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CORTESÍA

CORTESIA
BLANCA
El desolvido

Victoria de Stefano
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© Victoria de Stefano
© De la presente edición, Grupo Editorial Random House Mondadori, 2005

Depósito legal: lf85620058004464


ISBN: 980-293-334-1

Diseño de colección y tapa: Jaime Cruz


Diseño interior: Claudia Mauro
Selección de foto de cubierta: Vasco Szinetar
Corrección de textos: Alberto Márquez
Compuesto en Ediplus producción, C.A.
Impreso en Litografía Melvin, Caracas.
Impreso en Venezuela (Printed in Venezuela)

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V ictoria Di Stéfano (Duno en los días del De-


solvido) incursionó por primera vez en la narrativa con
una breve novela que rompía ciertos cánones dentro
de la llamada "literatura de la violencia", no sólo por
evadir la linealidad de la narración sino también por la
aparición y desaparición de los personajes en una es-
pecie de técnica contrapuntística. Cada capítulo, o lo
que como tal se desee catalogar, esboza un momento
de una historia que fluye a pedazos, no con rigurosa
continuidad, sino como piezas de un rompecabezas que
el lector sólo puede armar justamente cuando con la
muerte de Calatrava, logra desovillar o desolvidar o,
más claramente, tener memoria de una aventura grupal
donde cada personaje ha apostado a la aventura o al
heroísmo para terminar, casi siempre, en el fracaso. Hay
un descarte de lo épico en este relato cuyo fondo es la
violencia política de la década de los sesenta y, por lo
mismo, la exposición, sin dramatismo, de una aventura
sin futuro. Es una narración donde casi todos los per-
sonajes terminan anulados. Quisieron ser, pero no pu-
dieron ser, héroes, y esa frustración y, en cierto caso, la
muerte como en el caso de Calatrava, estuvieron mar-
cadas por el derrumbe existencial. Acaso un final, si no
feliz, tocado por la esperanza. Pascual, quien parecía
irrredimible y acosado por el alcohol, torna a la lucidez
y al compromiso. El libro ciérrase así con su redención

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y con las palabras que, en la playa, le dirige a Carmen:


«Recoge las cosas. A las nueve es el contacto».
Sin tratar de hacer sociología ni análisis científicos o
dogmáticos, como se hicieron en aquellos tiempos del
cruce de los 60 con los 70, este pequeño libro, no por
casualidad incluido en Ediciones Bárbara, especializada
en la difusión del pensamiento de la izquierda «dura»,
indaga más bien en el dilema existencial de los persona-
jes. No por breves los que podríamos llamar capítulos,
dejan de estar cargados de un suspenso en serie donde
el compromiso político va precipitando a los integrantes
del grupo a inevitables acercamientos y rupturas.
La década violenta –los sesenta, la lucha armada,
las FALN, los teatros de operaciones, la guerrilla urbana
y la de «la montaña»– inspiraron a narradores de la ge-
neración emergente, por ejemplo Argenis Rodríguez y
Ángela Zago, con libros fuertemente autobiográficos,
Entre las breñas y Aquí no ha pasado nada, o Carlos
Noguera, con la novela Memorias de la calle Lincoln, y
más tarde Eduardo Liendo con Los topos, aferrado en-
tonces al testimonio y más tarde revelado como exce-
lente fabulador. Pero asimismo atrajeron a González
León, quien en País portátil centró en Andrés Barazarte
el desafío de los jóvenes de entonces, y a uno de la
generación del 28, Miguel Otero Silva, cuyo personaje
Victorino Perdomo, en Cuando quiero llorar no lloro
encarna al joven de la clase media lanzado a la lucha
armada.
La técnica narrativa desplegada en El desolvido di-
fiere de la empleada por esos y otros novelistas o escri-
tores testimoniales. Hay en este pequeño volumen un
personaje que asume más que ningún otro el carácter
de narrador. Efectivamente, Pascual va descubriendo
en sus compañeros de aventura (Marcos, Antonio, Fa-
bricio, Ramón, Fragor, Marcelo, Isabel, Carmen) y en él
mismo los secretos de una decisión histórica, de tipo
político-ideológico, muy propia de los generacionales

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de «la década violenta». Aquellos jóvenes que ingresa-


ron a los grupos armados, a ratos en la guerrilla de la
montaña, a ratos en las acciones urbanas, aparecen y
desaparecen en la novela, y uno de ellos, Calatrava,
casi al final, encuentra la muerte al ser detenido en una
alcabala móvil.
La ruptura de la linealidad narrativa, la alternación
de personajes y ambientes, la exclusión de planteamien-
tos ideológicos formales que dañarían la estrategia de
los relatos y los cambios repentinos entre uno y otro
«capítulo» o tramos del texto son características de este
pequeño –por razones obvias excelente– libro, tan dis-
tanciado del tono realista de la literatura de denuncia o
de la novela contextualizada.
Pese a las referencias a hechos o situaciones de
época, lo que la autora busca es meterse en la concien-
cia o en los actos de los personajes más que en la
correspondecia con la realidad política de los sesenta.
Y esta argucia en el manejo del relato determina la
diferencia con la mayor parte de la narrativa que buscó
reflejar la violencia de aquellos años.

Jesús Sanoja Hernández

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M editaciones nocturnas. Una tertulia en-


tre Marcos y yo, somos viejos amigos, somos herma-
nos. Nos preparamos para una tortilla. Rompemos las
cáscaras sigilosamente. A estas horas se hacen los alla-
namientos, a estas horas pelean los cónyuges, los ni-
ños piden agua y quieren hacer pipí. Marcos enciende
una vela. No te vayas a quedar con los fósforos, le
digo. Las burbujas de aceite hacen un ruido infernal. Le
estamos dando vueltas a un gran asunto. Quedó medio
cruda, declara Marcos. Tienes que aprender a comerla
así, muy seca es un plomo, le digo. No tiene cebollas,
responde.
Me pongo a pensar en todos los huevos que me
habré comido en estos años de encierro. Debe hacer
frío allá en la calle, las putas van a tener que recogerse.
Marcos cruza los cubiertos, pone la vela en el suelo.
Me siento a su lado, el piso está helado.
—¿Comenzamos?
—Comencemos.
—Cuéntame una película, Pascual.
—¿De guerra o de amor?
—No seas pendejo, una vaquera.

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N ací en Paracotos, un caserío del estado


Miranda, el 23 de agosto de 1943. ¿Mis padres? Ah cara-
jo, mi vieja es muy buena, no sabe leer ni escribir pero
trabaja como una mula y me quiere mucho. Siempre
me dice: «Mijo, déjese desas vainas, véngase pa’ca, ahí
podemos sembrá unas batatitas y no se va a morí de
hambre». Pobrecita la vieja, nunca he podido ayudarla
en nada. Tuvo que mudarse del rancho de El Valle por-
que no podía pagar el alquiler, ahorita vive en Aragua.
El rancho es muy pobre, pero es de ella.
Solamente estudié hasta tercer grado. Eso no im-
porta, los estudiantes no han servido para nada en este
país. En verdad a mí no me ha interesado mucho estu-
diar. Cuando iba a casa de los V. oía hablar de cosas
que sí me interesaban: lugares donde no había ran-
chos, donde todos eran iguales y sí podían comer. Ha-
blaban del socialismo, de revoluciones y de comunis-
tas. El viejo V. luchaba para que aquí se pudiera llegar
a eso. Me gustaba oírlo. Él siempre estaba preso o des-
aparecido o exiliado. Ahora él no quiere nada conmi-
go, dice que soy un loco, pero yo no le guardo rencor.
Al contrario, le tengo cariño, fue mucho para mí. Sí, le
tengo aprecio y me da lástima porque no va a ver la
revolución, ni el socialismo tampoco, porque ha perdi-
do la fe en los muchachos que sí la van a hacer, ha
puesto su confianza donde no debe y entonces cuando
triunfemos quién sabe si yo esté vivo para ayudarlo y

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decirle a los muchachos que le den un chance. Cuando


cayó PJ yo me la pasaba en casa de los V. Fui a muchas
manifestaciones. Iba con Lucía; ella me gustaba mu-
cho, era valiente y muy bonita. Después, después las
cosas se fueron complicando. Ya no eran sólo las ma-
nifestaciones, había que hacer otro tipo de cosas. Con
RB en el gobierno me integré a los organismos arma-
dos; hacíamos tomas de barrios y lo que se presentara.
Aquello sí que era bueno. Yo tenía a veces un 38 y no
joda, lo utilicé bien utilizado.
Cuando me fui a la montaña estaba contento, aun-
que me dolía que Lucía estuviera presa, pensaba que
podía rescatarla. Pero, ni modo, arriba necesitaban hom-
bres y la vaina aquí abajo se me estaba poniendo jodida.
Sí, tenía grandes deseos de partir. No tengo todavía
claro el porqué. No sé, seguramente porque soy un
aventurero y me gusta lo desconocido. Los teóricos
darán mil explicaciones: que si soy un romántico, que
si me ha dado por ser héroe. Nada de eso es cierto.
Pero si al momento de subir mis motivos no estaban
claros, lo fueron más tarde. Comprendí que era necesa-
rio mantenerme en la montaña a pesar de que aquello
era más duro que la vida miserable que llevaba en la
ciudad. En la guerrilla conocí muchos campesinos, por
mi origen estaba familiarizado con ellos, mis costum-
bres eran las mismas. ¡Me sentí tan bien! Era como vol-
ver a lo mío. Tuve buenos compañeros, valientes, ge-
nerosos, estaba feliz de compartir mi vida con ellos, era
grande…
A los pocos meses de estar en la montaña supe que
Lucía se había casado. ¡Me sentí golpeado, pero qué
carajo, vendrán tiempos mejores, me decía. Pero Lucía
era tan bonita, tan buena compañera, me había ense-
ñado tantas cosas. Quién sabe si volvería a verla.
Los primeros tiempos no fueron de actividad arma-
da; hablábamos con los campesinos, íbamos conocien-
do el terreno y caleteábamos las cosas que nos iban

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llegando de abajo. Bien pocas, por cierto. Había que


caminar como desgraciados. El roce del morral nos hacía
salir llagas en la espalda, los pies se destrozaban. Des-
pués vino la plomazón; al principio con ninguna baja
para nosotros. Tenía por fin la oportunidad de comba-
tir y nunca me sentí más seguro de que era allí donde
se debía estar.
Teníamos que ser cuidadosos con las marchas, no
dejar indicios, cuidar la caleta. Recibíamos una peque-
ña solidaridad de la ciudad. Nuestra ropa era cada vez
más pobre. Nos habíamos convertido en unos verda-
deros harapientos, muertos de hambre y de frío. Y aque-
llos bombardeos casi a diario eran para volver loco a
cualquiera. No producían muertes, pero eran desespe-
rantes. El ruido repicaba en la boca del estómago, en la
cabeza, en todas partes. Dos de los nuestros perdieron
la razón por completo; uno de ellos, el Chato, se en-
frentó solito al ejército; el otro, José María, se entregó
en un puesto militar. Fue fusilado. Hubo también algu-
nas deserciones. Eso y la pérdida de un buen compa-
ñero me dio una gran arrechera. Así me fui endure-
ciendo. Cuando tenía mi Fal y nos enfrentábamos a los
soldados, yo sentía que debía disparar por los muertos,
por los vivos y también por los maricos que se habían
rajado.
Sabía que tenía que disparar por todos los que en
este país están jodidos, por la gente de mi barrio, por la
vieja, por los míos. Había que disparar y sobre todo
disparar bien, dar en el blanco tanto como fuera posi-
ble, no malgastar proyectiles.
He olvidado muchas cosas, otras me cuesta situarlas
cronológicamente, como diría Fragorcito. Se me vienen
a la memoria tantas cosas a la vez; es que en un solo
día podían pasar cuestiones que al común de las gentes
les pasan en una vida, y nosotros en un día perdíamos
a uno o dos compañeros, amigos de uno, como herma-
nos. Por ejemplo, lo de Nico. Este fue un buen golpe.

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

Lo cierto es que Nico murió en un choque entre dos


escuadras nuestras. Qué vaina, era un carajito de los
más bravos. Otra vez nos fuimos cinco por el camino
real hacia el campamento. Sabíamos que era un error y
andábamos como pendejos silbando y echando cuen-
tos. Nos encontramos con el ejército, las armas no dis-
paraban. Yo estaba tirado en el monte sin posibilidades
de responderle a los soldados. Sin poder ayudar al Chi-
no cuando me gritó: ¡Coño, Loco, me dieron! Vi caer a
Iyo. Los vi caer. Llegué a creer que el único sobrevi-
viente era yo. ¡No joda, ah malhaya un buen FAL!
Son tantas vainas, mano, lo de San Juan, los fusila-
mientos de Iracara, lo de Camacho. Figúrense que al
coñoemadre de Camacho lo dejaron encargado de la
comandancia. Era un peo todos los días. No quería sa-
lir del pueblo, nada más que echarse palos, a nosotros
no nos quedó más remedio que desarmarlo y hacernos
cargo de la comandancia. Por poco no nos fusilaron
los chivos que vinieron de Caracas.
Como a los tres años bajé. Me dijeron que me vinie-
ra para realizar unas acciones. Tenía unas semanas aquí
cuando allanaron la casa donde estaba enconchado. Se
llevaron a todo el mundo. Lo demás tú lo sabes. Tengo
dos meses aquí planeando cómo irme y soportándole
las mariqueras a Fragor, que te lo juro, Marcos, antes
de irme le voy a dar una coñamentazón del diablo a
ver si aprende a ser macho.

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 . 

Y o vivía en Sarría y tenía diecisiete años. En


las mañanas iba al liceo, en las tardes le hacía diligen-
cias a mi mamá; le llevaba y traía la costura, también le
compraba hilos y agujas, el aceite 3 en 1, botones y
todas esas cosas. Pero en las noches me desaparecía de
la casa y quien quisiera verme podía encontrarme en el
patio de la casa del Mono, debajo del almendrón.
Nos reuníamos varios muchachos, algunos estudia-
ban como yo, otros trabajaban y los había que eran
simplemente vagos porque no conseguían trabajo. An-
tonio, que era un poco mayor que nosotros y era maes-
tro en Los Teques, venía los fines de semana y se nos
juntaba a echar cuentos y tomar cerveza. Lo que más le
gustaba era hablar de su vida, de las experiencias que
le había tocado vivir. En eso se parecía bastante a Ra-
món, también en otra cosa y era que nunca se sabía si
decía verdad o mentira. Unas veces había nacido en
Caracas y otras en El Tocuyo. Hablaba como un bachi-
ller, pero podía ser tan grosero como el que más.
Me caía muy bien, así que hicimos buena junta y
hasta se venía para la casa para que pudiéramos con-
versar en privado. Habíamos descubierto que teníamos
el mismo interés por las mismas cosas. Andábamos igual-
mente enviciados con las cosas de Cuba, que en ese
entonces apenas si amanecía. Yo, por lo que conocía
de las conversaciones con los muchachos del último

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año y él porque era un tipo culto, andaba siempre con


un libro debajo del brazo.
Nos paseábamos por el barrio. Se paraba a mirar
los ranchos de la quebrada. Me decía: «Ay, Marcos, ¿tú
ves esa miseria? Se acaba, se tiene que acabar porque
sí. Lo que hace falta son hombres y ganas de unirse».
Hablábamos y hablábamos hasta la madrugada. Si
nos encontrábamos con alguno de los muchachos del
barrio, hacíamos lo posible por convencerlo, y el que
quedaba más convencido era yo. Me decía que mi mamá
iba a dejar la costura cuando Antonio y yo dispusiéra-
mos que se hiciera la revolución.
Un día desapareció de Sarría. No había nadie que
supiera de Antonio, ni el mismo Mono que estaba em-
parentado con él.
Me fui para Los Teques a buscarlo. En la casa don-
de tenía alquilado el cuarto me dijeron que lo habían
botado del trabajo y había cogido para Maracaibo. «Pa-
rece que se tuvo que meter a boxeador. Uno de los
inquilinos que estuvo por allá se lo encontró en un
gimnasio entrenando. Él mismo le había dicho que ahora
andaba en eso».
Me devolví en el autobús con malos pensamientos.
Cuando pasé a cuarto año ingresé a la organiza-
ción. Al principio asistía a las reuniones con disciplina
y buena voluntad, pero no me llenaba lo que estaba
haciendo. Así se lo dije a uno de los camaradas. Él me
preguntó que cuál era el motivo. Le contesté que lo
que yo quería era hacer cosas y que sabía que había
gente metida en otros asuntos. Él me dijo que me iba a
proponer un trabajito en grande. A los pocos días me
fue buscando por casa. Todo estaba listo para tirar una
acción. Me puse muy contento, las cosas se estaban
poniendo a la medida de mis deseos. Cuando supe que
todo estaba a punto, entonces me entró miedo, un miedo
atroz de cagarme encima llegado el momento. Yo tuve

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miedo y los otros tipos no eran ningunos veteranos,


estaban asustados.
Hicimos lo que había que hacer.
Nos separamos en Maripérez, de allí para adelante
me fui solo. Quería caminar y decirme que era un ma-
cho y quién sabe si algún día llegaría a parecerme a
Fidel y a otros tipos así. Me acordé de Antonio. Tenía
ganas de que supiera lo que yo estaba haciendo, que
me admirara, que se enterara de que su amigo había
cumplido.
Al otro día salió en el periódico que unos tipos ha-
bían sustraído material de guerra en la casa del Mayor
tal y tal. La información estaba medio choreta. Metía
algunos embustes y otras cosas las silenciaba. De todos
modos yo estaba por los cielos y hasta se me habían
quitado las ganas de volver a clase. Ese ambiente ya
me quedaba chiquito. Volví por complacer a la vieja y
por conservar la cobertura. De lo contrario…
De allí en adelante fueron acciones y más acciones.
Los nervios ya los tenía templados. Aunque siempre da
miedo, ya no era lo mismo. Sabía que eso desaparecía y
volvía, para volver a desaparecer. Después de cada tra-
bajito el mundo se partía en dos y uno andaba por los
aires borracho de felicidad, con ganas de meterle el pe-
cho a lo que fuera, dispuesto a morir si se daba el caso.
Cuando mataron a mi compañero Javier, se me puso
el cuerpo malo, el ánimo por los suelos… Eso lo fui
superando como todos los otros golpes que se fueron
presentando, los presos, los compañeros rajados, los
delatores, los muertos. Pero los muertos son los que
menos duelen, no sé si me explico. Los muertos son
otra cosa.
La vieja no se daba mucha cuenta de mis activida-
des. No vivía sino para la costura, le ponía tanto empe-
ño que era cosa de locura. Ella había tenido muchas
ternuras para mí, seguro que sí, pero con el tiempo toda
la energía se le fue yendo en preocupaciones: el alqui-

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ler, cumplirle a las clientas, las tijeras melladas, las agu-


jas rotas, los velones para los santos, las promesas. Des-
pués se murió, y decía que se iba tranquila porque yo
estaba en la universidad.
Entonces me sentí más libre para actuar. Lo malo
fue que Carmen se vino para Caracas, ella es hermana
mía por parte de padre. Traía una niña de meses. Man-
dé a buscar a mi abuela para que la cuidara. Carmen
consiguió trabajo de ascensorista y en la noche iba al
nocturno.
La íbamos llevando.
Lo mío se estaba poniendo feo, un tipo cantó y
hasta me hicieron un retrato hablado. Entonces pedí
que me subieran.
Marchas y hambre, cercos y más hambre, de tres
combates en serio, uno fue desastroso, los muertos caían
de rodillas por el peso del plomo. Hasta que un día nos
perdimos.
Llegamos a un caserío. Había frío. En alguna parte,
cerca de nosotros, encendieron una hoguera. Un calor-
cito grato. Nos quedamos dormidos. Los gritos nos des-
pertaron, los gritos y los perros furiosos. La gente asus-
tada corría para los ranchos. No me olvido de la vieja,
parada en mitad del monte con la blusa manchada de
sangre y en la mano una gallina a medio desplumar.
Me miraba, apenitas una mirada. Quién sabe qué que-
ría decirme.
Nos bajaron a empujones, hasta un camino, hasta
más abajo, con linternas. Después vi las patrullas, allá
en la carretera, al pie de la montaña.
¡Qué no hubiera dado por un cigarrillo!
Cuando me trajeron aquí fue como un día de fiesta,
ya no iban a seguir pegándome.
En la noche un compañero me pasó el periódico.
Aquí, en este mismo catre, lo abrí. Me encontré con la
cara de Antonio, amarga, Antonio arrecho y esposado.
Se lo llevaban para el Dorado.

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Tanto que lo había pensado, tanto que lo recordé en


este trecho de años. Me pegaban, me daban por todos
lados, coñazo y coñazo, y él no se me apartaba de la
mente, caminando, mentando madres, sentado debajo
del almendrón, diciéndome que teníamos que hacerlo,
que nosotros sí, que el mundo iba a ser diferente.
Fueron días y días pensando, reflexionando. De
mucho me sirvieron, porque lo tuve claro. Me daba
cuenta de que teníamos que persistir, no por los muer-
tos, ni para darle su merecido a los traidores, que esos
carajos no se merecen nada. Era por los compañeros
como Antonio, por ellos había que hacerlo. Se estrelló,
se perdió y eso ya no tiene remedio. Pero si se da la
revolución, para nadie tendrá tanto significado, para
nadie se pondrá el cielo tan inmenso, tan azul, como
para él.

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F abricio está encaramado en una silla tratando


de ver algo por la ventana. A él le da por ahí. Se pasa
media vida mirando hacia fuera. ¿Para ver qué? Nada,
apenas unos carros a toda velocidad. De todas formas
no hay que preocuparse mucho, el caso de Fabricio no
es tan complicado y seguro que sale más pronto de lo
que creemos. Lo malo es que entrar es muy fácil pero
nadie sabe cuándo va a salir. Marcos va para los cuatro
años, entró de veinte y nunca ha perdido la calmuda
serenidad. Marcos es un tipazo. Cuando me comparo
con él me siento reducido al tamaño de un gusano, lo
envidio, quisiera imitarlo, pero soy todo al revés y de
cambiar nunca he hablado.
Esta noche vuelvo a trabajar, me lo juro. Palabra de
honor. Lo que hago es una de las tareas más necias que
puede proponerse un hombre, el único mérito está en
preservarme del círculo obsesivo de mis pensamientos,
de esta quebradura de nervios. Lo importante es no
pensar, hacerse a la idea de que la vida empieza y
termina en este sector. Yo, particularmente, debo me-
terme entre ceja y ceja que Isabel está muerta y que si
no lo está mejor sería que lo estuviera, lo merece. Si
salgo no la busco, esto lo contrajuro… me da miedo
pensar que alguna vez nos tropezaremos. Cuando se
crucen nuestras miradas, ella lo va a comprender todo:
el desprecio, la lástima. Le va a dar vergüenza. No le
voy a decir cómo estás, tanto tiempo sin verte, qué hay

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de tu vida. En estos casos el silencio se agradece, en-


frentar en esta forma la situación es un acto mucho
más viril que cualquier explicación, las palabras estro-
pean la dignidad de parte y parte. Por más que sea no
quiero hacerle ningún daño… Me pregunto si habrá
sido por miedo. Ella insistía mucho en ese particular,
todo le daba miedo. Cuando me le acerqué por prime-
ra vez, yo sólo sé lo que le costó, gruñía, temblaba,
jalaba las sábanas, pedía taima y este rito siguió produ-
ciéndose no una sino mil veces. La pobre después llo-
raba desconsoladamente. A ella le costaba entender que
un hombre no es más que eso, joder, joder y mucho
joder, joder siempre entre coños y recoños. Y un hom-
bre de verdad es también un destructor. Por eso estoy
aquí, Isabel. A todo el mundo le da su poco de susto,
todos han tenido miedo o lo tienen a cada instante,
hasta Fabricio puede decirte lo que es. Es un friíto en el
estómago, una temblequera en las piernas, una tiesura
del esqueleto, unas carnes que si las pinchan no echan
sangre, pero sobre todo, ganas de salir corriendo. Él
puede echarte el cuento porque es valiente y le sale al
frente a lo que sea.
El otro día Ramón me preguntó si había tenido un
amor especial. Le contesté que tanto como especial no,
sino que me gustaba una muchacha. ¿Cuánto? Bueno,
bastante. ¿Y cómo era? Me quedé callado, me di cuenta
de que tenía una imagen borrosa, que se me hacía difí-
cil contestarle. Pues bonita, supongo que bonita si tan-
to me gustaba. No es que no pudiera decir tiene los
ojos de tal o cual color, la nariz de esta o aquella forma,
lo que pasaba es que se refería a una distancia ilimita-
da, a un espacio desconocido, donde no podía aferrar-
la. Estaba en otra galaxia. Ramón me miró asombrado,
sospechaba que le estaba mintiendo. Los presos tienen
la frescura de aspirar a que uno les cuente sus intimida-
des. Pero esa es otra historia.

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La cuestión es que no hago más que pensar en lo


mismo: en lo de antes. Los amigos, los cafés donde nos
reuníamos, las tareas de la organización, las conversa-
ciones metafísicas, las citas con Isabel, las carreras para
llegarle puntual, los forcejeos en la cama, los cigarrillos
antes de las acciones, los libros de guerra devorados
con pasión, las discusiones con el viejo, el temor a
caer, Isabel recostada del carro, vestida de blanco, llo-
rando frente al espejo, pidiéndome cosas, no vayas,
quédate, te van a matar… Esto es lo peor que puede
hacer uno. Marcos que tiene gran experiencia, cuatro
años no es una historieta, fue lo primero que me des-
aconsejó. Al principio estábamos solos en la habita-
ción. En varias ocasiones comencé a echarle el cuento.
Me sentía algo soez dándole detalles de mí, pero no
podía evitarlo. En esta época fue cuando me dijo que
no debía recordar nada de lo pasado, de lo contrario te
vuelves loco de remate. Después, cada uno de los que
iban llegando hizo lo mismo que yo. Cuando empeza-
ba me sentía muy importante repitiendo las palabras
de Marcos: «Mano, déjate de eso, de lo contrario te vuel-
ves loco de remate».
Se está haciendo de noche. Ellos están sentados en
la mesa del corredor, oigo el ruido de las cucharas y los
platos. No me han llamado, cuando alguien anda des-
enchufado se acostumbra dejarlo tranquilo, por lo me-
nos entre nosotros es una norma. Donde Fragorcito es
diferente, se apela a la solidaridad humana y cosas por
el estilo. Se habla de moral baja y hay una legión de
muchachos caritativos dispuestos a levantarla.
Ahora vuelven. Me fastidia verlos tan tranquilos,
como si nada pasara se disponen para la tertulia. Me
hago el desentendido. Alguien se acerca, cierro los ojos.
Los tengo que abrir porque me jalan por el brazo. Es
Ramón. ¿Qué hubo?
—Mano, Pascual, estás hediondo a tigre. Báñate,
por favor.

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Digo sí y salto del chinchorro. Los muchachos aplau-


den y se ríen.
Estoy sentado frente a la mesa, una mesa descomu-
nalmente construida; la hicimos Marcos y yo con listo-
nes de madera, tubos y cajones, es algo baja, por eso
me dan tantas punzadas en la espalda. Sin embargo,
me mantengo firme.
Trato de hacer un recuento de este día, de estos
días… hay sensaciones imposibles de describir, sólo
se puede decir de ellas que son como una noche en el
desierto y que el viento arrastra ramas secas y espino-
sas, se lucha con ellas y se apartan con los brazos; la
oscuridad, el viento y un pobre hombre dando tras-
piés en la arena. No me pasa por alto que escribo mal
y que cada vez lo hago peor, tengo desgano por com-
poner frases apropiadas. Claro que hay momentos de
inspiración, entonces no me doy cuenta de lo que es-
cribo, pero eso ocurre pocas veces, la mayor parte del
tiempo me sobran o faltan palabras. Deben ser cerca
de las dos.

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 .    

E speramos. De vez en cuando echamos una


mirada al reloj. De reojo, porque no queremos conta-
giarnos del nerviosismo. Marco Polo, sentado en el ta-
burete, inspecciona la pistola. Lo mejor sería que se
dejara de eso, no vaya a ser que se le salga un tiro. Las
ideas pavorosas debo sacármelas de la cabeza. Al fin la
guarda. Tengo la impresión de encontrarme en una fran-
ja de arena, con los zapatos puestos, la chaqueta y la
corbata. Todos estamos demasiado entretenidos con
nuestra propia tensión. Marco Polo mira el reloj, se arre-
manga la camisa. Repite las instrucciones. Trato de
mantenerme atento a sus palabras. El más ligero movi-
miento me hace doler los músculos.
¿Qué pasaría si descubrieras que no eres tan valien-
te como para eso? Isabel me lo decía en diferentes for-
mas. Le respondía que de ser así debía considerarme un
cobarde. No necesariamente, replicaba. «Sí, necesaria-
mente para mí que he escogido no serlo». Después llo-
raba en silencio, en la playa, en la cama húmeda y gran-
de. Tanta lluvia y tantas lágrimas juntas en un solo día.
Tres horas más tarde todo había pasado. El cuerpo
volvía a ablandarse. Consagro un instante a analizar si
la prueba sería suficiente. Marco Polo, a mi lado, eufó-
rico, hace grandes esfuerzos para retener el temblor de
sus manos.
—Yo me pongo nervioso después de que pasan las
cosas.

27
   

—En cambio, yo funciono en cámara lenta y de


atrás para adelante –le dije.
—¿Cómo es eso? –Se me quedó mirando con las
manos cruzadas sobre las rodillas. Recordé cómo ha-
bíamos inmovilizado al oficial de guardia y la cara de
padrenuestro que puso cuando le dijimos esta es una
operación y etc., etc. Pero Marco Polo tenía la cara tan
afilada como un matador.
—Bueno, eso es peor que todo. Uno está siempre
como una pistola cargada.
—No se te nota –me respondió.
—Uno se controla. ¿Verdad?
Ibamos pendientes del camino. Nos estábamos acer-
cando al sitio donde debíamos entregar las armas. La
dirección era complicada, aunque yo la conocía, había
estado allí dos o tres veces, en ese momento me pare-
cía que todas las casas eran iguales, que las calles se
repetían idénticas. Me asustó la idea de que también
Marco Polo estuviera desorientado. ¿Tú te acordabas
de esa mata grande? A mí me parece que es la primera
vez que la veo. Mira, allí está la farmacia y de la farma-
cia había que seguir tres cuadras y después a la izquier-
da. Allá está.
Cuando bajamos los hierros me sentí completamen-
te tranquilo. Lo que nos quedaba era avisar que esta-
ban en el sitio convenido, pero eso le tocaba a Marco
Polo. Yo había terminado mi misión.
Ahora rodábamos despreocupadamente. A Marco
Polo lo dejé a dos cuadras de su casa. Se veía feliz.
Apenas alcancé a oír su saludo, estaba desesperado
por llegar al apartamento, darme un baño, afeitarme y
dormir.
A las seis estaba bañado y afeitado, en el cuarto
había una semioscuridad tranquilizante, de lo ocurrido
no quedaba en mí sino un lejano recuerdo, nada de
aquel sobresalto, de los preparativos, del corazón que
saltaba como un morterazo, de la coordinación de los

28
   

movimientos, ahora entra Marco Polo en acción, des-


pués yo, mientras tanto José apunta a los guardias, car-
gas con los materiales, los dos carros ya han llegado.
No hay tiempo que perder, en estas cosas el tiempo lo
decide todo. El ritmo del recuerdo se explaya, se des-
vanece. Después que las cosas pasan ya no vale nada
recordarlas y lo que queda es la triste felicidad de ha-
ber cumplido. Triste sí, porque aquella emoción con-
cluida debe siempre renovarse. Una suerte que sea así,
de lo contrario en cada acto encontraríamos nuestra
prueba definitiva, uno sólo bastaría como momento
culminante, uno sólo y la vida estaría lista. Deben ser
muchas las cosas dignas de ser recordadas, tantas como
para no tener tiempo de recordarlas.
Tocan la puerta. Es Calatrava. Allí en la oscuridad
alarga el brazo, me tiende la mano.
—Hermano, lo hiciste.
Encendí la luz. Me dijo que tenía hambre. Entonces
nos fuimos a la cocina y preparamos bistec con cebolla
y yo le dije que bajara a comprar una botella de vino.
Comimos y bebimos. Así es la vida del guerrillero urba-
no, durante algunas horas su vida pende de un hilo,
pero después de volver a lo suyo, es un dios y es un
hombre y la vida le sabe diferente que a todo el mun-
do, una vida que se mueve, que hace bulla, una vida
en serio, pues.

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30
 .  

A quí está el viejo. Me dice que está dis-


puesto a hacer gestiones para sacarme. Le digo que
está bien. Muéveme el abogado. Trato de medir mi afec-
tividad, hago cálculos sobre el pasado, porque ahora
por más que pusiera toda mi imaginación a trabajar no
lograría más que agrandar esta sensación de fastidio.
Está empeñado en mirarme de frente buscando el
desaliento. Me pasa el brazo por el hombro. Me lo lle-
vo hacia un rincón donde podemos darle la espalda a
la gente. Se acomoda al borde del asiento, todo le cuel-
ga al viejo.
—¡Qué mosquero, mijo! Las cenizas le ruedan por
la corbata. Saca la billetera. Toma cincuenta bolívares
para cigarrillos. Los sacude en el aire hasta ponérmelos
a la altura de los ojos. Mira a su alrededor. Te fastidias-
te, viejo, no hay quien pueda verte la caridad, el vulgo
está absorbido en otros menesteres.
—Gracias…
—¿Qué piensas hacer cuando salgas?
—Todavía no he salido.
—Se dice por ahí que las guerrillas han fracasado.
Bueno, basta leer la prensa para darse cuenta de que el
gobierno tiene la situación en sus manos… Qué triste-
za tanto joven encaramado, ¿y para qué? Para nada. Los
están matando como ratas. El ejército no come cuento.
Está dispuesto a verle el hueso a la subversión.

31
 

Me recuesto del bojote de ropa sucia. Ahora soy yo


quien lo mira detenidamente.
—Mijo, eso está perdido. Oye consejo si quieres
llegar a viejo. No quedan más que cuatro tipos echan-
do tiros; muertos de hambre, acosados, perseguidos.
Yo puedo lograr tu salida, pero no muevo un dedo si
sé que en lo que salgas te vas a enmontañar como un
pendejo. ¡Qué va, mijo, yo no quiero que te maten! Tu
mamá y yo estamos muy viejos para recibir golpes tan
seguidos. Tantos esfuerzos que hicimos para darte una
carrera, contigo no se escatimó dinero. Siempre a las
mejores universidades, viajes, lo que quisieras, todo en
bien de tu formación. Has podido ser un intelectual de
izquierda, dedicado a escribir, a tus libros, a la polémi-
ca de altura. Yo soy un hombre amplio, nunca me en-
trometería en tus ideas. Cada cabeza es un mundo…
—Todos me dicen, Pascual tan inteligente y con ese
porvenir tan brillante por delante… venirlo a echar todo
por la borda. ¡Qué lástima! Encerrado, preso y quién
sabe por cuántos años. Esto no es Europa, mijo. Allí
todo es diferente. Países civilizados, tanta cultura pro-
duce individuos ecuánimes, tolerantes. Fíjate que hasta
a los maricos los dejan tranquilos. Este país, en cambio,
es una vorágine. Todo se lo traga… Un hombre de tu
talento no sirve para esos trotes de guerras, hay mu-
chachones de barrio, activistas acostumbrados a las
durezas de esa vida, no son como tú que te criaste en
un ambiente holgado, lleno de comodidades.
Pasa Fragor con una muchacha de senos redondos.
El viejo levanta la mano, se saludan festivamente. Fra-
gor se acerca, lo abraza. Agarra a la muchacha por la
cintura y sigue su camino.
—¿Qué me respondes, Pascual?
—Deja las cosas de ese tamaño. Por ahora no me
interesa llegar a viejo.
—¡Qué se le va a hacer! Tenía la ilusión de llevarle

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 

la buena noticia a tu mamá. Quizás con el tiempo en-


tres en razón. Veremos qué pasa.
Se pasea por la sala. Yo sé que tiene ganas de irse.
Se las aguanta porque no quiere que vayan a decir que
es un hombre indiferente. Sobre todo para demostrar-
me que él es mejor padre que yo hijo. Es tonto ese
empeño, yo estoy convencido de que efectivamente es
un buen padre, el problema está en que yo no asumo
el papel de hijo.
Lo veo conversar con Fragor. El viejo tiene una cara
magistral. Fragor asiente sumiso, de vez en cuando suelta
un monosílabo. Al final se quedan callados, me buscan
alargando el cuello para luego observarme, seriamente
angustiados por mi destino.
Vuelve balanceando el vientre sobre las piernas,
apartando a los niños a empujones.
—Caray, estos bancos si son duros.
¡Plaf!, las nalgas se desparraman sobre la madera.
Mira el reloj. Falta un cuarto para las cinco, papá.
—¡Qué rápido pasa el tiempo! Ya se va a acabar la
visita.

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34
 .   

A veces me sorprendo mirando la montaña


con ojos de convaleciente. El Ávila es lívido en los atar-
deceres. El ex poeta Pablo dice: la fiesta del poniente
en los cerros lejanos. Pero el sol desde aquí no es una
fiesta. Me parece deprimente que a estas horas todos
no encontremos en el mismo sitio, inclinados en la
misma forma, mirando el panorama único de nuestra
celda. Nos emocionamos o entristecemos a la simple
vista de esta montaña.
Retrocedo lentamente para tomar distancia de mí
mismo, y hoy, como siempre, me asalta la idea de la
libertad. Antes la libertad era un concepto lleno de su-
tilezas, ahora tiene el peso de una palabrota. El que
está preso está jodido.
En el patio los soldaditos deambulan. ¿Qué pensa-
rán de nosotros? Nada. Reciben órdenes: EXTREMAR
LA VIGILANCIA.
Fragor le ha puesto fondo musical a la tarde. Tosca
llora y grita desde su torre. La tropa prefiere La copa
rota. Para mí sería tanto mejor el silencio.
Marcos pela las papas con su cara de combatiente
en paz consigo mismo. Lo hace tan serenamente como
una vieja cocinera de oficio.
Yo trato de olvidar a Isabel enredada en las sába-
nas. ¿Qué estará haciendo ahora?

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36
 .  :    

D espués de salir de la ferretería, cogimos


por la calle de tierra paralela al mar. La gente decía que
si tuviera asfalto sería la más bonita de todas. Para mí
era la más bella con asfalto o sin él, no sólo del pueblo,
sino más bella que todas las otras calles y caminos del
mundo. Me gustaba. Caminaba lentamente con Isabel a
mi lado. Oía su respiración y el ruido de las sandalias al
rozar la tierra. Parecía una linda mujer dispuesta a vivir,
a dar y recibir plácidamente; serena, satisfecha, algo
nostálgica, pero feliz, feliz, muy feliz.
Las casas tenían doble fachada, una hacia el mar y
otra hacia la calle. En el límite de la playa estaban los
cocoteros; frente a nosotros, los almendrones, los lau-
reles y las trinitarias. Era mejor no darle la espalda a la
playa. No había que mirar al oeste porque esa otra
parte, tierra adentro, era árida, sucia, descolorida.
Desde el mediodía las nubes comenzaron a hincharse
hasta que al fin no quedaba en el cielo más que una
capa gris, espesa, uniforme. Recité en silencio «El ce-
menterio marino». Por una vez dejé de sentirme un po-
bre muchacho solitario y ansioso. Es una lástima recor-
dar que se vive sólo una vez. Es tan poco, tan rápido.
—Quisiera no irme nunca de aquí. Quedarme toda
la vida.
Le estreché la mano en señal de agradecimiento.
Esas palabras significaban muchas cosas. En principio,
que me quería. Que se sentía tan a gusto conmigo como

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 :    

yo nunca me había sentido. Era sorprendente que al-


guien me apreciara hasta ese punto, a mí que me sabía
tonto, tonto de corazón. Me eché el pelo hacia atrás.
—Nunca te quedarás calvo. Tienes tanto pelo… se-
rás un viejo de cabellera blanca.
Yo, de repente entristecido, viéndome viejo, con
los tobillos rígidos y el cuello flácido. Quizás como mi
padre.
La última vez que discutimos le dije que era un vie-
jo asqueroso. Vives metido en burdeles. Y él dijo: allí
no hago nada malo. Sólo que en ese ambiente me olvi-
do de que estoy viejo. Yo le decía piensa un poco en
mamá, ¿no te da vergüenza? También pienso en ella. Sí,
me da vergüenza y no la olvido. Pero tú no me vas a
entender. Esa fue su respuesta, entonces tuve que ca-
llarme y olvidar. Siempre he estado tratando de olvidar
las cosas que me hieren. ¿Será lo mejor olvidarlas? Pue-
de que no, pero yo tenía una idea profiláctica al res-
pecto. Consideraba que debía cuidarme para el futuro
y para las tareas inmediatas que me tocaría desempe-
ñar. Quería ser un hombre de acción, un hombre puro,
el hombre nuevo; permanecer incontaminado. Impedir
que me destruyeran, que me devolvieran a ellos con su
tristeza contagiosa.
No valía la pena pensar en la vejez porque dentro
de dos días estaríamos de vuelta. El plan de la fosforera
estaba listo. Todos los detalles cuadrados. Lo único que
esperábamos era la orden de arriba. Y tampoco eso era
tan apremiante, el Catire había dicho que si no llegaba
nos abríamos por nuestra cuenta. Era un plan perfecto,
pero de todos modos se podía perder la vida.
Llegamos al final sorbiendo el viento fuerte. En la
última casa había un bar. Pedí dos rones.
—No, se me sube a la cabeza, se me aflojan las
piernas.
Insistía y yo la persuadí de que hacía frío y le tem-
blaban los hombros. El hombre del mostrador se reía.

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 :    

Miré hacia fuera y vi pasar las mulas y un perro si-


guiéndoles el paso. Un viejo con sombrero de fieltro
las guiaba. Luego sentí el aliento del hombre del mos-
trador sobre mi nariz. Estaba inclinado tendiéndome
los vasos. Entonces los cogí y salimos hacia la playa.
Isabel me pidió que nos quedáramos unos días más.
Mientras hablaba alisaba la arena con la palma de la
mano. Me pareció que estaba preocupada.
—¿Por qué ese apuro en irte? Parece como si te
fastidiara estar mucho tiempo conmigo. ¿Es que no me
quieres? Quién sabe cuánto tiempo te va a durar este
capricho.
Le dije te quiero mucho, que nunca había estado
tan enamorado. Se me oprimió el pecho. Jamás había
dicho algo semejante. No me pasaba inadvertida la im-
portancia de esas palabras. Me sonaban demasiado gra-
ves. Con cierto desaliento sospeché que algún día me
burlaría de ellas. Que me tocaría hacerlo. La experien-
cia me había enseñado que las situaciones y las perso-
nas que más nos afectan sentimentalmente son las que
con el tiempo nos inspiran los pensamientos más amar-
gos. Era una experiencia un poco literaria y sin embar-
go estaba profundamente arraigada entre mis temores.
Ella me miró seriamente a los ojos hasta que yo desvié
la mirada. Pero ya cada uno había comenzado a soñar
por su lado.
No me podía sacar de la cabeza el asunto de la
fosforera. Era la tarea más difícil que se me había enco-
mendado. No podía acobardarme. Eso era decisivo. Si
yo salía adelante en esa misión, significaba que era
valiente. Si uno lo es una vez, lo es para siempre. Así
pensaba y lo creía a ciegas. En el fondo me sentía tran-
quilo, estaba seguro de que no sentiría miedo. Los ner-
vios eran por la espera. De pronto me dio por imaginar
mi muerte, lo que pensaría y diría mi padre cuando le
avisaran que su hijo había muerto, hasta el jefe de la
policía se manifestaría conmovido ante el joven heroi-

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 :    

co. Esas cosas no ocurrían sino en el cine y en la ima-


ginación de los tipos como yo. Lo sabía, pero de todos
modos sentía placer en construir las frases patéticas y
desconsoladas del viejo. Restearse en una vaina bien
arrecha es como tocar la gloria en vida, había dicho
uno de los muchachos. Eso debía ser cierto.
Cuando volvimos a la casa, Isabel se fue corriendo
a la cocina.
—Es como si estuviéramos casados, ¿verdad?
Yo me quedé en el corredor tratando de leer uno
de los libros que habíamos traído. Era una lectura en
blanco. Pensaba en eso de estar casados. En ese mo-
mento no era conveniente, era como darle la espalda a
los muchachos. Además, Isabel no estaba hecha para
esa vida. Sería hacerle daño. Pero sí, en ese momento
éramos un matrimonio: ella en la cocina y yo aquí es-
perando que lo tuviera todo listo para sentarme a la
mesa y conversar sobre el día tan magnífico que había-
mos tenido. Después nos iríamos a la cama, haríamos
el amor y dormiríamos hasta el día siguiente, tan igual
y maravilloso como el anterior.
Ninguno de los muchachos estaba casado. Calatra-
va tenía un hijo, pero eso era diferente. Marco Polo se
había divorciado porque la lucha y el matrimonio eran
incompatibles. Como uno anda de un lado para otro y
no le puede cumplir a la mujer, entonces le ponen ca-
chos. Eso decía. Pero que a él no llegaron a ponérselos
porque se dio cuenta a tiempo de que eso iba a suce-
der tarde o temprano. Figúrate, me decía, por un lado
peleando con los gorilas, el gobierno y la policía, y por
el otro enguerrillado con la mujer. Dicen que si uno
llega tarde es porque anda emparrandado y no por
nada político. Mi mujer decía que tenía la experiencia
del papá, que con la excusa de la política se echaba
escapaditas con la querida, mejor dicho, con las queri-
das, porque tuvo muchas. Yo le dije que no viniera a
comparar a su papá conmigo. Tu papá es un vende-

40
 :    

obreros. Me respondió que su papá sería un vende-


obreros pero que antes había sido un revolucionario y
que fue en ese entonces cuando se echó la primera
querida. Para poder mantenerla fue que empezó a ven-
der obreros. Pascual, te aseguro que me dolió separar-
me de ella. Era una muchacha ingeniosa. Inteligencia
no le faltaba.
Después de cenar me quedé un rato en el jardincito
esperando que ella se arreglara.
Se encendió una luz en el mar. Una señal, como si
alguien llamara y dijera: ¡Ahora! ¡Arrójate a la arena!
Atravesé el pasillo a la persecución de la sombra
que salía oblicua debajo de la puerta, entre la madera y
el piso. Me detuve. Mis párpados se cerraban bajo la
fatiga, de golpe un viejo temor. La pasión tiene sus
pausas, sus preguntas, vale decir, una crucifixión. Pre-
veía el futuro como una sombra negra, ondulante, con
el sentimiento decrépito a cuestas, me disolvía en el
ridículo, en el horror, en las recriminaciones. Ya no me
reconocía en el hombre plácido de la mañana.
La sombra de sus pies, detrás de la puerta, se alar-
gaba sobre esa mancha luminosa que llegaba hasta la
lona rayada de las sillas. Ella estaría esperando.
Abrí la puerta completamente.
Estaba sentada en el borde de la cama, vuelta hacia
la pared, sobre las piernas la almohada. Oía que me
acercaba y seguía en la misma posición, dándome la
espalda. Una curva frágil, los hombros echados hacia
delante, como si los músculos hubieran perdido su fuer-
za y ya no pudieran sostenerlos.
Ese temblor suavísimo de plumas de cisne, de aguas
profundas, y ahora cada vez más fuerte, como el table-
teo de una ametralladora, y el cuello bajaba lentamente
ya descubierto el cabello. Después nuevas descargas,
la cabeza sobre las rodillas. Me vi frente a un llanto, de
esos que hacen intratable la situación.

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 :    

La pistola y los preservativos estaban sobre el col-


chón, allí mismo, donde yo los había dejado.
Afuera, los cangrejos crujían como brasas al fuego.
Pasamos toda la noche echados en la cama hasta
que los gallos del vecino cantaron y entonces nos di-
mos cuenta de que estaba amaneciendo. Miró el techo,
las paredes, y después abrió la ventana, pero todavía
no había salido el sol. Sólo las capas de luz grisácea
que se iban esfumando y la humedad del rocío en el
marco de madera. Se sentó en la silla de lona, frente a
la ventana abierta, con las piernas estiradas y mirándo-
se las puntas de los pies con aire melancólico. Cruzó
las piernas y se acarició el tobillo, como si tuviera un
dolor tenue y misterioso. Su pensamiento parecía estar
bien sujeto, aferrado al cuerpo, ni en sueño los objetos
de su mente se desvanecían.
La silla se derrumbó y de un salto quedó frente al
sol, agitando los brazos. Y esto, como todos los impul-
sos no compartidos, me produjo miedo.
Pero ella me miraba afable, cortés. Me invitaba a
acercarme al sol.

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 .      

… A mi entender subjetivismo es la tenden-


cia a buscar (bucear) en la realidad un significado que
no está inscrito en ella. Subjetivo es el burgués; él mira
desde la perspectiva de su clase, que es como mirar a
través de un caleidoscopio. Estos cristales le proporcio-
nan imágenes maravillosas pero irreales. Las imágenes
reales son aquellas que Ud. puede percibir con sus pro-
pios sentidos, verbigracia: la vista, siempre y cuando su
retina no sea caleidoscópica. Cuando un error de vi-
sión se convierte en certidumbre, más fácil que erradi-
car el error es acabar con la certidumbre (es decir, el
hombre confiado, convencido, persuadido, etcétera,
etcétera…).
(Figura en la caja N° 5 del Archivo)

En la misma caja del archivo se encuentran los si-


guientes documentos: 1.- Un informe sobre las neuro-
sis, obsesiones, depresiones nerviosas y desviaciones
que afectan a los animales… El cautiverio origina des-
viaciones sexuales. La frustración sexual puede hacer
que una hiena trate de acoplarse con su escudilla o
bien produce la parálisis total de sus funciones repro-
ductoras. No es extraño ver animales enjaulados que se
niegan a acoplarse y reproducirse. Se han visto marso-
pas cautivas tratar de copular con tortugas marinas y
monos con serpientes… En cuanto a los comportamien-
tos homosexuales, éstos han sido observados frecuen-

43
     

temente en numerosas especies, tanto en libertad como


cautivas, desde los insectos hasta los mamíferos…Science
& Avenir. Este pasaje se halla copiado del puño y letra
de Ramón. Al final nos encontramos con un comenta-
rio de Fabricio. Dice así: Yo no soy un animal cautivo.
2.- Una carta del movimiento católico universitario:
Distinguido profesor:
Nos atrevemos a esperar que Ud. conozca algo del
Movimiento Universitario Católico.
Somos un grupo de estudiantes deseosos de llevar
a Cristo a la Universidad. Tenemos tres años de exis-
tencia. Hemos progresado. Incluso hemos alquilado una
casa para local de nuestro Movimiento. Mantenemos
una propaganda más o menos permanente en la UCV,
aparte de las tareas formativas ordinarias. Gente nues-
tra está en cargos gremiales.
Pero estamos angustiosamente necesitados de di-
nero. Es incómodo pedir, pero faltaríamos al deber, si
por evitar algo incómodo dejáramos de ser eficaces.
Creemos poder contar con una ayuda monetaria
mensual de su parte. No importa que sea pequeña. Ud.
nos dirá dónde recogerla.
No sólo le diremos gracias. Como cristianos dire-
mos un Dios le pague en nuestras oraciones.
3.- Un fragmento a propósito del idioma silbado en
las islas Canarias: …Para la mayoría de las personas, la
palabra «lenguaje» designa un modo de comunicación
basado en sonidos producidos por la garganta, la len-
gua, los labios, etc. Sabemos, por supuesto, que hay
otros métodos usados con propósitos especiales; la es-
critura, por ejemplo, es un magnífico sustituto en cier-
tos casos, y la mímica puede reemplazar a los sonidos
cuando el que debe recibir el mensaje tiene un defecto
que le impide la audición. Pero menos conocido es el
hecho de que existen en el mundo cierto número de
«idiomas» que tienen una base acústica, pero no em-
plean los elementos habituales del habla: las vocales y

44
     

las consonantes. Por ejemplo, en Gomera (una de las


islas más pequeñas y menos desarrolladas del archipié-
lago canario) los habitantes pueden conversar por me-
dio de silbidos articulados. Para las conversaciones or-
dinarias utilizan el español hablado normal, pero cuando
la distancia lo hace difícil o imposible, recurren al silbo,
como llaman a esa forma de comunicarse…
Estos materiales están reunidos y clasificados en una
carpeta amarilla. Ramón los colocó junto a otras carpe-
tas y dentro de la caja N° 5. Empujó la caja con el pie
hasta meterla debajo de la cama.
—Antes de contener estos papeles, quién sabe qué
mercancía habrá alojado.
—Naranjas –respondió Marcos metiéndose una ga-
lleta de soda en la boca–. ¿No ves que está escrito Ca-
lifornia?
—También el comandante Fragor tiene un archivo.
Va por la caja N° 12 –dijo Fabricio y se le escapó un
suspiro.
—Mira, Fabricio, comparar mi archivo con el de Fra-
gor es una herejía. Es inconcebible que tú que eres mi
amigo tengas un concepto tan bajo de mí. ¿Es que de
verdad crees que pueda haber algún punto de contacto
entre mi archivo y el de él? No te puedes hacer una
idea de las cosas que colecciona. Tiene partituras de
óperas, cartas de las personas que lo quieren, que lo
estiman, que lo respetan, tiene una margarita del Mon-
te Blanco, una piedrita de su último viaje a Pompeya,
un incisivo de María Teresa de Austria, la cajita de fós-
foros que usó Jruschov en su última visita a Tito en
Yugoslavia para encender los cigarros de los campesi-
nos de la aldea de X. al sur de Zagreb, las agujas con
las que su abuela le tejió los escarpines, el pañuelo que
recogió la primera lágrima de su última novia y el fras-
co que tiene sus agallas. Todo eso lo he visto yo mismo
en aquel tiempo en que todavía Fragor me trataba. No
se imaginan qué tarde maravillosa pasé viendo los souve-

45
     

nirs de Fragor. Una tarde como esta compensa las des-


venturas de tres meses de reclusión. Lo malo es que lo
mío va para dos años y esparcimientos semejantes no
se repiten con frecuencia. ¿Y saben por qué? Por culpa
de ustedes que han roto mis vasos comunicantes con
el Pin. ¡Dejen el radicalismo, muchachos!

46
 . 

S é que detrás de las paredes de nuestras cel-


das hay una planta. Ella sube y algún día llegará hasta
la ventana. Tiene las hojas tiernas y el tallo fino; es
frágil y de un verde recién retoñado. He espiado esas
hojas encaramado en una silla, mirando hacia abajo
hasta que mis ojos me dolieron como si fueran a esta-
llar en el aire. Los he hundido para que llegaran a ver
ese medio metro donde las hojas terminan, suavemen-
te arqueadas, pegadas al muro, allí donde comienzan
para mí.
He tomado mi sopa fría, cedido el turno de lectura
de la prensa, renunciado a mi ración de ron. He calla-
do y sonreído durante todo un largo día. Una energía
silenciosa me confiere este temple, proviene de ese
propósito de no aceptarme tal como soy, de hacerme
otro y si le cedo el paso a otro hombre, es a ese espé-
cimen que sólo yo puedo crear, no algo diferente y
basta, sino algo diferente a mí mismo. El demonio bus-
ca al ángel. El ángel ama al demonio.
Arropándome con mi nuevo espíritu, me digo que
no soy un tipo tan despiadado como cree el viejo, que
mi corazón puede llegar a tener un peso diferente…
Quiero aguardar el amanecer, esperar que el círcu-
lo de pájaros que habita este pequeño horizonte y tie-
ne sus nidos justos sobre nuestras cabezas, cruce el
espacio que abarco con mis ojos, de un extremo a otro

47
 

de la ventana. El primer pájaro está suspendido como


una nube en mitad del cielo, sobre la copa de un árbol.
En el cuarto un vaho de claridad, sobre las tapas
oscuras de los libros, en las mesas quemadas por los
cigarrillos, sobre las cobijas rosadas que cuelgan y arras-
tran sus puntas deformes por el piso, sobre los zapatos,
las trenzas, las colillas y una cucaracha muerta.
Fabricio duerme, Marcos duerme, Ramón sueña
agitadamente. La cara de Fabricio es una mascara, páli-
da como el yeso. La diestra reposa sobre el hombro
desnudo. Hay algo que lo hace próximo al frío.
Oigo pasos en el patio, debe ser el rondín.

48
 .  

P ensar es como hacer bombas de chicle, uno las


suelta y se quedan volando por ahí y siempre saldrán
miles de falanges dispuestas a sujetarlas. ¡PLAF!, la ca-
tástrofe, la bomba se fue a la mierda y uno con ella, se
pegará suciamente de la punta de la nariz, de una mano,
de la otra mano, de los puños de la camisa, de las
orejas, de las pestañas. No, no tratar de hacer ningún
esfuerzo desesperado, no intentar zafarse de la materia
pegajosa. Por favor, quédese así como está. Cada nue-
vo movimiento será más fatal que el primero: todas las
angustias y miserias comenzaron en ese primer acto.
Uno está perdido. La moral ha caído en el peldaño más
bajo de la escalera, uno es y será definitivamente un
pingajo. Tanto el productor de bombas como el que
graciosamente las recibe corren el mismo destino. Aquel
porque no resiste la tentación de acariciar su obra y
éste porque es un tonto que se siente impelido a em-
bestirlas, se apasiona por los cuerpos flotantes. Ejercen
un poder de atracción bárbaro, siempre corremos ha-
cia el globo.
Claro que hay tipos afortunados, Fabricio, Marcos,
por ejemplo. Carecen por naturaleza del instinto malé-
fico. Lo único que les despierta el apetito es la vida a
mares, que es como decir la muerte a manos llenas.
Unos muchachos porfiados; esa es la expresión más
adecuada. En una ocasión había llegado a creer que el
hecho de que pensáramos las mismas cosas nos hacía

49
 

iguales. Había una gran diferencia y todo cuanto ha-


cían o dejaban de hacer me lo revelaba, habían con-
quistado la libertad y el derecho a aspirar a ella. Eso
había nacido con ellos, con sus padres, con sus antepa-
sados más lejanos, llevaban esa luz en la frente, en
medio de los dos ojos y era una luz que les trasmitía
calor a sus brazos y a sus manos que empuñaban natu-
ralmente un Fal, o una piedra, el arma, cualquier que
ella fuera, con el nombre que tuviera, sin ideas dobles,
sin dialéctica, sin remordimientos, sin esas suntuosas
pasiones que nacen en el cráneo de un rebelde. De
uno que lo es porque la metafísica le dijo: No. Que ha
descubierto lúcidamente (sólo por instantes) que su
talento es como el pétalo de una amapola, y está a la
búsqueda de una disciplina más apta a su fracaso, que
cree haber encontrado un camino en esa vida ardua en
cuyo final hay una aurora que desploma los horizon-
tes. Pero quizá es mi cabeza la que vuela tan rápido
mientras mi cuerpo atemorizado se cobija en este antro
que llamamos cárcel. Esas son diferencias que no acor-
tan la distancia entre un hombre y otros hombres. Ha-
llo que mis motivos, los primeros, eran insoportable-
mente vacíos, que aquella fuente de inspiración primera
se ha secado y que a pesar de eso persisto en transfor-
marme en algo positivo, en correr tras ellos, fatigosa-
mente hasta pisarles los talones… Quizá este sea el
comienzo de las nuevas ocasiones.

50
 .  

L a última vez que vi a Fragor fue el día que


salí de la cárcel. Será porque sabía que ya me iba que
le solté todo lo que tenía por dentro. Mira, Fragor, le
dije, ¿tú sabes lo que pasa contigo? Lo que pasa es que
tú eres un gran coño de madre. A ti te gusta estar pre-
so. Sí, señor, te gusta. Y te gusta, porque estando aquí
dentro eres un mártir, un héroe de resistencia prolon-
gada. Aquí adentro no arriesgas nada, no tienes que
enmontañarte ni hacer cosas jodidas. Pero si sales ¿qué
vas a hacer? Si sales no haces nada y tú lo sabes, por
eso te da miedo que te saquen, te da terror. A los pocos
meses habrás perdido todo tu prestigio, el prestigio que
te has querido fabricar a costa de tus tantos años, los
que sean, tres, cuatro, cinco, los que sean. Pero son
años en que te has dedicado a joderle la paciencia a los
hombres arrechos que estamos aquí. Mira, ¿tú sabes
cómo es la cosa? Yo prefiero estar preso con Barrabás,
con el Gorila, con el Rey del Joropo. Me tienes harto,
harto. No aguanto tu mariquera… yo digo que… yo
pienso…, mi pensamiento político…, la estrategia que
analicé, la táctica coordinada, las perspectivas que pre-
dije… Convéncete, manito, tú no sirves sino para estar
preso, tienes alma de preso. Ruégale al hijo de puta del
comandante que te dejen aquí, aunque sea de orde-
nanza. Mejor todavía, que te dejen de policía, de lo que
sea, pero que te dejen. Óyeme, pero eso sí, a mí nunca
nadie me va a ver entrar aquí, más nunca piso yo una

51
 

cárcel, a mí me agarrarán muerto pero aquí no me vuel-


ven a meter, el día que me metan por esa puerta, coño,
será porque están metiendo un fiambre.
Así se despidió Fabricio.

52
 .   

E chamos de menos a Fabricio. Tres hombres


es una cifra coja para las buenas relaciones. Todo me
hace creer que soy el tercero en discordia.
Estos días han sido especialmente calurosos, será
eso lo que me tiene con un humor de perros.
Hoy he leído mi horóscopo. Todas las semanas anun-
cia un viaje, una mudanza o simplemente, se abren
para usted nuevos horizontes. El profesor K.D. pasa
por alto el que algunos capricornios estemos en pri-
sión. Hay días en que su cinismo me exaspera, una vez
llegó a exigirme que abandonara los excesos.
Parece que a Marcos le divierten las historias de
Ramón, les presta demasiada atención. Ramón tiene
más imaginación que yo, además gesticula con gracia,
con vigor. Tengo que reconocer que mi talento narrati-
vo está en decadencia; se ha vuelto patibulario.
Se pasan el día juntos, tienen su propio lenguaje,
se entienden de maravillas. Hacen planes para cuan-
do estén en la calle. Les doy la espalda y me voy al
corredor…
Hablo con los del Pin. Comentamos el último com-
bate. Despliegan la lógica de la inconsecuencia. Me
arrepiento de haberles buscado la lengua. Trato de ba-
tirme en retirada. Imposible, Fragor me ha visto. Se
acerca con su sonrisita empalagosa. Estoy desconsola-
do. Me arrastra hasta el banco. Nos sentamos.
Dice que le han enviado los Carmina Burana, me

53
  

invita a oírlos esta noche. Dan ganas de decirle que me


cago en sus Carmina, pero sonrío y respondo cual-
quier cosa: él es muy amable conmigo. Me presiente
más débil que Marcos o Ramón; quizás esté en lo cier-
to. Como los discos no me han ablandado, la empren-
de con los libros. Quiere prestármelos para que des-
pués los comentemos como en los buenos tiempos; se
refiere a cuando Ramón, Marcos, Fabricio y yo no ha-
bíamos formado cuarteto.
Me excuso diciéndole que estoy sumergido en un
trabajo teórico sobre las desviaciones de derecha y una
posible ética del militante de izquierda, algo así como
el código hipocrático del combatiente. Recibe mis pa-
labras con interjecciones. Me palmea el hombro. Se
muestra exageradamente complacido. Quiere que le
muestre el esquema, me pide explicaciones sobre el
enfoque. No se da cuenta de nada. Parte de la premisa
de que un tipo culto como yo está en condiciones de
comprenderlo a pesar de las diferencias de fondo que
podamos tener. Para él son apenas diferencias de mati-
ces. Antagonismos es una palabra fuerte.
Podemos ser amigos, lo ha dicho una y mil veces.
El hecho de ser burgueses ilustrados es algo que nos
acerca, nos une. Está convencido de que tiene que ser
así. Yo espero que no lo sea.
Aprovecho una pausa. Me levanto y saludo. Vale.
Estamos abatidos. Fabricio era serio y poco habla-
dor, sí, eso también, pero sabía ser alegre cuando hacía
falta. Su forma de expresar la alegría era simple. Cuan-
do leía en el periódico de algún combate perdía la ca-
beza, cantaba, saltaba, rugía, se daba golpes en la cara.
Decía que le picaban las manos por tener una metra
bien agarrada: la metra, la granada y la pistola. Le an-
gustiaba no haber participado, pero la emoción por la
acción predominaba por encima de todo.
Los días se suceden. No hago absolutamente nada,
en un mes no he escrito ni siquiera una línea. Doy

54
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vueltas por el dormitorio. Carajo, una celda es también


un dormitorio. Busco motivos para discutir con Ramón,
me mira desdeñoso y abre su libro De Calcuta a la
Tierra del Fuego. No hay discusión posible, es un plan
preconcebido. Me esquivan. He tenido gripe y un do-
lor de muelas de los grandes, eso no ayuda a mejorar
mi estado de ánimo.
Por Carmen le seguimos los pasos a Fabricio. Supi-
mos el día exacto en que subió, el día de su bajada, y
como sabíamos a qué venía, comenzamos a preocu-
parnos. El tiempo pasa y Fabricio sigue abajo. La ciu-
dad es una trampa, él no conoce más que su barrio y
en el barrio no puede estar. A su vieja la han allanado
más de tres veces y a la hermana ya ni recuerdo cuán-
tas. Carmen nos dice que ha perdido las esperanzas. Ya
no lo devuelven a la montaña porque en la ciudad es
muy útil, nadie como él para hacerle frente a los peli-
gros. Se arriesga, es un gran tipo para las acciones. ¿Va
el Loco? Si va el Loco le echamos pierna. Estamos pen-
dientes de los periódicos y cada vez que vemos su foto
nos entra frío en el estómago… No sé si los demás
pensarán lo mismo que yo, pero para mí la muerte de
Fabricio es cosa hecha, decidida.
Las visitas de Carmen se hacen cada vez más espo-
rádicas. Nos mira en silencio, siempre en silencio, no
quiere hablar. Algo le atormenta la mente. Se agarra las
sienes con fuerza para no perder el sonido de sus pro-
pios pensamientos. Y nosotros le enviamos sonrisas,
sólo sonrisas, desde hace tiempo dejamos de hacer pre-
guntas. Comprendimos que la cacería había comenza-
do en serio. Ni él iba a dejarse agarrar vivo ni ellos le
perdonarían la vida.

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56
 .   

… A migo Pascual, los muchachos están bien.


A Lola hubo que amputarle una mano. Luce extraña.
Está tranquila. No ha pasado nada, eso no tiene impor-
tancia, nos dice. Pero a veces pierde los estribos. Esta-
mos pasando una mala racha. Raúl, Manuel y Javier,
muertos. Elio, preso para rato. Lola sin su mano dere-
cha. Por mi parte, evito encontrarla. Me siento culpa-
ble, si no fuera por mí ella nunca se hubiera metido en
esto. Mario se ha vuelto un escéptico. Siempre fue un
tipo dado a predecir catástrofes, pero ahora está peor.
Es que ha cambiado, no es el mismo que tú conociste;
antes participaba con reservas, es verdad, pero actuaba
y era útil. Si hubiera sido un tipo cualquiera, un inca-
paz y un chorreado, no me importaría tanto.
En las noches hace guardia en un estacionamiento y
parece que se siente a gusto con su trabajo, por lo me-
nos no le interesa cambiar de situación. Todo le da igual.
Hace dos meses, antes de que yo me pusiera en
cuarentena, nos fuimos al Lincoln a ver La Batalla de
Argel. Después nos tomamos unas cervezas en su cuar-
to (vive donde mismo), entonces se le soltó la lengua.
Me dijo que esos tipos, que ellos sí eran machetes en
serio y que nosotros debíamos sentarnos a esperar la
revolución, a que otros la hicieran, porque éramos unos
rajados de mierda y los que no lo eran ya estaban muer-
tos, requetemuertos. No quise refutarlo, me di cuenta
de que estaba borracho no sólo por los tragos sino

57
  

también por su estado de ánimo últimamente tan ne-


gro. Soltó una porción de cosas más, sencillamente no
las entendí. Él es muy enrevesado. Me dejó muy con-
fundido y a los muchachos les costó su trabajito volver-
me a poner claro. Ellos dicen que no debo dejarme
influenciar por Mario, él además de rajado está loco de
remate. Sí creo que exagere y que está rajado lo acep-
to, pero no está loco.
Pascual, me hace falta echar una buena cotorreada
contigo a ver si saco claridad de todo este lío. ¡Ojalá y
pudiéramos! Pascual, porque yo sé que soy valiente,
de eso no me cabe duda y sin embargo me doy bastan-
te cuenta de que no es suficiente. Te juro que me gus-
taría tener menos cojones y más cerebro. Tengo ganas
de ver las cosas en el futuro, hacerlas hoy para que se
desarrollen mañana y que otros pudieran darse cuenta
de lo que estamos haciendo. Si no es así, nada sirve
para nada. Por eso es que no estoy muy de acuerdo
con Mario. La revolución es algo más que tener guára-
mo. Hay que tener otro tipo de valor, el valor de los
árabes esos, por lo que comprendí era un valor más
grande, más alto. No sé si me explico. Era la arrechera
de un pueblo. Creo que no me equivoco cuando digo
eso. El valor mío, el de Fabricio, el de Pluto, el de
todos los muchachos, se ve tan solitario. Hay algo que
nos falta, algo que nosotros los gatilleros, y no me aver-
güenza decirlo, no podemos dar. Necesitamos gente
que ponga a funcionar las pistolas con el cerebro a ver
si este pueblo comprende que esta pelea es de ellos,
que cuando nos matan a ellos les toca arrecharse.
Los muchachos son todos como yo, malos para usar
la cabeza, bien buenos para el plomo y el corre y co-
rre, y los que le meten cabeza a la cuestión son como
Mario. Puro darle vueltas a la revolución: que si la es-
trategia, que si la táctica, que si el foco, que si la expe-
riencia urbana, y a la hora de la verdad no saben para
dónde coger.

58
  

Estas cosas las conversé con Lola. Ella me dijo que


lo que estaba planteando era la antinomia ente teoría y
práctica. Luego, como ella es tan sabida, me explicó en
qué consistía la tal antinomia. Yo le respondí que era
precisamente eso lo que me traía loco y a millón. Ella
se puso brava y me dijo que si lo que yo quería era
rajarme que cogiera mis perolitos y me fuera con la
música a otra parte. Me parece que a estas alturas yo ni
queriéndolo me puedo echar para atrás. Lo que pasa es
que ella es muy sectaria, hasta los muchachos lo dicen.
No tiene sangre fría para las verdades.
Yo no puedo vivir otra vida más que ésta. Es la que
me acomoda. Pero lo que me preocupa no es la vida
que puedo o no puedo llevar. Me preocupa la revolu-
ción. ¡Coño, la vamos a hacer! ¿Sí o no? Eso es todo.
Además, si uno se la juega tiene derecho a saber cómo
y por qué. Lola dice que esas dudas se deben a que yo
no tengo formación política. ¡Qué coño de formación
voy a tener! Nadie le habla claro a uno. Me dicen que
me lea éste o aquel librito. Las cuestiones que me des-
velan no están escritas en ninguna parte. Lo que me
interesa es este país, lo que hemos hecho, lo que va-
mos a hacer. Lo que no debemos volver a hacer. Por
eso me gustaba tanto el Comandante (y se tuvo que
morir). Era un tronco de militar, pero sabía adónde iba
y siempre nos estaba comunicando sus ideas y discu-
tiéndolas con nosotros. Al principio me quedaba calla-
do, lo mismo los demás, pero con la insistencia que
ponía teníamos que animarnos a decir lo que pensába-
mos. Decíamos unas vainas locas y pendejas. Eso no
importaba, nos refutaba con mucha paciencia. Otros
tiempos, y bien poco que duraron.
Pascual, yo sé que nosotros triunfaremos, y si no
somos nosotros serán otros. De todas formas será la
misma cosa. A lo mejor para ese tiempo ya me habrán
despanzurrado. Quedaré como un héroe. Murió por la
causa, dirán. Si tú estás vivo, repíteselo, Pascual, repíte-

59
  

selo a quien quiera oírlo: un héroe pendejo, nada más


que pendejo. ¿Útil? Eso sí, simplemente útil. Si acaso no
he muerto. Si acaso no he muerto, entonces lo voy a
lamentar. Cuando haya un mundo revolucionario no sé
que carajo voy a pintar allí. Tengo veintisiete años, ocho
con la metra enchufada porque la guerra la tenemos
que hacer a como dé lugar, porque sin guerra no hay
nada. Te digo que ese mundo vendrá y yo no tendré
lugar, ni yo ni los muchachos. No nos quedará más
camino que buscarnos otra revolución, y ojalá que no
escaseen. Haremos como el Che, a pesar de que sus
razones debieron ser distintas a las nuestras. Era un
tipo cojonudo por todos los costados, estaba en condi-
ciones de adaptarse, de hacer cosas grandes. Nosotros
no tenemos nada que hacer. Nada, coño, nada.
Ahora tengo una mujer, una mujercita de veinte años.
Ella trabaja en el correaje. Es inteligente y trabajadora.
Me da lástima que me quiera. Yo no sabía que era tan
malo que a uno lo quisieran, me refiero a los tipos
como nosotros. Es como si uno fuera dos veces uno
mismo y dos veces el otro. El día que me metan un tiro,
aunque sea un solo tiro el que me perfore, en verdad
serán cuatro: uno para mí, uno para mí que amo, uno
para ella y otro para ella que me ama.
Manito, a las ocho tiramos una acción. Deséame
suerte.

Calatrava

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 .  

C ómo habla esta mujer, me tiene loco. Qué


hacer, coño, para quitármela de encima. Por lo menos
si apagara el radio, si se dejara de cantar me voy para
Pénjamo, para Pénjamo me voy.
Tiro la pelota. La niña levanta una mano para atajar-
la. La pared me la devuelve, un muro alto para aislar-
nos de la calle. La chiquita no pudo desviar el curso,
apenas la rozó con la punta de los dedos y dice que le
arden. Se los restriega con unas hojas de parra casi
marchitas. Este patio está tan abandonado, desde ma-
ñana voy a comenzar a ponerle cuidado. Quién sabe
cuánto tiempo me voy a quedar aquí, este sitio parece
seguro. Si no fuera por la vieja sería un paraíso, un
jardín secreto. Me recuesto de la columna para fumar-
me un cigarrillo. De paso, miro a la mujer. Está fregan-
do la ropa en la batea, debajo del enrejado de parchita.
Gracias a dios, está callada y suspira. Fabricio está arri-
ba durmiendo. Dice que está fastidiado, que ya no
aguanta. ¿Por qué tanto tiempo encerrado sin hacer nada?
¿Para qué quieren a dos combatientes en reposo? ¿Ah?,
¿ah? Se han olvidado de nosotros. A mí me ofrecieron
llevarme para arriba hace más de un mes. ¿Qué es lo
que pasa, entonces? No lo dejé terminar, bajé corriendo
las escaleras. No quería contagiarme con su desespero.
Volví a buscar los cigarrillos rubios, esos que saben a
mierda, entonces lo encontré acostado, dormía.
La niña me pide el pañuelo, lo saco del fondo del

61
 

bolsillo del pantalón, pero está mugre y se lo digo. Me


lo arranca de las manos. ¿Está lleno de mocos? No, le
digo, está sucio de sudor y tierra. ¿Qué edad tendrá?
Aunque es pequeña y flaquita tiene cosas de persona
mayor. Lo agita en el aire y da dos pasos atrás. Me
abalancé sobre ella que corría hacia la reja.
Fue entonces cuando los vi.
Se estaban bajando de los carros y tenían las metras
agarradas de cualquier forma. Me faltó el aire y la boca
se me abrió. Volé escaleras arriba. De una patada le-
vanté a Fabricio de la cama. No tuve que decirle una
palabra porque ya sacaba las ametralladoras del esca-
parate. Nos acomodamos en la ventana, de rodillas. La
vieja agarró a la niña y atravesó el patio gritando.
Los hombres se escondieron detrás del muro de la
entrada, otros en la acera de enfrente. Un negro con
bigotes se puso a jamaquear a la mujer, le decía cosas,
la mandaba para el carajo y ella lloraba y se tapaba la
cara con el cuerpo de la niña. Las metió en el carro a
empujones. Estaban emboscados, pero oíamos sus vo-
ces que decían entréguense, salgan de ahí, criminales,
asesinos, los vamos a ma…
Fabricio y yo disparamos al mismo tiempo. Forma-
ba un escándalo cada vez que el tiro le salía bueno. No
sé cómo podía armar esa alharaca. Yo tenía la boca tan
seca que respirar me hacía daño. Los brazos se me
estaban poniendo duros y el dedo lo tenía hinchado de
tanto y tanto apretar el gatillo. Al negro le anduve cerca
dos veces, era el único que disparaba con ganas. Ellos
también estaban cansados. Por unos minutos dejaron
de echar plomo. Fui arrastrándome hasta el baño y le
pegué la boca al tubo hasta apiparme de agua y mojar-
me la camisa. Fabricio seguía gritando, y eso que había
pasado tanto tiempo que disparar se había convertido
en una rutina. Porque nosotros seguíamos vivos y ellos
también.
Cuando volví al apostadero levanté la vista hacia el

62
 

cerro. Había gente en los techos. Estaban todos inmó-


viles y el sol les brillaba en la cara.
Quieren ver cómo mueren los machos.
Otra vez las balas pegaban en las paredes, reven-
tando el espejo y los vidrios. Fabricio se había callado.
Me volteé para preguntarle cómo estábamos de muni-
ciones. Coño, a éste le dieron.
Quedó con la cabeza en la cama y las piernas abier-
tas junto a mis rodillas. Echaba sangre por la boca y
por un cachete agujereado. Después recibió una ráfaga
de frente y quedó de un todo extendido. Me tiré al
suelo abrazado del arma. Lo jodieron, lo jodieron. Coño,
quién lo iba a decir.
Por los gritos entendí que a mí también me creían
muerto. Solté la bicha y le saqué la pistola a Fabricio de
la cintura. Agachado llegué al baño. Salté por la venta-
na, cuando caí me rompí la boca y la sangre me refres-
caba los labios. Rodé por el barranco que terminaba en
la calle. No sé cómo me metí en un carro. Al chofer le
pegué el cañón por el hombro. No recuerdo ni su cara
ni su voz, sólo que rodábamos y oíamos las sirenas
cada vez más lejos.
Todavía me pregunto por qué esos desgraciados no
metieron una patrulla por detrás. A lo mejor no cono-
cían el sitio preciso de nuestro escondite. Es la única
explicación lógica que se me ocurre. Aunque después
tuvieron tiempo de rodear la casa, de pedir refuerzos.
Era mi día de suerte, ¿qué otra cosa si no?
Al tipo del volante le pedí que me dejara por Puen-
te Anauco. De allí me fui caminando hasta lo de Artu-
ro, tres cuadras repitiéndome que si Arturo me faltaba
yo estaba listo. Pero Arturo tuvo valor. Me empujó len-
tamente hacia la cocina y de ahí al garaje.
—Tú estás loco, muchacho, andar por la calle con
esa pinta y con la camisa manchada de sangre.
Yo, por mi parte, ni cuenta me había dado, lo que
tenía presente era el cuerpo de Fabricio paseándose

63
 

por las calles de Caracas envuelto en una sábana, quién


sabe si en una ambulancia o en la misma patrulla, es-
coltado por un bojote de hijos de puta. Es mejor morir-
se allá arriba, de seguro que los compañeros lo reco-
gían a uno y abrían un hoyo sin tanto trajín de muerte.
Pasé la noche en el garaje, dentro del carro. Soñé
que Fabricio y yo tomábamos cerveza en lo del ale-
mán. Tenía la boca llena de espuma y me contaba cómo
había salvado la vida en el combate de Cerro Negro. Al
final le faltaban las palabras como si repentinamente se
hubiera quedado mudo. Entonces yo le decía que era
por culpa de la espuma esa; con la servilleta le restre-
gué la cara. Sentí sobre mi mano un peso terrible. El
mozo me jalaba por la manga de la chaqueta.
—Deje quieto a ese hombre. ¿No ve que está muerto?
A las seis Arturo me despertó. Traía galletas de soda
y varias botellas de coca cola. Me dio un maletín con
ropa limpia.
—Vámonos de una vez. Aquí en Caracas no hay
una sola concha segura.
En la Panamericana terminé de despertarme.
—Ahora échame el cuento que no tuve tiempo de
leer el periódico.

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 .  

L a veo venir. Es que tiene que venir, no pue-


de ser de otro modo. Las cosas van de mal en peor,
pero eso no importa, o sí importa. No tengo que pen-
sar en el presente. Debo mirar hacia el futuro.
Vamos a superarlo todo. Hay tiempo. No desespe-
rar. Esa debe ser la consigna… Al mundo lo veo como
una estrella, como la estrella de la boina azul del hom-
bre aquel de las barbas y estoy convencido (si existiera
una palabra mejor para expresar las convicciones) de
que veré a Marcos a Ramón y a Fabricio pasearse por la
estrella, darle la vuelta a los cinco picos, pararse en las
esquinas, saltar y reírse y lanzar papagayos a otros pla-
netas. Puede que también yo esté allí con ellos desen-
redando el pabilo, haciendo saltar polvos de luz para
que tú, Fabricio, los soples y manotees y digas que no
me entiendes. Pero no importa porque igual soy de los
tuyos. No me vayas a dejar de lado.
Fabricio ya está muerto, dicen que se defendió como
una fiera. De dos a cinco duró la balacera. No me ex-
traña, desde hace tiempo habías hecho la lectura divi-
na de tu muerte con balas y con gritos.
Marcos, Ramón y yo leímos la noticia allá donde tú
nos dejaste. Ese día no hubo tertulia, ni ducha, ni comi-
das. Hicimos guardia en la cocina para que nadie an-
duviera en las hornillas. El reglamento del Pin por un
día se fue a la mierda.

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66
 . 

Q … uerido Pascual, me dices que aguante, me


pides paciencia. «Te faltan pocos años», repites. Parece
tan simple… es cuestión de engañarse, ir cada una de
las tardes de dos años más con la porción de palabras
que sobraron del día anterior, o tal vez, repetir sin re-
mordimiento las que se habían dicho ya desde hace
tanto tiempo; ir de regreso con la pasada estupidez,
presentarla como estreno, convencidos, seguros de que
la estupidez aguarda, por obra y gracia del divino mis-
terio de la sapiencia, ser multiplicada cotidianamente,
cada tarde, cada día… ¿Qué hago yo aquí? Es una ne-
cesidad y por ahora no hay salida: hay que terminar la
carrera, cuando termine seré más libre. Ahora es la fa-
milia, la comida, la luz, la casa; pero, ¿tendré de verdad
más libertad?, ¿alguna por lo menos? Al final, ¿haré lo
que deseo?…
Tengo la impresión de que no puedo seguir en esto,
me he metido en algo que no fue hecho para mí, son
dos años en que por la plata que está allí esperándote,
detrás de la carrera, del título, me hundo en esa inmen-
sa y desbordada porquería. Es cierto que había estado
antes aquí, más tiempo que ahora, pero como tran-
seúnte, como huésped. Mi problema era otro. Fue en
aquel tiempo en que trabajar y estudiar quería decir
estar en otro asunto. Era estar con ellos, ayudarlos para
que la idea se realizara. Ellos se han marchado, a la
montaña, a la cárcel, sí y también, sobre todo, a la

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

muerte. Ustedes están en otra parte y yo estoy aquí


sola amarrada por la sensatez a la subsistencia de la
familia, a todos los días de la vida… «debemos dar nues-
tro apoyo a la clase obrera, este paro significará el lo-
gro de las reivindicaciones por las que luchan desde»…
«si logramos que la escuela deje de funcionar tendre-
mos tiempo suficiente para dedicarnos de lleno a nues-
tra tarea renovacionista, no debe asustarnos el fantas-
ma de la pérdida del año»… «pedimos a los estudiantes,
al personal docente, administrativo y obrero que se con-
centren en la plaza del rectorado, la manifestación sal-
drá para el Congreso a la diez. La universidad necesita
mayor presupuesto»… «no te dije que si apoyábamos a
los obreros las elecciones eran nuestras»… «cinco pro-
fesores nuevos que en las elecciones del consejo res-
ponderán; no creas, hubo un momento en que pensé
que por este lío de la renovación no íbamos a poder
graduarnos, este decano se las sabe» (…) «mire, doctor,
yo se lo dije, dos manifestaciones más y tenemos el
presupuesto; pero perdone que le quite su tiempo, us-
ted va saliendo, no se olvide lo que le propuse, el dine-
ro para crear el departamento… sí, eso, tenemos bue-
na gente para incorporarla. Esto del presupuesto ha
sido nuestra gran victoria»…
La banda está bien organizada, empleados, profeso-
res, decanos, un rector general: los atracos son legales.
Pero hay que seguir día a día porque te quedan los
estudiantes. Toda la energía, el valor, la pureza de la
juventud, que de repente se te caga encima; y suben,
bajan, voltean y revoltean los nombres de los miem-
bros de otra pequeña banda que se encarama a expen-
sas de la anterior: pero no, esos son los dirigentes estu-
diantiles, queda la base, limpia y pura, sin haber sido
penetrada por la burocracia, y la buscas: rememoran el
pasado glorioso, se te burlan de «los cuatro bolsas que
todavía tienen las bolas de ser guerrilleros», y te hablan
de sus exámenes, y te dicen que harán un homenaje a

68


Ho Chi Minh, y que irán a una discoteca, y que la reno-


vación es un pequeño paso a la revolución, y que el
Che fracasó y que hay que sobrevivir porque la cosa
está difícil, porque la izquierda fracasó, porque la lu-
cha armada es una aventura, porque el partido tiene
razón, porque no hay condiciones. Son una partida de
hijos de puta que se han vestido con ropas prestadas,
porque es cómodo ser estudiante, ser pequeño bur-
gués y ser militante de un partido de izquierda. Se pre-
paran para el momento en que les toque integrarse a
las nuevas bandas de rectores, profesores, gerentes,
directores de investigaciones científicas, diputados: se
preparan para el asalto definitivo.
Uno se pregunta si será capaz de volver al pupitre
habitual y esperar que algún profesor siga dos años
más, repartiendo renovadísimos saberes y oyendo los
brillantes descubrimientos de dos o tres figuras intelec-
tuales que desde sus puestos sueñan con el Inciba, re-
cuerdan la última fiesta de los Otero Silva donde al fin
pudieron conocer nuestro premio Seix Barral y se exas-
peran porque alguna figura opaca menciona la palabra
compromiso.
Mientras tanto, es cierto, hay que sobrevivir en el
convencimiento de que aun cuando se esté 24 horas
en la universidad, no hay más nada que buscar en ella,
sólo título y mierda. Tratas de escapar a como dé lugar
y piensas en Cuba y recuerdas diez años de exaltación
revolucionaria y radio Habana lanzándote cada vez más
fuerte hacia la guerra y no entiendes el lenguaje nuevo,
unificar los partidos comunistas y la zafra del 70 y los
discursos. Tal vez en 20 o 30 años la revolución llegará
a Latinoamérica. Y así cada día te vas llenando de más
odio y ves cómo se van cerrando, una a una, las puer-
tas; te alivia que todavía hay gente en la montaña, y te
duele que no tengan botas, y no contestas a la burla
que te hacen por lo de Agua Linda, no encuentras dón-
de meter tu vergüenza cuando es el mismo Edgar quien

69


te dice «la mierda del último guerrillero que participa


en la toma de Agua Linda vale más que todos ustedes
juntos»… y te sientes incluido en el ustedes por haber
callado y te dicen que hay que ser irreverente, altane-
ro, y te indignas porque dicen que los versos de Alon-
so Palma son antipoesía, que son panfletos, que están
comprometidos, y te revuelves y tienes que seguir ca-
llando toda la tarde, dos años más de tardes en silen-
cio, por el título, por la plata, por la mierda…
Vale,

Carmen

70
 . 

T engo veintiséis años. Me lo repito a cada rato.


Cuando acaricio a mi hija, cuando leo un libro y algo
me golpea, cuando en la calle algún hombre me mira,
cuando me acuesto, cuando me levanto, cuando son-
río, cuando no sonrío, cuando estoy desolada y me
lamento, cuando, frente a la estantería, me detengo y
digo: le recomiendo este libro. Cuando la mercancía
vuelve a su sitio y sé que definitivamente esa comisión
no me la he ganado.
No, porque tengo veintiséis años y no me sale reco-
mendar libros, ni máquinas de escribir, ni loza, ni vaji-
llas, ni aspiradoras, nada de lo que es vendible e inser-
vible.
Mi madre era una lavandera zamba, mi padre un
campesino blanco. Yo soy una india pequeña, delgada,
que conoce la ira, el odio, el desprecio, que ejerce to-
das las cosas terribles, con una voz dulce, humilde,
mantenida.

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72
 .   

— A ños que no nos veíamos.


—Dos, me parece –dijo Ramón arreglándose la pul-
sera del reloj.
—Quién se iba a imaginar que pasarían tantas co-
sas. Marcos otra vez preso. Y ahora por mucho tiempo,
por mucho más tiempo de lo que él pudo imaginarse.
Pero el tiempo pasa, hasta más rápido de la cuenta.
Fíjate en estos años… las cosas realmente graves ocu-
rren en horas, bastan unos minutos. El hombre puede
joderse en un instante. Un ratico y listo. Ya todos so-
mos diferentes, por lo menos casi todos. Algunos no
tuvieron oportunidad de cambiar, no se les dio ese chan-
ce. Fabricio, Javier, Pluto. Otros la tendrán un poco
más adelante. Por ejemplo, Marcos, y eso porque está
preso. En una cárcel la mora está suspendida, suspen-
dida hasta la salida. Afuera, unos traicionan, unos se
entibian, a otros los entibian a fuerza de coñazos, me
refiero a las circunstancias, ellas son la causa, no hom-
bres y mujeres particulares. Unos cuantos se han tras-
tornado, las almas más puras, por supuesto. Los más
andamos por el mundo como meteoros por los cielos.
Lola dice que pertenecemos a una generación tristona
que se alimentó en el heroísmo. ¿En o del heroísmo?, le
pregunté. Ella me insultó en forma, yo la perdoné por-
que una mujer sin mano no se anda con sutilezas filo-
lógicas. Pero valía la pena discutirlo. Valía la pena. Miró
el vaso de Ramón.

73
  

—¡Tómate tu trago, pues!


Pascual pidió otra vuelta de cerveza. Ramón pensó
que por lo menos él todavía no estaba pasado de tra-
gos. Pascual estaba exaltado por las cervezas y por todo
lo demás. Sabía que le había ido muy mal desde que
salió de la cárcel, líos y más líos, pero lo de la mujer
había sido el tiro de gracia. Una historia triste. Y eso
era lo que estaba en el fondo del alcohol.
—Mira, ¿tú sabes lo que pasa? La realidad, las cosas
concretas, lo que no está dentro de uno. Bueno, eso es
sencillito. Sencillo. Todo lo demás, lo que nos da vuel-
tas aquí dentro –se golpeó la cabeza con los puños
cerrados–, eso sí es complicado, es una verdadera vai-
na. Lo jode todo.
—Ahora me pides otra –señaló el vaso melancólica-
mente–. ¿Y el Flaco y Marco Polo?
—Están jugando dardos –respondió Ramón.
—Dardos son los que yo tengo aquí clavados.
Se acarició la cabeza y la fue bajando lentamente
hasta agarrarse el pecho por encima de la solapa. Ra-
món recordó que nunca antes lo había visto con flux y
corbata. Se veía extraño acicalado para una fiesta que
no se iba a dar.
—Coño, ya ni sé dónde me quedan las maquinitas
infernales, la otra y la de los sentimientos. ¿Te acuerdas
de Guerrita? Siempre hablaba de los sentimientos. Qué
tipo más huevón. Él también se jodió: hizo un curso de
IBM y usa medias blancas… ¿Se me nota que estoy
borracho? ¿Ah, ah?
Arrojó la colilla. Ramón acercó la cara a Pascual.
—Sólo si se te mira de cerca. Estás completamente
bizco. ¿Por qué no nos vamos? Es tarde.
—Estas fastidiado, quieres dejarme solo. Sí, herma-
no, es así. Yo no soy un tipo divertido. Está bien, vete
de una vez.
—No es eso.
Pobre Pascual, se dijo Ramón. Él, que parecía tan

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  

cuerdo, un tipo noble y generoso en el fondo. Todavía


noble y generoso. Pero estos últimos años han sido
duros. Una generación triste, según Lola. No, esta gene-
ración no tiene nada que ver con la tristeza, es mucho
peor que eso. Somos bastante más infelices. Algo o al-
guien, quién puede saberlo, nos ha bajado el lomo has-
ta el piso para hacernos morder mierda. Éramos gigan-
tes, unas estrellas. Creíamos en tantas cosas: no creemos
en nada. ¿En qué creerá Pascual? Qué será lo que lo
mantiene dando vueltas por los bares, llorando abraza-
do de los amigos, renegando de todo, dándole vueltas
a las mismas historias. Si por lo menos lo hubiera deja-
do todo. Si se hubiera olvidado de todo esto, se habría
conseguido un buen trabajo. Él podía hacerlo. Tendría
familia, hijos. Se diría que no hizo la revolución, mala
suerte, pero estoy viviendo lo mío, tengo tranquilidad.
No tiene fibra para eso. No es un canalla, menos que
muchos de nosotros. Quisiera hacérselo comprender.
No vale la pena, ya no tiene consuelo. Mejor termino
de emborracharme. Emborracharse con un amigo es un
deber, mucha virtud para quien lo cumple.
—Vale, tráeme una cerveza con un chorro de whisky.
El mozo bostezó, miró con desgano hacia la entra-
da. Seguía llegando gente. De la sala del fondo se oían
los gritos de Marco Polo. A Ramón le pareció que nun-
ca había salido de allí, que había nacido en esa cueva
agria, llena de humo, de sudor rancio. Nunca se iba a
acabar esa noche, él no conseguiría la fórmula para la
despedida, ninguna apropiada y de todas formas eso
estaba descartado. Su mujer y sus hijos lo esperaban en
una casa real, en una vida que era su vida, toda la vida
que le pertenecía. Esas luces, esas ventanas, esas cabe-
zas inclinadas, que esperaban por él, que era toda, toda
la vida de ellos, eso había desaparecido. Ya no esta-
ban, como habían estado siempre, en esa calle aireada
y fresca a ocho cuadras de allí. Estaban lejísimo. Debía
estar corriendo hacia las proximidades del fin. Ellos

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  

lloraban y lo llamaban. El brazo de Pascual lo apretaba,


le agarraba el cuello y le decía: tú sí, Ramón, tú sí eres
un gran tipo, un amigo grande, un hombre feliz, qué
gran aspecto, un hombre que ama y lo aman, vida fe-
liz, cosa fácil. Te seguirán amando hasta después de la
muerte, un carajo inmortal. Naciste con ese don, tienes
ese sino. ¿Te acuerdas? Marcos decía sino, qué mal sino
o qué buen sino. ¿Te acuerdas, verdad? Dime que no lo
has olvidado. No te vas a olvidar del pobre Marcos. Te
juro que yo no lo olvido. Preso y sin sus amigos que
somos nosotros, tú y yo. Sobre todo este borrachito
que soy yo.
Ramón no le quitaba los ojos de esa mano aferrada.
De repente quiso besársela y llorarle encima, lamérse-
la, a él que estaba solo y perdido. No iba a hacerlo
porque era un borracho inhibido, porque no quería
que llegara Marco Polo o el Flaco y fuera a decir que él
como que era marico. Pascual se le caía encima, apre-
taba los ojos con fuerza. Pedía que le llamaran a Lola,
quería pedirle perdón.
He debido emparejarme con ella, decía. Ella manca
y yo impotente. ¿Es que ustedes no saben que los alco-
hólicos se vuelven impotentes? Se les entristece el miem-
bro, triste, chorreado, debilucho. Esa sí que no me iba
a abandonar, esa no es ninguna puta como las otras. Lo
exprimen a uno y después, ay, mi amor ya no te quie-
ro… me harté.
—Cállate, cállate de una vez.
Ramón tiró el vaso, sacudía la mesa, pedía silencio.
Pascual se reía y repetía, ay mi amor, ay, ay mi amor.
Salieron a la calle y orinaron junto al carro. Marco
Polo los acompañó y abrió la puerta y cayeron en los
asientos y allí amanecieron.

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 . 

— C reías que me había muerto?


—Te hacía de viaje.
—¿Y dónde se suponía que debía estar? ¿En París?
—Más o menos. En París o en algún sitio parecido.
De pronto sintió que le apretaban los zapatos, que
alguien la empujaba. Demasiado sol, por lo menos una
hora más de calor y ella sudaba. Pascual la empujó
hacia el toldo del café.
—Estás muy desmejorada… ¿Seguiste estudiando?
¿Te graduaste?
Una sensación desfigurada de la tristeza, en un punto
entre los pómulos y los ojos y la piel de la frente; más
abajo, junto a la boca, en una sonrisa dócil, paciente y
despectiva; en la mano abierta, pegada de la sien, bus-
cando la sombra. Hubiera querido decirle: «Usted tam-
bién, señorita. Usted también perdió la pureza». Pas-
cual miró la boca ancha, el sudor encima de los labios.
Ella supo que él pensaba cosas. Le echó una mirada
torva. Dio vueltas a las llaves sobre la palma de la mano
y luego bajó la cabeza.
—¿A dónde vas?
—Vengo del trabajo. Ya me iba para la casa… No
me gradué. Estoy trabajando en la librería que compró
Marcelo –habló como si recordara que habían quedado
unas preguntas en el aire. No era pura cortesía, se ha-
cía necesario explicar en qué se anda.
—Mira, vamos a entrar aquí.

77


—Está bien.
Desde la barra lo saludan. Él levanta dos dedos a la
altura de la oreja. Hace un gesto, un saludo frío.
—Supe que estuviste presa cuando aquel lío de las
armas de Adolfo. Después saliste, ni me buscaste ni le
escribiste a los muchachos.
—Adolfo resultó un gran hijo de puta. Nos enredó
con sus cuentos del contrabando de armas y resulta
que ya había pactado con el gobierno… una cuestión
de plata. Caímos quince y él salió para Madrid. Los
muchachos se llevaron un gran chasco.
—Lo que no entiendo es por qué dejaste los estudios.
—Ya no podía. No puedo ahora y tampoco más
tarde. ¿Para qué?
—Seguro que andas en otro enredo y por eso no
volviste a la universidad.
Pascual la miró con impaciencia. Piensa en la histo-
ria larga, incomprensible. Pero ella tropieza el vaso con
la mano y calla. Él se adelanta para impulsarla a hablar
con su movimiento. Ella tiene una mueca burlona. Le-
vanta los hombros, los deja caer.
—Pascual, panita, pide cigarrillos. ¿Sí?
—Aquí tengo. ¿Qué te pasa?
—¿Sabes? Estoy contenta de verte. Hace un mes me
encontré con Ramón, andaba con su mujer y dos ni-
ños. Entró a la librería y me pidió Papillón. ¿Sabes lo
que hizo cuando se dio cuenta de que era yo? Se llevó
la familia a rastras. Ni siquiera me saludó. Pobre Ra-
món, pensó que yo sería capaz de recordarle cosas del
pasado, que le iba a pedir algo…
—¿No estarás exagerando? A lo mejor no te reconoció.
—Yo no me hago ese tipo de ilusiones a estas altu-
ras. Claro que me reconoció. Hubieras visto su cara…
No te pongas bravo, pero yo estaba segura de que ha-
rías lo mismo, de que tú también te harías el loco. Te
había visto desde la esquina. Decidí cruzar para evitar-
te el mal rato, pero no se qué me impulsó a seguir por

78


la misma acera. Una pequeña duda de que a lo mejor


no harías lo que esperaba que hicieras.
—¿Cómo pudiste pensar?…
¿Por qué no? Darle la espalda, eso no lo haría, pero
él le había dado la espalda a tantas cosas que no pue-
den tocarse con las manos, pero que eran reales, que
tenían nombres de grandes circunstancias; por culpa
de ese asco que provenía de él mismo y después iba y
volvía de todo, hacia todo.
—Me equivoqué, discúlpame.
—Traiga dos lisas –encendió un cigarrillo, con una
mano sostuvo la otra.
—A Marcos no he vuelto a verlo desde hace más de
tres meses. Estoy harta de visitar presos, harta de sus
chismecillos, de todas esas pendejadas. Harta. ¿Entien-
des? ¿Por qué no volví a verte? ¿La gente de arriba? Al
carajo con todos.
—Carmen… por favor –dice– no sigas hablando así.
Alrededor, las mesas vacías, un muchacho secando
los vasos, el ruido del ventilador, la voz de Carmen.
—A los dos meses de salir de la cárcel estaba otra
vez empaquetada. Saltando de un lado a otro. Con
dudas. Porque yo siempre las tuve… la efectividad de
lo que estaba haciendo: lleva a fulanito para tu casa,
guarda estas armas, busca una concha, medicinas, pa-
ñuelos, que a los de arriba también les da gripe, un
trabajo archiclandestino. Una farsa: una infinidad de
movimientos inútiles. Resultados nulos… Después, des-
pués apareció un hombre: ofrecía ayuda técnica a la
organización, fabricación de bombas, armas, qué sé yo
cuántas cosas más. Un tipo medio genio. Lo conocí y al
mes estaba ya enredada. ¿Entiendes? Se ganó poco a
poco la confianza de la gente… Yo lo quería mucho.
Por una vez casi feliz, me decía. Estábamos de acuerdo
en casi todo: la política, el amor. Pero tenía un carácter
atroz, se exaltaba, perdía la cabeza, el más mínimo error
de los muchachos lo enloquecía de furor… la relación

79


iba de mal en peor. Yo no podía soportar y me enarde-


cía. Pensaba que era mejor esperar, que había todavía
una oportunidad de ser feliz, las cosas mejorarían más
adelante. Y no mejoraron. Un día discutimos, entonces
se buscó a Marcelo, le pidió que le consiguiera un con-
tacto, alguien de jerarquía. Le dijo que un militante lo
había insultado, y eso no lo podía tolerar, de tal mane-
ra que, o salía el militante o él no ayudaba más. Marce-
lo cumplió… a mí me expulsaron.
—¿Y Marcelo se presto a eso?
—Él no sabía que se trataba de mí. Después quiso
hacer algo, pero le pedí que lo dejara así. No valía la
pena, ellos sabían que era un problema entre marido y
mujer, ¿entonces? Después vino a buscarme para co-
municarme la expulsión, no sin antes decirme que así
funcionaba el PCUS, lo que significaba que nuestra or-
ganización se estaba enseriando. Además, yo tenía que
seguir con él, puesto que aquel era un asunto político
y yo, si era una revolucionaria cabal, no debía mezclar
lo personal con lo político.
Pascual sacó la pipa. Un poco de picadura quedó
regada sobre el mantel.
—¿Todavía usas la pipa? –Carmen dobló cuidadosa-
mente la servilleta de papel. Levantó los ojos esperan-
do una respuesta.
—A veces, cuando estoy nervioso.
—¡Ah!
—Quiero decirte que no debes sentirte tan sola. A
mí no me ha ido mejor.
—Eso no me consuela.
—No, ya sé, pero por lo menos…
—Es tarde, tengo que irme. Hace tiempo que no
llego a la casa después de las siete. Se extrañarían, co-
menzarían a preocuparse.
—¿Volveremos a vernos mañana o pasado?
—No te levantes. Me voy sola.

80


Antes de salir se detuvo un momento. Miró hacia la


calle las luces de los carros. Levantó la cabeza. Llovía.
Se echó a correr.

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 .   

M e siento en el taburete. Pongo las ma-


nos sobre los libros. Me desanima pensar que alguien
pueda entrar en este momento. Siento un adormeci-
miento parecido a ese en que el instante único que
corre de aquí para allá se hace interminable. Así debió
sentirse él cuando recibió los tiros: uno en la mejilla,
otro en el cuello, y después toda la sangre con sus
mordidas y sus latidos. El techo, los vidrios rotos, las
luces, las estampidas, una espiral de humo que borra
los gritos, Loco, Loco, Loco… te jodieron, te jodieron.
La memoria apagada de esos Loco, Loco, Loco. Acuér-
date, acuérdate, si todavía tienes corazón no lo olvi-
des. ¿Y después? Nadie podrá decir que dejó de sentir
miedo.
La vieja dijo que ella no recordaba que tuviera los
ojos tan negros, parecía que se le hubieran quemado
por dentro. No lo reconocía, no era tan blanco, no tan
blanco, ni tenía esa frente tan estirada, pero sobre
todo los ojos. Madre mía, qué oscuridad, qué negrura.
Tenía la camisa rota, una camisa negra. Se le veía el
tatuaje, la culebra, la estrella, las letras. Tenía los pies
grandotes, con las medias azules. Las manos no se las
vi. Como nos dieron un permisito corto no pude echar
más que una mirada. La vista se me iba para la cara.
Me daba angustia, desespero. Un ratico, decía el poli-
cía. Ya se acabó. Ya vieron bastante. Sálganse, pues…
Me agarraron por un brazo. Sí, lo miré enterito cuan-

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  

do me empujaron para la puerta. Dios Santo, si ese


muchacho era hijo mío. Allá afuera me abracé a Zo-
raidita, la pobre.
Eso es mejor que irse amargando de a poquito, co-
rrerse las sábanas por el cuerpo, buscarle acomodo a la
cabeza, ablandar la almohada con el puño cerrado, ho-
jear un libro y otro, apagar la luz, prenderla, correr a
lavarse la cara, apartar la nata con la cucharita, tomarse
el café con leche, esperar el ascensor, en la esquina
hace frío y tengo que comprarme un suéter, gris o ne-
gro, que vaya con todo. En la librería Marcelo se encie-
rra en el depósito, se quita los anteojos, suspira en bal-
de. Amontona los libros, los cuenta. Vuelve a empezar.
Me da vueltas. Se decide.
Malas noticias. Cipriano vendió el fusil y el revólver
para comprarse un pasaje. Se fue, está de lavaplatos en
Cincinnati.
¿Dónde?
En Cincinnati.
Ah…
Mira, Marcelo, mejor revisamos estas facturas.
Nos llevamos las manos a la frente, al mismo tiem-
po. Sonrío. Si por lo menos fuera más risueño.
Sí. Busca las facturas.
En las noches salimos con desgano. Nadie nos es-
pera. Somos nosotros los que esperamos algo, alguien…
La última experiencia no me ha enseñado nada. Sigo
creyendo que alguna vez podré ser… me da vergüenza
pronunciar esa palabra, aunque no la diga la tengo, la
llevo dentro. Me dan ganas de correr al medio de la
calle, gritar, pedir por favor, por favor, que alguien me
ayude, que no sea nadie como Pascual, o Marcelo, nin-
guno como ellos, un hombre ingenuo al que todavía
no le hayan desollado el lomo, después, cuando eso
ocurra, ya veremos. Pero que sea ahora, ahora que to-
davía puedo… Hoy, pronto: un hombre estúpido que
todavía pueda creer que creer vale la pena, y si no lo

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  

vale, no importa porque en el límite se puede volver a


empezar si nuestro amor cambia. Si nuestro amor
cambia.

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86
 . 

P ascual:
La semana pasada estuvo Carmen a verme. Me dijo
que ustedes se habían visto un par de veces y me con-
tó de lo que hablaron. También por otras vías he teni-
do noticias tuyas. Nada alentadoras, por cierto.
No te había escrito antes porque hasta ahora no
tuve una posibilidad segura de hacerte llegar mi carta.
Hermano, no te calientes por lo que voy a decirte aho-
ra, yo sé que no te gusta que se metan en tus asuntos
pero creo que los años que pasamos juntos y la amis-
tad me permiten que te recuerde ciertas cosas. Como
sabes, de nuevo estoy preso, sin embargo el tiempo
que pasé fuera, incorporado al trabajo de la organiza-
ción, fue suficiente para comprender que la situación
del movimiento rev. no era la que yo me esperaba.
Sabía que era mala, pero nunca la creí así. La evidencia
misma es que apenas a un año de libertad ya estoy de
vuelta a la cárcel, por una acción intrascendente y por
una delación suficientemente pendeja. Estuve cuidán-
dome hasta donde fue posible. Nuestra desorganiza-
ción, falta de método y desesperación llega a tal punto
que te encuentras imposibilitado para adoptar medi-
das clandestinas. De manera que aunque estés cons-
ciente de todo eso y de que la única forma de estar
seguro es echándote a un lado sin hacer un carajo,
haces lo poco que te toca hacer porque crees y crees,
y no puedes dejar de creer. Yo sé en líneas generales

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

los problemas que tuviste con la organización y conoz-


co bien los de Carmen.
Pero me parece que la actitud que han asumido no
es la más correcta. Por una parte, Carmen no hace un
carajo más que hablar pendejadas y, de paso, rememo-
rar el pasado. ¿Y tú? Según me han dicho, fuera de
beber aguardiente con el dinero que te da tu padre,
que al parecer prefiere verte alcohólico y que te con-
viertas en un mantenido a que tengas que ver con la
revolución, nada, nada. Pero, eso sí, recuerdas también
las glorias pasadas. ¿Es posible que tu vida termine en
toda esa basura? Dile a tu padre que te busque un tra-
bajo en la Contraloría o en una de esas vainas. Búscate
una burguesita y te casas, para que te pongas a la par
con Ramón. Mejor no, háblate con el rector, tu viejo y
él son amigos, que te consiga una beca en París y te
vas al carajo, a hacer la revolución en el fulano Barrio
Latino, ese del que tanto hablaba Fragor; en los cafés,
con océano de por medio. Pascual, eres una mierda.
Me imagino que terminarás del brazo con Fragor como
en los buenos tiempos.
Sí, ya sé que estarás pensando que es el colmo que
te diga esto después de que te quitaron la mujer, sobre
todo porque fue Andrés, que para colmo es jefe. ¿Y
qué pasó con Isabel? ¿Te la quitó alguno de los nues-
tros? ¿Y ésta qué? ¿Crees que le pusieron una ametralla-
dora en el pecho para que abriera las piernas? Lo que
pasa es que las mujeres que has tenido las escogiste
por el culo. Los culos te conmueven.
No defiendo a Andrés. Es un gran carajo, ya lo sé y
también sé que ese y otros problemas no se van a solu-
cionar convocando una reunión. Lo que quiero que
entiendas es que en el bar no vas a resolver nada. ¿Ol-
vidar? Ya no puedes.
Búscate a Marcelo, trata de hacer algo con él y con
la gente que lo rodea, o haz algo por tu cuenta, pero
haz lo que sea. Es duro volver a empezar, partir de

88


cero, pero no hay otra alternativa. No te gusta, ¿verdad?


Después de haber sido dirigente convertirte en un re-
volucionario oscuro que hace trabajo de ratón. Si no
puedes apartar tu orgullo y tu sentimentalismo, y co-
menzar desde el principio, entonces búscate unas pu-
tas que trabajen para ti, métete a chulo, pero no se te
ocurra decir jamás que alguna vez te interesó la política
y mucho menos la revolución.
Sin olvidar que gran parte de mi formación te la
debo a ti, y que fuiste tú quien me ayudó a aclarar mis
ideas y a no dejarme reventar bajo ningún respecto, te
saluda tu amigo.

Marcos

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 . 

E l lunes me despierto a las dos de la tarde.


Casi todos los días a la misma hora, con la boca terri-
blemente amarga y una palidez pestilente en la cara.
Vivo como antes, solo. Con la diferencia de que ahora
la soledad no conduce a nada. Las tardes comienzan
despacio. Me baño y al afeitarme me miro en el espejo
para decirme que ya tengo treinta años, un destino:
cornudo, una vocación frustrada: el heroísmo. Después,
me vuelvo. Le doy la espalda al espejo.
De allí a la calle, a buscar gente. Tengo la impresión
de que me huyen como a un animal roñoso. Pero hay
quienes dicen que las tres primeras copas me sientan
de maravilla, me producen un humor chispeante, no
excesivamente cáustico, sólo ligeramente melancólico.
Al amanecer me balanceo entre botellas vacías y
claveles retorcidos, a lo largo de las aceras, por esas
calles de la basura. Entonces siempre me asalta el re-
cuerdo de cuando era niño y le escribí un poemita a la
maestra. Lo leyó despacio y al terminar abrió la boca.
Como si le costara un gran trabajo hablar, dijo: Tú tie-
nes mucho talento. Llegarás muy lejos. Yo la miro, como
la miré aquel día, con las sienes heladas, con una emo-
ción rojiza, púdica, paralizante. Rabioso me tiento la
cara, la sujeto para no perderla. ¡Tonto! ¡Tonto!, me digo.

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92
 .    

Y o estaba en la mezzanina despachando los


pedidos. Hacía un calor sofocante. Apoyé los paquetes
sobre la mesa y miré hacia la calle, por el color del cielo
supe que la tarde todavía no terminaba. La calle estaba
llena de sol y el ruido de los carros no cesaba. Entre
tantos cuerpos, una sombra familiar surgía: era Calatra-
va. Llegó desde la otra acera, casi corría, agitando la
cabeza hasta que me vio y lo saludé con la mano abier-
ta. Su pierna izquierda vacilaba, pero logró subir la es-
calera en dos saltos, sosteniéndola rígida en el vacío.
Se quedó parado frente al escritorio y respiró hondo.
—¿Marcelo?
—No está. Salió desde temprano.
—Mejor, vengo a despedirme de ti.
Lo había dicho con las venas repletas por el esfuer-
zo y con la forma obscena de la boca suspirante. Le-
vantó las manos a la altura del pecho, señalando hacia
afuera y hacia adentro, un hecho trascendente.
Yo no iba a fingir indiferencia, porque él no me iba
a creer y toda esa desesperación podía convertirse en
rabia.
—¿Qué quieres que haga?
Moví el rodillo de la máquina buscando un orden
apropiado. Uno puede llevar su obsesión a todas par-
tes, pero nunca hasta donde destruya a los demás. Ade-
más de lo justo y lo acostumbrado, ¿existía otra posibi-
lidad? Ser generoso. Ayudarlo en su trabajosa tarea de

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   

reconocer que había llegado, también para él, un mal


momento. Era simplemente una vida lo que estaba en
juego y no el destino del mundo, aunque hasta una
pequeña partícula… Yo debía tenerlo presente. Era una
pobre vida, una vida cualquiera. Se trataba de perma-
necer impasible y consolar.
Entró un cliente y él hizo girar suavemente la silla
hacia la pared.
Pregunté desde arriba:
—¿Deseaba algo?
La tentación de ser irónica era más fuerte que la
posible comisión.
—No, aquí no vendemos libros ocultistas, esos los
puede conseguir en la librería de la esquina, una que
tiene un incensario en la vitrina.
Calatrava encendió un cigarrillo y mirando fijo ha-
cia la pared dijo:
—Siempre con tus retrecherías.
Él no podía comprender esa forma de rebeldía. Con
frecuencia me había preguntado si eso no era un sínto-
ma de mi depravada decadencia.
Luego me miró y esforzándose por ocultar la ner-
viosidad, colocó un brazo sobre mi hombro y sonrió.
Recordé las palabras de Ramón. Calatrava es como
Pascual. Si deja de actuar está perdido. El pensamiento
los va royendo lentamente. Le dan demasiada impor-
tancia a la reflexión. Tienen una memoria evocadora,
nada racional, por lo menos confusamente racional, y
si no supieran pensar se pondrían a rezar. Calatrava es
menos melancólico, con menos recursos estéticos, y al
final son igualmente torpes para soportar una pasión.
El Che tenía razón. Los revolucionarios pueden tener el
corazón ardiente, pero la cabeza fría.
La silla crujió bajo su peso. Y cuando me vuelvo de
nuevo hacia él, su rostro me sorprende. No es el Cala-
trava de mil novecientos sesenta y dos, aquel que reca-
laba siempre en casa de Pascual, en ese apartamento

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   

que tenía vidrios por todos lados, porque antes había


sido de un pintor y los pintores necesitan mucha luz,
tanta como nosotros necesitábamos oscuridad. Era frío,
largo y estrecho, como un mausoleo en mitad del mar.
Era un sitio triste y allí nos reuníamos Pascual, él y yo.
Discutíamos interminablemente las tareas que nos to-
caría desempeñar. Habíamos decidido formar un pe-
queño equipo de ayuda para la gente de arriba. Marcos
me había escrito diciéndome que nuestra labor era de
las más útiles y que prácticamente no contaba sino con
ese aporte. Los cubríamos con medicinas, ropa, alimen-
tos y ocasionalmente con algún material de guerra.
Enviábamos información, materiales políticos y docu-
mentos. Al principio no veíamos la utilidad de esta ta-
rea, pero el Comandante insistía en la cuestión política.
Nos fuimos dando cuenta de que estaba en lo justo: la
formación de compañeros en armas era algo vital. Más
tarde recibimos una cartica firmada por el mismo Co-
mandante. Nos pedía prudencia: éramos la condición
de vida de su gente. Pascual había organizado un co-
rreaje mucho más eficaz que los hasta ahora existentes,
había probado que con una cierta autonomía era mu-
cho lo que podía hacerse.
Pero Pascual y Calatrava no abandonaban la idea
de la plata. Comenzaron a trabajar por su cuenta y ries-
go con otros compañeros. Levantaban poca cosa. Co-
menzó a regarse que andaban medio alzados. El Co-
mandante se enteró y fue entonces cuando mandó al
emisario: el trabajo paciente de casi un año podía ser
destruido en pocos días. No había dinero que pudiera
sustituir una buena labor organizativa. Ellos no com-
prendían esos llamados a la razón, ardían en deseos de
hacerlo todo, lo de ellos era echarse al ruedo de una
vez por todas, hacer algo grande, actuar ya, inmediata-
mente.
Pascual cayó unos días después del asalto a la base,
en parte por delaciones, pero su desesperación e indis-

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   

creciones permitieron que la policía le llegara sin mu-


cho esfuerzo. Calatrava tuvo que esconderse y como
sus relaciones con el partido iban de mal en peor, lo
dejaron medio abandonado. Su hermana y yo le busca-
mos una concha y después no paró de dar tumbos,
hasta que conectó con la gente del Comandante.
—Me despedí de Lola, de Mario. Bueno, de la gente
de uno… No fueran a creer que es una deserción, que
me voy por la puerta de atrás.
—¿Y ellos qué dicen?
—Lola estuvo al borde de la locura. Gritó traición y
cobardía. Me trató injustamente. De todos modos acep-
té. ¿Comprendes? Una vieja amistad y todas las demás
cosas. Mario entendió la situación de manera más pre-
cisa de lo que yo lo había hecho. Acusado de participar
en varios asaltos, de incendiar oleoductos, de homici-
dio… No te quedan sino dos salidas: irte o dejarte ma-
tar. Arriba ni pensarlo. Estás cojo. Sí, irte. Pero a los
hombres como tú se les exige mucho. Siempre más
hazañas. Entiéndeme, una muerte digna, una vaina so-
lemne. Dejarse matar no es una alternativa. Dejarse matar
es una decisión. Es como quedarse de este lado, sim-
plemente, arrechamente. Y me costaría toda una vida
explicártelo. Pero ahora déjame solo. Así me dijo y yo
salí y esa fue la despedida.
Mario se había convertido en un ermitaño, un sabio
silencioso y hosco y desconfiado. No era capaz de dar-
se un buen consejo, pero había dicho que morir no era
una alternativa sino una elección y eso me sonaba tan
moral y bíblico como la muerte de un héroe. Y yo
quise de nuevo ver su rostro y su frente estaba partida
por una arruga gruesa. Los párpados se cerraban bajo
la piel fina y húmeda. Era su modo de callar y yo tenía
el cansancio de una tarde interminable, perdida, inútil.
No sabía qué decir ni qué hacer. Léete Qué hacer, me
decían en la cárcel. Entonces yo quería llorar de rabia e
impotencia como quiero hacerlo ahora.

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   

Levanté las manos por encima del escritorio y pare-


cía no comprenderme. Lo que yo deseaba era acabar
de una vez por todas, creía que un gesto simple, algo
físico y contundente, podría por un momento devol-
vernos la razón. Se trataba de una vida, de la de Cala-
trava y también de la mía. Una tregua para mí también,
para no pensar y sobre todo para callar. Y frente a mí
otra cara. No la de ahora, ni la de mil novecientos se-
senta y dos, una diferente que sólo podía inspirarme
compasión y miseria, desconsuelo y vergüenza, y una
gran confianza en que aquella cara no podía procrear
más que nobleza y nobleza.
Todo eso me hizo sentir vieja. Con todo, intenté
mostrarme alegre y saludar.
Le acompañé hasta la puerta y allí me dijo:
—Te espero mañana en la noche. Pascual vendrá
por ti. Será una despedida en forma. Cena y vino. Pas-
cual invita, promete estar sobrio. Hasta mañana.
—Salud.

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 .   

C aminamos por la calle estrecha de los ba-


res, en la oscuridad con luces rojas y puertas cerradas,
con música de piano y guitarras eléctricas y voces ron-
cas y jadeantes que como no sé qué dicen me suenan
bien. Pascual me traduce: dar es la razón de mi vida. La
voz gastada vuelve a estallar como una grieta, hasta
que la puerta se cierra detrás de una pareja y yo me
digo qué rara me vería hablando inglés, me da risa y
vergüenza de sólo pensarlo. Calculo que deben de ser
cerca de las ocho y media, que la niña estará viendo
televisión. Pienso que debería estar en casa para acos-
tarla y que seguramente mañana habrá que rogarle para
que salga de la cama, pero no me atrevo a mirar el
reloj.
Al fondo una grúa grasienta cierra el paso. La brisa
sopla y nos refresca. Nos devolvemos. Hay que elegir
un sitio, dice Pascual, y Calatrava no oye porque se ha
quedado atrás encendiendo un cigarrillo. Los fósforos
se le apagan. Pascual saca el yesquero y quedamos los
tres juntos, pegados de la pared, iluminados por los
focos de un carro. Pascual con su chaqueta rayada y
sus manos temblorosas, Calatrava con su frente ancha
y pálida inclinada sobre la llama y yo con mi vestido
azul, rígido, recién salido de la tintorería.
Ya olvidé mi cansancio y los cuatro autobuses de la
tarde y los de la mañana. Cuántos habré tomado en
toda mi vida. Cuántos me faltarán por tomar. El día en

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  

que muera será bien triste, si es cierto eso que dicen de


que uno se acuerda de toda su vida, que la revive de
un solo golpe como si le estuvieran pasando una pelí-
cula a todo vapor, yo lo que voy a ver es un desfile de
autobuses y… y de muertos.
Entramos en un restaurant oscuro porque no había
que olvidar la condición de Calatrava. Arriba de la mesa
había unos botones de rosas rojas y los bordes de los
pétalos ya estaban marchitos. Pascual pidió vino y a la
primera copa comencé a sentirme despreocupada. Me
reí tantas veces como pude y a veces sin motivo y como
si estuviera pasando por una alegre temporada que de-
bía ser recordada. Ellos sonreían con menos alegría,
sus bocas se entreabrían en un proceso de composi-
ción de muecas, quizá por cumplido o porque no sa-
bían expresarse. Y todo se desarrollaba en una forma
convencional, como si eso no tuviera nada que ver con
nuestras antiguas vidas, lo sorprendente era que no las
habíamos olvidado, sólo nos estábamos portando se-
riamente y con cortesía y habíamos dejado nuestras
imágenes para que un espejo las atrapara y las conser-
vara por una noche al menos.
Pascual da consejos. Los papeles, el cuidado con
los documentos, precauciones, sitios que no deben dejar
de conocerse, dónde hospedarse, da nombres, direc-
ciones. Calatrava se retrae. Calla, acaricia las rosas.
Nosotros seguimos en silencio su juego con las espi-
nas, con el tallo, con los pétalos negros y arrugados.
Nos pasamos la mano por la frente, al mismo tiempo, y
acercamos nuestras caras a la suya, sin poder apartar la
vista de sus venas tensas en esa frente pálida, de ese
golpe que viene de adentro. ¡Dios mío, por qué tan
pálida! Una idea enorme y repentina que se alarga has-
ta la eternidad.
Reanuda la música. Y nosotros con voces tenues,
imposibles, hablamos afablemente de unos viajes pro-

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  

digiosos que debían sucederse en el futuro. Dije que


hacía un frío terrible y ellos me llamaron exagerada.
Calatrava se despidió. Los saludos estuvieron con-
trolados.
Pascual me pasó el brazo por encima del hombro.
Desde hacía algún tiempo nuestras relaciones estaban
marcadas por la irritabilidad, pero ahora me parecía
que podíamos caminar varias cuadras sin desajustes ni
medias palabras. De repente se detuvo y dijo: «Carmen,
ya yo no me vuelvo a enamorar». No pude contenerme
y le dije que a cuento de qué sacaba a colación seme-
jante estupidez. Me respondió que de allí provenían
todos sus males. No tuvo tiempo de seguir su discurso,
en ese momento pasaba el autobús y dimos una carre-
ra que casi nos revienta el bazo.

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 .   

D os semanas más tarde apareció muerto. Una


alcabala móvil había detenido el carro en que viajaba.
Pero no se trataba del viaje que nos había anunciado.
Ese lo había suspendido por motivos de conciencia.

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 .   

P ascual lleva más de una semana sin probar al-


cohol. Lo dice y se lo creo. El sábado fuimos a la playa.
Yo debo ayudarlo en su redención, lo hemos convenido.
El primer día fue lluvioso, frío, pero al atardecer la
claridad se hizo rosada. El domingo estuvo radiante,
un precioso domingo.
Él se mostró alegre y sereno, parecía regocijarse de
una calma hacía tiempo perdida. Pero hubo un mo-
mento en que yo fui cruel (dije: Quiero que tú entien-
das que cada día que pasa alejas las posibilidades, los
muertos en vida crecen y el vigor desaparece. Ya será
imposible que los vivos salven a los muertos. Todo
depende de que hagamos algo antes de que sea dema-
siado tarde) y en silencio tuve que reconocer mis cul-
pas y en silencio olvidé completamente su desolado
perfil, su cuerpo rígido y vigilante. Quien nos hubiera
podido englobar de una sola mirada, habría compren-
dido que era imposible sustraernos a nuestro propio
sobresalto y eso porque presentíamos el cansancio;
dudábamos, fatigados, de nuestros propósitos, de nues-
tros talentos para seguir adelante. Temíamos por todas
las palabras dichas. Por las promesas y juramentos. Y si
callábamos, era porque queríamos recuperar el aliento
y no sentirnos fatuos y egoístas a tan poca distancia de
la muerte de Calatrava, como si quisiéramos buscar al-
guna emoción, profunda y valedera, para rendir tributo
a lo que ya era pasado y ausente.

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  

Vi su camisa azul y su mirada desvaída y bella yén-


dose, como si todavía no pudiera abandonar el recuer-
do de todo el pasado. Entonces dijo:
—Recoge las cosas. A las nueve es el contacto.

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

 .   ......................................................................... 


 .  .............................................................................. 
 .  ................................................................................ 
 .   ............................................................................ 
 .     ............................................................... 
 .   ............................................................................... 
 .    ....................................................................... 
 .  :     ............................................. 
 .       ................................... 
 .  ............................................................................ 
 .   ........................................................................... 
 .   .................................................. 
 .    ......................................................................... 
 .    ...................................................................... 
 .   ......................................................................... 
 .   ......................................................................... 
 .  ................................................................................... 
 .  .............................................................................. 
 .    .............................................................. 
 .  .................................................................. 
 .    .................................................................... 
 .  ...................................................................... 
 .  ............................................................................. 
 .     .......................................... 
 .    ....................................................................... 
 .    ................................................... 
 .    ....................................................................... 

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