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UNIVERSIDAD DE COSTA RICA

FACULTAD DE CIENCIAS SOCIALES


ESCUELA DE SOCIOLOGÍA
CÁTEDRA “EUGENIO FONSECA TORTÓS”

Centroamérica hoy: viejos dilemas, nuevos desafíos

Luis Guillermo Solís Rivera


Lección Inaugural de la Escuela de Sociología
(29 de marzo 2011)

INTRODUCCIÓN

Constituye un inmerecido honor ser invitado a impartir la lección inaugural de


esta Escuela, y, doblemente, al hacerlo en el marco de la Cátedra “Eugenio Fonseca
Tortós” que este año se dedica al análisis de Centroamérica camino hacia su bicentenario.
La Escuela de Sociología de la Universidad de Costa Rica es una de las más antiguas y
emblemáticas unidades académicas de la Facultad de Ciencias Sociales, cuna de muchos
de los principales aportes que, teóricos y empíricos, se han realizado en este campo en
Costa Rica y América Latina. Por eso saludo a sus docentes, investigadores,
administrativos y estudiantes, entre los que se cuentan algunos de los analistas más
lúcidos de la realidad contemporánea de nuestra región. También evoco con afecto y
emoción al maestro Eugenio Fonseca Tortós, cuya memoria se honra con la realización
anual de esta Cátedra, y cuya contribución al desarrollo de las Ciencias Sociales en
general y de la Sociología centroamericana en particular, compromete nuestra gratitud y
permanente recuerdo.

Se me ha solicitado que presente algunas reflexiones en torno a los viejos dilemas


y nuevos desafíos de Centroamérica. Es éste un tema absolutamente relevante para la
Sociología en tanto disciplina que busca interpretar y transformar, como en su momento
lo propuso con lucidez el maestro Daniel Camacho, la realidad de nuestras
colectividades. También lo es para Costa Rica, cuyo desarrollo –pasado y futuro- ha
estado y estará inexorablemente vinculado al de sus países vecinos.

Centroamérica es, a un tiempo, una y múltiple. Encajada entre dos inmensas


masas continentales, ha sido puente y crisol natural y humano desde tiempos
inmemoriales. Junto con el Mar Caribe, que cierra el arco que se proyecta desde el Istmo
de Tehuantepec hasta las profundidades de la selva darienita, también constituye una
unidad geopolítica y socio-cultural que ha jugado un papel de gran relevancia en la
historia hemisférica, sufriendo concomitantemente los dolores inevitables del
intervencionismo y la rapiña de las potencias del mundo.
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Pero si esos elementos le dan sentido unívoco y configuran en la zona una historia
de innegable comunidad, también es cierto que existe otra cara de Centroamérica y de la
Gran Cuenca del Caribe, una marcada por la fragmentación política y la heterogeneidad
cultural no siempre impuesta por los aviesos intereses de agentes exógenos. En efecto,
Centroamérica también es maravillosa diversidad. En lo político, cultural, antropológico,
surcan a la región vados insondables que deben ser adecuadamente reconocidos como
parte de un valioso patrimonio histórico. Ello se manifiesta en la extraordinaria
proliferación de naciones indígenas y sus lenguas; en la presencia afro antillana y afro
descendiente en los litorales caribeños del área; en la multiplicidad religiosa y la
profusión de cultos autóctonos; en la música y sus instrumentos; en la comida, en los
vínculos con el entorno internacional, en las influencias de costa y cordillera en los
procesos de asentamiento.

Esta realidad tan compleja convoca a un abordaje analítico igualmente sofisticado


y múltiple, que mire simultáneamente las agendas acotadas entre y al interior de los siete
Estados istmeños, así como aquellas que sólo pueden atenderse por medio de
aproximaciones regionales. Ello ocurre tanto en lo que toca a las oportunidades como a
los desafíos y amenazas emergentes del Istmo, pues está claro que una zona de
dimensiones tan pequeñas y de tanta debilidad estructural como Centroamérica, que
posee un peso muy marginal en el Sistema Internacional y que adolece de las condiciones
institucionales requeridas para atender las demandas de sociedades altamente desiguales
y pobres, se beneficiaría de una mayor integración entre sus partes.

La historia de Centroamérica enseña que entre los múltiples problemas que


aquejan a los Estados Nacionales del área, hay cinco que sobresalen y que deseo abordar
en este ensayo, a saber:

• la debilidad de los Estados Nacionales frente a los poderes fácticos;


• la profunda asimetría y alta dependencia de las economías nacionales ante
los mercados internacionales;
• la desigualdad y la pobreza de la mayoría de los pobladores y en particular
de los pueblos indígenas, afro descendientes y de las mujeres;
• la existencia de una cultura de la violencia que, en el marco de Estados
desestructurados, disfuncionales y centralistas, produce dinámicas
perversas tanto en el ámbito público como doméstico;
• la incapacidad de construir un proyecto de integración regional real, eficaz
y eficiente, que complemente los esfuerzos nacionales y los potencie de
cara a un Sistema Internacional altamente competitivo y complejo.

En cualquier caso, permítaseme concluir esta Introducción indicando que miro a


Centroamérica con esperanza, incluso con ilusión. Testigo presencial de muchos de sus
avatares desde mediados de los años setenta, puedo valorar positivamente los avances
registrados hasta la hora aún en medio de grandes limitaciones, errores y crecientes
desafíos impuestos por fuerzas incontrastables como las del crimen organizado. Quizá
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por mi propia formación como historiador, comprendo que muchos de los principales
retos que tiene el Istmo no son nuevos y más bien reflejan debilidades crónicas y
estructurales de vieja data que sólo podrán atenderse con estrategias integrales y de largo
aliento.

Por esa razón desconfío de las aproximaciones unilineales que privilegian un único vector
de desarrollo, sea éste el mercado sin contrastes ni límites; el comercio y la inversión con
poco valor agregado; o el viejo centralismo que, revestido de virtud frente a los excesos
del capitalismo salvaje que todavía impera en la visión de algunos empresarios
centroamericanos, continúa evidenciando el peso insoportable del clientelismo y la
corrupción.

En esa lógica y a riesgo de ser considerado excesivamente ingenuo, quisiera imaginar a la


Centroamérica del futuro como una región de relaciones sociales más equitativas,
instituciones sólidas y economías inteligentemente vinculadas con el mundo por medio
de alianzas comerciales diversas y de buena calidad. Eso sólo será posible si, en primer
lugar, los países del área son capaces de aumentar considerablemente sus rentas internas
con el fin de incrementar su inversión social, y en particular, aquella dedicada a la
educación pública en todos los niveles. Y, en segundo lugar pero no sin menos prioridad
que lo anterior, si las élites dominantes –de cualquier filiación ideológica- tienen la
lucidez y la voluntad de limitar los excesos que en estos momentos desnaturalizan al
Estado de Derecho al tiempo que socavan las bases mismas de la democracia que dicen
preconizar. Sin esos dos componentes y su corolario: la profundización de la integración
regional para aumentar masa crítica a Centroamérica y por esa vía elevar su importancia
como factor internacional, difícilmente la región saldrá de su perpetua, exasperante y
oscura crisis estructural.

ESTADO NACIÓN Y PODERES FÁCTICOS.

Uno de los más conocidos analistas estadounidenses de la historia centroamericana,


Ralph Lee Woodward Jr. describió a Centroamérica, a finales de los años 1970, como
una “nación dividida” (Central America: a Nation Divided, Boston: Oxford University
Press, 1976). Siempre dudé de aquella hipótesis que más indicaba un anhelo que una
realidad fehaciente, pues si bien casi todas las repúblicas centroamericanas tienen un
origen común en la época colonial (excepciones hechas de Belice y Panamá), desde antes
de la independencia ya se perfilaban especificidades muy marcadas en los Estados de la
Capitanía General y sus estructuras de poder. Con la temprana república tales diferencias
se profundizaron y, tras el período de guerras civiles que siguió a la ruptura política con
España, produjeron un entorno que se fragmentó con relativa rapidez a partir de 1838
pese a los numerosos pero también infructuosos intentos de recrear la Federación.

El producto resultante de este devenir, fue un conjunto de Estados Nación


estructuralmente débiles, dominados por oligarquías mineras y agro exportadoras –
primero vinculadas a la explotación de tintes naturales y después del café- que
hipotecaron el manejo gobierno a los militares. Esta circunstancia produjo una temprana
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diferenciación entre “los que mandaban” y los que “gobernaban”, excepción hecha de
Costa Rica en donde unos y otros eran los mismos, algo probablemente asociado con la
escasez de factores de producción y la temprana asociación de la economía del país al
mercado mundial (Samuel Stone, El legado de los conquistadores, San José: EUNED,
1993).

Hay que hacer notar a este respecto, por lo tanto, que el Estado Nación en Centroamérica
nace asociado a grupos de interés que, desde “afuera”, se las ingeniaron siempre para
controlar las instituciones claves del gobierno o bien para incidir en ellas de manera
directa. Ello explica la debilidad de la estructura institucional de los Estados
centroamericanos, siempre presa de los poderes fácticos más interesados en la protección
de sus intereses económicos y la salvaguarda de su predominio político, que el “bien
común” proclamado por las teorías republicanas tan en boga en Europa o los EEUU a lo
largo del siglo XIX.

La influencia de los poderes fácticos en el Estado centroamericano vino acompañada de


tres factores concomitantes que los potencian. El primero es el centralismo, heredado de
España pero promovido y profundizado por los militares en un esfuerzo por aumentar su
poder y control sobre la población. El segundo –subproducto del primero- es el
autoritarismo, que se manifiesta en la represión y el uso indiscriminado de la violencia
contra la población con saña singular. El tercero es la corrupción, fenómeno de múltiples
facetas, grados y expresiones que ha tenido como eje articulador el uso de los recursos
públicos con fines de ganancia privada y que en última instancia facilita la cooptación del
Estado y sus funcionarios por los grupos de interés y de presión.

Este desafío histórico no se superó tras la normalización política de los años 1990, una
vez iniciada la firma de los acuerdos de paz bajo el espíritu de Esquipulas. El
advenimiento “democrático” no sólo no fue capaz de modificar siglos de influencias
fácticas sobre el Estado. Tampoco las evitó y más bien terminó asumiéndolas como parte
de la gestión de la cosa pública. Quizá no haya ejemplo más elocuente –y también más
perverso aunque no único- de esta tendencia que el accionar del crimen organizado en la
región. Pocas veces es posible ver con tanta claridad los límites del Estado Nación frente
a un fenómeno ilegal tan potente. La debilidad del Estado, su anomia sistémica, su
incapacidad de controlar el territorio y de ejercer sobre éste el uso legitimo de la fuerza, y
sobre todo su vulnerabilidad frente a la penetración (primero) y el control (después) de
crecientes espacios públicos por parte de las organizaciones criminales, son todas
disfunciones que reflejan una larga historia de atropellos institucionales que finalmente le
han hecho colapsar.

ECONOMÍA Y DEPENDENCIA

Las economías centroamericanas se han caracterizado por su alta dependencia de los


mercados externos. Desde la época colonial hasta el presente, la pequeñez de los países
del Istmo así como su estructura productiva impidieron tanto el desarrollo de amplios
mercados locales (que sí pudieron potenciarse en México o Colombia) como la aparición
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de un sector industrial vigoroso y relativamente autónomo. A ello se sumaron los tipos


de productos de exportación predominantes una vez terminada la fase extractiva de oro y
plata –siempre en cantidades pequeñas comparadas con las de otras regiones- los cuales
terminaron convirtiéndose en monocultivos agrícolas correctamente caracterizados como
“postres” por algunos historiadores.

Esta dependencia tuvo un correlato político: la aparición de oligarquías que, como ya se


dijo, terminaron haciendo del Estado Nacional un instrumento más para su
enriquecimiento. También agudizó el sometimiento de los países del área a los poderes
externos, y particularmente a finales del siglo XIX a los intereses y visiones de los
EEUU, potencia en ascenso que desplazaría definitivamente a los británicos y se
convertiría en la fuerza internacional hegemónica en la zona a partir de entonces y hasta
nuestros días.

La dependencia económica, comercial y financiera de Centroamérica la convierte en una


región altamente vulnerable a los vaivenes de las corrientes internacionales, y por lo tanto
sujeta a ciclos de prosperidad y crisis recurrentes que en ocasiones producen
consecuencias funestas para los sistemas productivos locales.

No es este el momento para hacer un pormenorizado análisis de la historia económica de


Centroamérica durante las últimas décadas, pero sí conviene recordar cómo la
globalización y la consolidación del libre comercio (fenómenos ambos que pueden
ejemplificarse en el Tratado de Libre Comercio suscrito entre Centroamérica, la
República Dominicana y los EEUU), ha terminado por afianzar esta condición de
dependencia y vulnerabilidad. Hoy, la región entera se ve atada a un mercado enfermo
cuya recuperación, previsible en el mediano plazo, no está asegurada en el largo. Más
allá de lo que estos significa en términos de nuestros intercambios comerciales, que en
estos momentos son lentos y se encuentran muy afectados por fenómenos no
necesariamente vinculados al estado de la economía estadounidense, el dilema que a
Centroamérica le plantea el TLC es abrirse todavía más, valga decir, diversificar sus
vínculos comerciales y económicos de manera tal que los riesgos asociados a la mono
dependencia con los EEUU, puedan matizarse y, de esa forma, reducir la posibilidad de
una recesión más permanente (María Flores-Estrada y Gerardo Hernández (eds.), TLC
con los EEUU: contribuciones para el debate, San Pedro: UCR, 2004).

Pero la dependencia no es sólo comercial. También lo es financiera, alimentaria,


energética. Esta condición por lo tanto afecta a una multitud de sectores productivos y
sociales, desde los consumidores de tortillas y pan (que han tenido que pagar los altos
precios del trigo y el maíz importado y que incluyen a los más pobres de los pobres de
Centroamérica), hasta los exportadores agrícolas afectados por la abrumadora liquidez en
los bancos que es usada para promover el consumo pero no para asegurar la inversión
productiva. Semejante contexto se ve agravado por el elevado costo del petróleo y su
directo impacto en la calidad de vida de países que todavía dependen enteramente de
importaciones de crudo, algunos de los cuales dicho sea de paso, también lo usan como
principal fuente de generación eléctrica.
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En suma, Centroamérica continúa maniatada por la dependencia externa y, por esa razón,
sujeta a fenómenos que no siendo producidos por ella igual terminan afectándola de
manera dramática.

DESIGUALDAD Y POBREZA

No existe a mi juicio ningún problema más grave en Centroamérica que la desigualdad


que continúa abrumando a sus sociedades nacionales incluso en momentos de expansión
económica. Una desigualdad que es tan profunda, como lo señala reiterada e
irónicamente el Informe sobre el Estado de la Región, que aumentó en momentos en que
la pobreza “estadística” se reducía en casi toda la región en los años anteriores a las
últimas crisis de 2008y 2010. (Estado de la Región en Desarrollo Humano Sostenible,
San José: Proyecto Estado de la Región, 2008).

La desigualdad es grave en general, pero es todavía más grave en específico; en lo que


toca a ciertas regiones de Centroamérica (las fronteras, las costas, las comunidades
urbano marginales) y a ciertos grupos y segmentos poblacionales (las mujeres, los niños y
jóvenes, los indígenas, los afro descendientes). Ello revela fracturas sociales profundas y
perdurables que, potenciadas por un modelo que ha favorecido a los sectores de altos
ingresos en detrimento de las “clases medias”, ha llevado incluso a países como Costa
Rica –históricamente el más equilibrado de la zona- a experimentar un proceso de
deterioro social marcado que alimenta disfunciones tales como la criminalidad violenta.
Criminalidad la cual ahora se sabe está asociada de manera directa al desempleo juvenil,
el acceso a armas de fuego y la existencia de espacios urbanos decadentes sin acceso a
adecuados servicios públicos.

La desigualdad territorial que se encuentra asociada a estos fenómenos es igualmente


deplorable. Los estudios más recientes (PRESANCA 2008, 2009) demuestran cómo las
zonas de frontera, las costas y las regiones de población originaria y afro descendiente se
han hundido en la miseria con la consecuente aparición de hambrunas recurrentes e
índices de desnutrición y mal nutrición que no se registraban desde los años 1960. Esta
problemática, que por su severo impacto fisiológico están produciendo poblaciones que
nunca podrán desarrollar sus capacidades plenas, resulta particularmente devastadora en
la niñez, con lo cual se ha comprometido el futuro del Istmo, hipotecándolo. También
explica por qué es precisamente en esas zonas en donde ha sido más fácil la penetración y
asentamiento del crimen organizado, cuyas redes ya han cooptado a extensas áreas de
litoral caribe y pacífico de Centroamérica en donde florecen (IIEPP, 2010).

Cierto es que Centroamérica siempre fue desigual. Durante siglos, los pueblos indígenas
y las mujeres del Istmo vivieron en total discriminación y abandono, explotados sin límite
de suma por sociedades que ni siquiera reparaban en su existencia y derechos. Pero
aquella situación debió cambiar con el advenimiento democrático o al menos debió
iniciar un proceso de mejoramiento gradual. Hoy los indicadores de precariedad laboral
para las mujeres, por ejemplo, denotan que ello no sólo no ha ocurrido, sino que los
países del área sin excepción experimentan un deterioro evidente (Fundación Ebert,
2010). La proporción de trabajadoras envueltas en empleo informal es generalmente
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mayor que la de los hombres; las mujeres trabajadoras están concentradas en los tipos de
empleo informal más precarios; el salario obtenido en esos empleos es demasiado bajo y
por supuesto, las mujeres ganan menos que los hombres por igual trabajo realizado. Ello,
teniendo como telón de fondo otros fenómenos igualmente perversos, como el acoso
sexual, el subempleo, la sobrejornada o la inseguridad laboral y física.

CULTURA DE LA VIOLENCIA

América Latina es, no sólo la región más desigual del mundo sino también una de las más
violentas. Centroamérica es responsable de buena parte de ese dudoso “status”. Para
muestra “un botón”: México sufre 229 homicidios por 100.000 habitantes, Kandahar en
Afganistán, 169; San Pedro Sula 125, Tegucigalpa 109, Guatemala 96 y San Salvador 83.
Panamá y Costa Rica, los dos países con menores índices en la región, no obstante los
duplicaron en menos de una década (Hans Mathieu, Paula Rodríguez (eds.) Seguridad
Regional en América Latina y el Caribe: Anuario 2009, Bogotá: Friedrich Ebert
Stiftung, 2010).

La violencia en el Istmo, que ha sido perdurable desde la época colonial, constituye hoy
un factor que deteriora la calidad de la vida en sociedad, aumenta los costos de las
políticas públicas, amenaza la convivencia democrática, alienta la militarización y las
tendencias autocráticas y afecta grandemente al desarrollo, pues aleja a los inversionistas
e incrementa los costos de producción de las empresas. Pero también destruye la
urdimbre social cuando se manifiesta en el ámbito doméstico, lesionando la intimidad de
las personas y su derecho de vivir libres del temor.

Nadie puede dudar de la naturaleza “estructural” de la violencia centroamericana. Valga


decir, es un fenómeno cuya existencia está asociada a formas muy peculiares de
organización política y explotación económica en donde sobresalen, además del
patriarcado que las condiciona de manera general, el centralismo, el autoritarismo y la
exclusión de los grupos más vulnerables ya mencionados. Sin embargo, siendo
estructural la violencia centroamericana también es “cultural” en el sentido que sus
patrones han permeado los usos y costumbres de las poblaciones, condicionando de
manera dramática las relaciones entre hombres y mujeres, adultos y niños, viejos y
jóvenes. Una de las manifestaciones más brutales de dicha violencia cultural, es la
violencia sexual que, expresada en violaciones, acoso y otras formas de apremio físico, es
responsable de múltiples embarazos no deseados que agravan los ya de por sí dramáticos
índices de pobreza de las adolescentes centroamericanas.

Romper con la violencia estructural y modificar los patrones de la cultura de la violencia


es quizá uno de los mayores desafíos históricos de Centroamérica. Significa no sólo
abocarse a la transformación de sistemas de dominación profundamente arraigados, sino
también y principalmente romper con visiones tradicionales de relacionamiento social.
En ese sentido jugarán un papel central las políticas educativas que permitan a las
mujeres centroamericanas jugar un papel protagónico como actoras políticas de primer
orden (por ejemplo garantizándoles una representación cada vez más equitativa en los
puestos de elección popular), así como recuperar y preservar el control creciente de su
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sexualidad por medio de políticas de educación sexual y salud reproductiva de primer


mundo. La facilitación de otros servicios públicos como redes de cuido y el
mejoramiento de las condiciones de seguridad laboral, también son cruciales a este
propósito.

También será necesario, en el esfuerzo por cambiar la cultura de la violencia por otra
donde prevalezcan los valores de la paz y la convivencia, reducir el acceso de la
población a las armas de fuego, cuya abundancia y uso indiscriminado aumentó de
manera escandalosa durante los años de la guerra (primero), y como consecuencia del
incremento en el crimen ordinario y organizado después.

INTEGRACIÓN Y RELACIONES INTERNACIONALES

Si en algún ámbito es deficitaria la actuación de Centroamérica es en el de la integración


regional. Aspiración de larga data, la integración ha atravesado por muchas fases que van
desde los fallidos intentos de federalismo militar del siglo XIX, pasando por las
propuestas modernizantes de mediados del XX, hasta las visiones más contemporáneas
de “integración real” entendida ésta como un proceso de liberalización de mercados y
facilitación de inversiones intra regionales. En cualquiera de sus modalidades, lo cierto
es que la integración –que ha avanzado mucho especialmente tras los procesos de
normalización política de finales de los años 1990 y el relanzamiento del Sistema de la
Integración Centroamericana por medio del Protocolo de Tegucigalpa- dista todavía
mucho de ser lo que debía y adolece del arraigo que sería obligatorio si la región apostara
seriamente por ella.

La importancia económica y comercial de la integración es indudable. Durante los


últimos años el espacio centroamericano se ha convertido en el segundo mercado más
importante para las economías del Istmo. También ha permitido la consolidación de
importantes empresas de ámbito centroamericano. En una perspectiva externa, la
integración regional aumenta el valor y peso de Centroamérica como destino de
inversiones, factor que no es de despreciar si continúa profundizándose la tendencia de
avanzar hacia economías de servicios (y no sólo de tipo turístico) como las que ya privan
en Panamá y Costa Rica y podrían extenderse a otros países del área Instituto
Centroamericano de Estudios Fiscales –ICEFI-, Lente Fiscal Centroamericano, número
03, año 02, Tegucigalpa; marzo de 2011).

Pero más allá de lo económico, Centroamérica también debe plantearse mayores grados
de integración con el fin de enfrentar de manera mucho más eficaz y exitosa algunos de
los principales desafíos de nuestro tiempo, tales como los propios de la seguridad
regional (identificada por todas las encuestas como una de las tres principales
preocupaciones en todos los países del área), la seguridad energética, la seguridad
alimentaria, el cambio climático y la condición de las y los migrantes. En ninguno de
estos ámbitos es realista plantearse respuestas individuales, que respondan tan sólo a
consideraciones de tipo nacional.
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Desafortunadamente la institucionalidad regional, cuya expansión y costos superan en


mucho las posibilidades de los países del Istmo, continúa siendo incapaz de responder
con suficiente rapidez y solvencia a los mayores desafíos de la región. Ello se explica,
ciertamente, por la falta de voluntad de los Estados centroamericanos de dotarlas de
capacidad supranacional, condición indispensable para que funcionen a plenitud. Pero
también es el producto de un crecimiento desordenado y de lógicas burocráticas que
atentan contra una gestión eficaz, transparente y planificada de los compromisos del
Sistema en su conjunto. La resistencia de las instituciones a someterse a procesos de
reforma, la tendencia hacia la centralización que, estimulada por la Secretaría General
empieza a atosigar a las secretarías especializadas y amenaza con volver disfuncional a
muchos de los programas del SICA, la ausencia de una cultura de rendición de cuentas y
la falta de apoyo de los Estados, constituyen todas manifestaciones de una integración
poco capaz de servir como punto de partida de una “nueva” Centroamérica.

Semejante situación tiene implicaciones más allá de la región misma. Frente al conjunto
internacional, Centroamérica sólo tiene interés en el tanto pueda avanzar hacia estadios
más perfectos de integración que aumente su volumen relativo, tanto económico y
comercial como político. Cuarenta y pocos millones de habitantes –el equivalente a la
población de Colombia o España- son un mercado interesante para un sistema mundial
que busca espacios propicios para la inversión. En la actualidad, por ejemplo, el producto
interno bruto de Centroamérica es de $157 mil millones de dólares; es decir, tiene
aproximadamente el mismo tamaño económico que Nueva Zelandia, Perú, Qatar o
Ucracia y constituye la economía número 54 de las 192 que forman parte de NNUU. Tal
no es el caso de los espacios nacionales individualmente considerados, y mucho menos si
en ellos se expresan con fuerza fenómenos como los de la inseguridad o la inestabilidad
social, cuyo abordaje en muchos sentidos debe realizarse desde lo regional.

Centroamérica, lo han dicho todos los estudios referidos al futuro de la integración y su


necesaria reforma, podría convertirse en un punto de altísimo valor estratégico en el
decurso del siglo XXI. Tanto o más de lo que lo fue en siglos precedentes y siempre
debido a su ubicación geográfica y su potencial como nodo de las telecomunicaciones y
los servicios asociados a ellas. El ampliado Canal de Panamá, así como la posibilidad de
contar con enlaces logísticos de primer orden que viabilicen los tránsitos y servicios
necesarios para dinamizar buena parte del comercio mundial, podrían ser los acicates
para que la región como un todo de un salto cualitativo en pocas décadas. Ello sólo sería
factible por medio de más –no menos- integración y más –no menos- acciones
concertadas de inserción internacional.

A MODO DE CONCLUSIÓN

Tras la finalización de los conflictos internos de la década de 1980, el proceso de


normalización política y de transición hacia la democracia electoral pareció irreversible.
El golpe de Estado en Honduras en el año 2009, pero también las manifestaciones
autoritarias y anti democráticas que en otros países se han presentado antes y después de
esa fecha, comprueban que tal perspectiva estaba equivocada.
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Hoy sabemos que Centroamérica puede experimentar retrocesos institucionales serios


que podrían devolver a la región a situaciones políticamente indeseables que incluyan,
por cierto, las rupturas del Estado de Derecho y el establecimiento de gobiernos
ilegítimos capaces de mantenerse en el poder a pesar de las disposiciones hemisféricas
que supuestamente lo impedirían. Pero más allá de esas rupturas, están otras prácticas
mucho menos vistosas pero igualmente nefastas que, como las propias del clientelismo, el
control hegemónico de las instituciones electorales, de contraloría o de los tribunales de
justicia, el control de los medios de comunicación y, por esa vía, la imposición de límites
a la libertad de expresión, etc., cuyo fin último es igualmente negativo para el pluralismo
y la construcción de sociedades democráticas.

Preservar, ampliar y perfeccionar las instituciones democráticas, es un desafío de


importancia capital para toda Centroamérica. Si ello no fuera posible, si los regímenes
políticos del área se vieran degradados por rupturas políticas violentas o por procesos
graduales de degradación institucional que conlleven la entronización de gobiernos
crecientemente autocráticos, Centroamérica habría perdido uno de los principales activos
para su desarrollo de largo plazo. Aunque insuficiente en términos absolutos, la
democracia electoral en la región es un piso mínimo común sin el cual no será posible
acceder a mayores niveles de crecimiento económico ni de integración y cohesión social.
De allí el peligro que conlleva el surgimiento de corrientes neo-militaristas que, aparadas
en los índices de inseguridad y violencia y el patrocinio de fuerzas extraregionales,
insisten en fortalecer nuevamente a las Fuerzas Armadas y en otorgarles tareas que no les
son propias. Prevenir el resurgimiento del militarismo, es una tarea urgente para toda la
región.

También hay que decir que si bien la existencia de democracias electorales solventes es
condición necesaria para el desarrollo, no lo es suficiente para lograrlo. La perpetuación
de sistemas de dominación basados en la exclusión social, resistentes a la puesta en
marcha de políticas públicas inclusivas capaces de reducir de manera fehaciente y rápida
los grados de inequidad existentes en Centroamérica hoy, constituyen la mayor amenaza
a la paz social y al desarrollo humano en el Istmo. Por esa razón, el desafío más grande
que enfrentan todos los países del área es enrumbarse hacia modelos de convivencia más
equilibrados. Esa tarea requiere de liderazgos renovados pero también de la puesta en
marcha de políticas redistributivas que han sido una y otra vez resistidas por las élites de
la región. Frente a esa actitud, sólo cabe la creciente organización de los sectores más
afectados por las políticas de las últimas décadas y su expresión en organizaciones
capaces de incidir desde lo electoral, por medio de partidos políticos de cuño progresista
que, débiles todavía, no obstante han logrado abrir brecha en algunos países que podrían
marcar una pauta en los años por venir.

Pero si los desafíos políticos son enormes, no lo son menos los económicos y
productivos. Tanto, que difícilmente sería posible imaginar una Centroamérica
democrática mientras no se hayan modificado de manera muy importante las tendencias
que hoy dominan a las economías del área. Pensar la transformación del Istmo
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centroamericano en el plano productivo pasa necesariamente por la diversificación de sus


alianzas internacionales y la promoción de estrategias comerciales en los mercados
emergentes. Si Centroamérica no logra ampliar su actual sujeción al mercado
estadounidense, posicionándose en la zona de mayor potencial de crecimiento de las
próximas décadas, Asia y la Cuenca del Pacífico, tampoco logrará reducir su dependencia
externa y quedará muy limitada para aprovechar sus ventajas comparativas en el futuro
mediato. Imposibilitada de beneficiarse como lo ha hecho Sur América de los altos
precios de los productos alimenticios y las materias primas (las llamadas “commodities”),
Centroamérica tiene que optar por la transformación creciente de sus economías en
espacios para la exportación de algunos bienes pero principalmente de provisión de
servicios. Allí podría radicar una clave importante de futuro que haría obligatoria por
cierto, una significativa inversión en educación y desarrollo de tecnologías de la
información, algo que por el momento no pareciera posible de producirse.

La buena noticia es que, con todo y su tormentoso pasado y complejo presente,


Centroamérica vive en estos años sus mejores horas. No es cierto que la región “estaba
mejor” antes del fin de los conflictos internos o que los regímenes militares de otrora,
garantes de una paz interior ficticia durante sus momentos de mayor predominio,
constituían mejores opciones que las actuales democracias por muy disfuncionales que
éstas sean. El avance de las fuerzas sociales, el asentamiento paulatino de valores cívicos
de naturaleza democrática, incluso la aparición de una institucionalidad pública que no
tenía precedentes en la región, constituyen signos positivos de los beneficios de la
apertura política y la democratización en el área.

Centroamérica: una y muchas. Tan pequeña, ¡tan grande!

San Pedro de Montes de Oca, marzo de 2011.

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