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Beatriz Sarlo
Horacio Quiroga y La Hipótesis Técnico-Científica
Ricardo Ortiz era argentino, y había nacido en la
capital federal. Su familia, de cuantiosa fortuna,
dedicóle a la ingeniería eléctrica, para lo cual Ortiz
mostraba desde muy pequeño fuerte inclinación.
Hizo sus estudios en Buffalo con brillante éxito.
Volvió a Buenos Aires, y en vez de ejercer su
profesión, dedicóse al estudio de pilas eléctricas;
creía estar en la pista de un nuevo elemento de
intensidad y constancia asombrosas.
El hombre artificial
Dos amigos, no precisamente preocupados por sostener una hipótesis, sino por
confeccionar una “vida” de escritor donde todo encuentre un lugar adecuado, incluso aquellos
rasgos menos tolerables para la moral de la época, ofrecen a los lectores de su libro, escrito en
los meses que siguen a la muerte de Horacio Quiroga, múltiples noticias sobre sus pasiones
técnicas.1 No menos de veinte veces, en un volumen de cuatrocientas páginas pequeñas,
nombran los experimentos, los talleres, los fracasos y los caprichos técnicos del biografiado:
las menciones parecen, más que buscadas, inevitables, cuando los autores se refieren a las
diferentes casas habitadas por Quiroga, donde el taller de química, galvanoplastia o el horno
de cerámica ocupaban el centro; al equipaje con el que partía hacia Misiones; al trabajo físico
invertido en el escenario rural del que su segunda mujer huyó de tedio; a las empresas que allí
mismo intentó para liberarse de una escritura obligada que los diarios y revistas pagaban mal;
a las pasiones de juventud y madurez primero por el ciclismo, más tarde por su moto, luego
por un barco construido por él mismo, y finalmente por un Ford a bigotes.
Los dos biografistas, Delgado y Brignole, no fundan, con estos datos, otra interpretación
que la psicológica: la tendencia a un “placer complejo” que incluye la actividad física y el
desafío al ingenio. No avanzan más uniendo los datos que proporcionan: esto los hace
singularmente valiosos, porque son a la vez inevitables y sólo motivados por la biografía, que
hilvana los temas del mito quiroguiano; pero uno de esos temas, precisamente el de la pasión
experimental y el pionerismo técnico, es un no-tema, algo que está allí sin merecer un
subrayado.
Todavía en Salto y antes de los veinte años, Quiroga “si alguna predilección manifestaba,
1
José M.Delgado y Alberto J. Brignole, Vida y obra de Horacio Quiroga, La Bolsa de los Libros, Biblioteca
Rodó, Montevideo, 1939.
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fuera de su pasión desordenada por la lectura, ella se refería, no a las profesiones liberales,
sino a los oficios de la artesanía. Las máquinas, sobre todo, ejercían sobre él una atracción
singular”. A la mecánica, se agrega poco después la química:
Enseguida, previsiblemente, vino la fotografía, considerada “más como un oficio que como
un arte”:
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tradiciones locales en las elites letradas. La vocación por el ‘saber hacer’ está, probablemente,
en casi todas las aventuras de Quiroga: desde su primera empresa algodonera en el Chaco
Austral, hasta el jardín botánico más o menos exótico que consiguió plantar, injertar y
combinar durante su último período en San Ignacio. En el medio, los ‘inventos’, que sus
biógrafos llaman “quiméricas empresas” y que convendría mirar no sólo desde la perspectiva
de un escritor en la selva misionera, tratando de ganarse la vida fuera del mercado literario de
Buenos Aires, sino como estrategias de instauración de un poder frente a la naturaleza por la
mediación de la técnica y del ‘saber hacer’ técnico. Las empresas de innovación que fantasea
son varias y se las atribuye a uno de sus personajes misioneros:
6
Horacio Quiroga,”Los destiladores de naranja”, y Delgado y Brignole, cit., p.224.
7
En esto, la ficción de Quiroga se diferencia de la construida por otros modernistas sobre la base de algunas
hipótesis “científicas”. Nada hay más extraño a Leopoldo Lugones, para poner el ejemplo inevitable, que estas
preocupaciones practicas, del todo ajenas al tono de los cuentos recopilados en Las fuerzas extrañas (Buenos
Aires, 1906).
8
Horacio Quiroga, “Cadáveres frescos”, en Obras Inéditas y desconocidas, Montevideo, Arca, 1968, pp.130 y ss.
*
Ocioso. (JB)
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librerías los manuales de artes y oficios con una benjaminiana pasión de coleccionista.9
Si, como lo aseguran los testimonios de época, Quiroga ha leído a Sherwood Anderson,
algo del vagabundeo aventurero tanto por el espacio como por la materia se descubre en estas
pasiones: saberes concretos que se encuentran en los lugares y las sustancias que la literatura
no ha tocado. Pero, sobre todo, saberes nuevos o, por lo menos, poco imaginables en la
formación intelectual del escritor. El ideal del hombre que puede cambiar su lugar en la
sociedad no es sólo un mito de ascenso; incluye también el desplazamiento por los saberes en
un itinerario que no gira alrededor de una biblioteca. La flexión ‘americanista’ de este
compuesto de ideas es una vía original entre los escritores del postmodernismo: como en
Estados Unidos, la técnica puede impulsar un programa de vida, en términos individuales,
pero también un modelo de sociedad donde sus miembros son iguales frente a saberes
prácticos cuya novedad es, en sí misma, niveladora.
La obsesión por dominar todos los oficios no es sólo un rasgo psicológico sino el ideal
moral de autoconstrucción independiente, concebido en términos de futuro. La pasión por la
velocidad, que comienza en un club de ciclismo fundado por Quiroga en Salto y en su
frustrada vocación de corredor, encuentra luego en la motocicleta (como un verdadero dandy o
como un adelantado, compra una en 1918) y en el Ford (desde 1925) sus emblemas más
contemporáneos. Sobre el Ford, Quiroga, como un técnico popular, realiza una verdadera
operación de permanente desarmado y rearmado: bricolage mecánico de piezas conseguidas
en imaginable frecuentación de talleres o en los cementerios de repuestos y partes, baldíos
periféricos que, según Arlt, también frecuentaban los inventores aficionados.10 La pasión
futurista de la velocidad adjudica a la máquina ese estatuto de desafío permanente de los
límites materiales y también de las habilidades prácticas: ambas dimensiones del
automovilismo y del motociclismo están presentes en Quiroga. Pero también hay marcas del
dandysmo de fin y comienzos de siglo en este cultivo de la proeza técnica que, en ocasiones,
se convierte en condición de posibilidad del escenario erótico: tanto del pionero en San
Ignacio como del enamorado que viaja en moto desde Buenos Aires a Rosario. 11 Y su última
actividad en Misiones, la floricultura hipertecnificada y ‘científica’ de su huerto de orquídeas,
amarillis y poinsetias rubrica el gusto por las flores tropicales y exóticas (trazadas por la
naturaleza como si salieran de un dibujo de Beardsley) que recorre el modernismo, el art
nouveau y el Liberty.
Modernidad, tecnología, dandysmo, un arco que Quiroga no es el único en recorrer
(Marinetti, D’Annunzio y, a su modo poco después, Oliverio Girondo), conduce casi
inevitablemente al culto del cine. Es bien sabido que Quiroga escribió notas periodísticas
sobre films, desde 1919, y también que construyó varios relatos con el cine como hipótesis
9
“Cuando salía por las tardes de la oficina del Consulado, se reunía con un grupo de amigos en el café “El
Toyo”, de la calle Corrientes, entre Reconquista y San Martín. Después se apartaba de ellos para ir solo a la
Ferretería Francesa, de la cual era visitante casi diario, se pasaba allí horas enteras examinando aparatos y
herramientas, o en procura de tal o cual clase de tornillos, o colores, o sustancias químicas [...] Cuando no se
dirigía a las librerías y se pasaba curioseando las novedades, sobre todo, hojeando los compendios de artes
manuales, que lo atraían más poderosamente que ningún libro y de los cuales llegó a tener una colección
completísima” (Delgado y Brignole, cit., pp.300-l, subr. BS).
10
Roberto Arlt, “El paraíso de los inventores”, El Mundo, 28 de enero de 1931. Véase el capítulo sobre
“Inventores: tecnología y fabulación”.
11
Quiroga, aunque no se convierte en aviador como otro dandy del período, Jorge Newbery, experimenta el
vuelo, los loopings y otras pruebas de acrobacia.
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ficcional. Se sabe que las primeras películas, los cortos y las series no despertaron el interés
unánime de los intelectuales y los artistas, con lo que la pasión de Quiroga lo coloca una vez
más en su condición, de pionero, explicable, en este caso, tanto por la fascinación técnica
como por un rasgo al que era intelectualmente sensible: la emergencia de un nuevo tipo de
público, que provee de fans a los astros de Hollywood. Este nuevo público, precisamente,
suscita el primer cuento de Quiroga en el que el cine es condición ficcional: “Miss Dorothy
Phillips, mi esposa” (publicado en 1919).
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amada? ¿cómo esta imagen logra una corporización que la convierte en algo más verdadero, o
más poderoso, que la vida y la muerte? Estas preguntas son las de “El retrato oval” de Poe, y
Quiroga ya había ensayado su potencial narrativo en su propio relato “El retrato” pero la
hipótesis cinematográfica le permite desarrollar posibilidades nuevas al menos en dos
direcciones.
Por un lado, Quiroga exaspera lo que el cine, como técnica de producción y reproducción
de imágenes, promete a la fantasía: si es posible capturar para siempre un momento y
convocarlo cuando se lo desee; si es posible que la imagen bidimensional e inmóvil de la
fotografía se convierta en una imagen todavía plana pero temporalizada por el movimiento; si
es posible que un puro presente de la imagen sea, en realidad, la captación de un pasado que
puede actualizarse indefinidamente, por lo menos en términos teóricos no hay que descartar un
desarrollo técnico que permita el pasaje entre la bidimensionalidad de la imagen y la
tridimensionalidad del mundo, entre el presente congelado de la imagen y un movimiento que
lo libere de la repetición y lo devuelva al fluir temporal. Los cuentos de Quiroga presuponen la
invención de Morel; la invención de Morel desarrolla, como comienzan a hacerlo los cuentos
de Quiroga, una hipótesis sobre el potencial de producción de imágenes-reales que se atribuye
al cine. Los espectros y los vampiros son proyecciones de la imagen técnicamente
perfeccionada hasta alcanzar el punto por donde se atraviésala línea que separa el analogon
cinematográfico de su primera referencia (aquello que, en la filmación, la cámara ha captado).
La hipótesis de que sería posible pasar de la bidimensionalidad y la repetición a la
tridimensionalidad y el fluir del tiempo, proviene de una analogía que, hacia atrás en el
proceso tecnológico, se apoya en la fotografía: si es posible captar lo real tridimensional en
una superficie plana, se podrá liberar a esa superficie de su inmovilidad primero (y esto lo
demostró el cine) y de su cárcel de repetición temporal luego (y éste es el presupuesto técnico-
ficcional de los cuentos de Quiroga). Los rayos que imprimen un negativo no son los últimos
que un procedimiento técnico está en condiciones de gobernar; otros rayos, que recuperen e
independicen la ‘vida’ de las imágenes impresas son imaginables. El cine i no sólo podría
reduplicar una referencia, sino producir una realidad relativamente autónoma respecto de la
primera imagen producida. Estos juegos intelectuales con los principios de una tecnología
novedosa, están en la base de hipótesis que, como en la ciencia ficción, desarrollan un como si
a partir de la extrapolación tecnológica o científica. Los cuentos de Quiroga están fundados
precisamente en esto: su narración opera como si fuera posible que el cine, técnicamente,
pudiera realizar, la fantasía de sus espectadores (o de sus protagonistas): mezclarse con la
vida, continuar en la escena real las pasiones de la escena filmada.
La otra dirección que la hipótesis impulsa remite más directamente al tópico pasional, por
intermedio del técnico: una pasión puede vencer la muerte; una imagen cinematográfica que
ha sido arrancada de la pantalla vampiriza al un hombre real; los celos de un marido muerto
son capaces de modificar las imágenes del film desde el cual, como actor, contempla y es
contemplado por su mujer y su amante; el amor de un hombre por una actriz logra capturar su
imagen, extraerla del celuloide y recomponerla como un cuerpo luminoso que se pasea por
una escenografía real. En suma, el deseo erótico manipula el principio técnico y, en los
desenlaces, se convierte en víctima de esa manipulación.
Para que estos cuentos pudieran ser escritos era necesario un cruzamiento entre las dos
dimensiones del cine: su erotismo y su tecnología. Quiroga capta y es capturado por ambas: no
le importa menos el potencial erótico de la imagen cinematográfica que su potencial como
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productor de hipótesis ficcionales y técnicas al mismo tiempo. El cruce de las dos dimensiones
hace de estos relatos lo que son: fantasías tecnológicas tan fuertemente como fantasías
eróticas: el vampirismo de los rayos de luz apresados en el celuloide o el mito fáustico
fundado en una tecnología de punta. Lo fantástico que remite al potencial de independización
de una imagen es posible por lo técnico que permite su captación y su reproducción
indefinida; la transgresión del límite técnico o, si se quiere, el manejo de la tecnología por
obsesos, locos, pasionales o ignorantes, produce resultados trágicos que encierran una doble
moral.
Por un lado, la tensión modernizante concibe una tecnología sin límites materiales o éticos;
por el otro, las fuerzas materiales se vengan de los aprendices que las manipulan. Si la
tecnología del cine indujo a pensar que todo era posible, los resultados de los actos
desencadenados por esta idea muestran el lado siniestro de la extrapolación técnica, un lado
siniestro que Quiroga vincula a los viejos fantasmas de la histeria y el vampirismo y a las
viejas leyes de la culpa y la venganza. No de otro modo operaba una línea del cine en las
primeras décadas de este siglo, abordando con el recurso técnico más moderno algunos de los
tópicos del romanticismo o el sentimentalismo, y explorando una narración formal de nuevo
tipo con materiales que se tomaban de viejas fuentes por las que ya había pasado la narración
literaria.
El cruce ensayado por Quiroga en estos relatos de mitología tardorromántica y tecnología
sofisticada se produce en un medio donde el cine ya se había insertado poderosamente como
forma de la sensibilidad estética de un público amplio y como hobby tecnológico de algunos
grupos más reducidos. No se trata sólo de evocar los primeros ensayos muy tempranos de
films realizados en Buenos Aires, sino también de remitirse al registro que del cine hacen
grandes diarios como Crítica, y de la proliferación de revistas especializadas en la mitología
del star-system pero también en los avances técnicos y los trucos del oficio. En 1919, aparece
en Buenos Aires una revista íntegramente dedicada al cine, Imparcial Film; en 1920,
comienza a editarse Cinema Chat y Hogar y cine; en 1922, Argos Film; al año siguiente, Los
héroes del cine y, enseguida, en 1924, Film Revista. Semanarios dedicados a la publicación de
ficciones, incorporan, a mediados de los años veinte, secciones dedicadas a Hollywood, con
dos grandes temas: la vida de las estrellas y los trucos de la industria. Los inventores locales
patentan algunas mejoras tempranas en la técnica de captar “vistas animadas”, y compiten con
la reválida de patentes extranjeras14. En Caras y Caretas aparecen con frecuencia publicidades
no sólo sobre fotografía sino también sobre cámaras y proyectores cinematográficos para
aficionados. Finalmente, Quiroga mismo es parte de este impulso colectivo hacia la
reproducción técnica de imágenes, que sin duda ya había capturado a su público: no sólo posee
un laboratorio fotográfico sino que acompaña como fotógrafo a Leopoldo Lugones en su viaje
a las misiones jesuíticas en la primera década de este siglo. Lo ‘maravilloso técnico’ ya había
implantado su poder sobre la imaginación porteña, aunque no fascinará sino a pocos
intelectuales.
14
Registro de Marcas y Patentes, gaveta 27, donde se encuentran, entre 1916 y 1922, varios inventores locales.
En 1922, el número de patentes tanto locales como revalidadas aumenta de unas pocas por año a más de treinta,
tanto en lo referido a la fotografía como al cine. Entre ellas, vale la pena recordar la pantalla para ver cine a la luz
del día inventada por Lola Mora (patente número 18.175).
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Habiendo ese año madurado muy pronto las naranjas por las fortísimas heladas, el
Manco debió también pensar en la temperatura de la bodega, a fin de que el frío nocturno,
vivo aún en ese octubre, no trastornara la fermentación. Tuvo así que forrar su rancho con
manojos de paja despeinada, de modo tal que aquello parecía un hirsuto y agresivo
cepillo. Tuvo que instalar un aparato de calefacción, cuyo hogar constituíalo un tambor de
acaroína, y cuyos tubos de tacuara daban vuelta por entre la paja de las paredes, a modo
de gruesa serpiente amarilla.16
*
Aquí Sarlo emplea el término en su doble semántica francesa. Bricoleur es tanto “el que se da maña” (el diestro)
en un oficio, como el chapucero, el que obtiene pobres resultados. (JB)
15
“Los destiladores de naranja”, en Los desterrados.
16
“Los destiladores de naranja”.
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Con esto, cuatro chapas que le habían sobrado al armar el galpón, y la ayuda de
Rienzi, se podía ensayar.
Ensayaron, pues. Como en la destilación de la madera los gases no trabajaban a
presión, el material aquel les bastaba. Con hierros T para la armadura y L para las bocas,
montaron la caldera rectangular de 4,20 x 0,70 metros. Fue un trabajo prolijo y tenaz,
pues a más de las dificultades técnicas debieron contar con las derivadas de la escasez de
material y de una que otra herramienta. El ajuste inicial, por ejemplo, fue un desastre:
imposible pestañar aquellos bordes quebradizos, y poco menos que en el aire. Tuvieron,
pues, que ajustarla a fuerza de remaches, a uno por centímetro, lo que da 1680 para la
sola unión longitudinal de las chapas. Y como no tenían remaches, cortaron 1680 clavos
—y algunos centenares más para la armadura.17
17
“Los fabricantes de carbón”.
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Como artesanos bricoleurs, tanto el Manco destilando sus naranjas como los dos amigos
que diseñan y construyen el horno para fabricar carbón de leña muestran la ambición y los
límites de una técnica que no está nunca a la altura de los problemas que se plantea, aunque
éstos sean muy sencillos. El orgullo por el trabajo bien hecho, propio del artesano, retrocede
frente al fracaso que recuerda los límites de cualquier intervención sólo basada en el saber
artesanal y sus medios materiales. La razón por la que Quiroga encuentra interesante relatar
minuciosamente estas experiencias, del mismo modo que Arlt transcribirá fórmulas químicas y
diseños de máquinas en sus novelas, tiene que ver con el peso simbólico del pionerismo
técnico de estos aficionados y ‘primitivos’ en un mundo donde nuevos conocimientos estaban
modificando, por lo menos en los sectores medios y populares, la organización tradicional de
saberes y destrezas.
Quiroga es sensible a esta innovación: no simplemente sus hobbies de tiempo libre sino una
parte fundamental de su vida se vincula con ella. El también es un constructor si se quiere naïf,
un pionero técnico (y mucho más pionero si se lo contrasta con la distancia respecto de la
tecnología que caracterizaba a la cultura letrada del Río de la Plata en esos años). Inventores y
reproductores de inventos son los que, en cambio, aparecen citados con frecuencia cada vez
mayor en los diarios de gran tirada del período, y el hecho de que se conviertan en noticia para
medios periodísticos sensibles a los giros del interés masivo permite imaginar la atracción que
las manipulaciones de sustancias y máquinas, incluso las más elementales, producía tanto en
su dimensión de conocimiento como en su promesa de un bienestar económico adquirido por
su intermedio. Incluso cuando la empresa parece no estar decididamente destinada al éxito, el
azar de un futuro desenlace favorable no queda definitivamente abolido en la perspectiva de
estos aficionados y quienes los rodean: la hijita de cinco años de uno de los productores de
carbón, le pregunta a su padre si “hará platita” con su nueva máquina y en la última línea del
cuento también ella lo consuela del reciente fracaso: “¡Se te quemó la caldera, pobre piapiá!..
Pero no estés triste...¡Vas a inventar muchas cosas más, ingenierito de mi vida!”18 La
posibilidad de un éxito económico no estaba ausente de estas fantasías técnicas (en Arlt la
dimensión económica de la invención es fundamental), pero ellas también valían por sí
mismas.
El pionerismo técnico, una de las formas de la aventura moderna concebida a la
‘americana’ como lucha de frontera en la que el .protagonista despliega su saber práctico,
proporciona un esquema de conflicto y suspenso a la narrativa de Quiroga. En ambos relatos,
dos historias familiares se cruzan con las peripecias de los constructores de máquinas (los
fabricantes de carbón padecen con la enfermedad de la hija de uno de ellos; el doctor Else
mata a la suya en medio de un delirium tremens producido por el alcohol destilado de
naranjas), pero el motor narrativo no está ni en el sentimentalismo de una ni en la tragedia
naturalista de la otra, sino en la seca exposición de dos fracasos articulada sobre la tozuda
psicología de sus protagonistas: capitanes de su propia derrota, hay un placer en el camino que
recorren para llegar a ella: el placer, precisamente, de probar conocimientos limitados en
prácticas ingeniosas que rodean, sin lograr atravesar nunca, las lagunas del saber necesario y
del dinero ausente en la empresa. Una idea de pionerismo no sólo geográfico sino técnico está
en la base de estos constructores fronterizos en todos los sentidos del término. El interés
ficcional reside en la comprobación de sus límites y la resolución de avanzar trabajando con la
conciencia de que ellos existen como obstáculo pero también como impulso narrativo e
18
“Los fabricantes del carbón”.
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ideológico.
Se hace necesario un rodeo para llegar de la invención técnica a la fantasía literaria que hoy
llamamos ciencia ficción. Holmberg y Lugones, en la literatura anterior o contemporánea a
Quiroga, habían trabajado cerca de este registro, pero hay algo en Quiroga que lo distingue. Se
trata de ver qué hace Quiroga con la ciencia, de la que extrae los lugares comunes que ya
conocía el modernismo, reciclándolos tanto para explorar la construcción de subjetividades
como para recomponer temas clásicos en escenarios modernos. Quiroga da una vuelta por la
“ciencia’ de donde extrae pocas novedades literarias, pero la necesita como fondo contra el
que pueden recortarse los pioneros voluntariosos pero ignorantes. Como ellos, Quiroga algo le
pide a la ciencia aunque como ellos también, conozca muy poco sobre saberes que están lejos
de la práctica. La ciencia es remota, la técnica está próxima: por eso mismo la ciencia tiene
una autoridad a la que, finalmente, la técnica tiene que remitirse. La distancia que las separa
intentará recorrerse en este rodeo, sin pretensiones de hacer centro en una problemática (la de
discurso literario y discurso científico) que lo desborda.
Del otro lado de los inventores naïfs y autodidactas, están los que fueron a una universidad,
emblemáticamente los médicos que, desde el naturalismo, pasean por la literatura una mirada
que se define a sí misma como objetiva: la mirada de la ciencia. Quiroga ironiza sobre la
objetividad de esa mirada médica, pero al mismo tiempo, algo de esa mirada,19 que representó
a la ciencia en el fin de siglo está en algunos de sus relatos. Por otra parte, las ciencias físico-
naturales y, en especial, la biología gozaban de sólido prestigio como esquema explicativo,
sobre lodo en los niveles de divulgación del pensamiento científico: instituciones, manuales,
libros de gran circulación.20
La primera marca, que no remite a la causalidad médica sino a la técnica, bien curiosa por
cierto, se encuentra en un texto muy breve, publicado en 1904: “Idilio”.21 Un cuento
elemental, hecho con retazos literarios sobre los que predomina una lectura levemente irónica
e influida por el decadentismo de la bohemia tardorromántica; la escritura no supera la
composición de clisé y, precisamente por eso, la causa técnica que, por medio del más
inmotivado azar deja ciego al protagonista, habla claramente de una idea de causalidad ajena y
distinta de los clisés del relato. La frase misma muestra la torsión de una suma lexical casi
inverosímil: “A fines de setiembre Samuel quedó ciego: una explosión de acetileno abrasó sus
ojos, apagando para siempre la mirada del brioso doncel”. En la moral que expone el relato,
Samuel debía quedarse ciego ya que, entre otras actividades, fingía serlo para pedir limosna.
Pero, fuera de discusión la inevitable ceguera, su causa podría haber sido una lámpara de gas,
un golpe contra el batiente de una ventana, la explosión de un calentador, un accidente en la
calle en el que Samuel hubiera sido atropellado por algún carruaje, incluso por un tranvía que
“ha valorizado en exceso” nuevos barrios como aquel donde vive. Sin embargo, destellando
como algo fuera de lugar, allí está la explosión de acetileno”, que, literalmente, no viene de
19
Al respecto, véase Hugo Vezzetti, La locura en la Argentina, Buenos Aires, Folios, 1983; y El nacimiento de
la psicología en la Argentina, Buenos Aires, Puntosur, 1988.
20
Véase al respecto la ponencia de Dora Barrancos: “Ciencia y trabajadores. La vulgarización de las tesis
darwinianas entre 1890 y 1920”, donde se estudian las conferencias de la Sociedad Luz de Buenos Aires;
Jornadas Inter Escuelas de Historia, Facultad de Filosofía y Letras, Buenos Aires, septiembre de 1991 (mimeo).
21
El crimen del otro, Buenos Aires, E. Spinelli.
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ninguna parte.
Y si no viene de ninguna parte (antes se ha informado que Samuel carecía de todo oficio),
hay que preguntarse porqué está allí y, sobre lodo, si anuncia (sin deliberación, pero por
significativa casualidad anticipatoria) algo de lo que vendrá después en la literatura de
Quiroga.
¿Qué le da la ciencia a la literatura? ¿En qué piensa la literatura cuando nombra a la ciencia
o alude a ella? Lejos de una cientificidad de lo dicho, una cientificidad de la forma, lo dicho se
certifica por la forma que lo presenta. El recurso a la ciencia, en su modalidad discursiva, debe
ser puesto, entonces, entre comillas, porque se trata de lo que se piensa como “forma de la
ciencia” impresa sobre ‘la forma del discurso literario’. La ‘forma científica’ a diferencia de la
técnica que remite al ‘saber hacer’ y a la descripción, propone una explicación: en
consecuencia, un esquema causal y, a partir de él, en sede literaria, un argumento. La literatura
no piensa como la ciencia, sino cómo cree que la ciencia piensa; entabla así un compromiso y
obtiene una caución.
La ‘voz de la ciencia’ libera al relato de límites morales: a la ciencia le asiste el derecho de
decir incluso aquello que ofende a las conveniencias sociales; no hay transgresión cuando la
ciencia habla de la transgresión. El personaje médico, por ejemplo, está profesionalmente
autorizado a la palabra y se le permite colocarse fuera de los límites que las costumbres
imponen al discurso de los otros. En “Una historia inmoral” Quiroga muestra esta prerrogativa
y, al mismo tiempo, ironiza sobre ella:
El médico autoriza el relato y, por este acto, legitima la curiosidad de la audiencia y abre
paso a un próximo relato, contado por otro médico frente a una audiencia que, de antemano,
está preparada para el escándalo: “Usted conocerá muchos casos, ¿no doctor? (pregunta la
misma dama), ¡Pero no deben poderse oír, sus casos!”. Se trata de la “historia inmoral”
propiamente dicha, en la que se cruzan homosexualidad e incesto. Pero no es el tema de la
historia, sino el éxito del narrador al imponerla a su audiencia (y, de paso, conquistar a la
joven cuyas miradas ambos médicos presentes solicitaban), lo que remite a la autorización
médica del discurso narrativo. Aun cuando Quiroga mantiene una distancia irónica respecto de
esa autoridad, el cuento la pone en escena social, ratificando su existencia en la ideología.
Las otras historias que recoge la mirada médica son las de los locos y, sobre todo, de los
procesos en los que alguien, literalmente, proporciona con su ‘volverse loco’ el tema de un
relato. Sin duda, el más perfecto de esta serie es “El conductor del rápido”, verdadero
experimento formal en que se intenta responder a una pregunta sobre la naturaleza del discurso
fuera del ámbito regulado por la razón, cuando las alucinaciones alternan con momentos de
una lucidez extrema, cada vez más breves frente al progreso de la locura, de la que sólo se
salva un resto de conciencia moral. Por otra parte, no se trata de cualquier locura, sino de una
locura profesional, vinculada al transporte moderno en la que entonces era su síntesis más
avanzada: rieles, locomotoras, sistemas de señales, calderas en ebullición. Este es un loco cuya
22
“Una historia inmoral”, Cuentos, tomo IV, compilación de Jorge Ruffinelli, Montevideo, Arca, 1968.
Publicado por primera vez en Nosotros, año I, número 5, 1907.
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Un folletín científico
29
Publicada en El crimen del otro (1904). En 1909, Quiroga publica en Caras y Caretas, en folletín, otra historia
de monos: “El mono que asesinó”.
30
Caras y Cardas, números 588 a 593, 8 de enero a 12 de febrero de 1910. “El hombre artificial” y otros
folletines aparecidos en Caras y Caretas con el seudónimo de S. Fragoso Lima, fueron recopilados en: Novelas
cortas. La Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1973, con estudio final de Noé Jitrik, donde se afirma que estos
cuentos “se inscriben en la oleada de literatura fantástica que tuvo una expresión soberana en 1906 con Las
fuerzas extrañas de Lugones”(p. 278). “El hombre artificial” es, junto con “La fuerza Omega” de Lugones, una
ficción científica; sobre las diferencias entre uno y otro relato podría estudiarse el paso de una narración
fantástica con materiales ‘científicos’ (el caso de Lugones) a un texto (como el de Quiroga) inscripto más
abiertamente en el espacio, todavía a desarrollar en la literatura norteamericana y europea, de la ciencia ficción.
Respecto de la primitiva ciencia ficción de ese origen, véase Sam Moskowitz, Science Fiction by Gasliglit, A
History and Anthology of Science Fiction in the Popular Magazines, Weslport. Hyperion Press, 1968.
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se han reunido para crear vida a partir de sus elementos más simples, sintetizados por la
química y animados por la electricidad. Del folletín, el relato también conserva el sistema
simbólico articulado en fuertes oposiciones entre la dimensión moral y la intelectual:
Donisoff, el jefe de los tres científicos, es un ángel demoníaco, una contradicción no resuelta,
“frío, seguro, a pesar de la inmensa ebullición de su alma”; como el folletín, el relato se tiende
entre los extremos del entusiasmo y el más completo decaimiento; como en el folletín, los
sentimientos son netos: una amistad sin competencia entre los científicos, un dolor extremo o
una ausencia completa de sensaciones que aniquilan la vida tanto de los experimentadores
como de los productos o las víctimas de su búsqueda.
Pero sobre este poco sorprendente esquema, “El hombre artificial” imprime un conjunto de
hipótesis ‘científicas’ que remiten a muchos de los temas que apasionaban las discusiones en
las primeras décadas de este siglo: la posibilidad de producir vida artificialmente (vinculada
con la cuestión de la generación espontánea); y las nociones sobre las sustancias constitutivas
elementales cuya combinación proporcionaría todas las formas animadas conocidas. Aquí se
percibe el eco de una idea, que se remonta hasta Laplace, de que todo el conocimiento sobre el
universo puede ser expuesto en el mapa y las disposiciones de las partículas que lo integran. A
partir del conocimiento de los elementos de ese mapa sería posible producir vida. La
electricidad (el fluido ficcional por excelencia, ya que es todopoderoso e invisible) se presenta
como principio de animación de los seres vivientes, como energía que se comunica entre los
cuerpos y como fuerza primera. Así se anima el cuerpo de Biógeno, el hombre artificial
producido por los tres científicos, que también recurren al hipnotismo como método para
transferir experiencia y memoria desde cuerpos humanos al de su creación de laboratorio.
Sobre, esta grilla de ideas que podían ser debatidas en conferencias de divulgación y en la
misma prensa diaria, Quiroga inventa una versión rioplatense del “moderno Prometeo”: el
sabio Donisoff es, en verdad, un doctor Frankenstein que, en lugar de componer a su creación
monstruosa con los restos de anatomías humanas, lo forma desde las sustancias elementales:
oxígeno, nitrógeno, fosfatos. Esta diferencia es la del siglo que transcurre entre la novela de
Mary Shelley y 1908: de la anatomía como práctica que individualiza las partes del cuerpo
humano, poniendo de manifiesto su estructura mecánica, a la química que aísla las partículas
elementales en el laboratorio y reconstruye, desde ese origen primero, la estructura invisible
de un cuerpo. Si el doctor Frankenstein creaba su monstruo en la mesa de disección y por
cirugía, Donisoff y sus amigos producen el suyo en el laboratorio químico a partir de
sustancias elementales: el doble humano así producido es formalmente más perfecto porque no
proviene de un cosido de partes sino de un proceso a mitad de camino entre la adición y la
síntesis. Los tres jóvenes son exploradores e inventores de procedimientos y, sea cual sea el
destino de su práctica, mientras la realizan descubren y discuten principios ‘científicos’: no
aplican simplemente un saber sino que lo construyen, pero, en ese movimiento, su práctica se
encuentra frente a preguntas morales que no pueden responderse solo desde las necesidades de
la ciencia, porque ésta se resiste á sujetarse a una moral.
En este escenario de principios opuestos tiene lugar el relato de Quiroga: la ciencia toca un
territorio mitológico al lograr crear vida, pero encuentra, en el mismo momento, un límite
moral: ¿pueden los tres científicos insuflar una conciencia dentro del cuerpo inerte de
Biógeno, su criatura, al precio de aniquilar a otro ser humano sometiéndolo a un paroxismo de
sufrimiento físico? Pero más aún: ¿se crea efectivamente una conciencia humana a partir del
extremo sufrimiento, o toda la obra fracasa porque los tres sabios, capaces de recomponer un
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
cuerpo a partir de sus elementos químicos, no podrán jamás construir una conciencia ni un
sistema de sensaciones? En síntesis: la estatua perfecta que yace sobre la mesa del laboratorio
¿está, por definición impuesta desde su origen, condenada a lo inanimado? Los tres sabios son
inventores porque han perfeccionado una técnica que suponen sin límites para la creación de
vida; comenzaron con una rata y construyeron luego el simulacro exacto de un hombre. Pero
la perfección técnica no asegura ni perfección moral (y el relato lo pone en escena cuando
Donisoff, el más genial de los tres, comete los actos más inmorales) ni, sobre todo, la
emergencia de vida en el sentido de sensación y conciencia.
La electricidad y el hipnotismo fracasan, no porque sea totalmente imposible comunicar
dos cuerpos por esos medios, sino porque es imposible transferir, razonando por analogía, una
conciencia. El positivismo encuentra su límite en esta parábola fáustica,31 que replantea las
relaciones entre saberes y valores y se pregunta, una vez más, sobre la institución de una
jerarquía en condiciones de indicar una dirección a la ciencia, y definir cuáles son los
obstáculos que le está permitido abordar y ante cuáles debe detenerse; qué métodos son
moralmente legítimos y cómo la integridad de la vida puede ser sólo materialmente
descomponible en sus partes cuya recombinación no asegura aparición de nueva vida.
Con Donisoff y sus dos amigos, la ciencia ha desvariado: ellos, primero, extendieron su
hipótesis sobre la fabricación de materia a la creación de vida. Luego razonaron
equivocadamente al considerar, por analogía, a la conciencia como un acumulador mecánico
cuya carga genética es posible reemplazar por transmisión de otras cargas acumuladas en otros
cuerpos humanos. Finalmente, no supieron resolver la pregunta moral planteada por su
experimento: ¿es posible conseguir vida consciente aniquilando otra vida consciente? El
folletín de Quiroga construye una trama con estos hilos: algunos de ellos, muy viejos,
pertenecen a la tradición fáustica que está en los orígenes de la modernidad; otros, subrayados
a lo largo del relato, provienen de la imaginación impactada por la ciencia, por aquello que de
la ciencia pasa a los discursos de divulgación, a los manuales y a los periódicos.
La escenografía y la utilería de “El hombre artificial” es la del laboratorio tal como aparece
en algunos cromos de novelas o en dibujos de revistas (incluida la propia Caras y Caretas, que
fue sin duda bastante sensible a los aspectos ‘curiosos’ de la ciencia y la técnica). Pero el
laboratorio, aun ficcionalizado escenográficamente, es un espacio nuevo de la literatura, y el
inventor que lo ocupa, un tipo literario y social también novedoso, porque se diferencia del
médico en su consultorio, o el cirujano en su sala de operaciones (figuras que remiten a
dimensiones del saber relativamente más familiares). El laboratorio y el inventor científico son
excepcionales a la experiencia: su saber discurre en una dimensión simbólica que no se cruza
con la vida cotidiana sino con aquello que le es radicalmente diferente: saber sin fin inmediato,
saber libre. Oscuramente, el científico inventor es la culminación de algo que también está en
el origen del innovador técnico, pero una culminación que lucha para liberarse de los objetivos
sociales o económicos que mueven al inventor tecnológico y práctico. En ese sentido, el
laboratorio y su ocupante son exóticos respecto de la experiencia, pero su exotismo puede ser
observado como una exasperación de saberes que el saber técnico también necesita.
31
La idea de que las pasiones pueden producirse y transmitirse por ondas eléctricas o de otra especie, está
presente, desde fines del siglo XVIII. en los ensayos de mesmerismo. Véase: Robert Darnton, Mesmerism, cit.
Como dato curioso, vale la pena recordar que un primitivo relato de ciencia ficción donde las pasiones son
inducidas por descargas eléctricas, “Dr. Materialismus”, fue escrito por Frederic Jessup Stimson, embajador
norteamericano en Argentina a fines del siglo XIX.
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Beatriz Sarlo - Horacio Quiroga y La hipótesis técnico-científica
En: Beatriz Sarlo, La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos
Aires. Nueva Visión, 1997.
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