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Dossier Teoría Política

Marzo 2011

La democracia Radical: Una

1 Alternativa para una Nueva


Izquierda. Por Ernesto Laclau y
Chantal Mouffe

Medio Ambiente
Crisis ecológica y lucha política:
la alternativa ecosocialista.
Entrevista a Michel Löwy y Samuel
González.
Pobreza
Sobre conceptos y Medidas de
Pobreza
. Por Amart ya Sen.

Construyamos una Nueva Izquierda..


Instrúyanse,
porque necesitaremos
toda nuestra inteligencia.
Antonio Gramsci.

Con un sentido claro, estas lecturas compiladas representan un minúsculo


esfuerzo por autoeducarnos, ejercer la crítica, el debate y la síntesis de ideas sin
límites ni censuras, condición básica para poder pensar en objetivos y caminos
compartidos que nos lleven hacia un futuro más próspero y digno.

A propósito de la caída del Muro de Berlín, y el posterior colapso de todo el bloque


soviético, lo acontecido en 1989 además de significar un remezón gigantesco para
la historia de la humanidad y las respectivas sociedades en cuestión, implicaron
también el fin del Siglo XX y el cierre del conflicto ideológico que envolvió al
mundo por largas décadas.

Sin dudas, la Revolución Rusa y Española, la experiencia cubana y el maoísmo


chino, entre otros, permitieron generar un marco interpretativo e ideológico lo
suficientemente potente como para amparar a las más variopintas organizaciones
de izquierda, de avanzada o progresistas, generadas a lo largo y ancho del
planeta.

Así, la elaboración de un cuerpo coherente y unificado de ideas y prácticas en el


seno de la izquierda mundial ha sido motivo de debate desde tiempos
inmemoriales. Con los sucesos de la Revolución Francesa y el advenimiento
definitivo del período conocido como Modernidad, la producción de análisis,
idearios y doctrina sobre el movimiento obrero, la explotación, la guerra, la
desigualdad y las posibilidades revolucionarias de toda una época, vivió un
período de auge extraordinario hasta al menos el período previo a la Segunda
Guerra Mundial.

Por un lado está la tendencia a intentar inventar la rueda por segunda vez, es
decir, tratar de olvidar y negar prácticamente todo lo que la izquierda realizó y
pensó en el mundo, con el objetivo de sacarse de encima el fantasma del
totalitarismo, proyectando una imagen similar a quien despierta de una terrible
pesadilla, y partir desde cero. Aquella imagen reducida y tendenciosa de la labor
de los partidos revolucionarios, las organizaciones obreras, campesinas,
estudiantiles y vecinales, posterga y desconoce elementos de incuestionable valor
surgidos en las décadas pretéritas al calor de procesos de lucha y transformación
no necesariamente asociados al uso de la violencia.
Por otra parte se observan sectores apegados a la ortodoxia y la pureza
doctrinaria, quienes aun no se percatan de los cambios operados en el mundo, o
que a sabiendas de aquellos, insisten en una fórmula única para empujar los
cambios sociales. En este caso nos topamos con un problema no menor, que es la
incapacidad, voluntaria o inconsciente, de comprender que existen
particularidades en cada sociedad y período histórico que impiden desarrollar
interpretaciones totales y definitivas.

Finalmente, el mayor obstáculo de todos, es la implacable e innegable derrota


ideológica y política sufrida por la izquierda mundial, los movimientos sociales y la
clase trabajadora. Lejos de haber triunfado la libertad por sobre la opresión, se ha
instalado de manera brutal el imperio de la pobreza, la desigualdad, la violencia, la
explotación y la rapiña criminal, pero esta vez sin un contrincante que le haga el
peso y lo detenga.

Por todo esto, el desafío que se nos plantea es de gran envergadura, implica
desde recoger las lecciones del pasado y revivir la experiencias valiosas hasta
impulsar la creatividad, vencer la apatía y desarrollar una alternativa lo
suficientemente amplia, pero no menos nítida, que nos permita volver a ser
fuertes, volver a ser mayoría, pero esta vez avanzando con banderas
democráticas e igualmente revolucionarias hasta acabar con todas y cada una de
las injusticias que hoy golpean a nuestro país.

Cristian Méndez y Jonathan Serracino.

Santiago, 21 de Marzo de 2011.


1. Ernesto Laclau & Chantal Mouffe, sociólogos
argentinos erradicados en Inglaterra, desarrollan un
análisis a las relaciones con que la política se ha
LA DEMOCRACIA desarrollado en el marco de antagonismos que
luchan por la hegemonía. Y, así la izquierda, ha
RADICAL: definido un sujeto particular a partir de las
ALTERNATIVA PARA relaciones económicas. En este sentido, la
propuesta central de Laclau y Mouffe consiste en
UNA NUEVA descentrar el determinismo económico para la
política. Para ellos, una Nueva Izquierda significaría
IZQUIERDA la construcción de un discurso y la capacidad
interpelativa de dicho discurso. Los discursos se
construyen con elementos diversos, se construyen
desde otras perspectivas. Por lo cual es central para
la postura que representan una radicalización que
permita la emergencia y articulación de nuevos
sujetos políticos mas allá del antagonismo
esencialista planteado por la filosofía política
tradicional.
El texto presenta los principales elementos para
definir una Nueva Izquierda.

L a reacción conservadora tiene, pues, un carácter claramente


hegemónico. Ella intenta transformar profundamente los términos del
discurso político, y crear una nueva «definición de la realidad», que bajo la
cobertura de la defensa de la «libertad individual» legitime las
desigualdades y restaure las relaciones jerárquicas que las dos décadas
anteriores habían quebrantado. Lo que aquí está en juego es, en verdad, la
creación de un nuevo bloque histórico. Tornado ideología orgánica, el
liberal–conservadurismo construiría una nueva articulación hegemónica a
través de un sistema de equivalencias que unificaría múltiples posiciones
de sujeto en torno a una definición individualista de sus derechos y a una
concepción negativa de su libertad. Nos enfrentamos, pues, nuevamente,
con el desplazamiento de la frontera de lo social. Una serie de posiciones
de sujeto que eran aceptadas como diferencias legítimas en la formación
hegemónica correspondiente al Welfare State, son expulsadas del campo
de la positividad social y construidas como negatividad —los parásitos de
la seguridad social (los «scroungers» de mrs. Thatcher); la ineficacia
ligada a los privilegios sindicales y a las subvenciones estatales; etcétera.
Está claro, por tanto, que una alternativa de izquierda sólo puede
consistir en la construcción de un sistema de equivalencias distintas, que
establezca la división social sobre una base diferente. Frente al proyecto de
reconstrucción de una sociedad jerárquica, la alternativa de la izquierda
debe consistir en ubicarse plenamente en el campo de la revolución
democrática y expandir las cadenas de equivalencias entre las distintas
luchas contra la opresión. Desde esta perspectiva es evidente que no se
trata de romper con la ideología liberal– democrática sino al contrario, de
profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer
romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo. La
tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la
ideología liberal–democrática sino al contrario, en profundizarla y
expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural. Las
dimensiones de esta tarea las explicaremos en las próximas páginas pero,
en todo caso, su misma posibilidad se funda en el hecho de que el sentido
de los discursos liberales acerca de los derechos del individuo no está
definitivamente fijado; del mismo modo que esta no fijación permite su
articulación con elementos del discurso conservador, permite también
formas de articulación y redefinición diferentes que acentúen el momento
democrático. Es decir, que como cualquier otro elemento social, los
elementos integrantes del discurso liberal no aparecen nunca cristalizados,
y pueden ser el campo de una lucha hegemónica. No es en el abandono del
terreno democrático sino, al contrario, en la extensión del campo de las
luchas democráticas al conjunto de la sociedad civil y del Estado, donde
reside la posibilidad de una estrategia hegemónica de la izquierda. Es sin
embargo importante entender la radical extensión de los cambios que son
necesarios en el imaginario político de la izquierda, si se quiere llegar a
fundar una práctica política plenamente instalada en el campo de la
revolución democrática, y consciente de la profundidad y variedad de las
articulaciones hegemónicas que la coyuntura actual requiere. El obstáculo
fundamental en esta tarea es el que hemos venido registrando desde el
comienzo de este libro: el apriorismo esencialista, la convicción de que lo
social se sutura en algún punto a partir del cual es posible fijar el sentido
de todo evento, independientemente de cualquier práctica articulatoria.
Esto ha conducido a una incomprensión del desplazamiento constante de
los puntos nodales que estructuran a una formación social, y a la
organización del discurso de la izquierda en términos de una lógica de
«puntos privilegiados apriorísticos», que limita seriamente su capacidad de
acción y análisis político. Esta lógica de los puntos privilegiados ha
operado en una variedad de direcciones. Desde el punto de vista de la
determinación de los antagonismos fundamentales, el obstáculo básico ha
sido, según vimos, el clasismo ; es decir, la idea de que la clase obrera
.

representa el agente privilegiado en el que reside el impulso fundamental


del cambio social —sin ver que la propia orientación de la clase obrera
depende de un balance político de fuerzas y de la radicalización de una
pluralidad de luchas democráticas que se deciden en buena parte fuera de
la propia clase. Desde el punto de vista de los niveles sociales en los que se
concentra la posibilidad de implementar cambios, los obstáculos
fundamentales han sido el estatismo —la idea de que la expansión del
papel del Estado es la panacea para todos los problemas; y el
economicismo (especialmente en su versión tecnocrática) —la idea de que
de una estrategia económica exitosa se sigue necesariamente una
continuidad de efectos políticos claramente especificables.
Pero si buscamos el núcleo último de esta fijación esencialista, lo
encontraremos en el punto nodal fundamental que ha galvanizado la
imaginación política de la izquierda: el concepto clásico de «revolución»,
calcado sobre el molde jacobino. Desde luego que no habría nada que
objetar al concepto de «revolución» si por tal se entendiera la
sobredeterminación de un conjunto de luchas en un punto de ruptura
político, del cual se seguiría una variedad de efectos esparcidos sobre el
conjunto del tejido social. Si se tratara tan sólo de esto, es indudable que
en numerosos casos el derrocamiento de un régimen represivo es la
condición de todo avance democrático. Pero el concepto clásico de
revolución implicaba mucho más que esto: implicaba el carácter
fundacional del hecho revolucionario, la institución de un punto de
concentración del poder a partir del cual la sociedad podía ser reorganizada
«racionalmente». Esta es la perspectiva que es incompatible con la
pluralidad y la apertura que requiere una democracia radicalizada.
Nuevamente, radicalizando ciertos conceptos de Gramsci encontramos los
instrumentos teóricos que nos permiten redimensionar al mismo hecho
revolucionario. El concepto de «guerra de posición» implica precisamente
la afirmación del carácter procesual de toda transformación radical —el
hecho revolucionario es, simplemente, un momento interno de ese proceso.
Multiplicar los espacios políticos e impedir que el poder sea concentrado
en un punto son, pues, precondiciones de toda transformación realmente
democrática de la sociedad. La clásica concepción del socialismo suponía
que la desaparición de la propiedad privada de los medios de producción
generaría una serie de efectos en cadena que, a lo largo de todo un período
histórico, conducirían a la extinción de toda forma de subordinación. Hoy
sabemos que esto no es así. No hay vínculos esenciales y paradigmáticos
que unan a los distintos componentes del programa clásico del socialismo.
No hay, por ejemplo, vínculos necesarios entre antisexismo y
anticapitalismo, y la unidad entre ambos sólo puede ser el resultado de una
articulación hegemónica. Por consiguiente, sólo es posible construir esta
articulación a partir de luchas separadas, que sólo ejercen sus efectos
equivalenciales y sobredeterminantes en ciertas esferas de lo social. Esto
requiere la automatización de las esferas de lucha y la multiplicación de
los espacios políticos, y es incompatible con la concentración de poder y
saber que el jacobinismo clásico y sus diversas variantes socialistas
suponen. Bien entendido, todo proyecto de democracia radicalizada
supone una dimensión socialista, ya que es necesario poner fin a las
relaciones capitalistas de producción que están en la base de numerosas
relaciones de subordinación; pero el socialismo es uno de los componentes
de un proyecto de democracia radicalizada y no a la inversa. Por eso
mismo, cuando se habla de socialización de los medios de producción
como de un elemento en la estrategia de una democracia radicalizada y
plural, es preciso insistir en que esto no puede significar tan sólo la
autogestión obrera, pues de lo que se trata es de una verdadera
participación de todos los sujetos a quienes interesan las decisiones acerca
de lo que va a ser producido, de cómo va a ser producido y de las formas
de distribución del producto. Es sólo en tales condiciones que puede tener
lugar una apropiación social de la producción. Reducir la cuestión a un
problema de autogestión obrera es ignorar que los «intereses» obreros
pueden ser construidos y articulados de tal modo que no tengan en cuenta
las reivindicaciones ecológicas o de otros grupos que, sin ser productores,
son afectados por las decisiones que se adoptan en el campo de la
producción1.
Los límites que la perspectiva tradicional de la izquierda ha
encontrado en la formulación de una política hegemónica se ubican, por
consiguiente, en el intento de determinar a priori agentes del cambio,
1
niveles de efectividad en el campo de lo social, y puntos y momentos de
ruptura privilegiados. Todos estos obstáculos se fundan en un núcleo
común, que es la negativa a abandonar el supuesto de una sociedad
suturada. Una vez que se abandona ese supuesto surge, sin embargo, todo
un conjunto de nuevos problemas que ahora debemos pasar a encarar.
Estos pueden resumirse en tres cuestiones que abordaremos
sucesivamente: 1) ¿Cómo determinar las superficies de emergencia y las
formas de articulación de los antagonismos que debe abarcar un proyecto
de democracia radicalizada? 2) ¿En qué medida el pluralismo propio de
una democracia radicalizada es compatible con los efectos de equivalencia
que, según vimos, son característicos de toda articulación hegemónica? 3)
¿Hasta qué punto la lógica implícita en los desplazamientos del imaginario
democrático son suficientes para definir un proyecto hegemónico.?
Respecto al primer punto, es evidente que, en la medida en que
hemos cuestionado el apriorismo implícito en una topografía de lo social,
es también imposible definir a priori las superficies de constitución de los
antagonismos. Es por eso que, si hay políticas de izquierda que resultan
concebibles y especificables en ciertos contextos, no hay una política de
izquierda cuyos contenidos sean determinables al margen de toda
referencia contextual. Es por eso que todas las tentativas de proceder a esta
determinación a priori han tenido que revelarse unilaterales y arbitrarias, y
sin validez en un gran número de circunstancias. La explosión de la
unicidad de sentido de lo político que está ligada a los fenómenos del
desarrollo desigual y combinado, disuelve toda posibilidad de fijación del
significado en términos de una divisoria entre izquierda y derecha.
Tratemos de definir un contenido último de la izquierda que subyacería a
todos los contextos en que el término ha sido usado: nunca encontraremos
uno que no presente excepciones. Estamos exactamente en el campo de los
juegos de lenguaje de Wittgenstein: a lo más que podemos acercarnos es a
encontrar «family ressemblances». Demos algunos ejemplos. En años
recientes se ha hablado mucho de la necesidad de profundizar la línea de
separación entre Estado y sociedad civil. No es difícil advertir, sin
embargo, que esta propuesta no proporciona a la izquierda ninguna teoría
de la superficie de emergencia de los antagonismos, generalizable más allá
de un limitado número de situaciones. Ello parecería implicar que toda
forma de dominación se encarna en el Estado. Pero es claro que la
sociedad civil también es la sede de numerosas relaciones de opresión y,
por consiguiente, de antagonismos y luchas democráticas. Teorías tales
como la de los «aparatos ideológicos del Estado» de Althusser intentaban,
de modo más o menos confuso, crear un marco teórico que hiciera posible
reflexionar sobre estos fenómenos de desplazamiento del campo de la
dominación. En el caso de la lucha feminista, el Estado es un medio
importante de hacer avanzar, a menudo contra la sociedad civil, una
legislación que combata al sexismo. En numerosos países subdesarrollados
la expansión de las funciones del Estado central es un medio de establecer
una frontera en la lucha contra formas extremas de explotación por parte
de oligarquías terratenientes. Por lo demás, el Estado no es un medio
homogéneo, separado por un foso de la sociedad civil, sino un conjunto
dispar de ramas y funciones sólo relativamente integrado por las prácticas
hegemónicas que tienen lugar en su interior. Sobre todo, no debe olvidarse
que el Estado puede ser la sede de numerosos antagonismos democráticos,
en la medida en que un conjunto de funciones en su seno —profesionales o
técnicas, por ejemplo— pueden entrar en relaciones antagónicas con
centros de poder que, dentro del mismo Estado, intentan coartarlas y
deformarlas. Todo esto no quiere decir, desde luego, que en ciertos casos
la división entre Estados y sociedad civil no pueda constituir la línea
política fundamental de demarcación —esto es lo que ocurre cuando el
Estado se ha transformado en una excrecencia burocrática impuesta por la
fuerza al resto de la sociedad, como en el caso de Europa del Este; o en el
caso de la Nicaragua de los Somoza, en que se trataba de una dictadura
sostenida por un aparato militar. Pero, en todo caso, es claro que es
imposible señalar a priori al Estado o a la sociedad civil como la
superficie de emergencia de los antagonismos democráticos. Otro tanto
puede decirse cuando se trata de determinar el carácter positivo o negativo,
desde el punto de vista de una política de izquierda, de ciertas formas
organizativas. Consideremos, por ejemplo, la forma «partido». El partido
como institución política puede, en ciertas circunstancias, ser una instancia
de cristalización burocrática que frene a los movimientos de masas; pero
en otras, puede ser el organizador de masas dispersas y políticamente
vírgenes, y constituirse, por tanto, en instrumento de expansión y
profundización de las luchas democráticas. El punto importante es que, en
la medida en que ha desaparecido el campo de la «sociedad en general » .

como marco válido del análisis político, ha desaparecido también la


posibilidad de establecer una teoría general de la política sobre la base de
categorías topográficas —es decir, de categorías que fijen de modo
permanente el sentido de ciertos contenidos en tanto que diferencias
localizables en el seno de un complejo relacional.
La conclusión que se desprende de este análisis es que es imposible
especificar a priori superficies de emergencia de los antagonismos, ya que
no hay superficie que no esté constantemente subvertida por los efectos
sobredeterminantes de otras, y porque hay, por consiguiente, un constante
desplazamiento de las lógicas sociales características de unas esferas hacia
otras esferas. Este es, entre otras cosas, el efecto de demostración que
hemos visto operar en el caso de la revolución democrática. Una lucha
democrática puede autonomizar un cierto espacio dentro del cual se
desenvuelve, y producir efectos de equivalencia con otras luchas en un
espacio político distinto. Es a esta pluralidad de lo social a la que se liga el
proyecto de una democracia radical, y su posibilidad emana directamente
del carácter descentrado de los agentes sociales, de la pluralidad discursiva
que los constituye como sujetos, a la vez que de los desplazamientos que
tienen lugar en el seno de esa pluralidad. Las formas originarias del
pensamiento democrático estuvieron ligadas a una concepción positiva y
unificada de la naturaleza humana, y, en tal medida, tendieron a constituir
un espacio único en el que dicha naturaleza había de manifestar los efectos
de su radical libertad e igualdad: fue así que se constituyó un espacio
público ligado a la idea de ciudadanía. La distinción público/privado
constituyó la separación entre un espacio en el que las diferencias se
borraban a través de la equivalencia universal de los ciudadanos, y una
pluralidad de espacios privados en los que se mantenía la plena vigencia de
las mismas. Es en este punto que la sobredeterminación de efectos ligada a
la revolución democrática comienza a desplazar la línea demarcatoria entre
lo público y lo privado, y a politizar las relaciones sociales; es decir, a
multiplicar los espacios en los que las nuevas lógicas de la equivalencia
disuelven la positividad diferencial de lo social: éste es el largo proceso
que abarca desde las luchas obreras del siglo XIX hasta las luchas de las
mujeres, de las diversas minorías raciales y sexuales, de los diversos
grupos marginales y de las nuevas luchas antiinstitucionales en el presente
siglo. De tal modo, lo que ha estallado es la idea y la realidad misma de un
espacio único de constitución de lo político. A lo que estamos asistiendo es
a una politización mucho más radical que nada que hayamos conocido en
el pasado, porque ella tiende a disolver la distinción entre lo público y lo
privado, no en términos de una invasión de lo privado por un espacio
público unificado, sino en términos de una proliferación de espacios
políticos radicalmente nuevos y diferentes. Estamos, pues, enfrentados a la
emergencia de un pluralismo de los sujetos, cuyas formas de constitución y
diversidad sólo es posible pensar si se deja atrás la categoría de «sujeto»
como esencia unificada y unificante.
Esta pluralidad de lo político, sin embargo, ¿no estaría en
contradicción con la unificación resultante de los efectos equivalenciales
que, como sabemos, son condición de los antagonismos? O, en otros
términos, ¿no habría incompatibilidad entre la proliferación de espacios
políticos propia de una democracia radicalizada y la construcción de
identidades colectivas sobre la base de la lógica de la equivalencia?
Nuevamente, nos enfrentamos aquí con la aparente dicotomía autonomía–
hegemonía a la que ya nos refiriéramos en el capítulo anterior, y a la que
ahora debemos considerar en sus efectos e implicaciones políticas.
Consideraremos la cuestión desde dos perspectivas: a) desde el punto de
vista del terreno en el que la dicotomía puede presentarse como
excluyente; b) desde el punto de vista de la posibilidad y condiciones
históricas de emergencia de ese terreno de exclusión.
Comencemos, pues, planteando la cuestión del terreno de la
incompatibilidad entre efectos equivalenciales y autonomía. Lógica de la
equivalencia en primer término. Ya hemos señalado que, en la medida en
que el antagonismo tiene lugar no sólo en el espacio dicotómico que lo
constituye, sino en el campo de una pluralidad de lo social que desborda
siempre a ese espacio, es sólo saliendo de sí y hegemonizan do elementos
externos, que se consolida la identidad de los dos polos del antagonismo.
El afianzamiento de luchas democráticas específicas requiere, por tanto, la
expansión de cadenas de equivalencia que abarquen a otras luchas. La
articulación equivalencial entre antirracismo, antisexismo y
anticapitalismo, por ejemplo, requiere una construcción hegemónica que,
en ciertas condiciones, puede ser condición de consolidación de cada una
de estas luchas. La lógica de la equivalencia, por tanto, llevada a sus
últimos extremos, implicaría la disolución de la autonomía de los espacios
en los que cada una de estas luchas se constituye no necesariamente
porque algunas de ellas pasarán a estar subordinadas a las otras, sino
porque todas ellas habrían, en rigor, llegado a ser símbolos equivalentes de
una lucha única e indivisible. El antagonismo habría logrado así las
condiciones de una transparencia total, en la medida en que habría
eliminado todo desnivel y habría disuelto la especificidad diferencial de
los espacios de constitución de cada una de las luchas democráticas.
Lógica de la autonomía, en segundo término. Cada una de estas luchas
mantiene su especificidad diferencial respecto a las otras. Los espacios
políticos en los que cada una de ellas se constituye son distintos e
incomunicables. Pero es fácil advertir que esta lógica aparentemente
libertaria, sólo se sostiene sobre la base de un nuevo cierre. Porque si cada
lucha transforma al momento de su especificidad en un principio idéntico
absoluto, el conjunto de estas luchas sólo puede ser concebido como
sistema absoluto de diferencias, y este sistema sólo es pensable como
totalidad cerrada. Es decir, que la transparencia de lo social ha sido
simplemente transferida de la unicidad e inteligibilidad de un sistema de
equivalencia, a la unicidad e inteligibilidad de un sistema de diferencias.
Pero en ambos casos se trata de discursos que tratan de dominar, a través
de sus categorías, a lo social como totalidad. En ambos casos el momento
de la totalidad, por tanto, deja de ser un horizonte y pasa a ser un
fundamento. Es solamente en este espacio racional y homogéneo que la
lógica de la equivalencia y la lógica de la autonomía son contradictorias,
porque es sólo en él que las identidades sociales se presentan como ya
adquiridas y fijas, y es sólo en él, por tanto, que dos lógicas sociales
últimamente contradictorias encuentran un terreno en el que estos efectos
últimos pueden desarrollarse plenamente. Pero como, por definición, este
momento último nunca llega, la incompatibilidad entre equivalencia y
autonomía desaparece. El estatus de ambas cambia: ya no se trata de
fundamentos del orden social sino de lógicas sociales, que intervienen en
grados diversos en la constitución de toda identidad social y que limitan
parcialmente sus mutuos efectos. De aquí podemos deducir una
precondición básica para una concepción radicalmente libertaria de la
política: la renuncia a dominar —intelectual o políticamente— todo
presunto «fundamento último» de lo social. Toda concepción que pretenda
basarse en un saber acerca de este fundamento se encuentra, tarde o
temprano, enfrentada a la paradoja rousseauniana, según la cual los
hombres deben ser obligados a ser libres.
Este cambio en el estatus de ciertos conceptos, que transforma en
lógicas sociales a los que antes eran fundamentos, nos permite entender la
variedad de dimensiones en las que una política democrática se basa. Nos
permite, para comenzar, precisar el sentido y los límites de lo que podemos
denominar como «principio de equivalencia democrática». El sentido, por
cuanto resulta claro que el simple desplazamiento del imaginario
igualitario no es suficiente para producir una transformación en la
identidad de los grupos sobre los cuales ese desplazamiento opera. Sobre
la base del principio de igualdad, un grupo corporativamente constituido
puede reclamar sus derechos a la igualdad con otros grupos, pero en la
medida en que las demandas de los diversos grupos son diferentes y, en
muchos casos, incompatibles entre sí, esto no conduce a ninguna
equivalencia real entre las diversas reivindicaciones democráticas. En
todos aquellos casos en que la problemática del individualismo posesivo es
mantenida como matriz de producción de la identidad de los distintos
grupos, este resultado es inevitable. Para que haya una «equivalencia
democrática» es necesario algo distinto: la construcción de un nuevo
«sentido común» que cambie la identidad de los diversos grupos, de modo
tal que las demandas de cada grupo se articulen equivalencialmente con las
de los otros —en palabras de Marx: «que el libre desarrollo de cada uno
sea la condición para el libre desarrollo de todos los demás». O sea, que la
equivalencia es siempre hegemónica en la medida en que no establece
simplemente una «alianza» entre intereses dados, sino que modifica la
propia identidad de las fuerzas intervinientes en dicha alianza. Para que la
defensa de los intereses de los obreros no se haga a costa de los derechos
de las mujeres, de los inmigrantes o de los consumidores, es necesario que
se establezca una equivalencia entre estas diferentes luchas. Es sólo bajo
esta condición que las luchas contra el poder llegan a ser realmente
democráticas, y que la reivindicación de derechos no se lleva a cabo a
partir de una problemática individualista, sino en el contexto del respeto de
los derechos a la igualdad de los otros grupos subordinados. Pero si éste es
el sentido del principio de equivalencia democrática, están también claros
sus límites. Esa equivalencia total nunca existe; toda equivalencia está
penetrada por una precariedad constitutiva, derivada de los desniveles de
lo social. En tal medida, la precariedad de toda equivalencia exige que ella
sea complementada– limitada por la lógica de la autonomía. Es por eso
que la demanda de igualdad no es suficiente; sino que debe ser balanceada
por la demanda de libertad, lo que nos conduce a hablar de democracia
radicalizada y plural. Una democracia radicalizada y no plural sería la que
constituiría un solo espacio de igualdad sobre la base de la vigencia
ilimitada de la lógica de la equivalencia, y no reconocería el momento
irreductible de la pluralidad de espacios. Este principio de la separación de
espacios es la base de la demanda de libertad. Es en él donde reside el
principio del pluralismo, y donde el proyecto de una democracia plural
puede enlazarse con la lógica del liberalismo. No es el liberalismo en
cuanto tal el que debe ser puesto en cuestión, ya que en tanto que principio
ético que defiende la libertad del individuo para realizar sus capacidades
humanas, está hoy día más vigente que nunca. Pero si esta dimensión de
libertad es constitutiva de todo proyecto democrático y emancipatorio, ella
no debe conducirnos, como reacción frente a ciertos excesos «totalistas», a
volver pura y simplemente a la defensa del individualismo «burgués». De
lo que se trata es de la producción de otro individuo, un individuo que ya
no sea más construido a partir de la matriz del individualismo posesivo. La
idea de derechos «naturales» anteriores a la sociedad —y, en verdad, el
conjunto de la falsa dicotomía individuo–sociedad— deben ser
abandonados y sustituidos por otra manera de plantear el problema de los
derechos. No es posible nunca tener derechos individuales definidos de
manera aislada, sino solamente en contextos de relaciones sociales que
definen posiciones determinadas de sujeto. Se tratará siempre, por
consiguiente, de derechos que involucran a otros sujetos que participan de
la misma relación social. Es en este sentido que es preciso entender la
noción de «derechos democráticos», ya que éstos son derechos que sólo
pueden ejercerse colectivamente y que suponen la existencia de derechos
iguales para los otros. Los espacios constitutivos de las diferentes
relaciones sociales pueden variar enormemente, según que se trate de
relaciones de producción, de ciudadanía, de vecindad, de pareja, etc. Las
formas de democracia deberán ser por tanto plurales, en tanto tienen que
adaptarse a los espacios sociales en cuestión —la democracia directa no
puede ser la única forma organizacional, pues sólo se adapta a espacios
sociales reducidos.
Es necesario, pues, ampliar el dominio de ejercicio de los derechos
democráticos más allá del restringido campo tradicional de la
«ciudadanía». En lo que se refiere a la extensión de los derechos
democráticos del dominio «político» clásico al de la economía, por
ejemplo, éste es el terreno principal de la lucha específicamente
anticapitalista. Frente a los sustentadores del liberalismo económico, que
afirman que la economía es el dominio de lo «privado», sede de derechos
naturales, y que los criterios democráticos no tienen ninguna razón de
aplicarse en él, la teoría socialista defiende por el contrario el derecho del
agente social a la igualdad y a la participación en tanto que productor y no
solamente en tanto que ciudadano. Importantes avances han sido ya
realizados en esta dirección por teóricos de la escuela pluralista como Dahl
y Lindblom2, quienes reconocen que hablar de la economía como dominio
de lo privado en la era de las corporaciones multinacionales carece de
sentido; y que es por tanto necesario aceptar ciertas formas de
participación obrera en la gestión de las empresas. Nuestra perspectiva es
ciertamente muy distinta, pues es la idea misma de que pueda haber un
dominio natural de lo «privado» lo que ponemos en cuestión. Las
distinciones público–privado, sociedad civil–sociedad política, son tan
sólo el resultado de un cierto tipo de articulación hegemónica, y sus límites
varían según las relaciones de fuerza en cada momento dado. Por ejemplo,
es claro que el discurso neoconservador se esfuerza hoy día por restringir
el dominio de lo político y por reafirmar el campo de lo privado frente a la
reducción a que éste ha sido sometido en décadas recientes bajo el impacto
de las diferentes luchas democráticas.
Retomemos en este punto nuestro argumento acerca de la limitación
mutua y necesaria entre equivalencia y autonomía. La concepción de una
pluralidad de espacios políticos es incompatible con la lógica de la
equivalencia sólo en el supuesto de un sistema cerrado. Pero una vez
abandonado ese supuesto, no es posible derivar de la proliferación de
espacios y de la indeterminación última de lo social, la imposibilidad de
que una sociedad pueda significarse —y por tanto pensarse a sí misma—
como totalidad; o la incompatibilidad de este momento totalizante con el
proyecto de una democracia radicalizada. La construcción de un espacio
político de efectos equivalenciales no sólo no es incompatible, sino que en
muchos casos es un requerimiento de la lucha democrática. La
construcción de una cadena de equivalencias democráticas frente a la
ofensiva neoconservadora es, por ejemplo, una de las condiciones de la
lucha hegemónica de la izquierda en las circunstancias actuales. La
incompatibilidad, por tanto, no reside en la equivalencia en tanto lógica
social. Ella sólo surge a partir del momento en que ese espacio de
equivalencias deja de ser considerado como un espacio político entre otros
y pasa a ser concebido como centro, que subordina y organiza a todos los
otros espacios. Es decir, solamente en aquel caso en que no sólo hay
construcción de equivalencias a cierto nivel de lo social, sino también
transformación de ese nivel en principio unificador, que reduce los otros a
momentos diferenciales internos a sí mismo. Vemos, pues, que,
paradójicamente, es la misma lógica de la apertura y de la subversión
democrática de las diferencias la que crea, en las sociedades presentes, la
posibilidad de un cierre mucho más radical que en el pasado: en la medida
en que la resistencia de los sistemas tradicionales de diferencias es
quebrantada, en que la indeterminación y la ambigüedad torna a más
elementos sociales en «significantes flotantes», surge la posibilidad de un
intento de instituir un centro que elimine radicalmente la lógica de la
autonomía y reconstituya en torno a sí la totalidad del cuerpo social. Si en
el siglo XIX los límites de todo intento de democracia radicalizada se
encontraban en la supervivencia de antiguas formas de subordinación en
amplias áreas de las relaciones sociales, en el presente esos límites están
dados por una posibilidad nueva que surge en el terreno mismo de la
democracia: la lógica totalitaria.
Claude Lefort ha mostrado de qué modo la «revolución
democrática», como terreno nuevo que supone una mutación profunda a
nivel simbólico, ha implicado una nueva forma de institución de lo social.
En las sociedades anteriores, organizadas según una lógica teológico–
política, el poder estaba incorporado a la persona del príncipe, que era el
representante de Dios —es decir, de la soberana justicia y la soberana
razón—. La sociedad era pensada como un cuerpo, la jerarquía de cuyos
miembros reposaba sobre un principio de orden incondicionado. Según
Lefort, la diferencia radical que introduce la sociedad democrática es que
el sitio del poder pasa a ser un lugar vacío y que desaparece la referencia a
un garante trascendente y, con él, la representación de una unidad
sustancial de la sociedad. En consecuencia, hay una escisión entre la
instancia del poder, la del saber y la de la ley, y sus fundamentos no están
ya más asegurados. Se abre así la posibilidad de una interrogación sin fin:
«ninguna ley que pueda ser fijada, cuyos enunciados no sean contestables,
los fundamentos susceptibles de ser puestos en cuestión; en fin, ninguna
representación de un centro de la sociedad: la unidad ya no sabría borrar la
división social. La democracia inaugura la experiencia de una sociedad
inaprehensible, incontrolable, en la que el pueblo será proclamado
soberano, pero en la que su identidad nunca será dada definitivamente,
sino que permanecerá latente»3. Es en este contexto que, según Lefort, es
preciso entender la posibilidad de emergencia del totalitarismo, que
consiste en intentar restablecer la unidad que la democracia ha quebrado
entre el lugar del poder, de la ley y del saber. Una vez que a través de la
revolución democrática han sido abolidas todas las referencias a potencias
extrasociales, puede surgir un poder puramente social que se presentará
como total y que extraerá tan sólo de sí mismo el principio de la ley y el
principio del saber. Con el totalitarismo, en lugar de designar un sitio
vacío, el poder pretende materializarse en un órgano que se supone
representante del pueblo UNO. ES bajo el pretexto de realizar la unidad del
pueblo que se instala la denegación de la división social que había sido
hecha visible por la lógica democrática. Una tal denegación constituye el
centro de la lógica totalitaria, y ella se efectúa en un doble movimiento: «la
anulación de los signos de la división del Estado y de la sociedad, y de los
de la división social interna. Ellos implican una anulación de la
diferenciación de instancias que rigen la constitución de la sociedad
política. No hay más criterios últimos de la ley ni criterios últimos del
conocimiento que estén sustraídos al poder»4.
Examinados a la luz de nuestra problemática, es posible vincular
estos análisis a lo que hemos caracterizado como el campo de las prácticas
hegemónicas. Es porque no hay más fundamentos asegurados a partir de
un orden trascendente, porque no hay más centro que aglutine al poder, a
la ley y al saber, por lo que resultará posible y necesario unificar ciertos
espacios políticos a través de articulaciones hegemónicas. Pero estas
articulaciones serán siempre parciales y sometidas a la contestación,
puesto que ya no hay garante supremo. Toda tentativa por establecer una
sutura definitiva y negar el carácter radicalmente abierto de lo social que
instituye la lógica democrática, conduce a lo que Lefort designa como
«totalitarismo», es decir, a una lógica de construcción de lo político que
consiste en instaurar un punto a partir del cual la sociedad pueda ser
perfectamente dominada y cognoscible. Que ésta es una lógica política y
no un tipo de organización social lo prueba el hecho de que no puede ser
adscrita a una orientación política definida: ella puede ser el resultado de
una política de «izquierda», según la cual todo antagonismo puede ser
eliminado y la sociedad tornada completamente transparente, o bien el
resultado de una fijación autoritaria del orden social en las jerarquías
establecidas por el Estado, como en el caso del fascismo. Pero en ambos
casos el Estado se erige en el solo detentador de la verdad del orden social,
ya sea en nombre del proletariado o de la nación, y pretende controlar todo
el tejido de la sociabilidad. Frente a la indeterminación radical que abre la
democracia, se trata de una tentativa por reimponer un centro absoluto, por
restablecer el cierre que habrá de restaurar la unidad.
Pero si es cierto que uno de los peligros que amenazan a la
democracia es la tentativa totalitaria de querer sobrepasar el carácter
constitutivo del antagonismo y negar la pluralidad para restaurar la unidad,
ella corre también otro peligro que es el exactamente opuesto. Este
consiste en la ausencia de toda referencia a esa unidad que, si bien es
imposible, es, sin embargo, un horizonte necesario para impedir que, en
ausencia de toda articulación entre las relaciones sociales, se asista a una
implosión de lo social, a una ausencia de todo punto de referencia común.
Esta disolución del tejido social causada por la destrucción del cuadro
simbólico es otra forma de desaparición de la política. A diferencia del
peligro totalitario, que impone articulaciones inmutables de manera
autoritaria, se trata en este caso de la ausencia de articulaciones que
permiten establecer significaciones comunes a los diferentes sujetos
sociales. Entre la lógica de la completa identidad y la de la pura diferencia,
la experiencia de la democracia debe consistir en el reconocimiento de la
multiplicidad de las lógicas sociales tanto como en la necesidad de su
articulación. Pero esta última debe ser constantemente recreada y
renegociada, y no hay punto final en el que el equilibrio sea
definitivamente alcanzado.
Esto nos conduce a nuestra tercera cuestión, la de la relación entre
lógica democrática y proyecto hegemónico. Resulta evidente de todo lo
que hemos dicho hasta ahora que la lógica democrática no puede ser
suficiente para la formulación de ningún proyecto hegemónico. Y esto
porque la lógica democrática es, simplemente, el desplazamiento
equivalencial del imaginario igualitario a relaciones sociales cada vez más
amplias y, en tal sentido, es tan sólo una lógica de la eliminación de las
relaciones de subordinación y de las desigualdades. La lógica democrática
no es una lógica de la positividad de lo social, y es incapaz por tanto de
fundar ningún punto nodal en torno al cual el tejido social pueda ser
reconstituido. Pero si el momento subversivo de la lógica democrática y el
momento positivo de la institución de lo social ya no son unificados por
ningún fundamento antropológico que los transforme en el anverso y el
reverso de un proceso único, resulta claro que toda posible forma de
unidad entre ambos es contingente, y es ella misma por consiguiente el
resultado de un proceso de articulación. En tal sentido, ningún proyecto
hegemónico puede basarse exclusivamente en una lógica democrática, sino
que también debe consistir en un conjunto de propuestas para la
organización positiva de lo social. Si las demandas de un grupo
subordinado se presentan como demandas puramente negativas y
subversivas de un cierto orden, sin estar ligadas a ningún proyecto viable
de reconstrucción de áreas sociales específicas, su capacidad de actuar
hegemónicamente estará excluida desde un comienzo. Es la diferencia
existente entre lo que podría llamarse una «estrategia de oposición» y una
«estrategia de construcción de un nuevo orden». En el caso del primero, el
elemento de la negación de un cierto orden social o político predomina,
pero este elemento de negatividad no va acompañado de ningún intento
real de instituir puntos nodales diferentes, desde los cuales pueda
procederse a una reconstitución positiva distinta del tejido social —con lo
que la estrategia queda relegada a la marginalidad. Este es el caso de las
distintas políticas de enclave, ya ideológicas, ya corporativas. En el caso
de la estrategia de construcción de un nuevo orden, por el contrario, el
elemento de la positividad social predomina, pero por esto mismo existe
un balance inestable y una tensión constante con la lógica subversiva de la
democracia. Una situación de hegemonía sería aquélla en la que la gestión
de la positividad de lo social y la articulación de las diversas demandas
democráticas han llegado a un máximo de integración —la situación
opuesta, en la que la negatividad social disgrega todo sistema estable de
diferencias, correspondería a una crisis orgánica. Esto nos permite ver en
qué sentido podemos hablar del proyecto de una democracia radicalizada
como alternativa para la izquierda. Este no puede consistir en la
afirmación, desde posiciones marginales, de un conjunto de demandas
antisistema, sino que debe por el contrario fundarse en la búsqueda del
punto de equilibrio entre un máximo de avance de la revolución
democrática en una amplia variedad de esferas, y la capacidad de dirección
hegemónica y reconstrucción positiva de esas esferas por parte de los
grupos subordinados.
Toda posición hegemónica se funda, por tanto, en un equilibrio
inestable: se construye a partir de la negatividad, pero sólo se consolida en
la medida en que logra constituir la positividad de lo social. Estos dos
momentos no se articulan teóricamente: dibujan el espacio de una tensión
contradictoria que constituye la especificidad de las diversas coyunturas
políticas. (Según vimos antes, el carácter contradictorio de estos dos
momentos no implica una contradicción en nuestro argumento, ya que,
desde un punto de vista lógico, es perfectamente posible la coexistencia de
dos lógicas sociales distintas y contradictorias, que existen bajo la forma
de limitación mutua de sus efectos). Pero si esta pluralidad de lógicas
sociales es la propia de una tensión, requiere también una pluralidad de
espacios en los que ellas se constituyan. En el caso de la estrategia de
construcción de un nuevo orden, los cambios en la positividad social que
es posible introducir dependerán no sólo del carácter más o menos
democrático de las fuerzas que sustentan a esa estrategia, sino también de
un conjunto de límites estructurales establecidos por otras lógicas —al
nivel de los aparatos del Estado, de la economía, etc. Aquí es importante
no caer en las distintas formas de utopismo, que pretenden ignorar la
variedad de espacios que constituyen esos límites estructurales; o de
apoliticismo, que reniegan del campo tradicional de la política en razón del
carácter limitado de los cambios que es posible implementar a partir del
mismo. Pero también es de la mayor importancia no pretender limitar el
campo de la política a la gestión de la positividad social y aceptar tan sólo
los cambios que es posible implementar en el presente, rechazando toda
carga de negatividad que exceda a los mismos. En años recientes se ha
hablado con frecuencia, por ejemplo, de la necesidad de una «laicización
de la política». Si por tal se entiende la crítica al esencialismo del
pensamiento tradicional de la izquierda, que procedía con categorías
absolutas del tipo de «el Partido», «la Clase», «la Revolución», no
tendríamos divergencias. Pero con frecuencia se ha entendido por dicha
laicización algo muy distinto: la expulsión total de la utopía del campo de
la política. Ahora bien, sin «utopía», sin posibilidad de negar a un cierto
orden más allá de lo que es posible cuestionarlo en los hechos, no hay
posibilidad alguna de constitución de un imaginario radical–democrático o
de ningún otro tipo. La presencia de este imaginario como conjunto de
significaciones simbólicas que totalizan en tanto negatividad un cierto
orden social, es absolutamente necesaria para la constitución de todo
pensamiento de izquierda. Que las formas hegemónicas de la política
suponen siempre un equilibrio inestable entre este imaginario y la gestión
de la positividad social, ya lo hemos indicado; pero esta tensión, que es
una de las formas en las que se muestra la imposibilidad de una sociedad
transparente, debe ser afirmada y defendida. Toda política democrática
radical debe evitar los dos extremos representados por el mito totalitario de
la Ciudad Ideal, o el pragmatismo positivista de los reformistas sin
proyecto.
Este momento de tensión, de apertura, que da a lo social su carácter
esencialmente incompleto y precario, es lo que debe proponerse
institucionalizar todo proyecto de democracia radicalizada. La
diversificación y complejización institucional que caracteriza a una
sociedad democrática debe ser concebida de manera muy diferente de la
diversidad de funciones propia de un sistema burocrático complejo. En
este último se trata siempre y exclusivamente de la gestión de lo social
como positividad, y toda diversificación se da, por consiguiente, en el seno
de una racionalidad que domina al conjunto de las esferas y funciones. La
concepción hegeliana de la burocracia como clase universal es la perfecta
cristalización teórica de esta perspectiva. Ella ha sido transferida al plano
sociológico en la medida en que la diversificación de niveles al interior de
lo social —siguiendo una pauta funcionalista, estructuralista, o cualquier
otra similar— es ligada a una concepción de cada uno de estos niveles
como momentos de una totalidad inteligible que los domina y les da su
sentido. Pero en el caso del pluralismo propio de una democracia
radicalizada la diversificación se ha transformado en una diversidad,
puesto que cada uno de estos elementos y niveles diversos ya no es la
expresión de ninguna totalidad que los trascienda. La multiplicación de
espacios y la diversificación institucional que la acompaña no consisten ya
en un despliegue racional de funciones, ni obedecen a una lógica
subterránea que constituiría el principio racional de todo cambio, sino que
expresan exactamente lo contrario: a través del carácter irreductible de esta
diversidad y pluralidad, la sociedad construye la imagen y gestión de su
propia imposibilidad. La transacción, el carácter precario de todo arreglo,
el antagonismo, son los hechos primarios, y es sólo en el interior de esta
inestabilidad que el momento de la positividad y su gestión tienen lugar.
Hacer avanzar un proyecto de democracia radicalizada significa, por tanto,
hacer retirarse progresivamente al horizonte de lo social el mito de la
sociedad racional y transparente. Esta pasa a ser un «no–lugar», el símbolo
de su propia imposibilidad.
Pero, por eso mismo, se borra también la posibilidad de un discurso
unificado de la izquierda. Si las varias posiciones de sujeto, si los diversos
antagonismos y puntos de ruptura, constituyen una diversidad y no una
diversificación, es evidente que no pueden tampoco ser reconducidos a un
punto a partir del cual todos ellos podrían ser abarcados y explicados por
un discurso único. La discontinuidad discursiva pasa, pues, a ser primaria
y constitutiva. El discurso de la democracia radicalizada ya no es más el
discurso de lo universal; se ha borrado el lugar epistemológico desde el
cual hablaban las clases y sujetos «universales», y ha sido sustituido por
una polifonía de voces, cada una de las cuales construye su propia e
irreductible identidad discursiva. Este punto es decisivo: no hay
democracia radicalizada y plural sin renuncia al discurso de lo universal y
al supuesto implícito en el mismo —la existencia de un punto privilegiado
de acceso a «la verdad», que sería asequible tan sólo a un número limitado
de sujetos. En términos políticos esto significa que, así como no hay
superficies privilegiadas a priori de emergencia de los antagonismos,
tampoco hay regiones discursivas que el programa de una democracia
radical deba excluir a priori como esferas posibles de lucha. Las
instituciones jurídicas, el sistema educativo, las relaciones laborales, los
discursos de la resistencia de las poblaciones marginales, construyen
formas originales e irreductibles de protesta social y, en tal medida,
aportan toda la complejidad y riqueza discursivas sobre la cual el
programa de una democracia radicalizada debe fundarse. El discurso
clásico del socialismo era de tipo muy distinto: era un discurso de lo
universal, que transformaba a ciertas categorías sociales en depositarías de
privilegios epistemológicos y políticos; era un discurso aprioristico acerca
de los niveles diferenciales de efectividad en el seno de lo social —y en tal
medida reducía el campo de las superficies discursivas en las que
consideraba que era posible y legítimo operar; era, finalmente, un discurso
acerca de los puntos privilegiados de desencadenamiento de los cambios
históricos —la Revolución, o la Huelga General, o la «evolución» como
categoría unificante del carácter acumulativo e irreversible de los avances
parciales. Todo proyecto de democracia radicalizada incluye
necesariamente, según dijimos, la dimensión socialista —es decir, la
abolición de las relaciones capitalistas de producción—; pero rechaza la
idea de que de esta abolición se sucede necesariamente la eliminación de
las otras desigualdades. Por consiguiente el descentramiento y autonomía
de los distintos discursos y luchas, la multiplicación de los antagonismos y
la construcción de una pluralidad de espacios dentro de los cuales puedan
afirmarse y desenvolverse, son las condiciones sine qua non de posibilidad
de que los distintos componentes del ideal clásico del socialismo —que
debe, sin duda, ser ampliado y reformulado— puedan ser alcanzados. Y,
según hemos argumentado abundantemente en estas páginas, esta
pluralidad de espacios no niega sino que requiere la sobredeterminación de
sus efectos a ciertos niveles y la consiguiente articulación hegemónica
entre los mismos.
Concluyamos. Este libro ha sido construido en torno a los avatares
del concepto de hegemonía, de la nueva lógica de lo social implícita en el
mismo, y de los «obstáculos epistemológicos» que, de Lenin a Gramsci,
impidieron la comprensión de sus radicales potencialidades teóricas y
políticas. Es solamente cuando el carácter abierto, no suturado, de lo social
es plenamente aceptado; cuando se renuncia al esencialismo tanto de la
totalidad como de los elementos; que estas potencialidades se hacen
plenamente visibles y que la «hegemonía» puede pasar a constituir una
herramienta fundamental para el análisis política de la izquierda. Estas
condiciones surgen originariamente en el campo de lo que hemos
denominado como «revolución democrática», pero sólo son maximizadas
en todos sus efectos deconstructivos en el proyecto de su democracia
radicalizada, es decir, de una forma de la política que no se funde en la
afirmación dogmática de ninguna «esencia de lo social», sino, por el
contrario, en la contingencia y ambigüedad de toda «esencia», en el
carácter constitutivo de la división social y del antagonismo. Afirmación
de un «fundamento» que sólo vive de negar su carácter fundamental; de un
«orden que sólo existe como limitación parcial del desorden; de un
«sentido» que sólo se construye como exceso y paradoja frente al sin
sentido —en otros términos, el campo de la política como espacio de un
juego que no es nunca «suma–cero», porque las reglas y los jugadores no
llegan a ser jamás plenamente explícitos. Este juego, que elude al
concepto, tiene al menos un nombre: hegemonía
Notas
1
Aparte del hecho de que nuestra reflexión está ubicada en una problemática
teórica muy diferente, nuestro énfasis en la necesidad de articular una pluralidad de
formas de democracia correspondientes a una multiplicidad de posiciones de sujeto,
diferencia nuestro enfoque del de los teóricos de la «democracia participatoria», con
los cuales, sin embargo, compartimos muchos puntos importantes. Sobre la
«democracia participatoria», véase C. B. Macpherson, ob. cit., cap. 5; y C. Pateman,
Participation and democratic theory, Cambridge, Inglaterra, 1970.
2
Cf. R. Dahl, Dilemmas of pluralist democracy, New Haven y Londres,
1982; y C. Lindblom, Politics and markets, Nueva York, 1977.
3
C. Lefort, L’invention démocratique, París, 1981, p. 173.
4
Ibid., p. 100.
2.
Michael Lowy y Samuel González

Crisis ecológica y lucha Las distintas crisis que hoy enfrenta


política: la alternativa la humanidad a nivel mundial
resultan de un mismo fenómeno: un
ecosocialista sistema que transforma todo –la
tierra, el agua, el aire que
respiramos, la naturaleza, los seres
humanos- en mercancía; que no
conoce otro criterio que no sea la
expansión de los negocios y la
acumulación de beneficios para unos
cuantos. El ecosocialismo es una
reflexión crítica. Critica la ecología no
anticapitalista, la ecología capitalista
o reformista, que considera posible
reformar el capitalismo, llegar a un
capitalismo “verde” más respetuoso
al medio ambiente. El ecosocialismo
implica tambien una crítica profunda,
una crítica radical de las experiencias
y de las concepciones tecnocráticas,
burocráticas y no ecológicas de
construcción del socialismo.

“Nada ha corrompido tanto a la clase obrera alemana como la idea de que se movía
en el sentido de la corriente. Consideraba los desarrollos tecnológicos como el sentido
de la corriente en el que avanzaba. De ahí no había más que un paso hasta la ilusión
de que el trabajo fabril que supuestamente tendía al progreso tecnológico constituía
un logro político” - Walter Benjamin.

Durante siglos cada sociedad ha desarrollado un complejo y particular entramado de


relaciones con la naturaleza. De entre los distintos vehículos que ha establecido la
humanidad en su relación con la naturaleza, la técnica, sin duda alguna, es una pieza
angular al ser ésta la encargada de delimitar y modelar, a través de instrumentos y
relaciones sociales, la dinámica con la cual cada cuerpo social se apropia y se
relaciona con la naturaleza, y a su vez consigo mismo.

Cada conjunto de relaciones que la humanidad establece con la naturaleza proyecta, a


su vez, cada fracción de las relaciones humanas establecidas en la sociedad. Dentro
de este complejo cosmos, existe igualmente un sistema de ideas, encargado de
justificar la dinámica social, las cuales constituyen una serie de estructuras mentales
que modelan la forma de concebirnos frente a la naturaleza y frente a nosotros
mismos.

En este sentido es que la modernidad inauguraría un curso completamente radical


para construir y conceptualizar dicha relación. La sociedad industrial moderna trataría
de modelar el medio ambiente a imagen y semejanza suya, para lo cual el desarrollo
de la técnica se convertiría en esa promesa efectiva para la realización del paraíso
industrial.

De esta forma, la libertad moderna en la sociedad capitalista fue concebida como


dominación de lo natural en contraposición a las contingencias del ambiente. Para
poder liberarse había que descubrir y dominar a la naturaleza -este ha sido
precisamente el paradigma de la técnica capitalista y lo que tiene como consecuencia
la degeneración de la ciencia que opera bajo los parámetros de la ganancia-.

La subsunción de la modernidad al orden del capital conjuraría las aspiraciones


modernas condenándolas a la lógica de la valorización de valor, a su racionalidad
puramente instrumental. La aspiración moderna de construir nuestra propia historia
quedaría sellada dentro de las promesas formales del Estado, la ciudadanía y la
propiedad, las cuales promoverían una supuesta sociedad democrática en donde todos
seriamos iguales y en donde todos tendríamos el derecho a ser poseedores. Sin
embargo la realidad haría evidente que son las minorías, dueñas del capital, las que
decidirían por las mayorías, evidenciando cómo es que la sociedad capitalista tiene,
como punto de partida para su estructuración al individuo, pero no cualquier individuo
sino aquel que es propietario de los medios de producción.

La sociedad capitalista ha instaurado una dinámica presidida por el deseo de dominar


la naturaleza mediante la técnica, convirtiéndola en una mercancía más que podría
contribuir a de la acumulación privada de capital. En esa medida, la lógica de las
sociedades capitalistas constituye una relación con la naturaleza que expresa la
enajenación del ser humano, extrañado de sí mismo y de la naturaleza, a la cual
enfrenta como externalidad que le repele. El metabolismo naturaleza-humanidad
trascurre así en una dinámica de destrucción y degeneración, de caos y vaciamiento.
Por supuesto esta situación está llegando a su límite.

Las distintas crisis que hoy enfrenta la humanidad a nivel mundial resultan de un
mismo fenómeno: un sistema que transforma todo – la tierra, el agua, el aire que
respiramos, la naturaleza, los seres humanos- en mercancía; que no conoce otro
criterio que no sea la expansión de los negocios y la acumulación de beneficios para
unos cuantos. Sin embargo, este conjunto de crisis son aspectos interrelacionados de
una crisis más general, la crisis de la moderna civilización industrial.

Hoy, sin embargo, el proceso de devastación de la naturaleza, de deterioro del medio


ambiente y de cambio climático se ha acelerado a tal punto que no estamos
discutiendo más sobre un futuro a largo plazo. Estamos discutiendo procesos que ya
están en curso, la catástrofe ya comenzó, esta es la realidad y estamos en una
carrera contra el tiempo para intentar frenar y contener este proceso desastroso.

¿Cuáles son las señales que muestran el carácter cada vez más destructivo del
proceso de acumulación capitalista a escala global? El más obvio, y peligroso, es el
proceso de cambio climático; un proceso que resulta de los gases de efecto
invernadero emitidos por la industria, el agro-negocio y el sistema de transporte
existentes en las sociedades capitalistas modernas. Este cambio tendrá como
resultado no sólo el aumento de la temperatura en todo el planeta, sino también la
desertificación de tierras, problema que en la actualidad tiene efectos devastadores
sobre la población del tercer mundo, la elevación del nivel del mar, la desaparición de
ciudades enteras –Hong-Kong, Río de Janeiro– debajo del océano y la desaparición de
ecosistemas enteros. Todo ello nos acerca fatalmente a lo que probablemente será la
sexta mega extinción de la vida sobre el planeta Tierra.
Todo esto no resulta del exceso de población, como dicen algunos, ni de la tecnología
en sí abstractamente, ni tampoco de la mala voluntad del género humano. Se trata de
algo muy concreto: de las consecuencias del proceso de acumulación del capital, en
particular de su forma actual, de globalización neoliberal que ha descansado sobre la
hegemonía del imperio norteamericano. Este es el elemento esencial, motor de este
proceso y de esta lógica destructiva que corresponde a la necesidad de expansión
ilimitada –aquello que Hegel llamaba “mal infinito”- de un proceso infinito de
acumulación de negocios, acumulación de capital que es inherente a la lógica del
capital.

Luego, la cuestión que se coloca es la necesidad de una alternativa que sea radical.
Las alternativas de soluciones “moderadas” se revelan completamente incapaces de
enfrentar este proceso catastrófico. El llamado Protocolo de Kioto tiene alcances muy
limitados, casi infinitamente limitados del que sería necesario, y aún así, el gobierno
norteamericano, principal contaminador, campeón de la contaminación planetaria, se
rehúsa a firmarlo.

El Protocolo de Kioto, en realidad, propone resolver el problema de las emisiones de


gases de efecto invernadero a través del llamado “mercado de los derechos de
contaminación”: Las empresas que emiten más CO2 van a comprar otras, que
contaminan menos, derechos de emisión. ¡Esto sería la solución del problema para el
efecto invernadero! Obviamente, las soluciones que aceptan las reglas del juego
capitalista, que se adaptan a las reglas del mercado, que aceptan la lógica de
expansión infinita del capital, no son soluciones y son incapaces de enfrentar la crisis
ambiental –una crisis que se transforma, debido al cambio climático, en una crisis de
sobrevivencia de la especie humana-.

La conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático de diciembre de


2009 fue el ejemplo más clamoroso de la incapacidad -o de la falta de interés- de las
potencias capitalistas para enfrentar el dramático desafío del calentamiento global. La
montaña de Copenhague desenmascaró el engaño: se trató de una miserable
“declaración política” sin ningún compromiso concreto y cifrado únicamente en la
reducción de las emisiones con efecto invernadero; y el peligro de que este mismo
fenómeno se repita en Cancún este mismo año es inminente.

Necesitamos pensar, por lo tanto, en alternativas radicales que se coloquen en otro


horizonte histórico, más allá del capitalismo, más allá de las reglas de acumulación
capitalista y de la lógica de lucro de mercancías. Como una alternativa radical es
aquella que va a la raíz del problema, que es el capitalismo; esa alternativa es, para
nosotros, el ecosocialismo: una propuesta estratégica que resulta de la convergencia
entre la reflexión ecológica y la reflexión socialista.

Existe hoy a escala mundial una corriente ecosocialista, hay un movimiento


ecosocialista internacional que recientemente, por ocasión del Foro Social Mundial de
Belem (enero de 2009) publicó una declaración sobre el cambio climático, la cual
formó parte del extenso y rico universo de protesta en Copenhague y lo seguirá
haciendo en ocasión de la COP 16 en México.

El ecosocialismo es una reflexión crítica. En primer lugar, crítica la ecología no


anticapitalista, la ecología capitalista o reformista, que considera posible reformar el
capitalismo, llegar a un capitalismo “verde” más respetuoso al medio ambiente. De
este modo, el ecosocialismo implica una crítica profunda, una crítica radical de las
experiencias y de las concepciones tecnocráticas, burocráticas y no ecológicas de
construcción del socialismo. Eso nos exige también una reflexión crítica sobre la
herencia marxista en el campo de la cuestión del medio ambiente.

Muchos ecologistas critican a Marx por considerarlo un productivista. Tal crítica nos
parece completamente equivocada: al hacer la crítica del fetichismo de la mercancía,
es justamente Marx quien coloca la crítica más radical a la lógica productivista del
capitalismo, la idea de que la producción de más y más mercancías es el objeto
fundamental de la economía y de la sociedad.

El objetivo del socialismo, explica Marx, no es producir una cantidad infinita de bienes,
pero sí reducir la jornada de trabajo, dar al trabajador tiempo libre para participar de
la vida política, estudiar, jugar, amar. Por lo tanto, Marx proporciona las armas para
una crítica radical del productivismo y, notablemente, del productivismo capitalista. En
el primer volumen del El Capital, Marx explica cómo el capitalismo agota no sólo las
fuerzas del trabajador, sino también las propias fuerzas de la tierra, agotando las
riquezas naturales. Así, esa perspectiva, esa sensibilidad, está presente en los escritos
de Marx, sin embargo no ha sido suficientemente desarrollada.

Desde esta perspectiva el reto ecológico que enfrentan las clases subalternas es
precisamente lograr subvertir eso que Marx criticó: la lógica individualista y
enajenante del capital, la fetichización de la mercancía, con el objetivo de erradicar la
cosificación del sujeto y de la naturaleza, logrando sentar las bases para la
construcción de una nueva lógica para esta relación. Por ello, es necesario construir
una crítica radical a la técnica capitalista, lo cual implica comprender que son también
los instrumentos técnicos portadores de la dinámica de devastación ecológica, y ello
exige reinventar no sólo las relaciones sociales en torno a los instrumentos sino a los
instrumentos mismos.

Esta visión asume conscientemente que las fuerzas productivas existentes no son
neutras: ellas son capitalistas en su dinámica y su funcionamiento, y por lo tanto son
destructoras de la salud de las personas, así como del medio ambiente. La propia
estructura del proceso productivo, de la tecnología y de la reflexión científica al
servicio de la tecnología mercantil y de ese aparato productivo, se encuentran
enteramente impregnadas por la lógica del capitalismo y conduce inevitablemente a la
destrucción de los equilibrios ecológicos del planeta que son completamente
incompatibles con los ciclos infernales del capital.

Lo que se necesita, por consiguiente, es una visión mucho más radical y profunda de
lo que debe ser una revolución socialista. Se trata de transformar no sólo las
relaciones de producción y las relaciones de propiedad, sino la propia estructura de las
fuerzas productivas, la estructura del aparato productivo. Esto es, en nuestra
concepción, una de las ideas fundamentales del ecosocialismo.

Hay que aplicar al aparato productivo la misma lógica que Marx pensaba para el
aparato de Estado a partir de la experiencia de la Comuna de Paris, cuando el dijo lo
siguiente: los trabajadores no pueden apropiarse del aparato del Estado burgués y
usarlo al servicio del proletariado, no es posible, porque el aparato del Estado burgués
nunca va a estar al servicio de los trabajadores. Entonces, se trata de destruir ese
aparato de Estado y crear otro tipo de poder.

Esa lógica tiene que ser aplicada también al aparato productivo: el cual tiene que ser,
sino destruido, al menos radicalmente transformado. Este no puede ser simplemente
apropiado por las clases subalternas, y puesto a trabajar a su servicio, pues necesita
ser estructuralmente transformado. A manera de ejemplo, el sistema productivo
capitalista funciona sobre la base de fuentes de energía fósiles, responsables del
calentamiento global el carbón y el petróleo– de modo que un proceso de transición al
socialismo solo sería posible cuando hubiera la sustitución de esas formas de energía
por energías renovables, que son el agua, el viento y, sobre todo, la energía solar.

Por eso, el ecosocialismo implica una revolución del proceso de producción, de las
fuentes energéticas. Es imposible separar la idea de socialismo, de una nueva
sociedad, de la idea de nuevas fuentes de energía, en particular del sol – algunos
ecosocialistas hablan del comunismo solar, pues entre el calor, la energía del Sol y el
socialismo y el comunismo habría una especie de afinidad electiva.

Es por ello que en la actualidad los movimientos sociales tienen la necesidad de


repensar la relación humanidad-naturaleza, teniendo presente que un cambio radical
para esta relación debe contemplar una transformación no sólo en la forma de
concebir el proceso productivo, pues una nueva forma de relacionarnos implica,
necesariamente, una nueva técnica cuya lógica debe construirse desde la comunidad y
para los intereses de esta, los cuales deben contemplar conscientemente la
preservación de la vida en el planeta.

Pero un cambio radical a favor de la preservación de la vida en el planeta debe ser un


cambio social, democrático y comunitario. Y para esto es primordial hacer estallar la
cárcel de la valorización de valor, localizada precisamente en la propiedad privada de
los medios de producción y la mercantilización del mundo social y natural, lo cual se
expresa en la gestión privada y autoritaria de la sociedad y la naturaleza.

La dinámica capitalista de devastación ecológica tiene no sólo el vehículo de la


técnica, sino también el de la propiedad privada que articula un sistema
fundamentado en la gestión privada y enajenada de los recursos. Esto exige un
cambio radical en la propiedad y gestión de los recursos que debe avanzar, como lo
ejemplifican las luchas en América Latina, hacia la perspectiva de gestión comunitaria
y territorial de los recursos.

Pero no basta tampoco transformar el aparato productivo y los modelos de propiedad,


es necesario transformar también el patrón de consumo, todo el modo de vida en
torno al consumo, que es el patrón de capitalismo basado en la producción masiva de
objetos artificiales, inútiles, y peligrosos. La lista de productos, mercancías y
actividades empresariales que son inútiles y nocivas a los individuos es inmensa.
Tomemos un ejemplo evidente: la publicidad. La publicidad es un desperdicio
monumental de energía humana, trabajo, papel, árboles destruidos para gasto de
papel, electricidad etc., y todo eso para convencer al consumidor de que el jabón “X”
es mejor que el jabón “Y” –es un ejemplo evidente del desperdicio capitalista-.

Por eso se trata de crear un nuevo modo de consumo y un nuevo modo de vida,
basado en la satisfacción de las verdaderas necesidades sociales que es algo
completamente diferente de las presuntas y falsas necesidades producidas
artificialmente por la publicidad capitalista. De ello se desprende pensar la revolución
ecosocialista como una revolución de la vida cotidiana, como una revolución por la
abolición de la cultura del dinero impuesta por el capitalismo.

Una reorganización del conjunto de modo de producción y de consumo es necesaria,


basada en criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales de la
población y la defensa del equilibrio ecológico. Esto significa una economía de
transición al socialismo, en la cual la propia población – y no las “leyes de mercado” o
un Buró Político autoritario- decidan, en un proceso de planificación democrática, las
prioridades y las inversiones.

Esta transición conduciría no sólo a un nuevo modo de producción y a una sociedad


más igualitaria, más solidaría y más democrática, sino también a un modo de vida
alternativo, una nueva civilización ecosocialista más allá del reino del dinero, de los
hábitos de consumo artificialmente inducidos por la publicidad, y de la producción al
infinito de mercancías inútiles.

Podríamos quedarnos sólo en eso, pero seremos criticados como utópicos, los utópicos
son aquellos que presentan una bella perspectiva del futuro, y la imagen de otra
sociedad, lo que es obviamente necesario, pero no es suficiente. El ecosocialismo no
es sólo la perspectiva de una nueva civilización, una civilización de la solidaridad- en
el sentido profundo de la palabra, solidaridad entre los humanos, pero también con la
naturaleza-, es también una estrategia de lucha, desde ya, aquí y ahora. No vamos a
esperar hasta el día en que el mundo se transforme, no, nosotros vamos a comenzar
desde ya, ahora, a luchar por esos objetivos.

Así, el ecosocialismo es también una estrategia de convergencia de las luchas sociales


y ambientales, de las luchas de clases y de las luchas ecológicas, contra el enemigo
común que son las políticas neoliberales, la Organización Mundial del Comercio (OMC),
el Fondo Monetario Internacional (FMI), el imperialismo americano y el capitalismo
global. Este es el enemigo común de los dos movimientos, el movimiento ambiental y
el movimiento social. No se trata de una abstracción.

Contrario a lo que muchos quisieran, la crisis ecológica actual es un problema de lucha


de clases, pues la dinámica que ha producido esta catástrofe es el resultado de una
estructura social en donde las minorías deciden cómo es que se gestiona la industria y
en general la producción social en función de interés privados, por eso nuestras
estrategias de lucha deben tener presente este aspecto.

La crisis de civilización, dentro de la cual el problema ecológico es central, debe


solucionarse a favor de las mayorías y de la vida en el planeta, pero esto no podrá
ocurrir sin la organización y la acción política de las clases subalternas. Una respuesta
popular a los conflictos globales de la humanidad sólo podrá articularse mediante una
sólida acción política por parte de las mayorías, que pretenda no sólo resistir sino
avanzar en la construcción de otra sociedad y de otra forma de relacionarnos con la
naturaleza.

Hasta ahora las experiencias de lucha son invaluables. Frente a la ofensiva


depredadora del capital hemos asistido al nacimiento de distintas muestras de
resistencia fundamentadas en la organización popular. No debemos perder de vista
que la lucha ecológica ha logrado consolidarse gracias a su amplitud y pluralidad, en
donde se mezclan y entrecruzan distintas concepciones y prácticas culturales de los
distintos pueblos del mundo.

La experiencia de la lucha indígena en América Latina es uno de los ejemplos más


avanzados. En Bolivia, por ejemplo, desde hace años miles de indígenas lograron
irrumpir en la escena política en defensa de las condiciones sociales, la preservación
del territorio y la conservación de los recursos. Esta lucha ha logrado evolucionar
hasta cuestionar los fundamentos sobre los cuales el Estado está organizado en su
país, exigiendo su refundación partiendo del reconocimiento a los diversos grupos
indígenas y procurando la conservación de la naturaleza.
En América Latina la lucha ecológica de los campesinos e indígenas, en donde también
han participado de manera protagónica estudiantes, mujeres y obreros, se ha
convertido rápidamente en una lucha política, de esta manera las luchas por el
bienestar comunitario y la lucha por la preservación de los recursos y el respeto a la
naturaleza son simultáneas e indisolubles.

La crisis ecológica actual, agudizada por el estallido económico de 2008, ha


precipitado las condiciones de lucha política, revelando la conexión estructural entre el
conjunto de problemas sociales a nivel mundial y la lógica de la sociedad capitalista.
Las respuestas que demos, en esa medida, deben poseer la fuerza y determinación
necesarias para cuestionarlo todo, para enfrentar a los gobiernos del capital y
sobrepasarlos con poder popular.

La respuesta de las y los explotados y oprimidos del mundo a la crisis ecológica ha


evolucionado considerablemente. Muestra de ello, es la reciente Cumbre de los
Pueblos sobre el Cambio Climático y la Defensa de la Madre Tierra realizada en
Cochabamba (Bolivia), con la participación de 30.000 delegados indígenas,
campesinos, sindicales, ecologistas, de América Latina y de todo el planeta, que
denunció claramente al capitalismo como responsable del calentamiento global; así
como la última sesión plenaria de la Asamblea Nacional de Afectados Ambientales en
México, en donde las conclusiones relacionan directamente la lucha en contra de la
devastación ecológica con la necesidad de luchar por un cambio social. Las luchas
sociales en contra de la crisis ecológica del capitalismo, a nivel mundial, confirman
que una lucha coherentemente ecológica es consecuentemente una lucha
anticapitalista, una lucha por una revolución social.

Como estas, hay muchas otras luchas, sea en Francia, India o México y en otros
países del mundo entero, en donde cada vez más se da esa convergencia. Pero ella no
ocurre espontáneamente, tiene que ser organizada conscientemente por los
militantes, por las organizaciones. Es necesario construir una estrategia de lucha que
haga converger a las luchas sociales con las luchas ecológicas. Esta nos parece ser la
respuesta al desafío, la perspectiva radical de una transformación revolucionaria de la
sociedad más allá del capitalismo.

Sabiendo que el capitalismo no va a desaparecer como víctima de sus contradicciones,


como dicen algunos supuestos marxistas, ya un gran pensador marxista de comienzos
del siglo XX, Walter Benjamin, decía que, si tenemos una lección que aprender es que
el capitalismo no va a morir de muerte natural, será necesario acabar con él…
Necesitamos de una perspectiva de lucha contra el capitalismo, de un paradigma de
civilización alternativo, y de una estrategia de convergencia de las luchas sociales y
ambientales, desde ahora plantando las semillas de esa nueva sociedad, de ese
futuro, plantando semillas del ecosocialismo. www.ecoportal.net
3.
Amartya Sen, Premio Nobel de Economía, señala
Sobre conceptos y el concepto de pobreza a partir de las
capacidades, es decir, lo que la gente puede

Medidas de hacer, definiéndola como la ausencia de


capacidades básicas que le permiten a cualquier
individuo insertarse en la sociedad, a través del
Pobreza ejercicio de su voluntad. En un sentido más amplio,
la pobreza no es cuestión de escaso bienestar,
sino de incapacidad de conseguir bienestar
precisamente debido a la ausencia de medios. En
resumen, afirma que la pobreza no es falta de
riqueza o ingreso, sino de capacidades básicas.

El texto recorre diversos enfoques utilizados en el


análisis e interpretación de la pobreza en el mundo
de la economía, las ciencias sociales y las políticas
públicas (biológico, desigualdad, privación relativa,
juicio de valor, etc.)

Requisitos de un concepto de pobreza

E n su lecho de muerte, en Calcuta, J. B. S. Haldane escribió un poema llamado El


cáncer es una cosa extraña.1 La pobreza no es menos extraña. Considérese la siguiente
visión sobre ella:

A las personas no se les debe permitir llegar a ser tan pobres como para ofender o causar
dolor a la sociedad. No es tanto la miseria o los sufrimientos de los pobres sino la
incomodidad y el costo para la comunidad lo que resulta crucial para esta concepción de la
pobreza. La pobreza es un problema en la medida en que los bajos ingresos crean
problemas para quienes no son pobres2

Vivir en la pobreza puede ser triste, pero “ofender o causar dolor a la sociedad” creando
“problemas a quienes no son pobres”, es, al parecer, la verdadera tragedia. Es difícil reducir
más a los seres humanos a la categoría de “medios”.

El primer requisito para conceptuar la pobreza es tener un criterio que permita definir quién
debe estar en el centro de nuestro interés. Especificar algunas “normas de consumo” o una
“línea de pobreza” puede abrir parte de la tarea: los pobres son aquellos cuyos niveles de
consumo caen por debajo de estas normas, o cuyos ingresos están por debajo de esa línea.
Pero esto lleva a otra pregunta: ¿el concepto de pobreza debe relacionarse con los intereses
de: 1) sólo los pobres; 2) sólo los que no son pobres, o 3) tanto unos como otros?

Parece un tanto grotesco afirmar que el concepto de pobreza sólo se debe ocupar de los no
pobres, y me tomo la libertad de desechar la alternativa 2) y la “visión” incluida en la cita,
sin más consideraciones. La posibilidad 3) puede, sin embargo, parecer atractiva por amplia
y exenta de restricciones. Sin duda, la penuria de los pobres afecta el bienestar de los ricos.
La verdadera pregunta es si estas consecuencias se deberían incorporar como tales en el
concepto de pobreza, o figurar como posibles efectos de la pobreza. No resulta difícil
escoger esta última respuesta, ya que en un sentido obvio la pobreza tiene que ser una
característica de los pobres, y no de los no pobres. Se podría argumentar, por ejemplo, que
si se considera un caso de reducción real del ingreso y un incremento del sufrimiento de
todos los pobres, ello tendrá que describirse como un aumento de la pobreza, sin importar si
este cambio va acompañado por una reducción de los efectos adversos para los ricos (por
ejemplo, si los ricos se “ofenden” menos ante la vista de la penuria).

Esta concepción de la pobreza, basada en el punto 1), no implica, por supuesto, negar que el
sufrimiento de los pobres puede depender de la condición de los no pobres. Simplemente
sostiene que el foco del concepto de pobreza tiene que ser el bienestar de los pobres como
tales, sin importar los factores que lo afecten. La causalidad de la pobreza y los efectos de
ella serán, en sí mismos, objetos importantes de estudio, y la conceptuación de la pobreza
únicamente en términos de las condiciones de los pobres no resta importancia al estudio de
estas cuestiones. En efecto, habrá mucho que decir sobre ellas más adelante.

Tal vez vale la pena mencionar, en este contexto, que en algunas discusiones el interés no
gira en torno a la prevalencia de la pobreza en un país, expresada en el sufrimiento de los
pobres, sino en la opulencia relativa de la nación como un todo3. En esas discusiones será
completamente legítimo preocuparse por el bienestar de todos los habitantes de un país.
Así, la denominación de una nación como “pobre” se debe relacionar con este concepto
más amplio. Estos son ejercicios distintos y, en la medida en que se reconozca claramente
este hecho, no habrá lugar para la confusión.

Mucho queda por hacer incluso tras identificar a los pobres y asentar que el concepto de
pobreza se relaciona con las condiciones de los pobres. Está el problema —frecuentemente
importante— de agregación del conjunto de características de los pobres, que entraña
desplazar el interés de la descripción de los pobres hacia alguna medida global de “la
pobreza” como tal. Según algunas corrientes de pensamiento esto se realiza simplemente
contando el número de pobres; así la pobreza se expresa como la relación entre el número
de pobres y la población total de la comunidad.

Esta “tasa de incidencia” (H) tiene por lo menos dos serias limitaciones. En primer lugar,
no da cuenta de la magnitud de la brecha de los ingresos de los pobres con respecto a la
línea de pobreza: una reducción de los ingresos de todos los pobres, sin afectar los ingresos
de los ricos, no modificará en absoluto la tasa de incidencia. En segundo lugar, es
insensible a la distribución del ingreso entre los pobres; en particular, ninguna transferencia
de ingresos de una persona pobre a una más rica puede incrementar esta tasa. Estos dos
efectos de la medida H, la más ampliamente utilizada, la hacen inaceptable como indicador
de pobreza, y la concepción de la pobreza implícita en ella parece bastante cuestionable.

En esta sección no se abordan los problemas de medición como tales, ya que se tratan en la
siguiente. Empero, detrás de cada medida hay un concepto analítico y aquí cabe centrar el
interés en las ideas generales relativas a la concepción de la pobreza. Si la argumentación
anterior es correcta, un concepto de pobreza debe incluir dos ejercicios bien definidos, mas
no inconexos: 1) un método para incluir a un grupo de personas en la categoría de pobres
(“identificación”), y 2) un método para integrar las características del conjunto de pobres en
una imagen global de la pobreza (“agregación”). Ambos ejercicios se desarrollarán en la
sección siguiente, pero antes será necesario estudiar el tipo de consideraciones que pueden
intervenir en su definición. El resto de este apartado se ocupa de dichos temas.

Tales consideraciones aparecen muy claramente en los diferentes enfoques del concepto de
pobreza que se encuentran en la literatura. Algunos han sido objeto de ataques severos
recientemente, mientras que otros no se han examinado con una actitud crítica suficiente.
Al evaluar estos enfoques en las próximas subsecciones, se tratará de evaluar tanto los
enfoques como sus respectivas criticas.

El enfoque biológico

En su famoso estudio de principios de siglo sobre la pobreza en York, Seebohm Rowntree


definió las familias en situación de “pobreza primaria como aquellas” cuyos ingresos
totales resultan insuficientes para cubrir las necesidades básicas relacionadas con el
mantenimiento de la simple eficiencia física”. No sorprende que consideraciones biológicas
relacionadas con los requerimientos de la supervivencia o la eficiencia en el trabajo se
hayan utilizado a menudo para definir la línea de la pobreza, ya que el hambre es,
claramente, el aspecto más notorio de la pobreza.

El enfoque biológico ha sido intensamente atacado en épocas recientes 4.Su uso presenta, en
efecto, serios problemas.

En primer término, hay variaciones significativas de acuerdo con los rasgos físicos, las
condiciones climáticas y los hábitos de trabajo. Incluso para un grupo específico en una
región determinada, los requerimientos nutricionales son difíciles de establecer con
precisión. Algunas personas han logrado sobrevivir con una alimentación increíblemente
escasa y parece haber un incremento acumulativo de la esperanza de vida a medida que los
límites dietéticos ascienden. De hecho, la talla de las personas parece crecer con la
nutrición en un rango muy amplio; los estadounidenses, los europeos y los japoneses han
aumentado tangiblemente su estatura a medida que han mejorado sus dietas. Es difícil
trazar una raya en alguna parte. Los llamados “requerimientos nutricionales mínimos”
encierran una arbitrariedad intrínseca que va mucho más allá de las variaciones entre
grupos y regiones.

En segundo término, para convertir requerimientos nutricionales mínimos en


requerimientos mínimos de alimentos es preciso elegir los bienes específicos. Aunque
puede ser fácil resolver el ejercicio de programación del “problema de la dieta” merced a la
elección de una dieta de costo mínimo que cubra unos requerimientos nutricionales
específicos, a partir de productos alimenticios de determinado precio, no es clara la
relevancia de ésta. Por lo común, la dieta resultante es de un costo exageradamente bajo 5,
pero monótona en grado monumental, y los hábitos alimentarios de la gente no están
determinados en la realidad por tales ejercicios de minimización de costos. Los ingresos
que efectivamente permiten satisfacer los requerimientos nutricionales dependen, en gran
parte, de los hábitos de consumo de las personas.
En tercer término, resulta difícil definir los requerimientos mínimos para los rubros no
alimentarios. El problema usualmente se soluciona suponiendo que una porción definida
del ingreso total se gastará en comida. Con este supuesto, los costos mínimos de
alimentación se pueden utilizar para establecer los requerimientos mínimos de ingresos.
Pero la proporción gastada en alimentos no sólo varía con los hábitos y la cultura, sino
también con los precios relativos y la disponibilidad de bienes y servicios. No es
sorprendente que la experiencia contradiga a menudo a los supuestos. Por ejemplo, los
cálculos de requerimientos de subsistencia de Lord Beveridge durante la segunda guerra
mundial se alejaron mucho de la realidad, en vista de que los británicos gastaban en comida
una porción de su ingreso muy inferior a la que se había supuesto 6.

En vista de estos problemas, bien se puede coincidir con Martín Rein cuando afirma que
“casi todos los procedimientos utilizados en la definición de la pobreza como nivel de
subsistencia se pueden cuestionar razonablemente”7. Sin embargo, subsiste la siguiente
interrogante: tras cuestionar cada uno de los procedimientos del enfoque biológico, ¿qué se
puede hacer: ignorar simplemente este enfoque8. O ver si algo queda que merezca salvarse?
Yo diría que sí queda algo.

Es cierto que el concepto de requerimientos nutricionales es muy difuso, pero no hay razón
alguna para suponer que la idea de pobreza deba ser tajante y precisa. De hecho, hay cierta
vaguedad implícita en ambos conceptos y la pregunta realmente interesante tiene que ver
con el grado en que los ámbitos de vaguedad de ambas nociones, de acuerdo con su
interpretación común, tiendan a coincidir. El problema entonces no es si los estándares
nutricionales son vagos, sino más bien si la vaguedad es del tipo requerido.

A mayor abundamiento, para evaluar si alguien tiene acceso a un paquete nutricional


específico, no hay necesidad de determinar si la persona tiene ingresos suficientes para
adquirir ese paquete. Basta verificar si la persona cubre, efectivamente, los requerimientos
nutricionales o no. Incluso en los países pobres la información nutricional directa de este
tipo puede obtenerse mediante muestras estadísticas de paquetes de consumo y analizarse
ampliamente9. Así, el ejercicio de “identificación” según el enfoque nutricional no tiene
que pasar, en absoluto, por la etapa intermedia del ingreso.

Incluso cuando se utiliza el ingreso, la conversión de un conjunto de normas nutricionales


mínimas (o de conjuntos alternativos de dichas normas) en ingresos o líneas de pobreza se
puede simplificar significativamente por el amplio predominio de patrones particulares de
comportamientos de consumo en la comunidad de que se trate. La similitud de hábitos y
comportamientos reales permitió derivar niveles de ingreso en los cuales las normas
nutricionales serán “típicamente” satisfechas.

Por último, aunque es difícil negar que la desnutrición sólo capta un aspecto de nuestra idea
de la pobreza, se trata de uno importante, en especial para muchos países en desarrollo.

Parece claro que la desnutrición tiene un lugar central en la concepción de la pobreza. La


forma precisa en que ese lugar ha de especificarse está aún por estudiarse, pero la tendencia
reciente a descartar todo el enfoque es un ejemplo notable de refinamiento fuera de lugar.
El enfoque de la desigualdad

La idea de que el concepto de pobreza es equiparable al de desigualdad tiene una


plausibilidad inmediata. Al fin y al cabo, las transferencias de los ricos a los pobres pueden
tener un efecto considerable en la pobreza en muchas sociedades. Incluso la línea de
pobreza que se usa para identificar a los pobres ha de establecerse en relación con
estándares contemporáneos en la comunidad de que se trate. Así, la pobreza podría parecer
muy similar a la desigualdad entre el grupo más pobre y el resto de la comunidad.

Miller y Roby argumentan poderosamente en favor de la visión de la pobreza en términos


de desigualdad, y concluyen:

Enunciar los problemas de la pobreza en términos de estratificación supone concebir la


primera como un problema de desigualdad. En este enfoque, nos alejamos de los esfuerzos
de medir las líneas de pobreza con precisión, seudocientífica. En lugar de eso,
consideramos la naturaleza y la magnitud de las diferencias entre el 20 o el 10 por ciento
más bajo de la escala social y el resto de ella. Nuestro interés se centra en cerrar las brechas
entre los que están abajo y los que están mejor en cada dimensión de la estratificación
social10.

Es claro que hay mucho que decir en favor de este enfoque. No obstante, cabe arguir que
la desigualdad es fundamentalmente un problema distinto de la pobreza. Analizarla pobreza
como un “problema de desigualdad”, o viceversa, no le haría justicia a ninguno de los dos
conceptos. Obviamente, la desigualdad y la pobreza están relacionadas. Pero ninguno de los
conceptos subsume al otro. Una transferencia de ingresos de una persona del grupo superior
de ingresos a una en el rango medio tiene que reducir la desigualdad ceteris paribus; pero
puede dejar la percepción de la pobreza prácticamente intacta. Asimismo, una disminución
generalizada del ingreso que no altere la medida de desigualdad escogida puede llevar a un
brusco aumento del hambre, de la desnutrición y del sufrimiento evidente; en este caso
resultaría fantástico argüir que la pobreza no ha aumentado. Ignorar información sobre
muertes por inanición y sobre el hambre no equivale en realidad a abstenerse de una
“precisión seudocientífica” sino, más bien, es como estar ciego frente a parámetros
importantes de la comprensión común de la pobreza. No es posible incluir a ésta en el
ámbito de la desigualdad, ni viceversa. 11

Otra cosa bien distinga es aceptar que la desigualdad y la pobreza se relacionan y que otro
sistema de distribución puede erradicar la segunda, incluso sin una expansión de las
capacidades productivas de un país. Reconocer la naturaleza distintiva de la pobreza como
concepto permite tratarla como un tema de interés por sí mismo. El papel de la desigualdad
en la prevalencia de la pobreza puede entonces considerarse en el análisis de ésta, sin
equiparar los dos conceptos.

Privación relativa.

El concepto de “privación relativa” se ha utilizado con buen fruto para analizar la


pobreza12, sobre todo en la literatura sociológica. Ser pobre tiene mucho que ver con tener
privaciones y es natural que, para un animal social, el concepto de privación sea relativo.
Sin embargo, en el término “privación relativa” están contenidas, al parecer, nociones
distintivas y diversas.

Una distinción tiene que ver con el contraste entre “sentimientos de privación” y
“condiciones de privación”. Peter Townsend ha sostenido que “la última sería una mejor
acepción”13. Hay mucho que decir a favor de un conjunto de criterios basados en
condiciones concretas, que permitieran usar el término “privación relativa” en un “sentido
objetivo para describir situaciones en las cuales las personas poseen cierto atributo
deseable, menos que otras, sea ingreso, buenas condiciones de empleo o poder”. 14

Por otra parte, la elección de las “condiciones de privación” no puede ser independiente de
los “sentimientos de privación”. Los bienes materiales no se pueden evaluar, en este
contexto, sin una referencia a la visión que la gente tiene de ellos; incluso si los
“sentimientos” no se incorporan de manera explícita deben desempeñar un papel implícito
en la selección de los atributos. Townsend ha insistido, con acierto, en la importancia de
“definir el estilo de vida generalmente compartido o aprobado en dada sociedad y evaluar si
(...) hay un punto en la escala de la distribución de recursos por debajo del cual las familias
encuentran dificultades crecientes (...) para compartir las costumbres, actividades y dietas
que conforman ese estilo de vida“.15Sin embargo, para definir el estilo y el nivel de vida,
cuya imposibilidad de compartir se considera importante, hay que tener también en cuenta
los sentimientos de privación. No es fácil disociar las “condiciones“ de los “sentimientos“
y, un diagnóstico objetivo de las primeras requiere una comprensión adecuada de los
segundos.

Una segunda distinción tiene que ver con cuáles “grupos de referencia“ se escogen para
fines comparativos. De nuevo, hay que considerar aquellos con los que las personas se
comparan realmente, lo cual puede constituir uno de los aspectos más difíciles al estudiar la
pobreza conforme al criterio de la privación relativa. El marco de la comparación no es
independiente, desde luego, de la actividad política en la comunidad estudiada, 16 ya que el
sentimiento de privación de una persona está íntimamente ligado a sus expectativas, a su
percepción de lo que es justo y a su noción de quién tiene derecho a disfrutar qué.

Estos diferentes aspectos relacionados con la idea general de la privación relativa influyen
de modo considerable en el análisis social de la pobreza. Sin embargo, vale la pena señalar
que tal enfoque —incluyendo todas sus variantes— no puede ser, en realidad, la única base
del concepto de pobreza. Una hambruna, por ejemplo, se considerará de inmediato como un
caso de pobreza aguda, sin importar cuál sea el patrón relativo dentro de la sociedad.
Ciertamente, existe un núcleo irreductible de privación absoluta en nuestra idea de la
pobreza, que traduce los informes sobre el hambre, la desnutrición y el sufrimiento visibles
en un diagnóstico de pobreza sin necesidad de conocer antes la situación relativa. Por tanto,
el enfoque de la privación relativa es complementario, y no sustitutivo, del análisis de la
pobreza en términos de desposesión absoluta.

¿Un juicio de valor?

En tiempos recientes, muchos autores han expuesto de modo convincente la concepción de


que “la pobreza es un juicio de valor“: concebir como algo que se desaprueba y cuya
eliminación resulta moralmente buena parece natural. Más aún, Mollie Orshansky,
prominente autoridad en la materia, ha dicho que “la pobreza, como la belleza, está en el
ojo de quien la percibe”.17 El ejercicio parecería ser, entonces, fundamentalmente subjetivo:
desplegar las normas morales propias sobre las estadísticas de privación.

Me gustaría argumentar en contra de este enfoque. Es importante distinguir las distintas


maneras en que la moral se puede incorporar en el ejercicio de medición de la pobreza. No
es lo mismo afirmar que el ejercicio es prescriptivo de por sí que decir que debe tomar nota
de las prescripciones hechas por los miembros de la comunidad. Describir una prescripción
prevaleciente constituye un acto de descripción, no de prescripción. Ciertamente, puede ser,
como ha dicho Eric Hobsbawm, que la pobreza “se defina siempre de acuerdo con las
convenciones de la sociedad donde ella se presente”.18 Pero esto no convierte al ejercicio de
medirla en una sociedad dada en un juicio de valor, ni en un ejercicio subjetivo de algún
tipo. Para la persona que estudia y mide la pobreza, las convenciones sociales son hechos
ciertos (¿cuáles son los estándares contemporáneos?), y no asuntos de moral o de búsqueda
subjetiva (¿cuáles deberían ser los estándares contemporáneos?, ¿cuáles deberían ser mis
valores?, ¿qué siento yo respecto de todo esto?19

Hace más de doscientos años, Adam Smith expuso el punto con gran claridad:

Por mercancías necesarias entiendo no sólo las indispensables para el sustento de la vida,
sino todas aquellas cuya carencia es, según las costumbres de un país, algo indecoroso entre
las personas de buena reputación, aun entre las de clase inferior. En rigor, una camisa de
lino no es necesaria para vivir. Los griegos y los romanos vivieron de una manera muy
confortable a pesar de que no conocieron el lino. Pero en nuestros días, en la mayor parte
de Europa, un honrado jornalero se avergonzaría si tuviera que presentarse en público sin
una camisa de lino. Su falta denotaría ese deshonroso grado de pobreza al que se presume
que nadie podría caer sino a causa de una conducta en extremo disipada. La costumbre ha
convertido, del mismo modo, el uso de zapatos de cuero en Inglaterra en algo necesario
para la vida, hasta el extremo de que ninguna persona de uno u otro sexo osaría aparecer en
público sin ellos.20

En el mismo espíritu, Karl Marx sostenía que si bien es cierto que “hay un elemento
histórico y moral” en el concepto de la subsistencia, “aún así, en un país determinado y en
un período determinado, está dado el monto promedio de los medios de subsistencia
necesarios”.21

Es posible que Smith y Marx hayan sobrestimado el grado de uniformidad de opiniones en


una comunidad en torno al contenido de la “subsistencia” o “la pobreza”. Acaso la
descripción de “necesidades” diste mucho de ser ambigua. Pero la ambigüedad de una
descripción no la convierte en un acto descriptivo —sino sólo en uno de descripción
ambigua—. Uno puede verse forzado a ser arbitrario para eliminar la ambigüedad, y en ese
caso vale la pena registrar dicha arbitrariedad. Igualmente, es posible que haya que usar
más de un criterio en vista de la falta de uniformidad en los estándares aceptados, y
considerar la ordenación parcial generada por los distintos criterios considerados en
conjunto (que refleja una “dominancia” en términos de todos los criterios). 22 Sin embargo,
dicha ordenación aún reflejaría una afirmación descriptiva más que una prescriptiva.
Ciertamente, sería como decir: “Nureyev puede o no ser mejor bailarín que Nijinski, pero
baila mejor que este autor, según los estándares contemporáneos”, una afirmación
descriptiva (y por desgracia incontrovertible).

¿Una definición de política?

Hay un problema relacionado que vale la pena explorar en este contexto. La medida de la
pobreza se puede basar en ciertos estándares, pero ¿qué clase de postulados resultan de
ellos? ¿Se trata de estándares de las políticas públicas se expresan los objetivos que se
persiguen, o de opiniones sobre lo que las políticas deberían ser? Sin duda, los estándares
deben tener mucho que ver con algunas nociones amplias de aceptabilidad, pero ello no
equivale a reflejar objetivos precisos de las políticas vigentes o recomendadas. En esta
materia también parece existir cierta confusión. Por ejemplo, la Comisión Presidencial para
el Mantenimiento del Ingreso (Income Maintenance) de Estados Unidos se manifestó en su
conocido informe en favor de una “definición de política” de esta naturaleza.

Si la sociedad piensa que no se debe permitir que las personas mueran de hambre o de
frío, entonces definirá la pobreza como la falta de comida y techo necesarios para conservar
la vida. Si la sociedad siente que tiene alguna responsabilidad de brindar a todas las
personas una medida establecida de bienestar que vaya más allá de la simple supervivencia,
por ejemplo, buena salud, entonces deberá añadir a la lista de cosas necesarias los recursos
para prevenir o curar la enfermedad. En cualquier momento, una definición de política
refleja un equilibrio entre las posibilidades y los deseos de una comunidad. En sociedades
donde los ingresos son bajos, la comunidad difícilmente puede comprometerse más allá de
la supervivencia física. Otras sociedades, más capaces de apoyar a sus ciudadanos
dependientes, empiezan a considerar los efectos que el pauperismo tendrá, tanto sobre los
pobres como los que no lo son. 23

Hay por lo menos dos dificultades en esta “definición de política”. En primer lugar,
depende en la práctica de varios factores que van más allá de la noción prevalecientes sobre
lo que debe hacerse. Las políticas públicas son una función de la organización política y
dependen de diversos factores que incluyen la naturaleza del Gobierno, las fuentes de su
poder y la fuerza desplegada por otras organizaciones. De hecho, en las políticas públicas
puestas en práctica en muchos países es difícil detectar una preocupación evidente por
eliminar la privación. Si se interpreta en términos de la política pública efectiva, la
“definición de política” puede omitir los asuntos políticos involucrados en la toma de
decisiones.

En segundo lugar, hay problemas incluso si por “políticas” se entiende no la política


pública actual, sino las recomendaciones ampliamente sostenidas por la sociedad. Es clara
la diferencia entre la noción de “privación” y la idea de lo que debería eliminarse mediante
la “política”. Ello es así por que las recomendaciones sobre política dependen de una
evaluación de factibilidades (“debe —implica— puede”),24 pero aceptar que algunas
privaciones no se puedan eliminar de inmediato no equivale a conceder que no se deban
considerar como privaciones. (Contraste: “Mire, anciano, usted no es pobre aunque esté
padeciendo hambre ya que en las circunstancias actuales es imposible mantener el ingreso
de todos por encima del nivel requerido para eliminar el hambre”). La idea de Adam Smith
acerca de la subsistencia, basada no sólo en “ las mercancías indispensables para el
sostenimiento de la vida “sino también en aquellas” cuya carencia es, según las costumbres
de un país, algo “indecoroso”, de ninguna manera es idéntica a lo que comúnmente se
acepta que puede y debe suministrarse a todos mediante la política pública. Si en un país
súbitamente empobrecido por una guerra, por ejemplo, se acepta en forma generalizada que
el programa de mantenimiento de los ingresos debe recortarse, sería correcto afirmar que en
ese país no ha aumentado la pobreza, en vista de que la disminución de los ingresos ha sido
igualada por una reducción de la línea oficial de pobreza?

Yo sostendría que la “definición política” se basa en una confusión fundamental. Es cierto


que el desarrollo económico entraña cambios en lo que se considera como privación y
pobreza, y que también se modifican las ideas sobre lo que debe hacerse al respecto. Pero
aunque estos dos tipos de cambios son interdependientes y están temporalmente
correlacionados, ninguno se puede definir a cabalidad en función del otro. Kuwait, país rico
en petróleo, “quizá esté más capacitado para apoyar sus ciudadanos dependientes” con su
nueva prosperidad, pero la noción de la pobreza puede no subir de inmediato al nivel
correspondiente. Asimismo, los Países Bajos, devastados por la guerra, pueden mantener
sus estándares de lo que consideran como pobreza sin bajarlos a un nivel proporcional a sus
padecimientos.25

Si se acepta este enfoque, entonces la medición de la pobreza ha de considerar como un


ejercicio descriptivo, que evalúa las penurias de las personas en términos de los estándares
prevalecientes de necesidades. Es un ejercicio empírico y no ético, en el cual los hechos se
relacionan con lo que se considera como privación y no directamente con las políticas
recomendadas. La privación referida tanto aspectos relativos como absolutos, como se ha
argumentado en este trabajo.

Estándares y agregación

Todavía quedan dos cuestiones por abordar. En primer lugar, al comparar la pobreza en dos
sociedades, cómo puede hallarse un estándar común de necesidades, si tales estándares
varían de una sociedad a otra? Hay en realidad dos tipos distintos de ejercicios para esta
clase de comparación de los alcances de la privación en cada comunidad en relación con
sus estándares respectivos de necesidades mínimas. El otro se ocupa de comparar las
dificultades de las dos comunidades en términos de un estándar mínimo dado: por ejemplo,
el que predomina en una de ellas. En realidad no hay nada contradictorio en las
afirmaciones siguientes:

1) Hay menos privación en la comunidad A que en la B en términos de algún estándar


común: por ejemplo, las nociones de necesidades mínimas prevalecientes en la comunidad
A.

2) Hay más privación en la comunidad A que en la B en términos de sus respectivos


estándares de necesidades mínimas, los cuales son muy superiores en A.26

No tiene mucho sentido discutir cuál de las dos afirmaciones es la correcta, ya que
claramente ambas son de interés. Lo importante es anotar que las dos son muy distintas.
En segundo lugar, mientras el ejercicio de “identificar” a los obres se puede basar en un
nivel de necesidades mínimas, el de “agregación” requiere de algún método que combine
las privaciones de distintas personas en un indicador global. En este segundo ejercicio se
requiere algún tipo de escala relativa de las privaciones. La arbitrariedad es aquí mucho
mayor, ya que las convenciones sobre esto están menos firmemente establecidas y las
restricciones sobre lo aceptable tienden a dejar un gran margen. El problema se puede
comparar con el criterio utilizado para hacer postulados descriptivos agregados en campos
como el de los logros deportivos de distintos grupos. Mientras es claro que ciertas
circunstancias permitirían postulados agregados del tipo “los habitantes de Africa son
mejores en las carreras de atletismo que los de la India” (por ejemplo, la circunstancia de
que los primeros derrotan siempre a los segundos en prácticamente todas las competencias
atléticas), otras circunstancias podrían obligarnos a negar este postulado y habría casos
intermedios en los cuales cualesquiera de las dos opciones (afirmar o negar el postulado)
serían claramente controvertibles.

En este contexto de arbitrariedad de la “descripción agregada” resulta particularmente


tentador redefinir el problema como un ejercicio “ético”, tal como se ha hecho al medir la
desigualdad económica.27 Pero los ejercicios éticos involucran ambigüedades exactamente
iguales. Más aún, acaban respondiendo a una pregunta distinta de la interrogante
descriptiva originalmente formulada.28 Casi no queda más que aceptar el elemento de
arbitrariedad presente en la descripción de la pobreza y hacerlo tan transparente como sea
posible. Puesto que la noción de pobreza de un país presenta ambigüedades inherentes, no
habría por qué esperar otra cosa.

Observaciones finales

La pobreza es, por supuesto, un asunto de privación. El reciente cambio de enfoque —


especialmente en la literatura sociológica— de la privación absoluta a la relativa ofrece un
provechoso marco de análisis. Pero la privación relativa resulta esencialmente incompleta
como concepción de la pobreza y complementa (aunque no sustituye) la perspectiva
anterior de la desposesión absoluta. El tan criticado enfoque biológico, que requiere una
reformulación sustancial, mas no el rechazo se relaciona con este núcleo irreducible de
privación absoluta, manteniendo los problemas de la muerte por inanición y el hambre en el
centro del concepto de pobreza.

La visión frecuentemente recomendadas, de la pobreza como un problema de desigualdad,


no hace justicia a ninguno de los dos conceptos. La pobreza y la desigualdad se relacionan
estrechamente pero son conceptos que se diferencian con claridad y ninguno se subsume en
el otro.

Hay buenas razones para concebir la medición de la pobreza no como un ejercicio ético,
como se postula con frecuencia, sino como uno descriptivo. Más aún, es posible afirmar
que la “definición de política” de la pobreza, que tanto se utiliza, está equivocada en lo
fundamental. Describir las dificultades y padecimientos de los pobres en términos de los
estándares predominantes de “necesidades” involucra, por supuesto, las ambigüedades
inherentes al concepto de pobreza; pero una descripción ambigua no es lo mismo que una
prescripción.29 En cambio, la ineludible arbitrariedad que resulta de elegir entre
procedimientos permisibles y entre posibles interpretaciones de los estándares
prevalecientes, requiere tomarla en cuenta y darle un tratamiento apropiado.

Identificación y Agregación

Bienes y características

En la sección anterior se argumentó que medir la pobreza se puede dividir en dos


operaciones distintas, a saber, la identificación de los pobres la agregación de las
características de su pobreza en una medida global. La identificación precede obviamente a
la agregación. El camino más común hacia la identificación consiste en definir un conjunto
de necesidades “básicas” o “mínimas”,30 y considerar la incapacidad de satisfacer estas
necesidades como prueba de pobreza. En la sección anterior se sostuvo que las
consideraciones de la privación relativa son pertinentes para definir las necesidades
“básicas”, pero los intentos de hacer de la carencia relativa el único fundamento de esta
definición están condenados a fracasar, ya que hay un núcleo irreductible de privación
absoluta en el concepto de pobreza. Dentro de la perspectiva general presentada en la
última sección, en ésta se abordarán asuntos detallados —y más técnicos— antes de pasar
de la identificación a la agregación.

Las necesidades básicas involucradas en la identificación de la pobreza, se especifican


mejor en términos de bienes y servicios, o en términos de “características”?. El trigo, el
arroz, las papas, etc., son bienes, mientras que las calorías, proteínas, vitaminas, etc., son
características de estos bienes que busca el consumidor.31 Si cada característica se pudiera
obtener de un bien único y de ningún otro, entonces sería fácil convertir las necesidades de
características en necesidades de bienes. Pero con frecuencia no sucede así, de modo que
los requerimientos en términos de características no especifican los requerimientos de
bienes. Mientras que las calorías son necesarias para la supervivencia, ni el trigo ni el arroz
lo son.

Las necesidades de características preceden, de manera obvia, a las de bienes, y convertir


las primeras en las segunda sólo resulta posible en circunstancias especiales. La
multiplicidad de fuentes no es, sin embargo, uniforme. Muchos bienes proveen calorías o
proteínas; muy pocos brindan techo. El alfabetismo proviene casi por completo de la
escuela primaria, aunque existen, en principio, otras fuentes. En muchos casos resulta
entonces posible pasar de los requerimientos de características a los de bienes —en su
acepción amplia— con poca ambigüedad. Por esta razón, las necesidades “básicas” o
“mínimas” se definen, con frecuencia, como un vector híbrido —por ejemplo, montos de
calorías, proteínas, vivienda, escuelas, camas de hospital— en el cual algunos de los
componentes son características puras mientras otros son abiertamente bienes. Aunque esta
mezcla desconcierta a los puristas, resulta bastantes económica y es típicamente inofensiva.

Un caso intermedio interesante surge cuando cierta característica se puede obtener de varios
bienes diferentes, pero los gustos de la comunidad reducen su fuente de obtención a uno
solo. Por ejemplo, una comunidad puede estar “casada” con el arroz y no considerar
aceptables otras fuentes de calorías (o carbohidratos). Una manera forma de resolver este
problema es definir la característica “calorías del arroz” como lo que busca el consumidor,
de tal manera que sea dicho alimento y sólo él el que pueda satisfacer la definición. Esto es
analíticamente adecuado pero un poco subrepticio. También hay otras maneras de manejar
el problema: suponer, por ejemplo, que el grupo busca las calorías como tales, pero
considera el arroz como la única fuente factible. Aunque estas distinciones quizá no tengan
mucha importancia práctica inmediata, de ellas se pueden desprender enfoques diferentes
de política en relación con las variaciones en los gustos.

El papel del conocimiento en la modificación de las ideas sobre dietas factibles puede ser,
en efecto, parte importante de la planeación nutricional. Dicho conocimiento incluye tanto
información nutricional como la experiencia sobre el sabor de las cosas (una vez superada
la barrera que manifiesta el viejo anuncio de Guinness: “Nunca la he probado porque no me
gusta”).

Los hábitos dietéticos de una población no son inmutables, pero sí tienen un enorme
arraigo. Al efectuar comparaciones intercomunitarias de pobreza, el contraste entre
identificar necesidades en términos de características y hacerlo en términos de bienes puede
resultar significativo. Por ejemplo, la determinación de los niveles de la vida rural en
distintos estados de la India cambia considerablemente cuando la base de la comparación se
desplaza de la obtención de bienes al acceso de características, como calorías y proteínas. 32
En última instancia, las características proporcionan el fundamento más relevante para
definir las necesidades básicas, pero debido a la relativa inflexibilidad de los gustos,
convertirlas en dietas de costo mínimo se vuelve una función no sólo de los precios sino
también de los hábitos de consumo. 33 Este aspecto se debe considerar explícitamente en el
ejercicio de identificación, lo que se examina en el siguiente apartado.

El método directo frente al método del ingreso.

Para identificar a los pobres, dado un conjunto de “necesidades básicas” es posible utilizar
por lo menos dos métodos.[34] Uno consiste simplemente en determinar el conjunto de
personas cuya canasta de consumo actual deja insatisfecha alguna necesidad básica. A éste
se le puede llamar el “método directo” y no involucra ninguna idea de ingreso, ni siquiera
el nivel correspondiente a la línea de la pobreza. En contraste, en el que puede llamarse el
“método del ingreso”, el primer paso consiste en calcular el ingreso mínimo, o la línea de
pobreza (LP), en el cual todas las necesidades mínimas especificadas se satisfacen. El
siguiente paso es identificar aquellos cuyo ingreso actual está por debajo de dicha línea de
pobreza.

En un sentido obvio, el método directo resulta superior al del ingreso, ya que el primero no
se basa en supuestos particulares sobre el comportamiento del consumo que pueden ser
correctos o equivocados. En efecto, podría arguirse que sólo cuando se carece de
información directa sobre la satisfacción de necesidades específicas se justificaría
introducir la intermediación del ingreso de tal manera que el método basado en éste sería,
en el mejor de los casos, una segunda opción.

Hay mucho que decir en favor de este punto de vista y el método del ingreso se puede
considerar en efecto como una manera de aproximarse a los resultados del procedimiento
directo. Sin embargo, no se agotan aquí las diferencias de los dos métodos. El del ingreso
se puede concebir como una forma de considerar las idiosincrasias individuales, sin
contravenir la idea de pobreza basada en la privación. El asceta que ayuna sobre su costosa
cama de clavos se registrará como pobre conforme al método directo, pero el del ingreso
aportará un juicio distinto al tomar nota de su nivel de ingreso, en el cual la mayoría de las
personas de su comunidad no tendrían problemas en satisfacer sus requerimientos
nutricionales básicos. El ingreso de una persona se puede ver no sólo como un instrumento
burdo para predecir su consumo actual, sino como un indicador de su capacidad, para
satisfacer sus necesidades mínimas independientemente de que, en los hechos, decida
hacerlo o no.35

Hay aquí un límite difícil de trazar. Si sólo hubiera de considerarse la capacidad de


satisfacer necesidades mínimas sin preocuparse por los gustos, entonces, por supuesto, se
podría plantear un problema de programación que minimizara los costos y luego se
verificará si en ingreso de alguien cae por debajo de esa solución de costo mínimo. Dichas
dietas de mínimo costo resultan típicamente muy baratas pero son en exceso monótonas y
con frecuencia se consideran inaceptables. (En el trabajo pionero de Indira Rajaraman sobre
la pobreza en el Punjab, en una vuelta inicial de optimización, los inocentes habitantes de
esa región fueron sometidos a un diluvio de la dieta bengalí) Los factores de gusto se
pueden introducir como restricciones (como lo hizo Rajaraman, y como lo hacen otros),
pero es difícil establecer el nivel de presencia y el grado de severidad de tales restricciones.
En casos extremos, éstas determinan totalmente el patrón de consumo.

Existe, en mi opinión, una diferencia de principio entre las restricciones de gustos


aplicables en forma amplia a toda la comunidad, y aquellas que reflejan idiosincrasias
individuales. Si el ingreso de la línea de pobreza se puede derivar de normas de
comportamiento típicas de una sociedad, entonces una persona con un ingreso más alto que
decida ayunar sobre una cama de clavos puede ser declarada, con algún grado de
legitimidad, como no pobre. El método del ingreso tiene, por tanto, cierto mérito propio,
aparte de su papel como vía para aproximarse al resultado que se hubiera obtenido
mediante el método directo, si toda la información sobre el consumo hubiera estado
disponible.

Los dos procedimientos no constituyen, en realidad, formas alternativas de medir la misma


cosa, sino que representan dos concepciones distintas de la pobreza. El método directo
identificar a aquellos cuyo consumo real no satisface las convenciones aceptadas sobre
necesidades mínimas, mientras que el otro trata de detectar a aquellos que no tienen la
capacidad para satisfacerlas, dentro de las restricciones de comportamiento típicas de su
comunidad. Ambos conceptos tienen algún interés propio en las tares de diagnóstico de la
pobreza en una comunidad, y aunque el segundo es un poco más mediato ya que depende
de la existencia de algún patrón típico de comportamiento comunitario, es también un poco
más refinado al trascender las elecciones observadas y llegar a la noción de capacidad. Una
persona pobre, según este enfoque, es aquella cuyo ingreso no basta para cubrir las
necesidades mínimas, definidas de conformidad con el patrón convencional de
comportamiento.36

El método del ingreso tiene la ventaja de que brinda una escala de distancias numéricas
respecto a la “línea de pobreza”, en términos de las brechas de ingreso. Eso no lo
proporciona el “método directo”, que tiene que conformarse con señalar la brecha en cada
tipo de necesidad. Por otro lado, el método del ingreso es más restrictivo, en términos de las
condiciones que se requieren para la “identificación”. En primer lugar, si los patrones de
comportamiento de consumo no son uniformes no habrá nivel alguno de ingreso específico
en el cual el consumidor “típico” cubra sus necesidades mínimas. En segundo lugar, si los
precios son distintos para diversos grupos de personas, por ejemplo entre clases sociales,
estratos de ingreso o localidades, entonces habrá una línea de pobreza específica para cada
grupo, incluso cuando se consideren normas y hábitos uniformes de consumo. 37

Estas son dificultades reales y no se pueden ignorar. Parece razonablemente cierto que el
supuesto de una línea de pobreza uniforme para una sociedad determinada distorsiona la
realidad. Lo que resulta mucho menos claro, sin embargo, es el grado de esta distorsión y
su gravedad para los propósitos a los que se destinan las mediciones de pobreza.

Tamaño familiar y adultos equivalentes.

Otra dificultad surge de que la familia y no el individuo sea la unidad natural de consumo.
el cálculo del ingreso suficiente para cubrir las necesidades mínimas de familias de
distintos tamaños requiere algún método de correspondencia entre el ingreso familiar y el
individual. Aunque el método más simple es dividir el ingreso familiar entre el número de
integrantes, este procedimiento pasa por alto las economías de escala que operan para
muchos rubros de consumo, así como que las necesidades de los niños pueden diferir
significativamente en la de los adultos. Para resolver estas cuestiones, la práctica común,
tanto para estimar la pobreza como para las actividades de la seguridad social, es convertir
a cada familia en cierto número de “adultos equivalentes” por medio de algún tipo de
“escala”, o bien convertir las familias en “hogares equivalentes”.38

Suele haber mucha arbitrariedad en una conversión de este tipo. Mucho depende de los
exactos patrones de consumo de las personas involucradas, los cuáles varían de una familia
a otra y de acuerdo con la composición etárea (por edades). En efecto, tanto las necesidades
mínimas de los niños, como las variaciones en el comportamiento de consumo entre
familias, de acuerdo con las diferencias en el número y en las edades de los niños,
constituyen campos complejos para la investigación empírica. La mala distribución en el
seno de la familia es también otro problema qué requiere más atención de la que ha
recibido.

Hay distintas bases para derivar una equivalencia adecuada de las necesidades. 39 Una
consiste en tomar los requerimientos nutricionales para cada grupo de edad por separado y
después considerar los cocientes de sus costos, dados los patrones de consumo vigentes. La
aceptabilidad de este enfoque depende no sólo de la validez de los estándares nutricionales
utilizados, sino también del supuesto de que la familia tiene el mismo interés en satisfacer
los requerimientos nutricionales de los miembros de diferentes grupos de edades. 40
También ignora las economías de escala en el consumo, que parecen existir incluso en
rubros como los alimentos.

Un segundo enfoque consiste en examinar las percepciones de las personas sobre la


cuestión de la equivalencia, es decir cuánto ingreso adicional se requiere, en su opinión,
para que una familia más grande tenga un nivel de bienestar igual al de una más pequeña.
Los estudios empíricos sobre estas “percepciones” han mostrado una regularidad y una
consistencia considerable.41

Un tercer camino es examinar el consumo real de familias de distintos tamaños y tratar


algún aspecto de este comportamiento como indicador de bienestar. Por ejemplo, la
fracción gastada en alimentos se ha interpretado como un indicador de pobreza: se
considera que dos familias de distintos tamaños tienen ingreso “equivalente” cuando gastan
la misma proporción de sus ingresos en alimentación.42

Con independencia de cómo se construyan estas escalas de equivalencia, queda pendiente


la cuestión de ponderar familias de distinto tamaño. Se pueden considerar tres maneras: 1)
dar el mismo peso a cada hogar, sin importar su tamaño; 2) dar el mismo peso a cada
persona, sin importar el tamaño de la familia a la que pertenece, y 3) dar un peso a cada
familia de acuerdo con el número de adultos equivalentes que haya en ella.

El primer método es claramente insatisfactorio, ya que la pobreza y el sufrimiento de una


familia grande es, en un sentido obvio, mayor que el de una familia pequeña, cuando ambas
tienen un nivel de pobreza considerado equivalente. La tercera forma podría parecer un
buen compromiso, pero se basa en una confusión. La escala de “adultos equivalentes”
proporciona factores de conversión para detectar qué tan bien se encuentran los miembros
de una familia, pero en última instancia interesa el sufrimiento de todos los miembros de la
familia y no el de un número equivalente hipotético. Si dos personas pueden vivir tan
barato como una persona y media, y tres tan barato como dos, estos hechos se deben incluir
en la comparación del bienestar relativo de familias de dos y tres miembros. Sin embargo,
no hay razón para que el sufrimiento de dos familias de tres miembros se valore en menos
que el de tres familias de dos miembros, en el mismo nivel de “malestar”. Existen, pues,
buenos argumentos a favor del segundo procedimiento, después de haber precisado el nivel
de bienestar o de pobreza de cada persona, mediante escalas de equivalencia que consideren
el tamaño y la composición de las familias a las que pertenecen.

Brechas de pobreza y privación relativa.

El déficit de ingresos de una persona cuyas percepciones están por debajo de la línea de
pobreza se puede llamar su “brecha del ingreso” En la valoración agregada de la pobreza
han de considerarse estas brechas de ingreso. Pero, ¿es acaso importante que el déficit de
una persona sea o no inusitadamente grande en comparación con el de otra? Parece
razonable argumentar que la pobreza de una persona no puede ser independiente de qué tan
pobres son los demás.43 Incluso si tiene exactamente el mismo déficit absoluto, una persona
puede ser “más pobre” cuando los otros tienen déficit más pequeños que los suyos que
cuando su déficit es menor que el de los demás. Cuantificar la pobreza exigiría, entonces,
una conjunción de consideraciones de privación absoluta y relativa, incluso después de
haber definido un conjunto de necesidades mínimas y de haber fijado una línea de pobreza.

La privación relativa también se puede considerar en el contexto de una posible


transferencia de una unidad de ingresos de una persona pobre —llámese 1—a otra —
denominada 2—, que es más rica pero se encuentra también por debajo de la línea de
pobreza y permanece en esa situación incluso después de la transferencia. Dicha
transferencia incrementará el déficit absoluto de la primera exactamente en la misma
cantidad en que reducirá el de la segunda. ¿Podría argüirse, entonces, que la pobreza global
permanece intacta? Es posible responder negativamente esta pregunta, por supuesto,
recurriendo a alguna noción de utilidad marginal decreciente del ingreso. De esta suerte
pudiera sostenerse que la pérdida de utilidad de la primera persona es mayor que la
ganancia de utilidad de la segunda. Sin embargo, comparar utilidades cardinales entre
distintas personas requiere de una estructura informativa muy compleja, que presenta
dificultades bien conocidas. A falta de comparaciones cardinales de pérdidas y ganancias
de utilidades marginales, ¿resulta acaso imposible sostener que la pobreza global de la
comunidad ha aumentado? Yo diría que no.

La persona 1 tiene relativamente más carencias que las persona 2 ( y puede haber otras
entre ambas que tengan más carencias que la 2, pero menos que la 1). Cuando una unidad
de ingreso se transfiere de 1 a 2, se incrementa el déficit absoluto de una persona más
carente y se reduce el de una persona menos carente, de tal manera que, en sentido directo,
la privación relativa global se incrementa. 44

Este es el caso independientemente de que la privación absoluta se mida en términos de


déficit de ingreso o —tomando la utilidad, como una función creciente del ingreso— de
déficit de utilidades respecto de la línea de pobreza. No es necesario, entonces, implantar
una escala cardinal de bienestar comparable entre personas para firmar que la transferencia
especificada incrementará la magnitud de la privación relativa.

Al realizar la “agregación” es posible que se requiera complementar las magnitudes de


privación absoluta mediante consideraciones de privación relativa. Antes de estudiar este
punto, será útil revisar las medidas usuales de pobreza consignadas en la literatura y
examinar sus limitaciones.

Crítica de las Medidas Estándar.

La medida más común de la pobreza global, como se dijo, es la tasa de incidencia (H)
definida como la proporción de la población total a la que se identifica como pobre, porque,
por ejemplo, cae bajo la línea de pobreza especificada. Si q es el número de personas
identificadas como pobres y n el número total de personas en la comunidad, entonces
H=q/n. Este índice se ha utilizado mucho —explícita o implícitamente— desde que empezó
el estudio cuantitativo y la medición del la pobreza.45 Todavía parece ser el apoyo
fundamental de las estadísticas sobre ésta que sirven de base a los programas para
combatirla46 y recientemente se ha empleado mucho en comparaciones intertemporales e
internacionales.47

Otra medida a la que se ha recurrido bastante es la llamada “brecha de la pobreza”, que es


el déficit agregado al ingreso de todos los pobres con respecto a la línea de pobreza
especificada.48 El índice se puede estandarizar expresándolo como el déficit porcentual del
ingreso medio de los pobres con respecto a la línea de pobreza. Esta medida, 1, será
llamada “la brecha estandarizada del ingreso”.
La brecha I es completamente insensible a las transferencias de ingreso entre los pobres,
siempre y cuando nadie cruce la línea de pobreza gracias a dichas transferencias. Tampoco
presta atención alguna al número o la proporción de personas pobres por debajo de la línea
de pobreza. Sólo se concentra en el déficit agregado, sin importar cómo se distribuya ni
entre cuántas personas. Estas son limitaciones graves.49

La “tasa de incidencia” H no es, por supuesto, insensible al número de personas por debajo
de la línea de pobreza; de hecho, en una sociedad dada, ésta es la única variable a la que es
sensible. Pero H no presta atención alguna a la magnitud del déficit de ingresos de quienes
están debajo de la línea de pobreza. No importa, en lo más mínimo, si una persona está
precisamente por debajo de la línea, o muy lejos de ella, padeciendo hambre y miseria
extremas.

Más aún, una transferencia de ingreso de una persona pobre a otra más rica no puede
incrementarse nunca la medida de pobreza H, lo que es sin duda un rasgo perverso. La
persona pobre que realiza la transferencia está siempre incluida en H antes y después de
ella, y ninguna reducción de su ingreso la hará contar más de lo que ya cuenta. Por otra
parte, quien recibe la transferencia no puede moverse por debajo de la línea de pobreza
como consecuencia de ello. O bien era rico y lo sigue siendo, o era pobre y así permanece;
en ambos casos la medida H queda intacta. O bien estaba por debajo de la línea pero la
transferencia lo sitúa encima de ella, lo cual hace la medida H Caiga en vez de subir. Así,
una transferencia de una persona pobre a una más rica nunca incrementa la pobreza que H
representa.

Existen, pues, buenas razones para rechazar las medidas estándar de pobreza, con base en
las cuales se han desarrollado, tradicionalmente, los más de los debates y análisis sobre el
tema. La tasa de incidencia, en particular, ha suscitado un apoyo implícito tal, que resulta
sorprendente. Considérese la famosa afirmación de Bowley. “No hay, quizá, una mejor
prueba del progreso de una nación que aquella que muestra la proporción que está en la
pobreza”.50 El espíritu de esta afirmación es aceptable, pero no la gratuita identificación de
la pobreza con la tasa de incidencia H.

¿Se pueden combinar estas medidas de pobreza? En la tasa de incidencia H se ignora la


magnitud de los déficit de ingreso, mientras que en la brecha estandarizada del ingreso 1 se
ignora el número de personas involucradas. ¿Por qué no combinarlas? Lamentablemente,
esto tampoco es adecuado. Si una unidad de ingreso se transfiere de una persona por debajo
de la línea de pobreza a alguien más rico pero que todavía está (y permanece) por debajo de
dicha línea, entonces ambas medidas, H e I, se mantendrán inalteradas. De ahí que
cualquier medida “combinada”, basada sólo en estas dos, tampoco mostrará respuesta
alguna a un cambio de este tipo, a pesar del obvio incremento en la pobreza agregada, en
términos de privación relativa, como consecuencia de la transferencia.

Sin embargo, hay un caso especial en el que una combinación de H e I podría resultar
apropiada. Nótese que aunque H por sí sola es insensible a la magnitud del déficit de
ingreso, I lo es al número de personas involucradas, criticaríamos la combinación de las dos
sólo porque es insensible a las variaciones en la distribución del ingreso entre los pobres. Si
sólo nos ocupáramos, entonces, de casos en los cuales todos los pobres tienen precisamente
el mismo ingreso, sería razonable esperar que H e I, conjuntamente, permitieran lograr
nuestro propósito. Transferencias del tipo de las consideradas para mostrar la insensibilidad
de la combinación de H e I, no tendrían entonces cabida.

El interés del caso especial, en el cual todos los pobres tienen el mismo ingreso, no se
deriva de que sea un suceso factible. Es valioso porque aclara la forma en que se puede
manejar la privación absoluta, frente a la línea de pobreza, cuando no está presente la
característica adicional de la privación relativa entre los pobres. 51 El caso especial nos
ayuda a formular una condición que la medida requerida de pobreza, P, debería satisfacer
cuando el problema de la distribución entre los pobres se descarta postulando la igualdad.
Provee una de las condiciones de regularidad que ha de satisfacerse.

Derivación axiomática de una medida de pobreza.

Variantes de la medida. Se podría requerir que la medida de pobreza P sea una suma
ponderada de los déficit de las personas consideradas pobres. Esto se hace, en términos
generales, con ponderadores que pueden ser función de otras variables. Si se quisiera basar
la medida de pobreza en alguna cuantificación de la pérdida total de utilidad derivada de la
penuria de los pobres, entonces los ponderadores deberían derivarse de las consideraciones
utilitaristas conocidas. Si además se supone que la utilidad de cada individuo depende sólo
de su propio ingreso, el ponderador de la brecha del ingreso de cada persona dependerá sólo
del ingreso de esa persona y no también del de otros. Esto proveerá una estructura
“separable”, en la que se podrá derivar el componente de cada persona en la pobreza global
sin hacer referencia a las condiciones de otros. Pero este uso del modelo utilitario
tradicional omitirá la idea de la privación relativa, la cual —como hemos sostenido— es
central en la noción de pobreza. Más aún, ha dificultades para realizar dichas
comparaciones cardinales de ganancias y pérdidas de utilidad y, aunque fueran ignoradas,
no es fácil llegar a un acuerdo sobre el uso de una función particular de utilidad entre tantas
que se pueden postular y que cumplen las condiciones de regularidad usuales (como la
utilidad marginal decreciente).

Conviene concentrarse precisamente en algunos aspectos de la privación relativa. Sea r(i) el


rango que ocupa la persona i en la jerarquía de todos los pobres, en sentido decreciente de
ingresos; por ejemplo r(i)-12, si i es la duodécima persona mejor situada entre los pobres.
Si varias personas tienen el mismo ingreso se pueden clasificar en un orden arbitrario: la
medida de la pobreza debe tener tales características que no importe que se proceda de este
modo. Por supuesto, el más pobre tiene el mayor rango q, cuando hay q, personas debajo de
la línea de pobreza, mientras que el menos pobre tiene el rango 1. Cuanto mayor sea el
rango, tanto mayor será la privación relativa de una persona con respecto a otras en la
misma categoría52. Es razonable suponer que una medida de pobreza que capte este último
aspecto de la privación relativa tiene que hacer que el ponderador del déficit de ingresos de
una persona aumente con su rango r(i).

Un caso notable y simple de tal relación consiste en que la ponderación de la brecha de


ingresos de la persona i sea igual a su rango r (i). Esto hace que las ponderaciones sean
equidistantes y que el procedimiento esté dentro del mismo espíritu del famoso argumento
de Borda en favor del método de votación basado en el orden del rango, eligiendo
distancias iguales ante la carencia de argumentos para cualquier otra hipótesis. 53 Aunque
esto es también arbitrario, capta la idea de la privación relativa de manera sencilla y da
lugar a un procedimiento transparente, que deja ver con exactitud qué es lo que se supone.54

Este axioma del “rango de la privación relativa” (axioma R) se centra en la distribución del
ingreso entre los pobres y se puede combinar con la información que proveen la tasa de
incidencia H y la brecha estandarizada del ingreso I en el caso especial en el que todos los
que están por debajo de la línea de pobreza tienen el mismo ingreso (de tal manera que no
haya problema de distribución entre los pobres). H presenta la proporción de personas
carentes en relación con la línea de pobreza, e I refleja la cantidad proporcional de
privación absoluta del ingreso frente a esa línea. Puede afirmarse que H capta un aspecto de
la privación global, a saber, cuántos pobres hay (no importa qué tan pobres), mientras I se
ocupa de otro aspecto: qué tan pobres son en promedio (sin importar cuántas personas
padezcan la pobreza). En el caso especial en el que todos los pobres tienen el mismo
ingreso, H e I conjuntamente pueden darnos una idea bastante buena de la magnitud de la
pobreza en términos de la privación global. Como no se presenta en este caso especial, el
problema de la distribución relativa entre los pobres, es posible conformarse con una
medida que sea una función sólo de H e I, conforme a estas circunstancias. Una
representación simple, que conduce a una normalización conveniente, es el producto HI.
Este puede llamarse axioma de “privación absoluta normalizada” (axioma A). 55

Si estos dos axiomas se utilizan en un formato bastante general, en el que la medida de la


pobreza sea una suma ponderada de brechas de ingreso, surgirá una medida de precisa de
pobreza (como se muestra en los trabajos de Sen). 56 Cuando G es el coeficiente de Gini de
la distribución del ingreso entre los pobres, dicha medida está dada por P=H (1+(1-1)G).
Cuando todos los pobres tienen el mismo ingreso, el coeficiente de Gini G de la
distribución del ingreso entre los pobres es igual a cero y P es igual a HI. Dada la misma
brecha de pobreza media y la misma proporción de pobres en la población total, la medida
de pobreza P crece con la desigualdad del ingreso por debajo de la línea de pobreza, tal
como la mide el coeficiente de Gini. Así, la medida P es una función de H (que refleja el
número de pobres). 1 (que refleja la brecha agregada de pobreza) y G (que refleja la
desigualdad de la distribución del ingreso por debajo de la línea de pobreza). La última
variable captura el aspecto de la “privación relativa” y se incluye como consecuencia
directa del axioma del rango de la privación relativa. 57

Este enfoque de medición de la pobreza ha tenido muchas aplicaciones interesantes. 58


Diversa variantes también se han considerado en la literatura. 59 Aunque la medida P tiene
algunas ventajas únicas, que su derivación axiomática pone de manifiesto, muchas de las
variantes son interpretaciones permisibles de la concepción común de la pobreza. No hay
nada derrotista ni sorprendente en la aceptación de este “pluralismo”: En efecto, este
pluralismo es inherente a la naturaleza del ejercicio. Pero el punto importante que se debe
reconocer es que la valoración de la pobreza global tiene que atender a una variedad de
consideraciones que representen las distintas características de la privación absoluta y
relativa. Medidas simplistas, como la “tasa de incidencia” H comúnmente utilizada, o la
brecha estandarizada del ingreso I, no le hacen justicia a algunas de estas características. Es
necesario utiliza medidas complejas, como el índice P, para que la medición sea sensible a
las distintas características implícitas en las ideas sobre la pobreza. En particular, el tema de
la distribución sigue siendo relevante incluso cuando se consideran ingresos por debajo de
la línea de pobreza.

NOTAS.

* Comercio Exterior, vol. 42, núm. 4, México, abril de 1992. Con omisiones.

[1]Oxford Book of 20th Century English Verse, P. Larkin (ed.), Oxford, 1973, p. 271

[2]M. Rein, Problems in the Definition and Measurement of Poverty, en Peter Townsend,
The Concept of Poverty, Heineman, Londres, 1971, p. 46.En la cita Rein describe el último
de los tres “conceptos amplios” de la pobreza, a saber 1) "subsistencia"; 2) "desigualdad", y
3) "externalidad".

[3] Véase, por ejemplo, Paul Streeten, "¿Cuán pobres son los países pobres y por qué?"

[4]Véase, por ejemplo, Peter Townsend, op. cit., y Poverty as Relative Deprivation:
Resources and Styles of Living, en Dorothy Wedderburn (ed.), Poverty, Inequality and
Class Structure, Cambridge University Press, Cambridge, 1974, así como M. Rein, op. cit.

[5]Véanse, por ejemplo, los sorprendentes cálculos de Stigler sobre los costos de la
subsistencia en G. J. Stigler, The Cost of Subsistence, en Journal of Farm Economics, núm.
27,1945; también consúltese al respecto Indira Rajaraman, Constructing the Poverty Line:
Rural Punjab, 1960-1961, Discussion Paper, núm. 43, Programa de Investigación en
Desarrollo Económico, Universidad de Princeton.

[6]Véase Peter Townsend, Poverty as Relative Deprivation.., op. cit., p. 17.

[7] M. Rein, op. cit., p. 61.

[8] Mucho depende de cuáles sean las alternativas. Rein mismo indica que otras
concepciones "merecen más atención y desarrollo" (op. cit., p. 62). Como la "subsistencia"
constituye uno de sus tres "conceptos amplios" de la pobreza, nos quedamos con
"externalidad" y "desigualdad". Esta última, aunque se relaciona con la pobreza tanto en
términos de causalidad como de evaluación, es, no obstante, un problema distinto, como se
argumenta en el siguiente apartado. La externalidad, en términos de los efectos de la
pobreza en los no pobres, es una perspectiva que ya se ha examinado críticamente en la
primera sección de este trabajo.

[9] Véanse, por ejemplo, T.N. Srinivasan y P.K. Bardhan, Poverty and Income Distribution
in India, Statistical Publishing Society, Calcuta, 1974, especialmente el artículo de
Chatterjee, Sarkar y Paul, así como P.G.K. Panikar et al., Poverty, Unemployment and
Development Policy, Naciones Unidas, ST/ESA/29, Nueva York, 1975.
[10]S.M. Miller y P. Roby Poverty: Changing Social Stratification, en Peter Townsend, The
concept of Poverty, op. cit., p. 143. Véase también S.M.Miller M. Rein, M. Roby y B.
Cross, Poverty, Inequality and Conflict en Annals of the American Academy of Political
Science, 1967. Otras concepciones al respecto se pueden consultar en Dorothy Wedderburn
(ed.), op. cit.

[11] Vale la pena destacar que hay muchas medidas de desigualdad. La de la brecha "entre
el 20 o el 10 por ciento y el resto" es sólo una. Véanse A.B. Atkinson. On the Measurement
of Inequality, en Journal of Economic Theory, núm. 2, 1970; A.K. Sen, On Economic
Inequality, Clarendon Press, Oxford, 1973; S. Ch. Kolm, Unequal Inequalities: I y II., en
Journal of Economic Theory, núms. 12 y 13, 1976; C. Blackorby y D. Donaldson, Utility
vs. Equity: Some Plausible Quasi-orderings, en Journal of Public Economics, núm. 7,
1977, y C. Blackorby y D. Donalson, Ethical Indices for the Mesurement of Poverty, en
Econometrica, núm. 48, 1980. La desigualdad no es sólo un asunto del grado de
concentración del ingreso sino de investigar los contrastes entre diversos sectores de la
comunidad desde muchas perspectivas, por ejemplo en términos de relaciones de
producción, como lo hizo Marx. Véase de éste Zur Kritik der Politischen Okonomie, Deitz
Verlag, Berlín, 1964 y Das Kapital.

[12] W.G. Runciman, Relative Deprivation and Social Justice, Routledge and Kegan Paul,
Londres, 1966, y Peter Townsend, The Concept of Poverty..., op. cit. en cuyas obras se
encuentran dos enfoques diferentes del concepto.

[13] Peter Townsend, Poverty as Relativa Deprivation..., op. cit., pp. 25-26.

[14] Dorothy Wedderburn (ed.), op. cit., p. 4

[15]Peter Townsend, Poverty as Relative..., op. cit., p. 36

[16] Por ejemplo, Richard Scase anota que los trabajadores suecos tienden a escoger grupos
de referencia más amplios que los trabajadores británicos y relaciona este contraste con las
diferencias entre los movimientos sindicales y la organización política general de los
respectivos países. Véase, de ese autor, Relative Deprivation: A. Comparison of English
and Swedish Manual Workers, en Dorothy Wedderburn (ed.), op. cit.

[17] M. Orshansky, How Poverty is Measured, en Monthly Labour Review, 1969, p. 37.
Townsend critica esta posición en su artículo Poverty as Relative Deprivation... op. cit.

[18] E.J. Hobsbawm, Poverty, en International Encyclopedia of the Social Sciences, Nueva
York, 1968, p. 398.

[19]Esto no niega, en manera alguna, que los valores propios pueden afectar implícitamente
la valoración de los hechos, como sucede con mucha frecuencia. La afirmación tiene que
ver con la naturaleza del ejercicio, el cual se ocupa de valorar los hechos, y no con la
manera como se realiza típicamente la valoración ni con la sicología que está detrás del
ejercicio (el médico vinculado a la pensión de estudiantes en la cual me hospedé en Calcuta
se rehusaba a diagnosticar la gripe porque consideraba que "esa enfermedad no debería ser
una razón para quedarse en cama"). La cuestión es, en cierta forma, comparable con la
influencia de los intereses en los valores de una persona. Para un importante análisis
histórico de diversos aspectos de esa relación, véase A.O. Hirschman, The Passions and the
Interests, Princeton University Press, Princeton, 1977.

[20] Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, 1776, p.
769. En la traducción de este párrafo se tomó como base la edición en español del Fondo de
Cultura Económica (segunda reimpresión, México, 1981), si bien con algunos cambios para
reflejar más literalmente el texto original. (N. de los traductores).

[21]Karl Marx, Das Kapital, op. cit., p. 208.

[22] A.K. Sen, On Economic Inequality, op. cit., capítulos 2 y 3.

[23] U.S. President's Commission on Income Maintenance, Poverty amid Plenty, U.S.
Government Printing Office, Washington, 1969 p. 8.

[24] Véase R.M. Hare, Freedom and Reason, Clarendon Press, Oxford, 1963, capítulo 4.

[25] En el libro Z. Stein, M. Susser, G. Saenger y F. Marolla, Famine and Human


Development: the Dutch Hunger Winter of 1944-1945, Oxford University Press, Londres,
1975, se describen esas penurias.

[26] Tampoco hay necesariamente contradicción cuando se afirma que la comunidad A


tiene menos privaciones en términos de los estándares de una comunidad (por ejemplo los
de A misma), mientras la comunidad B padece menos privaciones en términos de los
estándares de otra comunidad, por ejemplo, los de B).

[27] Véase H. Dalton, The Measurement of the Inequality of Incomes, en Economic


Journal, núm 30, 1920; núm. 30, 1920; S. Ch. Kolm, The Optimal Productions of Social
Justice, en J. Margolis y H. Guitton (eds.) Public Economics, MacMillan, Londres, 1969, y
A.B. Atkinson, op. cit.

[28] R, Bentzel, The Social Significance of Income Distribution Statistics, en Review of


Income and Wealth, núm 16, 1970; B. Hansson, The Measurement of Social Inequality, en
R.E. Butts y J. Hintikka (eds.), Foundational Problems in the Special Sciences, Reidel,
Dordrecht, 1977 y A.K. Sen, Ethical Measurement of Inequality: Some Difficulties, en W.
Krelle y A.F. Shorroks, Personal Income Distribution, North- Holland, Amsterdam, 1978.

[29] En A.K. Sen, Description as Choice, Oxford Economic Papers, núm. 32, 1980, se
pueden consultar los aspectos metodológicos respectivos.

[30] La literatura sobre las necesidades básicas es extensa. Algunos de los problemas
principales se pueden estudiar en OIT, Employment, Growth and Basic Needs: A One
World Problem, Ginebra, 1976, y de la misma organización internacional, Basic Needs and
National Employment Strategies, ponencias de la Conferencia Mundial Tripartita sobre
Empleos, Distribución del Ingreso, Progreso Social y la División Internacional del Trabajo,
Ginebra, vol. I, 1976; Mahbubul Haq, The Poverty Curtain Choices for the Third World,
Columbia University Press, Nueva York, 1976 R. Jolly, The World Employment
Conference: The Enthronement of Basic Needs, en Overseas Development Institute Review,
núm 2, 1976. F. Stewart y P. Streeten, New Strategies fo Development: Poverty. In come
Distribution and Growth, en Oxford Economic Papers núm. 28, 1976; W. Beckerman,
Some Reflections on "Redistribution Growth en World Development, núm. 5, 1977; Ajit
Bhalla, Technologies Appropiate for a Basic Needs Strategy, mimeo.,OIT, Ginebra, 1977;
F. Ghai, A. R. Khan, E Lee y T.A. Alfthan, The Basic Needs Approach to Development,
OIT, Ginebra, 1977; Paul Streeten, The Constructive Features of a Basic Needs Approach
to Development, mimeo., Banco Mundial, Washington ., 1977; T. Balogh; Failures in the
Strategy Against Poverty, en World Development, Núm. 6, 1978; K. Griffin y A. R. Khan,
Poverty in the Third World: Ugly Facts and Fancy Models, en World Development, núm. 6,
1978; D.H. Perkins, Meeting Basic Needs in the People´s Republic of China, en World
Development, núm. 6, 1978; Ajit Singh, The Basic Needs Approach to Development vs the
New International Economic Order: the Significance of Third World Industrialization,
mimeo., Department of Applied Economics, Universidad de Cambridge, 1978, y Paul
Streeten y S.J. Burki, Basic Needs: Some Issues, en World Development, núm. 6, 1978.
Otros temas relacionados con las necesidades básicas se encuentran en I. Adelman y C.T.
Morris, Economic Growth and Social Equity in Developing Countries, Stanford University
Press, Stanford, 1973; H. Chenery, M. S. Ahluwalia, C.L.G. Bell, J.H. Duloy y R. Jolly,
Redistribution With Growth, Oxford University Press, Londres, 1974; D. Morawetz,
Twenty-five Years of Economic Development, 1950 to 1975, John Hopkins University
Press, Baltimore, 1977; S. Reutlinger y M. Selowsky, Malnutrition and Poverty:
Magnitude and Policy Options, John Hopkins University Press, Baltimore, 1976; J.
Drewnowsky, Poverty: Its Meaning and Measurement, en Development and Change, núm,
8, 1977; J.P. Grant, Disparity Reduction Rates in Social Indicators, Overseas Development
Council, Washington, 1978; Graciela Chichilnisky, Basic Needs and Global Models:
Resources, Trade and and Distribution, mimeo., Universidad de Essex, 1979; M.D. Morris,
Measuring the Condition of the World's Poors: The Physical Quality Life Index, Pergamon
Press, Oxford, 1979, y G. S. Fields, Poverty, Inequality and Development, Cambridge
University Press, Cambridge, 1980.

[31] Diversos análisis de la teoría del consumidor en términos de características se pueden


consultar en W.M. Gorman, The Demand for Related Goods, en Journal Paper, núm. 3129,
Iowa Experimental Station, Ames, Iowa, 1956, y Tricks with the Utility Function, en M.J.
Artis y A.R. Nobay (eds.) Essays in Economic Analysis, Cambridge University Press,
Cambridge, 1976, así como K.J. Lancaster, A New Approach to Consumer Theory, en
Journal of Political Economy, núm. 74, 1966.

[32]Sobre este tema general véase A.K. Sen, Poverty and Economic Development, Second
Vikram Sarabhai Memorial Lecture, Vikram A. Sarabhai AMA Memorial Trust,
Ahmedabad, la India, 1976. Las investigaciones empíricas, respectivas se encuentren en N.
Rath, Regional Variation in Level and Cost of Living in Rural India, en Artha Vijnana,
núm. 15, 1973; N. Bhattacharya y G.S. Chatterjee, Between States Variation in Consumer
Prices and Per Capita Household Consumption in Rural India, en Sankhya, núm. 36, 1974,
y A Further Note on Between States Variation in Level of Living in Rural India, Technical
Report ERU/4/77, Indian Statistical Institute, Calcuta, 1977, y A.K. Sen, Real National
Income en Review of Economic Studies, núm. 43, 1976.

[33] Los hábitos alimentarios no son fáciles de cambiar. Sin embargo en situaciones de
hambre extrema, por ejemplo en condiciones de hambruna, se transforman de modo radical.
De hecho, una de las causas más comunes de muerte en una hambruna es la diarrea causada
por la ingestión de alimentos inhabituales y de sustancias no comestibles.

[34] La distinción se relaciona estrechamente con la diferencia establecida por Seebohm


Rowntree entre pobreza "primaria" y "secundaria". Véase, de este autor, Poverty A.Study of
Town Life, Mac Millan, Londres, 1901.

[35] El método del ingreso tiene vínculos cercanos con las comparaciones de ingreso real
de la economía del bienestar. Véase J.R. Hicks, The Measurement of Real Income, en
Oxford Economic Papers, núm. 10, 1958.

[36] El método del ingreso se basa en dos conjuntos distintos de convenciones, a saber: 1)
las utilizadas para identificar las necesidades mínimas, y 2) las que sirven de base para
definir las restricciones de comportamiento y de gustos.

[37] Las pruebas de diferencias agudas en los deflactores de precios para grupos específicos
de ingreso en la India se pueden obtener en P.K.Bardhan, On the Incidence of Poverty in
Rural India, en Economic and Political Weekly, febrero de 1973, reimpreso en T.N.
Srinivasan y P.K. Bardhan, op. cit; A. Vaidyanathan, Some Aspects of Inequalities of
Living Standards in Rural India, en N. Srinivasan y P.K. Bardhan, op. cit., y R.
Radhakrishna y A. Sarma, Distributional Effects of the Current Inflation, en Social
Scientist, vol. 30, núm. 1, 1975, entre otros Véase también S.R. Osmani, Economic
Inequality and Group Welfare: Theory and Aplication to Bangladesh Oxford University
Press, 1978.

[38] Véase M. Orshansky, Counting the Poor: Another Look at the Poverty Profile en
Social Security Bulletin, Núm 28, 1965: B Abel Smith y P. Townsend, The Poor and the
Poorest, Bell, Londres, 1965, y A.B. Atkinson, op. cit., entre otros. También consúltese,
G.S. Fields, op. cit.

[39]Una versión esclarecedora de estos métodos y de su lógica se encuentra en A. Deaton y


J. Muellbauer, Economics and Consumer Behaviour, Cambridge University Press,
Cambridge, 1980.

[40] Otra variable importante es la carga laborar, incluyendo la de los niños; que también
puede ser alta en economías pobres. Véase B.Hansen, Employment and Wages in Rural
Egypt en American Economic Review, núm. 59. 1969. y C. Hamilton, Increased Child
Labourt-An External Diseconomy of Rural Employment Creation for Adults, en Asian
Economy, diciembre de 1975.
[41] Véase, por ejemplo, T. Goedhart, V. Halberstadt, A. Kapteyn y B. Van Praag, The
Poverty Line: Concept and Measurement, en Journal of Human Resources, núm 4, 1977.

[42] Véase John Muellbauer, Testing the Barten Model of Household Composition Effets
and the Cost of Children, en Economic Journal, núm. 87, 1977, y A. Deaton y J.
Muellbauer, Economic and Consumer Behaviour, Cambridge University Press, Cambridge,
1980, capítulo 8. El método se remonta hasta E. Engel, Die Lebenkosten Belgisher Arbeiter
Familien früher und jetzt. 1985, en International al Statistical Institute Bulletin, núm. 9.
Los problemas derivados de comparar el bienestar de distintos hogares se pueden estudiar
en M. Friedman. A Method of Comparing Incomes of Families Differing in Composition,
en Studies in Income and Wealth, núm 15, 1952; 1952; J. A.C. Brown. The Consumption of
Food in Relation lo Household Composition and Income, en Econometrica núm 22, 1954;
S.J. Prais y H.S. Houthakker, The Analysis of Family Budgets, Cambridge University Press,
Cambridge, 1955 (segunda ed. 1971) A.P. Barten, Family Composition, Prices and
Expenditure Pattern en P? Hart y G. Mills, Econometric Analysis for National Accounts,
Butterworth, Londres, 1964; H. Theil, Economics and Information Theory, North Holland,
Amsterdam, 1967; J.L. Nicholson, Appraisal of Different Methods of Estimating
Equivalent Scales and their Results, en Review of Income and Wealth, núm 22, 1976; John
Muellbauer, Cost of Living, en Social Science Research, HMSO, Londres, 1977, A, Deaton
y J, Muellbauer, op. cit; G.S. Fields, op. cit.; N? Kakwani, Income Inequality and Poverty,
Oxford University Press, Nueva York, 1980, y R. Marris y H. Theil, International
Comparisions of Economic Welfare, mimeo., Departamento de Ciencias Económicas,
Universidad de Maryland, 1980.

[43]Véase Tibor Scitovsky, The Joyless Economy, Oxford University Press, Nueva York,
1976, y F. Hirsch, Social Limits to Growth, Harvard University Press, Cambridge, 1976.
Véase también A.O. Hirschman y M. Rothschild, The Changing Tolerance for Income
Inequality in the Course of Economic Development, en Quarterly Journal of Economics,
núm 87, 1973.

[44] Surge un problema complejo cuando la transferencia hace que la persona 2 cruce la
línea de pobreza, posibilidad que se ha excluido deliberadamente en el caso postulado. Este
involucra una reducción de uno de los parámetros básicos de la pobreza, es decir, la
identificación de los pobres y, aunque hasta cierto punto es arbitrario dar mucha
importancia a que una persona cruce realmente la línea de la pobreza tal arbitrariedad está
implícita en el concepto mismo de pobreza que se basa en el uso de una línea normativa.

[45] Véase S. Rowntree, op. cit.

[46] Véase M. Orshansky, Counting the Poor... , op cit. y Recounting the Poor: A Five Year
Review, en Social Security Bulletin, núm 29, 1966 y B. Abel-Smith y P. Townsend, op. cit.

[47] Véase, por ejemplo, el animado debate sobre la tendencia temporal de la pobreza en la
India en P.D. Ojha, A Configuration of Indian Poverty, en Reserve Bank of Indian Bulletin,
Núm. 24, 1970; V.M. Dandekar y N. Rath, Poverty in Indian, Indian School of Political
Economy, Poona, 1971; B.S. Minhas, Rural Poverty, Land Distribution and Development,
y Rural Poverty and Minimum Level of Living, en Indian Economic Review, Núm. 5 y 6
1970 y 1971, respectivamente; P.K. Bardhan, On the Minimum of Living and the Rural
Poor y On the Minimum Level of Living and the Rural Poor: A Further Note, en Indian
Economic Review, núm. 6, 1971, respectivamente, así como On the Incidence of Poverty in
Rural India, op. cit., M. Mukherjee, N. Bhattcharya y G.S. Chatterjee, Poverty in India:
Measerument and Amelioration, en Commerce, núm. 125, Calcuta, 1972; I.Z. Bhatty,
Inequality and Poverty in Rural India, en T.N. Srinivasan y P.K. Bardhan, op. cit.; Dharma
Kumar, Changes in Income Distribution and Poverty in India: A Review of the Literature,
en World Development, núm. 2 1974; Deepak Lal, Agricultural Growth, Real Wages and
the Rural Poor in India, en Economic and Political Weekly, II, 1976; M. Ahluwalia, Rural
Poverty Studies, núm. 14, 1978, y Bhaskar Dutta, On the Measurement of Poverty in Rural
India, en Indian Economic Review, núm. 13, 1978. Las comparaciones internacionales
relevantes se pueden apreciar en H. Chenery, M.S. Ahluwalia, C.L.G. Bell, J.H. Duloy y R.
Jolly, op. cit.

[48] La brecha de la pobreza ha sido utilizada por la U.S. Social Security Administration;
véase A.B. Batchelder, The Economics of Poverty, John Wiley, Nueva York, 1971.
También N., Kakwani, Measurement of Poverty and Negative Income Tax, en Australia
Economic Papers, núm. 16, 1977, y W. Beckerman The Impact of Income Maintenance
Programmes on Poverty in Four Developed Countries, OIT, Ginebra, 1979, y The Impact
of Income Maintenance Payments on Poverty in Britain, 1975, en Economic Journal, núm
89. 1979.

[49] Se pueden estudiar en A.K. Sen, Poverty, Inequality and Unemployment: Some
Conceptual Issues in Measurement, en Economic and Political Weekly, 8, núm especial,
1973, y Poverty: An Ordinal Approach lo Measurement, en Econometrica, núm 44, 1976,
Véase también G.S. Fields. op. cit.

[50] A.L. Bowley, The Nature and Purpose of the Measurement of Social Phenomena, P.S.
King, Londres, 1923, p. 214.

[51] La cuestión de la privación relativa frente al resto de la comunidad está presente


también en la determinación de las necesidades mínimas sobre las cuales se basa la línea de
pobreza, como se examinó en este trabajo. Así la estimación de la "privación absoluta",
frente a la línea de pobreza involucra implícitamente algunas consideraciones de privación
relativa. El texto de este apartado, en cambio, se refiere a cuestiones de privación relativa
que subsisten incluso después de que se ha trazado la línea de pobreza, ya que queda
pendiente la pregunta adicional de la privación propia comparada con la de otros que
también son pobres.

[52]Véase W.G. Runciman, op. cit., y P. Townsend, The concept of Poverty, op. cit.

[53] Véase J.C. Borda, Mémoire sur les élections au scrutin, en Mémoires de L"Académie
Royale des Sciences, París, 1781.

[54] De hecho, es posible derivar las características de la equidistancia a partir de otros


axiomas más primitivos (véase A. K. Sen, Poverty, Inequality and Unemployment..., op.
cit., e Informational Bases of Alternative Welfare Approaches: Aggregation and Income
Distribution, en Journal of Public Economics, núm. 4, 1974.

[55] Cabe recordar que, al establecer la línea de pobreza, las consideraciones de privación
relativa ya han desempeñado un papel, de tal manera que la privación absoluta frente a la
línea de pobreza es no relativa sólo en el contexto limitado del ejercicio de "agregación".
Como se vio los conceptos de privación absoluta y relativa son relevantes para cada uno de
los dos ejercicios de medición de la pobreza, a saber, identificación y agregación. Los
axiomas A y R tienen que ver exclusivamente con la agregación.

[56] Véase de este autor, Poverty, Inequality and Unemployment..., op. cit.,y Poverty: An
Ordinal Approach to Measurement, op. cit.

[57] Véase Appendix C: Measurement of Poverty, en Poverty and Famines. An Essay on


Entitlement and Deprivation, op. cit., donde se realiza la derivación axiomática precisa del
índice de Sen (nota de los traductores)

[58] Véase, por ejemplo M. Ahluwalia, op. cit; M. Alamgir, Poverty, Inequality and
Development Strategy in the Third World, mimeo., 1976. y Bangladesh: A Case of Relow
Poverty I. evel Equilibrium Trap, 1978, ambos con el sello de Bangladesh Institute of
Development Studies, en Dacca: S, Anand, Aspects of Poverty in Malaysia, en Review of
Income and Wealth, núm 23, 1977; S. Clark, R. Hemming y D. Ulph, On Indices for the
Measurement of Poverty, mimeo, Institute for Fiscal Studies, Londres, 1979; Bhaskar
Dutta, op. cit; g.s. Fields, op. cit.; W. Van Ginneken, Some Methods of Poverty Analysis:
An Application to Iranian Data, 1975-1976. en World Development, núm. 8, 1980; N
Kakwani, Measurement of Poverty and Negative Income Tax, op. cit. y On a Class of
Poverty Measures, en Econometrica, núm 48, 1980; S.R. Osmani, op. cit.; Y.V. Pantulu,
On Sen's Measure of Poverty, mimeo., Sadar Patel Institute of Economic and Social
Research, 1980; S.A.R. Sastry, Poverty, Inequality and Development: A Study of Rural
Andhra Pradesh en Anvesak, núm. 7, 1977, y Poverty: Concepts and Measurement, en
Indian Journal of Economics, núm. 61, 1980; F. Seastrand y R. Diwan, Measurement and
Comparison of Poverty and Inequality in the United States, trabajo presentado en el Third
World Econometric Congress. Toronto 1975, y R. Szal, Poverty, Measurement and
Analysis, OIT, Working Paper WEP2-23/WP60,1977.

[59] Véase S. Anand, op. cit; Blackorby y D. Donaldson, Ethical Indices for the
Measurement of Poverty, en Econometrica, núm 48, 1980; S. Clark, R. Hemming y D.
Ulph, op. cit; K. Hamada y N. Takayama. Censored Income Distribution and the
Measurement of Poverty, en Bulletin of Internacional Statistical Institute, núm. 47, 1978.

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