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AGUA PARA LAVARNOS LAS MANOS

A las siete de la noche en aquella casita campesina rezaron el Rosario, sentados en


burdos troncos de madera. Ya el viejo se había fumado en silencio su tabaco, y la
señora con su hija mayor había lavado los platos de barro cocido.

Eran ocho por todos: los dos "viejos" y ¡seis hijos! Cuatro muchachos y dos
"señoritas". Mientras rezaban, llegaba de vez en cuando desde el bosque el canto
triste de un pájaro nocturno. Al frente de la casita se extendía el maizal y más allá, el
cafetal sombrío y resonante.

Después de la plegaria, el padre de familia dijo con voz opaca, llena de


presentimiento: "Recemos ahora a Nuestra Señora del Carmen para que nos proteja
esta noche". Y rezaron tres Avemarías.

- ¡Recemos también por la bendita alma del difunto Misael, a quien mataron anoche!
Padre nuestro...

Y luego entraron en la alcoba y se acostaron en sus humildes lechos de cuero crudo,


después de haber trancado muy bien la puerta y de haber soltado los perros, que se
echaron en el corredor de tierra pisada. Y apagaron el candil.

Sería cerca de la media noche, o talvez las primeras horas de la madrugada, cuando
se oyó ladrar furiosamente los perros y se oyeron pisadas en el maizal. Eran tres
enruanados que se acercaban. Hablaban muy bajo. Llegaron a la puerta y tocaron.

El padre de familia se echó la Cruz, prendió una vela y se acercó a la puerta.

- ¿Quiénes son? ¿Qué quieren?

- Somos amigos... Queremos un poco de café negro, porque llevamos tres horas de
camino.

La puerta era débil y el campesino vio que era inútil resistir por la fuerza. Abrió.

Aparecieron tres hombres altos y fornidos, de rostros siniestros.

- Amigos, dijo el campesino, con mucho gusto vamos a hacerles el cafecito. Mija,
levántate y prende el fogón, a ver qué les podemos dar a estos hermanos.

- ¿Vienen del pueblo?...

- Eso no le importa. Muéstrenos la cédula.

- Aquí está mi cédula, dijo el campesino, sacándola del baúl.

El pobre agricultor comprendió inmediatamente que venían a asesinarlo. Pero tuvo


dominio suficiente para hablarles a aquellos tres forajidos. Su voz era una voz baja,
que no temblaba.

- Conque lo que ustedes vienen a hacer es a matarme... Está muy bien. Pero
díganme: ¿ustedes saben lo que van a hacer? ¿Saben lo que es matar a un hombre?
¿A un hombre vivo? ¿A un hombre que apenas sí tiene tiempo de hacer lo que debe
hacer en la vida?
Mírenme las manos... ¡Tóquenme estos callos!... Ellas fueron las que abrieron este
monte... y sembraron la huerta y el cafetal, y las que hicieron esta casita. Miren a mis
seis hijos, ellos nacieron de mí. Yo los he alimentado con mi sudor y con mi trabajo...
¿Y ustedes me van a matar?

¿Simplemente porque opino de tal o cual modo? ¿No tengo yo, y tienen ustedes,
derecho para opinar como queramos con tal de no ir contra la Ley de Dios y de no
hacermal a nadie? Y sobre todo en cuestiones que ninguno de nosotros entiende
plenamente... ¡Es matar inútilmente!... ¡Miserablemente!...

¿Ustedes no tienen hijos? ¿Ustedes sí se dan cuenta de lo que es matar a un padre


de seis hijos?

Mientras el hombre hablaba con voz honda, que salía del alma, las hijitas se
apretujaban una contra otra cubiertas con una colcha, v los muchachos se habían
levantado y estaban acurrucaditos en un rincón de la alcoba, medio dormidos, sin
darse cuenta de lo que querían esos hombres con su papá... La señora, de pie al lado
de su esposo, lloraba.

El campesino prosiguió:

- ¿No son ustedes católicos? ¿No van a misa los domingos? ¡Allá yo los he visto! ¿No
se nos ha dicho muchas veces que somos hermanos unos de otros, y que somos hijos
de Dios? Entonces... ¿Por qué van a matar a un hijo de Dios?

Matarle un hijo a Dios... ¿Saben ustedes lo que es un hijo de Dios? ¿No decimos
todos los días: Padre Nuestro que estás en los cielos?... Si ustedes me matan... ¿con
qué se van a lavar las manos después? No hay nada con qué lavarse las manos
después de haber asesinado a un hombre. Aunque se laven con toda el agua del
mar... Aunque se laven con agua de luceros, o con agua de lágrimas, no van a
poderse limpiar las manos cuando salgan de aquí.

¿A dónde van ustedes a huir después de que hagan lo que piensan hacer? Yo estoy
vivo ahora... Puedo trabajar, puedo tener más hijos, puedo cuidar de los que tengo; y
dentro de un momento voy a estar aquí muerto en un charco de sangre, porque
ustedes me mataron por nada...

El campesino concluyó con una voz increíblemente baja y firme:

- ¿No oyeron ustedes al señor cura hace no más quince días, que nos leyó a todos
estas palabras que no se me han olvidado: "Maldito el que ocultamente hiere a su
prójimo...". Y todos debían responder: "Así sea...". "Maldito el que reciba dones para
herir de muerte a una vida inocente", y todo el pueblo responderá: "Así sea...?".

Ahora sí, ya que me escucharon, pueden matarme... Yo no tiemblo para morir, porque
estoy en gracia de Dios... Pero apelo a Dios, y Él me vengará. Y caerá sobre ustedes
mi sangre, como una mancha atroz y negra... ¡Vayan después a lavarse las manos!
¡Caín no se las ha podido lavar todavía!...

Los tres "enruanados" habían escuchado en silencio a aquel hombre. No sabían ellos
mismos por qué habían soportado sus palabras. Era su voz honda, y su mirada, y
sobre todo la fuerza con que decía: "¿Saben ustedes lo que es matar a un hombre, a
un hombre vivo?...".
Se sintieron dominados por ese campesino inerme, que en franela y descalzo hablaba
sin que le temblara la voz antes de morir.

Bajaron la cabeza y no sabían qué hacer. Uno de ellos, que parecía el jefe, dijo con
voz temblorosa:

- No amigo, no lo vamos a matar... Perdónenos... ¡Es que somos brutos! ¡Es que
somos animales! Nunca habíamos oído decir con ese acento: "Matar a un hombre...
matar a un cristiano, matar a un hermano...". Si nos lo hubieran dicho antes, no
tendríamos las manos manchadas, como usted dice, que no se van a poder limpiar ni
con toda el agua del mar, ni con agua de luceros, ni con agua de lágrimas. Somos
unos miserables, ¡y no tenemos perdón!...

El montañés se acercó al asesino, y le dijo, poniéndole las manos sobre los hombros:

- El padre cura nos dijo también que lo que los hombres no pueden perdonar, lo puede
perdonar Dios. Quedamos amigos, quedamos hermanos... Nadie sabrá lo que ha
pasado esta noche aquí. ¿Quieren que les hagamos siempre el cafecito?...

- No gracias... Lo que quisiéramos es agua, ¡para lavarnos las manos!...

FIN

LEYENDA DEL SEÑOR SAN ANTONIO

Estaban los frailes menores terminando la construcción de un convento.

Ya casi concluida la obra, el prior, que era un anciano flaco y tembloroso, convocó a la
comunidad para tratar un asunto delicadísimo: la fábrica de una iglesia aneja a los
claustros.

Habló el prior y dijo:

- Hermanos, ya que el buen Dios nos ha dado un convento, vamos a construirle


nosotros a Él un gran templo. Será un santuario magnífico, a donde vengan
muchedumbres sin cuento a honrar a nuestro Señor.

Esto por ser tan justificado, no entra en la discusión. La dificultad está más bien en la
elección del titular y patrono de nuestra futura iglesia. Para que lo escojáis, os he
convocado.

En cuanto a mí, juzgo que se le debe consagrar a nuestro padre, Francisco de Asís.

Muchos se acogieron a la idea del abad, aunque otros, especialmente los aficionados
a las ciencias teológicas, propusieron al seráfico doctor san Buenaventura, pasmo de
su siglo, pozo de sabiduría y tenaza de los herejes.

A todas estas, estábase calladito en un rincón del recinto un fraile joven, de ojos
azules, un poco soñadores y un poco románticos.

A ese no se le había tomado parecer, aunque de él, por ser el arquitecto y escultor
principal, pendería toda la futura obra.

- Y tú, hermano Luis, tú que serás el maestro de la fábrica, ¿tú qué dices?, ¿a quién te
adhieres?, o ¿a quién propones?
- Yo, contestó el arquitecto, yo preferiría que pusieran por patrono a san Antonio de
Padua, nuestro angélico y admirable cohermano.

- Pero, fray Luis, por Dios, ¿cómo es posible? ¿Qué comparación existe entre Antonio
y Francisco, el fundador? ¿Entre Antonio y Buenaventura, el gran teólogo?

- Cierto; pero Antonio ¡es el milagroso! Él es quien tiene valía ante Dios, más que
nuestro padre Francisco, más que nuestro sabio y seráfico Buenaventura.

Total: que la discusión fue larga y un momento hubo que quiso pasar a mayores. Pero
como la opinión del arquitecto pesaba en la balanza, se acordó dar gusto a todos: en
el frontis de la iglesia en ciernes se colocarían tres imágenes: arriba, cerca del
campanario, la de san Buenaventura; en medio, en el rosetón, la de san Francisco; y
abajo, en el tímpano, la de san Antonio.

Así quedaron todos contentos y cerróse el memorable capítulo.

Al día siguiente empezaron los trabajos. El joven artista hizo los planos de una
bellísima iglesia románica.

¡Ah!, la bella construcción. ¡Parecía una basílica! Ya subían los basamentos, los
zócalos, los contrafuertes. Poco a poco crecieron los tallos de las columnas en sus
basas y plintos y se abrieron como rosas en capiteles calados.

Todo era armonía, y luz, y vigor en la fábrica.

Ya se había trabajado meses y años y poco faltaba para rematar la bóveda.

En tanto, el fraile arquitecto, artista y romántico, había hecho, por mandato del
superior, las tres estatuas. La de Buenaventura, la de Francisco y la de Antonio.

La primera, digámoslo con toda verdad, la hizo con un poquitín de descuido: no sentía
amor, y por eso no sintió inspiración.

La del patriarca de Asís la trabajó con más gusto y con cierta inspiración: representaba
al poverello bajando transfigurado del monte Alvernia.

¿Pero para qué negarlo? El artista soñaba con su estatua, ¡de San Antonio! El
taumaturgo, el castísimo, el que conversaba con el niño Jesús. ¡Con qué gusto le
esculpió el rostro y le labró las manos! Aquello quedó perfecto.

Antonio, en carne mortal, no pudo ser mejor, aunque dicen era angélicamente
hermoso.

Cuando vieron las estatuas, todos notaron la diferencia; pero el artista explicó: como
san Buenaventura va a quedar muy a tono, había necesidad de hacerla con tanto
cuidado. San Francisco vendrá después, aunque también a una altura considerable,
por eso está bien así. Pero San Antonio va estar cerca de las miradas de quienes
entran: por eso hice una obra admirable.
Y cuenta la leyenda, que leí en el código antiquísimo, que el frailecito arquitecto tenía
sus cosas de poeta. Entre ellas estaba que todas las noches, entre la ronda y el toque
de ánimas, el artista subía a los andamios que daban a lo más alto de la construcción
a mirar el cielo vibrante de estrellas, a contemplar la ciudad dormida y silenciosa, y
sobre todo a soñar despierto.
Un día estaba allá arriba, a ochenta metros del suelo, hundiendo sus ojos en el cielo y
mirando de vez en cuando su obra, la bella basílica, cuando... ¡Dios nos ayude!, la
traidora tabla sobre la cual soñaba, chirrió siniestramente. Y al chirrido saltaron unas
astillas, y a las astillas siguió el desplome total.

¡Pobre el romántico fraile! Era perdido, pues la altura alcanzaba a ochenta metros.
Abajo lo aguardaban los conos y las aristas de los sillares acarreados para la obra.

Se agarró primero a una gárgola del tejado, pero cedió. Y empezó el descenso veloz.
De paso encontró la estatua sin pulir de san Buenaventura, y se abrazó a ella con
todas las fuerzas, desesperadamente. Pero el seráfico doctor no debía estar contento
con el escultor de su estatua y lo dejó caer. La piedra de la imagen parecía de cera
blanda y no resistió el peso del monje.

Y otra vez al vacío. Sesenta metros...

De paso en su caída halló a san Francisco. "Padre Francisco del alma, ten
compasión". Y se agarró con todos sus nervios y con todos sus músculos.

San Francisco lo sostuvo unos momentos. Algo más que el seráfico doctor. Pero
también cedió, y otra vez al abismo: cuarenta metros. No le quedaría ni el agua de la
pila.

Al fin encontró a san Antonio, el santo amado, al que había labrado con todo cuidado,
con toda ternura, al que había levantado una basílica digna de su santidad.

A él se abrazó con todas las fuerzas, con toda su alma.

Y san Antonio lo sostuvo. Ese no cedió. Tenía con el artista una deuda muy grande y
se la iba a pagar en tal ocasión.

Aquí se corta, no sin alguna gracia, el hilo del cuento, en que el frailecito amante del
señor san Antonio pasó la noche abrazado a la estatua, hasta las primeras horas del
alba. Y qué tanto era el amor y la gratitud a su salvador, que en su compañía ni sintió
el sereno ni sintió el rocío.
Todo lo cual corra, concluye el manuscrito antiguo del cual he traducido este cuento,
en alabanza y gloria de nuestro santo patrono, Antonio de Padua. Amén.

FIN

LA CAPILLA DE LOS RESURRECTOS

En aquella capilla abandonada no quedan sino la espadaña sin campanas y unos


arcones podridos, restos de lo que fue antiguamente caballete. Se ven todavía en las
paredes, arruinadas y ennegrecidas, nichos de viejas estatuas, que hoy sólo ostentan
yerbas y musgos inconscientes.

La capilla es medrosa y fría. Todo sonido en ella toma la nota temerosa y opaca del
misterio. Las tablas crujen por las noches y de todos los rincones brotan ruidos
extraños que han hecho que las gentes se aparten de allí, tejiendo historias
inverosímiles.

Al lado de la capilla se levantan todavía las ruinas de un colegio antiquísimo dirigido,


según la leyenda, hará trescientos años por la famosa y extinta orden de los
resurrectos. Orden celebérrima en otro tiempo y que se apagó lentamente como se
apaga un hachón moribundo al amanecer por no tener razón de existir.

El colegio adjunto a la capilla, llamado "Colegio de Nuestra Señora de la Resurrección"


contó hasta cuatrocientos alumnos de lo más granado de la comarca.

El superior era el célebre Fray Carlos de Sevilla, gran predicador y gran profesor. Fray
Carlos, con su talento y con su verdadera piedad, hacía lo posible por sostener el
renombre del colegio y de la Orden, pero veía que aquello iba lentamente minándose.
Falta de personal adecuado, falta de espíritu en los resurrectos... iba acercándose la
hora del ocaso.

Fray Carlos tenía esperanzas en que algunos de los jóvenes, que cursaban
humanidades en Nuestra Señora de la Resurrección, sirvieran para sostener y avivar
la llama vacilante de la Orden. Desgraciadamente, el confesor de los jóvenes no
estaba a la altura de su delicado oficio. El regulador, como se le llamaba, era Fray
Columbano de Susa, hombre excelente, pero de poco entender y de poca discreción
espiritual. Sobre todo, Fray Columbano tenía un horrible defecto: el de creer
demasiado a las apariencias. Le fascinaban los jóvenes mansos y amorfos, los pálidos
y de ojos caídos; mientras los muchachos briosos, de mil recursos, de mil ideas y de
franqueza varonil lo aturdían, lo desesperaban, lo enloquecían.

Con frecuencia, llegaba Fray Columbano a ponerle las quejas, al Superior, de algunos
muchachos. Fray Columbano quería mesura al sorprender, reserva, quietud,
inmovilidad en sus discípulos de catorce y quince años.

Pero un día sí se salió de casillas: un estudiante subido en el pupitre, recitando con


entonación épica un trozo del segundo libro de la Eneida. La reacción del regulador
fue exagerada y no calmó hasta que el rector puso en las baldosas del zaguán al
emocionado y simpático latinista.

Este jovencito era uno de quienes deseaban entrar en la Resurrección, y en quien


Fray Carlos de Sevilla tenía verdaderas esperanzas para mejorar la Orden en peligro.

Por eso la Resurrección se fue llenando de hombres débiles y de poco valer, que eran
los aceptados por Fray Columbano.

La capilla, como dijimos, es actualmente el epicentro de toda clase de ruidos y de


voces de ultratumba. Hay en ella un confesionario ya desmoronado, y despedazado
por el tiempo.

Cuentan los viajeros que han tenido que refugiarse allí en las noches de tormenta que
todos los miércoles a las doce sucede algo pavoroso en la estancia antiguamente
sagrada.

Se ve a esa hora un fraile que baja de la sacristía, pisando secamente, sin hacer
chirriar ni una tabla. Su cabeza es negra y fúnebre; sus ojos tienen el brillo trágico de
los ojos sin pupilas, de los ojos de los muertos.

Llega al confesionario, se sienta y toca con los nudillos de sus dedos sin carne. De un
rincón de la capilla, donde entonces tal vez estuvieran las bancas, se acerca un joven
vestido de negro. Viene con el rostro y con el paso de los vencidos, de quienes
fracasaron en la vida, de quienes hubieran podido triunfar y se entregaron. El paso de
los derrotados, el mirar triste de quienes sienten su vida fallida, su vida equivocada.
Llamados a lo grande, a lo divino, por circunstancias fatales no desarrollaron su
vocación, su destino.

Abatido, cabizbajo y andrajoso, se acerca el joven a un lado del confesionario y, con


voz llena de amargura y de inculpación, pregunta al Regulator:

- Padre, ¿por qué me dijiste que no? ¿Por qué no?

Óyese después el golpe seco de los huesos de Fray Columbano, que llama por la reja
del confesionario, y llega otra hombre vestido de un hábito especial, todo manchado y
despreciable. Cae de rodillas y deja oír esta palabra terrible:

- ¿Por qué me dijiste que sí, por qué no me rajaste el alma con un No rotundo?

La leyenda cuenta que eran dos jóvenes que se dirigían, como todos los del colegio,
con Fray Columbano de Susa. El uno, lleno de ensueños, de entusiasmos magníficos
que llevaban al heroísmo, a lo divino. Y Fray Columbano lo disuadió del camino santo
que él deseaba, creyéndolo demasiado inquieto, demasiado pujante. El joven tomó un
derrotero equivocado y abandonó su puesto en las avanzadas de la gloria. Llevó fuera
de su centro y lejos de su vocación una vida incolora, indefinida y cobarde. Por eso,
todos los miércoles, viene a su confesor a pedirle cuentas.

"¿Por qué me dijiste que no? ¿Que no podría ser soldado en la gran batalla donde he
debido morir con gloria? ¿En la divina batalla del apostolado y tal vez del sacerdocio?
¡Ay! Reverendo, me cegaste el camino, me torciste la ruta, me truncaste la vida".

El otro era uno de esos caracteres cobardes, hipócritas y mansos. No daba guerra
aparentemente. Y el Regulator lo animó a que tomara puesto donde sólo se alineaban
los valientes, los erguidos, los arriesgados. Se colocó allá donde no era su puesto, y
huyó; traía su veste herida en las espaldas, como son heridos los que huyen.

"¿Por qué me dijiste que sí? ¿Que servía para esa empresa divina que sólo requiere
valientes, esforzados, héroes? ¡Vengo sin espada, sin bandera y herido con heridas de
infamia! ¡Ay! ¿Por qué me dejaste enganchar en los cuadros que sólo son para los
escogidos?".

Los campesinos, cuando pasan ante las ruinas fatídicas de la antigua capilla, apartan
los ojos con terror y se santiguan musitando entre labios: "¡Virgen Santísima, líbranos
de Satanás...!". Y luego se oyen ruidos macabros en la capilla, graznidos de búhos y
de murciélagos, hasta que vuelve a reinar el silencio mortal, interrumpido por el crujido
de las tablas viejas.

FIN

LA COCINERA

Alejandrina, la cocinera, está fregando los últimos platos antes de sentarse, rendida de
cansancio, a rezar el rosario para irse a la "estera".

Este rosario de la pobre Alejandrina se resiente naturalmente de muchos cabeceos y


aun de alguna que otra roncadita. Pero allá la Virgen lo sabrá excusar todo y lo
aceptará benévolamente.
Mientras Alejandrina con el estropajo friega los platos, piensa con una dulce alegría en
su "curita", es decir, en el seminarista que está sosteniendo en el seminario.

De los veinte pesos que devenga, pero muy bien ganados, trabajando diariamente
desde las cinco de la mañana hasta las ocho de la noche, Alejandrina aparta doce
para pagar la beca de su favorecido, a quien sólo faltan tres años, porque está
haciendo segundo de teología, para cantar misa.

Lo feliz que se sentirá Alejandrina cuando vea aquello. Cuando lo vea en el altar,
cuando él le dé la santa comunión. Lo verá, pero no lo creerá...

Y Alejandrina sigue distraída lavando los platos y los cubiertos. Hace ya ocho años
viene absteniéndose, por él, de muchas cosas, recortando sus gastos personales
hasta el extremo, para poder mandar ese dinero a su seminarista.

Con él no tiene ningún vínculo familiar, sino simplemente el de ser para ella la única
ilusión de la vida.

Un día había escuchado, en misa de nueve, al párroco que hablaba de la necesidad y


del honor de ayudar a los seminaristas pobres, y ella había puesto generosamente
manos a la obra.

Cada quince días le llegaban cartas de su tonsurado. Alejandrina se sentaba en el


banco de la cocina y entre lágrimas y entre suspiros leía las cartas de su teólogo.

"La primera misa cantada va a ser para ti, mi querida viejita," le decía en todas ellas su
pupilo.

Alejandrina aguardaba siempre las misivas con cierto recelo, y con cierta recóndita
angustia.

¿Por qué? Porque ya había tenido una terrible experiencia.

Antes de éste había sostenido a otro, a Manuelito. También por él se había sacrificado
largos años, desde que hizo primero de bachillerato hasta filosofía. Pero cuando
estaba haciendo filosofía, ¡se salió el bendito! ¿Y eso qué fue?

Lo de siempre: una de esas beatas ociosas, como si no hubiera más sino seminaristas
en el mundo, lo sonsacó... "Y ni pa' Dios ni pal' diablo, como decía la pobre cocinera,
porque la dejó metida".

Fueron seis años perdidos, "seis años que yo boté en el cajón de los desperdicios,
porque ni él me agradeció".

Pero no, Alejandrina no había perdido su esfuerzo heroico, porque allá en el cielo
estaba escrito su nombre.

Cuando Alejandrina había terminado su tarea y había colocado los platos en el


aparador, y todo en orden, se sentó a rezar en el banco de la cocina el santo rosario.

En eso llegó la niña Susanita a traerle una carta que acababa de llegar del correo.

- Muchas gracias, niña Susana. Sí que estamos lindas ahora... Por eso es que ya ni
asoma por acá.
- No diga así, Alejandrina. Es que ahora estoy en el colegio y tengo que estudiar
muchísimo, ¿no me ve las manos llenas de tinta? Esa cartita debe ser de su curita,
¿no es cierto?

- No, niña Susana, si está escrita en máquina, y él siempre escribe a mano...

Y la pobre Alejandrina abrió sobresaltada el sobre, y vio la firma del rector del
seminario.

- ¡Uy, el rector!

No le gustaba a Alejandrina que le escribiera el rector. La otra vez que lo había hecho,
había sido para darle la mala noticia de que Manuelito se había salido del Seminario.

¡Y Alejandrina pálida, leyó la carta lacónica en que se le avisaba que su curita estaba
gravísimo en el hospital, con tifo, y que no había esperanza de salvar!

- ¡Mi seminarista, mi teólogo, el que me iba a cantar misa, y el que me iba a abrir las
puertas del cielo. Mi curita por quien he trabajado durante ocho años, y en quien tenía
toda mi esperanza!

La humilde cocinera no resistió y empezó a llorar inconsolablemente. Ocho años otra


vez perdidos. ¡Tantos sacrificios en balde! ¡Tantas necesidades sufridas para nada!...

La pobre Alejandrina ya no tendría el gusto de ver cantar misa a su sacerdote. Ni la


dicha de comulgar de manos de su curita, ni la de morir en sus brazos.

La desgraciada mujer se desahogó en un mar de llanto.

La niña Susana había ido a llamar a su mamá para que consolara a su fiel y buena
cocinera.

- ¿Qué le pasa, Alejandrina? ¿Se salió el teólogo?

- No, misiá Josefina. Lo que pasa es que se me está muriendo, ¡o ya se habrá muerto!
Y yo ya no lo veré sacerdote. Y todo se perdió otra vez.

- Tenga confianza, Alejandrina, Dios todo lo puede. Vamos a rezar por él.

- No, misiá Josefina. Cuando el padre rector escribe es porque el caso es perdido. Lo
más seguro es que ya esté muerto. ¡Mi seminarista! Usted no sabe lo que es soñar
tener un sacerdote y fracasar. No sabe lo que es bregar catorce años y perder la
brega. Ya no volveré a soñar con nada, doña Josefina, ni a esperar nada fuera de mi
muerte.

Quince días después, Alejandrina volvió a recibir otra carta del padre rector. En ella le
contaba los últimos momentos de su curita, y que en el delirio del tifo la nombraba y
hablaba de su primera misa. Y le informaba, por si le interesaba, que había en el
seminario un niño a quien se le había muerto su padre, y que tendría que retirarse si
alguna persona caritativa no le ayudaba.

Alejandrina se sentó en el banco de la cocina y rompió a llorar. ¡Si ya eran una buena
experiencia los dos! Dos en que había gastado esperanza y había gastado trabajo, y
había perdido catorce años. ¡Volver otra vez!
Después del rosario, en que no se durmió, hundió la honrada y arrugada frente entre
sus manos ennegrecidas, y así se quedó largo rato en la humilde soledad de la cocina.
Después se levantó y se dirigió resueltamente a la mesa de la plancha, donde
acostumbraba a escribir sus cartas. Con letra temblorosa y con una ortografía muy
personal, le contestó de este modo al rector:

- Señor Rector: Aunque ya he perdido dos seminaristas, junto con catorce años de
trabajo, y tengo despedazada el alma por no haber logrado ver mi ensueño, un
sacerdote formado por mí, dígale, sin embargo, al muchachito de que me habla en su
carta, ¡que no se vaya! Que una vieja cocinera que ya tiene sesenta años, le pagará la
pensión.

Dígale su merced que se porte muy bien, y que, eso sí, me prometa que la primera
misa cantada la ofrecerá por mí.

FIN

EL MINERO

El minero va todos los días en silencio. A nadie ama, en nadie piensa, sino sólo en su
propia mina de oro, en su mina de esperanzas.

Su abuelo le aseguró que la veta era opulenta y su padre se lo juró también: pero
había que trabajarla. Quizá a los cien metros, tal vez a los quinientos hallaría el filón
dorado.

Y el minero se consagró con todas sus fuerzas, con todos sus bríos, con todos sus
músculos. Para él no había gustos, ni fiestas, ni sol, ni luz; sólo la mina, como una
obsesión, como una locura.

Antes de entrar, todas las mañanas, el minero se demoraba un momento, sin la menor
duda de que ella colmaría algún día su ambición.

Pasaban los meses, y los años se sumaban a los años. Consultaba los documentos
paternos y todos le daban seguridad: algunas veces, inmóvil de cansancio, se
acurrucaba ante la roca dura y avara, clavando en ella su mirada, pero sin una palabra
de reproche, sin un acento de desconfianza. Tenía fe absoluta, tenía seguridad y
volvía a su trabajo.

Transcurrieron diez y veinte años y el hombre siempre anhelante, siempre taciturno,


terco en su anhelo y petrificado en sus esperanzas.

Allá había terminado su adolescencia, en la mina había corrido su juventud. Nunca


una sonrisa de amor a su lado, jamás un afecto que no fuera el de su socavón. Su
cabeza se fue plateando: la mina no le había dado oro, pero le había cernido nieve
sobre sus cabellos. Y el filón codiciado no aparecía. ¿Qué hacer? Llegó la edad flaca y
temblona. El viejo caduco se apretaba los labios sin decir nada. ¿Ir a buscar en otra
parte trabajo? Ya era tarde en la vida, ya llegaba la noche... ¿Y cómo abandonar la
mina que amaba con todas sus entrañas?

El minero bajó la cabeza y la sumergió entre sus manos ennegrecidas.

Después, mudo como siempre, tomó la pica y se internó de nuevo allá adentro.
Se sentía enfermo, ya no era el mismo atleta de antaño. Su salud se había arruinado.
Todo lo había perdido; lo único que persistía, a pesar de todo, era la esperanza,
flotando náufraga en su mar.

El viejo quería que lo cogiera la muerte al pie de la roca, como a un vencido al lado de
su bandera. Lo terrible no era morir, lo terrible era caer sin haber logrado lo que había
buscado cuarenta y ocho años. Pero quería terminar ya; que sus huesos, blanqueados
con el tiempo en ese zanjón, dieran testimonio de su empeño y de su suerte.

Llegó al fondo de la mina, pero no pudo resistir a la tentación de la esperanza.


Recogiendo todas sus fuerzas flacas, golpeó la roca, y luego pasó la mano
temblorosa. Sintió en ella el frío de la muerte, o el frío del metal. Miró atentamente con
sus ojos vidriosos y nublados, y contempló -no lo podía creer- un hilo de oro; ¿no sería
más bien el hilo de oro de la muerte?

No se había engañado; tarde o temprano la hallaría. Siempre se lo habla dicho el


corazón. Había que trabajar, había que persistir y esperar hasta la tarde.

Dio dos o tres piquetazos más, y rompió con ellos el tabique que lo separaba del
tesoro. Sus ojos, acostumbrados a la perpetua oscuridad, se ofuscaron como ante un
horno de fuego deslumbrante. Le era casi imposible admitir la realidad de lo que veía.

Era cierto: ahí estaba lo que había buscado toda la vida.

Sentía la suprema felicidad del hombre a la hora final: la de no haber fracasado. No le


importaba no poder gozar de su hallazgo; lo que a él le había aterrado siempre era
morir desengañado, e iba a morir ante el júbilo del triunfo.

El hombre, mirando inmóvil, extático, la constelación de oro de su mina, sintió ahora sí


que los ojos se le nublaban definitivamente, y que el corazón se le aquietaba. Pero ya
no tembló ante el morir... no era un engañado ni un derrotado. Había encontrado lo
que se había propuesto encontrar.

¿No es este cuento la historia íntima de los que buscan a Cristo y en la oscuridad y en
el silencio y en el dolor lo anhelan perpetuamente, luchan a veces contra toda
esperanza, hasta que al fin, al dar el último piquetazo, rompen el tabique que los
separa de su filón de oro y de luz y de vida que es la eternidad con Dios...?

(Escrito en 1944 - Tomado de "Cuentos de Rafael García Herreros", Bogotá, 1989).

FIN

EL TABACO DEL DIABLO

La gran terraza que domina todo el infierno está reservada exclusivamente a Satanás.
Allí se pasea largas noches, mirando hacia el cielo lejano y perdido. Sin un sollozo, sin
un suspiro, petrificado en su dolor.

Horas enteras pasa mirando, con sus ojos pequeños y endiablados, perderse el humo
de su tabaco.

De vez en cuando, alguno de sus ministros, antiguos arcángeles caídos con él en el


abismo, se le acerca respetuosamente a pedirle órdenes o a darle noticias de la
guerra... de la guerra satánica que se adelanta en la tierra en contra de la santidad y
de los designios de Dios.

Esta tarde, Luzbel está de un genio terrible. Frunciendo el ceño desdeñoso,


mesándose los pelos rojos de su barba, se pasea con el birrete clavado hasta los ojos,
a largos pasos, en la azotea de láminas incandescentes desde donde contempla sus
innúmeras víctimas. ¿Será su disgusto acaso porque no le han traído el "puntal", la
gran taza de plomo derretido, con rebanadas de pan de brasas? ¿Será que está
enfermo?

¡No! Satanás no se cuida de esas pequeñeces. Lo único que le interesa es vengarse


de Nuestro Señor. Todo lo demás lo soporta en silencio. Satanás está colérico por un
motivo aparentemente insignificante: porque en varias ciudades de Colombia se están
reuniendo, en muchos grupos de oración, jóvenes que buscan resueltamente seguir al
Señor, y se están preparando para dar en el futuro la gran batalla.

El demonio sabe que se están preparando, con régimen de disciplina y de estudio y de


pureza, para ser capitanes en favor de Jesucristo. Que en esos grupos hay jóvenes
que quieren ser santos...

Esa es la rabia que tiene esta tarde Satanás.

Buscando una solución ante el problema futuro, que le plantearán en cualquier parte
en donde se hallen esos muchachos, saca, como en sus graves conflictos, un gran
tabaco, lo enciende echando candela por la boca y se queda cavilando, mirando
distraído el humo que se desvanece.

Cuento escrito en 1944. "Cuentos de Rafael García Herreros, Bogotá, 1989)

FIN

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