místico. Toda mi vida le he
atacado, y no voy a cambiar ahora. Sólo lamento no
haber sido un poco más eficaz.

P. Pero, de todas formas, ¿cómo pudo germinar


en usted, educado en una familia religiosa, un
encarnizamiento así?

R. Creo que era una cuestión de orgullo.

P. ¿De orgullo? ¿Ligado a la relación con su


padre?

R. No...Bueno, desde luego no me agradaba que


mi padre fuera sacerdote. Era una cuestión de
orgullo en el sentido de que creer en Dios
significaba para mí humillarse. Aquí hay un
aspecto demoníaco, muy grave, ya lo sé...

P. Pero, ¿en qué momento tomó conciencia de


ello, y empezó a poder hablar del tema como lo
está haciendo ahora?

R. En el mismo momento en que empecé a


interesarme por las cuestiones místicas, tal vez
por influencia de Nae Ionescu, que daba un curso
sobre misticismo. Fue entonces cuando me di cuenta
de que era la mística, no la religión, lo que me
interesaba; la mística, es decir, la religión en
sus momentos de exceso, su lado extraño. La
religión como tal no me interesaba, y me di cuenta
de que nunca me podría convertir a ella. En mi
caso, estaba garantizado el fracaso. En cambio,
lamento enormemente haber apartado a mi hermano de
ese camino. Habría valido más que hubiese ido a un
monasterio en vez de estar siete años en la cárcel
y pasar por lo que pasó. ¿Sabe a qué me refiero?

P. Más o menos. Relu [Aurel Cioran] me


contó...

R. Ocurrió en Santa, en la montaña cerca de


Paltinis. Uno de nuestros tíos tenía allí una
casa. Toda la familia estaba reunida y Relu nos
anunció que quería entrar en un convento. Mi madre
estaba un poco inquieta. Habíamos cenado todos
juntos y después Relu y yo salimos a dar un paseo.
Hablé con él hasta las seis de la mañana para
convencerle de que cambiara su decisión. Le expuse
una increíble teoría antirreligiosa, sacando todo
lo que podía, recurrí a argumentos cínicos,
filosóficos, éticos...todo lo que pude encontrar
contra la religión contra la fe, todo mi
nietzscheanismo imbécil de la época, todo,
¿comprende? Verdaderamente todo lo que podía
exponer en contra de esa inmensa ilusión, lo dije
todo. Y acabé con estas palabras: "si, después de
haber escuchado mis argumentos, persistes en la
idea de ser monje, no te volveré a dirigir jamás
la palabra".

P. Pero, ¿por qué tal saña y, en el fondo, tal


chantaje?

R. Era una cuestión de orgullo: yo que me


ocupaba de la mística, yo que había comprendido,
¿no estaba en posición de hacerle ceder? "Si he
fracasado en convencerte", le dije, "eso significa
que no tenemos nada en común". Le manifesté todo
lo que había en mi de impuro.

P. Fue verdaderamente diabólico. ¿Tenía usted


el derecho de obligarle moralmente de esa manera?
R. No, por supuesto que no. Por ejemplo me
habría podido contentar con decirle que no tenía
sentido...pero el encarnizamiento con el que quise
persuadirle fue verdaderamente diabólico. En
aquella noche espléndida, tenía la impresión de
que se libraba un combate entre Dios y yo mismo.
Por supuesto, también expuse que querer llevar una
vida monástica en Rumania era de entrada, un
compromiso, que no podía ser una estafa. Pero mis
principales argumentos eran serios y de orden
filosófico. Lo que hice entonces me ha parecido
más tarde de una extraordinaria crueldad. Por lo
tanto, me he sentido en cierto modo responsable
del destino de mi hermano, que fue trágico.

P. Ha hablado de crueldad. De hecho, la


crueldad se encuentra en usted estrechamente
asociada a la sinceridad. ¿Cuántos hombres pueden
permitirse este grado de sinceridad, tan duro de
soportar para los demás? ¿A dónde llegaríamos si
todo el mundo cultivase esta enorme sinceridad que
le caracteriza?

R. Creo que la sociedad se disgregaría. Es


difícil de decir, sin duda las sociedades
decadentes practican la sinceridad hasta el
exceso.

P. ¿Qué es lo que le empuja a decir las cosas


que la gente sabe a ciencia cierta, pero que se
niegan, puede que por pudor, a expresar? Todos
sabemos que el rey está desnudo, que vamos a
morir, que el horror, la enfermedad, la miseria
mortal existen. ¿Por qué transformar lo negativo,
lo macabro, en resultado de su sinceridad?

R. No es macabro, es nuestra cotidianeidad


misma. Todo depende, sin embargo, de la manera en
que se experimenta, de dónde se pone el acento. El
lado trágico de la vida es a la vez cómico y si se
tienen en cuenta sobre todo este lado
cómico...Mire los borrachos, que son totalmente
sinceros: su comportamiento no hace más que
ejemplificar esta cuestión. Reacciono ante la vida
como un borracho sin alcohol. Lo que me ha
salvado, para decirlo vulgarmente, ha sido mi sed
de vivir, una sed que me ha mantenido y me ha
permitido vencer a pesar de todo mi pesimismo...

P. El hastío.

R. Sí, el hastío, la experiencia que me es más


familiar. Mi lado mórbido. Esta experiencia casi
romántica del hastío me ha acompañado toda mi
vida. He viajado mucho, lo he visto todo en
Europa. Por todas partes por donde he ido me ha
embargado un inmenso entusiasmo; y al día
siguiente, el hastío. Cada vez que visitaba un
lugar me decía que era allí donde habría querido
vivir. Y después, el día siguiente... Ese mal que
me posee y acaba por obsesionarme.

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