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La palabra «tragedia» alude siempre, en cualquiera de los usos que se haga de ella, a lo
lastimoso, funesto o terrible, a lo que suscita piedad y conmueve hondamente; en
definitiva, a lo patético. El dolor y la melancolía serían, para usar una expresión de Poe,
los tonos que más le convendrían, y el horror sería su efecto(1) característico. No
obstante, muchos intelectuales suelen hacer hincapié en la distinción, a mi entender
débil, entre el uso coloquial de la palabra «tragedia» para referirse a toda suerte de
infortunios, y su significado crítico-literario como una clase de obra, generalmente una
pieza teatral o novela, que encara hondos problemas vinculados a la condición humana
y al papel del hombre en el Universo. En puridad, la situación del hombre en el
Universo es un problema del que sólo pueden hablar autorizadamente los astrónomos.
Ironías aparte, lo cierto es que las angustias de la existencia humana, los pruritos de la
finitud y precariedad de la vida, de la vanidad de las ambiciones, de la adversidad del
destino, etc., pueden ser tratados en modo trágico como en modo cómico, en forma de
ensayo filosófico, de pieza teatral o de tesis científica. Lo que realmente distingue la
tragedia de cualquier otra invención literaria es precisamente su contenido patético y su
irrefragable final infeliz, lo que viene a ser el sentido vulgar que a la palabra «tragedia»
daría un ama de casa o un periodista. En rigor, pues, lo trágico se define como patético,
en oposición a lo cómico.
No vamos a discutir el uso de las palabras —aunque podemos, pero sería ocioso en
tanto no lo hiciésemos con absoluto desinterés ideológico, con entera neutralidad de
vocabulista. No podemos discutir su uso en un sentido normativo, en el sentido de
buscar y querer establecer el correcto. Sólo nos vemos autorizados a discutir aquel uso
en sentido analítico, sobre todo al advertir que la palabra «tragedia» evoca caracteres
que se mantienen en tensión frente a los rasgos que interesan en las obras clásicas:
patetismo, drama, angustia, dolor, piedad, desgracia… El problema del orden clásico no
es mitigar la intensidad de estos tonos en los caracteres, sino impedir que desequilibren
la composición. El significado que a la palabra «tragedia» pueden dar un periodista o un
ama de casa no debe desdeñarse como irrelevante o desacertado. Todas las
connotaciones están vinculadas, y sólo la totalidad o casi totalidad de ellas forma un
auténtico significado; el conjunto de todos los usos, si podemos intentar concebirlo, es
lo que da el significado —si se quiere, los significados, pero este plural es meramente
convencional— de la tragedia. Sólo sostendremos, parcialmente, una salvedad
semántico-ideológica: distinguiremos lo trágico-heroico de lo trágico-agónico, en virtud
de la intensidad con que se transfunda un cierto grado de compromiso cívico en un caso,
o de angustia individual en el otro.
Ciertamente, desde las grandes tragedias griegas, este inmortal género literario arroja
cuestiones «existenciales» de forma más o menos mediata: ¿Por qué motivo deben
padecer los hombres? ¿Por qué razón están eviternamente condenados a luchar entre los
polos inconciliables de la libertad y la necesidad, la verdad y el error, Dios y el Diablo?
¿Son la justicia y la felicidad tan elusivas por mor de una culpa innata o acaso son
lastimosas entelequias? Etcétera. Pero todas estas preguntas —acaso tristes erotemas—
pueden plantearse y se plantean también en obras no trágicas. «¿Hay alguna causa en la
Naturaleza para producir esos corazones tan duros?»(2), se pregunta el rey Lear al ver la
perfidia de sus hijas; es una pregunta que en realidad no es una pregunta, sino una
simple y amarga lamentación. Lo trágico, vuelvo a repetir, sigue muy estrechamente a
lo patético. En el caso de las tragedias de Shakespeare —incluyendo en este grupo las
crónicas reales, invariablemente guiadas por el ascenso y caída trágica de sus
protagonistas, con la sola excepción de Enrique v—, la identidad entre lo trágico y lo
patético es evidente. Muchas cuestiones de diversa naturaleza se ven envueltas en el
desarrollo de tales tragedias: de orden lógico —o paradójico—, de orden moral, de
orden estético, de orden filosófico. Considerar a Shakespeare como el mayor de los
filósofos no sería menos apropiado que considerarlo el mayor de los poetas. Desde
luego, se trata de un filósofo, digamos, socrático o ético —para distinguir un tipo de
filosofía que tiene por objeto el hombre de otro que tiene por objeto el mundo físico.
Una alabanza indiscutible que siempre se le ha dirigido es la de creador genial de tipos
psicológicos, y probablemente sus personajes son los que mayor número de veces se
han tomado como ejemplos en análisis de psicólogos y sociólogos. En este ensayo no
quiero apartarme de la concepción que se esconde tras esa alabanza. Soy refractario al
formalismo de otro tipo de interpretaciones de Shakespeare, como por ejemplo la de
Manuel Ángel Conejero, cuando afirma que «más que creador de personajes —como
tradicionalmente se afirma— lo vemos como diseñador de espacios para el teatro donde
cada elemento está en escena porque es útil; donde cada sentimiento es un dato para la
construcción estética.»(3) Aunque el estudio de Conejero sobre los usos eróticos del
lenguaje de Shakespeare es verdaderamente acertado y esclarecedor, tiene el defecto de
que traslada el interés de lo importante a lo superficial. Por otro lado, dudo de la
posibilidad real de discriminar tan fácilmente lo ético de lo estético.
Un comentario de Luis Astrana Marín sobre Troilo y Cressida redunda en esa bonita y
acaso dialéctica indiferencia parcial entre lo trágico y lo cómico: «Esta encantadora
cuanto excepcional producción dramática —escribe Astrana— (a punto fijo no podrá
determinarse si es tragedia, comedia o historia) emana de la tradición feudal»(5),
etcétera. Claro que la naturaleza del equívoco no deriva aquí de la interpretación
subjetiva, sino de la mezcla objetiva de lo trágico y lo cómico —quizá lo grotesco— en
la obra misma. Pensemos, por ejemplo, que, siendo Falstaff un personaje más bien
cómico, pero que únicamente aparece en piezas de carácter trágico, significa un
hermoso contrapunto y parece un resorte más necesario al mecanismo de la tragedia que
al de la comedia. No obstante, Arrigo Boito y Verdi compusieron con este personaje
una auténtica comedia italiana. Hemos de admitir que lo trágico no excluye el humor,
como no excluye el dolor lo cómico, y que el efecto trágico, para expresarnos de nuevo
como Poe, derivaría primordialmente del final. El final puede ser un happy ending a la
manera de los trágicos griegos, en el sentido de que se restablece un equilibrio roto, o se
verifica una venganza justiciera, o se restituye la verdad, aunque el precio pagado ha
sido invariablemente la vida o la felicidad. Hablaré de esa antítesis que se desdobla en
dos circunstancias: la de los que triunfan (moralmente) al fracasar y la de los que
fracasan al triunfar(6).
Las reflexiones que siguen no forman un conjunto del todo cerrado. La elección de unas
cuestiones y no de otras no obedece tanto a una prioridad intelectual como al azaroso
deambular de un discurso limitado. La ordenación es producto de una reflexión fugaz.
Con todo, me parece innecesario insistir en la evidente unidad de criterios que se deduce
de ellas. La última sección, «El valor de hablar», es sólo la introducción a lo que he de
desarrollar en otro lugar acerca de las manifestaciones de los personajes de Shakespeare
sobre el lenguaje; la he dejado aquí en esbozo porque se aleja del tema de lo trágico,
aunque no de lo filosófico.
2 - Contemporaneidad de Shakespeare
Una de las interpretaciones contemporáneas de Shakespeare que más repercusión han
tenido, sobre todo en el modo de representar sus tragedias, es la de Jan Kott(7). Entre
otras cosas, Kott insiste en el necesario valor contemporáneo que ha de tener o dársele a
una obra para merecer nuestro inteligente interés. Pero ocurre que la contemporaneidad,
o más precisamente la necesidad de dotar de contenido actual a los dramas antiguos,
provoca una palpable contradicción, o más bien una paradoja. Ricardo ii, Ricardo iii,
los Enrique o Hamlet pueden ser vueltos a interpretados a la luz de los acontecimientos
políticos o político-bélicos(8) de nuestro tiempo, vividos con más o menos ardiente
interés o con más o menos escepticismo, comprometida o desdeñosamente. Kott elimina
implícitamente y a priori el desdén, como si ésta no fuese una actitud contemporánea —
y acaso sea la más contemporánea de todas las actitudes. En la tragedia de Ricardo iii
puede contemplarse en forma artística una figuración de la tragedia hitleriana, en
Hamlet una exposición del régimen stalinista, etcétera. Kott no lo dice explícitamente,
sólo lo sugiere, como haría Tácito. Kott deja entender en varias ocasiones que el prurito
arqueológico en el teatro carece de valor. Un mismo juicio se encuentra en muchos
otros críticos y artistas de nuestro siglo, como Edmund Wilson o Bertold Brecht, por
ejemplo. Ahora bien, tomada como una exigencia estricta, la contemporaneidad de una
pieza haría que hoy, en los años 90 del siglo xx, careciesen de sentido las puestas en
escena de Shakespeare de sesgo «existencialista» de los años 50, y no sólo las
estrictamente «arqueológicas»: la época de Shakespeare puede haber dejado de ser
interesante en términos de problemas vivos, pero también —acaso mucho más— los
años 50 de este siglo. Por otro lado, una época concreta cualquiera, la nuestra por
ejemplo, podría desarrollar como necesidad cultural, con vivo interés intelectual, la
arqueología; entonces, en el ansia de intentar conocer una cosa del pasado de la forma
más objetiva —e incluso «fría»— posible, también esa época —la nuestra, ¿por qué no?
— estaría proyectando los problemas presentes de su existencia(9). O bien, se traten
como se traten, sea arqueológicamente —a la manera del cine de Visconti— o
«actualmente» —a la manera del insoportable cine de Straub— las grandes tragedias
siempre contienen un elemento de interés y de identificación que es, por lo demás,
universal, id est transhistórico. Lo expresó claramente Ben Jonson en su elogio de
Shakespeare: «Que él no es de un siglo, sino de todos los tiempos»(10).
A veces es muy graciosa la lectura azarosa de libros con anotaciones de otros lectores.
A mí siempre me llaman mucho la atención, por banales o toscas que sean, quizás
porque hallo siempre en cualquier signo trazado por una mano humana el testigo sordo
de un drama personal, no en un sentido patético, sino un drama como resultado singular
de una conciencia, de una existencia humana precisa. El ejemplar del libro de Kott que
leí pertenecía a una biblioteca pública, y en él se reconocían las marcas de varios
lectores de esos a quienes nadie inculcó el respeto humanista y casi fetichista a la
integridad de los libros. Al final del capítulo sobre Hamlet, en el que Kott insiste en la
necesidad de interpretar el personaje de Fortimbrás, a pesar de que apenas aparezca en
escena, uno de esos lectores había anotado, con letra infesta: «Pues yo creo que
Fortimbrás es la Sra. del autor, a la que tiene miedo.» Nuestra época está podrida de
psicoanálisis, como opinan Eugenio Trías y el Diablo de Doktor Faustus. Así lo
advertía este último a Adrian Leverkühn: «Psicología… ¡Que Dios te ampare! La
psicología pertenece al siglo diecinueve, al peor, al más aburguesado. Nuestra época
está harta de psicología y pronto llegará a odiarla. Quien trate de perturbar la vida con
consideraciones psicológicas se expondrá a recibir un palo en la cabeza. Estamos en el
umbral de tiempos que no desean ser molestados con sutilezas psicológicas,
amigo…»(27) Pero volvamos al Fortimbrás de Hamlet. Jan Kott enfatiza demasiado la
necesidad de interpretación de ese personaje apenas nombrado, y su énfasis parece
llevar sus consideraciones a dominios que se hallan fuera de la propia obra, acaso a la
psicología. Opino, como Croce, que el intento de contemplación de una vida anterior o
posterior de los personajes fuera de la obra y con autonomía de ella, es absurdo: los
personajes no son más que diversas partes del alma del autor. Sin embargo, hay un
punto en que parece que pudiera trascenderse esta subjetividad absoluta de la creación
artística, a saber: cuando el relato está basado o inspirado, aunque sólo sea en una
pequeña parte, en hechos históricos o legendarios, que constituyen un barro cultural
común a una época o a una nación; en tales casos suele haber un alto grado de
familiaridad o frecuencia de las expresiones y los temas, de «contacto intelectual», que
no es otra cosa, según el célebre psicólogo Rorschach que se dedicó a medir estas cosas
inconcretas, sino «la participación en el modo de ver las cosas de la colectividad». Este
es el caso de Hamlet, y también lo es, evidentemente, el de todas las piezas «históricas»
de Shakespeare.
Se sabe hoy, por datos facilitados en 1916 y debidos al escritor danés F. de Jessen, que
probablemente Shakespeare estuvo con su compañía o asistió personalmente en
Dinamarca a la inauguración del castillo de Kronborg(28). Éste es el lugar donde se
desarrolla la acción en Hamlet, y no aparece en las sagas danesas donde se encuentra la
historia de este príncipe danés, ni en las Histoires tragiques de Belleforest, que fueron
traducidas al inglés ya en tiempos de Shakespeare. La noticia, aunque no absolutamente
incontestable ni probatoria, de la estancia de Shakespeare en Dinamarca, aun siendo
provisional, es muy importante —como advierte Luis Astrana—, porque desmiente la
creencia universal de que Shakespeare nunca salió de Inglaterra —e incluso que no
conoció más que su propio condado y Londres. Según declara Luis Astrana, la
semejanza de ese castillo real, construido en 1582, con el de la escena shakespeareana
es tan grande que no cabe dudar de que el gran dramaturgo lo hubiera conocido. A esto
se añade el descubrimiento, en 1845, de unos documentos, papeles de gastos hechos por
el Ayuntamiento en el verano de 1592, con ocasión de unas funciones teatrales «en que
trabajaron los comediantes ingleses». Sin duda, añade Astrana, se trata de las fiestas
reales (las cuentas están archivadas como gastos de fiestas reales) que dio Federico ii de
Dinamarca en 10 de agosto de 1592 en el mencionado castillo de Kronborg. A pesar de
estas coincidencias, no hay constancia documental alguna de que la compañía de
Shakespeare diera nunca funciones fuera de Inglaterra. Otro detalle de importancia
documental es el de los disparos de artillería que el rey Federico ii mandó que se
hicieran en la recepción y el banquete en honor de los embajadores de Inglaterra. Pero
lo que ya es realmente definitivo, salvo que se posea un grado de escepticismo
gorgiano, es que entre los nobles acompañantes de Federico ii a su llegada a Elsinor
figuran ¡un Ronsencrands y tres Glydenstjerne! Estos nombres no aparecen en las sagas
antiguas ni en Belleforest(29).
La tragedia de Hamlet conoció sin duda un enorme éxito desde el primer momento. Luis
Astrana nos transcribe la interesante frase siguiente de Nash en su epístola «A los
señores estudiantes de entrambas universidades» (prefacio al Melophon de Greene,
impreso c. 1589): «Esta obra suministrará numerosos Hamlets, es decir, manojos de
discursos trágicos.»(30) Según la tradición, el propio Shakespeare se distinguía
sobremanera interpretando el papel de la Sombra. Haciendo indiscutible a la tradición,
podemos decir que Hamlet es lo mejor de Shakespeare —pese a que decir «lo mejor»
enturbia el hecho fehaciente de que todo lo demás es insuperable. Voltaire, en su
Dissertation sur la tragédie ancienne et moderne, dijo de Hamlet: «On croirait que cet
ouvrage est le fruit de l’imagination d’un sauvage ivre.»(31) En otra ocasión había
afirmado: «Yo dije que el genio era suyo [de Shakespeare] y que los defectos eran de su
siglo.»(32)
A Álvaro Cunqueiro se le ocurrió —muy «instintivamente», según propia confesión—
relacionar a Hamlet con Edipo, o más precisamente con el freudiano «complejo de
Edipo». Su pieza teatral El incierto señor Don Hamlet, literariamente pésima, no hace
verdadera justicia al innegable talento de este egregio gallego, demostrado en sus
narraciones fantásticas. Pero la idea es interesante, y sobre todo el hecho de que se le
ocurriera, al parecer, sin que ninguna lectura teórica se lo sugiriese. Su ignorancia
intelectual de la relación psicoanalítica parece cierta. Cunqueiro anotó, años más tarde
de haber escrito esta pieza, que se había sorprendido gratamente al encontrar la misma
tesis expuesta por Christopher Booker(33). Pero mucho antes de que Booker se refiriera
a este asunto, exactamente en 1949, Ernest Jones desarrolló el tema en una célebre obra,
postulando que la regresión al complejo de Edipo es precisamente el tema principal de
esta tragedia de Shakespeare(34). Con todo, la idea original de esta vinculación
psicológica entre la mejor tragedia de Shakespeare y la mayor tragedia de Sófocles, no
se debe a Jones, sino al mismo Freud(35). La ignorancia de Cunqueiro acerca de la tesis
freudiana desarrollada por Jones es comprensible, y queda bien ratificada por su
sorpresa ante el comentario de Booker. Lo importante aquí es el hecho de que esa
ignorancia prueba aparentemente que Cunqueiro tuvo la misma idea de forma, digamos,
«intuitiva». Claro que muchas veces elaboramos idénticamente las mismas tesis acerca
de los mismos asuntos, las mismas argumentaciones de autores que nos son
desconocidos, y aun con las mismas palabras. Ello no debe extrañarnos: aparte de la
posibilidad, que no debemos descartar, de que existan ideas en un sentido cuasi-
platónico, esto es, conceptos que existan en sí, y sólo necesiten ser expresados —lo que
constituiría más un descubrimiento que un invento(36)—, aparte de esa posibilidad
admisible, repetimos, está el hecho innegable, aunque imprecisable, de una transmisión
insensible de las ideas, una especie de pululación indeterminada de las opiniones a
través de los más diversos medios (una alusión a medias en una entrevista periodística,
una sugestiva frase de un personaje literario o cinematográfico, un chiste que deriva de
tal núcleo argumental, un texto leído que se cree olvidado, una imagen publicitaria de
resonancias simbólicas, etc.). Algo parecido quiso decir, según creo, Thomas Carlyle
con su proto-holística metáfora del árbol de Igdrásil:
Y más adelante:
Aunque en este pasaje de Esquilo la reflexión es colectiva, lo que podría dar pie a la
trivial convicción de que simplemente constata que hay personas valientes y cobardes,
reflexivas e impetuosas, lo interesante es contemplarla como una reflexión interna,
orgánica. Ello no es difícil, ya que la deliberación es implícitamente democrática, lo que
conlleva que se busca llegar a una conclusión y actuar en bloque como un solo
individuo. Hamlet, después de anular mediante el razonamiento toda posibilidad de
acción vengativa, actuará irreflexivamente, como no podía ser de otra forma, como un
«vengador loco»(41), por una compulsión irracional que muestra ser más potente que
las tendencias represoras de la cultura. Tras disolver toda posibilidad en el avance de su
imaginación crítica, tras haber fundido todas las razones de cualquier motivación en la
fragua de la razón escéptica, Hamlet no podrá actuar sino irracionalmente. Dicho
lacónicamente: tras negar todas las razones para actuar, sólo le será posible actuar sin
razones.
Cada sentido posee una facultad peculiar y, además, participa con los
demás sentidos de una facultad común. El ver es facultad peculiar de la
vista, el oír lo es del sentido auditivo, etc. Pero todos los sentidos
participan de una facultad común, en virtud de la cual el hombre es
consciente de que está viendo y oyendo. Pero, por supuesto, no se debe
al sentido especial de la vista el que un hombre sea consciente de su
visión; no depende del gusto o de la vista, o de ambos a la vez, sino de
una facultad dividida entre todos los órganos de los sentidos por igual.
(50)
Estas palabras debían ser un azote para Nietzsche, cantor de la vida breve y heroica. El
«gran egoísmo» ensalzado por este pensador debía congeniarse muy poco con este
«pequeño egoísmo» del viejo aferrado a su propia vida. Pero la grandeza o pequeñez
supuesta del acto en sí no quita un ápice de verdad a estas palabras, en las que parece
condensarse toda la ética de la ilustración griega. En ella parece traslucirse la crisis de
conciencia que experimentó Grecia en la época de las Guerras del Peloponeso. Hay algo
profundamente racional en lo que suele denominarse «cobardía». Alguna vez debería
reivindicarse ese sentimiento tan denigrado por casi todas las legislaciones morales.
¡Qué «valor» se necesitaría, sin embargo, para efectuar esa defensa!(53)
A ese «algo» conmovedor que queda en el fondo del alma tras contemplar una tragedia
«socrática», «algo por cierto radicalmente opuesto a todo gesto heroico»(54), Eugenio
Trías lo llama drama; nosotros, sin peligro de malentendidos, lo seguiremos llamando
tragedia. Creo que, desde el punto de vista de la incidencia de esa «autoconciencia» en
el desarrollo del drama, podemos dividir las tragedias de Shakespeare en dos categorías:
aquellas en que el héroe se ve envuelto en un destino trágico que contempla siempre
reflexivamente, angustiado siempre por la conciencia exacta de su infatuación, de lo
vano de su ambición o de la vanidad de todas las ambiciones (es el caso de Hamlet y de
Macbeth, sobre todo), y aquellas otras en que la tragedia se desenvuelve conforme al
sentido ineluctable de ciertas adversidades sociales, pero donde la conciencia del héroe
no desemboca en la angustia existencial, sino que se refleja en ideales morales, en
responsabilidades cívicas (este es el caso, sobre todo, de Bruto en Julio César).
Me inclino a pensar que los más hondos temores de Shakespeare son los que expresaba
Hamlet ante un estilete, o Claudio frente a su sentencia de muerte en Medida por
medida. Miedo de morirse, ese es el término. Así se expresa Hamlet:
¡Morir…, dormir; no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al
pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la
herencia de la carne! ¡He aquí un término devotamente apetecible!
¡Morir…, dormir! ¡Dormir!… ¡Tal vez soñar! ¡Sí, ahí está el obstáculo!
¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden
sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del
torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al
infortunio! Porque ¿quién aguantaría los ultrajes y desdenes del mundo,
la injuria del opresor, la afrenta del soberbio, las congojas del amor
desairado, las tardanzas de la justicia, las insolencias del poder y las
vejaciones que el paciente mérito recibe del hombre indigno, cuando uno
mismo podría procurar su reposo con un simple estilete? ¿Quién querría
llevar tan duras cargas, gemir y sudar bajo el peso de una vida afanosa, si
no fuera por el temor de un algo, después de la muerte, esa ignorada
región cuyos confines no vuelve a traspasar viajero alguno, temor que
confunde nuestra voluntad y nos impulsa a soportar aquellos males que
nos afligen, antes que lanzarnos a otros que desconocemos?(55)
En El rey Lear, Edgardo advierte esa misma gran verdad: «¡Oh dulzura de la vida, que
nos lleva al peligro de morir a cada momento por no querer morir de un solo
golpe!»(58) El discurso de Claudio, los temores de Hamlet y otros muchos pasajes de
Shakespeare en que se prescinde de toda ilusión religiosa, de toda convicción de
pervivencia en un más allá, nos dan la idea bastante viva de un Shakespeare ateo. Entre
el círculo de dramaturgos londinenses al que perteneció Shakespeare, recordemos que
Marlowe se ganó una merecida fama de ateo por sus opiniones heterodoxas (de hecho,
en la época isabelina, la palabra «ateísmo» designaba meramente un alejamiento de la
ortodoxia, de forma parecida a como en los regímenes fascistas se llama «comunista» a
cualquier demócrata). En uno de los folletos de arrepentimiento que Greene escribió en
su lecho de muerte, Greenes Groatsworth of Wit, este escritor se refiere a Marlowe
como a un «famous gracer of Tragedians», y le recrimina el haber dicho, como él
mismo, que «There is no god» y por haber estudiado «pestilent Machiuilian pollicie».
Marlowe, que probablemente perteneció al servicio de espionaje, fue acusado por el
espía Richard Baines de ateo y de homosexual. Thomas Kyd lo corrobora en una
célebre carta. Parece ser que el editor de los arrepentimientos de Greene, Henry Chette,
modificó el ataque contra Marlowe por su ateísmo: «Aunque hubiese sido cierto, habría
resultado intolerable publicarlo»(59). Aunque Shakespeare no es Marlowe, y no
sabemos de ninguna imputación de ateísmo al primero, es interesante el hecho de que
otro dramaturgo tan próximo fuese en su época acusado de ateo. Tengamos presente que
hubo una época en que algunos estudiosos se empeñaron en atribuir la autoría de las
obras de Shakespeare precisamente a Marlowe. Tengamos en cuenta también lo usual
de las críticas puritanas contra el teatro en la época de Shakespeare. Justo cuando murió
Greene se desencadenó una epidemia en Londres, y las ordenanzas municipales
ordenaron inter alia el cierre de los teatros. Indudablemente, la mera aglomeración de
las masas en los recintos teatrales favorecía la propagación de la epidemia, pero no era
éste el tipo de razonamientos sanitarios que hacían las autoridades civiles y
eclesiásticas. Las argumentaciones eran de otro tenor: el alcalde y los concejales
elevaron una queja al arzobispo, en la que se lamentaban de que los jóvenes «se
contaminaban de infinidad de malas e impías costumbres debido a los licenciosos y
profanos artificios representados en las tablas.»(60) Un predicador había declarado en
una similar ocasión anterior, que «la causa de las epidemias es el pecado, a poco que lo
consideréis, y la causa del pecado son las representaciones teatrales; por consiguiente, la
causa de las epidemias está en el teatro.»(61)
Pese a que el espiritista Victor Hugo nos presentase, en Les tables tournantes de Jersey,
a Shakespeare hablando con Dios y perorando sobre la vida eterna, la sensación general
de las obras de Shakespeare es la de un pensamiento melancólicamente materialista, es
decir, descreído, realista, trágico, ateo. No me enfrascaré en la defensa de esta tesis,
puesto que se trata, como digo, más de una convicción que de una certeza, y puesto que
innumerables autores cristianos han hecho su lectura positiva de Shakespeare: Carlyle,
de Quincey, Hugo, Stendhal… Pero la lectura contraria, sin embargo, no debe ser
desdeñada: la ausencia de toda idea consoladora de un más allá es, como defiende
Freud, un rasgo esencialmente ateo(62). La inmortalidad o contemporaneidad perenne
de Shakespeare consiste para nosotros en la universalidad de los contenidos
emocionales y racionales que nos transmite. Para Carlyle consistía, además, en su
sentido religioso, pero esto parece menos esencial: los hombres pueden prescindir de la
religión como Weltanschauung al adoptar unas convicciones racionalistas, si bien, en la
práctica y en conjunto, los hombres continúan siempre apegados a lo más atroz de las
religiones (es decir, no a sus mensajes éticos o a sus creencias sobrenaturales, sino al
fanatismo, la intolerancia y el espíritu de tribu que hace de todos los hombres unos
salvajes). Coincido mucho con la visión medio idealista y religiosa, medio racionalista,
que Carlyle tiene de Shakespeare. Aunque personalmente veo en éste a un ateo, como
más abajo comentaré, y aunque es en su escepticismo donde me parece que reside lo
más patético y hermoso de su mensaje, creo que también tiene razón Carlyle al
considerar a Shakespeare como el máximo exponente del catolicismo. ¿Cómo explicar
esta contradictoria admisión de dos concepciones opuestas sobre la religiosidad de
Shakespeare? Dice Carlyle:
Por otro lado, afirmar que un pensamiento y un sentimiento pueden ser a la vez
católicos y ateos no es sólo una racionalización que yo haga impulsado por mi propia
subjetividad. Esta idea cuenta con la autoridad de muchos pensadores. Uno de ellos es
Ernst Bloch que, en su Ateísmo en el cristianismo, y acaso inspirado por Nietzsche,
afirma categóricamente: «Sólo un ateo puede ser un buen cristiano, y sólo un cristiano
puede ser un buen ateo.» Sin necesidad de prolongar esta sutil dialéctica, podemos
asegurar que Shakespeare siempre resulta conmovedor para los hombres escépticos;
obviando lo poco que esa afinidad pueda decirnos del propio Shakespeare, reconocemos
que nos dice mucho acerca del sentido racional, reflexivo y escéptico de sus tragedias.
Y aún añadirá:
Con esto me despido; que igual que he muerto a mi mejor amigo por la
salvación de Roma, tengo el mismo puñal para mí propio cuando plazca
a mi patria necesitar mi muerte.(67)
¡Los cobardes mueren varias veces antes de expirar! ¡El valiente nunca
saborea la muerte sino una vez!(68)
Si esta es la hora, no está por venir; si no está por venir, esta es la hora; y
si esta es la hora, vendrá de todos modos. No hay más que hallarse
prevenido. Pues si nadie es dueño de lo que ha de abandonar un día, ¿qué
importa abandonarlo tarde o temprano? Sea lo que fuere.(69)
[…]
Me pareció oír una voz que gritaba: «¡No dormirás más!… ¡Macbeth ha
asesinado el sueño!» ¡El inocente sueño, el sueño, que entreteje la
enmarañada seda floja de los cuidados!… ¡El sueño, muerte de la vida de
cada día, baño reparador del duro trabajo, bálsamo de las almas heridas,
segundo servicio en la mesa de la gran Naturaleza, principal alimento del
festín de la vida!…(76)
No es necesario distinguir sleep y dream, puesto que siempre van unidos. Sueño es
reposo, desaparición transitoria, pero a menudo es pesadilla. La vida es sueño, porque
sus escenas y circunstancias son tan inconsistentes como las imágenes de los sueños; la
muerte puede ser un sueño, porque se acaba con ella la vigilia, pero también porque,
como teme Hamlet, pudiera sobrevenirse otro insondable sueño (dream).
«¡Me atrevo a cuanto se atreva un hombre!», dice Macbeth con arrojo ante el
Espectro(78). Ante las atroces incitaciones de su esposa había gritado lo mismo, pero
entonces como una defensa de su fondo de ternura: «¡Silencio, por favor! Me atrevo a lo
que se atreva un hombre; quien se atreve a más, no lo es.»(79) La forma cuasi-antitética
de la frase es rasgo shakespeareano; nos recuerda inmediatamente la réplica de Ricardo
iii a Lady Ana:
Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños, y nuestra corta vida se
cierra con un sueño.(81)
En Shakespeare, la idea aparece ya en Medida por medida, en boca del Duque, que
propone al atemorizado Claudio que dialogue así con la vida:
Y también:
Lo mismo razona Macbeth al cabo de sus actos, al saber de la muerte de Lady Macbeth.
La diferencia está en que Macbeth ya desea la desaparición, como Hamlet, porque la
existencia se le hace insoportable; eso no quita para que, como a Hamlet, la propia
meditación le frene.
Las dos fuentes más apreciadas por Shakespeare para sacar los argumentos de sus
piezas fueron las Vidas de Plutarco y, sobre todo, las Crónicas de Holinshed. Macbeth
procede de éstas. El rey escocés de las Crónicas reinó diecisiete años, aunque cometió
tantos asesinatos —no más— como en la tragedia de Shakespeare. Las tres brujas
aparecían en las Crónicas sin despliegue de fantasmagoría, como «las diosas del destino
o bien otras ninfas o hadas dotadas del poder de profecía por su ciencia
nigromántica»(88). «De un material tan poco prometedor como éste —dice Chute—,
Shakespeare hizo una tragedia intensa como el color de la sangre e inquietante como la
inminencia de la oscuridad.»(89) «La cuestión de cómo un hombre podía tomar aquellos
insulsos e inconsistentes cuentos, conservar intacta la mayor parte de la historia y, no
obstante, convertirla en arte imperecedero sólo se explica por arte de alquimia. William
Shakespeare tenía alguna fórmula de magia blanca capaz de transformar en oro
cualquier clase de escoria.»(90)
6 - Drama y pesimismo: lo tragico heroico (II)
El rey Jacobo, que era un excelente escritor, compuso un tratado de demonología. Se ha
pensado que Macbeth fue escrita en su honor. Chute atenúa las sugestiones de esta
posibilidad, y aduce que también pudo ser dedicada a la ciudadanía entera de Londres,
«pues entre el público de "El Globo" habría resultado difícil hallar un espectador que no
creyese en los poderes tenebrosos»(91).
Acaso existe un tipo intermedio, el de Bruto, con convicciones civiles que se alejan de
la angustia derivada del miedo de morir. Pero, en rigor, Bruto no es un carácter
intermedio entre aquellos tipos trágicos, porque, en rigor, Bruto no es tan trágico como
heroico. Los personajes trágicos corroboran la sinrazón de la vida, y pueden ser de
corazón tierno y entonces anhelar el difícil desenlace de la existencia, o de corazón duro
y entonces guiarse por el instinto más ciego: por decirlo con gastados términos
freudianos, en aquéllos domina el principio de realidad, en éstos el principio del placer.
En oposición a estos tipos verdaderamente trágicos, los tipos heroicos desarrollan un
diálogo con las circunstancias, y aunque puedan padecer algún tipo de pérdida de
realidad y acercarse a los caracteres neuróticos o psicóticos, según la circunstancias, no
se ven internamente impelidos por temperamentos irrefrenables (ni por el principio de
placer ni por el de realidad), sino más bien por una inteligencia social.
Si adujéramos, desde el punto de vista de una dudosa sensatez, que en definitiva todas
las tragedias, los desastres, los desequilibrios, injurias y maldades de las piezas de
Shakespeare se producen porque los protagonistas son unos dementes, estaríamos
atenuando todo lo que en ellos hay de melancólica inteligencia. Desde luego, las
situaciones trágicas se producen en principio gracias a defectos, o mejor dicho, a
excesos pasionales, indiscutibles indicadores de la demencia: ¿Qué padre juicioso daría
lugar a lo que el chocho Lear en su trato a sus hijas? ¿Qué esposo amante que no fuera
un redomado psicópata prestaría oídos a las pérfidas insinuaciones de un Yago? ¿Qué
jovial y feliz muchacho podría fingir una locura, hablar con fantasmas y obrar
irreflexivamente tras haber reflexionado ad infinitum, a no ser el trágico Hamlet, no
muy en sus cabales desde el principio? ¿Qué político más o menos hábil y discreto,
razonablemente ambicioso pero civilizado(97), desencadenaría una turbulenta ola de
asesinatos para obtener el poder? Al lector o al espectador no le cabe la más mínima
duda de que Ricardo iii está loco, como lo estaba O’Brian, el torturador de la novela de
Orwell 1984, «pero mientras que O’Brian no es más que un personaje ficticio, su locura
es la de un Hitler, Himler, Heydrich y col.»(98) En suma, todo lo que en estos
personajes tendamos a considerar como verdadero les acerca a la caracterización de la
demencia real. Ahora bien, si nos deslizamos tan felizmente al juicio banal de que esos
personajes son locos, nos incapacitamos para entender lo que ellos, en su necesaria
locura que los hace más cuerdos que ningún otro mortal, ven con toda lucidez: los
aspectos más sórdidos de la existencia. Bruto no está loco, sin embargo, pero ya he
indicado que los rasgos de Bruto son heroicos y no trágicos. Eso hace de Bruto un
personaje menos lúcido: cierto es que siente en carne viva el fracaso de su idealismo,
pero eso le hace aparecer más como un irresponsable que como una víctima.
La lucidez sarcástica y pesimista de los locos trágicos de Shakespeare tiene que ver con
la melancolía. Pero la melancolía también se expresa en Shakespeare con tonos líricos
que se alejan de las sordideces. A vuestro gusto es una adorable pieza donde
Shakespeare, a través de Jaques y de Rosalinda, expresa, según creo, su poético sentido
de la melancolía, que condensa su concepto de la condición humana —y el nuestro—:
Agua pasada no mueve molino: he ahí una visión a la vez trágica y atea del mundo.
Eliot la llamó una actitud estoica, senequiana, y en ella veía lo contrario de la humildad
cristiana(101).
Queda aún en Shakespeare algo del triunfo moral del vencido, del happy ending de la
tragedia griega. También puede interpretarse que toda ética fracasa como ilusión en las
tragedias de Shakespeare, y que si algo triunfa es el desorden permanente o recurrente.
Atengámonos, no obstante, a la primera consideración. El triunfo moral de los vencidos
es la contrapartida a la experiencia de aquellos otros caracteres que fracasan al triunfar
de que nos habló Freud(102). Pero esa victoria moral está aún muy ligada al sentido
heroico de la vida como para que la adoptemos como verdaderamente trágica. Es, sin
duda, igualmente conmovedora, o incluso más, ya que el idealismo desinteresado nos
emociona y nos exalta, mientras que el descubrimiento de que nada tiene sentido nos
acongoja y nos sume en una postración melancólica. Los que vencen (moralmente) al
fracasar se guían por la filosofía del sensato pero débil Enobarbo:
Freud recurrió con frecuencia a las obras de Shakespeare para algo más que ilustrar sus
hallazgos de caracteres psicológicos en la práctica clínica real. Los análisis de Freud de
personajes literarios poseen una cualidad probatoria, implícitamente fundada en su
convicción de que los grandes poetas como Shakespeare eran «profundos conocedores
del alma humana»(106). Las condiciones humanas y sociales de los personajes de las
obras de Shakespeare pueden contemplarse como ejemplos de seres reales, de una
realidad más verdadera aún que la propia realidad. Esto es factible con todas las grandes
obras literarias, es cierto, pero con una particular intensidad y mayor frecuencia en lo
que se refiere a las de Shakespeare, que incontestablemente se encuentra entre aquellos
a quienes Freud llamaba «los más profundos conocedores del alma humana». Por
ejemplo, Gombrich tomaba el caso de la degradada condición que Shakespeare asigna a
Snug, el carpintero, Bottom, el tejedor y Snout, el calderero, en El sueño de una noche
de verano, para explicar la escasa valoración social de los oficios manuales todavía en
la época del Renacimiento, lo que justificaba el ansia de Leonardo y los artistas de su
época por dar a sus actividades una categoría noble(107). Marx tomaba la alusión de
Shakespeare a la proud yeomanry of England como testimonio del descenso social
provocado por el desarrollo del capitalismo entre los pequeños propietarios agrarios
convertidos en proletarios —contrariamente al ascenso que supone para los esclavos
convertirse asimismo en proletarios(108). En fin, por no citar sino otro ejemplo más,
Frazer toma el hecho de que Shakespeare hace morir a Falstaff «precisamente entre las
doce y la una, al cambiar la marea», como prueba de que la creencia de que la mayoría
de los fallecimientos acontece en marea baja persiste desde antiguo en la costa oriental
inglesa, y de que Shakespeare debía de estar familiarizado con tal creencia(109).
Contemplar los dramas de Shakespeare —o cualquier otra obra literaria— simplemente
como una exposición de mecanismos estéticos, sin vinculación con los problemas vivos
de la sociedad y de la cultura de una época, es en mi opinión una actitud
intelectualmente muy sesgada.
Arnold Hauser explicaba el declive de los ideales caballerescos en la época del Barroco,
debido a su incompatibilidad con las nuevas estructuras políticas y sociales: «su
inconciliabilidad con la estructura racionalista de la realidad política y social y su falta
de vigencia en el mundo de los "molinos de viento" son demasiado evidentes. Después
de un siglo de entusiasmo por los caballeros andantes y de orgía de aventuras en las
novelas caballerescas, la caballería sufre su segunda derrota(110). Los grandes poetas
del siglo, Shakespeare y Cervantes, son nada más que los portavoces de su tiempo;
únicamente anuncian lo que la realidad denota a cada paso, a saber: que la caballería ha
llegado al fin de sus días y que su fuerza vital se ha vuelto una ficción.»(111) En este
juicio, Hauser no hace sino seguir a Marx, que escribió: «Es indudable que ni la Edad
Media pudo vivir del catolicismo ni el mundo antiguo de la política. Lejos de ello, lo
que explica por qué en uno era fundamental la política y en la otra el catolicismo es
precisamente el modo como uno y otra se ganaban la vida. […] Ya Don Quijote pagó
caro el error de creer que la caballería andante era una institución compatible con todas
las formas económicas de la sociedad.»(112) La opinión de Carlyle acerca de la
vinculación entre la obra de Shakespeare y la caballería era diametralmente opuesta,
pero no hay motivo para tomar en serio la opinión de Carlyle, demasiado interesada en
explotar las veleidades patrióticas e idealistas en Shakespeare. Su conferencia sobre «El
héroe como poeta», para la que Dante y Shakespeare eran los dos gloriosos paradigmas,
terminaba con estas palabras:
El zar de todas las Rusias es fuerte, con infinito número de bayonetas,
cosacos y dragones, y hace una cosa importante conservando
políticamente unida tan considerable parte de la tierra poblada de tan
diversas razas, pero no puede hablar aún. Algo grande hay en él, pero es
una grandeza sin voz. No ha tenido la del genio para hacerse oír de todos
los hombres y de todos los tiempos. Necesita aprender a hablar: hasta
ahora no es más que un monstruo grande, pero mudo. Desaparecerán sus
cañones y sus cosacos, consumidos por la herrumbre y las vicisitudes del
tiempo, mientras que la voz de Dante continuará oyéndose ni más ni
menos que ahora. La nación que posee un Dante está más estrechamente
unida que podrá jamás estarlo una nación muda como Rusia.(113)
La alusión al poderío del zar me recuerda estas otras palabras que escribió el
«especialista de la injuria» —como le llama Borges— Léon Bloy en 1894: «El Zar es el
jefe y el padre espiritual de ciento cincuenta millones de hombres. Atroz
responsabilidad que sólo es aparente. Quizá no es responsable ante Dios sino de unos
pocos seres humanos. Si los pobres de su imperio están oprimidos durante su reinado, si
de ese reinado resultan catástrofes inmensas, ¿quién sabe si el sirviente encargado de
lustrarle las botas no es el verdadero y solo culpable? En las disposiciones misteriosas
de la Profundidad, ¿quién es de veras Zar, quién es rey, quién puede jactarse de ser un
mero sirviente?»(114) Cuando en la tragedia se contempla lo que hay de sublime y
excesivo, en detrimento de lo que tiene de reflexión existencial, se corre el peligro
utilizar sus hilos argumentales para exaltar los más ruines e irracionales intereses
políticos.
Los estudiosos han discrepado siempre acerca de cuáles debieron de ser las
inclinaciones políticas de Shakespeare: la opiniones del autor son, a la manera de la
dialéctica hegeliana, todas las opiniones de todos sus personajes, y pueden no ser las de
ninguno. Es muy difícil admitir que las ideas políticas de Shakespeare fuesen, como
opinaban Tolstoi y Bernard Shaw, las emitidas por Coriolano, tan torpemente
reaccionarias. Acaso, como opina Hauser, se acercaran más sus simpatías ideológicas al
pensamiento de los personajes más idealistas e incluso «quijotescos», como, sobre todo,
Bruto, o también Timón, Troilo y, ¿por qué no?, el propio Hamlet —cuya mentalidad
estrictamente política, como el resto de su carácter e inclinaciones, permanece envuelta
en un misterio eternamente indescifrable. Quijotismo y desengaño son, al menos, el
compendio que el lector moderno extrae de la lectura de sus tragedias. El escepticismo
que sigue o precede, pero en todo caso acompaña siempre, al desvelo amargo de la
verdad y al conocimiento en carne viva de la desgracia, hace de los héroes
shakespeareanos unos paladines, no tanto o no sólo de la misericordia cristiana, sino del
imposible régimen democrático. El rey Lear, echado como un perro por sus pérfidas
hijas, intentando, mediante la penitencia bajo la tormenta, no caer en la demencia, eleva
una plegaria por los desheredados:
¡Pobres y miserables desnudos, dondequiera que os halléis, que aguantáis
la descarga de esta despiadada tempestad!, ¿cómo os defenderéis de un
temporal semejante, con vuestras cabezas sin abrigo, vuestros estómagos
sin alimento y vuestros andrajos llenos de agujeros y aberturas? ¡Oh,
cuán poco me había preocupado de ellos! Pompa, acepta esta medicina;
exponte a sentir lo que sienten los desgraciados, para que puedas verter
sobre ellos lo superfluo y mostrar a los cielos más justos.(115)
Muchos otros literatos han estado muy conscientes del poder moralmente degradante
del dinero: basta recordar El avaro de Molière, el padre Grandet en la Eugenia Grandet
de Balzac o la avarienta Trina en el McTeague de Frank Norris —tan genialmente
llevada al cine en 1924 por Erich von Stroheim (Avaricia). El tema es especialmente
adecuado para la tragedia realista. Timón de Atenas es la más grandiosa creación sobre
ese asunto. Timón de Atenas, una vez desengañado —ya irreversiblemente, y por tanto
habiendo renunciado a todo porvenir—, advertirá la vanidad de la riqueza y el mundo al
encontrarse con el precioso «equivalente universal del valor de cambio» (Marx) o, lo
que es lo mismo, la «puta común de todo el género humano» (Shakespeare):
¿Qué hay aquí? ¡Oro! ¡Oro amarillo, brillante, precioso! […] Muchos
suelen volver con esto lo blanco negro; lo feo, hermoso; lo falso,
verdadero; lo bajo, noble; lo viejo, joven; lo cobarde, valiente. ¡Oh
dioses! ¿Por qué? Esto os va a sobornar a vuestros sacerdotes y a
vuestros sirvientes y a alejarlos de vosotros; va a retirar la almohada de
debajo de la cabeza del hombre más robusto; este amarillo esclavo va a
fortalecer y disolver religiones, bendecir a los malditos, hacer adorar la
lepra blanca, dar plazas a los ladrones, y hacerlos sentarse entre los
senadores, con títulos, genuflexiones y alabanzas. Él es el que hace que
se vuelva a casar la viuda marchita y el que perfuma y embalsama como
un día de abril a aquella ante la cual entregarían la garganta, el hospital y
las úlceras en persona. Vamos, fango condenado, puta común de todo el
género humano, que siembras la disensión entre la multitud de las
naciones, voy a hacerte trabajar según tu naturaleza.(118)
En su análisis del atesoramiento, Marx recuerda esas palabras de Timón como una
exacta caracterización poética de su tesis: «Como en el dinero desaparecen todas las
diferencias cualitativas de las mercancías, este radical nivelador borra, a su vez, todas
las diferencias.»(119) Ya en 1844, en el tercero de sus Manuscritos de París, Marx
apuntaba esas palabras de Timón, y añadía las de Mefistófeles sobre la omnipotencia de
la propiedad:
¡He aquí tu oro, veneno más funesto para el alma de los hombres y
causante de más muertes en este mundo abominable que esas pobres
mixturas que no te dejan despachar! ¡Yo soy quien te vende a ti el tósigo;
no tú el que me lo vendes a mí!(122)
Según Chute, Hamlet nació de ese ambiente juvenil escéptico de fin de siècle(132).
Aparte del elitismo profesado por Hamlet, que puede muy bien ligarse siempre al
clasicismo —¿acaso hay algo más contrario a las efusiones sentimentales de las masas
que la ponderación proclamada por los clasicistas?—, hay que notar el rango de
conceptos puramente clasicistas: buen trazado, sobriedad, ingenio, ausencia de
afectación, decoroso método, robustez… Más adelante, revisando los últimos detalles
de la representación, Hamlet instruye así al Cómico:
Hamlet.—Te ruego que recites el pasaje tal como lo he
declamado yo, con soltura y naturalidad, pues si lo haces a voz en
grito, como acostumbran muchos de vuestros actores, valdría más
que diera mis versos a que los voceara el pregonero. Guárdate
también de aserrar demasiado el aire, así, con la mano.
Moderación en todo, pues hasta en medio del mismo torrente,
tempestad y aun podría decir torbellino de tu pasión, debes tener
y mostrar aquella templanza que hace suave y elegante la
expresión. ¡Oh!, me hiere el alma oír a un robusto jayán con su
enorme peluca desgarrar una pasión hasta convertirla en jirones y
verdaderos guiñapos, hendiendo los oídos de los «mosqueteros»,
que, por lo general, son incapaces de apreciar otra cosa que
incomprensibles pantomimas y barullo. De buena gana mandaría
azotar a ese energúmeno por exagerar el tipo de Termagante.
¡Esto es ser más herodista que Herodes! ¡Evítalo tú, por favor!
El ideario estético del clasicismo se completa aquí con nuevas aportaciones semánticas:
soltura y naturalidad, moderación, templanza, suavidad y elegancia, huir de las
exageraciones y de lo pasional, sencillez, justa expresión, adecuación entre la palabra y
la acción(139)… Además, se insiste en el elitismo que involucra siempre la estética
clasicista: el dictamen de un solo «discreto» debe pesar más que el de una multitud de
ignorantes; el clasicismo es casi siempre de índole aristocrática. Sin embargo, las
opiniones de Hamlet constituyen, por el mismo hecho de ser las opiniones de Hamlet,
un insoluble problema: ¿Qué relación guardan con las propias opiniones de
Shakespeare? Ya hemos visto que Shakespeare no compartía la opinión de Hamlet en lo
tocante a la consideración de los dramaturgos como cronistas. ¿Es posible que la
compartiera en lo tocante al ideario clasicista? Toda opinión razonable en boca de
Hamlet más parece una burla que una verdadera opinión. ¿Cómo esperar que tomemos
en serio las protestas de templanza estética, de moderación cristalina, de serenidad y
elegancia de Hamlet después de oírle perorar como un demente, aun siendo su demencia
aparente fingimiento? ¿Por qué habríamos de considerar que Hamlet habla en serio con
el Cómico cuando se burla de Polonio? Pero si existe contradicción flagrante entre la
destemplada actitud de Hamlet y su defensa de la moderación estética, no media
contradicción alguna entre ésta y la necesidad de resolver sus inquietudes y su angustia.
Es el propio Hamlet quien se lamenta lastimeramente de la diferencia entre el verdadero
dolor y su expresión ficticia en labios de un actor. Hamlet basará su ardid
desenmascarador en la potencia emocional del teatro, de la palabra: la Sombra «bien
podría ser el Diablo, pues que al Diablo le es dado presentarse en forma grata»; por
tanto, la forma más segura de cerciorarse de la culpabilidad del rey Claudio es
«observar su semblante», «sondearle hasta la medula» para ver si se altera al contemplar
la farsa montada por Hamlet. «¡El drama es el lazo en que cogeré la conciencia del
rey!», exclama Hamlet(140). La persuasión clasicista de Hamlet de que una exageración
expresiva de lo patético lleva a lo grotesco y quita eficacia emocional, es coherente con
su necesidad de provocar el efecto que desea. Hay aquí envuelto un problema del que no
nos podemos preocupar en este ensayo, pero cuyo interés es innegable: el teatro —de
hecho, en Hamlet, un teatro dentro del teatro— ¿puede producir catarsis? ¿Debe
producirla? La eficacia que persigue Hamlet con sus consejos de moderación al Cómico
se dirige a desenmascarar al rey homicida: «He oído contar —reflexiona Hamlet— que
personas delincuentes, asistiendo a un espectáculo teatral, se han sentido a veces tan
profundamente impresionadas por el solo hechizo de la escena, que en el acto han
revelado sus delitos; porque aunque el homicidio no tenga lengua, puede hablar por los
medios más prodigiosos. Voy a hacer que esos cómicos representen delante de mi tío
algo parecido al asesinato de mi padre.»(141) El espectáculo, mejor dicho, su efecto
emocional, estaba dirigido a la conciencia de un solo espectador, el único implicado en
los actos delictivos que la trama evoca. Durante la representación, el Rey preguntará a
Hamlet cómo se titula la obra: «La Ratonera —responderá Hamlet—. ¿Que cómo se
entiende eso? Pues en sentido figurado. Este drama representa un asesinato cometido en
Viena. El duque se llama Gonzago, y su mujer, Bautista. Ahora lo veréis. ¡Es un enredo
diabólico! Pero ¿qué importa? A Vuestra Majestad y a nosotros, que tenemos inocente
el alma, no puede afectarnos. Cocee el rocín lleno de mataduras. Nosotros no tenemos
desollado el lomo.»(142) Así como el único juicio estético admisible es el de un solo
«discreto» frente al de la multitud ignorante, la única reacción emocional interesante es
la de un solo implicado frente a la indiferencia de todos los demás, «que tenemos
inocente el alma». Cabe preguntarse, pues, si aquellos consejos de moderación que daba
Hamlet a los actores eran necesarios para producir un coherente efecto emocional en
cualquier espectador, o sólo respondían a la necesidad de ser bien considerados por una
crítica inteligente pertrechada de convicciones racionales o de conocimientos positivos.
En fin, cabe dudar también de que Hamlet exprese las opiniones de Shakespeare. En
todo caso, aunque Shakespeare tuviese esas opiniones clasicistas, podemos admitir que
el problema de la eficacia emocional que puede o debe producir una representación
dramática no sea un problema real, sino un hecho circunscrito a la lógica argumental de
Hamlet.
Y también:
8 - El valor de hablar
«¿Me habéis enseñado a hablar, y el provecho que me ha reportado es saber cómo
maldecir!», dice Calibán en La tempestad(159). Es la concepción que Shakespeare tiene
del lenguaje y de sus verdaderos servicios a la lógica y a la verdad, o por el contrario a
la perfidia, lo que está involucrado aquí. Inagotable sería la serie de reflexiones a que
nos conducen las incontables frases que Shakespeare dedica al hablar y al callar. Su
ligadura con la concepción de lo trágico es obvia, dado que no hay tragedia sin
desarrollo lógico de uno o muchos discursos; de hecho, hasta podríamos decir —si no lo
hemos dicho ya— que muchas tragedias se incuban y se desencadenan por la sola
acción de las palabras. El rey Lear es, quizá, el caso más emotivo en que se expone el
poder y el valor ético del hablar y del callar: las hijas malvadas derraman sus mentiras
en el lenguaje más florido, mientras que el amor sincero de Cordelia no halla expresión
verbal alguna que pueda halagar los oídos de un padre chocho. En clave más agradable,
la conciencia del valor del callar y el hablar se expresa muy bien en Mucho ruido y
pocas nueces:
Conviene destacar este rasgo por el contraste con la actitud vanguardista que ha llevado
a la disipación lingüística. Lo que hace un dramaturgo vanguardista, en general, es
anular el contenido patético desvinculando el lenguaje, metafórico o no, de las
emociones que son propias de un temperamento natural. Como ejemplo muy ilustrativo
podríamos citar oportunamente la escena del Rey Lear que Bob Wilson rodó
estrambóticamente para la televisión, mezclando absurdamente las patéticas
lamentaciones de Lear ante el cadáver de Cordelia con las frívolas apelaciones que un
enfermo moderno haría a los camilleros de la ambulancia en que le llevan. El patetismo
queda del todo anulado por efecto de una especie de represión grotesca, y toda emoción,
pero también toda esperanza de intelegibilidad, queda brutalmente anulada. Así como
Pierre Mabille defendió la idea de Matta de «tuer l’optique» y vio en el ojo enucleado
de Brauner un episodio profético(163), nosotros podríamos hablar de un «matar la
dicción» en el teatro vanguardista de Wilson. No negaremos que la actitud de Wilson
sea rabiosamente contemporánea, pero nos preguntamos si no valdría también la pena
vindicar un siempre denigrado racionalismo para nuestra propia contemporaneidad.
Añadiremos que también, mejor, que sobre todo en el teatro explícitamente actualizador
se esconden las mayores mistificaciones imaginables: falseamiento de la psicología de
los personajes, ocultación de las condiciones reales de existencia del hombre moderno,
visiones falazmente trágicas o falazmente cómicas o falazmente grotescas. En mucho de
ese teatro contemporáneo no existe ni tragedia ni comedia, sino sólo un monólogo
onanista e invertebrado que se resguarda en la presunción de una incierta «genialidad»
de autor. La modernidad ha roto muchas convicciones, no sólo quiméricas, sino también
profundamente racionales. El arte contemporáneo ha hecho lo propio en su dominio:
romper la «óptica», la «dicción», la «audición»… De nada sirve lamentarse, pero hay
que rechazar al menos las pretensiones de justificación lógico-formal. Por ejemplo, no
es correcto destacar que en el Barroco en general, y en Shakespeare en particular, se
encuentra la explotación de los distintos niveles de realidad o de significado hasta
límites que sobrepasan toda maravilla, y usar esa genial tendencia barroca para justificar
la disolución de todos los niveles de significado en la difícil y vacía inefabilidad que
anduvieron buscando los simbolistas. Y no es correcto porque, a mi entender, se trata de
cosas radicalmente opuestas: la explotación barroca del lenguaje podía llegar a ser
aturdidoramente confusa, pero se efectuaba siempre en pos de la ampliación de
significados, aun a costa de la fusión o confusión de los distintos niveles de
realidad(164), mientras que la hostilidad moderna hacia todo lo racional no supone
ninguna explotación de los significados, sino un estúpido desdén hacia todo significado.
Horacio explicaba: «Menos vivamente excitan los pensamientos las cosas que entran
por el oído/ que las sometidas a los ojos, que no engañan, y que/ el mismo espectador se
transmite a sí mismo.»(168) Esta opinión, contraria a la de Unamuno, sólo parece
aceptable si se piensa exclusivamente en cosas o acontecimientos sencillos que «entren
por los ojos». Que Horacio atribuyese a las palabras el poder de mentir, y a las cosas la
virtud de representar lo que verdaderamente son, se entiende como prolongación de
aquel «santo temor» hacia los productos de la creación poética que ya preocupó a Platón
—y en nuestra época a todos, a partir de Nietzsche—: el problema de la sima entre las
palabras y las cosas, entre la experiencia pura y proteica y el pensamiento ilusorio y
simplificador, etc. Pero en el caso de la discusión de Unamuno —nada trivial, aunque
parezca lo contrario— se está muy lejos de pararse ante semejantes «dificultades»; ya
no se puede contraponer una pretendida experiencia visual, basada en las cosas
inmaculadas, a la reflexión racional, podrida de «socratismo», pues ahora las imágenes
(cinematográficas) son parte de un discurso complejo, lábil, ambiguo, rico, tan capaz de
mentir, tan equívoco como el más seductor de los discursos, y cuya exuberancia deriva
precisamente de su naturalismo. Unamuno reprochó a Ortega su temprana admiración
por aquel arte joven y popular. Ahora bien, aquel arte mudo se prestaba magníficamente
a las expresiones abstractas no significantes, en virtud de esa desvinculación del
lenguaje que tanto irritaba a Unamuno. No es necesario recordar que el contrapunto al
carácter de masas del nuevo medio se encuentra en los experimentos del cine abstracto y
del surrealista. Con la introducción de la voz, el cine adquirió, multiplicadas, las
potencialidades de significación que Unamuno echaba a faltar. Ello posibilitó que se
acrecentara aún más su carácter popular —si bien no amenguó los conatos elitistas—,
pero sobre todo vinculó el nuevo arte a lo literario, y con ello a lo sustantivo(169).
Puede objetarse que, así como existe un teatro del absurdo, también el cine es pasible de
absurdidad, pero ésta no pasa de ser una modalidad poco relevante. La literariedad del
cine no es lo que implica su popularidad. A efectos prácticos, El rey Lear es más
impopular que cualquier obra vanguardista. La necesidad narrativa del cine es lo que le
hace esencialmente antivanguardista. Sólo un ser del pasado transportado a la actualidad
podría asombrarse ante un cuadro con pintarrajos, pero muchísimas personas de nuestra
época pueden sentirse ya decepcionadas por una película «sin sentido».
Es incontestable que ejercitamos ambos tipos de actividad mental, la de un pensamiento
basado en imágenes y la de un pensamiento verbal —aparte de esa otra modalidad del
pensar que daba que pensar a Pascal y que incompletamente llamamos sentir. Pero sólo
estamos pensando efectivamente, en el sentido de elaborar tesis, proposiciones lógicas
(i.e. lingüísticas), cuando lo hacemos en términos expresados mediante nuestro idioma o
cualquier otro. Esta idea puede discutirse, pero sólo me interesa aquí que el lector tenga
en cuenta mi punto de vista, a fin de que en su crítica deslinde lo que pueda derivarse de
un error y lo que deriva de ese punto de vista. El despliegue de imágenes mentales
definidas o abstractas sólo es una teoría de impresiones, mediante las cuales no
pensamos, sino que más bien sentimos (gozos, alegrías, inquietudes, terrores, anhelos,
ensueños, resquemores). En los casos más afortunados, ese sentir produce obras de arte.
El arte no es, por su mismo origen, ninguna «forma de conocimiento» equiparable o
complementaria de la ciencia, aunque, como defendió Edgar Wind, el arte puede
beneficiarse mucho al amparo de la instrucción filosófica o científica(170). La obra de
arte puede proponerse un fin propio de la filosofía o de la ciencia, como la búsqueda de
la verdad —o de una verdad, sea física o ética—, pero no es eso lo que la distinguiría y
definiría como tal obra de arte. Si se propusiese un tal objetivo, la obra de arte en
cuestión sería, además, un tratado científico o filosófico, lo cual excedería su
«artisticidad», que no se encuentra en ese contenido científico o filosófico, sino en las
formas, plásticas o literarias, que desarrolla. Los defensores del arte por el arte libraron
hace más de un siglo una importante batalla por deshacerse de las cadenas burguesas del
arte edificante. El arte pudo entonces ser inmoral, que es tanto como decir antiburgués.
La revancha de la burguesía llegó cuando la libertad intelectual alcanzada de aquella
manera por el arte no supo en qué aplicarse sino en un negativo rechazo de todo
contenido, produciendo una vacuidad abstracta no ya décadent o inmoral, sino inocua.
Las formas transfunden, ni que decir tiene, todas las emociones que es capaz de sugerir
el artista, e incluso los pensamientos que puede haber pretendido —o no, sin por eso
impedirlo— inducir en el espectador. Esto parece innegable, y descarta toda pretensión
de concebir el arte como una forma de conocimiento, a no ser en aquel sentido poético
—no filosófico— en que Machado o Pascal, o algunos simbolistas, o casi todos los
románticos, han hablado de la «razón del corazón», o de «entenderse», etcétera. En pos
de la libertad de creación, las formas debían rechazar su servidumbre a una ideología
burguesa, pero liberarse de todo contenido era caer en una nueva servidumbre, la de la
sinrazón.
Unamuno, en la época en que el cine era aún mudo, no podía comprender el interés que
aquel espectáculo circense y sin sentido (sin palabras) despertaba en Ortega, por
ejemplo. Podemos decir que no percibió esa naturaleza distintiva del nuevo medio
respecto al teatro y por ello temió en el cine la disolución de lo humano, de lo racional,
del lenguaje mismo. Defendió el teatro como resguardo de todos aquellos valores que
creía amenazados por el nuevo medio. Sorprendentemente, esa temida disolución sólo
cuajó en el teatro, durante el período absurdista y aún hoy en día, aunque con menor
intensidad. Un solo ejemplo servirá como modelo de esa disgregación de lo lingüístico,
y por tanto del humanismo, en el teatro. En una breve reseña de la puesta en escena de
La Odisea de la Footsbarn Travelling Company dirigida por Jean Pierre Estournet,
Santiago Fondevila comentaba hace pocos años:
Si en su afición a versionar a Shakespeare (Sueño de una noche de
verano, Hamlet, Macbeth, King Lear, Romeo y Julieta) solía prescindir
de la poética del texto en beneficio de una acción desmitificadora,
próxima y circense, en esta «odisea» la partitura visual y textual se
manifiesta con la suavidad de la seda. No hay que preocuparse por no
entender los textos. La puesta en escena adquiere una musicalidad que
acompaña a una acción resuelta con imaginación y claridad que nos
conduce por el mundo junto a Ulises sin ningún problema. La obra
corrobora la forma festiva de entender la vida y el teatro de esta
compañía… [etcétera](171)
Esa «odisea» se representó en nada menos que cinco idiomas, pero por supuesto no
había que ser poligloto para entenderla, ya que sólo se trataba de «gestualidad», de
«visualidad» y de «sensitividad», como dice el reseñador. No carecen de significación y
son cosa cierta la gran carga gesticular, visual, etc. de este tipo de espectáculos, pero
inevitablemente representan la disolución del lenguaje —así como el gestualismo de
Pollock y Hartung representó un paso más en la disolución de lo pictórico. En el teatro y
la literatura clásicos incluso la ausencia de lenguaje, el silencio, tiene una significación
humana y racional, pero forma solamente un contrapunto, un momento dialéctico en el
discurso. En el teatro vanguardista no se trata ya de que el lenguaje explique todo lo
humano, la «gestualidad», la visualidad o el mismo silencio, sino al contrario, de que la
«gestualidad», visualidad y cualquier otra opacidad sustituyan por entero a lo
enunciativo. Los entusiastas de Shakespeare se sonreirán ante la reducción de sus obras
a pantomima o la pretensión de ofrecer de ellas ni aun la más leve idea mediante el uso
exclusivo de ruidos y saltos. Quizá para Estournet no hay ninguna filosofía y ninguna
idea en las tragedias de Shakespeare o en la Odisea lo suficientemente digna como para
requerir de palabras. No debemos deducir que no haya entendido ni palotada de los
grandes textos. Se trata de que reproduce el ataque general a la razón en una de sus más
claras manifestaciones, la disolución del lenguaje en lo abstracto y en lo «sensitivo». No
otra cosa expresaba el infierno que el Diablo describía a Adrian Leverkühn. Karl Marx,
uno de los últimos grandes racionalistas, convirtió en lema la conquista del cielo. En la
sociedad moderna triunfa el movimiento opuesto, el asalto a la razón denunciado por
Lukács.
Pero entre todas las prendas que un actor isabelino debía poseer, acaso la
más importante era la de tener buena voz. Las obras teatrales isabelinas
tenían mucha acción, pero, considerándolo bien, no era la actividad física
lo que captaba principalmente el interés del espectador, sino el lenguaje.
El público formaba esencialmente un auditorio, y no era el sentido de la
vista, sino el del oído, el que le ponía en antecedentes del lugar donde
transcurrían las escenas, de las emociones de los diversos personajes y de
la poesía y excitación de la obra considerada como todo. Tanto más
cuanto los actores eran hombres y muchachos, lo cual imposibilitaba
crear la ilusión de las escenas amorosas mediante la proximidad física, y,
por ende, exigía una inteligente utilización de las palabras
correspondientes a los papeles femeninos.(173)
4. Versos de Robert Tofte en Alba, cit. por Luis Astrana Marín en Vida y obras de William Shakespeare,
estudio preliminar en William Shakespeare, Obras completas, Madrid, Club Internacional del Libro,
1982, t. i, p. 41.
6. El temperamento patológico de «los que fracasan al triunfar» fue esbozado por Freud como caso de
neurosis y ejemplificado con personajes teatrales como Lady Macbeth y Rebeca West. Cf. Sigmund
Freud, Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica (1916), en Obras completas en 3 vol.,
Madrid, Biblioteca Nueva, 1973, t. iii, pp. 2416-2426.
7. Jan Kott, Apuntes sobre Shakespeare (1962), Barcelona, Seix Barral, 1969.
8. Recordemos la célebre definición de Karl von Clausewitz: «La guerra es la continuación de la política
por otros medios (precisamente por la violencia).»
9. He aquí la defensa que el gran erudito Ranuccio Bianchi Bandinelli hacía de la arqueología: «Ante
todo, es necesario comprender por qué podemos todavía hoy interesarnos por la arqueología, que se
ocupa de cosas tan alejadas de la vida actual. No basta, desde luego, la necesidad práctica de una posible
profesión que, en el mejor de los casos, no ofrece halagüeñas perspectivas económicas, para explicar el
estudio de la arqueología; éste sólo puede ser justificado si reconocemos que la arqueología tiene en sí un
valor formativo de nuestra cultura o responde, en cualquier caso, a satisfacer una aspiración interna.»
Sostenía este autor que existe una «relación positiva entre la arqueología y nuestra cultura. Pues, si no
existiera tal relación, deberíamos llegar a la conclusión de abandonar este género de estudios, como ha
sucedido con otras disciplinas e investigaciones que en tiempos estuvieron en auge.» (Introducción a la
arqueología [1976], Madrid, Akal, 1982, p. 33, passim).
10. «…Confieso que tus escritos son tales, que ni hombre ni musa pueden alabarlos suficientemente…
¡Alma del siglo! ¡Aplauso, delicia, asombro de nuestra escena!… Eres un monumento sin tumba, y
vivirás mientras viva tu libro y haya inteligencias para leerlo y elogios que tributar… ¡Triunfa, Bretaña
mía, pues tienes uno que ofrecer, a quien todas las escenas de Europa han de rendir homenaje!… Que él
no es de un siglo, sino de todos los tiempos… ¡Dulce cisne del Avon!…» Esta hermosa poesía fue escrita
por Jonson para el Primer Infolio (i.e. la primera edición de las obras de Shakespeare en in-folio por sus
colegas los actores John Heminge y Henry Condell; las tres ediciones anteriores, muy parciales, se
publicaron en in-quarto; el elogio de Jonson, «A la memoria del autor, mi estimado míster William
Shakespeare, y de lo que nos ha dejado», que contiene la tan controvertida frase: «Y aunque tú tenías
poco latín y menos griego», se halla en el folio 5; cf. Luis Astrana, op. cit., p. 15). Según Marchette
Chute, esta poesía es la única «prueba contemporánea de que todos los hombres de la época isabelina o
jacobina acertaban a entrever al coloso que caminaba entre ellos» (Shakespeare y su época, Barcelona,
Juventud, 1960, p. 246).
11. Hamlet, Acto Segundo, Escena ii.
13. Según Chute, ésta «es la única obra de Shakespeare que no parece basarse en absoluto en ningún
dogma cristiano, y es muy significativo que su autor eligiese una era precristiana y escribiese los
acontecimientos que tuvieron lugar "en los días en que Jeroboam gobernaba en Israel".» (Op. cit., p. 237).
Ignoro de qué rasgo o cualidad pueda ser tal cosa «significativa». Las fuentes para la historia de Lear son
de origen céltico, y se remontan al menos a la Historia Britonum de Godofredo de Monmouth (c. 1135;
cf. Luis Astrana, op. cit., p. 108).
14. «Un nuevo escritor al sempiterno lector. —Preámbulo.— Sempiterno lector: He aquí una nueva obra
que jamás ha visto la escena, que nunca fue aplaudida por las palmas del vulgo y que, por tanto, se halla
por encima de las palmas cómicas, pues proviene de un cerebro que ni una sola vez intentó vanamente
una obra teatral. Si en lugar de servirse del título de comedias se presentaran sus producciones como
piezas de interés público o especie de defensas, veríais a todos esos grandes censores, que ahora
consideran el género como una niñería, acudir a hacer valer su gravedad, especialmente al tener que
habérselas con un autor como el nuestro, que sabe pintar la vida, comentar los menores actos, mostrar
tanta destreza, tanto ingenio, que puede cautivar a los más tozudos descontentadizos. Todos los hombres
por naturaleza tristes, como quiera que tienen el espíritu rudo, incapaces de aprehender la finura de una
comedia, y que, aparte del ruido que producen, han asistido a sus representaciones, han hallado en ellas
cualidades que no encerraban en sí propios y han salido mejor equilibrados que al entrar, sintiendo en su
interior como una chispa de agudeza que jamás habrían supuesto poseer. Hay en estas comedias tan
sazonada sal de ingenio, que dijérase han nacido (tan sabroso es el placer que produce el gustarlas) en la
mar que parió a Venus. Pues bien: entre todas, no hay ninguna más espiritual que esta; y siento no
disponer de tiempo suficiente para comentarla, aunque no sea necesario (no para mostraros lo bien
empleado de vuestro dinero), sino porque encierra todas las cualidades que un pobre diablo como yo
[pudo] descubrir. Merece la pena de ser leída, tanto como las mejores obras de Plauto y de Terencio.
Cuando muera nuestro autor, y sus comedias no se pongan más a la venta, se arrebatarán, y para
adquirirlas se establecerá una nueva Inquisición en Inglaterra. Aprovechaos del aviso, y a riesgo de perder
el placer, así como una alegría intelectual, no rechacéis esta pieza bajo pretexto de que no se halla aún
contaminada por el aliento ahumado de la muchedumbre. Agradeceréis la fortuna del vacío que ha hecho
en vuestra bolsa, pues creo que habría sido preciso pedirla por favor a sus propietarios para obtenerla,
mientras yo os abandono como enfermos a los que se harían suplicar para mostrarse complacientes.»
(«An ever writter to an ever reader», prólogo a The famous History of Troylus and Cresseid, excellently
expressing the beginning of their loves with the conceited Woving of Pandarus, prince of Licia, written by
William Shakespeare, 1609; cit. por Luis Astrana, op. cit., p. 101, nota; cf. también Marchette Chute, op.
cit., p. 246).
16. Benedetto Croce, La poesía: Introducción a la crítica e historia de la poesía y de la literatura (1936),
Buenos Aires, Emecé, 1954, p. 200 (Notas).
20. Thomas Carlyle, Los héroes [1840], Madrid, Sarpe, 1985, p. 128.
21. «¡Oh! Desde hace mucho tiempo viven de la limosna de las palabras. Me asombra que tu amo no te
haya comido todavía, como si fueses tú una palabra, pues de pies a cabeza no pareces más largo que
honorificabilitudinitatibus.»
22. Cf. John Russell Brown y Terence John Bew Spencer, Shakespeare, en The New Enciclopædia
Britannica (ed. 1992, t. xxvii, p. 266).
23. Ignatius Donnelly, The great cryptogram: Francis Bacon’s cipher in the so-called Shakespeare plays,
Chicago, R.S. Peale, 1887; Íd., The cipher in the plays and on the tombstone, Minneápolis, Verulam Pub.
Co., 1899. Donnely es célebre sobre todo por su Atlantis: The Antediluvian World (Nueva York, Harper
& Brothers, 1882), una de tantas irrisorias historias extraordinarias sobre un misterioso continente
desaparecido, típicas de la literatura ocultista. De hecho, sólo en ese ambiente se han seguido tomado en
serio las fantasías «científicas» del propio Bacon.
24. Así como «un hilo de inclinación y cariño, que lo une todo y caracteriza el conjunto», recorría el
diario de Otilia en Las afinidades electivas. Goethe tomó la expresión del hilo rojo que en tiempos
recorría, por una disposición de la Marina inglesa, todos los cordajes de la Flota Real en el sentido de su
longitud, «de modo que no se puede desenrollar sin soltarlo todo; con lo cual se conocen hasta los más
pequeños trozos de cable que pertenecen a la Corona».
25. Hemos de advertir que Kott no utiliza la palabra «arqueológica», pero ésta corresponde muy bien al
concepto de lo que él expresa mediante perífrasis u otro tipo de alusiones.
26. Ranuccio Bianchi Bandinelli, op. cit., p. 16. Bianchi Bandinelli se refiere, contrariamente, al elitismo
del culto arqueológico al estilo de un Willamowitz-Moellendorf —a quien nosotros recordamos, sobre
todo, por la feroz y acaso injusta crítica que Nietzsche le dirigió en su Zarathustra («Los sabios»), nacida
de un resentimiento personal. Pero el «actualismo» —no la teoría científica de Lyell, sino el prurito
estético de modernidad— puede ser una actitud igualmente elitista y vacía.
30. Ibíd.
31. «Je suis bien loin assurément de justifier en tout la tragédie d’Hamlet: c’est une pièce grossière et
barbare qui ne serait pas supportée par la plus vile populace de la France et de l’Italie […] Mais parmi les
irrégularités grossières qui rendent encore aujourd’hui le théâtre anglais si absurde et si barbare, on trouve
dans Hamlet, par une bizarrerie encore plus grande, des traits sublimes dignes des plus grandes génies. Il
semble que la nature se soit plu à rassembler dans la tête de Shakespeare ce qu’on peut imaginer de plus
fort et de plus grand, avec ce que la grossièreté sans esprit peut avoir de plus bas et de plus détestable.»
33. Christopher Booker, The Neophiliacs, Londres, Fontana Books, 1969, p. 349.
34. Ernest Jones, Hamlet and Œdipus, Nueva York, W.W. Norton, 1949.
35. Cf. Sigmund Freud, La interpretación de los sueños, en Obras completas en 3 vol., Madrid,
Biblioteca Nueva, 1973, t. i, pp. 508 y ss. Freud insiste en numerosas ocasiones en la importancia de este
descubrimiento, y en particular de esa precisa interpretación de Hamlet. Cf., por ejemplo, «El "Moisés"
de Miguel Ángel», en loc. cit., t. ii, p. 1877; y su Autobiografía, en loc. cit., t. iii, pp. 2793 y s.
36. Verbi gratia, las proposiciones verdaderas de la matemática, según opina el físico teórico Roger
Penrose, que adhiere a la idea de la «realidad platónica» de los conceptos matemáticos (cf. La nueva
mente del emperador, Madrid, Mondadori, 1991, pp. 131 y ss.).
38. Claude Lévi-Strauss, El pensament salvatge (1962), Barcelona, Edicions 62, 1985, p. 301.
41. Erik Erikson, Identidad. Juventud y crisis (1968), Madrid, Taurus, 1990, p. 209.
43. Nota de Luis López-Ballesteros en Sigmund Freud, Lo siniestro, en O.c., cit., t. iii, p. 2494.
45. Ibíd. Anotemos aquí, de pasada, que Octave Mirbeau comparó a Maeterlinck con Shakespeare: «Je ne
sais rien de M. Maurice Maeterlinck […] Je sais seulement qu’aucun homme n’est plus inconnu que lui;
et je sais aussi qu’il a fait un chef-d’œuvre […] M. Maurice Maeterlinck nous a donné l’œuvre la plus
géniale de ce temps, et la plus extraordinarie et la plus naïve aussi, comparable —et oserai-je le dire?—
supérieure en beauté à ce qu’il y a de plus beau dans Shakespeare. Cette œuvre s’appelle La princesse
Maleine.» (Les écrivains, 2 vol., París, Flammarion, 1926, t. i, «Maurice Maeterlinck»).
46. Henri Bergson, L’évolution créatrice (1907), París, Alcan/P.U.F., 1940, p. 180.
47. León Trotski, «Céline y Poincaré» (1933), en Sobre arte y cultura, Madrid, Alianza, 1971, pp. 180-
193.
49. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1905), Barcelona, Orbis, 1985, p. 258.
En cuanto al papel que en lo sucesivo jugaría el ascetismo protestante que había impulsado el desarrollo
del capitalismo, Weber añadía: «En todo caso, el capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo
religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos.» Lo mismo había sido mucho antes advertido
por Marx en La cuestión judía.
51. «Con Eurípides el drama alcanza edad adulta. La madurez, en el seno de la tradición occidental de
pensar y de vivir, es esa "edad de la vida" en la que se alcanza autoconsciencia. Ello implica escisión,
distancia, hiato entre el yo y el alter ego. En una palabra, desdoblamiento. Un drama autoconsciente es un
drama que ha sido tematizado como drama, que ha sido nombrado e identificado. Un drama
autoconsciente es un drama cuya estructura y cuya función, cuyo efecto y cuyo recurso se ha conseguido
reconocer. En Eurípides esa autoconsciencia es virginal. Ahora se trata de efectuar un atrevido travelling
y plantarse en aquel punto histórico en el que el drama ha realizado esa incipiente autoconsciencia. Puede
decirse con propiedad que ese tiempo de plenitud y sobreabundancia es también tiempo de crisis, de
subversión, de declive. La autoconsciencia, cuando es plenipotenciaria, mata necesariamente la vida. Ello
por una razón: porque esa formación vital deja de ser sorprendente, deja de ser interesante. En esto, como
en todo, el saber es homicida. De ese homicidio, sin embargo, surgen, como de toda corrupción, nuevas e
inéditas líneas de fuerza. El excesivo conocimiento de todos los recursos y los efectos del drama deja a
éste exhausto y agotado. Lo que viene tras él pertenece a otra prosapia.» (Eugenio Trías, Drama e
identidad, Barcelona, Barral, 1974, pp. 106 y s.). Cf. los capítulos x y ss. de El nacimiento de la tragedia.
52. Sören Kierkegaard, Temor y temblor (1843), Barcelona, Hyspamérica, 1986, p. 87.
54. «En Alcestes parece que el drama gravita en torno a la figura heroica de esta mujer capaz de sacrificar
su propia vida para que su marido alcance la inmortalidad. Se trata, por consiguiente, de un canto a la
fidelidad conyugal que encajaría a la perfección con las ideas morales que Eurípides pone en boca del
coro de Andrómaca y de Medea, relativas a la fidelidad y a la monogamia. Mientras seguimos la obra,
nuestra atención se dirige indefectiblemente a esa heroína, de la cual nos sentimos "partidarios".
Tendemos, en cambio, a considerar zafia y cobarde la conducta de los padres de Admeto, que no son
capaces, a pesar de su vejez, de sacrificar su vida por el hijo. Y, sin embargo, una vez disuelto en nosotros
el proceso de "identificación", una vez que recuperamos nuestro juicio crítico y nos "distanciamos" del
asunto, algo nos queda como mensaje indeleble de esa obra, algo por cierto radicalmente opuesto a todo
gesto heroico.» (Eugenio Trías, op. cit., p. 96).
58. El rey Lear, Acto Quinto, Escena iii (Edgardo). En la traducción francesa de G. Duval se expresa la
idea con mayor claridad, pues alude explícitamente al miedo de morirse: «Nous aimons mieux mourir
chaque heure de la crainte de mourir, que mourir une fois.»
62. «Los críticos persisten en declarar profundamente religiosos a aquellos hombres que han confesado
ante el mundo su conciencia de la pequeñez y la impotencia humana, aunque la esencia de la religiosidad
no está en tal conciencia, sino en el paso siguiente, en la reacción que busca un auxilio contra ella.
Aquellos hombres que no siguen adelante, resignándose humildemente al mísero papel encomendado al
hombre en el vasto mundo, son más bien religiosos [sic], en el más estricto sentido de la palabra.»
(Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión [1927], en loc. cit., t. iii, p. 2978). El texto citado pone
«religiosos» donde debería decir «ateos», volviendo la frase completamente incoherente. La primera
edición de las obras completas en español no contiene ese error, y el resto de la frase sólo difiere por la
colocación de las comas. Dice: «Aquellos hombres… son, más bien, irreligiosos en el más estricto sentido
de la palabra» (Obras Completas del Profesor Sigmund Freud, Madrid, Biblioteca Nueva, 1930, t. xiv,
pp. 40 y s.). En las ediciones posteriores (1948, t. i, p. 1291; 1968, t. ii, p. 87; 1973, cit.) la elegante
depuración de comas acarreó ese absurdo desliz (las ediciones más recientes han subsanado el prolongado
erratum). Es tentador aplicar a este curioso accidente la propia teoría freudiana de la resistencia, a partir
de la cual el lapsus calami adquiere una significación enorme, pero nada nos impide pensar
prefreudianamente que se trata de un descuido sin significado, casual.
64. Cf., por ejemplo, Sigmund Freud, El porvenir de una ilusión, en loc. cit., t. iii, pp. 2961-2992, y muy
especialmente la Lección xxx de sus Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis (1932), «El
problema de la concepción del Universo», en loc. cit., pp. 3191-3206, una de las más bellas exposiciones,
y acaso la última, de aquel humanismo racionalista con derecho a llevar tal nombre y que hoy parece
definitivamente desacreditado gracias a las críticas de tantos filósofos nietzschistas —a veces con
penetrante y parcial razón—, pero gracias sobre todo al hecho de que el régimen social del capitalismo
moderno hace triunfar todo lo irracional, lo fantástico y lo acrítico, amén de aquellos valores
«humanistas» y «racionalistas» que no eran sino una perversión aristocrática del pensamiento.
66. De esta discordia estaba escépticamente persuadido Freud: «No acierto a ver la conexión entre la
realidad psíquica de nuestras ideas de perfección y la fe en su existencia material, lo que probablemente
ya anticipaba usted. Sabe muy bien cuán poco puede esperarse, después de todo, de los argumentos.»
(Carta a James J. Putnam, del 8 de julio de 1915, en Sigmund Freud, Epistolario, Barcelona, Orbis, 1988,
t. iii, p. 346).
70. Carta a Marie Bonaparte, del 13 de agosto de 1937, en Sigmund Freud, Epistolario, cit., t. iii, p. 485.
71. Sigmund Freud, Duelo y melancolía (1917 [1915]), en O.c., cit., t. ii, p. 2093.
72. Es muy interesante la comparación analítica que Freud hace de la pérdida de realidad en la psicosis y
en la neurosis: «La pérdida de la realidad en la neurosis y en la psicosis» (1924), en loc. cit., t. iii,
pp. 2745-2747. Cf. también: «Neurosis y psicosis» ([1932] ibíd, pp. 2742-2744) y El «yo» y el «Ello»
([1932] (ibíd., pp. 2701-2728).
77. Ibíd.
86. Ibíd.
95. Ibíd.
96. Estos versos de Boileau dan título a una interesante novela de los hermanos Marcelin, donde son
pronunciados por un quijotesco personaje en su lecho de muerte.
97. Pese a que, ciertamente, como advertía Walter Benjamin, no existe documento de la civilización que
no sea al mismo tiempo un documento de la barbarie.
98. Paul Watzlawick, Janet Beavin Bavelas, Don D. Jackson, Teoría de la comunicación humana (1967),
Barcelona, Herder, 1991, p. 190.
101. Thomas Stearns Eliot, «Shakespeare et le soïcisme de Sénèque», en Essais choisis, París, Seuil,
1940.
102. Sigmund Freud, Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica, cit.
104. El éxito de las piezas de Shakespeare fue desde el principio prodigioso, y de ello son prueba no sólo
las innumerables fuentes que testimonian la admiración general, sino incluso los necesarios brotes de
envidiosa crítica que suscitó. Me permito realizar comparaciones con las manifestaciones dramáticas
contemporáneas que también gozan de universal éxito, las del cine norteamericano, pese a la crítica
negativa de tantos listos de cafetín que sólo admiran lo que no tiene sentido. Acaso puedan fácilmente ser
calificadas mis comparaciones de «vulgares», por ser consideradas vulgares las propias obras
comparadas. Mi opinión es que ni la comparación ni las propias obras tienen nada de vulgar, salvo para
esos vocingleros de asamblea que ahogan en su ridícula distinción su falsa conciencia, su ignorancia y su
angustia de fracasados. En el excelente western de Clint Eastwood Sin perdón se contempla la
personificación de un destino —en el sentido en que Nietzsche, ridículamente, reivindicaba para su propia
persona—, de una fatalidad plenamente trágica hasta en lo inconsciente. Como antes en Infierno de
cobardes o, con menor intensidad, en El jinete pálido o El fuera de la ley, Eastwood reencarna en esta
película el Destino-Muerte, el vengador justiciero que lleva la existencia inestable al punto de equilibrio
en que se encontraba en un pasado ya olvidado, y no a un estado de nuevo desequilibrio que posibilite un
salto cualitativo, un estadio superior, o cualquier otra fantasía progresista o dialéctica. Esas películas
evocan ciclos trágicos a la manera de las grandes tragedias griegas.
106. En su ensayo titulado Varios tipos de carácter descubiertos en la labor analítica, por ejemplo,
escribe: «El secreto profesional nos veda servirnos de los casos clínicos por nosotros observados para
exponer lo que de tales tendencias sabemos y sospechamos. Por lo cual habremos de recurrir para ello al
análisis de ciertas figuras creadas por grandes poetas, profundos conocedores del alma humana.»
(Sigmund Freud, loc. cit., t. iii, pp. 2417 y s.). Nos parezca o no muy lícito este proceder —y desde luego
es científicamente impugnable—, resulta que nuestra confianza intelectual debe quedar supeditada a la
protesta de sinceridad en el hablar de algo que se ha visto en casos reales y que no pueden revelarse por
mor del «secreto profesional». No soy psicólogo, y me es indiferente la coincidencia o disparidad de los
caracteres ficticios con los reales; es más, la discusión sobre las motivaciones íntimas de los personajes
ficticios me parece siempre lícita, sin el penoso refrendo de la psicología, como parte de la humana
inteligencia. En un libro de psicología de tendencia declaradamente funcionalista, Paul Watzlawick, Janet
Beavin Bavelas y Don D. Jackson justificaban de otra forma el uso de los ejemplos literarios, a los que
explícitamente negaban carácter probatorio: «Del mismo modo, el empleo bastante frecuente de ejemplos
tomados de la literatura puede parecer científicamente objetable a muchos lectores, pues sin duda el
intento de demostrar algo mediante los productos de la imaginación artística parece un método poco
convincente. Sin embargo, estas citas tomadas de la literatura tienen como fin ilustrar y aclarar
determinados conceptos teóricos, presentándolos en un lenguaje más fácilmente comprensible; su empleo
no significa que ellas puedan demostrar nada por sí mismas.» (Op. cit., p. 18). Sin embargo, al menos
para los que detestamos la psicología especulativa, es mucho más valioso y más verdadero el contenido
espiritual de personajes imaginarios, salidos del alma de un ser verdadero, que los secos exámenes de los
psicólogos; es más interesante lo que hace Freud con aquéllos, ni más ni menos que filosofar, que lo que
hacen toda clase de psicógrafos.
107. Ernst Hans Josef Gombrich, Historia del Arte (1950), Madrid, Alianza, 1979, p. 245.
108. Karl Marx, El capital, libro i, capítulo vi (inédito), Madrid, Siglo xxi, 1973, p. 71.
109. James George Frazer, La rama dorada: Magia y religión (1890), Madrid, F.C.E., 1981, p. 60.
110. La primera sobrevino, según la exposición de Hauser, con el aburguesamiento de las instituciones y
del régimen económico en la época del gótico tardío. Cf. Arnold Hauser, Historia social de la literatura y
del arte (1951), 2vol., Barcelona, Labor, 1983, t. i, pp. 316 y ss.
112. Karl Marx, El capital: Crítica de la economía política, (1867), Bogotá, F.C.E., 1959, t. i, p. 46, nota
36.
114. Cit. por Jorge Luis Borges en el Prólogo a Léon Bloy, La salvación por los judíos. La sangre del
pobre. En las tinieblas, Barcelona, Hyspamérica, 1987.
Ha, you gods! Why this? What this, you gods? Why this
Thou common whore of mankind», etcétera (Timón de Atenas, Acto Cuarto, Escena iii, Timón).
119. Karl Marx, El capital, cit., p. 90. En los Manuscritos de París (1844), se encuentra el siguiente
comentario de la imagen shakespeariana del dinero:
120. Johann Wolfgang von Goethe, Fausto, Primera Parte, Acto Único, Escena iv, «Conversación en el
estudio de Fausto» (Mefistófeles). Cf. Karl Marx, Manuscritos: economía y filosofía, cit., p. 177.
121. Cf. Karl Marx, Contribución a la crítica de la economía política, ed. cit., p. 259.
123. Sobre el conde de Southampton indica Luis Astrana: «El hecho más interesante para nosotros de su
vida, llena de aventuras […], es su amor por la bella mistress Isabel Vernon, prima de su amigo el conde
de Essex. Celosísima del afecto de sus cortesanos, la reina veía en el matrimonio de cuantos la rodeaban
—tal vez porque permaneció soltera toda su vida— una injuria personal, que hacía expiar terriblemente.
En su Corte estaba prohibido casarse, y, ¡desdichado del que contrariaba su voluntad!
»Los amigos de Southampton intentaron vanamente triunfar de su oposición al enlace del joven conde.
Isabel fue inflexible. Dispuesto a todo, Southampton decidió quebrantar la prohibición real, y a fines de
1598, tras cuatro años de espera, se casó clandestinamente con mistress Vernon, según la historia íntima,
para legitimar el nacimiento de una niña. Lejos de rendirse a lo irremediable, la reina hizo pasar a
Southampton su luna de miel en los calabozos de la Torre de Londres. Así se explica que más tarde
participase en la […] conspiración de Essex, y fuera con este condenado a la última pena. Conmutada por
la de destierro perpetuo, a la muerte de Isabel fue puesto en libertad.» (Op. cit., pp. 69 y s.). Marchette
Chute nos da una visión menos heroica, menos «íntegra», de Southampton: «el idolatrado Conde de
Southampton no descollaba por su inteligencia» (op. cit., pp. 213 y s.); «Lord Burghley educó al
muchacho, y así como el hijo de Burghley, Robert, era un modelo de aplicación y buena conducta, el
joven Southampton resultaba más difícil de gobernar, a pesar de los bellamente escritos ejercicios que
enviaba desde Cambridge a su tutor, para mostrar su aprovechamiento. Al concluir sus estudios, negóse a
contraer matrimonio con la nieta de Burghley, y en 1594 una dama de la Corte le rechazó, tildándole de
inconstante y "variable". El único sentimiento firme en la vida de Southampton fue, probablemente, su
veneración por el Conde de Essex, a quien adoraba con todo el ardor que puede sentir un joven por un
romántico un poco mayor.» (Ibíd., p. 104).
124. Cit. por Luis Astrana, op. cit., p. 57. Cf. también Marchette Chute, op. cit., p. 213.
126. Cf. Marchette Chute, op. cit., pp. 214 y s.; Luis Astrana, op. cit., p. 58.
128. Luis Astrana, op. cit., p. 58. Y añade: «El conde de Southampton salvó la vida por compasión de
Elisabeth a su juventud; pero fue confinado en la Torre de Londres, hasta que muerta la soberana, a los
dos años el rey Jacob i le dio la libertad.» (Ibíd.) Entre el relato intimista y algo «idealista» de Astrana y
el análisis más despegado de Chute media una distancia cultural e ideológica; pero acaso ambos expresen
una verdad, si somos capaces de asimilar las contradicciones de diversos puntos de vista, a la manera de
la filosofía de Hegel.
129. De 1602, según el calendario eclesiástico entonces en vigor. El año empezaba el día 25 de marzo,
que correspondía al día de la Anunciación, nueve meses antes del nacimiento del Niño Jesús. Hoy
diríamos que la reina Isabel murió en 1603.
130. Marchette Chute, op. cit., pp. 216 y s. La muerte de Isabel fue un episodio vívidamente recordado
por la posteridad, y seguramente difundido en su propia época con el patetismo con que en la nuestra lo
ha sido, por ejemplo, la de Lady Di. David Hume propuso, en su ensayo «On Miracles», un milagro
imaginario, consistente en que, tras la muerte de la Reina, emotivamente relatada en las Memorias de
Lord Monmouth, los reputados médicos de la Corte hubiesen propagado la especie de su resurrección.
Hume afirmaba que él no les hubiese creído (el ejemplo debía probar la imposibilidad de demostrar un
milagro mediante un testimonio, ni aun en el caso de que tal testimonio fuese colectivo). Thomas de
Quincey, en su «refutación» de los argumentos de Hume, adujo que, «virtualmente», éste no era un
testimonio colectivo, sino individual: «Los médicos de la corte, aunque de nombre tres o cuatro,
equivalen virtualmente a una sola persona. Tienen intereses comunes y pueden ser sospechosos de
colusión por dos razones distintas: primera, porque los mismos motivos que influyen en uno influyen
probablemente en los demás: en tal sentido se hallan sometidos a una influencia común. Segunda, porque,
dejando de lado los motivos, en todo caso los propios médicos se influyen entre sí: en tal sentido se hallan
sometidos a una influencia recíproca. Es preciso razonar sobre ellos como si se tratase de una sola
persona.» (Thomas De Quincey, «Los milagros como objeto de testimonio», en Los últimos días de
Emmanuel Kant y otros escritos, Barcelona, Hyspamérica, 1987, p. 245).
132. «Hamlet inspiróse en parte en los jóvenes que paseaban su tristeza por las universidades y los
colegios de leyes en el ambiente de fin de siècle de fines de la década de los 90, como lo demuestran las
pasajeras alusiones a la vacuidad de la vida, a la futilidad de las acciones heroicas y a la degradada
naturaleza de las relaciones sexuales; pero era, asimismo, producto de un grupo más característico que
estaba siendo objeto del interés de los doctores de la época. Un competente médico londinense como
Timothy Brigth habría diagnosticado que Hamlet era un melancólico y atribuido gran parte de su
"lobreguez interna" a causas físicas. Según el doctor Brigth, los hipocondríacos "no son aptos para la
acción". Son "dados a espantables y pavorosos sueños", "escrupulosos y puntuales en sus poderaciones",
"tan pronto violentos como joviales" y "en extremo apasionados". Por lo regular, han estudiado
demasiado, desconfían de sus facultades y prescinden de los colores alegres en su indumentaria.»
(Marchette Chute, op. cit., pp. 197 y s.).
133. Cf. Theodor Wiesegrund Adorno, Teoría estética (1970), Madrid, Taurus, 1980, pp. 60 y s., 66 y ss.,
306 y ss., passim.
135. «Basta con reconocer que la historia es un método al que no corresponde un objeto distinto, y, por
consiguiente, de recusar la equivalencia entre la noción de historia y la de humanidad, que se pretende
imponernos con el objetivo no confesado de convertir la historicidad en el último refugio de un
humanismo trascendental: como si con la sola condición de renunciar a un montón de "yoes" demasiado
desprovistos de consistencia, los hombres pudieran reencontrar, en el plano del "nosotros", la ilusión de la
libertad.» (Claude Lévi-Strauss, op. cit., p. 301).
139. Con tanta elocuencia como Hamlet expresó Ernest Renan su disgusto por la insinceridad artística de
un conjunto escultórico tan imponente como el Laocoon, al que tenía como exponente supremo del «mal
gusto del siglo» de Claudio y Nerón. Quiero destacar ese juicio entre los cientos que se han referido al
defecto, medio moral y medio estético, de una exageración de partes que vale por una intemperancia: «La
causa de estas aberraciones era el mal gusto del siglo y la importancia inmerecida que se concedía a un
arte declamatorio que perseguía lo enorme, que no soñaba más que con monstruosidades. Lo que
dominaba en todo era la falta de sinceridad, un género insípido como el de las tragedias de Séneca, la
habilidosidad para pintar sentimientos no sentidos, el arte de hablar como hombre virtuoso sin serlo. Lo
gigantesco pasaba por grande; la estética se hallaba completamente desorientada, eran aquellos los
tiempos de las estatuas colosales, de ese arte materialista, teatral y falsamente patético, cuya obra maestra
es el Laocoon, admirable estatua seguramente, pero cuya posición es demasiado la de un tenor cantando
su cánticum y en la que toda la emoción es hija del dolor del cuerpo. No se contentaban con el dolor
moral de los nióbidas, radiante de belleza; queríase la imagen de la tortura física; complacíanse con ella,
como el siglo xvii con un mármol de Puget. Los sentidos estaban gastados; recursos groseros, que los
griegos apenas se habían permitido en sus representaciones más populares, tornábanse el elemento
principal del arte. El pueblo estaba loco de espectáculos, no de espectáculos serios, de tragedias
purificadoras, sino de escenas de efecto, de fantasmagorías. Una afición innoble a los "cuadros vivos"
imperaba. No se contentaban con gozar imaginativamente con los relatos exquisitos de los poetas; querían
ver los mitos representados en carne, en lo que tenían de más feroz o de más obsceno; se extasiaban ante
los grupos, las actitudes de los actores; buscábanse en ellos efectos de estatuaria. Los aplausos de cinco
mil personas que, reunidas en un círculo inmenso, se animaban recíprocamente, era cosa tan
embriagadora, que el mismo soberano llegaba a envidiar al cochero, al cantante, al actor; la gloria del
teatro pasaba por la primera de todas. Ni uno solo de los emperadores cuya cabeza tuviera una parte débil
pudo resistir la tentación de recoger las coronas de estos tristes juegos. Calígula dejó en ellos el poco
juicio que le tocaba en reparto; pasaba el día en el teatro divirtiéndose con los ociosos; más adelante,
Cómodo y Caracalla disputaron a Nerón sobre este punto la palma de la locura. Hubo necesidad de hacer
leyes para prohibir a los senadores y a los caballeros que bajasen a la arena, que luchasen como
gladiadores, que se batiesen contra las fieras. El circo se había tornado el centro de la vida; el resto del
mundo no parecía hecho sino para los placeres de Roma. Constantemente surgían nuevos inventos a cual
más extraño, concebidos y ordenados por el soberano. El pueblo iba de fiesta en fiesta, no hablando más
que de la última, esperando la que se prometía, y acababa por adherirse al príncipe que hacía de su
existencia una bacanal sin fin. La popularidad que Nerón obtuvo por estos vergonzosos medios no podría
ser puesta en duda; bastó para que después de su muerte Otón llegara al imperio recordándola, por medio
de la imitación, y recordando que él había sido uno de los más aficionados a aquellos festines.» (El
Anticristo (1873), Barcelona, Petronio, 1979, pp. 74 y ss.). El aspecto teatral del Laocoon al que Renan
alude se debía a la heroica y armoniosa restauración del brazo estirado que realizó Gianbologna, dando
una sensación de fortaleza en medio del desastre; cuando se encontró el fragmento del brazo original,
lastimosamente flexionado por detrás de la cabeza, pudo contemplarse la verdadera imagen de impotencia
y desesperación del desdichado padre, y aunque seguía conteniendo mucho de exageración dramática,
podía decirse que había adecuación de la imagen a la idea; desde el punto de vista «plástico», sin
embargo, parece más perfecta la restauración de Gianbologna, que destaca una impresionante diagonal;
esto indica que no siempre la solución más «estética» es la más verdadera.
141. Ibíd.
146. Compárese, por ejemplo, el citado comentario sobre la ternura trágica en Beckett con el del amor en
San Juan de la Cruz en Eugenio Trías, La memoria perdida de las cosas, Madrid, Mondadori, 1988,
pp. 33 y ss.
147. Manuel Ángel Conejero, op. cit., cap. iii («El sexo, la burla, la náusea»), pp. 51-82.
151. Recopilado por José Luis Arántegui en sus excerpta de Karl Krauss, Escritos, Madrid, Visor, 1989,
pp. 15-27.
156. Ibíd.
161. Ibíd.
163. Pierre Mabille, «L’oeil du peintre», en Minotaure, París, núm. 12-13, mayo de 1939, pp. 53-56.
Victor Brauner, pintor de la segunda oleada surrealista, quedó tuerto porque Oscar Domínguez, en cuyo
taller se hallaban reunidos, le vació un ojo al lanzar un vaso contra un tercer artista que se encontraba en
la sala. Esto ocurrió en 1938. Cf. Patrick Waldberg, Le surréalisme, Ginebra, Albert Skira, 1962, pp. 104
y s. Lo que motivó el entusiasmo de los surrealistas, y el artículo de Mabille, fue el curioso azar de que
Brauner hubiese pintado siete u ocho años antes un utorretrato representándose tuerto, y unas figuritas
con palitos en los ojos, en uno de los cuales colgaba la letra de, inicial de Domínguez. Juan Larrea (El
surrealismo entre Viejo y Nuevo Mundo, México, Cuadernos Americanos, 1944) también concedía a ese
episodio una importancia desmedida, considerándolo mítico y simbólico de la autenticidad de la «visión
interior» que reivindica el surrealismo, y no duda en atribuir a Brauner un poder premonitorio. Sus
opiniones fueron discutidas por críticamente por Héctor Pablo Agosti en Defensa del realismo (1945),
Buenos Aires, Lautaro, 1962, pp. 33 y ss. En un artículo sobre Brauner, de escaso sentido, Renato Barilli
(Il ciclo del postmoderno: La ricerca artistica negli anni’80, Milán, Giangiacomo Feltrinelli, 1987, pp.
98 y ss.) no menciona para nada este asunto espiritista.
164. Acerca de la existencia y uso de diferentes niveles de realidad en la literatura, cf. la interesante
comunicación de Italo Calvino «Los niveles de la realidad en literatura», recopilado en Punto y aparte.
Ensayos sobre literatura y sociedad, Barcelona, Bruguera, 1983, pp. 397-414. Contiene algunas
trivialidades que no amenguan su interés.
165. El sentido de lo que aquí llamo «pensamiento visual» es más circunspecto que el sentido que
adquiere en Rudolf Arnheim, pero no incompatible. En su estudio El pensamiento visual ([1969]
Barcelona, Paidós, 1986), Arnheim infló el concepto de percepción —más o menos «superficial»— con
los atributos de la apercepción —o percepción profunda y reflexiva. Su análisis da cuenta de la dificultad
de separar tajantemente lo racional de lo perceptivo, pero insistir en esa vía puede ser contraproducente,
al menos por dos motivos: 1) puede obviar que verdaderamente existe una modalidad de percepción
superficial, por no decir adocenada, y 2) puede llevar a creer que todo lo percibido es expresable racional
o intelectualmente, es decir, lingüísticamente. De esa manera, el dominio ilimitado de la experiencia
humana que Pascal no podía concebir sino enfrentado (o ajeno) a la razón, el dominio de «lo que no
podemos decir», según el tópico wittgensteiniano, se hace desaparecer de un plumazo. Ese acto es
legítimo si consolida el sentido positivo que tiene la materia de cognoscibilidad científica: «lo que no
podemos decir», o la inasible «cosa en sí» kantiana, quedaría del lado de un Ignorabimus cuyo contenido
sería exactamente vacío.
166. Cf. Miguel de Unamuno, En torno a las artes, Madrid, Espasa Calpe, 1976, especialmente los
artículos «La literatura y el cine» e «Impresiones de teatro».
167. Un brillante ejemplo de generación de mensajes poéticos a partir de una lengua «edénica» mediante
operaciones dialécticamente, e incluso materialmente contradictorias, nos lo dio Umberto Eco:
«Generación de mensajes estéticos en una lengua edénica», apéndice de Obra abierta (1962), Barcelona,
Ariel, 1990, pp. 335-351.
168. «Segnius inritant animos demissa per aurem,/ Quam quae sunt oculis subiecta fidelibus e quae/ Ipse
sibi tradit spectator.» (De arte poetica, 180).
169. Es secundario el problema del inicial desajuste o fase de adaptación al sonoro que inquietó
artísticamente a muchos cineastas. Interesa recalcar, no los detalles de esa breve e interesantísima fase,
sino su sentido de crítica evolución hacia lo plenamente literario en el cine. Cf. las observaciones al
respecto de la introducción del sonoro que hace Siegfried Kracauer en De Caligari a Hitler: Historia
psicológica del cine alemán ([1947] Barcelona, Paidós, 1985, pp. 192 y ss.) y la esencial afinidad de la
fantasía cinematográfica con la literatura —en un sentido implícitamente naturalista— que examina Frank
D. McConnell en El cine y la imaginación romántica ([1975] Barcelona, Gustavo Gili, 1977).
170. Cf. Edgar Wind, «El miedo al conocimiento», en Arte y anarquía (1963 [1960]), Madrid, Taurus,
1967, pp. 65-80.