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Jorge Liniado
El complejo de Edipo
En el Diccionario de psicoanálisis de Elisabeth Roudinesco y
Michel Plon podemos leer:
El varón (de dos a tres años) que llega a la fase fálica de su evolución
libidinal, que percibe sensaciones placenteras emanadas de su miembro
viril y que aprende a procurárselas a su gusto mediante la estimulación
manual, conviértese (deviene) al punto en amante de la madre. Desea
poseerla físicamente, de las maneras que le hayan permitido adivinar sus
observaciones y sus presunciones acerca de la vida sexual; busca
seducirla mostrándole su miembro viril, cuya posesión le produce gran
orgullo; en una palabra, su masculinidad precozmente despierta lo induce
a sustituir ante ella al padre, que ya fue antes su modelo envidiado a causa
de la fuerza corporal que en él percibe y de la autoridad con que lo
encuentra investido. Ahora el padre se convierte en un rival que se opone
en su camino y a quien quisiera eliminar. Si durante la ausencia del padre
pudo compartir el lecho de la madre, siendo desterrado de éste una vez
retornado aquél, le impresionarán profundamente las vivencias de la
satisfacción experimentada al desaparecer el padre y de la defraudación
sufrida al regresar éste. He aquí el tema del complejo de Edipo, que la
leyenda griega trasladó del mundo fantástico infantil a una pretendida
realidad. En nuestras condiciones culturales, este complejo sufre
invariablemente un terrorífico final.
La madre ha comprendido perfectamente que la excitación sexual
del niño está dirigida a su propia persona, y en algún momento se le
ocurrirá que no sería correcto dejarla en libertad. Cree actuar
acertadamente al prohibirle la masturbación, pero esta prohibición tiene
escaso efecto, y a lo sumo lleva a que se modifique la forma de la
autosatisfacción. Por fin, la madre recurre al expediente violento,
amenazándolo con quitarle esa cosa con la cual el niño la desafía.
Generalmente delega en el padre la realización de la amenaza, para
tornarla más terrible y digna de crédito: le contará todo al padre, y éste le
cortará el miembro. Aunque parezca extraño, tal amenaza sólo surte su
efecto siempre que antes y después de ella haya sido cumplida otra
condición, pues, en sí misma, al niño le parece demasiado inconcebible
que tal cosa pueda suceder. Pero si al proferirse dicha amenaza puede
recordar el aspecto de un órgano genital femenino, o si poco después
llega a ver tal órgano, al cual le falta, en efecto, esa parte apreciada por
sobre todo lo demás, entonces toma en serio lo que le han dicho y,
cayendo bajo la influencia del complejo de castración, sufre el trauma
más poderoso de su joven existencia.
Dice luego:
El horror al incesto
“no podréis por menos de recordar con risa todos los esfuerzos que la
ciencia ha hecho para explicar la prohibición del incesto, llegando hasta
decirnos que la vida en común durante la infancia anula la atracción
sexual que sobre la niña pudieran ejercer los miembros de su familia de
sexo distinto, y también que la tendencia biológica a evitar los cruces
consanguíneos halla su complemento psíquico en el innato horror al
incesto. Al decir esto, se olvida que si la tentación incestuosa hallase
realmente en la naturaleza obstáculos infranqueables, no hubiera habido
nunca necesidad de prohibirla, tanto por leyes implacables como por las
costumbres. La verdad es totalmente opuesta. El primer objeto sobre el
que se concentra el primer deseo sexual del hombre es siempre de
naturaleza incestuosa-la madre o la hermana-, y solamente a fuerza de
severísimas prohibiciones es como se consigue reprimir esta inclinación
infantil.”