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Cuatro mitos en la cultura del diseño

Las presunciones teóricas, el culto a la creatividad, la


concepción publicitaria y el mesianismo social del
diseño como distorsiones en el concepto y en el
ejercicio del oficio.

Entrada: acerca de la mitología

La escasa instrumentación teórica del diseño - normal y propia de todo


oficio - hace que lo que predomine en las reflexiones acerca de si mismo
realizadas dentro del gremio sea el discurso coloquial: el mero
intercambio de opiniones y los lugares comunes.

Paralelamente, la natural mistificación a la que la sociedad de consumo


somete a su “disciplina de los objetos” reclama una intensa actividad
discursiva en torno de ella. Se produce así un “parloteo” que invade los
medios y le da estado público al oficio, sacándolo del silencio productivo
del que gozan sus colegas próximos: ebanistas, albañiles, mecánicos,
técnicos electrónicos, y demás artesanías, tanto o más rigurosas y
creativas que el diseño.

El discurso social acerca del diseño se “enriquece” así con las


aportaciones de comentaristas espontáneos, entrevistadores, articulistas
de dominicales, presentadores de televisión, políticos “agiornados” y
demás legos en la materia, que hacen públicamente gala de su “dominio
del tema”. Y semejante éxito mediático repercute incluso sobre el interior
del oficio: las asociaciones, las escuelas y el ambiente diseñístico en
general se ve alentado al comentarismo: todo el mundo ha de tener
opinión al respecto.

Pero este mandato no proviene de la lógica autoconsciencia del trabajo,


no es el resultado conceptual del quehacer práctico cotidiano, como sí
ocurre con los oficios normales, que, libres de tales presiones sociales,
pueden autodefinirse con bastante objetividad y sin demasiadas
complicaciones.

Les dedicaremos estas palabras a cuatro grandes mitos vigentes


actualmente en el seno de la “cultura del diseño”, o sea entre su extenso
reparto de actores: escuelas, profesionales, empresarios, líderes de
opinión y público “actualizado”.

Estos mitos no tienen idéntica influencia en todos esos ámbitos: se


reparten en combinaciones variables conforme las opciones ideológicas y
condicionantes económicas de cada uno.

Esos cuatro mitos, sintéticamente, son:

 el mito del carácter científico de la disciplina


 el mito de la creatividad como núcleo del proyecto
 el mito de la función esencialmente publicitaria del diseño
 el mito de la misión humanitaria del diseño.
Obviamente, estos mitos —como todo mito— tienen anclajes firmes en la
realidad: no son gratuitos ni es por casualidad que tengan tanto éxito en
implantarse socialmente como representaciones eficaces. Su crítica
consiste - como toda labor desmitificadora - en separar el grano de la
paja; o sea, discriminar lo que son factores reales en el ejercicio concreto
del oficio de lo que son idealizaciones, exageraciones o dogmatizaciones
distorsionantes de la realidad.

Mito 1: la jerarquía científica (Grupo 4)

Una de las deformaciones del concepto de diseño se produce gracias a


las presunciones de rigurosidad y objetividad que lo asocian a cierta idea
vaga de “ciencia”. Esta tendencia tiene sus orígenes históricos en las
maniobras ideológicas de los fundadores de la disciplina, entre cuyos
objetivos estaba el arrancar a la disciplina de las garras de las artes
aplicadas decimonónicas y respaldar la creación de objetos en órdenes
menos caprichosos y más objetivos que el gusto. La ergonomía, la
tecnología, la psicología, la semiología y otras “logías” de carácter o
resonancias científicas, vendrían a redimir a la producción del hábitat de
la flagrante “arbitrariedad” en la que estaba inmersa y a ascenderla a un
rango técnico y cultural superior.

Esta concepción cientificista es la que sustenta la fascinación por las


“metodologías de diseño”, construcciones de inspiración hipotético-
deductiva, alto potencial ideológico y eficacia técnica prácticamente nula.
Sus manifestaciones más valiosas no pueden superar la mera indicación
de una secuencia lógica de las etapas: simples cronogramas.

Por otra parte, estos gráficos de secuencias suelen estar plagados de


flechas en sentido inverso; vueltas atrás que indican
“retroalimentaciones” o “ciclos cerrados” y que no constituyen más que la
forma fina de aludir al ensayo y error.

Y, aún en sus manifestaciones más modestas y realistas, estas


“metodologías” sólo reflejan ciertos y determinados procesos seguidos en
ciertos y determinados campos temáticos del diseño: no existe gráfico
alguno que pueda corresponder a todas las prácticas oficialmente
caracterizables como de diseño. O sea, la “metodología de diseño” así, a
secas, sin definición de objeto, es una construcción imaginaria: no existe
como hecho real.

Otra cosa, muy distinta, es que el diseño en alguno de sus campos


pueda nutrirse de las aportaciones de las ciencias, hecho altamente
recomendable que, en general, queda reducido a las investigaciones de
mercado y a la pura tecnología.

El supuesto carácter científico del diseño queda así reducido a la mera


ordenación del proceso conforme al más elemental sentido común. Y el
que esta capacidad sea poco común - como lo declara el saber popular -
no parece razón suficiente para tildar de científico a quienes de algún
modo la conserven.

Este pecado original, aún olvidado su origen, sigue activo hoy,


especialmente en el campo académico. Se prolonga hasta nuestros días
gracias a cierta dilitencia intelectualista, generalmente alejada del
ejercicio profesional, que inventa la “disciplina” desde la pura
especulación ideológica. Por una suerte de platonismo tardío críticos e
historiadores del diseño insisten en “definir” una práctica que en la
realidad no se practica en ninguna parte y la denominan “diseño”.

Y tal fantasía cobra mayor fuerza aún en lugares en que el diseño como
profesión tiene escaso desarrollo y los docentes, privados de experiencia
profesional, enseñan el diseño a partir de viejos tratados y refundan la
Bauhaus en lugares y fechas alejadísimos de aquella mítica escuela.
Desde el punto de vista geocultural,

El cientificismo en el diseño tiende un puente imaginario sobre el espacio


y el tiempo: mide varios miles de kilómetros, tarda casi un siglo y une la
Europa prusiana con el Tercer Mundo.

Lo que, en cambio, sigue vigente aún en las capitales del diseño es la


aspiración al status académico. Al rescate de aquella pretensión
científica, hoy ya anacrónica, ha venido la inextinguible búsqueda de
prestigio propia de la clase media profesional.

Licenciaturas y doctorados en diseño florecen por doquier, aún privados


de una bibliografía específica y una currícula académica que justifique
semejantes honores.

La compulsión al “upgrading” es tal que a los profesionales renombrados


—con o sin diploma— se les atribuyen, a priori, unos saberes y una
autoridad cultural muy por encima de sus idoneidades concretas.

Al margen de estas fantasías megalómanas, la práctica profesional del


diseño, el ejercicio concreto del oficio, sigue rigiéndose por una serie de
saberes sana e inevitablemente empíricos, sólo desarrollados y
acrecentados por la experiencia, la sensibilidad y el sentido común (como
cualquier oficio). Y estas características se observan incluso en la labor
de aquellos diseñadores que, al hablar de su profesión, caen en la misma
tentación de mitificarlo. Es frecuente oír “teorizaciones” de la
práctica del diseño en boca de profesionales que en su labor concreta,
naturalmente omiten semejantes sofisticaciones: se trata del citado
mandato cientificista.

La fantasía colectiva denominada “el diseño como disciplina científica” no


es, entonces, más que un fruto ideológico del anacronismo, la
desinformación o la simple pedantería.

Mito 2: la creatividad artística (Grupo 1)

Por exuberante que sea la mitología tejida en torno al diseño, es


indiscutible que el gran mito, inobjetado, asumido por todos los sectores
y corrientes, es el de la creatividad. Un mito que cohabita con el anterior,
como Dionisos con Apolo en el Olimpo, a pesar de ser flagrantemente
opuestos.

Este mito consiste en la elevación del “insight” o chispa de la intuición al


rango de principio fundamental de la producción diseñística. El término
“creatividad’, muy frecuente en la jerga de la publicidad (que tiene sus
“creativos”), coincide a grosso modo con lo que el lenguaje corriente
denomina “ingenio”.

Por su propia naturaleza, constituye un atributo inefable: no se puede


describir, aprender ni enseñar: se lo tiene o no se lo tiene. No es
necesariamente innato, pero sólo se desarrolla mediante la gimnasia: o
sea la búsqueda permanente de la quinta pata del gato. Su nombre no es
nada casual: proviene del acto de crear, un atributo divino: sólo se crea
de la nada.

Inconscientes de ello, los simpatizantes de este mito adscriben a una


cosmovisión más de tipo judeo-cristiana que griega. Al diseño no lo ven
como un configurador, un alfarero que da forma a las cosas amasando
una materia que le es dada: tal la “gestaltung” o “form giving” y tal el
Demiurgo griego. Más bien, lo ven como un creador; un Dios
prestidigitador que, de la nada, saca una paloma o un conejo: “hágase la
silla original y la silla original se hizo”.
Por lo tanto, el diseño no resuelve: crea. Encuentra una forma insólita,
inesperada para todo. Su función esencial, su condición-sine-qua-non, es
la propuesta singular fruto del don inefable de la creatividad. Este
principio, por propio concepto, carece de todo método; aunque su puesta
en práctica descansa en un punto de partida claro y único: se han de
tener in mente permanentemente las soluciones existentes al tema,
especialmente las mejores y más difundidas, para evitar caer en ellas.
Desde la óptica de este mito, diseñar no es, al final de cuentas, más que
hacer las cosas al revés que la gente normal.

El carácter de mito lo revela su inmensa eficacia: esta convicción se


sostiene a pesar de que, para ello, haya que alterar o cancelar la
satisfacción de los otros requisitos de la obra. No hay mal
funcionamiento, coste excesivo ni dificultad tecnológica insorteable que
deslegitime una idea creativa. Y quienes osen cuestionar dicha idea por
culpa de esas nimiedades caen inmediatamente en el bando de los
insensibles, enemigos del diseño, idólatras de dioses “menores” como la
eficacia, la economía, la sencillez técnica o, simplemente, el buen gusto.
Un famosísimo “creativo” (cuyo nombre oculto porque es amigo mío)
decía algo así como: “me gustan las lámparas que hacen daño a la vista”
(ignoro si se refería al destello o a la fealdad).

Al igual que el mito anterior, éste tampoco es gratuito (además de salir


caro): tiene su razón de ser en la sociedad de consumo, el culto al usar y
tirar, o sea, la compulsión a la innovación. La auténtica racionalidad de la
“creatividad” no descansa tanto en su aportación cultural (generalmente
opinable) como en su importante servicio al consumismo.

En síntesis, este mito es el mecanismo ideológico por el cual la frivolidad


consumista se disfraza de genialidad cultural. Su caracterización como
“creatividad” resulta indispensable para disimular su esencia consumista
y para encubrir la verdad de que, detrás de las más audaces creaciones
contemporáneas del diseño “creativo”, opera el viejo espíritu de las artes
aplicadas.
Ni qué decir tiene que esta concepción creativista conlleva una
fenomenal restricción del propio concepto de diseño: temáticamente la
recluye en los objetos de alto valor agregado simbólico, estilísticamente
la delimita por la zona de influencia del mal llamado “estilo diseño” y
productivamente la ciñe al mecanismo elemental de la transgresión a
priori.

Los efectos negativos de este mito son completísimos: el deterioro de la


calidad de los productos y los usos por imperio de la arbitrariedad; la
desorientación de la enseñanza por la propia distorsión de la idea de
aquello que se ha de enseñar y por la captación errónea de aspirantes no
aptos para el diseño; y las confusiones en el mercado del diseño que,
tras los destellos de la creatividad, no detecta la utilidad real de los
servicios de diseño e incurren o bien en la adhesión acrítica o bien en la
fobia.

Mito 3: la función comercial (Grupo 3)

El tercero de los mitos es aquél que le asigna al diseño una función


esencialmente publicitaria. Según él, las cosas se diseñan para llamar la
atención, atraer, seducir, sorprender al comprador potencial.

Los creyentes de los mitos anteriores —en su mayoría miembros del


gremio profesional y sus epígonos— rara vez ven con simpatía a éste,
acuñado fuera de la profesión e introducido en sus filas mediante el
chantaje del contrato de servicios.

La creencia en la primacía de la función comercial del diseño es vista por


los fundamentalistas como un ingrediente pagano de oscuros orígenes
que se ha ido infiltrando en la comunidad del diseño y desvirtuando sus
valores permanentes.

Pero el recelo no es recíproco. Este tercer mito tiene una particularidad


que lo hace simpático: contemporiza sorprendentemente tanto con el
primero como con el segundo que, como hemos dicho, son entre sí
antagónicos. Este tercero es un mito acomodaticio.
Y tenía que serlo; pues nació en la cuna del marketing. El marketing,
versión bárbara de “mercadeo” (más sincera ésta; pero menos elegante)
y versión comercial de la democracia (o viceversa) constituye la
quintaesencia del consenso y la negociación.

Su lema es antiquísimo; pero sólo recientemente ha ocupado el trono de


la Verdad Social Única: “El que paga manda”. De allí la investigación de
mercado y, de ella, cierta pátina científica que lo emparenta con el mito
N° 1. (Luego veremos cómo se asocia al Mito N° 2).

Puestos a buscarle orígenes históricos a este mito podríamos echarle la


culpa a aquella frase clave en la historia del diseño, tan eficaz cuan
ambigua: “Lo feo no se vende”. O sea que podríamos reconocerle un
fundador: Raymond Loewy, inaugurador del “styling”: pragmático a
ultranza, devoto del “in gold we trust”. Un auténtico americano (del norte).

Al igual que los anteriores y que todo mito, éste tiene fuertes coartadas
en la realidad: se vincula con los conceptos de “agregación de valor” y
“diferenciación del producto”, requisitos clave del markentig, uno de
cuyos instrumentos es, precisamente, el diseño. Pero el mito caricaturiza
esos requisitos degradándolos a un mero culto a la singularidad, la
creencia a priori de que todo debe ser sobre-diseñado. Como efecto de
esta distorsión, proliferan objetos, instalaciones, equipamientos
extravagantes para mercados y usos que nada esperan de la forma más
que su utilidad inmediata: una especie de absurdo canto de sirenas para
marineros sordos.

Así veremos a un campesino esperando un tren de cercanías sentado en


un banco inspirado en la guerra de las galaxias; o un sencillo empleado
municipal conduciendo un carrito de la limpieza con forma de
transbordador espacial, de inspiración análoga.

Es aquí donde puede verse el modo armonioso en que el Mito N° 3 viene


a confundirse con el N° 2: los engendros que los diseñadores creativos
atribuyen a su propio talento, los improvisados gerentes de diseño los
reciben alborozados como objetos de gran atractivo comercial. El mismo
hecho es leído distintamente de uno u otro extremo; pero poco importa:
lo importante es que el objeto queda bien con Dios y con el Diablo.

La sociedad de consumo ha extendido el mercado de la extravagancia


más allá de sus fronteras originales; pero, aún así, sus principios sólo
son válidos - incluso comercialmente - para ciertos y determinados
productos y en determinadas condiciones. Las extrapolaciones abusivas
son fruto de una concepción rudimentaria del mercado, restringida a
recetas y fórmulas milagrosas propias de las supersticiones del
“marketing doméstico”. Decía un amigo mío, importante profesional del
marketing, que en España hay, en su profesión, dos grandes corrientes:
la del Marketing y la del “marquetin”. Pues bien, este mito se generó
dentro de ésta última.

No cabe duda que entre las funciones del objeto de consumo una
importantísima es la de autopromoverse como deseable y digno de ser
comprado. Pero es falso que esta función sea en todos los casos la
principal. Y más falso aún que su cumplimiento se verifique sólo
mediante el sobrediseño. Una verdad parcial, absolutizada, deviene una
verdadera mentira.

Mito 4: la misión redentora (Grupo 2)

El cuarto mito instala al diseño en una atmósfera absolutamente distinta


a las anteriores: ya no en el conocimiento científico-técnico, ya no en la
inspiración, ya no en la rentabilidad, sino en el abnegado servicio a las
carencias humanas. Este mito podría denominarse “el diseño como
panacea de los males de la humanidad”.

Lo falaz de este mito proviene de un “sutil” deslizamiento semántico que


identifica instrumento y uso, disciplina y aplicación. Al diseño, pura fase
técnica de un proceso productivo material se le confiere como propia y
excluyente una determinada ideología de su instrumentación social.

Y el mitómano sostendrá esta “verdad” contra viento y marea, a pesar de


que las manifestaciones reales de la misma sean ínfimas y marginales.
Para él, los programas de diseño “de interés social” no son una de las
tantísimas aplicaciones de la disciplina (la menos frecuente) sino su
quintaesencia.

Mediante este subterfugio, el diseño - que se ha forjado y perfeccionado


internacionalmente como un insumo clave del desarrollo de los mercados
de consumo pasa a ser, exclusivamente, un benefactor social.

Otra vez, la confusión del ser con el deber ser; las definiciones
voluntaristas que cierran los ojos a la realidad y en su lugar proyectan la
imagen de un deseo de naturaleza ética, del todo ajeno al concepto de
diseño.

Al atribuirle tan misión como esencial a su concepto se produce una


paradoja que al creyente le pasa desapercibida: automáticamente pierde
carácter de diseño la mayoría absoluta de las tareas reales de los
diseñadores. El diseño real en su amplísima mayoría es ajeno a todo
interés social y en gran parte posee, incluso, un carácter anti-social.

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