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Por ende, hay una serie de preguntas que es preciso plantear en orden a su
planteo como derecho:
a) ¿cómo pasar de la obligación padecida a la necesidad sentida?;
b) ¿cómo pasar de la necesidad sentida al derecho atisbado?;
c) ¿cómo pasar del derecho atisbado al derecho afirmado y defendido?
Señalo esto porque no hay acción humana, ni proceso social, ni meta, que
pueda aparecer en la conciencia de un pueblo o de un individuo como derecho, a menos
que antes aparezca como necesidad, como lo que requiere imprescindiblemente para
sobrevivir, para afirmar su identidad, para vincularse con su pasado, para tener
oportunidad de futuro. Y experimentar su necesidad tampoco es suficiente: de alguna
manera, debe aparecer en el horizonte la pregunta que relaciona esta necesidad con algo
que le es debido, que le corresponde, que es su derecho. Por último, tampoco basta el
aún lejano o inicial atisbo de lo que le es debido. Se torna imprescindible experimentar
que no hay derecho efectivamente vivido, a menos que quienes lo hayan descubierto
tengan la osadía de reclamar su carácter de sujetos del mismo, y, por ende, sean capaces
de volverlo afirmación pública, reclamo, lucha para obtenerlo, acción decidida de defensa
cuando éste sea amenazado.
A. Educación y Derecho
Cada uno de nosotros podría agregar muchas otra líneas a esta lista. De algún
modo, son estos los datos cotidianos de nuestra vida educativa. Muchos hemos
descubierto allí lo mejor o más íntimo de nuestras vidas; muchos otros han hecho allí sus
primeras y decisivas experiencias de injusticia, humillación, mal trato, indiferencia y hasta
degradación humana. Si nuestra mirada no puede levantarse de allí, difícilmente podamos
ver a qué nos referimos cuando hablamos del derecho a la educación.
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Por ello, es necesario que nos formulemos una pregunta: si es nuestra misma
vida social quien genera tales prácticas, ¿qué tiene que ver ella con nuestros derechos?
¿No deberíamos plantearlo al revés: que es nuestra vida individual o familiar la que nos
hace descubrirlo, y que es nuestra vida social la que parece opacarlo o negarlo? La
respuesta es un no categórico y rotundo. Más allá de que efectivamente hayamos
descubierto en el marco de nuestra vida personal o familiar nuestro derecho a educarnos,
es nuestra vida social quien da a este derecho el rostro de su realidad concreta. Es esto lo
que intentaremos explicitar.
No bastaría señalar que todos y cada uno de nosotros poseemos una identidad
y potencialidades que deben desplegarse, obtenerse, construirse. Si el derecho a la
educación consistiera en el derecho que cada uno posee para alcanzar su madurez
humana y obtener los recursos necesarios para el descubrimiento de su vocación
personal, su desarrollo y plenitud posibles, poco habríamos dicho. Tampoco nos sería
suficiente señalar que el derecho a la educación es el derecho a obtener una capacitación
laboral y una fuente de ingreso; ni destacar el derecho a la posibilidad de transformación
de las condiciones iniciales en nuevas condiciones finales. Esas líneas de construcción
derivan muy fácilmente en el desarraigo de sus sujetos de todo proyecto común, de toda
pertenencia social. Hemos visto ya suficientemente cuán fácil y cuán ansiado es para
muchos una educación que opere como un pasaporte para pasar a formar parte de
alguna extraña y ajena élite de ilustrados (como si fuera un pasaporte para un club
privado) o de alguna corporación profesional .
produce y significa, entonces se lleva a cabo como acción de comunicación en la que los
sujetos se experimenten y asuman como sujetos capaces de enunciarse a sí mismos y
recíprocamente como titulares de derecho. Por ende, una comunidad educativa no puede
decirse como tal, a menos que sus prácticas sean enunciaciones de derecho. Dicha
posibilidad de enunciación supone el correlato de otra práctica: allí donde los actores de
una comunidad se experimentan vinculados a exigencias y obligaciones y se afirman
como sujetos de responsabilidad y deber.
Sin dignidad no hay diálogo. Lo cual equivale a decir que sin la afirmación, el
reconocimiento, la defensa y la promoción del valor personal y social de nuestra identidad
y nuestra tarea, toda propuesta de inclusión y participación, de intercambio y búsqueda
común, es falaz. Frente a ello, cabe decir que muchas veces, demasiadas veces, lo que
experimentamos es la negación de nuestra dignidad, tanto en la vida social, como en la
institución educativa concreta a la que pertenecemos; tanto en el interior del aula como en
el mismo núcleo desde donde proceden nuestros actos.
del número de alumnos que se requiere para obtener el reconocimiento del curso,
esgrimido como razón última que determina la aprobación o desaprobación de un alumno.
Sin hablar, por supuesto, de los escándalos económicos que todos conocemos y que, en
realidad, debieran llevar a la inhabilitación o la cárcel a muchos.
Por último, también cabe decir que somos también nosotros quienes
abdicamos de nuestra dignidad; somos nosotros, en nuestra desesperación y hastío, en
nuestro servilismo consentido, en nuestra burla a los esfuerzos de los nuevos o a la labor
incansable de los mayores, en nuestra absoluta falta de interés real por los alumnos, en
nuestros pequeños o grandes tráficos de influencia, privilegios o negocios subterráneos,
los que no nos creemos dignos, los que colocamos nuestro valor (y por ende, nuestra
dignidad) en el dinero o prebendas que podamos obtener.
Cabe decir entonces que un serio obstáculo para la construcción del diálogo en
las comunidades educativas es la hipertrofia del lugar asignado a las necesidades y
dificultades socioeconómicas, familiares, psicológicas de los nuestros y el riesgo
permanente y extendido de la expulsión del conocimiento. Con ello, no queremos señalar
que el rol de una comunidad educativa sea la transmisión de conocimiento, ni que las
aulas deben hacer caso omiso de la problemática del medio en el que se encuentran
insertas. Creemos que una comunidad educativa debe ser una instancia de promoción, un
recurso eficaz para la dignidad de su pueblo, el lugar donde una sociedad se hace cargo
del capital cultural que posee, lo abre a nuevos desafíos e incorpora nuevos actores.
Creemos también que ello no puede hacerse sin recibir a todo el hombre, pues sólo él es
el real punto de partida del aprendizaje. Pero estamos convencidos de que las
instituciones educativas argentinas desplazan y hasta expulsan de su vida al
conocimiento y a la búsqueda de la Verdad. Arrasadas por las necesidades, se olvidan
que el diálogo no es sólo un intercambio de registros de carencias y pobrezas, de
problemas y callejones sin salida: es un intercambio que busca la producción del
conocimiento y la fidelidad a la Verdad, que hace palabra institucional, palabra de la sala
de maestros y profesores, palabra del despacho de los directivos, palabra del aula, lo que
sabemos y proponemos para educar. Nuestros vínculos no pueden anudarse sólo desde
los lugares del desplazamiento social y familiar: nuestra tarea inexcusable es educar,
nuestro diálogo insoslayable es el que se origina al buscar cumplirla.
¿Qué exige?
2. Crítica al poder como clave última de interpretación de las instituciones y sus vínculos:
Para que haya diálogo, tiene que haber logos, no sólo emociones, afinidades,
repulsiones, susceptibilidades. La trama sobrecargada de emotividad de nuestras
instituciones exige el contrabalanceo de la reflexión. ¿Quién podría decir que no conoce
en su propia carne la curiosidad malsana sobre su vida, los circuitos aceitados de difusión
de rumores, los husmeadores de problemas personales, la sensibilidad herida ante la
menor discrepancia; el diseño inagotable de los celos, las envidias, los enojos, el rencor?
A veces nos preguntamos cuánto tiempo útil se ocupa en la atención de las vidas ajenas,
solícitas las miradas en la búsqueda del error, la desgracia, el incidente que revele sus
sentimientos o su intimidad. Hay demasiadas pasiones encontradas en nuestras vidas de
educadores.
Conclusión