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EL QUEHACER ÉTICO
UNA GUÍA PARA LA EDUCACIÓN MORAL
Adela Cortina
Universidad de Valencia

Esta es la función que pretende cumplir esta pequeña guía: la de servir de orientación a quienes, por
virtud o por necesidad, se interesan por la ética en general y por la educación moral en particular.
En lo tocante a la primera, quisiéramos dar noticia de su objeto, qué es la moral, de su situación en el
mundo del saber, como también de las principales corrientes actuales y su significado.
Y en lo que a la educación moral respecta, nos proponemos ofrecer un modelo diseñado, no al azar,
sino desde el hilo conductor de distintas propuestas éticas, hoy ya irrenunciables. De cada una de ellas iremos
extrayendo los valores y las actitudes concretas que se siguen para ir conformando los rasgos, no de una
persona ideal, sino sencillamente de una persona moralmente bien educada a la altura de nuestro tiempo.
Lógicamente, la idea de moral que perfilaremos está indisolublemente conectada con el modelo de
educación moral que vamos a ofrecer. Y es que, en definitiva, a menudo nos parece estúpido o incluso
perjudicial educar moralmente porque tenemos una idea bastante peregrina acerca de ese territorio, tan
próximo y tan lejano, que es el mundo moral. Lejano, porque ha sido totalmente desvirtuado en multitud de
ocasiones. Cercano, porque ser moral es una de las características que acompaña de forma inevitable a
cualquier persona.
No digamos ya lo célebre que ha venido a hacerse lo moral en los últimos tiempos en la vida pública,
gracias a los escándalos de corrupción, las escuchas ilegales, los diversos terrorismos, el tráfico de influencias,
y todo ese conjunto de desacatos contra el sufrido "pueblo soberano", que han conseguido por fin arrebatarle
-o casi arrebatarle- un bien preciado: la capacidad de asombro.
La ciudadanía ya no se extraña de nada, pero constantemente reclama una moralización de la cosa
pública, luego algo entenderá de moral cuando pide que aumente.
Lo que le parece más extraño es la ética. Porque la ética, como filosofía moral que es, trata de lo moral
con un lenguaje filosófico que las más de las veces parece una "jerga de rufianes". El lenguaje de los filósofos
resulta esotérico, y preciso es reconocer que muchos de ellos se esfuerzan por que lo sea. En ocasiones, porque
ellos mismos no entienden lo que dicen y en la ceremonia de la confusión todos los gatos son pardos. Y otras
veces por prestar a su saber un cierto grado de sublimidad.
En efecto, dan las gentes en creer que lo ininteligible es más profundo que lo diáfano, y por eso al
terminar alguna conferencia totalmente abstrusa, suelen comentar enfervorecidas: "¡Qué nivel! ¡Qué profundi-
dad!". Sólo que con el tiempo se cansan, porque aquello que para ser entendido exige un cierto esfuerzo
estimula el interés y enseña cosas nuevas; pero lo que, con esfuerzo o sin él, rebasa nuestra capacidad de
comprensión acaba suscitando la más profunda apatía. A la larga, la ininteligibilidad tiene, lógicamente, un
efecto disuasorio y no provocativo, y las gentes acaban pensando que allá se las compongan los intelectuales
con su jerga esotérica.
Por eso llevaba razón Ortega al afirmar que la claridad es la cortesía del filósofo, pero aún se quedaba
corto: es un deber moral, no sólo de los filósofos, sino de todas las gentes que se preocupen por construir un
mundo más humano, porque ese mundo no puede edificarse desde la mutua incomprensión, sino desde la
comprensión recíproca.
Cosa que en ética no resulta imposible. En primer lugar, porque, como hemos dicho, trata sobre algo
que todos llevamos en el cuerpo -es decir, la moral- y por eso tenemos las antenas preparadas para
sintonizar con lo que sobre ella se diga. No hay nadie amoral, entre otras razones, porque todos entendemos
algo cuando se utilizan términos propios del lenguaje moral, tales como "honradez", "justicia" o "lealtad".
Pero, en segundo lugar, la ética es especialmente accesible a cualquier persona porque el lenguaje que
emplea es el llamado "lenguaje ordinario", el que habla el ciudadano de a pie, y no un lenguaje formalizado,
como el de la lógica o las matemáticas.
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Sólo que -y esto sí ha de tenerse en cuenta-, a fuerza de siglos de reflexión filosófica, algunos términos
de ese lenguaje cotidiano se han cargado ya de un significado que sólo suelen reconocer en toda su
profundidad los que se han dedicado a estudiarlo; y, por otra parte, los profesionales de la ética, como ocurre
constantemente en los distintos ámbitos de la vida social, emplean para dialogar entre ellos expresiones que
funcionan como claves; claves que, en este caso, no precisan ser descifradas.
Supongamos que un ético dice: "me refiero a la idea de felicidad en el sentido de Aristóteles".
Naturalmente, quien no sepa nada de la ética aristotélica tampoco entenderá en qué sentido está empleando el
término el hablante; pero, si se trata de gentes que conocen la propuesta de Aristóteles, resultaría interminable
explicitar en cada caso en qué sentido se está utilizando el término "felicidad".
Cosa que ocurre, no sólo en los lenguajes técnicos, sino en el habla cotidiana, cuando alguien dice de
un amor que es "platónico" y no por eso aclara en qué consiste la doctrina de Platón; o cuando ante una
desgracia afirmamos compasivamente, por consolar, que "más se perdió en Cuba" y no nos sentimos
obligados a explicar a nuestro interlocutor qué fue exactamente lo que se perdió en Cuba ni quién lo perdió,
porque esperamos que haya un saber común que nos permita utilizar estas claves.
Precisamente uno de los mayores problemas de la educación hoy y de la relación entre las distintas
generaciones es que se está perdiendo ese saber común de trasfondo que nos permite entendernos sin
necesidad de interminables explicaciones: el desconocimiento de las raíces de la civilización occidental -es
decir, de la cultura griega, del cristianismo, de los "siglos de oro" de los distintos países- dificulta
enormemente encontrar canales de comprensión mutua. Recuperarlos y activarlos es hoy uno de los grandes
retos éticos.
Por eso lo que intentaremos en estas páginas es ofrecer un modesto código para interpretar algunos
de los mensajes que parecen cifrados en el campo de la ética, sin dar por supuesto ningún especial
conocimiento en este ámbito. Se trata, pues, de una guía introductoria, no de una "Guía para Perplejos",
como la que nos legó Maimónides, sino de una guía para interesados, por vocación, por necesidad, o por
ambos a la vez, que suele ser lo más corriente. De una "Guía", por tanto, "para Curiosos y Necesitados".

1. MAPA FÍSICO DE LA ÉTICA


1.1 Tanteando el terreno
La ética es una parte de la filosofía que reflexiona sobre la moral y por eso recibe también el nombre
de "filosofía moral". Igual que hay dimensiones de la filosofía que tratan sobre la ciencia, la religión, la
política, el arte o el derecho, también la reflexión filosófica se ocupa de la moralidad y entonces recibe el
nombre de ética1.
Ética y moral se distinguen simplemente en que, mientras la moral forma parte de la vida cotidiana de
las sociedades y de los individuos y no la han inventado los filósofos, la ética es un saber filosófico; mientras
la moral tiene "apellidos" de la vida social, como "moral cristiana", "moral islámica" o "moral socialista", la
ética los tiene filosóficos, como "aristotélica", "estoica" o "kantiana".
La verdad es que las palabras "ética" y "moral", en sus respectivos orígenes griego (êthos) y latino
(mos), significan prácticamente lo mismo: carácter, costumbres. Ambas expresiones se refieren, a fin de
cuentas, a un tipo de saber que nos orienta para forjarnos un buen carácter, que nos permita enfrentar la vida
con altura humana, que nos permita, en suma, ser justos y felices. Porque se puede ser un habilísimo político,
un sagaz empresario, un profesional avezado, un rotundo triunfador en la vida social, y a la vez una persona
humanamente impresentable. De ahí que ética y moral nos ayuden a labrarnos un buen carácter para ser
humanamente íntegros.

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A. Cortina, Ética mínima, Tecnos, Madrid, 1986, parte 1; Ética sin
moral, Tecnos, Madrid, 1990, cap. 1; Ética aplicada y democracia radical,
Tecnos, Madrid, 1993.
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Precisamente porque la etimología de ambos términos es similar, está sobradamente justificado que en
el lenguaje cotidiano se tomen como sinónimos. Pero como en filosofía es necesario establecer la distinción
entre estos dos niveles de reflexión y lenguaje -el de la forja del carácter en la vida cotidiana y el de la
dimensión de la filosofía que reflexiona sobre la forja del carácter-, empleamos para el primer nivel la palabra
"moral" y reservamos la palabra "ética" para el segundo. Precisamente por moverse en dos niveles de reflexión
distintos -el cotidiano y el filosófico- José Luis Aranguren ha llamado a la moral "moral vivida", y a la ética,
"moral pensada"2.

1.2. ¿Qué es eso de lo moral?


La moral del camello
Por las playas valencianas, hace ya bastantes años, se paseaba un cuerpo de policía a caballo, velando
por la decencia de los trajes de los bañistas. La gente les llamaba "la Moral". Con esos antecendentes es
fácilmente comprensible que la pobre moral no tuviera muy buena prensa entre las gentes de a pie y que la
identificaran con un conjunto de prohibiciones, referidas sobre todo a cuestiones de sexo.
Para qué decir si recordamos aquel personaje representado por el actor Agustín González en la película
La Corte del Faraón: el clérigo y profesor de ética, escandalizado ante las ingenuas alusiones de doble sentido
que salpican la obra y que él califica de "contumaz regodeo en la concupiscencia".
Parecía, pues, que la moral debía consistir en mandatos, encargados de amargar la existencia al
personal prohibiéndoles cuanto pudiera apetecerles: cuanto más a contrapelo el mandato, más mérito en
cumplirlo. ¿Adónde iba la pobre moral con este cartel?
Naturalmente, no era esto la moral, ni lo es tampoco actualmente, pero así lo entendía la gente por
razones sociales de peso, entre otras, porque así se lo habían enseñado. Por eso, cuando oían la palabra
"moral" se les venían a las mientes la policía de la playa, el inquisidor de turno, o la imagen de ese camello
cargado con pesados deberes, que es como Nietzsche describía gráficamente la moral tradicional del deber. No
es extraño que, al oir hablar de moral, la gente se pusiera inmediatamente en guardia.
La verdad es que si la moral fuera esto, no merecería la pena dedicarle tantos libros, ni se entendería
tampoco por qué está tan de moda hablar de ella, a no ser que la humanidad sea masoquista o ya no tenga en
qué entretenerse. Pero como no parece que la humanidad en su conjunto esté por el masoquismo, y motivos de
entretenimiento le sobran, habrá que pensar que la moral es otra cosa y por eso nos preocupa.

Estar en el quicio
Decía Ortega -y yo creo que llevaba razón- que para entender qué sea lo moral es mejor no situarlo en
el par "moral-inmoral", sino en la contraposición, más deportiva, "moral-desmoralizado"
"Me irrita este vocablo, 'moral' -nos dice en "Por qué he escrito El hombre a la defensiva". Me irrita porque
en su uso y abuso tradicionales se entiende por moral no sé qué añadido de ornamento puesto a la vida y
ser de un hombre o de un pueblo. Por eso yo prefiero que el lector lo entienda por lo que significa, no en la
contraposición moral-inmoral, sino en el sentido que adquiere cuando de alguien se dice que está
desmoralizado.
Entonces se advierte que la moral no es una performance suplementaria y lujosa que el hombre añade a su
ser para obtener un premio, sino que es el ser mismo del hombre cuando está en su propio quicio y vital
eficacia. Un hombre desmoralizado es simplemente un hombre que no está en posesión de sí mismo, que
está fuera de su radical autenticidad y por ello no vive su vida, y por ello no crea, ni fecunda, no hinche su
destino"3.

2
J.L.L. Aranguren, Ética, en Obras Completas, II, Trotta, Madrid,
1994.
3
José Ortega y Gasset, "Por qué he escrito El hombre a la defensi-
va", Obras Completas, Madrid, Revista de Occidente, IV, p. 72.
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Decir de alguien que es inmoral es acusarle de no someterse a unas normas, de lo cual puede incluso
sentirse muy orgulloso si no las reconoce como suyas; pero a nadie le gusta estar desmoralizado, porque
entonces la vida parece una losa y cualquier tarea, una tortura.
Por eso, está alta de moral una persona o una sociedad-seguía diciendo con toda razón Ortega- cuando
"está en su quicio y en su plena eficacia vital", cuando le sobran agallas para enfrentar la vida; está
desmoralizado, por contra, el desquiciado, el que ha perdido la medida humana.
Hoy la moral es un artículo de primera necesidad precisamente porque nuestras "sociedades
avanzadas", con todo su avance, están profundamente desmoralizadas: cualquier reto nos desborda. No
sabemos qué hacer con los desempleados, con los inmigrantes, con los ancianos y los discapacitados; la
corrupción acaba pareciéndonos bien con tal de ser nosotros quienes la practiquemos y, por supuesto, que no
se nos descubra; no sabemos dónde situar a los enfermos de sida ni cómo valorar la ingeniería genética. Y todo
esto es síntoma de la falta de vitaminas y de entrenamiento, propia de equipos que ya sólo saben jugar a la
reacción, a la defensiva, pero se sienten incapaces de atacar porque están bajos de forma, les falta una buena
dosis de "moral del Alcoyano"; de esa alta moral de un defensa del Alcoyano que, perdiendo por nueve a cero,
pidió prórroga para ver de empatar.

1.3. Moralita: no "moralina".


¿Y por qué no nos entrenamos? En definitiva, porque aunque la ética está de moda y todo el mundo
habla de ella, nadie acaba de creerse que es importante, incluso esencial, para vivir. Sea por lo de la policía de
la playa o por la moral del camello, en el fondo a la gente le parece que eso de la moral es simple "moralina",
sermones aburridos y aguafiestas.

Otros vocablos terminados en "ina"


En realidad "moralina", si miramos el diccionario, viene de "moral", con la terminación "ina" de
"nicotina", "morfina" o "cocaína", y significa "moralidad inoportuna, superficial o falsa". A la gente le suena
en realidad a prédica empalagosa y ñoña, con la que se pretende perfumar una realidad bastante maloliente por
putrefacta, a sermón cursi con el que se maquilla una situación impresentable. Y es verdad que la moral se
puede instrumentalizar, convirtiéndola en "moralina", pero también es verdad que es posible instrumentalizar
la política, convirtiéndola en "politiquina", la ciencia en "cientificina", el derecho en "juridicina", la economía
en "economicina" y, sin embargo, no se han creado esos vocablos.
¿Hay cosa más falsa y nociva que la "politiquina", ese dar a entender que la salvación viene de la
política y de los políticos, que por eso se arrogan poderes casi omnímodos y acaban devorando a la sociedad
civil?
¿Hay cosa más engañosa que la "cientifina", esa fe ciega e irracional en las palabras de los científicos,
buenos o malos, como si "fuera de ellas no hubiera salvación"?
¿No huele bastante mal una realidad que se trata de encubrir únicamente con la colonia del derecho,
como si crear leyes sin cuento, juridificar la sociedad hasta las entrañas, fuera la solución a todos los males?
¿Y no es una droga bien dura la "economicina", esa cháchara petulante de economistas de pacotilla,
que nos quieren hacer creer que su ciencia es lo único serio en el mundo, y que todo lo demás -la solidaridad,
la justicia, la esperanza- son ñonerías de subnormales, pura moralina?
Ciertamente, a todos los saberes humanos se les puede añadir la terminación "ina" cuando se les
instrumentaliza para conseguir prebendas individuales o grupales y, por contra, todos tienen mucho que
aportar cuando se intenta alcanzar, con toda modestia, aquello que cada uno puede ofrecer. Pero no deja de ser
curioso que sólo a la moral se le añada esa humillante terminación, como si sólo ella pudiera degenerar en un
producto pernicioso. ¿No será que, tomada en serio, nos obliga a cambiar nuestras formas de vida, y no
estamos en exceso por la labor? ¿No será que la moral más tiene naturaleza de "moralita" que de "moralina"?

Elogio de la moralita
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La "moralita" -decía Ortega- es un explosivo espiritual, tan potente al menos como su pariente, la
dinamita. No se fabrica con pólvora, claro está, sino con la imagen de lo que es un hombre -varón o mujer-
en su pleno quicio y eficacia vital, con el bosquejo de lo que es un comportamiento verdaderamente humano.
¿No sería bueno, tal como andan las cosas, ir poniendo potentes cargas de moralita en lugares
vitales de nuestra sociedad? En las escuchas no autorizadas por un juez con razones contundentes, en el
terrorismo criminal, en los pactos políticos ajenos a la voluntad de los votantes, en los medios de comunica-
ción a los que no importa informar, sino sólo vender, en la corrupción universitaria... En todos esos puntos
estratégicos que, al saltar por los aires, irían abriendo camino para una convivencia más presentable. ¿Y por
qué no lo hacemos?
Entre otras razones, porque resulta muy sencillo desactivar la moralita, privarle de su potencial
revolucionario. Basta con llamarle "moralina", decir que es cosa ñoña y empalagosa, propia de mujeres, para
que pierda toda su fuerza explosiva. Como si, por otra parte, la ñoñería y el empalago fueran cosa de mujeres y
no tuviéramos tantos arrestos como cualquier bípedo implume.
Y se dice aquello de "no me digas que me vas a salir ahora con problemas de conciencia: aquí lo
que importa...". Aquí lo que importa es conservar el poder, aquí lo que importa es el pueblo, caiga la persona
que caiga, aquí lo que importa es ganar dinero, aquí lo que importa es que se beneficien sólo los de casa y no
los de fuera. Y todo lo demás es estúpida moralina.
La perversión de las palabras es la más grave de las perversiones. Cuando a la escucha telefónica no
autorizada la llamamos "seguridad del Estado" -así llamaban también en Argentina a las desapariciones
forzadas de los opositores a la dictadura-, cuando justificamos el asesinato terrorista recurriendo a la "defensa
del pueblo", cuando convertimos la difamación en libertad de expresión y la corrupción universitaria en
"autonomía de la universidad", entonces hemos trucado todos los perfiles de la realidad y nos conviene
transformar la explosiva moralita en dulzona moralina.
Ciertamente la realidad acaba siendo inapelable y vuelve por sus fueros, a pesar de todos los intentos
de manipulación. Pero ya han quedado en la cuneta sin remedio intimidades violadas, muertos, difamados,
excluídos, esperanzas e ilusiones frustradas y una sociedad desmoralizada. Por eso es importante ir poniendo
cargas de moralita revolucionaria en puntos estratégicos de nuestra vida personal y social: para ir orientando
nuestra vida hacia el quicio humano y la eficacia creadora.

1.4. Orientarse en la vida


Un saber racional
Por ir precisando términos, diremos que la moral es un tipo de saber que pretende orientar la acción
humana en un sentido racional. Es decir, pretende ayudarnos a obrar racionalmente, siempre que por
"razón" entendamos esa capacidad de comprensión humana que arranca de una inteligencia sentiente, de una
inteligencia no ajena a los sentimientos y a la experiencia. La razón es capaz de diseñar esbozos, propuestas,
que funcionan como brújulas para guiar nuestro hacer vital, pero hunde sus raíces en ese humus fecundo de
nuestra inteligencia sentiente, del que en último término se nutre.
Por eso las tradiciones filosóficas empeñadas en abrir un abismo tajante entre inteligencia,
sentimientos y razón nos hacen un flaco servicio: la razón enraíza en la inteligencia, que es ya sentiente4. La
moral es, en este sentido, un tipo de saber racional.

Un saber que orienta la acción

4
Xavier Zubiri, Inteligencia sentiente, Madrid, Alianza, 1980. Por
esta línea caminan también los trabajos de José Antonio Marina, Teoría de
la inteligencia creadora, Barcelona, Anagrama, 1993; Ética para
náufragos, Barcelona, Anagrama, 1995.
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Ahora bien, a diferencia de los saberes también racionales pero preferentemente teóricos (contemplati-
vos), a los que no importa en principio orientar la acción, la moral es esencialmente un saber práctico: un
saber para actuar.
Pero no sólo para actuar en un momento puntual, como ocurre cuando queremos fabricar un objeto o
conseguir un efecto determinado, que echamos mano del saber técnico o del artístico. El saber moral, por el
contrario, es el que nos orienta para actuar racionalmente en el conjunto de nuestra vida, consiguiendo
sacar de ella lo más posible; para lo cual necesitamos saber ordenar inteligentemente las metas que
perseguimos5.
Por eso, desde los orígenes de la ética occidental en Grecia, hacia el siglo IV a.J.C., suelen realizarse
dos distinciones en el conjunto de los saberes humanos:
1) Una primera entre los saberes teóricos, preocupados por averiguar ante todo qué son las cosas, sin
un interés explícito por la acción, y los saberes prácticos, a los que importa discernir qué debemos hacer, cómo
debemos orientar nuestra conducta.
2) Y una segunda distinción, dentro de los saberes prácticos, entre aquellos que dirigen la acción para
obtener un objeto o un producto concreto (como es el caso de la técnica o el arte) y los que, siendo más
ambiciosos, quieren enseñarnos a obrar bien, racionalmente, en el conjunto de nuestra vida entera, como es el
caso de la moral6.

1.5. Diversas formas de saber moral


Ahora bien, las sencillas expresiones "racional" y "obrar racionalmente" son más complejas de lo que
parece, porque a lo largo de la historia han ido ganando diversos significados, que han obligado a entender el
saber moral también de diferente manera. Cuatro, al menos, de esos modos de entender lo moral son
esenciales en la historia de la ética de Occidente7, por eso los comentaremos de forma muy breve y en la
segunda parte de este trabajo extraeremos consecuencias de ellos para la educación moral.
1) Búsqueda prudencial de la felicidad.
Según una tradición que arranca de Aristóteles, concretamente de la Ética a Nicómaco, obra
moralmente quien elige los medios más adecuados para alcanzar la felicidad, entendida como
autorrealización.
En definitiva -piensa esta tradición- las personas tendemos necesariamente a la felicidad, de forma que
la felicidad es el fin natural de nuestra vida. Pero no sólo el fin natural, sino también el fin moral, porque
alcanzarlo o no depende de que sepamos elegir los medios más adecuados para llegar a ella y de que actuemos
según lo elegido.
Obrar moralmente es entonces lo mismo que obrar racionalmente, siempre que entendamos aquí por
"razón" la razón prudencial, que nos aconseja elegir los medios oportunos para ser feliz. ¿Y quién es
prudente?
Aquél que, al elegir, no tiene en cuenta sólo un momento concreto de su vida, sino lo que le conviene
en el conjunto de su existencia. Por eso sopesa los bienes que puede conseguir y establece entre ellos una
jerarquía para obtener en su vida el mayor bien posible. Quien elige pensando sólo en el presente y no en el
futuro es imprudente y, lo que es idéntico, inmoral.
Una propuesta semejante aconseja, sin duda, cuidar el presente -aceptar la invitación al "carpe diem"-,
pero sobre todo tener conciencia de que la elección de cada día tiene repercusiones para el futuro, percatarse
de que el pan de hoy puede ser hambre para mañana. El prudente no es entonces "presentista", sino que sopesa

5
Adela Cortina (ed.), Diez palabras clave en ética, VD, Estella,
1994.
6
Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro VI, caps. 2, 3 y 4.
7
A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, Tecnos, Madrid,
1993, cap. 11.
6
1
y pondera los bienes que elige en el momento concreto, de modo que en la "cuenta de resultados" de la vida
toda surja el mayor bien posible.
A la tradición que entiende así la vida moral se le conoce como "eudemonismo" (de "eudaimonía",
que significa "vida buena”, “felicidad" en el sentido de autorrealización plena), y permanece hasta nuestros
días, con especial vigencia en la Edad Media, en filosofías como las de Averroes (s. XII) o Sto. Tomás de
Aquino (s. XIII). Hoy surge con fuerza en el llamado "movimiento comunitario" (Alasdair MacIntyre,
Michael Walzer, Benjamin Barber), en la hermenéutica (Hans-Georg Gadamer), y en la vertiente de la ética
zubiriana que se refiere a la "moral como contenido".

2) Cálculo inteligente del placer.


También en el mundo griego nace otro modo de entender el saber moral y el modo de funcionar en él
de la racionalidad, que es el propio del hedonismo ( de "hedoné", que significa "placer").
Según los hedonistas, puesto que, como muestra la más elemental de las psicologías, todos los seres
vivos buscan el placer y huyen del dolor, tenemos que reconocer que el móvil del comportamiento animal y
del humano es el placer. Pero, a la vez, que el placer es también el fin al que se dirigen todas nuestras acciones
y el fin por el que realizamos todas nuestras elecciones. De donde se sigue -concluyen- que el placer es el fin
natural y moral de los seres humanos. ¿Quién obra moralmente entonces?
El que sabe calcular de forma inteligente, a la hora de tomar decisiones, qué opciones proporcionarán
consecuencias más placenteras y menos dolorosas, y elige en su vida las que producen mayor placer y menor
dolor.
Desde esta perspectiva, la moral es el tipo de saber que nos ayuda a calcular de forma inteligente
las consecuencias de nuestras acciones para lograr el máximo de placer y el mínimo de dolor. Pero el
máximo y el mínimo ¿para quién?
En la tradición hedonista se produce un cambio trascendental desde el mundo griego al moderno al
intentar contestar a esta pregunta, porque el primero entiende que cada individuo tiene que procurar maximizar
su placer y minimizar su dolor, mientras que el hedonismo moderno (utilitarismo) propone como meta moral
lograr la mayor felicidad (el mayor placer) del mayor número posible de seres vivos. Es esencial, pues,
aprender a calcular las consecuencias de nuestras decisiones, teniendo por meta la mayor felicidad del mayor
número, y actuar de acuerdo con los cálculos.
El hedonismo nace en el siglo IV a. J.C. de la mano de Epicuro de Samos y sigue también vigente en
nuestros días. Los representantes clásicos del hedonismo social o utilitarismo son, fundamentalmente, Jeremy
Bentham, John Stuart Mill (con su libro El Utilitarismo) y Henry Sigdwick. En la actualidad el utilitarismo
sigue siendo potente en la obra de autores como Urmson, Smart, Brandt, Lyons, en las teorías económicas de
la democracia y ha tenido una gran influencia en el nacimiento del "Estado del bienestar".

3) Respeto a lo que es en sí valioso.


A fines del siglo XVIII Immanuel Kant cambia el tercio en lo que se refiere al modo de entender el
saber moral. Es evidente -afirma- que, por naturaleza, todos los seres vivos tienden al placer y que todos los
seres humanos queremos ser felices. Pero precisamente los fines que queremos por naturaleza no pueden ser
morales, porque no podemos elegirlos. La naturaleza es el reino de la necesidad, no el de la libertad, por
mucho que podamos elegir entre los medios. Por eso serán fines morales los que podemos proponermos
libremente, y no los que ya nos vienen impuestos por naturaleza. ¿Cuáles son esos fines?
Para responder a esta pregunta Kant cree tener una buena ayuda: las personas tenemos conciencia de
que hay determinados mandatos que debemos seguir, nos haga o no felices obedecerlos. Cuando digo que "no
se debe matar" o que "no hay que ser hipócrita", no estoy pensando en si seguir esos mandatos hace feliz o no,
sino en que es inhumano actuar de otro modo. El asesino, el hipócrita no están actuando como auténticas
personas. ¿De dónde surgen estos mandatos, si no es de nuestro deseo de felicidad?

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La respuesta que da Kant abre un nuevo mundo para la moralidad: esos mandatos surgen de nuestra
propia razón que nos da leyes para comportarnos como auténticas personas. Y un ser capaz de darse
leyes a sí mismo desde su propia razón es, como su nombre indica, un ser autónomo.
Por eso las normas morales mandan sin condiciones y no prometen la felicidad a cambio; sólo
prometen realizar la propia humanidad. De ahí que se expresen como mandatos (imperativos)
categóricos, incondicionados. Ser persona es por sí mismo valioso, y la meta de la moral consiste en querer
serlo por encima de cualquier otra meta: en querer tener la buena voluntad de cumplir nuestras propias leyes.
La razón que proporciona esas leyes morales no es la razón prudencial ni la razón calculadora, sino la
razón práctica, que orienta la acción de forma incondicionada.
Kant defendió esta posición por primera vez en su obra Fundamentación de la Metafísica de las
Costumbres y, aparte del gran número de kantianos que ha habido y sigue habiendo, actualmente no existe ni
una sola ética que se atreva a prescindir de la afirmación kantiana de que las personas son absolutamente
valiosas, fines en sí, dotadas de dignidad y no intercambiables por un precio.

4) Saber dialogar en serio.


A partir de los años 70 Karl-Otto Apel y Jürgen Habermas, profesores de la Universidad de Frankfurt,
proponen continuar la tradición de la ética kantiana, pero superando sus insuficiencias. Los creadores de lo
que se llama "ética del discurso" están de acuerdo con Kant en que el mundo moral es el de la autonomía
humana, es decir, el de aquellas leyes que los hombres nos damos a nosotros mismos. Precisamente porque
nos las damos, podemos promulgarlas o rechazarlas, aceptarlas o abolirlas.
Sin embargo, discrepan de Kant -entre otras cosas- a la hora de determinar qué significa "nos damos
nuestras propias leyes". Porque así como Kant entiende que cada uno de nosotros ha de decidir qué leyes cree
que son propias de las personas, consideran los autores que comentamos que deben decidirlo los afectados por
ellas, después de haber celebrado un diálogo en condiciones de racionalidad.
La razón moral -concluyen- no es una razón práctica monológica, sino una razón práctica dialógica:
una racionalidad comunicativa. Las personas no debemos llegar a la conclusión de que una norma es ley
moral o es correcta individualmente, sino a través de un diálogo. Pero no a través de cualquier diálogo, sino a
través de un diálogo que se celebre entre todos los afectados por las normas y que llegue a la convicción por
parte de todos de que las normas son correctas, porque satisfacen los intereses de todos.
Evidentemente, no es así como se decide normalmente si una norma es o no correcta, pero así es como
debería decidirse.
Saber comportarse moralmente significa, desde esta perspectiva, dialogar en serio a la hora de decidir
normas, teniendo en cuenta que cualquier afectado por ellas es un interlocutor válido y como tal hay que
tratarle.
Esta posición recibe indistintamente los nombres de "ética dialógica", "ética comunicativa" o "ética
discursiva", y tiene hoy en día seguidores en un buen número de países.

******************************

Éstos son, pues, cuatro modos de entender cómo comportarse en la vida de una forma moral.
Ciertamente, la historia de la ética nos ha pertrechado de otros modelos, pero como estos cuatro constituyen la
clave para comprender los restantes, vamos a darnos por satisfechos con ellos, al menos en una primera
aproximación.

TIPOS DE
RACIONALIDAD CARACTERISTICAS

8
1

1. Fin último natural y moral: felicidad (lo que conviene a una


PRUDENCIAL persona en el conjunto de su vida).
(tradición 2. Ámbito moral: el de la racionalidadque delibera sobre los
aristotélica) medios más adecuados para alcanzar un fin.

C 1. Fin último natural y moral: felicidad (el máximo de placer y el


ALCULADORA mínimo de dolor).
(tradición utilita- 2. Ámbito moral: el de la maximización del placer y la
rista) minimización del dolor para todos los seres sentientes.
3. Criterio moral: entre dos cursos de acción elegir aquél cuyas
consecuencias procuran el mayor placer al mayor número.
1. Fin moral: conseguir una buena voluntad, que se guíe por las
leyes que nos damos a nosotros mismos.
PRÁCTICA 2. Ámbito moral: el de las leyes que nos hacen verdaderamente
(tradición personas. Es decir, el de nuestra autonomía.
kantiana) 3. Criterio moral: elegir las normas que pueden expresarse como
imperativos categóricos.
1. Fin moral: conseguir una voluntad dispuesta a entablar un
diálogo racional con todos los afectados por una norma a la
COMUNICATIVA hora de decidir si es o no correcta.
(tradición 2. Ámbito moral: el de las normas que afectan a los seres
dialógica) humanos.
3. Criterio: que satisfagan intereses universalizables.

5. Los vecinos de la moral: derecho y religión


Moral, derecho y religión tratan de dar orientaciones para las acciones humanas y, en este sentido, se
les considera como saberes prácticos. Ahora bien, precisamente porque los tres coinciden en serlo, existe una
pronunciada tendencia a confundirlos, o bien a pensar que basta con alguno de ellos para vivir y que los dos
restantes están de más. Sin embargo, no es así: moral, derecho y religión son necesarios para la vida
humana, aunque es verdad que están estrechamente relacionados entre sí y que se complementan.

Moral y religión
En principio, si estar alto de moral es estar en el quicio humano, también las religiones buscan llevar a
las personas a su plenitud vital. Aunque de ellas se han dicho muchas tonterías, nacieron para responder al
afán de salvación que experimentamos; un afán de salvación que, al menos en las tres religiones monoteístas
(judaísmo, cristianismo, Islam), se refiere sobre todo al anhelo de librarse del mal voluntario (el pecado), de la
muerte y de algo casi peor que el pecado y la muerte: el sinsentido, la convicción de que el origen y la meta de
cada persona y de la humanidad en conjunto es o bien la pura casualidad o bien el absurdo8.

8
Hans Küng et alii, El cristianismo y las grandes religiones,
Madrid, 1987.
9
1
La religión -como decía Immanuel Kant- trata de responder a la pregunta "¿qué puedo esperar?", más
que a la pregunta "¿qué debo yo hacer?"9. Su lugar más propio en el conjunto de saberes prácticos es, pues, el
ámbito de la esperanza, no tanto el del deber10.
Por eso Ernst Bloch, uno de los filósofos que ha dedicado sus energías a investigar si es posible para
los seres humanos la esperanza en un mundo mucho más humanizado, dedicó a la religión un buen espacio 11.
En algún momento de su trabajo pensaba Bloch que la finalidad de la religión -salvar al hombre- es más fácil
de alcanzar que la meta del socialismo, que consiste en alimentarlo. Sin embargo, en sus últimos trabajos
invierte los términos: es más fácil, siendo difícil, lograr la justicia que la salvación.
"Un sabio antiguo decía -y se quejaba- que es más fácil redimir el hombre que alimentarlo. El futuro
socialismo, precisamente cuando todos los invitados se hallen sentados a la mesa, cuando puedan sentarse,
tendrá ante sí, como particularmente difícil, la usual inversión de esta paradoja: es más fácil alimentar al
hombre que redimirlo"12
Y es que las religiones nacen de la experiencia vivida por personas concretas y por pueblos concretos
de que Dios salva del pecado, de la muerte y del absurdo, lo cual tiene mucho que ver -todo que ver- con
alcanzar la felicidad13. Pero desgraciadamente en muchas ocasiones se han olvidado de que Dios es "el que
salva" y se han empeñado en que es "el que manda", sobre todo, "el que prohíbe", con lo cual algunos de sus
representantes han acabado vigilando bañistas y cosas similares, igual que una moral mal entendida.
Como es natural, toda religión lleva aparejada una moral, unas orientaciones para la forja del carácter y
para adquirir hábitos humanos, y las actuales morales tienen todas en muy buena
medida orígenes religiosos. Pero en Occidente el proceso de modernización supuso el retroceso de las
imágenes religiosas del mundo y, en consecuencia, la moral fue independizándose paulatinamente de la
religión, y tratando de buscar un fundamento racional, común a creyentes y no creyentes14. Lo cual -como
dijimos- no significa que en ella no tenga una parte fundamental el sentimiento, que por supuesto la tiene, sino
que una moral racional ha de ser aceptable por toda persona, sea creyente o no.

Una ética civil


Este proceso de independización de la moral con respecto a la religión ha culminado en una "ética
cívica" o "ética civil".
Llamamos "ética cívica" al conjunto de valores morales que ya comparten los distintos grupos de una
sociedad moralmente pluralista y que les permiten construir su mundo juntos precisamente por compartir esa
base común.
La ética civil es una ética laica, y no religiosa ni tampoco laicista, porque no recurre expresamente a
Dios para señalar dónde está el "quicio humano" de que hablábamos, pero tampoco se empeña en que alcanzar
ese quicio exige eliminar la religión, cosa que sí dice una ética laicista 15. Por eso, como ética laica, intenta
encontrar un criterio para marcar ese quicio y un fundamento para él que pueda ser admitido por cualquier
persona, sea cual fuere su fe religiosa, su ateísmo o su agnosticismo.

9
Immanuel Kant, Crítica de la razón pura, A805 B 833.
10
Olegario González de Cardedal, Raíz de la esperanza, Sígueme,
Salamanca, 1995.
11
Ernst Bloch, El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977; Ateísmo
en el cristianismo, Taurus, Madrid, 1983.
12
Ernst Bloch, Ateísmo en el cristianismo, p. 253.
13
Adela Cortina, Ética civil y religión, PPC, Madrid, 1995.
14
Adela Cortina, Ética mínima, sobre todo caps. 5, 6 y 7.
15
Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid, 1994,
cap. 8: Ética civil y religión, cap. 3.
10
1
Ahora bien, es importante recordar que una ética cívica situada a la altura de nuestro tiempo, como es
el caso de la ética civil propia de las democracias liberales pluralistas, difiere poco en el contenido del de
una moral religiosa, igualmente situada a la altura del tiempo; sobre todo, en lo que se refiere a unos mínimos
de justicia. Porque una y otra exigen que se respeten los derechos humanos, valoran la libertad, la igualdad y la
solidaridad, rechazan la intolerancia y la tolerancia pasiva, y apuestan por una actitud dialógica para resolver
los conflictos.
¿Qué aportan entonces las religiones? La experiencia de salvación, la esperanza de vida futura, la
redención de los que en el pasado perecieron a manos de la injusticia, la superación de la soledad radical por el
diálogo con un "Tú" a la vez diferente y, sin embargo, totalmente íntimo a cada persona.

Moral y derecho: ¿Un mundo de normas?


Prácticamente todos los manuales de introducción al derecho dedican un capítulo a señalar las
semejanzas y diferencias entre derecho y ética, porque son dos tipo de saber tan estrechamente ligados entre sí
que en ocasiones se confunden y parece que basta con cumplir las normas jurídicas para actuar de una forma
moralmente correcta.
Sin embargo, se trata de dos tipos de saber que -como hemos dicho- están estrechamente unidos,
guardan una gran semejanza entre sí y son complementarios, pero no se identifican. Comentaremos en
este apartado en qué se asemejan y en los dos siguientes, en qué difieren y en qué resultan complementarios.
* En primer lugar, moral y derecho se asemejan, no sólo porque ambos son saberes prácticos que
intentan orientar la conducta individual e institucional, sino también porque los dos se sirven de normas para
orientar la acción.
En el caso del derecho, podemos decir que se trata sobre todo de un mundo de normas, que se articulan
en diversos códigos, de modo que los ciudadanos sepan qué tipo de conducta se espera de ellos. El derecho es,
no sólo una saber práctico, sino eminentemente un saber que proporciona normas.
También la moral da normas, especialmente cuando se ocupa de cuestiones de justicia y cuando
quiere orientarnos hacia la humanización y no hacia la deshumanización. Pero el ámbito de lo moral es
bastante más amplio que el de las normas y se adentra en ideales de vida buena y en propuestas de
humanización que van más allá de las simples normas.
* Por otra parte, las semejanzas entre ambos se acrecientan cuando algunos éticos de tradición
kantiana, como es el caso de los representantes de la ética discursiva, insisten en que es tarea de la ética
determinar cuáles son los procedimientos que nos garantizan que una norma es moralmente correcta. Las
normas morales nacen en los distintos campos de la vida cotidiana y la ética debería mostranos cuáles son los
procedimientos racionales para decidir que una norma es correcta.
El procedimiento consistiría, según dicha ética, en establecer un diálogo entre todos los afectados por
la norma, que se celebrara en condiciones de simetría, es decir, que todos tuvieran posibilidad de intervenir,
replicar y defender los propios intereses en igualdad de condiciones. Podríamos decir que la norma es correcta
cuando todos los afectados, actuando como interlocutores en el diálogo, llegaran a la conclusión de que la
norma les parece correcta porque satisface intereses generalizables.
No se trataría, pues, de llegar simplemente a un pacto de intereses sectoriales, sino a la adhesión de
todos los afectados por la norma que, tras participar en el diálogo en condiciones de simetría, consideran de
modo unánime que la norma es correcta.
Esta consideración de la ética como saber que se ocupa de los procedimientos por los que sabemos si
una norma es correcta, la ha aproximado al derecho que también trata de formular los procedimientos
adecuados para fijar una norma, aunque en este caso, jurídica.

El derecho viene "de fuera"


En lo que se refiere a las diferencias entre moral y derecho, conviene recordar que no proceden tanto
del contenido, en ocasiones idéntico, como de la forma en que obligan las normas morales y las jurídicas.
11
1
Por ejemplo, normas como "no matar" o "no mentir" son tanto normas jurídicas como morales, y reconocemos
si son una cosa u otra ante todo por cuatro elementos formales: cuál es su origen (quién está legitimado para
promulgarlas), quién está capacitado para obligar a cumplirlas, cuál es el tipo de sanción que puede recibirse
por transgredirlas, de quién cabe esperar cumplimiento.
1) Las normas jurídicas son promulgadas por los órganos competentes del Estado, mientras que las
morales proceden del propio sujeto autónomo.
2) Es el Estado el que está legitimado para exigir que se cumplan las normas jurídicas mediante
coacción, mientras que en el caso de lo moral el sujeto se "autobliga".
3) Es también el Estado quien tiene el poder de castigar a quien transgrede normas legales. Y por eso,
para no ser arbitrario tiene que tipificar los posibles delitos y fijar las sanciones correspondientes. En el mundo
moral, no hay más sanción que el remordimiento que experimenta quien ha violado su propia ley.
Son estas tres razones, en principio, las que hacen del derecho un tipo de legislación que la persona
experimenta como "externa", como viniendo "desde fuera". Por eso puede decirse que para obedecer
normas jurídicas podemos tener razones estratégicas, mientras que para obedecer normas morales no
puede existir ninguna razón estratégica: atenerse a los mandatos morales interesa por sí mismo o no interesa
en absoluto. Alguien puede considerar una ley jurídica inadecuada, pero cumplirla por estrategia, por miedo a
la sanción; mientras que para sentirse obligada moralmente una persona necesita estar convencida de que la
norma es correcta: nadie, salvo ella misma, le va a sancionar si no la cumple.
4) Esta situación explica algo que ocurre en el mundo jurídico y no en el moral. Desde el punto de vista
jurídico, el desconocimiento de una ley no exime de su cumplimiento; y, por lo tanto, si alguien transgrede una
ley por ignorancia, podrá considerarse tal ignorancia como una circunstancia atenuante, pero no como
eximente. Mientras que desde el punto de vista moral el desconocimiento de una norma sí exime de su
cumplimiento, porque aquí la intención de quien obra es, no sólo importante, sino esencial.
Así ocurre que las personas podemos llegar a vivir el mundo jurídico como un mundo extraño, incluso
en los países democráticos en los que hemos elegido a nuestros presuntos representantes. Porque cuando se
produce un intenso proceso de juridificación, es decir, cuando todos los ámbitos de la vida social se van
regulando hasta el punto de que los ciudadanos son humanamente incapaces de conocer la legislación en su
totalidad, aumenta en ellos la sensación de que ese inabarcable mundo no es cosa suya: de que en él son
totalmente heterónomos. Y eso, lógicamente, es perverso en una democracia, que se supone es el "gobierno
del pueblo".
Acercar la legislación al ciudadano en el doble sentido de que sea la que él podría querer y de que
la conozca, así como las razones por las que se promulga, es un deber moral. Porque ya que resulta
imposible que en el mundo jurídico cada uno legisle, al menos que los presuntos representantes formulen las
leyes pensando en lo que cada ciudadano podría querer, traten de darlas a conocer y expliquen las razones por
las que las promulgan.

No bastan las normas jurídicas para que una sociedad sea justa
Para que una sociedad sea justa no bastan las leyes jurídicas, al menos por las siguientes razones:
1) Las leyes jurídicas no siempre protegen suficientemente todos los derechos que son reconocidos por
una moral cívica.
2) A veces exigen comportamientos que no parecen justos a quienes se saben obligados por ellas.
3) Las reformas legales son lentas y una sociedad no siempre puede esperar a que una forma de
actuación esté recogida en una ley para considerarla correcta. Por eso muchas veces la ética se anticipa al
derecho.
4) Por otra parte, este tipo de leyes no contempla ciertos casos particulares que, sin embargo, requieren
consideración.

12
1
5) Por último, "juridificar" es propio de sociedades con escasa libertad. En las sociedades más libres la
necesidad de la regulación legal es menor porque los ciudadanos actúan correctamente.
6) Aunque parezca que las normas jurídicas que protegen derechos
fundamentales garanticen esa protección en mayor medida que las normas
morales, es decir, aunque parezca que son más eficaces, lo bien cierto es
que su capacidad protectora es muy limitada. Las leyes pueden eludirse,
manipularse y tergiversarse; sobre todo, por parte de los poderosos. Por
eso creo que la única garantía de que los derechos se respeten consiste
en que las personas estén convencidas de que vale la pena hacerlo.
Podríamos decir que "una convicción moral vale más que mil leyes".
Por tanto, sin atender a la dimensión moral de las personas, es imposible que una sociedad sea justa.

CAPÍTULO 2. RASGOS DE LOS ACTUALES HABITANTES DEL MUNDO ÉTICO

2.1. Una ética de andar por la calle


Presentar la ética de nuestros días -aquí, la ética; aquí, un lector- no es tarea fácil, pero podríamos
emprenderla diciendo que goza de excelente salud, hasta el punto de que los especialistas en descabellar
ideologías con la puntilla de un "post", llenando los cementerios de cadáveres -postmodernidad,
postcapitalismo, postsocialismo- no han podido todavía mandarla al mundo de la "post-ética". Y eso que
gentes como Lipovetsky han corrido el rumor de que la moral, tan cercana a la ética, ha pasado al otro mundo,
quedando el nuestro convertido en un mundo "postmoralista"16. Pero en estas calumnias del postmoralismo
entraremos más adelante, por ahora nos basta con recordar que la ética rebosa salud. ¿De dónde le viene su
lozanía?
Le viene, simple y llanamente, de haberse atrevido a salir de las aulas y los anaqueles, donde se repite
hasta el aburrimiento qué dijo Platón y qué Heidegger y huele a rancio, para enfrentarse a los problemas de la
vida cotidiana e intentar encontrarles soluciones.
Pasaron para ella los tiempos de la impunidad, en que el filósofo justificaba el sueldo con una jerga
esotérica y enrevesada, de la que el público no sacaba nada en claro. Hoy la gente se ha hecho más lista y
reclama sus derechos: "bien está -dice- que reflexionen ustedes pero, si quieren ganarse el sueldo, dígannos
algo para la vida cotidiana, y algo que se entienda".
El derecho a entender es un derecho humano que la filosofía ha despreciado demasiado tiempo y por
eso al gran público no suele interesarle. También la ética ha caído en ese defecto y en el de hablar de cosas que
no le importan prácticamente a nadie, tarea a la que se dedicó hasta hace bien poco tiempo, en parte por
deformación profesional, en parte por motivos serios.

2.2 Ética intrascendente


En efecto, desde hace algunas décadas empezó la ética a profesar una vocación de intrascendencia
verdaderamente llamativa. Dejó en segundo término aquellas cuestiones que siempre le habían preocupado -
¿en qué consiste el bien? ¿qué hacer para ser justos?- y se devanaba el seso en asuntos que a nadie interesaban
("¿es posible deducir lo permitido de lo obligado?" "Si digo a alguien 'usted debería jugar mejor al tenis', ¿qué
estoy queriendo decirle...?"). ¿Por qué los éticos abandonaban el barco de las cuestiones importantes y se
arrojaban al mar de lo intrascendente? Tres razones, al menos, podríamos aducir para explicar este
desaguisado.
1) Aclarar el lenguaje

16
Giles Lipovetsky, El crepúsculo del deber, Madrid, Anagrama, 1992.
13
1
La primera de ellas consistió en percatarse de que la mayor parte de discusiones y desacuerdos que se
producen en la moral procede simplemente de falta de entendimiento en el lenguaje.
Si yo digo que "esto es justo" y tengo por "justo" aquello que cada quien debe tener para llevar
adelante una vida digna, y, sin embargo, mi interlocutor tiene por "justo" lo que cada uno se merece por el
esfuerzo que ha puesto, no nos entenderemos y pasaremos discutiendo una buena cantidad de tiempo, hasta
que nos daremos cuenta de que, sencillamente, entendíamos cosas distintas por la misma palabra.
O si digo "la eutanasia es inhumana", y para mi "eutanasia" significa eliminar a los recién nacidos que
tienen taras, y mi interlocutor entiende por "eutanasia" incluso rechazar el encarnizamiento terapéutico, está
claro que tardaremos en entendernos, por lo menos, tanto tiempo como necesitemos para darnos cuenta de que
lo que pasa es que hablamos de cosas distintas.
Con los cual muchos éticos llegaron a la conclusión de que lo mejor era dedicarse a analizar el
lenguaje moral, para tratar de aclarar nuestros desacuerdos, y no empeñarse en hacer "ética normativa", es
decir, no empeñarse en dar normas. Ya a principios del siglo XX había nacido una corriente ética de análisis
del lenguaje moral de la mano de E.G. Moore17, y hace unas décadas se puso de moda, en parte, por este deseo
de aclarar el lenguaje moral.
2) La obsesión por la neutralidad
Una segunda razón para limitar el quehacer de la ética a esta tarea, que dio en llamarse "metaética" por
distinguirse de la ética normativa, consistió en satisfacer el afán de objetividad que invadió al mundo del
saber en la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX18.
Ya en 1919, en su célebre conferencia "Ciencia como vocación" Max Weber había afirmado que el
auténtico científico es aquél que se atiene a los hechos, prescindiendo de las valoraciones, porque quien, al
dedicarse a un saber, introduce valoraciones, está introduciendo sus creencias subjetivas y no ateniéndose a los
hechos. El científico, dirá Weber, debe estar dotado de "la probidad intelectual necesaria" para comprender
que existen dos tipos de problemas heterogéneos: la constatación de los hechos y la respuesta a la pregunta por
el valor de la cultura y, dentro de ella, de cuál debe ser el comportamiento del hombre en la comunidad
cultural y en las asociaciones políticas19.
A esta convicción de que un saber, para ser científico, no debe hacer valoraciones se ha llamado el
Principio de Neutralidad de las ciencias; y, de tal modo ha sido una obsesión hasta hace bien poco, que
también los éticos se empeñaron en hacer de la ética un saber neutral, un saber objetivo: si la ética quería
ser una ciencia, tenía que ser neutral, y para eso el procedimiento más expeditivo consistía en limitarse a
estudiar el lenguaje de la moral, pero sin hacer ella misma valoraciones20.

3) El complejo de Pepito Grillo


La tercera razón tuvo unas raíces más bien sociales. Si la ética orienta de alguna manera la acción -se
preguntaban los éticos-, ¿significa esto que hemos de decirle a la gente lo que debe hacer? ¿Y quiénes
somos -continuaban- para hacer tal cosa?
De hecho, los moralistas de diversas religiones orientan a las demás personas, pero no desde un saber
que poseen por méritos propios, sino desde un saber que heredan de su iglesia o grupo religioso. Sin embargo,
los éticos reflexionan por cuenta propia y no merecen más crédito que el que su misma reflexión pueda
17
G.E. Moore, Principia Ethica, 1903 (hay trad. cast. en UNAM,
México, 1983). Para la evolución de la filosofía del análisis del
lenguaje moral ver José Hierro, Problemas del análisis del lenguaje
moral, Tecnos, Madrid, 1970; W.H. Hudson, La filosofía contemporánea,
Alianza, Madrid,
18
Hans Albert, Ética y metaética, Cuadernos Teorema, Valencia, 1978.
19
Max Weber, El político y el científico, Madrid, Alianza, 1980.
20
Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, Taurus, Madrid,
1985, vol. II, pp. 344 ss.
14
1
inspirar. ¿Quién les ha dado la credencial para informarnos acerca de lo que debemos hacer para ser justos y
felices?
El temor a prescribir -el temor a convertirse en "Pepito Grillo"- fue, pues, la tercera de las razones que
indujo a la ética desde hace algunas décadas a rechazar cualquier intento de ética normativa y a dedicarse a un
tipo de ética descriptiva: a describir qué es lo que hacemos cuando usamos el lenguaje moral y qué significan
los términos que lo componen, es decir, a limitarse o hacer filosofía del análisis del lenguaje moral, también
llamada "metaética"21.
Este tipo de ética continúa boyante en muchos lugares de nuestro planeta, sin embargo, ha perdido la
hegemonía de que gozó en tiempos.
Por una parte, porque los éticos empezaron a cansarse de no hacer otra cosa que hablar de qué
queremos decir cuando decimos "bueno" o "justo", y a pensar que esta aclaración de términos muy bien podía
ser una parte de la ética, pero no la única tarea22. Por otra parte, porque descubrieron, como muchos otros
científicos obsesionados por lograr saberes "puros", que tal cosa no existe. No hay ningún saber humano en
el que no introduzcamos valoraciones. Incluso si hacemos algo tan modesto como aclarar el significado del
término "bueno", estamos introduciendo el modo de entenderlo y usarlo de la cultura en la que hemos sido
educados, y, por lo tanto, estamos prescribiendo a la gente qué tiene que entender por "bueno"23.
Pero también sucedió, con todos estos dimes y diretes, que al público la ética dejó de interesarle por
completo. Los moralistas podían decir cosas discutibles, e incluso irritantes, pero, por lo menos, decían algo
que se podía discutir o podía irritar; mientras que los éticos se enredaban en interminables análisis de términos,
juicios y razonamientos, de los que un ciudadano normal no sacaba más claridad, sino un solemne
aburrimiento y, aunque resulte curioso, todavía más confusión. Con lo cual la poca clientela que podía
interesarse por estos asuntos acabó dejando la tienda vacía.
Y la ética se refugió en las aulas y los anaqueles, donde el polvo del desinterés ciudadano cubre los
lomos de los libros.

2.3. Nació la filosofía para dar razón


Bien es verdad que en esas aulas acabó encontrando algunos temas, que hubieran sido de interés para
el público si se le hubieran explicado con alguna claridad, por ejemplo, el de la fundamentación de la moral.

¿Por qué debo?


Hasta hace algo más de una década los éticos invirtieron buena parte de su tiempo en investigar si es
posible encontrar un fundamento para lo moral, y creían adecuado formular la pregunta por él de la siguiente
forma "¿por qué debo obedecer normas morales?".
En definitiva, la mayor parte de los ciudadanos ignórabamos esas sutilezas de que la moral habla de
unas formas de vida más humanas que otras, y habíamos sido educados simplemente en la convicción de que
la moral consistía en un conjunto de deberes, y además en unos deberes que normalmente iban en contra de
nuestras apetencias y deseos. No era, pues, raro que la gente, cuando se decía que esos deberes eran sagrados,
preguntara: ¿por qué?
Mientras la respuesta válida para la sociedad en su conjunto fue religiosa, el problema parecía quedar
resuelto con un "porque eso es lo que Dios quiere" o "porque es lo que enseña la Iglesia". En realidad, el
problema no se resolvía, sino que se trasladaba a una reflexión ulterior, que con respuestas como éstas
quedaba pendiente24.
21
Javier Muguerza, Presentación a Mary Warnock, Ética contemporánea,
Labor, Barcelona, 1968, pp. 5-14.
22
Javier Muguerza, La razón sin esperanza, Taurus, Madrid, 1976.
23
Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, II, pp. 363 ss.
24
Adela Cortina, Ética civil y religión, pp. 113 ss.
15
1
Por su parte los filósofos llevaban siglos intentando fundamentar la moral y encontrar una respuesta
que no valiera sólo para los creyentes, y así habían ido encontrando, entre otras, respuestas muy relacionadas
con las formas de entender lo moral que ya hemos comentado.
Si tenemos que cumplir unos deberes o practicar unas virtudes -decían- es por razones como las
siguientes:
• Los seres humanos queremos ser felices, es decir, realizar nuestro modo de ser más propio, y para eso
cumplir algunos deberes resulta ineludible (eudaimonismo).
• Los hombres queremos obtener todo el placer posible y a veces es necesaria la obediencia a esos
deberes para conseguirlo (hedonismo).
• Los seres racionales tenemos conciencia de que debemos cumplir unos determinados deberes, aunque
con ello no obtengamos bienestar, sencillamente porque actuar según ellos forma parte de nuestro ideal
de humanidad (kantismo).
• Captamos intuitivamente unos valores que nos exigen ser realizados (ética de los valores).
• Somos seres dotados de competencia comunicativa y al comunicarnos nos atenemos, querámoslo o no,
a normas morales (ética del discurso)25.

No hay porqué
Obviamente, las disputas entre los defensores de los distintos modelos de fundamentación han sido y
son múltiples y diversas, porque todos creen que el suyo es el único convincente. Con lo cual los éticos se ven
en una comprometida situación porque, por una parte, se empeñan en que las fundamentaciones religiosas no
pueden valer para todos, ya que no todos son creyentes pero, por otra, se encuentran con que tampoco parece
posible descubrir una fundamentación racional que valga universalmente: existen distintas ofertas de
fundamentación ética que entran entre sí en competencia.
El asunto vino a complicarse todavía más cuando algunos autores empezaron a opinar que la moral no
puede fundamentarse de ninguna manera ya que, a fin de cuentas, cualquier intento de fundamentación llega
a un punto en el que quien está buscando razones inmuniza alguna de ellas frente a cualquier crítica racional y
pretende haber encontrado el fundamento. Con lo cual, en realidad, todo el proceso fundamentador viene a
descansar en un irracional "porque sí".
Éste sería el caso, en nuestros días, del Racionalismo crítico, iniciado por Karl Popper y continuado,
entre otros, por Hans Albert.

Ni hay porqué, ni falta que hace


Otros autores decían, por su parte, que ni la moral puede fundamentarse ni falta que le hace. Según
ellos, llevaban razón Nietzsche y Heidegger cuando decían que la obsesión por buscar fundamentos es un
problema de la Modernidad, pero que hoy en día, en nuestra época postmoderna, carece de sentido dedicarse a
ese menester y andar discutiendo si unos son superiores a otros. El afán por dar respuestas seguras, por dar
razones, por fundamentar, está pasado de moda, es un residuo del pasado.
Ésta es la posición del pensamiento postmoderno, en general, y muy especialmente de autores Gianni
Vattimo o Jean-François Lyotard26.

Fundamentos habrá, pero más vale silenciarlos


25
He intentado ofrecer una panorámica de las distintas posiciones en
torno a la fundamentación de la moral en: Ética mínima, parte II; Ética
sin moral, cap. 3; La moral del camaleón (Espasa-Calpe, Madrid, 1991),
cap. 13, y en Ética aplicada y democracia radical, parte I.
26
Gianni Vattimo, El fin de la Modernidad, Barcelona, Gedisa, 1986;
Jean François Lyotard, La condición postmoderna, Madrid, Tecnos, 1984.
16
1
Por último, una potente corriente norteamericana -el liberalismo político-, en la que "militan" autores
de la talla de John Rawls, insiste en que, para el filósofo que vive en un país democrático, lo interesante no es
emplear tiempo buscando fundamentos, sino intentar potenciar la democracia en su sociedad y dejarse de
libros de caballerías.
Con el asunto de los fundamentos -continúan estos autores- no llegamos sino a discusiones entre
creyentes y no creyentes, hedonistas y kantianos, integristas y laicistas, cuando lo que necesita una sociedad
democrática es que todos sus ciudadanos se esfuercen por consolidar y potenciar los valores democráticos.
En potenciar eso que nos une -afirma el liberalismo político- consiste la "tarea social práctica" del
filósofo, no tanto en reivindicar cada uno su idea de fundamento, que puede llevar a discrepancias. Con lo cual
el liberalismo político hace ostentosamente gala de ese pragmatismo que es tan consustancial al pueblo
norteamericano como el Mac Donald, la Coca-Cola o los personajes de Walt Disney.
Sin embargo, este pragmatismo esconde varias cartas en la manga, porque no dice sin más que no haya
un fundamento para lo moral, sino que puede haber varios en disputa en una misma sociedad, y que más vale
abandonar la tarea de dilucidar cuál es más verdadero para emplear todas las energías en potenciar lo que ya
nos une. Con lo cual sí admite que hay fundamentos racionales y que tienen su buena eficacia en la vida social,
cuando orientan positivamente la vida de los que los tienen por buenos. Lo que no quieren es entrar en la
disputa de si hay uno que sea el verdadero.

De la discordia a la concordia
En los últimos tiempos, pues, el problema del fundamento de lo moral ha servido de discordia entre
todos estos grupos que lo tienen por imposible o por innecesario, y los que siguen defendiendo la existencia
de un fundamento racional, como es el caso de los utilitaristas, los zubirianos, los kantianos, la ética de los
valores, o la ética del discurso.
Sin embargo, hoy en día el calor de las disputas en torno al fundamento ha remitido, en parte por el
cansancio de los contendientes, ahítos de tanta discusión, en parte porque la vida cotidiana está exigiendo
insistentemente a la ética que le preste sus servicios en otras dependencias.
En efecto, desde hace un par de décadas al menos, en Estados Unidos sobre todo, ha empezado a pasar
al primer plano el asunto de la aplicación a la vida cotidiana de aquellos principios que pueden haberse
descubierto a través de la reflexión ética. Y no porque los éticos un buen día decidieran que merecía la pena
dedicarse a ello, sino porque así lo pedían los distintos ámbitos sociales, que necesitaban orientaciones para
actuar y no podían recabarlas sólo de las religiones en sociedades pluralistas.
La ética se vio obligada a lanzarse al ruedo y a ejercer otra de sus tareas tradicionales: la de aplicar a
la vida cotidiana los principios ganados en el proceso de fundamentación. ¿Significa esto que ya no importa en
absoluto si lo moral puede fundamentarse o no, si tenemos razones para ser morales, porque el pragmatismo
de las decisiones concretas nos ha ganado?
Ciertamente, así lo considera, entre otros, el liberalismo político del que hemos hablado. Pero también
apuntamos que esta corriente esconde cartas en la manga, porque da por supuesto que habrá distintos
fundamentos, defendidos por diversos grupos, y que algo bueno tendrán cuando orientan la acción.
Yo, por mi parte, bien por tener poco de norteamericana, bien por no tener mucho de pragmática,
propongo algo mejor: reconocer que distintas tradiciones éticas han desvelado distintos modos de fundamentar
lo moral, porque cada una ha intentado dar razón sobre todo de una de las múltiples perspectivas de lo moral, y
que hoy en día a la hora de aplicar a los problemas diarios lo ganado mediante la reflexión, es imposible
prescindir de ninguna de ellas. Cada tradición ética es imprescindible para resolver determinados tipos de
problemas. Lo importante es dilucidar para qué asuntos es insustituible cada tradición y desde dónde
articularlas.
Éste es, a mi juicio, el tema ético de nuestro tiempo. Por eso en la segunda parte de este trabajo,
dedicada a la educación moral, tendremos en cuenta distintas tradiciones éticas, que considero insoslayables

17
1
para orientar la acción en sociedades como las nuestras, articulándolas en último término desde la ética del
discurso.

2.4. La ética se lanza al ruedo


Experimentar con humanos
En los campos nazis de concentración, durante la II Guerra Mundial, se llevaron a cabo experimentos
médicos con prisioneros, en contra de cualquier sensibilidad moral normalmente constituida. Quienes los
realizaban no eran precisamente individuos incultos, resentidos con su mala fortuna social y preparados para el
sadismo en alguna escuela especializada, sino profesionales de la medicina, con un buen prestigio académico y
social. ¿Cómo fue posible que llegaran a ese grado de inhumanidad?
Naturalmente, la desastrosa teoría de la diferencia entre las razas y de la superioridad de unas sobre
otras estaba en el trasfondo de todo aquello, como también la convicción de que las supuestamente inferiores
no es que lo fueran, es que sus miembros ya no eran siquiera seres humanos. Pero también, curiosamente,
andaba en la trastienda de todo aquello la idea de que es lícito experimentar con algunos seres humanos
porque de aquí se pueden extraer beneficios para un mayor número de gentes. Afirmación que es más
peligrosa, si cabe, que las anteriores, porque parece una justificación humanitaria.
Perdida en las nubes del análisis del lenguaje, de la fundamentación y de otros problemas similares,
¿no tenía la ética nada que decir ante todo esto?

El caso Watergate
Por citar un ejemplo de otro ámbito, escándalos como el del caso Watergate en Estados Unidos o como
el que protagonizó aquella empresa alemana que vendió leche radioactivada en el Tercer Mundo, sin
importarle en absoluto el daño que con esto producía, produjeron una conmoción en la opinión pública.
Las gentes empezaron a preguntarse si las empresas están legitimadas para perseguir su beneficio
empleando para ello cualquier medio, o si, por el contrario, existen unos límites, aunque en ocasiones no esté
escrito cuáles son ni esté especificada una sanción por traspasarlos. Y de esta pregunta surgía inevitablemente
una nueva cuestión: ¿no tiene la ética nada que decir?

Un largo etcétera
Y, por acabar de momento con este rosario de ejemplos, ¿no tiene nada que decir la ética de la
corrupción política, de la corrupción universitaria, de la destrucción del medio ambiente, del negocio de la
guerra, de los periódicos que hacen suya aquella consigna: "que nunca la verdad te estropee un buen titular"?
Urgida por interpelaciones sin cuento la ética ha salido a la calle y se ha puesto a trabajar codo a codo
con médicos, economistas, políticos y periodistas. Lo que desean unos y otros en este trabajo interdisciplinar
es encontrar soluciones concretas a los problemas concretos: dar a los principios abstractos de la ética carne de
concreción. Y este aterrizaje en la vida cotidiana, este lanzarse al ruedo, va cristalizando en ese conjunto de
"éticas aplicadas" que constituyen su parte más prometedora27: bioética28, ética de la información29, ética

27
Para una aclaración de cuáles son los puntos nucleares de una ética
aplicada y para un modelo de ética aplicado a la bioética, la genÉtica,
la educación y la empresa, ver Adela Cortina, Ética aplicada y democracia
radical, parte III.
28
Diego Gracia, Fundamentos de Bioética, Madrid, Eudema, 1988;
Procedimientos de decisión en ética clínica, Madrid, Eudema, Javier
Gafo, Diez palabras clave en bioética, VD, Estella, 1993.
29
Enrique Bonete (ed.), Éticas de la información y deontologías del
periodismo, Tecnos, Madrid, 1995.
18
1
económica y de la empresa o ética de los negocios30, ecoética31, ética de la ciencia y de la técnica, GenÉtica32,
ética de las profesiones33.
Se multiplican las publicaciones periódicas, las fundaciones, institutos, cátedras y congresos dedicados
exclusivamente a cada una de estas éticas, tanto en Estados Unidos como en América Latina y Europa. Los
bancos y las empresas exhiben sus códigos de ética, redactan otros los periodistas, los científicos sellan
compromisos éticos y los hospitales cuentan con comités de Ética para supervisar la investigación clínica y
para asesorar a los profesionales sanitarios. En los congresos e investigaciones científicas es obligado dedicar
un capítulo a la ética, hasta el punto de que en la Comunidad Europea no se subvencionan investigaciones que
no hayan sido aprobadas por un comité ético.
Lo cierto es que la ética ya no es una "ética de andar por el aula", sino "de andar por la calle", con el
compromiso de mojarse y el riesgo de equivocarse.

1) Tratar de aclarar en qué consiste lo moral.


TAREAS DE LA ÉTICA Cuestiones de aclaración.
2) Intentar dar razón de por qué hay moral.
Cuestión del fundamento.
3) Procurar aplicar lo ganado para orientar la acción en los distin-
tos ámbitos de la vida social.
Cuestiones de ética aplicada.

Pero además tampoco es ya apenas una ética individual, sino una ética social, incluso sociable. ¿Qué
significa esto de que no es una ética individual sino social?

2.5. Ética social, más que individual


En algún momento afirmó José Luis Aranguren con toda razón que estamos en tiempos de "ética
intersubjetiva", más que de "ética intrasubjetiva", en tiempos de ética social más que en época de ética
individual34. Antaño la ética se ocupaba sobre todo de reflexionar sobre la persona -sobre su conciencia, sus
deberes, sobre el modo como puede lograr ser feliz-, y a esta parte se le denominaba "ética individual".
Después venía la "ética social", organizada en capítulos sobre la naturaleza del trabajo humano, el salario, el
precio, las condiciones de la guerra justa, los requisitos para poder hablar de "legítima defensa", y otras
cuestiones que pueden plantearse a un ser humano que vive en sociedad. Pero de las dos partes era en la
primera -en la referida a la felicidad y los deberes individuales- en la que se insistía especialmente, mientras
que la segunda parecía resultar de los compromisos que inevitablemente una persona adquiere en sociedad.
Hoy en día, sin embargo, el panorama ha cambiado sustancialmente, la ética individual queda en
segundo plano y es la ética política, económica, médica, mediática, ecológica, o de las profesiones la que
aparece en la primera plana de las revistas del ramo ¿Qué es lo que ha pasado?

30
Adela Cortina, Jesús Conill, Agustín Domingo, Domingo García Marzá,
Ética de la empresa, Trotta, Madrid, 1994; José Luis Fernández, Ética
para empresarios y directivos, ESIC, Madrid.
31
Nicolás Martín Sosa, Ética ecológica, Madrid, 1990.
32
José Sanmartín, Los nuevos redentores, Anthropos, Barcelona, 1987.
33
José Luis Fernández/ Augusto Hortal (eds.), Ética de las
profesiones, Madrid, Universidad Comillas, 1995.
34
Prólogo a Adela Cortina, Ética mínima, pp. 11-15.
19
1
Tres son las razones que podríamos aducir al menos para este tránsito de lo "intrasubjetivo" a lo
"intersubjetivo":
1) La primera de ellas es la constatación de que una persona puede obrar de forma impecable, con la
mejor voluntad y la mejor intención, y encontrarse con que los resultados de su actuación son catastróficos. Y
no sólo porque las consecuencias de nuestras acciones no siempre están en nuestras manos, sino también
porque nuestras decisiones se unen a las de otros y el resultado final es el de la "acción colectiva", y no el de
la acción individual.
Algunos autores sugieren por eso sustituir la ética individual por la colectiva, la ética de las personas
por la de las organizaciones y las instituciones.
Y no les falta razón, sólo que sería más adecuado hablar de complementar la ética individual con la de
las instituciones y organizaciones que de sustituir la primera por la segunda. Porque es verdad que urge
"moralizar" las empresas, las profesiones y los oficios en los que las personas desarrollan sus vidas; pero la
buena intención personal, la honradez, la lealtad y la credibilidad siguen siendo indispensables para vivir una
vida verdaderamente humana.
2) Crece, por otra parte, la convicción de que no podemos ser libres y justos si no es a través de nuestra
relación con los demás. Imaginar la libertad y justicia personales como la de Robinsón Crusoe antes de la
llegada de Viernes es ridículo: nos vamos haciendo libres y justos a través de nuestros proyectos comunes, de
nuestros conflictos y nuestros diálogos: a través de una historia compartida. Porque somos en historia y en
diálogo.
Con todo y con ser esto cierto, pienso yo que subrayar la dimensión comunitaria no nos puede llevar a
olvidar la personal: complementar lo individual con lo comunitario es siempre más verdadero que sustituirlo.
3) Por último, piensa un buen número de autores que la ética, como filosofía que es, ha de ocuparse de
la dimensión racional de los fenómenos, y la razón está ligada de forma indisoluble a la intersubjetividad, no
a la subjetividad de cada individuo.
Pongamos algún ejemplo: supongamos que estoy absolutamente convencida de haber descubierto la
causa de un suceso; sin embargo, no puedo constatarlo de ninguna manera. Es, pues, una
creencia que tengo, pero ¿cómo podré decir que es un saber racional? ¿Bastará mi creencia subjetiva o tendré
que confrontarla con otros y, sólo si coinciden conmigo, podré tenerla por saber racional?
Supongamos que una norma me parece correcta. Sin embargo, entablo un diálogo sobre ella con otras
personas, y me doy cuenta de que carezco de argumentos, no sólo para convencerles, sino también para
confirmar yo misma mi convicción. ¿Tiene sentido que siga manteniéndola como una exigencia fuerte, o más
bien debería pertrecharme de razones que pueda compartir con otros; es decir, intersubjetivables?
"Racionalidad" e "intersubjetividad" parecen, pues, coextensivos. Y si la filosofía ha de ocuparse de
la dimensión racional de los fenómenos -piensan estos autores-, habrá de centrarse más en lo intersubjetivo
que en lo intrasubjetivo: más en la justicia que en la felicidad. Por eso la gran pregunta de la ética actual es
"¿qué es una sociedad justa?"
Pregunta central en la vida humana, que no debería bloquear, sin embargo, la indagación de la
felicidad, ya que, a fin de cuentas, no hay ética intersubjetiva sin ética intrasubjetiva, no hay diálogo con otros
sin "diálogo consigo mismo".
Deberíamos en cualquier caso tratar de complementar, nunca de sustituir.

CAPÍTULO 3. MAPA POLÍTICO ACTUALIZADO

A nuestro mapa le pasa lo que al de Marco Polo: que para él existen continentes desconocidos, como
África y la mayor parte de Asia (por no decir la totalidad). La filosofía, tal como la entendemos, no se ha
desarrollado como tal en el continente africano, y las éticas orientales van haciendo su aparición entre

20
1
nosotros, pero me temo que por el momento con un tinte más folclórico que otra cosa. Los grupos que hacen
yoga para adelgazar bien poco tienen que ver con la hondura del pensamiento oriental.
En lo que respecta al mundo ético que conocemos, podríamos aventurar una modesta distribución
geográfica, si bien a todos sus habitantes une en este momento -como hemos dicho- el intento de responder a
la misma cuestión: ¿cómo podemos construir una sociedad justa? ¿cómo hacer posible la conviencia pacífica
en sociedades pluralistas, e incluso multiculturales? La otra gran pregunta de la filosofía moral -"¿qué hemos
de hacer para ser felices?"- parece haber quedado por el momento en un segundo plano.
Parece la felicidad cosa de los individuos y de los grupos, cuestión que cada persona ha de responder
desde su modo de ser y de querer, desde su modo de esperar y soñar. En cambio la justicia se nos muestra
como cosa de todos nosotros, como negocio que hemos de hacer juntos y del que nadie puede evadirse.
Porque las sociedades no son felices ni desdichadas: lo son la personas; pero las sociedades sí que son,
en cambio, justas o injustas. Por eso la ética de nuestros días, que es bien modesta, prefiere en su mayor
parte asegurar un marco de justicia -asegurar la calle- que meterse a dar consejos en la vida privada. ¿Qué
propuestas pretenden en nuestro momento dibujar ese marco de justicia?
* Si empezamos nuestro recorrido por Norteamérica, nos encontraremos con un mundo de animadas
discusiones, provocadas sobre todo por el libro de John Rawls, la Teoría de la Justicia (1971)35. La Teoría de
la Justicia inició una corriente de ética política, el liberalismo político, a la que se han sumado autores de la
talla de Charles Larmore36, Ronald Dworkin o Richard Rorty37. En su segundo libro, Political Liberalism,
perfila Rawls los rasgos de esta propuesta y sus virtualidades para sociedades pluralistas con democracia
liberal38.
El liberalismo político prolonga la tradición del "pragmatismo" americano de William James y Char-
les.S. Peirce, pero sobre todo la de John Dewey. Tradición que también inspira la célebre propuesta de
"Filosofía para niños" de Matthew Lipman, ampliamente difundida y aceptada en muchos países por
profesores de enseñanza primaria y secundaria, gracias a los bien empleados esfuerzos de Félix García
Moriyón39. Lipman entiende que los niños son perfectamente capaces de comprender cuestiones filosóficas y
de encontrar respuestas, siempre que se las planteen en un grupo -la clase-, que funciona como "comunidad de
investigación", dirigida por un adulto. Para ayudarles en el proceso investigador ha escrito Lipman un
conjunto de novelas para diferentes edades, en las que van planteándose las grandes cuestiones filosóficas,
amén de un "libro para el profesor" acompañando a cada una de ellas.

35
John Rawls, Teoría de la Justicia, Madrid, F.C.E., 1978. Ver
también John Rawls, Justicia como equidad (edición a cargo de M.A.
Rodilla), Madrid, Tecnos, 1986.
36
Ch. Larmore, "Political Liberalism", en Political Theory, vol. 18,
n1 3 (1990), pp. 339-360.
37
Ronald Dworkin, "El liberalismo", en S. Hampshire (comp.), Moral
pública y privada, México, F.C.E., 1983, pp. 133-167; Los derechos en
serio, ; Richard Rorty, "Postmodernist bouergois Liberalism", en The
Journal of Philosophy (1983), pp. 583-589; Contingencia, ironía y
solidaridad, Barcelona, Paidós, 1991.
38
John Rawls, Political Liberalism, Columbia University Press, 1993.
39
Aparte de otros trabajos, Félix García Moriyón ha publicado una
excelente historia de la filosofía, junto con Magdalena García e Ignacio
Pedrero: Luces y sombras. El sueño de la razón en Occidente, De la Torre,
Madrid, 1994. Es éste un trabajo óptimo para introducir la filosofía en
enseñanza secundaria, en los primeros cursos de facultad y para cuantos
quieran tener noticia de ella de forma amena, clara y completa.
21
1
Y regresando al núcleo del que hemos partido, el liberalismo político de John Rawls, trabajando con
Rawls estrechamente construyó Lorenz Kohlberg una "psicología del desarrollo moral", que es hoy punto
obligado de referencia en el mundo educativo. Kohlberg muestra cómo la formación de la conciencia moral es
fruto de un desarrollo, que recorre en todas las personas los mismos niveles (preconvencional, convencional y
postconvencional), divididos en seis estadios. Esto no significa que todos alcancen los últimos estadios, sino
que siguen el mismo recorrido, lleguen a donde lleguen. Con ello ofrece Kohlberg pautas para "medir" la
madurez moral de los niños, para ayudarles a ir creciendo moralmente, y también para hacer de la escuela una
"comunidad justa". Para ello emplea el método de los dilemas morales, que resulta muy fecundo para el aula40.
Algunos discípulos de Kohlberg han criticado seriamente su propuesta, pero las críticas más conocidas
son las de su discípula Carol Gilligan, quien en su libro Con una voz diferente (1982) ha querido mostrar
cómo los grandes psicólogos (Freud, Piaget, Kohlberg) han empleado preferentemente muestras masculinas y
cómo a partir de ahí han entendido que la "voz femenina" no es que es "diferente" de la masculina, sino
"desviada"41. Por eso Gilligan trata de reconstruir también las etapas del desarrollo moral de quienes hablan en
esa voz femenina y no masculina. Lo moral se expresa, por tanto, al menos en dos voces, cada una de las
cuales no se identifica necesariamente con la de los mujeres o los varones concretos.
Por otra parte, tomando como referentes los estadios del desarrollo moral en el niño que Kohlberg
propone, ha elaborado Jürgen Habermas una "teoría de la evolución social". Las sociedades aprenden -afirma
Habermas-, no sólo técnicamente, sino también moralmente, y la lógica del desarrollo de Kohlberg nos
permite reconstruir, no sólo el desarrollo moral del niño, sino también el de las sociedades. En nuestro
momento la conciencia moral de las sociedades con democracia liberal se encuentra en el tercer nivel de
Kohlberg (el postconvencional).
* Sin salir de Norteamérica, frente al liberalismo político surgió de inmediato una polémica, al menos
desde tres instancias:
- El "anarcocapitalismo" y el liberalismo de Robert Nozick, que algunos autores caracterizan como
"liberalismo insolidario"42. En su libro Anarquía, Estado y Utopía ataca Nozick a John Rawls y su teoría de
la justicia, por entender que dicha teoría propugna un intervencionismo "inmoral" del estado en la economía.
Los derechos de propiedad -piensa Nozick- son derechos naturales, y cualquier intervencionismo
socialdemócrata, cualquier teoría de justicia redistributiva, atenta contra ellos.
- El "socialismo liberal" de Michael Walzer, disconforme con una uniformización de la justicia
distributiva, tal como Rawls la propone43. Walzer piensa -por el contrario- que en una comunidad política
existen distintas esferas, en cada una de las cuales se distribuye un bien diferente. Hecho por el cual cada una
de ellas debe venir regida por un diferente criterio de justicia.
- La arrolladora corriente "comunitaria", compuesta por autores tan heterogéneos como Alasdair
MacIntyre, Charles Taylor, Michael Sandel o Benjamin Barber44, que convienen en un punto: en acusar al
40
Lorenz Kohlberg, Psicología del desarrollo moral, DDB, Bilbao,
1992. Sobre la propuesta de Kohlberg ver, entre nosotros, José Rubio, "La
psicología moral", en Victoria Camps, Historia de la ética, III,
Barcelona, Crítica, 1989, pp. 481-532; Esteban Pérez-Delgado y R. García
Ros, La psicología del desarrollo moral, Madrid, Siglo XXI, 1991; Esteban
Pérez-Delgado y Mª Vicenta Mestre, El crecimiento moral, Universitat de
València, 1995.
41
Carol Gilligan, La moral y la teoría. Psicología del desarrollo
femenino, México, F.C.E., 1985.
42
Philippe Van Parijs, ¿Qué es una sociedad justa?, Barcelona,
Barcelona, Ariel, 1994.
43
Michael Walzer, Esferas de la justicia, México, F.C.E., 1993.
44
Alasdair MacIntyre, Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987;
Justicia y racionalidad, EIUNSA, Barcelona, 1994; Tres versiones rivales
22
1
liberalismo como causante de buena parte de los males que nos aquejan por profesar un individualismo
abstracto.
Los liberales -piensan los comunitarios- defienden que cualquier persona es sujeto de derechos y
deberes, pero parecen olvidar que esas personas nacen en una comunidad y en ella aprenden a vivir
moralmente; olvidan que son personas concretas, enraizadas en familias, asociaciones y tradiciones concretas.
Quien desee hacer ética -siguen pensando los comunitarios- debe tener en cuenta este ser comunitario de las
personas, como ya aconsejaron Aristóteles o Hegel.
Conviene recordar, antes de pasar a otra corriente, que el comunitarismo norteamericano no ha dejado
de tener su eco en los nacionalismos europeos45.
* Si, continuando nuestro recorrido por el mapa político de la ética, nos dirigimos Alemania, la
segunda patria de la filosofía -la primera fue indicutiblemente Grecia-, cuatro rótulos, al menos, son
ineludibles:
- La "Teoría Crítica" de la Escuela de Frankfurt, iniciada en el primer cuarto del siglo XX por Max
Horkheimer, Theodor W. Adorno y Herbert Marcuse46. La Teoría Crítica trataba de proseguir la búsqueda
marxiana de un criterio desde el que desenmascarar la ideologización de las sociedades avanzadas, criterio que
cada vez resultaba más difícil de encontrar porque era la propia racionalidad moderna la que debía criticar a la
racionalidad moderna.
El fracaso de los primeros frankfurtianos en esta búsqueda sugirió a Jürgen Habermas la conveniencia
de buscar por un camino distinto a los emprendidos ese criterio que nos permite discernir cuándo una sociedad
funciona por mecanismos ideológicos: cuando es incapaz de distinguir entre las normas que están
simplemente vigentes y las que son verdaderamente legítimas.
- Para descubrir ese criterio desarrolló Jürgen Habermas en la década de los setenta y los ochenta su
teoría de la acción comunicativa47, y construyó, junto con Karl-Otto Apel, la "ética del discurso"48.
Es ésta una ética racional que, tras la experiencia nazi, se niega a dejar las cuestiones morales en
manos del "sano sentir común del pueblo", y exige que demos razón de nuestras opciones morales. Los
dirigentes nacionalsocialistas rehusaban dar razón de sus acciones -fundamentarlas-, acogiéndose a la coartada
en teoría moral, RIALP, Pamplona, 1993;
Charles Taylor, Sources of the Self, Harvard University Press, 1989; Michael Sandel, Liberalism and the
Limits of Justice, Cambridge University Press, 1982; Benjamin Barber, Strong Democracy, University of
California Press, 1984. Ver A. Cortina, Ética sin moral, cap. 4; C. Thiebaut, Los límites de la comunidad,
Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1992.
45
Para un análisis de los nacionalismos ver Nicolás Mª López Calera,
Nacionalismo. ¿Inocente o culpable?, Madrid, Tecnos, 1995.
46
Para una exposición clara y sucinta de los proyectos y
realizaciones de los frankfurtianos, acompañada de una bibliografía
accesible, ver Adela Cortina, Crítica y Utopía: la Escuela de Frankfurt,
Madrid, Cincel, 1985.
47
Jürgen Habermas, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus,
2 vols.
48
Karl-Otto Apel, Transformación de la filosofía, II, pp. 395 ss.;
Estudios éticos, Barcelona, Alfa; Teoría de la verdad y ética de la
responsabilidad, Barcelona, Paidós, 1991; Jürgen Habermas, Conciencia
moral y acción comunicativa, Barcelona, Península, 1985. Ver también
Adela Cortina, Razón comunicativa y responsabilidad solidaria, Salamanca,
Sígueme, 1985; Ética aplicada y democracia radical; Javier Muguerza,
Desde la perplejidad, Madrid, F.C.E., 1991; Domingo García Marzá, Ética
de la Justicia, Madrid, tecnos, 1992.
23
1
de que para legitimarlas bastaba con el "sano sentir común del pueblo alemán". Habida cuenta de las
atrocidades que semejante negativa desencadenó, exige la ética discursiva dar razón de las opciones morales,
por lo menos de aquellas que afectan a los mínimos de justicia a los que cualquier ser humano tiene derecho.
Es importante -piensa la ética del discurso- que las personas busquemos la felicidad. Es importante que
expresemos nuestros sentimientos. Pero es indispensable dar razones de aquellos actos que afectan a los bienes
básicos de los seres humanos. Por eso Apel y Habermas se han esforzado por descubrir un fundamento para
las normas morales, pero también por aplicar este tipo de ética a diversos ámbitos de la vida social 49, y por
diseñar un modelo de "política deliberativa", como "tercera vía" entre el liberalismo y el comunitarismo50.
- El "Racionalismo Crítico", iniciado por Karl Popper con La sociedad abierta y sus enemigos y
Miseria del historicismo, y proseguido por Hans Albert51, nace como una frontal oposición a cualquier
dogmatismo, en el más limpio sentido de la tradición ilustrada "atrévete a servirte de tu propia razón". Los
dogmas, las afirmaciones o mandatos que se resisten a dejarse criticar por la razón, son la fuente del fanatismo
y tienen nefastas consecuencias para las personas. Claro ejemplo de ello es el dogmatismo practicado por las
corrientes que se empeñan en descubrir leyes de la historia, como ha sido el caso del materialismo histórico.
Frente a este futuro ya cerrado, es urgente potenciar "sociedades abiertas" según un modelo de democracia
liberal.
* Por el mundo británico sigue campeando triunfante el "Utilitarismo", embarcado en la tarea de
conseguir "la mayor felicidad para el mayor número", de la mano de Smart, Lyons y un largo etcétera; y
también los marxistas de Oxford, que componen una bien curiosa tradición. Mientras que los franceses,
individualidades aparte, adscritas a la ética del discurso o al liberalismo político, siguen apostando, después
del estructuralismo, por la postmodernidad.
* ¿Y qué decir de España nuestra y de América Latina? En ellas sigue presente la tradición de José
Ortega y Gasset, tanto la que prolonga Julián Marías52, como la que uniéndose a la de Xavier Zubiri, es
proseguida por José Luis Aranguren y Pedro Laín53. Pero también la ética latinoamericana de la liberación,
abanderada por Ignacio Ellacuría, Enrique Dussel, Leopoldo Zea o Juan Carlos Scannone, que en los últimos
tiempos va transitando paulatinamente del conflicto al diálogo, de una ética que hunde sus raíces en Marx y
Levinas, a una que se aproxima a la ética del discurso54. En definitiva, el pobre, el marginado, es el interlocutor
potencial de una gran cantidad de diálogos sobre decisiones que le afectan, un interlocutor potencial que nunca
lo es real55.
CAPÍTULO 4. ¿QUÉ ES LA EDUCACIÓN MORAL?

4.1. Indoctrinación y Educación


Al hablar de educación, y muy especialmente de educación moral, suele hacerse una distinción
imprescindible para entender qué queremos hacer al educar moralmente: la distinción entre indoctrinar y
educar. "No se debe indoctrinar -decimos- y, en cambio, es necesario educar, tanto porque es un beneficio para
49
Karl-Otto Apel, Diskurs und Verantwortung, Suhrkamp, Frankfurt,
1988.
50
Jürgen Habermas, Faktizität und Geltung, Frankfurt, Suhrkamp, 1992.
51
Karl Popper La sociedad abierta y sus enemigos, Barcelona, Paidós y
Miseria del historicismo, Madrid, Alianza, 1973; Hans Albert, Tratado de
la razón crítica, Buenos Aires, Sur, 1973.
52
Ver recientemente Julián Marías, Tratado de lo mejor, Madrid,
Alianza, 1995.
53
De ella tratamos en la parte II de este libro cap. 5.
54
Karl-Otto Apel, Adela Cortina, Julio De Zan, Dorando Michelini,
Ética comunicativa y democracia, Barcelona, Crítica, 1992.
55
Adela Cortina, La moral del camaleón, Madrid, Espasa-Calpe, 1991,
cap. 13..
24
1
los alumnos como porque la sociedad necesita personas moralmente educadas"56. ¿Cuál es esa diferencia entre
indoctrinación y educación, que hace que la primera sea indeseable y la segunda, irrenunciable? ¿Reside en el
método que utilizamos (¿cómo enseñamos?) o en el contenido (¿qué enseñamos?).

¿Cuestión de método o de contenido?


En un trabajo monográfico sobre el tema, consideraba J. Wilson que la indoctrinación es mala y la
educación es buena, y que la diferencia entra ambas no podía residir en el método, sino en el contenido por las
siguientes razones.
El método, en el caso de los niños -afirmaba-, no puede ser el racional (la argumentación) porque,
como todavía no razonan, sólo podemos llegar a ellos mediante métodos no racionales, pero esto no significa
que estemos intentando indoctrinarles: simplemente nos servimos del único método con el que podemos
acceder a ellos. La diferencia entre indoctrinación y educación radica entonces -piensa Wilson- en el
contenido que les queremos transmitir.
Ese contenido -prosigue- será educativo si consiste en modelos de conducta y en sentimientos que
cualquier persona sana y sensata consideraría agradables y necesarios; estos modelos serán racionales porque
derivan de la realidad social, más que de valores, temores y prejuicios de los individuos57.
Ciertamente, existe una tradición acreditada que parte en último término de Platón, según la cual hay
algún tipo de persona o personas capacitadas para determinar qué es lo mejor en la vida humana y, por tanto,
para indicar en qué contenidos debe educarse. Sin embargo, la dificultad consiste en determinar quiénes son
esas personas especialmente facultadas y cómo elegirlas. En el caso de Wilson, cómo elegir a esa persona
"sana y sensata" que debería actuar como juez respecto de qué contenidos son agradables y necesarios, porque
es fácil colegir que distintos grupos presentarían distintos candidatos al oficio de "juez moral", y se negarían a
tener por normativas las orientaciones de los candidatos presentados por los restantes.
Como, por otra parte, no se trata aquí de atender a la opinión de la mayoría, porque la regla de las
mayorías es un mal menor en la vida política, y absolutamente inadmisible en la vida moral58, cada grupo
quedaría con su propio juez, que para él tiene autoridad moral, y consideraría totalmente irrelevante lo que
opinaran los "jueces" ajenos.

La meta de la educación
Por eso parece bastante más acertada la posición de Richard M. Hare, quien considera que la diferencia
entre la indoctrinación y la educación reside en la meta que persiguen el "indoctrinador" y el "educador",
respectivamente, meta que determinará el tipo de método y de contenido59.
El indoctrinador pretende transmitir unos contenidos morales con el objetivo de que el niño los
incorpore y ya no desee estar abierto a otros contenidos posibles; pretende, en definitiva, darle ya las
respuestas y evitar que siga pensando: encerrarle en su propio universo moral, para que no se abra a otros
horizontes. Éste es el proceder propio de lo que se ha dado en llamar una moral cerrada.
El educador, por el contrario, se propone como meta que el niño o adolescente piense moralmente
por sí mismo, cuando su desarrollo lo permita, que se abra a contenidos nuevos y decida desde su autonomía
qué quiere elegir. El educador pone así las bases de una moral abierta.
La diferencia entre indoctrinar y educar no es, por tanto, una diferencia de método sino de meta.
56
Para el nuevo horizonte normativo de la educación moral en España
ver Josep M0 Puig Rovira, La educación moral en la enseñanza obligatoria,
Horsori, Barcelona, 1995, pp. 15-32.
57
J. Wilson, "Education and Indoctrination", en T.C.B. Hollins (ed.),
Aims in Education, Manchester, UP, 1964.
58
Adela Cortina, Ética de la sociedad civil, pp. 72 ss.
59
Richard M. Hare, Essays on Religion and Education, Oxford Clarendon
Press, 1992, cap. 7.
25
1

Educar en la autonomía: moral abierta


Si, por ejemplo -continúa Hare-, intentando enseñar a mi hijo que mentir es malo, me doy cuenta de
que no capta los argumentos y que lo que más le convence es que emplee un tono de voz fuerte, ¿le estoy
indoctrinando por utilizarlo? ¿o sencillamente se encuentra en una etapa en la que lo que más le va a
convencer es percibir mi propia convicción a través del tono de voz? Eso no significa que yo vaya a dejar de
aducir argumentos, pero también tengo que emplear los recursos con los que puedo llegar a él en esa edad,
porque lo más importante es mi disposición a ayudarle a pensar por sí mismo en cuanto sea posible.
Lo mismo ocurre con la obsesión de algunos padres o educadores por no influir en la manera de pensar
de sus hijos y de sus alumnos, creyendo que ésa es la manera de respetar su autonomía. Si en realidad influir
en ellos es inevitable, ¿no será lo mejor ver cómo y en qué dirección lo hacemos, poniendo las cartas boca
arriba tanto para ellos como para nosotros? Porque, en definitiva, los que presumen de neutralidad, de no
influir en los niños, lo están haciendo, quieran o no, y además sin sacar a la luz en qué sentido lo hacen.
La indoctrinación empieza -concluye Hare- cuando queremos detener en los niños la capacidad de
pensar por sí mismos sobre cuestiones morales. Por el contrario, no les estamos indoctrinado si, cuando
estamos influyendo sobre ellos, pensamos: "tal vez cuando tenga capacidad de pensar por sí mismo decida que
el mejor modo de vida es totalmente distinto del que le estoy enseñando, y tendrá perfecto derecho a decidir-
lo"60. Precisamente, que un educador tenga esta actitud es una garantía de que no es un indoctrinador.

4.2. EDUCAR EN VALORES


El contenido de la autonomía
Sin embargo, y aceptando que la posición de Hare con respecto a la educación moral es más adecuada
que la de Wilson, hay en la afirmación que acabamos de hacer con él algo que no nos deja muy satisfechos. De
acuerdo en que es fundamental educar a los niños para la autonomía, de modo que sean capaces de pensar,
juzgar y decidir por sí mismos. En definitiva, la convicción de que toda persona es un ser autónomo y que la
educación se dirige a formar personas autónomas es el mejor logro de la Modernidad. Sin embargo,
cuando un padre o un maestro están intentando transmitir unos valores morales porque -valga la redundancia-
les parecen valiosos, no les resulta tan atractiva la idea de que un buen día su hijo o alumno piense algo
totalmente distinto a lo que ellos piensan. Y no por eso se merecen -creo yo- que les tachemos de
indoctrinadores.
Supongamos que una persona, harta de ver cómo se humilla en su barrio a los inmigrantes, intenta
transmitir a sus hijos o alumnos la convicción de que todas las personas son iguales en valor y, por lo tanto,
que quien maltrata a otra por considerarla inferior se comporta como un animal, con el debido respeto a los
animales. Si al cabo del tiempo los hijos o alumnos andan por las calles martirizando inmigrantes porque así lo
han decidido de modo "autónomo", ¿va a sentirse por eso muy satisfecha, pensando que a fin de cuentas son
ellos quienes libremente lo han elegido, o más bien le entrará una enorme sensación de fracaso? Y en el caso
de que se sienta fracasada por el resultado obtenido, ¿diremos de ella que es una indoctrinadora autoritaria e
impresentable?
La verdad es que no. La verdad es que pensaremos que le sobran razones para sentirse fracasada,
porque ella quería educar seres autónomos, no encanallar. Y "autonomía", en el sentido moderno del término,
no significa "hacer lo que me venga en gana", sino optar por aquellos valores que humanizan, que nos
hacen personas, y no por otra cosa. Con lo cual el educador no tiene más remedio que transmitir también a
través de la educación aquellas cosas que él considera humanizadoras. ¿Qué cosas son ésas? ¿Modelos de
hombre? ¿Valores?

60
Ibid., p. 117.
26
1
Modelos de hombre
El problema de los modelos de hombre es que la historia de la humanidad ha ofrecido y ofrece
múltiples y diversos. ¿Por cuál optar?
En principio, muchos de ellos entran en conflicto. Recurriendo a la historia de la filosofía, podemos
apreciar cómo el modelo aristotélico de vida plenamente humana poco tiene que ver con el del proletario
marxista empeñado en la revolución social o con el del anarquista autogestionario. El ideal aristotélico de
quien puede dedicar su vida al estudio y la investigación, a la reflexión y el pensamiento -a la contemplación,
en suma61- parecen reñidos con la vida activa de quien piensa que "hasta ahora los filósofos se han dedicado a
contemplar el mundo y ya es hora de transformarlo"62.
Y lo mismo ocurriría si, adentrándonos en la vida cotidiana, rastreáramos qué ideales de hombre las
gentes han soñado y sueñan: el triunfador en los negocios, la política y la vida social, el solidario hasta la
entrega día a día de la propia vida, el científico tenaz y prestigioso, el artista (cantante, torero) capaz de llenar
locales, y así un largo etcétera. ¿No ocurre que muchos de estos ideales entran entre sí en conflicto? ¿Y no
sucede que cada uno de ellos es deficitario, porque carece de los valores de los que otros gozan, o al menos los
tiene en menor grado?
En la misma Grecia homérica un personaje como el de Héctor, valeroso guerrero, esposo fiel, tierno
padre, necesitará complementarse con la amistad, de la que son ejemplo Aquiles y Patroclo, con la prudencia
de Príamo o con la astucia de Ulises, para llegar a la perfección. Porque ninguno de ellos es paradigma de
todos esos valores (coraje, fidelidad, ternura, amistad, astucia), sino "tipo ideal" de alguno de ellos.

Particularismo de los modelos


Al modelo educativo que va recogiendo virtudes para transmitirlas en la eduación se ha llamado
modelo del "saco de virtudes" y parece haber caído en desgracia. No resulta muy convincente ir espigando
virtudes de los textos sagrados, de la literatura y de las diferentes tradiciones para acabar haciendo de los niños
"dechados de virtudes".
A mayor abundamiento, cada ideal de persona es hijo de su época y del lugar en que se sueña. Con lo
cual, a la hora de educar, tiene la ventaja de la concreción, pero también el inconveniente de que la concreción
le resta universalidad.
En efecto, es mucho más atractivo el héroe de una narración que la fuerza de una argumentación por
convincente que resulte; sin embargo ¿cómo voy a pretender que éste es el ideal de hombre (varón/mujer)
para todas las épocas y lugares? ¿No será más bien que los valores por los que orienta su vida nos parecen
suficientemente valiosos como para afirmar que cualquier ser humano, deseoso de comportarse como tal,
debería apreciarlos?
Pero en tal caso lo que universalizamos no es el ideal de hombre, sino los valores que cada persona
encarnará a su modo y manera, según las épocas y los lugares. Educar moralmente será, pues, educar en
valores, más que en modelos de hombre.

4.3. NI COPIAS NI REPRODUCCIONES


Creadores morales
Ciertamente, esos valores los descubren personas con capacidad creadora, que lanzan la humanidad
hacia adelante. Son esas personas -como decía Henri Bergson- las que hacen posibles las morales abiertas,
buscadoras impenitentes de horizontes nuevos, porque lo clausurado esclerotiza y, al cabo, mata la vida63.
Buda, Sócrates, Jesús de Nazareth y otros muchos ejemplos de vida comprometida con los grandes
valores, han abierto caminos nuevos de humanización, barruntados de algún modo en la experiencia colectiva,

61
Ética a Nicómaco, libro X.
62
Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach, tesis 11.
63
Henri Bergson, Las dos fuentes de la moral y la religión,
27
1
pero puestos a la luz del día con su vida y su palabra. Sin ellos, el horizonte de la humanidad sería
infinitamente más estrecho de lo que es.
Sin embargo, y con ser esto cierto, el creador moral no es nunca un modelo a reproducir, porque él es
también hijo de su tiempo y lugar, tiene unas características personales que le constituyen como persona única
e irrepetible, ya que cada persona goza de unas peculiaridades por las que es única e irrepetible.
Por eso no se trata en la educación moral de mostrar modelos para que se reproduzcan, porque la
reproducción, la copia y la mera imitación congelan la vida. Lo que importa, a fin de cuentas, es avistar
valores y aprender a saborearlos, sabiendo que por atractivos que resulten unos personajes u otros, yo voy a
tener que crear el mío, el que nadie puede representar por mí; pero que vale la pena hacerlo con valores que
valgan. ¿Cuáles son esos valores? Y sobre todo, ¿qué criterio debemos emplear para espigarlos, si no
queremos acabar tejiendo un "saco de valores", una vez pasado de moda el de las virtudes?

Distintas tradiciones éticas


Como ya hemos comentado anteriormente, para intentar responder a una pregunta de este calibre creo
que hoy en día es necesario recurrir a las aportaciones de diversas tradiciones éticas y no optar únicamente
por alguna de ellas, descartando las restantes64.
Todas estas tradiciones muestran que ser moral es interesante para una persona porque no es algo
distinto de explotar las mejores posibilidades que como persona tiene. Por eso intentaré articular un
modelo de educación moral, cuyas piezas han ido siendo propiciadas por esas tradiciones:
- Desde la base antropobiológica por la que somos inevitablemente seres morales (tradición
zubiriana), pasando por:
- La moralidad como un ineludible modo de estar "en forma" (tradición del raciovitalismo orteguia-
no).
- La pertenencia a comunidades, entre ellas la comunidad política (tradición comunitarista).
- La búsqueda de la felicidad (tradición aristotélica).
- La necesidad del placer (tradición utilitarista).
- La capacidad de actuar por leyes que, como seres humanos, nos daríamos a nosotros mismos, sea en
la versión "monológica" (tradición kantiana), sea en la dialógica (ética discursiva).
Como es fácilmente observable, la enumeración no es histórica sencillamente porque no es una
enumeración: intenta ser una exposición articulada que parte de la base antropobiológica para llegar hasta las
creaciones de la razón.

CAPÍTULO 5. SOMOS INEVITABLEMENTE MORALES


5.1. Una tradición hispana
Para empezar la tarea de averiguar qué es ser una persona moralmente educada resulta de gran utilidad
recurrir a una tradición española que, iniciada por Xavier Zubiri y proseguida por José Luis L. Aranguren,
continúa hoy su andadura en trabajos como los de los miembros del Seminario Xavier Zubiri, y muy
especialmente en los de su director, Diego Gracia. Entiende la mencionada tradición que, para hablar de ética,
es preciso acudir en principio a la antropología biológica con objeto de descubrir cuáles sean las raíces
antropológicas de la moralidad, porque es imposible dar razón del fenómeno moral sin preguntarse por el
modo de estar del ser humano en el mundo.

64
En Ética aplicada y democracia radical intenté ya tener en cuenta
distintas tradiciones morales para los diversos sectores de la ética
aplicada, aunque dentro del marco de una de ellas (de la ética del
discurso). El cap. 13 del libro está dedicado a la educación moral.
28
1
A esta tarea dedicó Xavier Zubiri algunos de sus cursos orales 65 y Aranguren tuvo buen cuidado de
aprovechar tales enseñanzas en su Ética66. Por su parte Diego Gracia recoge y profundiza la "fundamentación"
zubiriana de lo moral en lugares centrales de sus Fundamentos de Bioética67, y otros autores hispanohablantes
e "hispanoescribientes" le han dedicado sustanciosos comentarios68. A todos estos trabajos vamos a remitirnos
con objeto de dilucidar si nuestra misma estructura biológica exige alguna línea de educación moral, línea
cuyos trazos iremos dibujando a lo largo de todo el capítulo.
Atendiendo a esta tradición podemos decir que todo ser humano se ve obligado a conducirse
moralmente, porque está dotado de una "estructura moral o, por decirlo con Diego Gracia, de una
"protomoral", que tiene que distinguirse de la "moral como contenido". Precisamente porque todo ser humano
posee esta estructura, podemos decir que somos constitutivamente morales: podemos comportarnos de
forma moralmente correcta en relación con determinadas concepciones del bien moral, es decir, en relación
con determinados contenidos morales, o bien de forma inmoral con respecto a ellos, pero estructuralmente
hablando, no existe ninguna persona que se encuentre situada "más allá del bien y del mal". ¿En qué consiste
esa estructura moral?

5.2. La estructura moral del ser humano


Necesitamos sobrevivir
En principio, recuerda Zubiri que cualquier organismo se ve enfrentado al reto de ser viable en
relación con su medio y para ello se ve obligado a responder a las provocaciones que recibe de él ajustándose
para no perecer. La estructura básica de la relación entre cualquier organismo y su medio es entonces
"suscitación-afección-respuesta" y es la que le permite adaptarse para sobrevivir. Sin embargo, esta
estructura se modula de forma bien diferente en el animal y en el ser humano.
En el animal la suscitación procede de un estímulo que provoca en él una respuesta perfectamente
ajustada al medio, gracias a su dotación biológica. A este ajustamiento se denomina "justeza" y se produce de
forma automática. En el ser humano, sin embargo, en virtud de su hiperformalización, la respuesta no se
produce de forma automática, y en esta no determinación de la respuesta se produce el primer momento básico
de libertad. Y no sólo porque la respuesta no viene ya biológicamente dada, sino también porque,
precisamente por esta razón, se ve obligado a
justificarla.

El momento básico de libertad


En efecto, el ser humano responde a la suscitación que le viene del medio a través de un proceso en el
que podríamos distinguir los siguientes pasos:
1) En principio, se hace cargo, a través de su inteligencia, de que los estímulos son reales, es decir,
que proceden de una realidad estimulante por la que se siente afectado. El ser humano no está afectado, por
tanto, por el "medio", sino por la realidad, lo cual supone un compromiso originario con ella que tendrá, como
veremos, sus implicaciones morales.
2) La respuesta no le viene dada de forma automática, sino que, a la hora de responder, crea él mismo
un conjunto de posibilidades, entre las que ha de elegir la que quiere realizar. Si bien tales posibilidades
65
X. Zubiri, Sobre el hombre, Madrid, Alianza, 1986, sobre todo caps.
I y VII.
66
J.L. L. Aranguren, Ética, parte 10 cap. VII.
67
D. Gracia, Fundamentos de Bioética, Madrid, Eudema, 1988, pp. 366
ss.
68
A. Pintor-Ramos, Verdad y Sentido, Universidad Pontificia de
Salamanca, 1993; J. Conill, "La ética de Zubiri", El Ciervo, n1 507-509
(1993), pp. 10 y 11. Por mi parte, modestamente me he permitido ocuparme
de esta ética en Ética sin moral, Madrid, Tecnos, 1990, pp. 55 ss.
29
1
enraízan en la realidad, ellas mismas son irreales y es la persona quien tiene que elegir cuál quiere realizar. De
ahí que los representantes de la tradición que estamos comentando convengan en afirmar que ya en ese nivel
biológico básico se produce el primer momento de libertad: no estamos determinados por el estímulo real,
sino que nos vemos forzados a elegir.
No somos libres para dejar de ser libres.
3) Para elegir una posibilidad el ser humano ha de renunciar a las demás y por eso su elección ha de ser
justificada; es decir, ha de hacer su ajustamiento a la realidad, porque no le viene dado naturalmente,
justificándose. Lo que en el animal era justeza automática, en el ser humano es justificación activa, y esta
necesidad de justificarse le hace necesariamente moral. Por eso la exigencia de apelar a un referente moral se
encuentra inscrita en la estructura básica del ser humano, de donde se sigue que es constitutivamente moral.
El contenido desde el cual una persona justificará sus elecciones no importa ahora, porque sin duda
variará, lo que importa es recordar que se siente afectada por la realidad y para sobrevivir ha de responder a
ella, eligiendo entre posibilidades y justificando su elección. ¿Qué se sigue de todo ello para la educación
moral?

3. Consecuencias para la educación moral


En principio, si cualquier persona capta las cosas como realidades y su modo de estar en el mundo es
el de estar en la realidad, necesitamos hacer pie en ella para construir cuantas posibilidades seamos capaces de
idear; posibilidades entre las cuales tenemos que elegir la que consideremos más adecuada. Y este sencillo
reconocimiento comportará un buen número de implicaciones para quien desee ser una persona moralmente
bien educada, aunque para extraerlas emplearemos el término "realidad" en un sentido un tanto heterodoxo en
lo que a la tradición zubiriana se refiere.
La primera de esas implicaciones consiste en reconocer que una persona inteligente trata de conocer la
realidad.

Conocer la realidad
Si de la realidad tenemos que partir inevitablemente, parece aconsejable tratar de conocerla lo mejor
posible, porque otra cosa es, no sólo suicida, sino también "homicida".
Es suicida ya que quien construye castillos en el aire, desconociendo el terreno que pisa, no tarda en
caer en algún hoyo. La imaginación pueril -como es sabido- es la que se pierde en ensoñaciones sin punto de
apoyo en la realidad, y después sucede que el niño, a fuerza de imaginar sin fundamento, se creyó Tarzán y se
rompió el fémur pensando que saltaba de liana en liana. La imaginación creadora, por contra, la imaginación
adulta, es la que se nutre de la realidad y trata de ampliarla proyectando desde ella.
Por otra parte, desconocer la realidad y construirse la vida de espaldas a ella es también "homicida": el
que vive siempre en las nubes, es un peligro privado y público, bien porque propone proyectos ilusorios, que
acaban en la frustración de quienes se alistaron confiados, bien porque ignora si está causando daño o bien. Su
ignorancia resulta en cualquier caso peligrosa.
Por eso conviene informarse, recurrir a las aportaciones de distintos saberes, y echar mano de la
experiencia ajena a través de la literatura, el cine, las artes plásticas y unos medios de comunicación "bien
administrados". Una mente abierta a los problemas y a las propuestas de solución ya existentes es esencial
para una persona moralmente educada.

Tomarla en serio
Ahora bien, precisamente quien se afane por conocer la realidad al máximo caerá en la cuenta de que
con ella no se pueden hacer mangas y capirotes como a veces cree un "idealismo" mal entendido. Y digo "un
idealismo mal entendido" porque el término "idealismo" tiene diversas acepciones, algunas de las cuales son
imprescindibles para culminar con éxito el proceso de humanización de la humanidad, mientras que otras
resultan totalmente contraindicadas para llevar a cabo ese proceso.
30
1
Sería idealismo positivo considerar que la historia humana se construye también con ideas e ideales, y
que es puro conformismo, dejación de humanidad, resignarse a pensar que no hay más cera que la que arde,
aferrarse con uñas y dientes a la vulgaridad y la ramplonería, tachando de ilusos a cuantos intentan abrir
nuevos horizontes.
Es también positivo el idealismo filosófico de corte kantiano, según el cual cuando hacemos ciencia
somos nosotros los que construimos modelos y planteamos preguntas que después formulamos a la
experiencia. Una teoría científica no es nunca un simple reflejo de la realidad, sino que cuenta, como
ingrediente, con una buena dosis de imaginación y razón creadoras.
Sin embargo, cuando extremamos estas posiciones y llegamos a afirmar que somos nosotros quienes
construimos el mundo a nuestro sabor, desde nuestras ideas, sin necesidad siquiera de hacer pie en la realidad,
hemos convertido el idealismo sano en un idealismo patológico. Y como sucede que todo conocimiento
viene movido por un interés, como ya recordaron Scheler, Apel o Habermas 69, las más de las veces este
idealismo enfermo está manipulado desde intereses individuales o grupales: interesa creer que somos
nosotros quienes construimos la realidad porque así podemos manipularla a nuestro gusto.
Éste es el caso ejemplar de la célebre "razón instrumental" moderna, que se viene empeñando desde
hace siglos en tratar como objetos de usar y tirar a la naturaleza y a cada uno de los seres humanos 70. Así
hemos llegado en nuestro momento, sin ir más lejos, a una manipulación total del medio ambiente, gracias a la
cual puede hablarse sin temor a errar de desastre ecológico.
La desertización del planeta Tierra es ya un hecho, y al menos cincuenta millones de "ecorrefugiados"
están abandonando sus países de origen, totalmente expoliados por intereses económicos, y buscan donde
vivir. Es difícil calcular el número de muertes que se producen por el camino. Es difícil prever qué ocurrirá
cuando lleguen a las puertas de los "países ricos". Y no es mucho más sencillo predecir qué sucederá con los
que logren entrar en ellos: marginación, búsqueda de permiso de trabajo, desconfianza y recelos por parte de
los ciudadanos de toda la vida.
Por contra, lo que sí es evidente es que la realidad empieza a "vengarse" con el agotamiento de las
materias primas, la desertización y la progresiva destrucción de la ecosfera, porque la realidad, al cabo,
termina "vengándose" de alguna manera. Termina presentando repleto su libro de reclamaciones a una
humanidad que ha perdido el norte.
Frente a esta idea errada de que podemos tomar la realidad a beneficio de inventario, podemos extraer
una segunda consecuencia del "reismo" zubiriano: no podemos organizar nuestra vida de espaldas a la
realidad, sino que hemos de tomarla en serio.

La imaginación al poder
Pero tomarla en serio significa, entre otras cosas, saber que puede ser ampliada de una forma
prodigiosa, siempre que no dejemos de hacer pie en ella y mientras agudicemos al máximo la capacidad
creadora para imaginar posibilidades sin cuento.
69
Max Scheler, Sociología del saber, Buenos Aires, Siglo XX, 1973,
pp. 76-81; Karl-Otto Apel, La transformación de la filosofía, I, p. 31;
Jürgen Habermas, Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984;
Conocimiento e interés, Madrid, Taurus, 1982; Adela Cortina, Ética y
Utopía: la Escuela de Frankfurt, pp. 115-119.
70
Como decía Max Horkheimer, criticando el hecho de que la razón
instrumental se haya convertido para Occidente en "la" razón: "Hoy se
considera que la tarea, e incluso la verdadera esencia de la razón,
consiste en hallar medios para lograr los objetivos propuestos en cada
caso. Los objetivos que, una vez alcanzados, no se convierten ellos
mismos en medios, son considerados como supersticiones" (Crítica de la
razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 1969, p. 7).
31
1
Como antes hemos comentado, es un hábil recurso de los conformistas -de los "realistas" de pacotilla-
frenar cualquier propuesta innovadora alegando que no hay más cera que la que arde, que no hay que estirar el
brazo más que la manga, y otros refranes disuasorios. Sin embargo, lo humano, lo realmente humano, consiste
en la capacidad de crear más cera y alargar las mangas, para conseguir la luz que deseamos y tener el brazo a
cubierto.
Las más de las veces las depresiones, los malos humores vienen motivados por el agobio que produce
no vislumbrar salidas para nuestros problemas. Por eso la piedra filosofal para salir del mal paso, para
convertir en serenidad la amargura, consiste en idear alternativas viables. Una cosa es soñar utopías cuyo
fracaso conduce a la frustración de los ideales por los que nacieron, otra bien distinta ampliar el ámbito de la
realidad posible, para encontrar siempre ante cualquier problema una salida.
Los enigmas excitan la imaginación y la razón creadoras; las aporías, los callejones sin salida bloquean
las capacidades humanas y acaban matando el impulso vital.

Ser realistas
Actuar en el sentido que venimos comentando es, en definitiva, ser realista de un modo plenamente
humano: ser realista en el sentido en que lo entendió un zubiriano como Ignacio Ellacuría, cuyo
planteamiento moral y ético tuvo un agudo sentido de la realidad71.
Por "ser realista" suele entenderse en principio ser pragmático, ser egoísta, no comprometer demasiado
para no tener sinsabores. Pero esto no es realismo, sino cinismo.
También puede entenderse por "realismo" atenerse a la realidad tal como es, a los hechos tal como son.
Pero sucede que "lo que es, no es todo", sino que puede ser muchísimo más, dependiendo de nuestra
"ambición".
Por eso consideramos aquí auténtico realismo el que, al formular las grandes preguntas éticas, trata
de ampliar lo real desde lo que ya es. Y hoy en día -fuerza es reconocerlo- no es realista preguntarse "¿qué
hacer?" sólo desde el Primer o el Segundo Mundo, prescindiendo del Tercero, porque no existe ya ningún
mundo que sea independiente de los restantes.
Como muestra la globalización de los problemas económicos o ecológicos, la interdependencia entre
todos los lugares de la tierra es un hecho, y para ser realista, para actuar con sentido de la realidad, es preciso
preguntarse qué hacer desde el contexto de la humanidad en su conjunto72.
Por eso los planteamientos éticos que parten de la psicología de cada individuo y tratan de llegar a
partir de ella a la conveniencia para cada uno de aceptar determinadas propuestas morales carecen de realismo,
porque no existen individuos abstractos, independientes de los pueblos, las culturas y las épocas. Cada uno de
nosotros es hijo de su tiempo y de su lugar, sencillamente porque devenimos personas a través de un proceso
de socialización, en el que recibimos el legado de tradiciones de nuestra sociedad concreta.
Por lo tanto, el punto de partida de la moralidad no es nunca un individuo cualquiera, sino este
individuo en este grupo social en esta época y en este lugar.
Recordar que la pregunta por el hacer humano siempre se formula desde una situación fue una de las
claves de la ética realista de la liberación de Ignacio Ellacuría.

Un imperativo ético
Una simple mirada a la globalidad -recuerda Ellacuría- nos muestra que existen "pueblos enteros
crucificados", al menos dos tercios de la humanidad, lo cual significa que partimos ya de una situación de
"des-humanidad". Un proyecto ético no puede eludir este punto de partida, sino intentar que el proceso

71
Ignacio Ellacuría, "Ética Fundamental", Curso inédito, San
Salvador, 1978; "La función liberadora de la filosofía", en Escritos
políticos, I, San Salvador, 1991.
72
J.M. Tortosa, Sociología del Sistema mundial, Madrid, Tecnos, 1992.
32
1
evolutivo de hominización, por el que fue surgiendo paulatinamente el ser humano, se prolongue en un
proceso de humanización.
Para lograr llevar a cabo ese proceso de humanización, quien quiera ser libre ha de asumir un "impera-
tivo ético" que se articula en tres momentos: hacerse cargo de la realidad, cargar con ella y encargarse de
ella para que sea como debe ser.
"Hágase usted cargo" -decimos cuando pretendemos que alguien comprenda bien una situación antes
de decidir, no sea cosa que tome una decisión de la que después podría arrepentirse.
"Cargue usted con las consecuencias" -decimos cuando queremos mostrar a alguien que es a él a
quien van a pedirse responsabilidades de lo que sucede, porque es quien toma la decisión, por mucho que
quiera escabullir el bulto.
"En definitiva es usted el encargado" -decimos cuando el responsable se esfuerza por pasar la pelota al
superior, al inferior, o al sistema en su conjunto.
Asumir estas tres obligaciones con la realidad social en la que ya estamos implantados es lo contrario
de encogerse de hombros alegando que, a fin de cuentas "no soy guardián de mi hermano". Pero en este caso
no sería Yahvé quien pediría responsabilidades, sino la realidad de un ingente número de seres humanos
despojados de sus derechos, realidad ante la cual es preciso haber perdido mucha humanidad para no sentirse
conmovido, es preciso haber perdido mucha inteligencia para no comprender que las cosas deben ser de otro
modo y que son también responsabilidad nuestra.
Curiosamente Occidente se vanagloria de tener por justas las leyes que enunciamos poniéndonos en el
lugar de cualquier otro. "Póngase usted en mi lugar" -decimos al administrativo que nos pide lo imposible.
"Póngase usted en mi lugar" -repetimos en situaciones de desesperación. Ponerse en el lugar del dominicano
agredido o del turco humillado es un buen comienzo para juzgar después si el racismo es humanamente
aceptable.

Ser responsables
Desde esta perspectiva se abre paso lo que llamaríamos una "moral de la responsabilidad", entendida
ahora no tanto en sentido weberiano como contraposición a la moral de la convicción 73, sino como
contrapartida de la moral de la irresponsabilidad. Porque el que intenta eludir la realidad y no responder de
ella, como si no presentara sus exigencias ni tuviera relación con él, practica una "moral de la irresponsabili-
dad" que a la larga acaba pagándose. Y digo el impersonal "se" con plena conciencia porque, lamentable-
mente, no siempre es el irresponsable quien paga las malas consecuencias, sino otros más débiles que él.
No es extraño, en este orden de cosas, que Ignacio Ellacuría hiciera suya esa moral de la
responsabilidad de que vengo hablando -dejarse afectar por la realidad, hacerse cargo de ella y responder de
ella-, hasta el punto de introducir en el Plan de Estudios de la Universidad Centroamericana "José Simeón
Cañas" una asignatura llamada "Realidad Nacional". Ni resulta extraño tampoco que el filósofo Hans Jonas
propusiera sustituir el "Principio Esperanza" del marxista utópico Ernst Bloch por un "Principio Responsabi-
lidad" con respecto a la naturaleza74.

Ser inteligentes
Si, como hemos dicho, vamos a vernos obligados constantemente a elegir entre posibilidades para
apropiarnos unas, renunciando a otras, y a tener que justificar nuestras elecciones, más nos vale intentar ir
aclarándonos a nosotros mismos desde dónde hacerlo para lograr buenas elecciones. Sin duda nuestra razón
tiene una función calculadora, pero nos conviene que esos cálculos sean prudentes 75. Es decir, nos conviene
73
Max Weber, "Política como vocación", en El político y el
científico, pp.81-179.
74
Hans Jonas, El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética
para la civilización tecnológica, Círculo de Lectores, Barcelona, 1994.
75
N. Rescher, La racionalidad, Tecnos, Madrid, 1993.
33
1
tener criterios fundados desde los que tomar las decisiones, no sea cosa que elijamos las opciones menos
acertadas.
En este sentido, la historia de la ética ha sido en buena medida la historia de la sabiduría moral, el
intento de pertrechar a las personas de los criterios necesarios para hacer buenos juicios y, consiguientemente,
buenas elecciones.
Ejercitar la capacidad de juzgar para tomar decisiones prudentes es, pues, otro de los rasgos
imprescindibles en la educación moral. ¿Desde dónde pueden hacerse las elecciones?

5.4. ¿Desde dónde tomar las decisiones?


La respuesta de Zubiri ante esta cuestión es básicamente la siguiente: en principio, cada hombre está
dotado de unas tendencias inconclusas que le llevan a preferir unas posibilidades, a considerarlas deseables, y
son esas tendencias precisamente las que justifican sus preferencias y, por tanto, sus elecciones.
Tales tendencias proceden fundamentalmente de la constitución temperamental de cada persona, que le
viene dada por nacimiento, de los ideales de hombre y los códigos morales vigentes en la sociedad de su
época, del nivel de desarrollo moral alcanzado tanto por la persona como por la sociedad en la que vive. Es
decir, ante todo de factores temperamentales y sociales, que son sin duda variables.
Consistiría el particularismo en creer que entre las distintas formas de vida de los diferentes pueblos
no existe ninguna sintonía, de suerte que "diversidad de contenidos morales" significaría "separación tajante"
entre unas formas de vida y otras, e imposibilidad de hallar algunos elementos comunes a todas ellas. A un
particularismo semejante podría acabar conduciéndonos un comunitarismo que, llevado por su entusiasmo por
la comunidad, tuviera por normas de justicia únicamente las vigentes en ella76.
Si el particularismo se toma en serio, entonces resulta imposible establecer un diálogo sobre
cuestiones morales entre diferentes culturas, porque entre dos "interlocutores" que no tienen nada en común,
no puede haber un diálogo. Y, sin embargo, vemos cómo uno de los rasgos peculiares de nuestro tiempo es el
diálogo intercultural, que está resultando bien fructífero, por cierto.
Por su parte, el relativismo no pone en duda que existan valores "valiosos", normas válidas o ideales
atractivos, sólo que declara que la calificación moral de una acción como buena o mala depende de cada
cultura o de cada grupo. En el ámbito moral -según el relativista- no hay nada universal, sino que el
reconocimiento de una acción como buena o mala, o de un valor como valioso o anodino, es relativo a cada
cultura concreta y a cada grupo determinado.
La verdad es que el relativismo es humanamente insostenible, como se echa de ver en nuestras
sociedades que sólo de palabra son relativistas.
Abochornados por nuestro inveterado etnocentrismo, nos parece a los europeos de mala educación,
autoritario y dogmático, decir que no todas las opiniones son igualmente respetables y afirmamos que tan
racional es cualquier cultura como la nuestra, e incluso mucho más. Pero en realidad, si recordamos el caso de
Salman Rusdhi, nos parece irracional que una cultura condene a muerte a un ciudadano por escribir un libro,
por muy blasfemo que sea; nos indigna el trato dado a las mujeres en esa misma cultura; desaprobamos el
sistema de castas de la India, e incluso afirmamos que los fundamentalistas del FIS "todavía" andan por la
Edad Media y "aún" no han llegado a la Modernidad, como si todos tuvieran que seguir nuestro mismo
proceso.
Y es que a la hora de la verdad el relativismo no se lo cree nadie. Quien tiene por irracional quitar la
vida, dañar física y moralmente, privar de libertades, o no aportar los mínimos materiales y culturales para que
las personas desarrollemos una vida digna, no lo cree sólo para su sociedad, sino para cualquiera. Y, lo diga o
no, considera que una cultura indiferente al respeto a esos mínimos, está ella misma bajo mínimos de
racionalidad o, lo que es idéntico, de moralidad.

76
A. MacIntyre, Is patriotism a Virtue?, The Lindley Lecture, The
University of Kansas, 1984.
34
1
Podemos decir, por tanto, que entre el rechazo del diálogo por innecesario (dogmatismo) y el rechazo
del mismo diálogo por imposible (relativismo), se sitúa el justo medio, el quicio de una buena educación.

5. Moral de actitudes
Es bien sabido que en la educación moral la formación de actitudes es una tarea tan básica al menos
como la transmisión de contenidos77; y no tanto por aquella extraña y grotesca idea de que al cabo los
contenidos se olvidan mientras que la inteligencia permanece, como si pudiera haber desarrollo de la
inteligencia sin el de la memoria, sino porque en lo moral la actitud, la predisposición del que obra sigue
siendo una pieza clave.
Podemos entender por "actitudes", con José Mª Puig, "aquellas tendencias y predisposiciones
aprendidas y relativamente fijas que orientan la conducta que previsiblemente se manifestará ante una
situación u objeto determinado"; la actitud es, pues, una predisposición conductual, que no consideramos
innata, sino como algo que la persona adquiere78.
Para concluir este capítulo, y tomando como punto de partida la descripción de la estructura biológica
de los seres humanos realizada por la tradición zubiriana, podemos extraer las siguiente actitudes como
propias de una persona moralmente educada:
1) Responsabilidad ante la realidad natural pero, sobre todo, ante la realidad social; la responsabilidad
de quien sabe que se hace hombre (varón o mujer) en contacto con la realidad, y que intentar desentenderse de
ella como si no fuera con él, supone incurrir en una "falacia abstractiva", que acaba pagándose. Porque la
realidad tiene un grueso libro de reclamaciones y acaba presentándolo.
A la persona la realidad "le va" en su modo de estar en el mundo y es irresponsable -inmoral- intentar
desembarazarse de ella. Por eso el frívolo podrá ser socialmente muy bien educado, pero moralmente
hablando es un maleducado.
Y lo mismo ocurre con el cínico79. El cínico -como decía en genial expresión Oscar Wilde- es el que
conoce el precio de todas las cosas y el valor de ninguna. El cínico -podríamos añadir- es el que cree posible
adjudicar a las cosas el precio que bien nos parezca, como si pudiéramos ordenar el universo desde nuestra
inventada ley del intercambio. Es, en consecuencia, ciego ante el valor que las cosas y las personas de suyo
poseen, impotente para degustar lo valioso. La actitud cínica es entonces la de un ignorante (ignorante del
valor), impotente para gozar de lo valioso y, por tanto, es la actitud de alguien moralmente maleducado.
2) De todo ello se sigue que una actitud de seriedad ante la realidad es la propia de la persona que
hace pie en ella. Y "seriedad" no significa aquí -entiéndase bien- abominar del disfrute, la ironía o el juego,
optando por una visión de la vida propia de aguafiestas y cenizos. "Seriedad" significa aquí asumir la
profundidad, el calado, de quien sabe que vivir en la superficie acaba siendo de tontos. Y que los tontos, en
definitiva, siempre resultan útiles a alguien.
3) La moral de la seriedad constituye la base de una moral de la buena voluntad, aunque no tengamos
por qué entenderla inmediatamente como relacionada con el imperativo categórico kantiano. La buena
voluntad es, a fin de cuentas, la buena actitud, la predisposición a tomarse en serio lo serio y en broma lo
77
Como bien muestra José Mª Puig Rovira, los contenidos que deben
transmitirse en la eduación no son los que dibujan modelos de persona, ni
tampoco los que conducen a una simple reproducción de la sociedad
existente, sino los que se obtienen desde un criterio que nos permite
criticar también las realizaciones de la sociedad. Ver La educación moral
en la Enseñanza Obligatoria, parte II.
78
José M0 Puig Rovira, ibid., p. 125. Ver también J.M. Cobo,
Educación ética, Madrid, Endymion, 1993, p. 186.
79
Aunque aquí entraríamos ya en el nivel de la distinción de valores
que Zubiri considera propio del logos, no ya de la inteligencia, y que se
expresa en el juicio.
35
1
jocoso. Y sin esta capacidad de discernir y sin la predisposición a vivir en serio lo que en serio merezca ser
vivido, en broma lo que requiere broma, no hay moral posible.
4) Por último, podemos extraer de esta primera parte la conclusión de que "pensar positivamente"
resulta esencial. Es decir, afrontar las decisiones, que inevitablemente tenemos que tomar, desde una decidida
actitud de tomar la mejor posible, la que abra más caminos de futuro. Pensar positiva y resolutivamente es una
buena actitud moral.

CAPÍTULO 6. LO MORAL ES COSA NUESTRA


Una vez admitido que los seres humanos poseen una estructura moral o protomoral, de la que ya
hemos ido extrayendo consecuencias para la educación, parece que deberíamos pasar a preguntarnos por la
"moral como contenido", es decir, plantear abiertamente la cuestión de los criterios desde los que hemos de
tomar las decisiones.
Obviamente, como comentamos anteriormente, a lo largo de la historia de la ética se han ofertado
distintos criterios, pero, antes de comentar qué se sigue de los más relevantes para una educación moral a la
altura de nuestro tiempo, recordaremos un elemento del que ya hemos hablado en estas páginas y que es
previo a cualquier otra consideración: cuando alguien se pregunta cómo interesar en la moralidad, sea a niños,
sea a adultos, está entendiendo por "moral" habitualmente un conjunto de normas o incluso de criterios, que el
destinatario va a experimentar en principio como ajenos. No es extraño que se pregunte entonces: ¿por qué he
de atenerme a ellos? Pregunta de difícil respuesta si no modificamos nuestro concepto de moralidad, en el
sentido que hemos sugerido en la primera parte de este libro.

6.1. Moral frente a desmoralización


La expresión "moral" significa, en primer lugar, capacidad para enfrentar la vida frente a "desmora-
lización". Recogiendo la herencia de la razón vital orteguiana, la moral no es un añadido que podemos utilizar
como ornamento, porque siempre nos encontramos en un tono vital, siempre nos encontramos en un estado de
ánimo. Es posible estar alto o bajo de moral, es posible tener la moral alta o estar desmoralizado. Un hombre
alto de moral, una sociedad alta de moral, tienen agallas, tienen arrestos para enfrentar la vida con altura
humana. Claro que la pregunta inmediata es: ¿en qué consiste la altura humana y quién es el que dice cuál es la
talla que es preciso alcanzar?
Trataremos de responder a esta pregunta más adelante, porque en este momento nos importa dejar
"constancia" de que el canon de estatura no puede venir de fuera, que no puede tratarse de un conjunto de
deberes que alguien se empeña en imponer, sino que tiene que venir del hombre mismo y llevarle a plenitud.
Con lo cual nuevamente la moralidad conecta de algún modo con la biología.

2. ¿Ser moral = estar sano?


Cada persona, a la hora de elegir entre posibilidades llevado de sus tendencias, se decanta por aquello
que le parece bueno. Ésta es la razón por la que en la ética tradicional se decía que, cuando elegimos, lo
hacemos "sub ratione boni", es decir, optando por lo que creemos que es bueno para nosotros. Ciertamente,
cómo saber que es lo realmente bueno es la gran pregunta de la ética, entendida como filosofía moral; pero, en
principio, al nivel simplemente de estructura podemos afirmar ya que cada persona al elegir entre las
posibilidades busca aquéllas que le permiten ser cada vez más dueña de sí misma: una persona busca, en
último término, apropiarse de aquellas posibilidades que le ayudan a autoposeerse.
Y en este punto se muestra de nuevo que la moral tiene unas innegables raíces biológicas, aunque no
pueda reducirse a biología. A entender estas raíces biológicas de lo moral nos ayudará la definición de "salud"
que viene dando la Organización Mundial de la Salud en los últimos tiempos, a diferencia de la que ofreció en
1946.

36
1
En efecto, en el año 1946 la OMS entendía por salud "un estado de perfecto bienestar físico, mental y
social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades"80. Como es palmario, si tomamos un patrón
semejante para la salud y la enfermedad, nos encontramos con que la mayor parte de la humanidad está
enferma, por no decir "la humanidad en su conjunto". Y, por otra parte, cualquier Estado que quiera proteger
el "derecho a la salud" de sus ciudadanos tendrá que "medicalizarse"; es decir, tendrá que invertir todos sus
recursos en la prevención y cura de la enfermedad con toda suerte de medidas sociales.
Como tal opción resulta inviable, la OMS tomó conciencia de lo ambicioso de la definición, y ofreció
más tarde una caracterización de salud bastante más modesta. A tenor de esta nueva caracterización, el grado
de salud de las personas se mide por el grado de autoposesión: la autoposesión de cuerpo y mente por parte
del sujeto es síntoma de salud, mientras que la imposibilidad de controlarse a sí mismo es síntoma de
enfermedad. Cuando tal falta de control se lleva al extremo, se produce la muerte 81. ¿Qué factores debemos
tener en cuenta para medir el grado de autoposesión de las personas?
Según la bibliografía del ramo, elementos como los siguientes son esenciales para medirlo:
• la capacidad de desplazamiento,
• la capacidad de autocontrol,
• la conciencia,
• la capacidad de relación interpersonal.
Cuando una persona, por su enfermedad, va perdiendo estas facultades, es claro que su salud se deteriora y la
enfermedad progresa hasta culminar en la muerte.
El impulso a la autoposesión es, pues, una tendencia biológica que opera en nuestra conducta. ¿Qué
relación guarda con la moralidad?

6.3. Ser moral = ser uno mismo


Desde luego cuanto acabamos de decir no significa que exista una continuidad tal entre lo biológico y
lo moral, que esté sano y además sea moralmente impecable quien tenga conciencia, pueda desplazarse,
autocontrolarse y sea capaz de entrar en relación con otras personas. En absoluto. Disfrutando de todas estas
posibilidades una persona puede ser moralmente impresentable, y careciendo de algunas de ellas (capacidad
de desplazamiento, de control de ciertos aspectos físicos, incluso de relación comunicativa expresa), puede ser
persona en el sentido pleno del término.
Lo que queremos decir es que, si a lo largo de la vida nos vemos obligados a elegir entre las diversas
posibilidades que creamos, y estas sucesivas elecciones nos llevan a ir apropiándonos de algunas
características que van pasando a formar parte de nuestro carácter, si somos inteligentes, iremos eligiendo
aquéllas que aumenten nuestras posibilidades de autoposesión, y no las que vaya produciendo una
"alienación", una "enajenación": no las que nos conviertan en otro, sino las que cada vez nos hacen ser más
"nosotros mismos". Cuantas opciones alejan a alguien de su capacidad de poseerse están comprometiendo su
ser persona.

6.4. La drogadicción: un fenómeno reaccionario


Éste es el caso, sin ir más lejos, de la drogadicción. Sin duda, es éste un fenómeno que tiene
consecuencias sociales desastrosas: destrucción de familias, delincuencia generalizada y opresiva en los países
productores de droga, como es el caso de Colombia, no tanto en los países consumidores de esa droga. Sin
embargo, hay en él un aspecto que puede resultar verdaderamente confundente: puede parecer que una
sociedad es tanto más liberal cuanto con mejores ojos ve que la población se drogue o no según su voluntad, y
también que optar por la droga es una expresión de la autonomía de la persona. Y, sin embargo, no es así.

80
Preámbulo al documento de Constitución de la Organización Mundial
de la Salud, Nueva York, 22 de julio de 1946.
81
D. Gracia, Fundamentos de bioética, Eudema, Madrid, 1988.
37
1
Ciertamente, las causas por las que alguien entra en el mundo de la droga son diversas: ser bien
acogido por el grupo de amigos que están enganchados, intentar una experiencia nueva, buscar algún
procedimiento para liberarse de una situación inhóspita, hacer una opción socialmente prohibida. Parece en
este último caso que la persona está realizando un acto de libertad frente a la sociedad que lo prohíbe y que
más liberal es una sociedad cuanta más libertad da a sus miembros para que se droguen cuando bien les
parezca.
Y, ciertamente, una sociedad liberal no acostumbra a poner barreras frente a las opciones personales de
vida feliz. Sin embargo, el liberalismo auténtico -no ese sucedáneo que consiste en realidad en desentenderse
de las personas y allá se las compongan- desaconseja todas aquellas elecciones que después resultan
irreversibles.
Considera el liberalismo auténtico que una persona puede cambiar de opinión a lo largo de su vida y
que es importante que pueda volver atrás en ese caso, porque, de lo contrario, se encuentra atada de pies y
manos. La drogadicción es, por tanto, un fenómeno absolutamente iliberal y reaccionario, porque quien se
introduce en él tiene difícil el camino de regreso a ser él mismo, a poder elegir desde sí mismo.
A través de la drogodependencia no se consigue, pues, la libertad, sino todo lo contrario: se consigue
alienarse, enajenarse, convertirse en alguien distinto de uno mismo. Y, como el camino de regreso resulta
extremadamente difícil, llega un momento en que se ha perdido toda posibilidad de autonomía -de decidir
desde sí mismo- y es una sustancia, o quienes trafican con ella, quien toma las decisiones.
Una vez más las apariencias engañan: hacer la apología de la droga no es propio de un auténtico
liberalismo, porque se trata de un fenómeno a todas luces reaccionario.

6.5. La necesaria autoestima


Estrechamente relacionada con el ideal de autoposesión se encuentra la necesidad de la autoestima,
porque mal va a ser dueño de sí mismo quien ni siquiera se siente capaz de llevar adelante proyectos que le
ilusionen. Los proyectos serán distintos en las diferentes personas, y por eso encontrar los propios es una de
las grandes tareas personales y comunitarias, pero saber que contamos con cierta capacidad para llevarlos a
cabo es condición necesaria para el éxito. Aunque sin duda, no suficiente82.
Desde esta perspectiva, educar moralmente consistirá en ayudar a sentirse en forma, ayudar a
ilusionarse con los propios proyectos de autorrealización, desde la conciencia de que es posible llevarlos a
cabo. Por tanto, cuantos trabajos se lleven a cabo en el terreno de la enseñanza en la línea del autoconcepto,
con vistas a fomentar la autoestima de los individuos serán siempre pocos. Porque entre un altruísmo mal
entendido, que exige del individuo el olvido de sí mismo, y un egoísmo exacerbado, que lleva al cabo al
desprecio del resto, se encuentra el quicio sano de una autoestima por la que un individuo se encuentra antes
alto de moral que desmoralizado.
Por otra parte, conviene no olvidar que mal puede infundir ilusión una sociedad desilusionada,
contagiar esperanzas una sociedad desesperanzada. De ahí que la tarea educativa constituya a la vez la piedra
de toque de la altura moral de una sociedad, porque carecerá de arrestos para comunicar energía, si ella misma
se encuentra depauperada.

CAPÍTULO 7. LA EDUCACIÓN DEL HOMBRE Y EL CIUDADANO


1. La pertenencia a la comunidad
Los fines del individuo y de la comunidad

82
A. Cortina, Ética aplicada y democracia radical, cap. 13.
38
1
El actual movimiento comunitario recuerda a los liberales que la moral resultó impensable en algún
tiempo al margen de las comunidades, en las que los individuos desarrollan sus capacidades para lograr que la
comunidad sobreviva y prospere, porque, en definitiva, del bien de la comunidad se sigue el propio83.
El abismo abierto por el liberalismo moderno entre los intereses del individuo y los de la comunidad
-piensa el comunitarismo-, es el que hoy nos fuerza a preguntarnos: ¿por qué a un individuo le va a interesar
ser moral? Pregunta que carece de sentido si el individuo se sabe ya miembro de una comunidad, cuyos
fines coinciden con los suyos propios.
Por "moral" -recuerdan los comunitarios- se entendió en Grecia el desarrollo de las capacidades del
individuo en una comunidad política, en la que tomaba conciencia de su identidad como ciudadano
perteneciente a ella. Lo que además le facultaba para saber cuáles eran los hábitos que había de desarrollar
para mantener y potenciar esa comunidad, hábitos a los que cabía denominar virtudes84.
La pérdida de la dimensión comunitaria -prosiguen- ha provocado la situación en que nos
encontramos, en que los seres humanos son más individuos desarraigados que personas, átomos disgregados
en una masa informe, que pueblo. Y, por si faltara poco, ignoran qué tareas morales han de desarrollar.
Mientras que en el mundo de las comunidades hay mapas que ya nos indican el camino: hay virtudes que
sabemos hemos de cultivar, hay deberes que es de responsabilidad cumplir. En ellas -y esto es lo que me
importaba destacar- el nuevo miembro de la comunidad se sabe vinculado, acogido, respaldado por un
conjunto de tradiciones y de compañeros.
Por eso -concluyen los comunitarios- es tiempo de fortalecer los lazos de la comunidad desde los que
los hombres aprenden a ser morales, entre ellos el lazo cívico.

Ser ciudadano
Ciertamente, atendiendo al consejo de los comunitarios y también de la ética del discurso que
preconiza el fortalecimiento de comunidades de comunicación, es preciso recordar que la educación empieza
por sentirse miembro de comunidades: familiar, religiosa, étnica. Pero también miembro de una
comunidad política, en la que el niño ha de sentirse acogido desde el comienzo.
Porque cada niño se encuentra en el contexto de una realidad social determinada, que le ayudará a
desarrollar las predisposiciones genéticas en un sentido u otro. Y, como muy bien apuntan los "culturalistas"
frente a los "genetistas", el medio en el que se desenvuelva es esencial para el desarrollo de unas tendencias u
otras.
Como en las primeras etapas del desarrollo necesita forjarse una identidad desde los grupos a los que
pertenece, la comunidad familiar y la comunidad religiosa, en su caso, van ofreciéndole esos vínculos de
pertenencia que constituyen una necesidad psicológica intrínseca. Pero también la comunidad política tiene la
obligación de hacer sentir al niño que, además de ser miembro de una familia, de una iglesia, de una etnia, de
una cultura, lo es también de una nación, que espera de él que participe activamente como ciudadano.
Podría pensarse que la primera tarea de la educación moral consiste en formar a los niños como
hombres e interesarles más tarde en los valores de la ciudadanía. Sin embargo, ambas cosas no pueden hacerse
por separado, porque las personas, para devenir tales a través del proceso de socialización, necesitamos unas
señas de identidad, que brotan de distintas formas de pertenencia a la sociedad y, en este sentido, podemos
decir que:
1) El ejercicio de la ciudadanía es crucial para el desarrollo de la madurez moral del individuo, porque
la participación en la comunidad destruye la inercia y la consideración del bien común alimenta el altruísmo.

83
Ver bibliografía citada en nota 45 de este mismo trabajo.
84
C. Thiebaut, "Virtud", en A. Cortina (ed.), Diez palabras clave en
ética, Estella, VD, 1994.
39
1
2) La ciudadanía subyace a las otras identidades y permite suavizar los conflictos que pueden surgir
entre quienes profesan distintas ideologías, porque ayuda a cultivar la virtud política de la conciliación
responsable de los intereses en conflicto.
Para formar hombres es, pues, necesario formar también ciudadanos.

La educación cívica
Sin embargo, la educación cívica puede despertar sospechas, que lleven incluso a su descalificación:
¿no es un procedimiento para formar ciudadanos dóciles, manejables, que no causen problemas al poder
político?
Si así fuera, estaríamos educando víctimas propiciatorias para cualquier totalitarismo, y no personas
autónomas, dispuestas a regirse por su propias leyes, contraviniendo así las exigencias de una escuela
moderna. ¿Es ése el objetivo de la educación cívica?
Ante preguntas de esta guisa conviene recordar, en principio, que las escuelas siempre han enseñado a
los niños a ser buenos ciudadanos, sea a través de la selección del material que indefectiblemente transmite un
mensaje, sea a través del "curriculum oculto", es decir, de los mensajes subliminales que el alumno absorbe en
la relación con los profesores y en la organización de las clases.
Por lo tanto, si queremos educar en las exigencias de una escuela moderna, que asume como
irrenunciable la autonomía de sus miembros, la clave consiste en bosquejar los rasgos de ese ciudadano
autónomo, no dando por bueno cualquier modelo de ciudadanía.

Ciudadanía cosmopolita
No es fácil precisar un modelo de ciudadanía, porque la idea de ciudadanía tiene una larga historia: su
origen se remonta, al menos, a la polis griega y, a través de Roma y el Renacimiento, cobra especial fuerza a
partir de la Modernidad. Sin embargo, desde ella todavía es grande el número de modelo posibles, sean
liberales, socialistas, nacionalistas o totalitarios.
Aquí optaremos por un modelo de ciudadanía a la vez nacional y universal, que se configura con las
siguientes características:
- Autonomía personal (el ciudadano no es ni vasallo ni súbdito)
- Conciencia de derechos que deben ser respetados.
- Sentimiento del vínculo cívico con los conciudadanos, con los que se comparten proyectos comunes.
- Participación responsable en el desarrollo esos proyectos, es decir, conciencia, no sólo de derechos,
sino también de responsabilidades.
- A la vez sentimiento del vínculo con cualquier ser humano, y participación responsable en proyectos
que lleven a transformar positivamente nuestra "aldea global".
Ciertamente, la asunción de la "doble ciudadanía" -nacional y universal- es fruto de un doble
movimiento de diferenciación, por el que el ciudadano se sabe vinculado a los miembros de su comunidad
por una identidad que le diferencia de los miembros de otras comunidades y, sin embargo, de identificación,
en tanto que persona, con todos aquellos que son también personas, aunque de diferentes nacionalidades.
Este último modelo de ciudadanía -la cosmopolita- presenta especiales dificultades, porque así como el
niño de los 4 a los 7 años desarrolla claras identidades nacionales, ligadas a símbolos de pertenencia, y no es
excesivamente difícil encontrar tales símbolos de pertenencia en la tradición e historia de un pueblo, que son
los que al cabo respaldan emocionalmente la identidad nacional, las tradiciones y símbolos compartidos por la
humanidad en su conjunto son escasos: la experiencia de la raza humana como tal no es el agregado de
experiencias particulares, sino la adquirida a través de proyectos comunes. Por eso, educar en la doble
ciudadanía supone introducir afectivamente en el doble simbolismo e implicar a los niños en proyectos tanto
locales como de alcance universal85.

85
La educación en la ciudadanía universal exige recurrir también al
40
1

Un alto en el camino
En este punto conviene hacer un alto en el camino para resumir lo que hasta ahora hemos ganado en
este trabajo:
1) La moral no es algo ajeno al individuo, un conjunto de mandatos que brota de otro mundo y que
sólo pueden interesar a una persona -niño o adulto- si le convencemos mediante alguna gratificación o alguna
sanción externa.
2) La moral es indeludible, en principio, porque todos los seres humanos hemos de elegir entre
posibilidades y justificar nuestra elección; con lo cual más vale que nos busquemos buenos referentes para
justificarlas, no sea cosa que labremos nuestra propia desgracia.
3) Estamos en el mundo con un tono vital u otro, altos de moral o desmoralizados, y para levantar el
ánimo dos cosas al menos son indispensables: tratar de descubrir qué proyectos nos son más propios y tener la
autoestima suficiente para intentar llevarlos a cabo.
4) Por último, nuestra socialidad exige que proyectos y autoestima broten de una identidad
psíquicamente estable, ganada en la comunidad familiar, religiosa, cívica, al sentirse ya desde el comienzo
miembro acogido y apreciado -valioso, por tanto- de un grupo humano con proyectos compartidos.
De ahí que podamos decir que si la comunidad política no se responsabiliza de la educación cívica de
los ciudadanos potenciales, haciéndoles sentir que son miembros suyos, parte suya, y que esa pertenencia es
gratificante, carece de sentido preguntar más tarde cómo interesarles en la cosa pública.
Y es indudable que sin, al menos, cierta igualdad y justicia no puede haber ciudadanía, porque los
discriminados no pueden sentirse ciudadanos: ¿no es puro cinismo intentar interesar en valores cívicos de
libertad, tolerancia, imparcialidad y respeto por la verdad y por el razonamiento, a los que nada ganan con la
res publica, o ganan significativamente menos que otros?
En el origen es donde deben asumir su responsabilidad las distintas comunidades -también la política-
para hacer sentir a los niños que son miembros suyos. Sólo desde esta idea de pertenencia será posible desarro-
llar con bien las restantes formas de entender la moral, que comentaremos brevemente: como búsqueda de
felicidad, como disfrute del placer, como capacidad de darse leyes propias; como capacidad de asumir una
determinada actitud dialógica.

7.2. La búsqueda de la felicidad


Todos los hombres desean ser felices
En efecto, la tradición aristotélica sigue recordándonos que la dimensión moral de los hombres
consiste, al menos "también", en la búsqueda de la felicidad, en la prudente ponderación de lo que a una
persona conviene, no sólo en un momento puntual de su biografía, sino en el distendido conjunto de su vida.
Que todos los hombres desean ser felices es afirmación que nadie se ha atrevido a poner en duda. Que
conseguir la felicidad no está totalmente en nuestras manos es igualmente público y notorio, así como lo es
que no todos entienden lo mismo por "su felicidad". Sin embargo, una cosa es clara, en principio, y es que la
felicidad exige la formación prudencial del carácter, porque tener un buen carácter requiere entrenamiento, ya
que los hábitos, la "segunda naturaleza", han de adquirirse por repetición de actos.
El hábito, por decirlo con Juan Manuel Cobo, es "una manera determinada de proceder o reaccionar en
algún orden o circunstancia, que una persona adquiere a partir de una repetición de actos estable"86. Exige, por
tanto, continuo entrenamiento y ausencia de improvisación. Una moral del ethos, del carácter así lo requiere.
ejemplo de personalidades que han llevado a cabo proyectos de alcance
universal, como es el caso de Gandhi o Martin Luther King. Porque sin
símbolos que afecten también emocionalmente, es decir, con la pura
argumentación, es imposible educar. La narrativa es ineludible en el
proceso educativo.
86
Juan Manuel Cobo, Educación ética.
41
1
Ahora bien, los contenidos de la felicidad no pueden universalizarse. "Mi felicidad" es mi peculiar
modo de autorrealización, que depende de mi constitución natural, de mi biografía y de mi contexto social,
hecho por el cual yo no me atrevería a universalizarla. Lo que me hace feliz no tiene por qué hacer feliz a
todos.

Educar en la felicidad
Por eso, a mi juicio, tener en cuenta en la educación moral el deseo de felicidad de los hombres es
imprescindible, como también lo es educar con el objetivo de que los niños no renuncien a conseguirla, sino
todo lo contrario. Pero para eso es fundamental tener en cuenta dos cosas al menos:
1) El educador no tiene derecho a inculcar como universalizable su modo de ser feliz. Aquí no
caben sino la invitación y el consejo, comunicar las propias experiencias y narrar experiencias ajenas87.
2) Sí tiene que enseñar a deliberar bien, ayudando a cada persona a encontrar y llevar a cabo sus
propios proyectos de felicidad.
Como cada ser humano es único e irrepetible, cada uno ha de averiguar cuál ha de ser su
peculiar modo de vivir bien, qué es lo que le hace ser él mismo. En la tarea de averiguarlo pueden ayudarle
personas que le conocen y expertos, y también puede aprender de ejemplos que le resultan convincentes. Pero
al final cada uno tiene que descubrir qué es lo que realmente quiere y prepararse para conseguirlo. Para cada
uno vale el imperativo: "sé el que únicamente tú puedes ser".
3) De ley es también enseñar que, en último término, la felicidad no se consigue sólo con voluntad y
esfuerzo. Que no es pelagiana, sino jansenista: es don, "el don de la paz interior, espiritual, de la conciliación o
reconciliación con todo y con todos y, para empezar y terminar, con nosotros mismos"88.
Por eso es preciso aprender a deliberar bien sobre lo que nos conviene, pero con la conciencia de que
ser feliz es, no sólo una tarea, sino sobre todo un regalo, más que placentero, plenificante.

7.3. Maximizar el placer


El placer es satisfacción sensible
Sin embargo, la tendencia a la felicidad, entendida como autorrealización (eudaimonía), puede
interpretarse también como tendencia al placer, y entonces -como dijimos- entramos en una tradición
hedonista.
Todos los hombres tendemos a la felicidad y nadie puede negar que lo hace. Evidentemente
cualquiera, aunque sea tratando de servir a los marginados de la tierra, busca su felicidad. Pero no es lo mismo
"felicidad" que "placer", porque la felicidad es un término para designar el logro de nuestras metas, la
consecución de los fines que nos proponemos: ser feliz es alcanzar las metas que perseguimos. Por eso algunas
corrientes filosóficas entienden la felicidad como "autorrealización", para distinguirla de quienes entienden por
felicidad "obtención de placer", que es el caso de los hedonistas.
"Placer" significa, en buena ley, satisfacción sensible causada por el logro de una meta o por el
ejercicio de una actividad.
Quien escucha una hermosa sinfonía o come un agradable manjar experimenta un placer; quien cuida a
un leproso no siente placer alguno, pero puede muy bien ser feliz cuando forma parte importante de su
proyecto de autorrealización la preocupación por los marginados.

Saber disfrutar
Educar para que las personas no tienen la toalla en buscar su felicidad, entendida como
autorrealización, es -como hemos comentado- imprescindible. Pero también lo es ayudar a desarrollar la

87
A. Cortina, La moral del camaleón, cap. 10.
88
J.L.L. Aranguren, Moral de la vida cotidiana, personal y religiosa,
Madrid, Tecnos, 1987, p. 110.
42
1
capacidad de experimentar placer, porque tan injusto es con la realidad -tanto pierde pie en ella- quien la trata
frívolamente como el que carece de la capacidad de disfrutar lo que en ella es sensiblemente valioso.
Entender la educación moral como preparación para el sacrificio es un error craso, absolutamente
injusto con el ser del hombre y con el de la realidad, que debe ser, no sólo "fruida" en el sentido zubiriano,
sino también disfrutada en el significado sensible del término. Pero identificar felicidad y placer es, sin duda,
también erróneo.

7.4. Ser autónomo


¿Nos interesa ser morales?
Supongamos por un momento que decimos de una situación que carece de sentido moral, ¿a qué nos
estamos refiriendo? Podemos referirnos a una de las siguientes posibilidades:
1) Las personas están bajas de ánimo vital.
2) No se encuentran integradas en la comunidad en la que viven.
3) No saben cómo ser felices.
4) No saben disfrutar.
5) No tienen internalizada la convicción de que deben obedecer ciertos deberes que consideramos
morales.
La verdad es que normalmente nos referimos a la última de estas posibilidades, y por eso solemos
preguntarnos a continuación cómo encontrar la motivación oportuna para interesarles en la moralidad.
Sin embargo, plantear así la cuestión es entender que las normas morales vienen de fuera, cuando
precisamente lo que les especifica frente a normas como las legales es que brotan del propio sujeto: las
normas morales, como afirma explícitamente la tradición kantiana, son las que un sujeto se daría a sí
mismo, en tanto que persona. Es decir, son aquellas normas que -a su juicio- cualquier persona debería
seguir, si es que desea tener -como antes decíamos- "altura humana".
Esas normas, en principio, no indican qué hay que hacer para ser feliz, sino cómo hay que querer
obrar para ser justos con la propia humanidad. Pregunta que nos lleva más allá del placer o bienestar
individual, incluso más allá de una ciudadanía nacional o cosmopolita, aunque sea desde ellas desde donde es
preciso hacerse la pregunta.

Más allá de la ciudadanía


En efecto, la expresión "esto es justo" no significa lo mismo que "esto me da placer", ni tampoco "esto
nos da placer a una colectividad"89.
Pero tampoco pueden equipararse "esto es justo" y "esto es lo admitido por las normas de mi
comunidad" (ciudadanía nacional), ni siquiera "esto es justo" y "esto sería lo admitido por una comunidad
cosmopolita" (ciudadanía cosmopolita). Porque cualquier comunidad de la que hablemos se concreta -y de ahí
su ventaja- en unas normas para unos ciudadanos reconocidos como tales, que, por lo tanto, tienen unos
derechos que deben ser respetados.
La ciudadanía, en su aspecto legal, es en definitiva el reconocimiento de unos derechos por parte de un
poder político; de ahí las dificultades de la ciudadanía cosmopolita, dada la debilidad del derecho
internacional. Sin embargo, precisamente el hecho de que la ciudadanía se concrete en comunidades, aunque
incluyeran en su cosmopolitismo a las generaciones futuras, al reconocerles unos derechos, tiene el
inconveniente de no poder plantearse para cualquier ser racional en general.

El punto de vista moral

89
E. Martínez Navarro, "Justicia", en A. Cortina (ed.), Diez palabras
clave en ética.
43
1
La expresión "esto es justo" se refiere a lo que tendría por juto cualquier ser racional. Por eso, como ha
mostrado Lorenz Kohlberg, la formulación de juicios sobre la justicia supone un desarrollo y un aprendizaje
que se produce a través de tres niveles:
1) El preconvencional, en que el individuo juzga acerca de lo justo desde su interés egoísta.
2) El convencional, en el que considera justo lo aceptado por las reglas de su comunidad.
3) El postconvencional, en el que distingue principios universalistas de normas convencionales, de
modo que juzga acerca de lo justo o lo injusto "poniéndose en el lugar de cualquier otro".
Esta necesidad de "ponerse en el lugar de cualquier otro" para poder determinar qué es lo justo es lo
que se ha llamado la necesidad de asumir el "punto de vista moral". Cuando juzgamos desde la perspectiva
de cada uno de nosotros somos inevitablemente parciales ("arrimamos el ascua a nuestra sardina") y además
introducimos en el juicio nuestros gustos personales, es decir, somos subjetivos. Lograr la imparcialidad y la
objetividad sólo es posible poniéndose en el lugar de cualquier otro: asumiendo el punto de vista moral.
Las razones éticas que las tradiciones universalistas han aducido para no tener por justo sino lo que se
decide desde el punto de vista moral son diversas:
- Según Kant, que cualquier hombre es un fin en sí mismo que no puede ser tratado como un simple
medio sin que renuncie a su humanidad quien así lo trata90.
- Desde el punto de vista de Rawls, prolongando la tradición kantiana, que la idea de imparcialidad
expresa el sentido de la justicia propio de las sociedades occidentales con democracia liberal.
Tanto desde la perspectiva de Kant como desde la de Rawls,
ponerse en el lugar del marroquí a la hora de juzgar si es justo devolver al mar las pateras, ponerse en el sitio
del dominicano para saber si es justo o no que los emigrantes tengan un puesto de trabajo, es un saludable
ejercicio. Por nuestra cuenta podemos decir que practicarlo en la educación, por medio de técnicas como el
"role-playing" o la resolución de dilemas morales, es indispensable.

7.5. Actitud dialógica


Una persona alta de moral
El ámbito de la moral en las tradiciones kantianas es -como estamos viendo- sobre todo el de la
autonomía, el de la capacidad de darse leyes a sí misma de que goza cualquier persona. Pero a la hora de
dárselas no toma como punto de partida su propia subjetividad, sus gustos y caprichos, ni tampoco los de su
comunidad, por amplia que sea: toma como referente lo que podría querer para cualquier ser racional.
Una persona "alta de moral" en este sentido sabe, pues, distinguir entre las normas de su comunidad y
los principios universalistas, que le permiten criticar incluso las normas comunitarias.
Sin embargo, a la hora de interpretar el punto de vista moral universalista, existe una gran diferencia
entre los kantianos: mientras Kohlberg o Rawls adoptan como método para determinar qué normas son las
correctas la "asunción ideal de rol" (ponerse en el lugar del otro), la ética del discurso deja esa tarea en manos
de los afectados por la norma.

De la estrategia al respeto activo


Desde su perspectiva, cualquier persona es una interlocutora válida a la hora de tomar decisiones sobre
normas que le afectan, y por eso es obligado dejarle participar, en condiciones de simetría, en los diálogos que
preceden a la decisión sobre esas normas.
La imparcialidad, el "ponerse en el lugar de cualquier otro, significa aquí más bien invitar a cada uno
de los "otros", a cada uno de los afectados, a expresar libremente sus intereses y tomarlos significativamente

90
I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, cap.
II. Para la fundamentación de la ética kantiana en la autonomía como
libertad raciuonal ver J. Conill en El enigma del animal fantástico,
Madrid, Tecnos, 1991.
44
1
en cuenta en el resultado final; y sólo practicar la asunción ideal de rol cuando el interlocutor no puede de
hecho participar realmente.
Porque, atendiendo al principio de la ética del discurso, descubierto a través de un prolijo método
filosófico (el trascendental):
"Sólo pueden pretender validez las normas que encuentran (o podrían encontrar) aceptación por parte
de todos los afectados, como participantes en un discurso práctico."91
Por lo tanto, para que la norma sea correcta tienen que haber participado en el diálogo todos los afectados por
ella, y se tendrá por correcta sólo cuando todos -y no los más poderosos o la mayoría- la acepten porque les
parece que satisfacen intereses universalizables.
El acuerdo sobre la corrección moral de una norma no puede ser nunca un pacto de intereses
individuales o grupales, fruto de una negociación, sino un acuerdo unánime, fruto de un diálogo sincero, en
el que se busca satisfacer intereses universalizables. Estamos acostumbrados a tergiversar los términos, de
modo que identificamos "diálogo" con "negociación" y "acuerdo" con "pacto", y, sin embargo, las
negociaciones y los pactos son estratrégicos, mientras que los diálogos y los acuerdos son propios de una
racionalidad comunicativa. Porque quienes entablan una negociación se contemplan mutuamente como
medios para sus fines individuales y buscan, por tanto, instrumentalizarse. Se comportan entonces
estratégicamente con la mira puesta cada uno de ellos en conseguir su propio beneficio, lo cual suele acontecer
a través de un pacto.
Por el contrario, quien entabla un diálogo considera al interlocutor como una persona con la que
merece la pena entenderse para intentar satisfacer intereses universalizables. Por eso no intenta tratarle
estratégicamente como un medio para sus propios fines, sino respetarle como una persona en sí valiosa, que es
en sí misma un fin, y con la que merece la pena, por tanto, tratar de entenderse para llegar a un acuerdo que
satisfaga intereses universalizables.
Naturalmente cada quien llevará al diálogo sus convicciones y más rico será el resultado cuanto más
ricas las aportaciones. Pero a ello ha de acompañar el respeto a todos los interlocutores posibles como actitud
de quien trata de respetar la autonomía de todos los afectados por las decisiones desde la solidaridad.

Concluyendo
La educación del hombre y el ciudadano ha de tener en cuenta, por tanto, la dimensión comunitaria
de las personas, su proyecto personal, y también su capacidad de universalización, que debe ser dialógica-
mente ejercida, habida cuenta de que muestra saberse responsable de la realidad, sobre todo de la realidad
social, aquel que tiene la capacidad de tomar a cualquier otra persona como un fin, y no simplemente como un
medio, como un interlocutor con quien construir el mejor mundo posible.

91
J. Habermas, Conciencia moral y acción comunicativa, Península,
Barcelona, 1985, pp. 116 y 117. Para transmitir en la escuela las
habilidades para el diálogo ver J.M0 Puig Rovira, Toma de conciencia de
las habilidades para el diálogo, Madrid, CLAE, 1993.
45

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