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EL QUEHACER ÉTICO
UNA GUÍA PARA LA EDUCACIÓN MORAL
Adela Cortina
Universidad de Valencia
Esta es la función que pretende cumplir esta pequeña guía: la de servir de orientación a quienes, por
virtud o por necesidad, se interesan por la ética en general y por la educación moral en particular.
En lo tocante a la primera, quisiéramos dar noticia de su objeto, qué es la moral, de su situación en el
mundo del saber, como también de las principales corrientes actuales y su significado.
Y en lo que a la educación moral respecta, nos proponemos ofrecer un modelo diseñado, no al azar,
sino desde el hilo conductor de distintas propuestas éticas, hoy ya irrenunciables. De cada una de ellas iremos
extrayendo los valores y las actitudes concretas que se siguen para ir conformando los rasgos, no de una
persona ideal, sino sencillamente de una persona moralmente bien educada a la altura de nuestro tiempo.
Lógicamente, la idea de moral que perfilaremos está indisolublemente conectada con el modelo de
educación moral que vamos a ofrecer. Y es que, en definitiva, a menudo nos parece estúpido o incluso
perjudicial educar moralmente porque tenemos una idea bastante peregrina acerca de ese territorio, tan
próximo y tan lejano, que es el mundo moral. Lejano, porque ha sido totalmente desvirtuado en multitud de
ocasiones. Cercano, porque ser moral es una de las características que acompaña de forma inevitable a
cualquier persona.
No digamos ya lo célebre que ha venido a hacerse lo moral en los últimos tiempos en la vida pública,
gracias a los escándalos de corrupción, las escuchas ilegales, los diversos terrorismos, el tráfico de influencias,
y todo ese conjunto de desacatos contra el sufrido "pueblo soberano", que han conseguido por fin arrebatarle
-o casi arrebatarle- un bien preciado: la capacidad de asombro.
La ciudadanía ya no se extraña de nada, pero constantemente reclama una moralización de la cosa
pública, luego algo entenderá de moral cuando pide que aumente.
Lo que le parece más extraño es la ética. Porque la ética, como filosofía moral que es, trata de lo moral
con un lenguaje filosófico que las más de las veces parece una "jerga de rufianes". El lenguaje de los filósofos
resulta esotérico, y preciso es reconocer que muchos de ellos se esfuerzan por que lo sea. En ocasiones, porque
ellos mismos no entienden lo que dicen y en la ceremonia de la confusión todos los gatos son pardos. Y otras
veces por prestar a su saber un cierto grado de sublimidad.
En efecto, dan las gentes en creer que lo ininteligible es más profundo que lo diáfano, y por eso al
terminar alguna conferencia totalmente abstrusa, suelen comentar enfervorecidas: "¡Qué nivel! ¡Qué profundi-
dad!". Sólo que con el tiempo se cansan, porque aquello que para ser entendido exige un cierto esfuerzo
estimula el interés y enseña cosas nuevas; pero lo que, con esfuerzo o sin él, rebasa nuestra capacidad de
comprensión acaba suscitando la más profunda apatía. A la larga, la ininteligibilidad tiene, lógicamente, un
efecto disuasorio y no provocativo, y las gentes acaban pensando que allá se las compongan los intelectuales
con su jerga esotérica.
Por eso llevaba razón Ortega al afirmar que la claridad es la cortesía del filósofo, pero aún se quedaba
corto: es un deber moral, no sólo de los filósofos, sino de todas las gentes que se preocupen por construir un
mundo más humano, porque ese mundo no puede edificarse desde la mutua incomprensión, sino desde la
comprensión recíproca.
Cosa que en ética no resulta imposible. En primer lugar, porque, como hemos dicho, trata sobre algo
que todos llevamos en el cuerpo -es decir, la moral- y por eso tenemos las antenas preparadas para
sintonizar con lo que sobre ella se diga. No hay nadie amoral, entre otras razones, porque todos entendemos
algo cuando se utilizan términos propios del lenguaje moral, tales como "honradez", "justicia" o "lealtad".
Pero, en segundo lugar, la ética es especialmente accesible a cualquier persona porque el lenguaje que
emplea es el llamado "lenguaje ordinario", el que habla el ciudadano de a pie, y no un lenguaje formalizado,
como el de la lógica o las matemáticas.
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Sólo que -y esto sí ha de tenerse en cuenta-, a fuerza de siglos de reflexión filosófica, algunos términos
de ese lenguaje cotidiano se han cargado ya de un significado que sólo suelen reconocer en toda su
profundidad los que se han dedicado a estudiarlo; y, por otra parte, los profesionales de la ética, como ocurre
constantemente en los distintos ámbitos de la vida social, emplean para dialogar entre ellos expresiones que
funcionan como claves; claves que, en este caso, no precisan ser descifradas.
Supongamos que un ético dice: "me refiero a la idea de felicidad en el sentido de Aristóteles".
Naturalmente, quien no sepa nada de la ética aristotélica tampoco entenderá en qué sentido está empleando el
término el hablante; pero, si se trata de gentes que conocen la propuesta de Aristóteles, resultaría interminable
explicitar en cada caso en qué sentido se está utilizando el término "felicidad".
Cosa que ocurre, no sólo en los lenguajes técnicos, sino en el habla cotidiana, cuando alguien dice de
un amor que es "platónico" y no por eso aclara en qué consiste la doctrina de Platón; o cuando ante una
desgracia afirmamos compasivamente, por consolar, que "más se perdió en Cuba" y no nos sentimos
obligados a explicar a nuestro interlocutor qué fue exactamente lo que se perdió en Cuba ni quién lo perdió,
porque esperamos que haya un saber común que nos permita utilizar estas claves.
Precisamente uno de los mayores problemas de la educación hoy y de la relación entre las distintas
generaciones es que se está perdiendo ese saber común de trasfondo que nos permite entendernos sin
necesidad de interminables explicaciones: el desconocimiento de las raíces de la civilización occidental -es
decir, de la cultura griega, del cristianismo, de los "siglos de oro" de los distintos países- dificulta
enormemente encontrar canales de comprensión mutua. Recuperarlos y activarlos es hoy uno de los grandes
retos éticos.
Por eso lo que intentaremos en estas páginas es ofrecer un modesto código para interpretar algunos
de los mensajes que parecen cifrados en el campo de la ética, sin dar por supuesto ningún especial
conocimiento en este ámbito. Se trata, pues, de una guía introductoria, no de una "Guía para Perplejos",
como la que nos legó Maimónides, sino de una guía para interesados, por vocación, por necesidad, o por
ambos a la vez, que suele ser lo más corriente. De una "Guía", por tanto, "para Curiosos y Necesitados".
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A. Cortina, Ética mínima, Tecnos, Madrid, 1986, parte 1; Ética sin
moral, Tecnos, Madrid, 1990, cap. 1; Ética aplicada y democracia radical,
Tecnos, Madrid, 1993.
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Precisamente porque la etimología de ambos términos es similar, está sobradamente justificado que en
el lenguaje cotidiano se tomen como sinónimos. Pero como en filosofía es necesario establecer la distinción
entre estos dos niveles de reflexión y lenguaje -el de la forja del carácter en la vida cotidiana y el de la
dimensión de la filosofía que reflexiona sobre la forja del carácter-, empleamos para el primer nivel la palabra
"moral" y reservamos la palabra "ética" para el segundo. Precisamente por moverse en dos niveles de reflexión
distintos -el cotidiano y el filosófico- José Luis Aranguren ha llamado a la moral "moral vivida", y a la ética,
"moral pensada"2.
Estar en el quicio
Decía Ortega -y yo creo que llevaba razón- que para entender qué sea lo moral es mejor no situarlo en
el par "moral-inmoral", sino en la contraposición, más deportiva, "moral-desmoralizado"
"Me irrita este vocablo, 'moral' -nos dice en "Por qué he escrito El hombre a la defensiva". Me irrita porque
en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y
ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la
contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice que está
desmoralizado.
Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su
ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital
eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que
está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, no hinche su
destino"3.
2
J.L.L. Aranguren, Ética, en Obras Completas, II, Trotta, Madrid,
1994.
3
José Ortega y Gasset, "Por qué he escrito El hombre a la defensi-
va", Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, IV, p. 72.
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Decir de alguien que es inmoral es acusarle de no someterse a unas normas, de lo cual puede incluso
sentirse muy orgulloso si no las reconoce como suyas; pero a nadie le gusta estar desmoralizado, porque
entonces la vida parece una losa y cualquier tarea, una tortura.
Por eso, está alta de moral una persona o una sociedad-seguía diciendo con toda razón Ortega- cuando
"está en su quicio y en su plena eficacia vital", cuando le sobran agallas para enfrentar la vida; está
desmoralizado, por contra, el desquiciado, el que ha perdido la medida humana.
Hoy la moral es un artículo de primera necesidad precisamente porque nuestras "sociedades
avanzadas", con todo su avance, están profundamente desmoralizadas: cualquier reto nos desborda. No
sabemos qué hacer con los desempleados, con los inmigrantes, con los ancianos y los discapacitados; la
corrupción acaba pareciéndonos bien con tal de ser nosotros quienes la practiquemos y, por supuesto, que no
se nos descubra; no sabemos dónde situar a los enfermos de sida ni cómo valorar la ingeniería genética. Y todo
esto es síntoma de la falta de vitaminas y de entrenamiento, propia de equipos que ya sólo saben jugar a la
reacción, a la defensiva, pero se sienten incapaces de atacar porque están bajos de forma, les falta una buena
dosis de "moral del Alcoyano"; de esa alta moral de un defensa del Alcoyano que, perdiendo por nueve a cero,
pidió prórroga para ver de empatar.
Elogio de la moralita
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La "moralita" -decía Ortega- es un explosivo espiritual, tan potente al menos como su pariente, la
dinamita. No se fabrica con pólvora, claro está, sino con la imagen de lo que es un hombre -varón o mujer-
en su pleno quicio y eficacia vital, con el bosquejo de lo que es un comportamiento verdaderamente humano.
¿No sería bueno, tal como andan las cosas, ir poniendo potentes cargas de moralita en lugares
vitales de nuestra sociedad? En las escuchas no autorizadas por un juez con razones contundentes, en el
terrorismo criminal, en los pactos políticos ajenos a la voluntad de los votantes, en los medios de comunica-
ción a los que no importa informar, sino sólo vender, en la corrupción universitaria... En todos esos puntos
estratégicos que, al saltar por los aires, irían abriendo camino para una convivencia más presentable. ¿Y por
qué no lo hacemos?
Entre otras razones, porque resulta muy sencillo desactivar la moralita, privarle de su potencial
revolucionario. Basta con llamarle "moralina", decir que es cosa ñoña y empalagosa, propia de mujeres, para
que pierda toda su fuerza explosiva. Como si, por otra parte, la ñoñería y el empalago fueran cosa de mujeres y
no tuviéramos tantos arrestos como cualquier bípedo implume.
Y se dice aquello de "no me digas que me vas a salir ahora con problemas de conciencia: aquí lo
que importa...". Aquí lo que importa es conservar el poder, aquí lo que importa es el pueblo, caiga la persona
que caiga, aquí lo que importa es ganar dinero, aquí lo que importa es que se beneficien sólo los de casa y no
los de fuera. Y todo lo demás es estúpida moralina.
La perversión de las palabras es la más grave de las perversiones. Cuando a la escucha telefónica no
autorizada la llamamos "seguridad del Estado" -así llamaban también en Argentina a las desapariciones
forzadas de los opositores a la dictadura-, cuando justificamos el asesinato terrorista recurriendo a la "defensa
del pueblo", cuando convertimos la difamación en libertad de expresión y la corrupción universitaria en
"autonomía de la universidad", entonces hemos trucado todos los perfiles de la realidad y nos conviene
transformar la explosiva moralita en dulzona moralina.
Ciertamente la realidad acaba siendo inapelable y vuelve por sus fueros, a pesar de todos los intentos
de manipulación. Pero ya han quedado en la cuneta sin remedio intimidades violadas, muertos, difamados,
excluídos, esperanzas e ilusiones frustradas y una sociedad desmoralizada. Por eso es importante ir poniendo
cargas de moralita revolucionaria en puntos estratégicos de nuestra vida personal y social: para ir orientando
nuestra vida hacia el quicio humano y la eficacia creadora.
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Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente, Madrid, Alianza, 1980. Por
esta línea caminan también los trabajos de José Antonio Marina, Teoría de
la inteligencia creadora, Barcelona, Anagrama, 1993; Ética para
náufragos, Barcelona, Anagrama, 1995.
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Ahora bien, a diferencia de los saberes también racionales pero preferentemente teóricos (contemplati-
vos), a los que no importa en principio orientar la acción, la moral es esencialmente un saber práctico: un
saber para actuar.
Pero no sólo para actuar en un momento puntual, como ocurre cuando queremos fabricar un objeto o
conseguir un efecto determinado, que echamos mano del saber técnico o del artístico. El saber moral, por el
contrario, es el que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de nuestra vida, consiguiendo
sacar de ella lo más posible; para lo cual necesitamos saber ordenar inteligentemente las metas que
perseguimos5.
Por eso, desde los orígenes de la ética occidental en Grecia, hacia el siglo IV a.J.C., suelen realizarse
dos distinciones en el conjunto de los saberes humanos:
1) Una primera entre los saberes teóricos, preocupados por averiguar ante todo qué son las cosas, sin
un interés explícito por la acción, y los saberes prácticos, a los que importa discernir qué debemos hacer, cómo
debemos orientar nuestra conducta.
2) Y una segunda distinción, dentro de los saberes prácticos, entre aquellos que dirigen la acción para
obtener un objeto o un producto concreto (como es el caso de la técnica o el arte) y los que, siendo más
ambiciosos, quieren enseñarnos a obrar bien, racionalmente, en el conjunto de nuestra vida entera, como es el
caso de la moral6.
5
Adela Cortina (ed.), Diez palabras clave en ética, VD, Estella,
1994.
6
Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro VI, caps. 2, 3 y 4.
7
A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid,
1993, cap. 11.
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y pondera los bienes que elige en el momento concreto, de modo que en la "cuenta de resultados" de la vida
toda surja el mayor bien posible.
A la tradición que entiende así la vida moral se le conoce como "eudemonismo" (de "eudaimonía",
que significa "vida buena”, “felicidad" en el sentido de autorrealización plena), y permanece hasta nuestros
días, con especial vigencia en la Edad Media, en filosofías como las de Averroes (s. XII) o Sto. Tomás de
Aquino (s. XIII). Hoy surge con fuerza en el llamado "movimiento comunitario" (Alasdair MacIntyre,
Michael Walzer, Benjamin Barber), en la hermenéutica (Hans-Georg Gadamer), y en la vertiente de la ética
zubiriana que se refiere a la "moral como contenido".
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La respuesta que da Kant abre un nuevo mundo para la moralidad: esos mandatos surgen de nuestra
propia razón que nos da leyes para comportarnos como auténticas personas. Y un ser capaz de darse
leyes a sí mismo desde su propia razón es, como su nombre indica, un ser autónomo.
Por eso las normas morales mandan sin condiciones y no prometen la felicidad a cambio; sólo
prometen realizar la propia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos)
categóricos, incondicionados. Ser persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer
serlo por encima de cualquier otra meta: en querer tener la buena voluntad de cumplir nuestras propias leyes.
La razón que proporciona esas leyes morales no es la razón prudencial ni la razón calculadora, sino la
razón práctica, que orienta la acción de forma incondicionada.
Kant defendió esta posición por primera vez en su obra Fundamentación de la Metafísica de las
Costumbres y, aparte del gran número de kantianos que ha habido y sigue habiendo, actualmente no existe ni
una sola ética que se atreva a prescindir de la afirmación kantiana de que las personas son absolutamente
valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.
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Éstos son, pues, cuatro modos de entender cómo comportarse en la vida de una forma moral.
Ciertamente, la historia de la ética nos ha pertrechado de otros modelos, pero como estos cuatro constituyen la
clave para comprender los restantes, vamos a darnos por satisfechos con ellos, al menos en una primera
aproximación.
TIPOS DE
RACIONALIDAD CARACTERISTICAS
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Moral y religión
En principio, si estar alto de moral es estar en el quicio humano, también las religiones buscan llevar a
las personas a su plenitud vital. Aunque de ellas se han dicho muchas tonterías, nacieron para responder al
afán de salvación que experimentamos; un afán de salvación que, al menos en las tres religiones monoteístas
(judaísmo, cristianismo, Islam), se refiere sobre todo al anhelo de librarse del mal voluntario (el pecado), de la
muerte y de algo casi peor que el pecado y la muerte: el sinsentido, la convicción de que el origen y la meta de
cada persona y de la humanidad en conjunto es o bien la pura casualidad o bien el absurdo8.
8
Hans Küng et alii, El cristianismo y las grandes religiones,
Madrid, 1987.
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La religión -como decía Immanuel Kant- trata de responder a la pregunta "¿qué puedo esperar?", más
que a la pregunta "¿qué debo yo hacer?"9. Su lugar más propio en el conjunto de saberes prácticos es, pues, el
ámbito de la esperanza, no tanto el del deber10.
Por eso Ernst Bloch, uno de los filósofos que ha dedicado sus energías a investigar si es posible para
los seres humanos la esperanza en un mundo mucho más humanizado, dedicó a la religión un buen espacio 11.
En algún momento de su trabajo pensaba Bloch que la finalidad de la religión -salvar al hombre- es más fácil
de alcanzar que la meta del socialismo, que consiste en alimentarlo. Sin embargo, en sus últimos trabajos
invierte los términos: es más fácil, siendo difícil, lograr la justicia que la salvación.
"Un sabio antiguo decía -y se quejaba- que es más fácil redimir el hombre que alimentarlo. El futuro
socialismo, precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse,
tendrá ante sí, como particularmente difícil, la usual inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al
hombre que redimirlo"12
Y es que las religiones nacen de la experiencia vivida por personas concretas y por pueblos concretos
de que Dios salva del pecado, de la muerte y del absurdo, lo cual tiene mucho que ver -todo que ver- con
alcanzar la felicidad13. Pero desgraciadamente en muchas ocasiones se han olvidado de que Dios es "el que
salva" y se han empeñado en que es "el que manda", sobre todo, "el que prohíbe", con lo cual algunos de sus
representantes han acabado vigilando bañistas y cosas similares, igual que una moral mal entendida.
Como es natural, toda religión lleva aparejada una moral, unas orientaciones para la forja del carácter y
para adquirir hábitos humanos, y las actuales morales tienen todas en muy buena
medida orígenes religiosos. Pero en Occidente el proceso de modernización supuso el retroceso de las
imágenes religiosas del mundo y, en consecuencia, la moral fue independizándose paulatinamente de la
religión, y tratando de buscar un fundamento racional, común a creyentes y no creyentes14. Lo cual -como
dijimos- no significa que en ella no tenga una parte fundamental el sentimiento, que por supuesto la tiene, sino
que una moral racional ha de ser aceptable por toda persona, sea creyente o no.
9
Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, A805 B 833.
10
Olegario González de Cardedal, Raíz de la esperanza, Sígueme,
Salamanca, 1995.
11
Ernst Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977; Ateísmo
en el cristianismo, Taurus, Madrid, 1983.
12
Ernst Bloch, Ateísmo en el cristianismo, p. 253.
13
Adela Cortina, Ética civil y religión, PPC, Madrid, 1995.
14
Adela Cortina, Ética mínima, sobre todo caps. 5, 6 y 7.
15
Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid, 1994,
cap. 8: Ética civil y religión, cap. 3.
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Ahora bien, es importante recordar que una ética cívica situada a la altura de nuestro tiempo, como es
el caso de la ética civil propia de las democracias liberales pluralistas, difiere poco en el contenido del de
una moral religiosa, igualmente situada a la altura del tiempo; sobre todo, en lo que se refiere a unos mínimos
de justicia. Porque una y otra exigen que se respeten los derechos humanos, valoran la libertad, la igualdad y la
solidaridad, rechazan la intolerancia y la tolerancia pasiva, y apuestan por una actitud dialógica para resolver
los conflictos.
¿Qué aportan entonces las religiones? La experiencia de salvación, la esperanza de vida futura, la
redención de los que en el pasado perecieron a manos de la injusticia, la superación de la soledad radical por el
diálogo con un "Tú" a la vez diferente y, sin embargo, totalmente íntimo a cada persona.
No bastan las normas jurídicas para que una sociedad sea justa
Para que una sociedad sea justa no bastan las leyes jurídicas, al menos por las siguientes razones:
1) Las leyes jurídicas no siempre protegen suficientemente todos los derechos que son reconocidos por
una moral cívica.
2) A veces exigen comportamientos que no parecen justos a quienes se saben obligados por ellas.
3) Las reformas legales son lentas y una sociedad no siempre puede esperar a que una forma de
actuación esté recogida en una ley para considerarla correcta. Por eso muchas veces la ética se anticipa al
derecho.
4) Por otra parte, este tipo de leyes no contempla ciertos casos particulares que, sin embargo, requieren
consideración.
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5) Por último, "juridificar" es propio de sociedades con escasa libertad. En las sociedades más libres la
necesidad de la regulación legal es menor porque los ciudadanos actúan correctamente.
6) Aunque parezca que las normas jurídicas que protegen derechos
fundamentales garanticen esa protección en mayor medida que las normas
morales, es decir, aunque parezca que son más eficaces, lo bien cierto es
que su capacidad protectora es muy limitada. Las leyes pueden eludirse,
manipularse y tergiversarse; sobre todo, por parte de los poderosos. Por
eso creo que la única garantía de que los derechos se respeten consiste
en que las personas estén convencidas de que vale la pena hacerlo.
Podríamos decir que "una convicción moral vale más que mil leyes".
Por tanto, sin atender a la dimensión moral de las personas, es imposible que una sociedad sea justa.
16
Giles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Madrid, Anagrama, 1992.
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La primera de ellas consistió en percatarse de que la mayor parte de discusiones y desacuerdos que se
producen en la moral procede simplemente de falta de entendimiento en el lenguaje.
Si yo digo que "esto es justo" y tengo por "justo" aquello que cada quien debe tener para llevar
adelante una vida digna, y, sin embargo, mi interlocutor tiene por "justo" lo que cada uno se merece por el
esfuerzo que ha puesto, no nos entenderemos y pasaremos discutiendo una buena cantidad de tiempo, hasta
que nos daremos cuenta de que, sencillamente, entendíamos cosas distintas por la misma palabra.
O si digo "la eutanasia es inhumana", y para mi "eutanasia" significa eliminar a los recién nacidos que
tienen taras, y mi interlocutor entiende por "eutanasia" incluso rechazar el encarnizamiento terapéutico, está
claro que tardaremos en entendernos, por lo menos, tanto tiempo como necesitemos para darnos cuenta de que
lo que pasa es que hablamos de cosas distintas.
Con los cual muchos éticos llegaron a la conclusión de que lo mejor era dedicarse a analizar el
lenguaje moral, para tratar de aclarar nuestros desacuerdos, y no empeñarse en hacer "ética normativa", es
decir, no empeñarse en dar normas. Ya a principios del siglo XX había nacido una corriente ética de análisis
del lenguaje moral de la mano de E.G. Moore17, y hace unas décadas se puso de moda, en parte, por este deseo
de aclarar el lenguaje moral.
2) La obsesión por la neutralidad
Una segunda razón para limitar el quehacer de la ética a esta tarea, que dio en llamarse "metaética" por
distinguirse de la ética normativa, consistió en satisfacer el afán de objetividad que invadió al mundo del
saber en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX18.
Ya en 1919, en su célebre conferencia "Ciencia como vocación" Max Weber había afirmado que el
auténtico científico es aquél que se atiene a los hechos, prescindiendo de las valoraciones, porque quien, al
dedicarse a un saber, introduce valoraciones, está introduciendo sus creencias subjetivas y no ateniéndose a los
hechos. El científico, dirá Weber, debe estar dotado de "la probidad intelectual necesaria" para comprender
que existen dos tipos de problemas heterogéneos: la constatación de los hechos y la respuesta a la pregunta por
el valor de la cultura y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad
cultural y en las asociaciones políticas19.
A esta convicción de que un saber, para ser científico, no debe hacer valoraciones se ha llamado el
Principio de Neutralidad de las ciencias; y, de tal modo ha sido una obsesión hasta hace bien poco, que
también los éticos se empeñaron en hacer de la ética un saber neutral, un saber objetivo: si la ética quería
ser una ciencia, tenía que ser neutral, y para eso el procedimiento más expeditivo consistía en limitarse a
estudiar el lenguaje de la moral, pero sin hacer ella misma valoraciones20.
No hay porqué
Obviamente, las disputas entre los defensores de los distintos modelos de fundamentación han sido y
son múltiples y diversas, porque todos creen que el suyo es el único convincente. Con lo cual los éticos se ven
en una comprometida situación porque, por una parte, se empeñan en que las fundamentaciones religiosas no
pueden valer para todos, ya que no todos son creyentes pero, por otra, se encuentran con que tampoco parece
posible descubrir una fundamentación racional que valga universalmente: existen distintas ofertas de
fundamentación ética que entran entre sí en competencia.
El asunto vino a complicarse todavía más cuando algunos autores empezaron a opinar que la moral no
puede fundamentarse de ninguna manera ya que, a fin de cuentas, cualquier intento de fundamentación llega
a un punto en el que quien está buscando razones inmuniza alguna de ellas frente a cualquier crítica racional y
pretende haber encontrado el fundamento. Con lo cual, en realidad, todo el proceso fundamentador viene a
descansar en un irracional "porque sí".
Éste sería el caso, en nuestros días, del Racionalismo crítico, iniciado por Karl Popper y continuado,
entre otros, por Hans Albert.
De la discordia a la concordia
En los últimos tiempos, pues, el problema del fundamento de lo moral ha servido de discordia entre
todos estos grupos que lo tienen por imposible o por innecesario, y los que siguen defendiendo la existencia
de un fundamento racional, como es el caso de los utilitaristas, los zubirianos, los kantianos, la ética de los
valores, o la ética del discurso.
Sin embargo, hoy en día el calor de las disputas en torno al fundamento ha remitido, en parte por el
cansancio de los contendientes, ahítos de tanta discusión, en parte porque la vida cotidiana está exigiendo
insistentemente a la ética que le preste sus servicios en otras dependencias.
En efecto, desde hace un par de décadas al menos, en Estados Unidos sobre todo, ha empezado a pasar
al primer plano el asunto de la aplicación a la vida cotidiana de aquellos principios que pueden haberse
descubierto a través de la reflexión ética. Y no porque los éticos un buen día decidieran que merecía la pena
dedicarse a ello, sino porque así lo pedían los distintos ámbitos sociales, que necesitaban orientaciones para
actuar y no podían recabarlas sólo de las religiones en sociedades pluralistas.
La ética se vio obligada a lanzarse al ruedo y a ejercer otra de sus tareas tradicionales: la de aplicar a
la vida cotidiana los principios ganados en el proceso de fundamentación. ¿Significa esto que ya no importa en
absoluto si lo moral puede fundamentarse o no, si tenemos razones para ser morales, porque el pragmatismo
de las decisiones concretas nos ha ganado?
Ciertamente, así lo considera, entre otros, el liberalismo político del que hemos hablado. Pero también
apuntamos que esta corriente esconde cartas en la manga, porque da por supuesto que habrá distintos
fundamentos, defendidos por diversos grupos, y que algo bueno tendrán cuando orientan la acción.
Yo, por mi parte, bien por tener poco de norteamericana, bien por no tener mucho de pragmática,
propongo algo mejor: reconocer que distintas tradiciones éticas han desvelado distintos modos de fundamentar
lo moral, porque cada una ha intentado dar razón sobre todo de una de las múltiples perspectivas de lo moral, y
que hoy en día a la hora de aplicar a los problemas diarios lo ganado mediante la reflexión, es imposible
prescindir de ninguna de ellas. Cada tradición ética es imprescindible para resolver determinados tipos de
problemas. Lo importante es dilucidar para qué asuntos es insustituible cada tradición y desde dónde
articularlas.
Éste es, a mi juicio, el tema ético de nuestro tiempo. Por eso en la segunda parte de este trabajo,
dedicada a la educación moral, tendremos en cuenta distintas tradiciones éticas, que considero insoslayables
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para orientar la acción en sociedades como las nuestras, articulándolas en último término desde la ética del
discurso.
El caso Watergate
Por citar un ejemplo de otro ámbito, escándalos como el del caso Watergate en Estados Unidos o como
el que protagonizó aquella empresa alemana que vendió leche radioactivada en el Tercer Mundo, sin
importarle en absoluto el daño que con esto producía, produjeron una conmoción en la opinión pública.
Las gentes empezaron a preguntarse si las empresas están legitimadas para perseguir su beneficio
empleando para ello cualquier medio, o si, por el contrario, existen unos límites, aunque en ocasiones no esté
escrito cuáles son ni esté especificada una sanción por traspasarlos. Y de esta pregunta surgía inevitablemente
una nueva cuestión: ¿no tiene la ética nada que decir?
Un largo etcétera
Y, por acabar de momento con este rosario de ejemplos, ¿no tiene nada que decir la ética de la
corrupción política, de la corrupción universitaria, de la destrucción del medio ambiente, del negocio de la
guerra, de los periódicos que hacen suya aquella consigna: "que nunca la verdad te estropee un buen titular"?
Urgida por interpelaciones sin cuento la ética ha salido a la calle y se ha puesto a trabajar codo a codo
con médicos, economistas, políticos y periodistas. Lo que desean unos y otros en este trabajo interdisciplinar
es encontrar soluciones concretas a los problemas concretos: dar a los principios abstractos de la ética carne de
concreción. Y este aterrizaje en la vida cotidiana, este lanzarse al ruedo, va cristalizando en ese conjunto de
"éticas aplicadas" que constituyen su parte más prometedora27: bioética28, ética de la información29, ética
27
Para una aclaración de cuáles son los puntos nucleares de una ética
aplicada y para un modelo de ética aplicado a la bioética, la genÉtica,
la educación y la empresa, ver Adela Cortina, Ética aplicada y democracia
radical, parte III.
28
Diego Gracia, Fundamentos de Bioética, Madrid, Eudema, 1988;
Procedimientos de decisión en ética clínica, Madrid, Eudema, Javier
Gafo, Diez palabras clave en bioética, VD, Estella, 1993.
29
Enrique Bonete (ed.), Éticas de la información y deontologías del
periodismo, Tecnos, Madrid, 1995.
18
1
económica y de la empresa o ética de los negocios30, ecoética31, ética de la ciencia y de la técnica, GenÉtica32,
ética de las profesiones33.
Se multiplican las publicaciones periódicas, las fundaciones, institutos, cátedras y congresos dedicados
exclusivamente a cada una de estas éticas, tanto en Estados Unidos como en América Latina y Europa. Los
bancos y las empresas exhiben sus códigos de ética, redactan otros los periodistas, los científicos sellan
compromisos éticos y los hospitales cuentan con comités de Ética para supervisar la investigación clínica y
para asesorar a los profesionales sanitarios. En los congresos e investigaciones científicas es obligado dedicar
un capítulo a la ética, hasta el punto de que en la Comunidad Europea no se subvencionan investigaciones que
no hayan sido aprobadas por un comité ético.
Lo cierto es que la ética ya no es una "ética de andar por el aula", sino "de andar por la calle", con el
compromiso de mojarse y el riesgo de equivocarse.
Pero además tampoco es ya apenas una ética individual, sino una ética social, incluso sociable. ¿Qué
significa esto de que no es una ética individual sino social?
30
Adela Cortina, Jesús Conill, Agustín Domingo, Domingo García Marzá,
Ética de la empresa, Trotta, Madrid, 1994; José Luis Fernández, Ética
para empresarios y directivos, ESIC, Madrid.
31
Nicolás Martín Sosa, Ética ecológica, Madrid, 1990.
32
José Sanmartín, Los nuevos redentores, Anthropos, Barcelona, 1987.
33
José Luis Fernández/ Augusto Hortal (eds.), Ética de las
profesiones, Madrid, Universidad Comillas, 1995.
34
Prólogo a Adela Cortina, Ética mínima, pp. 11-15.
19
1
Tres son las razones que podríamos aducir al menos para este tránsito de lo "intrasubjetivo" a lo
"intersubjetivo":
1) La primera de ellas es la constatación de que una persona puede obrar de forma impecable, con la
mejor voluntad y la mejor intención, y encontrarse con que los resultados de su actuación son catastróficos. Y
no sólo porque las consecuencias de nuestras acciones no siempre están en nuestras manos, sino también
porque nuestras decisiones se unen a las de otros y el resultado final es el de la "acción colectiva", y no el de
la acción individual.
Algunos autores sugieren por eso sustituir la ética individual por la colectiva, la ética de las personas
por la de las organizaciones y las instituciones.
Y no les falta razón, sólo que sería más adecuado hablar de complementar la ética individual con la de
las instituciones y organizaciones que de sustituir la primera por la segunda. Porque es verdad que urge
"moralizar" las empresas, las profesiones y los oficios en los que las personas desarrollan sus vidas; pero la
buena intención personal, la honradez, la lealtad y la credibilidad siguen siendo indispensables para vivir una
vida verdaderamente humana.
2) Crece, por otra parte, la convicción de que no podemos ser libres y justos si no es a través de nuestra
relación con los demás. Imaginar la libertad y justicia personales como la de Robinsón Crusoe antes de la
llegada de Viernes es ridículo: nos vamos haciendo libres y justos a través de nuestros proyectos comunes, de
nuestros conflictos y nuestros diálogos: a través de una historia compartida. Porque somos en historia y en
diálogo.
Con todo y con ser esto cierto, pienso yo que subrayar la dimensión comunitaria no nos puede llevar a
olvidar la personal: complementar lo individual con lo comunitario es siempre más verdadero que sustituirlo.
3) Por último, piensa un buen número de autores que la ética, como filosofía que es, ha de ocuparse de
la dimensión racional de los fenómenos, y la razón está ligada de forma indisoluble a la intersubjetividad, no
a la subjetividad de cada individuo.
Pongamos algún ejemplo: supongamos que estoy absolutamente convencida de haber descubierto la
causa de un suceso; sin embargo, no puedo constatarlo de ninguna manera. Es, pues, una
creencia que tengo, pero ¿cómo podré decir que es un saber racional? ¿Bastará mi creencia subjetiva o tendré
que confrontarla con otros y, sólo si coinciden conmigo, podré tenerla por saber racional?
Supongamos que una norma me parece correcta. Sin embargo, entablo un diálogo sobre ella con otras
personas, y me doy cuenta de que carezco de argumentos, no sólo para convencerles, sino también para
confirmar yo misma mi convicción. ¿Tiene sentido que siga manteniéndola como una exigencia fuerte, o más
bien debería pertrecharme de razones que pueda compartir con otros; es decir, intersubjetivables?
"Racionalidad" e "intersubjetividad" parecen, pues, coextensivos. Y si la filosofía ha de ocuparse de
la dimensión racional de los fenómenos -piensan estos autores-, habrá de centrarse más en lo intersubjetivo
que en lo intrasubjetivo: más en la justicia que en la felicidad. Por eso la gran pregunta de la ética actual es
"¿qué es una sociedad justa?"
Pregunta central en la vida humana, que no debería bloquear, sin embargo, la indagación de la
felicidad, ya que, a fin de cuentas, no hay ética intersubjetiva sin ética intrasubjetiva, no hay diálogo con otros
sin "diálogo consigo mismo".
Deberíamos en cualquier caso tratar de complementar, nunca de sustituir.
A nuestro mapa le pasa lo que al de Marco Polo: que para él existen continentes desconocidos, como
África y la mayor parte de Asia (por no decir la totalidad). La filosofía, tal como la entendemos, no se ha
desarrollado como tal en el continente africano, y las éticas orientales van haciendo su aparición entre
20
1
nosotros, pero me temo que por el momento con un tinte más folclórico que otra cosa. Los grupos que hacen
yoga para adelgazar bien poco tienen que ver con la hondura del pensamiento oriental.
En lo que respecta al mundo ético que conocemos, podríamos aventurar una modesta distribución
geográfica, si bien a todos sus habitantes une en este momento -como hemos dicho- el intento de responder a
la misma cuestión: ¿cómo podemos construir una sociedad justa? ¿cómo hacer posible la conviencia pacífica
en sociedades pluralistas, e incluso multiculturales? La otra gran pregunta de la filosofía moral -"¿qué hemos
de hacer para ser felices?"- parece haber quedado por el momento en un segundo plano.
Parece la felicidad cosa de los individuos y de los grupos, cuestión que cada persona ha de responder
desde su modo de ser y de querer, desde su modo de esperar y soñar. En cambio la justicia se nos muestra
como cosa de todos nosotros, como negocio que hemos de hacer juntos y del que nadie puede evadirse.
Porque las sociedades no son felices ni desdichadas: lo son la personas; pero las sociedades sí que son,
en cambio, justas o injustas. Por eso la ética de nuestros días, que es bien modesta, prefiere en su mayor
parte asegurar un marco de justicia -asegurar la calle- que meterse a dar consejos en la vida privada. ¿Qué
propuestas pretenden en nuestro momento dibujar ese marco de justicia?
* Si empezamos nuestro recorrido por Norteamérica, nos encontraremos con un mundo de animadas
discusiones, provocadas sobre todo por el libro de John Rawls, la Teoría de la Justicia (1971)35. La Teoría de
la Justicia inició una corriente de ética política, el liberalismo político, a la que se han sumado autores de la
talla de Charles Larmore36, Ronald Dworkin o Richard Rorty37. En su segundo libro, Political Liberalism,
perfila Rawls los rasgos de esta propuesta y sus virtualidades para sociedades pluralistas con democracia
liberal38.
El liberalismo político prolonga la tradición del "pragmatismo" americano de William James y Char-
les.S. Peirce, pero sobre todo la de John Dewey. Tradición que también inspira la célebre propuesta de
"Filosofía para niños" de Matthew Lipman, ampliamente difundida y aceptada en muchos países por
profesores de enseñanza primaria y secundaria, gracias a los bien empleados esfuerzos de Félix García
Moriyón39. Lipman entiende que los niños son perfectamente capaces de comprender cuestiones filosóficas y
de encontrar respuestas, siempre que se las planteen en un grupo -la clase-, que funciona como "comunidad de
investigación", dirigida por un adulto. Para ayudarles en el proceso investigador ha escrito Lipman un
conjunto de novelas para diferentes edades, en las que van planteándose las grandes cuestiones filosóficas,
amén de un "libro para el profesor" acompañando a cada una de ellas.
35
John Rawls, Teoría de la Justicia, Madrid, F.C.E., 1978. Ver
también John Rawls, Justicia como equidad (edición a cargo de M.A.
Rodilla), Madrid, Tecnos, 1986.
36
Ch. Larmore, "Political Liberalism", en Political Theory, vol. 18,
n1 3 (1990), pp. 339-360.
37
Ronald Dworkin, "El liberalismo", en S. Hampshire (comp.), Moral
pública y privada, México, F.C.E., 1983, pp. 133-167; Los derechos en
serio, ; Richard Rorty, "Postmodernist bouergois Liberalism", en The
Journal of Philosophy (1983), pp. 583-589; Contingencia, ironía y
solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.
38
John Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, 1993.
39
Aparte de otros trabajos, Félix García Moriyón ha publicado una
excelente historia de la filosofía, junto con Magdalena García e Ignacio
Pedrero: Luces y sombras. El sueño de la razón en Occidente, De la Torre,
Madrid, 1994. Es éste un trabajo óptimo para introducir la filosofía en
enseñanza secundaria, en los primeros cursos de facultad y para cuantos
quieran tener noticia de ella de forma amena, clara y completa.
21
1
Y regresando al núcleo del que hemos partido, el liberalismo político de John Rawls, trabajando con
Rawls estrechamente construyó Lorenz Kohlberg una "psicología del desarrollo moral", que es hoy punto
obligado de referencia en el mundo educativo. Kohlberg muestra cómo la formación de la conciencia moral es
fruto de un desarrollo, que recorre en todas las personas los mismos niveles (preconvencional, convencional y
postconvencional), divididos en seis estadios. Esto no significa que todos alcancen los últimos estadios, sino
que siguen el mismo recorrido, lleguen a donde lleguen. Con ello ofrece Kohlberg pautas para "medir" la
madurez moral de los niños, para ayudarles a ir creciendo moralmente, y también para hacer de la escuela una
"comunidad justa". Para ello emplea el método de los dilemas morales, que resulta muy fecundo para el aula40.
Algunos discípulos de Kohlberg han criticado seriamente su propuesta, pero las críticas más conocidas
son las de su discípula Carol Gilligan, quien en su libro Con una voz diferente (1982) ha querido mostrar
cómo los grandes psicólogos (Freud, Piaget, Kohlberg) han empleado preferentemente muestras masculinas y
cómo a partir de ahí han entendido que la "voz femenina" no es que es "diferente" de la masculina, sino
"desviada"41. Por eso Gilligan trata de reconstruir también las etapas del desarrollo moral de quienes hablan en
esa voz femenina y no masculina. Lo moral se expresa, por tanto, al menos en dos voces, cada una de las
cuales no se identifica necesariamente con la de los mujeres o los varones concretos.
Por otra parte, tomando como referentes los estadios del desarrollo moral en el niño que Kohlberg
propone, ha elaborado Jürgen Habermas una "teoría de la evolución social". Las sociedades aprenden -afirma
Habermas-, no sólo técnicamente, sino también moralmente, y la lógica del desarrollo de Kohlberg nos
permite reconstruir, no sólo el desarrollo moral del niño, sino también el de las sociedades. En nuestro
momento la conciencia moral de las sociedades con democracia liberal se encuentra en el tercer nivel de
Kohlberg (el postconvencional).
* Sin salir de Norteamérica, frente al liberalismo político surgió de inmediato una polémica, al menos
desde tres instancias:
- El "anarcocapitalismo" y el liberalismo de Robert Nozick, que algunos autores caracterizan como
"liberalismo insolidario"42. En su libro Anarquía, Estado y Utopía ataca Nozick a John Rawls y su teoría de
la justicia, por entender que dicha teoría propugna un intervencionismo "inmoral" del estado en la economía.
Los derechos de propiedad -piensa Nozick- son derechos naturales, y cualquier intervencionismo
socialdemócrata, cualquier teoría de justicia redistributiva, atenta contra ellos.
- El "socialismo liberal" de Michael Walzer, disconforme con una uniformización de la justicia
distributiva, tal como Rawls la propone43. Walzer piensa -por el contrario- que en una comunidad política
existen distintas esferas, en cada una de las cuales se distribuye un bien diferente. Hecho por el cual cada una
de ellas debe venir regida por un diferente criterio de justicia.
- La arrolladora corriente "comunitaria", compuesta por autores tan heterogéneos como Alasdair
MacIntyre, Charles Taylor, Michael Sandel o Benjamin Barber44, que convienen en un punto: en acusar al
40
Lorenz Kohlberg, Psicología del desarrollo moral, DDB, Bilbao,
1992. Sobre la propuesta de Kohlberg ver, entre nosotros, José Rubio, "La
psicología moral", en Victoria Camps, Historia de la ética, III,
Barcelona, Crítica, 1989, pp. 481-532; Esteban Pérez-Delgado y R. García
Ros, La psicología del desarrollo moral, Madrid, Siglo XXI, 1991; Esteban
Pérez-Delgado y Mª Vicenta Mestre, El crecimiento moral, Universitat de
València, 1995.
41
Carol Gilligan, La moral y la teoría. Psicología del desarrollo
femenino, México, F.C.E., 1985.
42
Philippe Van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa?, Barcelona,
Barcelona, Ariel, 1994.
43
Michael Walzer, Esferas de la justicia, México, F.C.E., 1993.
44
Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987;
Justicia y racionalidad, EIUNSA, Barcelona, 1994; Tres versiones rivales
22
1
liberalismo como causante de buena parte de los males que nos aquejan por profesar un individualismo
abstracto.
Los liberales -piensan los comunitarios- defienden que cualquier persona es sujeto de derechos y
deberes, pero parecen olvidar que esas personas nacen en una comunidad y en ella aprenden a vivir
moralmente; olvidan que son personas concretas, enraizadas en familias, asociaciones y tradiciones concretas.
Quien desee hacer ética -siguen pensando los comunitarios- debe tener en cuenta este ser comunitario de las
personas, como ya aconsejaron Aristóteles o Hegel.
Conviene recordar, antes de pasar a otra corriente, que el comunitarismo norteamericano no ha dejado
de tener su eco en los nacionalismos europeos45.
* Si, continuando nuestro recorrido por el mapa político de la ética, nos dirigimos Alemania, la
segunda patria de la filosofía -la primera fue indicutiblemente Grecia-, cuatro rótulos, al menos, son
ineludibles:
- La "Teoría Crítica" de la Escuela de Frankfurt, iniciada en el primer cuarto del siglo XX por Max
Horkheimer, Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse46. La Teoría Crítica trataba de proseguir la búsqueda
marxiana de un criterio desde el que desenmascarar la ideologización de las sociedades avanzadas, criterio que
cada vez resultaba más difícil de encontrar porque era la propia racionalidad moderna la que debía criticar a la
racionalidad moderna.
El fracaso de los primeros frankfurtianos en esta búsqueda sugirió a Jürgen Habermas la conveniencia
de buscar por un camino distinto a los emprendidos ese criterio que nos permite discernir cuándo una sociedad
funciona por mecanismos ideológicos: cuando es incapaz de distinguir entre las normas que están
simplemente vigentes y las que son verdaderamente legítimas.
- Para descubrir ese criterio desarrolló Jürgen Habermas en la década de los setenta y los ochenta su
teoría de la acción comunicativa47, y construyó, junto con Karl-Otto Apel, la "ética del discurso"48.
Es ésta una ética racional que, tras la experiencia nazi, se niega a dejar las cuestiones morales en
manos del "sano sentir común del pueblo", y exige que demos razón de nuestras opciones morales. Los
dirigentes nacionalsocialistas rehusaban dar razón de sus acciones -fundamentarlas-, acogiéndose a la coartada
en teoría moral, RIALP, Pamplona, 1993;
Charles Taylor, Sources of the Self, Harvard University Press, 1989; Michael Sandel, Liberalism and the
Limits of Justice, Cambridge University Press, 1982; Benjamin Barber, Strong Democracy, University of
California Press, 1984. Ver A. Cortina, Ética sin moral, cap. 4; C. Thiebaut, Los límites de la comunidad,
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992.
45
Para un análisis de los nacionalismos ver Nicolás Mª López Calera,
Nacionalismo. ¿Inocente o culpable?, Madrid, Tecnos, 1995.
46
Para una exposición clara y sucinta de los proyectos y
realizaciones de los frankfurtianos, acompañada de una bibliografía
accesible, ver Adela Cortina, Crítica y Utopía: la Escuela de Frankfurt,
Madrid, Cincel, 1985.
47
Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus,
2 vols.
48
Karl-Otto Apel, Transformación de la filosofía, II, pp. 395 ss.;
Estudios éticos, Barcelona, Alfa; Teoría de la verdad y ética de la
responsabilidad, Barcelona, Paidós, 1991; Jürgen Habermas, Conciencia
moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985. Ver también
Adela Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Salamanca,
Sígueme, 1985; Ética aplicada y democracia radical; Javier Muguerza,
Desde la perplejidad, Madrid, F.C.E., 1991; Domingo García Marzá, Ética
de la Justicia, Madrid, tecnos, 1992.
23
1
de que para legitimarlas bastaba con el "sano sentir común del pueblo alemán". Habida cuenta de las
atrocidades que semejante negativa desencadenó, exige la ética discursiva dar razón de las opciones morales,
por lo menos de aquellas que afectan a los mínimos de justicia a los que cualquier ser humano tiene derecho.
Es importante -piensa la ética del discurso- que las personas busquemos la felicidad. Es importante que
expresemos nuestros sentimientos. Pero es indispensable dar razones de aquellos actos que afectan a los bienes
básicos de los seres humanos. Por eso Apel y Habermas se han esforzado por descubrir un fundamento para
las normas morales, pero también por aplicar este tipo de ética a diversos ámbitos de la vida social 49, y por
diseñar un modelo de "política deliberativa", como "tercera vía" entre el liberalismo y el comunitarismo50.
- El "Racionalismo Crítico", iniciado por Karl Popper con La sociedad abierta y sus enemigos y
Miseria del historicismo, y proseguido por Hans Albert51, nace como una frontal oposición a cualquier
dogmatismo, en el más limpio sentido de la tradición ilustrada "atrévete a servirte de tu propia razón". Los
dogmas, las afirmaciones o mandatos que se resisten a dejarse criticar por la razón, son la fuente del fanatismo
y tienen nefastas consecuencias para las personas. Claro ejemplo de ello es el dogmatismo practicado por las
corrientes que se empeñan en descubrir leyes de la historia, como ha sido el caso del materialismo histórico.
Frente a este futuro ya cerrado, es urgente potenciar "sociedades abiertas" según un modelo de democracia
liberal.
* Por el mundo británico sigue campeando triunfante el "Utilitarismo", embarcado en la tarea de
conseguir "la mayor felicidad para el mayor número", de la mano de Smart, Lyons y un largo etcétera; y
también los marxistas de Oxford, que componen una bien curiosa tradición. Mientras que los franceses,
individualidades aparte, adscritas a la ética del discurso o al liberalismo político, siguen apostando, después
del estructuralismo, por la postmodernidad.
* ¿Y qué decir de España nuestra y de América Latina? En ellas sigue presente la tradición de José
Ortega y Gasset, tanto la que prolonga Julián Marías52, como la que uniéndose a la de Xavier Zubiri, es
proseguida por José Luis Aranguren y Pedro Laín53. Pero también la ética latinoamericana de la liberación,
abanderada por Ignacio Ellacuría, Enrique Dussel, Leopoldo Zea o Juan Carlos Scannone, que en los últimos
tiempos va transitando paulatinamente del conflicto al diálogo, de una ética que hunde sus raíces en Marx y
Levinas, a una que se aproxima a la ética del discurso54. En definitiva, el pobre, el marginado, es el interlocutor
potencial de una gran cantidad de diálogos sobre decisiones que le afectan, un interlocutor potencial que nunca
lo es real55.
CAPÍTULO 4. ¿QUÉ ES LA EDUCACIÓN MORAL?
La meta de la educación
Por eso parece bastante más acertada la posición de Richard M. Hare, quien considera que la diferencia
entre la indoctrinación y la educación reside en la meta que persiguen el "indoctrinador" y el "educador",
respectivamente, meta que determinará el tipo de método y de contenido59.
El indoctrinador pretende transmitir unos contenidos morales con el objetivo de que el niño los
incorpore y ya no desee estar abierto a otros contenidos posibles; pretende, en definitiva, darle ya las
respuestas y evitar que siga pensando: encerrarle en su propio universo moral, para que no se abra a otros
horizontes. Éste es el proceder propio de lo que se ha dado en llamar una moral cerrada.
El educador, por el contrario, se propone como meta que el niño o adolescente piense moralmente
por sí mismo, cuando su desarrollo lo permita, que se abra a contenidos nuevos y decida desde su autonomía
qué quiere elegir. El educador pone así las bases de una moral abierta.
La diferencia entre indoctrinar y educar no es, por tanto, una diferencia de método sino de meta.
56
Para el nuevo horizonte normativo de la educación moral en España
ver Josep M0 Puig Rovira, La educación moral en la enseñanza obligatoria,
Horsori, Barcelona, 1995, pp. 15-32.
57
J. Wilson, "Education and Indoctrination", en T.C.B. Hollins (ed.),
Aims in Education, Manchester, UP, 1964.
58
Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, pp. 72 ss.
59
Richard M. Hare, Essays on Religion and Education, Oxford Clarendon
Press, 1992, cap. 7.
25
1
60
Ibid., p. 117.
26
1
Modelos de hombre
El problema de los modelos de hombre es que la historia de la humanidad ha ofrecido y ofrece
múltiples y diversos. ¿Por cuál optar?
En principio, muchos de ellos entran en conflicto. Recurriendo a la historia de la filosofía, podemos
apreciar cómo el modelo aristotélico de vida plenamente humana poco tiene que ver con el del proletario
marxista empeñado en la revolución social o con el del anarquista autogestionario. El ideal aristotélico de
quien puede dedicar su vida al estudio y la investigación, a la reflexión y el pensamiento -a la contemplación,
en suma61- parecen reñidos con la vida activa de quien piensa que "hasta ahora los filósofos se han dedicado a
contemplar el mundo y ya es hora de transformarlo"62.
Y lo mismo ocurriría si, adentrándonos en la vida cotidiana, rastreáramos qué ideales de hombre las
gentes han soñado y sueñan: el triunfador en los negocios, la política y la vida social, el solidario hasta la
entrega día a día de la propia vida, el científico tenaz y prestigioso, el artista (cantante, torero) capaz de llenar
locales, y así un largo etcétera. ¿No ocurre que muchos de estos ideales entran entre sí en conflicto? ¿Y no
sucede que cada uno de ellos es deficitario, porque carece de los valores de los que otros gozan, o al menos los
tiene en menor grado?
En la misma Grecia homérica un personaje como el de Héctor, valeroso guerrero, esposo fiel, tierno
padre, necesitará complementarse con la amistad, de la que son ejemplo Aquiles y Patroclo, con la prudencia
de Príamo o con la astucia de Ulises, para llegar a la perfección. Porque ninguno de ellos es paradigma de
todos esos valores (coraje, fidelidad, ternura, amistad, astucia), sino "tipo ideal" de alguno de ellos.
61
Ética a Nicómaco, libro X.
62
Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, tesis 11.
63
Henri Bergson, Las dos fuentes de la moral y la religión,
27
1
pero puestos a la luz del día con su vida y su palabra. Sin ellos, el horizonte de la humanidad sería
infinitamente más estrecho de lo que es.
Sin embargo, y con ser esto cierto, el creador moral no es nunca un modelo a reproducir, porque él es
también hijo de su tiempo y lugar, tiene unas características personales que le constituyen como persona única
e irrepetible, ya que cada persona goza de unas peculiaridades por las que es única e irrepetible.
Por eso no se trata en la educación moral de mostrar modelos para que se reproduzcan, porque la
reproducción, la copia y la mera imitación congelan la vida. Lo que importa, a fin de cuentas, es avistar
valores y aprender a saborearlos, sabiendo que por atractivos que resulten unos personajes u otros, yo voy a
tener que crear el mío, el que nadie puede representar por mí; pero que vale la pena hacerlo con valores que
valgan. ¿Cuáles son esos valores? Y sobre todo, ¿qué criterio debemos emplear para espigarlos, si no
queremos acabar tejiendo un "saco de valores", una vez pasado de moda el de las virtudes?
64
En Ética aplicada y democracia radical intenté ya tener en cuenta
distintas tradiciones morales para los diversos sectores de la ética
aplicada, aunque dentro del marco de una de ellas (de la ética del
discurso). El cap. 13 del libro está dedicado a la educación moral.
28
1
A esta tarea dedicó Xavier Zubiri algunos de sus cursos orales 65 y Aranguren tuvo buen cuidado de
aprovechar tales enseñanzas en su Ética66. Por su parte Diego Gracia recoge y profundiza la "fundamentación"
zubiriana de lo moral en lugares centrales de sus Fundamentos de Bioética67, y otros autores hispanohablantes
e "hispanoescribientes" le han dedicado sustanciosos comentarios68. A todos estos trabajos vamos a remitirnos
con objeto de dilucidar si nuestra misma estructura biológica exige alguna línea de educación moral, línea
cuyos trazos iremos dibujando a lo largo de todo el capítulo.
Atendiendo a esta tradición podemos decir que todo ser humano se ve obligado a conducirse
moralmente, porque está dotado de una "estructura moral o, por decirlo con Diego Gracia, de una
"protomoral", que tiene que distinguirse de la "moral como contenido". Precisamente porque todo ser humano
posee esta estructura, podemos decir que somos constitutivamente morales: podemos comportarnos de
forma moralmente correcta en relación con determinadas concepciones del bien moral, es decir, en relación
con determinados contenidos morales, o bien de forma inmoral con respecto a ellos, pero estructuralmente
hablando, no existe ninguna persona que se encuentre situada "más allá del bien y del mal". ¿En qué consiste
esa estructura moral?
Conocer la realidad
Si de la realidad tenemos que partir inevitablemente, parece aconsejable tratar de conocerla lo mejor
posible, porque otra cosa es, no sólo suicida, sino también "homicida".
Es suicida ya que quien construye castillos en el aire, desconociendo el terreno que pisa, no tarda en
caer en algún hoyo. La imaginación pueril -como es sabido- es la que se pierde en ensoñaciones sin punto de
apoyo en la realidad, y después sucede que el niño, a fuerza de imaginar sin fundamento, se creyó Tarzán y se
rompió el fémur pensando que saltaba de liana en liana. La imaginación creadora, por contra, la imaginación
adulta, es la que se nutre de la realidad y trata de ampliarla proyectando desde ella.
Por otra parte, desconocer la realidad y construirse la vida de espaldas a ella es también "homicida": el
que vive siempre en las nubes, es un peligro privado y público, bien porque propone proyectos ilusorios, que
acaban en la frustración de quienes se alistaron confiados, bien porque ignora si está causando daño o bien. Su
ignorancia resulta en cualquier caso peligrosa.
Por eso conviene informarse, recurrir a las aportaciones de distintos saberes, y echar mano de la
experiencia ajena a través de la literatura, el cine, las artes plásticas y unos medios de comunicación "bien
administrados". Una mente abierta a los problemas y a las propuestas de solución ya existentes es esencial
para una persona moralmente educada.
Tomarla en serio
Ahora bien, precisamente quien se afane por conocer la realidad al máximo caerá en la cuenta de que
con ella no se pueden hacer mangas y capirotes como a veces cree un "idealismo" mal entendido. Y digo "un
idealismo mal entendido" porque el término "idealismo" tiene diversas acepciones, algunas de las cuales son
imprescindibles para culminar con éxito el proceso de humanización de la humanidad, mientras que otras
resultan totalmente contraindicadas para llevar a cabo ese proceso.
30
1
Sería idealismo positivo considerar que la historia humana se construye también con ideas e ideales, y
que es puro conformismo, dejación de humanidad, resignarse a pensar que no hay más cera que la que arde,
aferrarse con uñas y dientes a la vulgaridad y la ramplonería, tachando de ilusos a cuantos intentan abrir
nuevos horizontes.
Es también positivo el idealismo filosófico de corte kantiano, según el cual cuando hacemos ciencia
somos nosotros los que construimos modelos y planteamos preguntas que después formulamos a la
experiencia. Una teoría científica no es nunca un simple reflejo de la realidad, sino que cuenta, como
ingrediente, con una buena dosis de imaginación y razón creadoras.
Sin embargo, cuando extremamos estas posiciones y llegamos a afirmar que somos nosotros quienes
construimos el mundo a nuestro sabor, desde nuestras ideas, sin necesidad siquiera de hacer pie en la realidad,
hemos convertido el idealismo sano en un idealismo patológico. Y como sucede que todo conocimiento
viene movido por un interés, como ya recordaron Scheler, Apel o Habermas 69, las más de las veces este
idealismo enfermo está manipulado desde intereses individuales o grupales: interesa creer que somos
nosotros quienes construimos la realidad porque así podemos manipularla a nuestro gusto.
Éste es el caso ejemplar de la célebre "razón instrumental" moderna, que se viene empeñando desde
hace siglos en tratar como objetos de usar y tirar a la naturaleza y a cada uno de los seres humanos 70. Así
hemos llegado en nuestro momento, sin ir más lejos, a una manipulación total del medio ambiente, gracias a la
cual puede hablarse sin temor a errar de desastre ecológico.
La desertización del planeta Tierra es ya un hecho, y al menos cincuenta millones de "ecorrefugiados"
están abandonando sus países de origen, totalmente expoliados por intereses económicos, y buscan donde
vivir. Es difícil calcular el número de muertes que se producen por el camino. Es difícil prever qué ocurrirá
cuando lleguen a las puertas de los "países ricos". Y no es mucho más sencillo predecir qué sucederá con los
que logren entrar en ellos: marginación, búsqueda de permiso de trabajo, desconfianza y recelos por parte de
los ciudadanos de toda la vida.
Por contra, lo que sí es evidente es que la realidad empieza a "vengarse" con el agotamiento de las
materias primas, la desertización y la progresiva destrucción de la ecosfera, porque la realidad, al cabo,
termina "vengándose" de alguna manera. Termina presentando repleto su libro de reclamaciones a una
humanidad que ha perdido el norte.
Frente a esta idea errada de que podemos tomar la realidad a beneficio de inventario, podemos extraer
una segunda consecuencia del "reismo" zubiriano: no podemos organizar nuestra vida de espaldas a la
realidad, sino que hemos de tomarla en serio.
La imaginación al poder
Pero tomarla en serio significa, entre otras cosas, saber que puede ser ampliada de una forma
prodigiosa, siempre que no dejemos de hacer pie en ella y mientras agudicemos al máximo la capacidad
creadora para imaginar posibilidades sin cuento.
69
Max Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo XX, 1973,
pp. 76-81; Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, I, p. 31;
Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984;
Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1982; Adela Cortina, Ética y
Utopía: la Escuela de Frankfurt, pp. 115-119.
70
Como decía Max Horkheimer, criticando el hecho de que la razón
instrumental se haya convertido para Occidente en "la" razón: "Hoy se
considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón,
consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada
caso. Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos
mismos en medios, son considerados como supersticiones" (Crítica de la
razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1969, p. 7).
31
1
Como antes hemos comentado, es un hábil recurso de los conformistas -de los "realistas" de pacotilla-
frenar cualquier propuesta innovadora alegando que no hay más cera que la que arde, que no hay que estirar el
brazo más que la manga, y otros refranes disuasorios. Sin embargo, lo humano, lo realmente humano, consiste
en la capacidad de crear más cera y alargar las mangas, para conseguir la luz que deseamos y tener el brazo a
cubierto.
Las más de las veces las depresiones, los malos humores vienen motivados por el agobio que produce
no vislumbrar salidas para nuestros problemas. Por eso la piedra filosofal para salir del mal paso, para
convertir en serenidad la amargura, consiste en idear alternativas viables. Una cosa es soñar utopías cuyo
fracaso conduce a la frustración de los ideales por los que nacieron, otra bien distinta ampliar el ámbito de la
realidad posible, para encontrar siempre ante cualquier problema una salida.
Los enigmas excitan la imaginación y la razón creadoras; las aporías, los callejones sin salida bloquean
las capacidades humanas y acaban matando el impulso vital.
Ser realistas
Actuar en el sentido que venimos comentando es, en definitiva, ser realista de un modo plenamente
humano: ser realista en el sentido en que lo entendió un zubiriano como Ignacio Ellacuría, cuyo
planteamiento moral y ético tuvo un agudo sentido de la realidad71.
Por "ser realista" suele entenderse en principio ser pragmático, ser egoísta, no comprometer demasiado
para no tener sinsabores. Pero esto no es realismo, sino cinismo.
También puede entenderse por "realismo" atenerse a la realidad tal como es, a los hechos tal como son.
Pero sucede que "lo que es, no es todo", sino que puede ser muchísimo más, dependiendo de nuestra
"ambición".
Por eso consideramos aquí auténtico realismo el que, al formular las grandes preguntas éticas, trata
de ampliar lo real desde lo que ya es. Y hoy en día -fuerza es reconocerlo- no es realista preguntarse "¿qué
hacer?" sólo desde el Primer o el Segundo Mundo, prescindiendo del Tercero, porque no existe ya ningún
mundo que sea independiente de los restantes.
Como muestra la globalización de los problemas económicos o ecológicos, la interdependencia entre
todos los lugares de la tierra es un hecho, y para ser realista, para actuar con sentido de la realidad, es preciso
preguntarse qué hacer desde el contexto de la humanidad en su conjunto72.
Por eso los planteamientos éticos que parten de la psicología de cada individuo y tratan de llegar a
partir de ella a la conveniencia para cada uno de aceptar determinadas propuestas morales carecen de realismo,
porque no existen individuos abstractos, independientes de los pueblos, las culturas y las épocas. Cada uno de
nosotros es hijo de su tiempo y de su lugar, sencillamente porque devenimos personas a través de un proceso
de socialización, en el que recibimos el legado de tradiciones de nuestra sociedad concreta.
Por lo tanto, el punto de partida de la moralidad no es nunca un individuo cualquiera, sino este
individuo en este grupo social en esta época y en este lugar.
Recordar que la pregunta por el hacer humano siempre se formula desde una situación fue una de las
claves de la ética realista de la liberación de Ignacio Ellacuría.
Un imperativo ético
Una simple mirada a la globalidad -recuerda Ellacuría- nos muestra que existen "pueblos enteros
crucificados", al menos dos tercios de la humanidad, lo cual significa que partimos ya de una situación de
"des-humanidad". Un proyecto ético no puede eludir este punto de partida, sino intentar que el proceso
71
Ignacio Ellacuría, "Ética Fundamental", Curso inédito, San
Salvador, 1978; "La función liberadora de la filosofía", en Escritos
políticos, I, San Salvador, 1991.
72
J.M. Tortosa, Sociología del Sistema mundial, Madrid, Tecnos, 1992.
32
1
evolutivo de hominización, por el que fue surgiendo paulatinamente el ser humano, se prolongue en un
proceso de humanización.
Para lograr llevar a cabo ese proceso de humanización, quien quiera ser libre ha de asumir un "impera-
tivo ético" que se articula en tres momentos: hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de
ella para que sea como debe ser.
"Hágase usted cargo" -decimos cuando pretendemos que alguien comprenda bien una situación antes
de decidir, no sea cosa que tome una decisión de la que después podría arrepentirse.
"Cargue usted con las consecuencias" -decimos cuando queremos mostrar a alguien que es a él a
quien van a pedirse responsabilidades de lo que sucede, porque es quien toma la decisión, por mucho que
quiera escabullir el bulto.
"En definitiva es usted el encargado" -decimos cuando el responsable se esfuerza por pasar la pelota al
superior, al inferior, o al sistema en su conjunto.
Asumir estas tres obligaciones con la realidad social en la que ya estamos implantados es lo contrario
de encogerse de hombros alegando que, a fin de cuentas "no soy guardián de mi hermano". Pero en este caso
no sería Yahvé quien pediría responsabilidades, sino la realidad de un ingente número de seres humanos
despojados de sus derechos, realidad ante la cual es preciso haber perdido mucha humanidad para no sentirse
conmovido, es preciso haber perdido mucha inteligencia para no comprender que las cosas deben ser de otro
modo y que son también responsabilidad nuestra.
Curiosamente Occidente se vanagloria de tener por justas las leyes que enunciamos poniéndonos en el
lugar de cualquier otro. "Póngase usted en mi lugar" -decimos al administrativo que nos pide lo imposible.
"Póngase usted en mi lugar" -repetimos en situaciones de desesperación. Ponerse en el lugar del dominicano
agredido o del turco humillado es un buen comienzo para juzgar después si el racismo es humanamente
aceptable.
Ser responsables
Desde esta perspectiva se abre paso lo que llamaríamos una "moral de la responsabilidad", entendida
ahora no tanto en sentido weberiano como contraposición a la moral de la convicción 73, sino como
contrapartida de la moral de la irresponsabilidad. Porque el que intenta eludir la realidad y no responder de
ella, como si no presentara sus exigencias ni tuviera relación con él, practica una "moral de la irresponsabili-
dad" que a la larga acaba pagándose. Y digo el impersonal "se" con plena conciencia porque, lamentable-
mente, no siempre es el irresponsable quien paga las malas consecuencias, sino otros más débiles que él.
No es extraño, en este orden de cosas, que Ignacio Ellacuría hiciera suya esa moral de la
responsabilidad de que vengo hablando -dejarse afectar por la realidad, hacerse cargo de ella y responder de
ella-, hasta el punto de introducir en el Plan de Estudios de la Universidad Centroamericana "José Simeón
Cañas" una asignatura llamada "Realidad Nacional". Ni resulta extraño tampoco que el filósofo Hans Jonas
propusiera sustituir el "Principio Esperanza" del marxista utópico Ernst Bloch por un "Principio Responsabi-
lidad" con respecto a la naturaleza74.
Ser inteligentes
Si, como hemos dicho, vamos a vernos obligados constantemente a elegir entre posibilidades para
apropiarnos unas, renunciando a otras, y a tener que justificar nuestras elecciones, más nos vale intentar ir
aclarándonos a nosotros mismos desde dónde hacerlo para lograr buenas elecciones. Sin duda nuestra razón
tiene una función calculadora, pero nos conviene que esos cálculos sean prudentes 75. Es decir, nos conviene
73
Max Weber, "Política como vocación", en El político y el
científico, pp.81-179.
74
Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética
para la civilización tecnológica, Círculo de Lectores, Barcelona, 1994.
75
N. Rescher, La racionalidad, Tecnos, Madrid, 1993.
33
1
tener criterios fundados desde los que tomar las decisiones, no sea cosa que elijamos las opciones menos
acertadas.
En este sentido, la historia de la ética ha sido en buena medida la historia de la sabiduría moral, el
intento de pertrechar a las personas de los criterios necesarios para hacer buenos juicios y, consiguientemente,
buenas elecciones.
Ejercitar la capacidad de juzgar para tomar decisiones prudentes es, pues, otro de los rasgos
imprescindibles en la educación moral. ¿Desde dónde pueden hacerse las elecciones?
76
A. MacIntyre, Is patriotism a Virtue?, The Lindley Lecture, The
University of Kansas, 1984.
34
1
Podemos decir, por tanto, que entre el rechazo del diálogo por innecesario (dogmatismo) y el rechazo
del mismo diálogo por imposible (relativismo), se sitúa el justo medio, el quicio de una buena educación.
5. Moral de actitudes
Es bien sabido que en la educación moral la formación de actitudes es una tarea tan básica al menos
como la transmisión de contenidos77; y no tanto por aquella extraña y grotesca idea de que al cabo los
contenidos se olvidan mientras que la inteligencia permanece, como si pudiera haber desarrollo de la
inteligencia sin el de la memoria, sino porque en lo moral la actitud, la predisposición del que obra sigue
siendo una pieza clave.
Podemos entender por "actitudes", con José Mª Puig, "aquellas tendencias y predisposiciones
aprendidas y relativamente fijas que orientan la conducta que previsiblemente se manifestará ante una
situación u objeto determinado"; la actitud es, pues, una predisposición conductual, que no consideramos
innata, sino como algo que la persona adquiere78.
Para concluir este capítulo, y tomando como punto de partida la descripción de la estructura biológica
de los seres humanos realizada por la tradición zubiriana, podemos extraer las siguiente actitudes como
propias de una persona moralmente educada:
1) Responsabilidad ante la realidad natural pero, sobre todo, ante la realidad social; la responsabilidad
de quien sabe que se hace hombre (varón o mujer) en contacto con la realidad, y que intentar desentenderse de
ella como si no fuera con él, supone incurrir en una "falacia abstractiva", que acaba pagándose. Porque la
realidad tiene un grueso libro de reclamaciones y acaba presentándolo.
A la persona la realidad "le va" en su modo de estar en el mundo y es irresponsable -inmoral- intentar
desembarazarse de ella. Por eso el frívolo podrá ser socialmente muy bien educado, pero moralmente
hablando es un maleducado.
Y lo mismo ocurre con el cínico79. El cínico -como decía en genial expresión Oscar Wilde- es el que
conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. El cínico -podríamos añadir- es el que cree posible
adjudicar a las cosas el precio que bien nos parezca, como si pudiéramos ordenar el universo desde nuestra
inventada ley del intercambio. Es, en consecuencia, ciego ante el valor que las cosas y las personas de suyo
poseen, impotente para degustar lo valioso. La actitud cínica es entonces la de un ignorante (ignorante del
valor), impotente para gozar de lo valioso y, por tanto, es la actitud de alguien moralmente maleducado.
2) De todo ello se sigue que una actitud de seriedad ante la realidad es la propia de la persona que
hace pie en ella. Y "seriedad" no significa aquí -entiéndase bien- abominar del disfrute, la ironía o el juego,
optando por una visión de la vida propia de aguafiestas y cenizos. "Seriedad" significa aquí asumir la
profundidad, el calado, de quien sabe que vivir en la superficie acaba siendo de tontos. Y que los tontos, en
definitiva, siempre resultan útiles a alguien.
3) La moral de la seriedad constituye la base de una moral de la buena voluntad, aunque no tengamos
por qué entenderla inmediatamente como relacionada con el imperativo categórico kantiano. La buena
voluntad es, a fin de cuentas, la buena actitud, la predisposición a tomarse en serio lo serio y en broma lo
77
Como bien muestra José Mª Puig Rovira, los contenidos que deben
transmitirse en la eduación no son los que dibujan modelos de persona, ni
tampoco los que conducen a una simple reproducción de la sociedad
existente, sino los que se obtienen desde un criterio que nos permite
criticar también las realizaciones de la sociedad. Ver La educación moral
en la Enseñanza Obligatoria, parte II.
78
José M0 Puig Rovira, ibid., p. 125. Ver también J.M. Cobo,
Educación ética, Madrid, Endymion, 1993, p. 186.
79
Aunque aquí entraríamos ya en el nivel de la distinción de valores
que Zubiri considera propio del logos, no ya de la inteligencia, y que se
expresa en el juicio.
35
1
jocoso. Y sin esta capacidad de discernir y sin la predisposición a vivir en serio lo que en serio merezca ser
vivido, en broma lo que requiere broma, no hay moral posible.
4) Por último, podemos extraer de esta primera parte la conclusión de que "pensar positivamente"
resulta esencial. Es decir, afrontar las decisiones, que inevitablemente tenemos que tomar, desde una decidida
actitud de tomar la mejor posible, la que abra más caminos de futuro. Pensar positiva y resolutivamente es una
buena actitud moral.
36
1
En efecto, en el año 1946 la OMS entendía por salud "un estado de perfecto bienestar físico, mental y
social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades"80. Como es palmario, si tomamos un patrón
semejante para la salud y la enfermedad, nos encontramos con que la mayor parte de la humanidad está
enferma, por no decir "la humanidad en su conjunto". Y, por otra parte, cualquier Estado que quiera proteger
el "derecho a la salud" de sus ciudadanos tendrá que "medicalizarse"; es decir, tendrá que invertir todos sus
recursos en la prevención y cura de la enfermedad con toda suerte de medidas sociales.
Como tal opción resulta inviable, la OMS tomó conciencia de lo ambicioso de la definición, y ofreció
más tarde una caracterización de salud bastante más modesta. A tenor de esta nueva caracterización, el grado
de salud de las personas se mide por el grado de autoposesión: la autoposesión de cuerpo y mente por parte
del sujeto es síntoma de salud, mientras que la imposibilidad de controlarse a sí mismo es síntoma de
enfermedad. Cuando tal falta de control se lleva al extremo, se produce la muerte 81. ¿Qué factores debemos
tener en cuenta para medir el grado de autoposesión de las personas?
Según la bibliografía del ramo, elementos como los siguientes son esenciales para medirlo:
• la capacidad de desplazamiento,
• la capacidad de autocontrol,
• la conciencia,
• la capacidad de relación interpersonal.
Cuando una persona, por su enfermedad, va perdiendo estas facultades, es claro que su salud se deteriora y la
enfermedad progresa hasta culminar en la muerte.
El impulso a la autoposesión es, pues, una tendencia biológica que opera en nuestra conducta. ¿Qué
relación guarda con la moralidad?
80
Preámbulo al documento de Constitución de la Organización Mundial
de la Salud, Nueva York, 22 de julio de 1946.
81
D. Gracia, Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid, 1988.
37
1
Ciertamente, las causas por las que alguien entra en el mundo de la droga son diversas: ser bien
acogido por el grupo de amigos que están enganchados, intentar una experiencia nueva, buscar algún
procedimiento para liberarse de una situación inhóspita, hacer una opción socialmente prohibida. Parece en
este último caso que la persona está realizando un acto de libertad frente a la sociedad que lo prohíbe y que
más liberal es una sociedad cuanta más libertad da a sus miembros para que se droguen cuando bien les
parezca.
Y, ciertamente, una sociedad liberal no acostumbra a poner barreras frente a las opciones personales de
vida feliz. Sin embargo, el liberalismo auténtico -no ese sucedáneo que consiste en realidad en desentenderse
de las personas y allá se las compongan- desaconseja todas aquellas elecciones que después resultan
irreversibles.
Considera el liberalismo auténtico que una persona puede cambiar de opinión a lo largo de su vida y
que es importante que pueda volver atrás en ese caso, porque, de lo contrario, se encuentra atada de pies y
manos. La drogadicción es, por tanto, un fenómeno absolutamente iliberal y reaccionario, porque quien se
introduce en él tiene difícil el camino de regreso a ser él mismo, a poder elegir desde sí mismo.
A través de la drogodependencia no se consigue, pues, la libertad, sino todo lo contrario: se consigue
alienarse, enajenarse, convertirse en alguien distinto de uno mismo. Y, como el camino de regreso resulta
extremadamente difícil, llega un momento en que se ha perdido toda posibilidad de autonomía -de decidir
desde sí mismo- y es una sustancia, o quienes trafican con ella, quien toma las decisiones.
Una vez más las apariencias engañan: hacer la apología de la droga no es propio de un auténtico
liberalismo, porque se trata de un fenómeno a todas luces reaccionario.
82
A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, cap. 13.
38
1
El actual movimiento comunitario recuerda a los liberales que la moral resultó impensable en algún
tiempo al margen de las comunidades, en las que los individuos desarrollan sus capacidades para lograr que la
comunidad sobreviva y prospere, porque, en definitiva, del bien de la comunidad se sigue el propio83.
El abismo abierto por el liberalismo moderno entre los intereses del individuo y los de la comunidad
-piensa el comunitarismo-, es el que hoy nos fuerza a preguntarnos: ¿por qué a un individuo le va a interesar
ser moral? Pregunta que carece de sentido si el individuo se sabe ya miembro de una comunidad, cuyos
fines coinciden con los suyos propios.
Por "moral" -recuerdan los comunitarios- se entendió en Grecia el desarrollo de las capacidades del
individuo en una comunidad política, en la que tomaba conciencia de su identidad como ciudadano
perteneciente a ella. Lo que además le facultaba para saber cuáles eran los hábitos que había de desarrollar
para mantener y potenciar esa comunidad, hábitos a los que cabía denominar virtudes84.
La pérdida de la dimensión comunitaria -prosiguen- ha provocado la situación en que nos
encontramos, en que los seres humanos son más individuos desarraigados que personas, átomos disgregados
en una masa informe, que pueblo. Y, por si faltara poco, ignoran qué tareas morales han de desarrollar.
Mientras que en el mundo de las comunidades hay mapas que ya nos indican el camino: hay virtudes que
sabemos hemos de cultivar, hay deberes que es de responsabilidad cumplir. En ellas -y esto es lo que me
importaba destacar- el nuevo miembro de la comunidad se sabe vinculado, acogido, respaldado por un
conjunto de tradiciones y de compañeros.
Por eso -concluyen los comunitarios- es tiempo de fortalecer los lazos de la comunidad desde los que
los hombres aprenden a ser morales, entre ellos el lazo cívico.
Ser ciudadano
Ciertamente, atendiendo al consejo de los comunitarios y también de la ética del discurso que
preconiza el fortalecimiento de comunidades de comunicación, es preciso recordar que la educación empieza
por sentirse miembro de comunidades: familiar, religiosa, étnica. Pero también miembro de una
comunidad política, en la que el niño ha de sentirse acogido desde el comienzo.
Porque cada niño se encuentra en el contexto de una realidad social determinada, que le ayudará a
desarrollar las predisposiciones genéticas en un sentido u otro. Y, como muy bien apuntan los "culturalistas"
frente a los "genetistas", el medio en el que se desenvuelva es esencial para el desarrollo de unas tendencias u
otras.
Como en las primeras etapas del desarrollo necesita forjarse una identidad desde los grupos a los que
pertenece, la comunidad familiar y la comunidad religiosa, en su caso, van ofreciéndole esos vínculos de
pertenencia que constituyen una necesidad psicológica intrínseca. Pero también la comunidad política tiene la
obligación de hacer sentir al niño que, además de ser miembro de una familia, de una iglesia, de una etnia, de
una cultura, lo es también de una nación, que espera de él que participe activamente como ciudadano.
Podría pensarse que la primera tarea de la educación moral consiste en formar a los niños como
hombres e interesarles más tarde en los valores de la ciudadanía. Sin embargo, ambas cosas no pueden hacerse
por separado, porque las personas, para devenir tales a través del proceso de socialización, necesitamos unas
señas de identidad, que brotan de distintas formas de pertenencia a la sociedad y, en este sentido, podemos
decir que:
1) El ejercicio de la ciudadanía es crucial para el desarrollo de la madurez moral del individuo, porque
la participación en la comunidad destruye la inercia y la consideración del bien común alimenta el altruísmo.
83
Ver bibliografía citada en nota 45 de este mismo trabajo.
84
C. Thiebaut, "Virtud", en A. Cortina (ed.), Diez palabras clave en
ética, Estella, VD, 1994.
39
1
2) La ciudadanía subyace a las otras identidades y permite suavizar los conflictos que pueden surgir
entre quienes profesan distintas ideologías, porque ayuda a cultivar la virtud política de la conciliación
responsable de los intereses en conflicto.
Para formar hombres es, pues, necesario formar también ciudadanos.
La educación cívica
Sin embargo, la educación cívica puede despertar sospechas, que lleven incluso a su descalificación:
¿no es un procedimiento para formar ciudadanos dóciles, manejables, que no causen problemas al poder
político?
Si así fuera, estaríamos educando víctimas propiciatorias para cualquier totalitarismo, y no personas
autónomas, dispuestas a regirse por su propias leyes, contraviniendo así las exigencias de una escuela
moderna. ¿Es ése el objetivo de la educación cívica?
Ante preguntas de esta guisa conviene recordar, en principio, que las escuelas siempre han enseñado a
los niños a ser buenos ciudadanos, sea a través de la selección del material que indefectiblemente transmite un
mensaje, sea a través del "curriculum oculto", es decir, de los mensajes subliminales que el alumno absorbe en
la relación con los profesores y en la organización de las clases.
Por lo tanto, si queremos educar en las exigencias de una escuela moderna, que asume como
irrenunciable la autonomía de sus miembros, la clave consiste en bosquejar los rasgos de ese ciudadano
autónomo, no dando por bueno cualquier modelo de ciudadanía.
Ciudadanía cosmopolita
No es fácil precisar un modelo de ciudadanía, porque la idea de ciudadanía tiene una larga historia: su
origen se remonta, al menos, a la polis griega y, a través de Roma y el Renacimiento, cobra especial fuerza a
partir de la Modernidad. Sin embargo, desde ella todavía es grande el número de modelo posibles, sean
liberales, socialistas, nacionalistas o totalitarios.
Aquí optaremos por un modelo de ciudadanía a la vez nacional y universal, que se configura con las
siguientes características:
- Autonomía personal (el ciudadano no es ni vasallo ni súbdito)
- Conciencia de derechos que deben ser respetados.
- Sentimiento del vínculo cívico con los conciudadanos, con los que se comparten proyectos comunes.
- Participación responsable en el desarrollo esos proyectos, es decir, conciencia, no sólo de derechos,
sino también de responsabilidades.
- A la vez sentimiento del vínculo con cualquier ser humano, y participación responsable en proyectos
que lleven a transformar positivamente nuestra "aldea global".
Ciertamente, la asunción de la "doble ciudadanía" -nacional y universal- es fruto de un doble
movimiento de diferenciación, por el que el ciudadano se sabe vinculado a los miembros de su comunidad
por una identidad que le diferencia de los miembros de otras comunidades y, sin embargo, de identificación,
en tanto que persona, con todos aquellos que son también personas, aunque de diferentes nacionalidades.
Este último modelo de ciudadanía -la cosmopolita- presenta especiales dificultades, porque así como el
niño de los 4 a los 7 años desarrolla claras identidades nacionales, ligadas a símbolos de pertenencia, y no es
excesivamente difícil encontrar tales símbolos de pertenencia en la tradición e historia de un pueblo, que son
los que al cabo respaldan emocionalmente la identidad nacional, las tradiciones y símbolos compartidos por la
humanidad en su conjunto son escasos: la experiencia de la raza humana como tal no es el agregado de
experiencias particulares, sino la adquirida a través de proyectos comunes. Por eso, educar en la doble
ciudadanía supone introducir afectivamente en el doble simbolismo e implicar a los niños en proyectos tanto
locales como de alcance universal85.
85
La educación en la ciudadanía universal exige recurrir también al
40
1
Un alto en el camino
En este punto conviene hacer un alto en el camino para resumir lo que hasta ahora hemos ganado en
este trabajo:
1) La moral no es algo ajeno al individuo, un conjunto de mandatos que brota de otro mundo y que
sólo pueden interesar a una persona -niño o adulto- si le convencemos mediante alguna gratificación o alguna
sanción externa.
2) La moral es indeludible, en principio, porque todos los seres humanos hemos de elegir entre
posibilidades y justificar nuestra elección; con lo cual más vale que nos busquemos buenos referentes para
justificarlas, no sea cosa que labremos nuestra propia desgracia.
3) Estamos en el mundo con un tono vital u otro, altos de moral o desmoralizados, y para levantar el
ánimo dos cosas al menos son indispensables: tratar de descubrir qué proyectos nos son más propios y tener la
autoestima suficiente para intentar llevarlos a cabo.
4) Por último, nuestra socialidad exige que proyectos y autoestima broten de una identidad
psíquicamente estable, ganada en la comunidad familiar, religiosa, cívica, al sentirse ya desde el comienzo
miembro acogido y apreciado -valioso, por tanto- de un grupo humano con proyectos compartidos.
De ahí que podamos decir que si la comunidad política no se responsabiliza de la educación cívica de
los ciudadanos potenciales, haciéndoles sentir que son miembros suyos, parte suya, y que esa pertenencia es
gratificante, carece de sentido preguntar más tarde cómo interesarles en la cosa pública.
Y es indudable que sin, al menos, cierta igualdad y justicia no puede haber ciudadanía, porque los
discriminados no pueden sentirse ciudadanos: ¿no es puro cinismo intentar interesar en valores cívicos de
libertad, tolerancia, imparcialidad y respeto por la verdad y por el razonamiento, a los que nada ganan con la
res publica, o ganan significativamente menos que otros?
En el origen es donde deben asumir su responsabilidad las distintas comunidades -también la política-
para hacer sentir a los niños que son miembros suyos. Sólo desde esta idea de pertenencia será posible desarro-
llar con bien las restantes formas de entender la moral, que comentaremos brevemente: como búsqueda de
felicidad, como disfrute del placer, como capacidad de darse leyes propias; como capacidad de asumir una
determinada actitud dialógica.
Educar en la felicidad
Por eso, a mi juicio, tener en cuenta en la educación moral el deseo de felicidad de los hombres es
imprescindible, como también lo es educar con el objetivo de que los niños no renuncien a conseguirla, sino
todo lo contrario. Pero para eso es fundamental tener en cuenta dos cosas al menos:
1) El educador no tiene derecho a inculcar como universalizable su modo de ser feliz. Aquí no
caben sino la invitación y el consejo, comunicar las propias experiencias y narrar experiencias ajenas87.
2) Sí tiene que enseñar a deliberar bien, ayudando a cada persona a encontrar y llevar a cabo sus
propios proyectos de felicidad.
Como cada ser humano es único e irrepetible, cada uno ha de averiguar cuál ha de ser su
peculiar modo de vivir bien, qué es lo que le hace ser él mismo. En la tarea de averiguarlo pueden ayudarle
personas que le conocen y expertos, y también puede aprender de ejemplos que le resultan convincentes. Pero
al final cada uno tiene que descubrir qué es lo que realmente quiere y prepararse para conseguirlo. Para cada
uno vale el imperativo: "sé el que únicamente tú puedes ser".
3) De ley es también enseñar que, en último término, la felicidad no se consigue sólo con voluntad y
esfuerzo. Que no es pelagiana, sino jansenista: es don, "el don de la paz interior, espiritual, de la conciliación o
reconciliación con todo y con todos y, para empezar y terminar, con nosotros mismos"88.
Por eso es preciso aprender a deliberar bien sobre lo que nos conviene, pero con la conciencia de que
ser feliz es, no sólo una tarea, sino sobre todo un regalo, más que placentero, plenificante.
Saber disfrutar
Educar para que las personas no tienen la toalla en buscar su felicidad, entendida como
autorrealización, es -como hemos comentado- imprescindible. Pero también lo es ayudar a desarrollar la
87
A. Cortina, La moral del camaleón, cap. 10.
88
J.L.L. Aranguren, Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa,
Madrid, Tecnos, 1987, p. 110.
42
1
capacidad de experimentar placer, porque tan injusto es con la realidad -tanto pierde pie en ella- quien la trata
frívolamente como el que carece de la capacidad de disfrutar lo que en ella es sensiblemente valioso.
Entender la educación moral como preparación para el sacrificio es un error craso, absolutamente
injusto con el ser del hombre y con el de la realidad, que debe ser, no sólo "fruida" en el sentido zubiriano,
sino también disfrutada en el significado sensible del término. Pero identificar felicidad y placer es, sin duda,
también erróneo.
89
E. Martínez Navarro, "Justicia", en A. Cortina (ed.), Diez palabras
clave en ética.
43
1
La expresión "esto es justo" se refiere a lo que tendría por juto cualquier ser racional. Por eso, como ha
mostrado Lorenz Kohlberg, la formulación de juicios sobre la justicia supone un desarrollo y un aprendizaje
que se produce a través de tres niveles:
1) El preconvencional, en que el individuo juzga acerca de lo justo desde su interés egoísta.
2) El convencional, en el que considera justo lo aceptado por las reglas de su comunidad.
3) El postconvencional, en el que distingue principios universalistas de normas convencionales, de
modo que juzga acerca de lo justo o lo injusto "poniéndose en el lugar de cualquier otro".
Esta necesidad de "ponerse en el lugar de cualquier otro" para poder determinar qué es lo justo es lo
que se ha llamado la necesidad de asumir el "punto de vista moral". Cuando juzgamos desde la perspectiva
de cada uno de nosotros somos inevitablemente parciales ("arrimamos el ascua a nuestra sardina") y además
introducimos en el juicio nuestros gustos personales, es decir, somos subjetivos. Lograr la imparcialidad y la
objetividad sólo es posible poniéndose en el lugar de cualquier otro: asumiendo el punto de vista moral.
Las razones éticas que las tradiciones universalistas han aducido para no tener por justo sino lo que se
decide desde el punto de vista moral son diversas:
- Según Kant, que cualquier hombre es un fin en sí mismo que no puede ser tratado como un simple
medio sin que renuncie a su humanidad quien así lo trata90.
- Desde el punto de vista de Rawls, prolongando la tradición kantiana, que la idea de imparcialidad
expresa el sentido de la justicia propio de las sociedades occidentales con democracia liberal.
Tanto desde la perspectiva de Kant como desde la de Rawls,
ponerse en el lugar del marroquí a la hora de juzgar si es justo devolver al mar las pateras, ponerse en el sitio
del dominicano para saber si es justo o no que los emigrantes tengan un puesto de trabajo, es un saludable
ejercicio. Por nuestra cuenta podemos decir que practicarlo en la educación, por medio de técnicas como el
"role-playing" o la resolución de dilemas morales, es indispensable.
90
I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap.
II. Para la fundamentación de la ética kantiana en la autonomía como
libertad raciuonal ver J. Conill en El enigma del animal fantástico,
Madrid, Tecnos, 1991.
44
1
en cuenta en el resultado final; y sólo practicar la asunción ideal de rol cuando el interlocutor no puede de
hecho participar realmente.
Porque, atendiendo al principio de la ética del discurso, descubierto a través de un prolijo método
filosófico (el trascendental):
"Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte
de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico."91
Por lo tanto, para que la norma sea correcta tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por
ella, y se tendrá por correcta sólo cuando todos -y no los más poderosos o la mayoría- la acepten porque les
parece que satisfacen intereses universalizables.
El acuerdo sobre la corrección moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses
individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en
el que se busca satisfacer intereses universalizables. Estamos acostumbrados a tergiversar los términos, de
modo que identificamos "diálogo" con "negociación" y "acuerdo" con "pacto", y, sin embargo, las
negociaciones y los pactos son estratrégicos, mientras que los diálogos y los acuerdos son propios de una
racionalidad comunicativa. Porque quienes entablan una negociación se contemplan mutuamente como
medios para sus fines individuales y buscan, por tanto, instrumentalizarse. Se comportan entonces
estratégicamente con la mira puesta cada uno de ellos en conseguir su propio beneficio, lo cual suele acontecer
a través de un pacto.
Por el contrario, quien entabla un diálogo considera al interlocutor como una persona con la que
merece la pena entenderse para intentar satisfacer intereses universalizables. Por eso no intenta tratarle
estratégicamente como un medio para sus propios fines, sino respetarle como una persona en sí valiosa, que es
en sí misma un fin, y con la que merece la pena, por tanto, tratar de entenderse para llegar a un acuerdo que
satisfaga intereses universalizables.
Naturalmente cada quien llevará al diálogo sus convicciones y más rico será el resultado cuanto más
ricas las aportaciones. Pero a ello ha de acompañar el respeto a todos los interlocutores posibles como actitud
de quien trata de respetar la autonomía de todos los afectados por las decisiones desde la solidaridad.
Concluyendo
La educación del hombre y el ciudadano ha de tener en cuenta, por tanto, la dimensión comunitaria
de las personas, su proyecto personal, y también su capacidad de universalización, que debe ser dialógica-
mente ejercida, habida cuenta de que muestra saberse responsable de la realidad, sobre todo de la realidad
social, aquel que tiene la capacidad de tomar a cualquier otra persona como un fin, y no simplemente como un
medio, como un interlocutor con quien construir el mejor mundo posible.
91
J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Península,
Barcelona, 1985, pp. 116 y 117. Para transmitir en la escuela las
habilidades para el diálogo ver J.M0 Puig Rovira, Toma de conciencia de
las habilidades para el diálogo, Madrid, CLAE, 1993.
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