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Silvia Álvarez Curbelo

Un país del porvenir, el afán de modernidad en Puerto Rico (siglo XIX)


San Juan: Publicaciones Callejón, 2001

En el Puerto Rico decimonónico, nos dice Álvarez Curbelo, la modernidad fue,

ante todo, un deseo, una quimera que no correspondió al desarrollo de un estado nacional,

de instituciones modernas o la incorporación a un mercado mundial. Por tal motivo, la

elite criolla asumió la modernidad como retórica, como simulacro, sus anhelos

estrellándose contra un lugar y un tiempo (un estar “fuera de tiempo” más bien)

determinados por el coloniaje.

En este libro se presenta una imagen de un siglo pasado que refleja nuestro propio

presente. Como si fuese un espejo distante, en ella se replica nuestro particular deseo de

superar el anacronismo que supone el presente estado económico, político y socio-

cultural. Pero, si en el siglo XIX la modernidad fue una utopía inalcanzada y, ya en el

siglo XXI, es un proyecto de futuro fracasado ¿dónde radica el origen del problema? A

mi parecer, esta es la cuestión fundamental en este libro.

En Un país del porvenir, el afán de modernidad en Puerto Rico (siglo XIX)

Álvarez Curbelo presenta diversos aspectos del universo político y cultural, económico e

histórico del Puerto Rico de siglo XIX mediante el estudio de una serie de documentos

producidos por intelectuales criollos tales como José Julián Acosta y Segundo Ruiz

Belvis, Román Baldorioty de Castro, Alejandro Tapia y Rivera y Salvador Brau. Pero, a

pesar de trabajar directamente con el documento, la historiadora le maneja de modo

novedoso. Su estrategia consiste más bien en mostrar la manera que estos documentos

despliegan un repertorio particular de ideas relacionadas a la modernidad. Saca a relucir

los relatos que le legitimizan y busca identificar sus narrativas representacionales, las
maneras en que estas se convierten en metarrelatos.

De hecho, lo que le da coherencia a toda esta investigación es el discurso de la

modernidad en el siglo XIX. La modernidad, según lo planteado por Álvarez Curbelo, no

es un concepto monolítico sino un particular sistema de representación, un imaginario,

una forma particular de saber, etc. Asimismo fue un modo de existir y de sentir propio de

una elite en particular, con un proyecto hegemónico a la mano. Para entender mejor como

la modernidad fue desarrollándose como discurso, etc., la autora se enfoca en el agente

encargado de emitir el proyecto moderno, aquel que desde la elite le dió forma y

proyección, o sea, quien le enunció: el intelectual decimonónico. Por tanto, la

historiadora incluye además un análisis – y aquí es donde, a mi entender, su libro es más

relevante – de la “puesta en escena” de lo moderno que hacen estos personajes, así como

las operaciones que realizan.1

Partiendo de la década del 60, los intelectuales criollos desarrollaron diversos

enfoques (por supuesto, siempre sujetos a procesos de hibridación), dependiendo del

momento desde el cual enunciaron sus discursos. Sobre este particular, es posible

determinar tres momentos diferenciados. En un primer momento, la modernidad fue un

discurso liberal que combinó la razón con la ética. En un segundo, el discurso de la

modernidad se asume como acto económico. Un tercero manifiesta la capacidad del

intelectual de organizar la realidad de acuerdo a un novedoso imaginario, comprometido

con la ciencia y teorías tales como la evolución.

El primer discurso moderno tiene como eje central el abolicionismo. Democracia

1
Me refiero, por ejemplo, a rechazar la tradición feudal-barroca; cimentar el imaginario del progreso y marcar sus signos; asumir el
rol de conciencia y custodio de los valores modernos, tales como libertad, civilización, trabajo, etc.
y revolución son aquí los referentes simbólicos más importantes, en especial como

espacios de subversión que se oponen a la monarquía. El abolicionismo representa la

lucha del bien (abolicionismo) contra el mal (absolutismo). En ello se consignan otras

oposiciones: razón vs. fuerza, progreso vs. atraso. A base de ello, a su vez, se cimentan

las divisiones tradicionales entre criollos vs. peninsulares y liberales vs. condicionales.

Tras la abolición y el fracaso de la utopía postabolicionista,2 surge un nuevo

imaginario basado en la economía. En este caso, lo económico se convirtió en un espacio

común de significado que tendió a diluir las categorías culturales tradicionales.3 El

intelectual moderno en esta fase se encuentra deslumbrado por la modernidad europea y

estadounidense producto de la industrialización, como sucede con Baldorioty de Castro.

El discurso moderno gira en torno a la eficiencia, la asociación, el capital, la maquinaria y

los avances tecnológicos. Asimismo, la actividad empresarial es percibida como un

vehículo con el cual higienizar la sociedad, limpiarla del atraso. La modernidad se

convierte en espectáculo, en mercado cultural; proliferan las ferias y las exposiciones. A

poco, ya estamos a la altura de los 80 y se ha consolidado la opinión pública, más existe

un grupo de ávidos lectores. Ya aquí el progreso se ha convertido en ley de la historia.

Simultáneamente, surgen voces (como la de Alejandro Tapia y Rivera) que proponen

espacios alternos, fisuras y desdoblamientos en ese imaginario de la modernidad.

En el periodo finisecular, al discurso de la modernidad de la intelectualidad

puertorriqueña se suma el pensamiento positivista, en el que se privilegia el orden y la

disciplina social. Este discurso, según establece Álvarez Curbelo, ya se había convertido

2
En la utopía post-abolicionista se disfrutaría de un reordenamiento social y político, atracción de capital, circulación de moneda,
elevación de condición material, propiedad privada y la subordinación de las iniciativas del estado a las privadas. Las jerarquias
sociales se atenuarian, aunque no desaparecerian. Nada de eso, llegó a concretarse, claro está, debido al hieratismo de la estructura y
de las instituciones coloniales.
3
Esto es, nuevamente, criollos vs. peninsulares, liberales vs. condicionales.
en eje del liberalismo moderno, después de los eventos de las Comunas del 48 y 70, en

Francia. El imaginario en este periodo tiende a la metáfora médica. El cuerpo social

puede regenerarse mediante la ley, el progreso y la armonía económica. Con ello se

lograría curar la enfermedad del atraso y sus síntomas: el caos y el desorden, la

incontinencia de la muchedumbre. Ya en esta última parte, la figura del historiador

emerge como un intelectual cuya autoridad proviene de su dominio de la historia;

tal es el caso de Salvador Brau.

Para resumir, en el siglo XIX la modernidad fue un discurso que dio impulso a un

proyecto de reclamo de acción socio-cultural, económico y político y que retó el marco

colonial. Así también fue un espacio donde se manifestó el modo de ser y de vivir de una

minoria que ya, en el siglo XX, asumiría la posición de intermediario del poder

metropolitano.

En este libro encontramos un entramado complejo de planteamientos en torno a

los inicios de su proyecto, uno que hoy en día ha perdido completamente su legitimidad.

En cuanto a Silvia Álvarez Curbelo, estamos ante un nuevo tipo de intelectual que

reclama una nueva lectura del pasado y un cambio de visión de la historia, como parte de

una posible solución a la crisis del modelo moderno actual.

Teresa López

30 de marzo de 2011

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