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CORTESIA
BLANCA
El desolvido
Victoria de Stefano
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares
del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella
mediante alquiler o préstamo público.
© Victoria de Stefano
© De la presente edición, Grupo Editorial Random House Mondadori, 2005
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Carmen
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—Está bien.
Desde la barra lo saludan. Él levanta dos dedos a la
altura de la oreja. Hace un gesto, un saludo frío.
—Supe que estuviste presa cuando aquel lío de las
armas de Adolfo. Después saliste, ni me buscaste ni le
escribiste a los muchachos.
—Adolfo resultó un gran hijo de puta. Nos enredó
con sus cuentos del contrabando de armas y resulta
que ya había pactado con el gobierno… una cuestión
de plata. Caímos quince y él salió para Madrid. Los
muchachos se llevaron un gran chasco.
—Lo que no entiendo es por qué dejaste los estudios.
—Ya no podía. No puedo ahora y tampoco más
tarde. ¿Para qué?
—Seguro que andas en otro enredo y por eso no
volviste a la universidad.
Pascual la miró con impaciencia. Piensa en la histo-
ria larga, incomprensible. Pero ella tropieza el vaso con
la mano y calla. Él se adelanta para impulsarla a hablar
con su movimiento. Ella tiene una mueca burlona. Le-
vanta los hombros, los deja caer.
—Pascual, panita, pide cigarrillos. ¿Sí?
—Aquí tengo. ¿Qué te pasa?
—¿Sabes? Estoy contenta de verte. Hace un mes me
encontré con Ramón, andaba con su mujer y dos ni-
ños. Entró a la librería y me pidió Papillón. ¿Sabes lo
que hizo cuando se dio cuenta de que era yo? Se llevó
la familia a rastras. Ni siquiera me saludó. Pobre Ra-
món, pensó que yo sería capaz de recordarle cosas del
pasado, que le iba a pedir algo…
—¿No estarás exagerando? A lo mejor no te reconoció.
—Yo no me hago ese tipo de ilusiones a estas altu-
ras. Claro que me reconoció. Hubieras visto su cara…
No te pongas bravo, pero yo estaba segura de que ha-
rías lo mismo, de que tú también te harías el loco. Te
había visto desde la esquina. Decidí cruzar para evitar-
te el mal rato, pero no se qué me impulsó a seguir por
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P ascual:
La semana pasada estuvo Carmen a verme. Me dijo
que ustedes se habían visto un par de veces y me con-
tó de lo que hablaron. También por otras vías he teni-
do noticias tuyas. Nada alentadoras, por cierto.
No te había escrito antes porque hasta ahora no
tuve una posibilidad segura de hacerte llegar mi carta.
Hermano, no te calientes por lo que voy a decirte aho-
ra, yo sé que no te gusta que se metan en tus asuntos
pero creo que los años que pasamos juntos y la amis-
tad me permiten que te recuerde ciertas cosas. Como
sabes, de nuevo estoy preso, sin embargo el tiempo
que pasé fuera, incorporado al trabajo de la organiza-
ción, fue suficiente para comprender que la situación
del movimiento rev. no era la que yo me esperaba.
Sabía que era mala, pero nunca la creí así. La evidencia
misma es que apenas a un año de libertad ya estoy de
vuelta a la cárcel, por una acción intrascendente y por
una delación suficientemente pendeja. Estuve cuidán-
dome hasta donde fue posible. Nuestra desorganiza-
ción, falta de método y desesperación llega a tal punto
que te encuentras imposibilitado para adoptar medi-
das clandestinas. De manera que aunque estés cons-
ciente de todo eso y de que la única forma de estar
seguro es echándote a un lado sin hacer un carajo,
haces lo poco que te toca hacer porque crees y crees,
y no puedes dejar de creer. Yo sé en líneas generales
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Marcos
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