Você está na página 1de 14

Rudolf Rocker: el socialismo

como anti-absolutismo
Rudolf Rocker, una de las figuras más activas del anarcosindicalismo alemán en la primera
mitad de nuestro siglo, fue también un brillante escritor y pensador. Muy pocas veces se ha
logrado un análisis tan serio y profundo de la ideología y la actitud nacionalistas como el que
él llevó a cabo en su gran obra “Nacionalismo y cultura”.

Nacido en Maguncia en 1873, huérfano desde muy niño, internado en un asilo y sometido
luego al duro aprendizaje de un oficio manual, obtuvo muy poco de sus maestros y casi
puede afirmarse que no recibió educación formal alguna. Grumete, zapatero, hojalatero,
sastre, tonelero, talabartero, carpintero, recaló, al fin, en un pequeño taller de
encuadernación donde comenzó a almacenar ávidamente en su cerebro los libros que sus
manos aparejaban para otros.

El primer contacto con el socialismo lo hizo, como casi todos los proletarios alemanes de su
época, a través de las ideas y organizaciones marxistas. Conoció en su incipiente militancia a
algunos de los principales jefes de la socialdemocracia: Augusto Bebel y Guillermo
Liebknecht. Del primero dice en “La. juventud de un rebelde”, que «no sólo era un orador
brillante, sino que era también un orador nato, pues había en él aquel cierto algo que no se
puede enseñar ni aprender»; del segundo, que también «era un orador hábil y
experimentado». Sin embargo, no deja de advertir que cuando Liebkuccht hablaba «lo hacía
siempre con una seguridad de juicio que excluía toda contradicción» y que «era ante todo
hombre de partido y casi sólo hombre de partido». Su impresión personal de Bebel es mejor,
ya que lo considera «amable y atento para todos», pero tampoco pasa por alto la dualidad
que en él encuentra entre el revolucionario de mítines y asambleas y el moderado reformista
del Reichstag.

Pero, como dice Diego Abad de Santillán, «tuvo la suerte de entrar pronto en relación con el
movimiento berlinés de oposición al dogmatismo y a la rigidez de los jerarcas
socialdemócratas, que tenían por divinidad suprema a Marx y por único profeta a Engels».
Una de las cosas que los opositores de la socialdemocracia reprocharon por entonces a los
jefes del partido y a los miembros de su fracción parlamentaria fue que hubiesen impedido
«por propia decisión la fiesta del Primero de Mayo en Alemania», según dice el propio Rocker
en “La juventud de un rebelde”. Hacia aquellos días conoció también los escritos de Bakunin
y la actividad revolucionaria de Johann Most y se relacionó con los jóvenes heterodoxos del
socialismo berlinés, entre los cuales se encontraba Bruno Wille, el futuro autor de “Die
Religion der Fraude” (1898) y “Gemeinschaftsgeist und personlichkeit” (1902); y Gustavo
Landauer, el más profundo de los pensadores libertarios alemanes.

En 1893 sus actividades socialistas -ya claramente orientadas hacia el anarquismo- se


hicieron muy peligrosas para él, y se vio obligado a emigrar a Francia, donde participó en las
luchas del movimiento obrero, conoció al sabio geógrafo Reclus y a otras figuras
sobresalientes del mundo socialista. Pero, obligado nuevamente por la reacción, tuvo que
emigrar por segunda vez y en 1895 se encontraba ya en Inglaterra. Allí permaneció hasta
fines de la Primera Guerra Mundial. En el segundo tomo de su autobiografía, titulado
significativamente “En la borrasca”, narra con admirable vivacidad y equilibrada mesura,
aquellas dos décadas de vida dedicadas íntegramente a la propaganda, a la acción sindical, a
la educación de la clase obrera. Si alguna vez tuvo sentido hablar de «realismo socialista»
(un realismo impregnado por cierto del más vivo idealismo), es en el caso de estas
«Memorias» del gran sindicalista alemán. «Se admira uno de la resistencia física de Rocker
para sobrellevar la tarea intensa de esos veinte años sin desfallecer, sin perder la fe en sí
mismo y en la humanidad. El vigor de su juventud y el ansia de saber y de enseñar lo que
sabía le hicieron superar los escollos del camino espinoso. Su repugnancia instintiva contra
todo autoritarismo, contra todo dogmatismo, le salvó del naufragio y de toda tentación
bastarda. Era ya un hombre libre, un verdadero amante de la libertad en el campo social,
religioso, político, racial», dice Diego Abad de Santillán.
En Londres se vinculó primero con los exiliados socialistas alemanes y con el
Communistische Arbeiter - Bildungs - Verein, que tenía su sede en el Grafton Hall, donde se
le confió el ordenamiento de la vieja biblioteca, rica en valiosos documentos para la historia
del socialismo y del movimiento obrero. Allí conoció a Luisa Michel, a Enrique Malatesta y a
Pedro Gori. De la primera dice que «poseía el carácter de un apóstol, tan hondamente
persuadido de la justicia de su causa, que no pudo adaptarse a las menores concesiones a la
injusticia». Sobre el segundo escribe: «Me lo había imaginado siempre un hombre de talla
gigantesca, como Bakunin. Mi sorpresa no fue pequeña cuando vi ante mí a un hombre bajo,
algo flaco, cuya apariencia física no correspondía de ningún modo a mis presentimientos. Sin
embargo, aun cuando Malatesta no era el gigante que había creado mi imaginación, su rostro
de finos contornos, expresivo, causó una profunda impresión en mí. La soberbia cabeza con
el negro cabello frondoso y los ojos vivos, chispeantes, de los que irradiaba tanta bondad de
corazón como energía indomable, hacía que fuese inolvidable para el que le ha visto una vez.
El rostro pálido, cuya expresión varonil era realzada más aún por la corta y tupida barba,
mostraba decisión tranquila y una rica vida espiritual interior. Se sentía a la primera mirada
la energía secreta de una personalidad de gran aliento, que no se perdía nunca en cuestiones
accesorias y tenía siempre en vista un gran objetivo». De Pedro Gori dice que «era, sin duda,
uno de los oradores más poderosos que ha producido Italia» y que «su fino talento poético le
permitía formar imágenes de belleza perfecta, que daban a sus manifestaciones ingeniosas
un encanto irresistible y que se grababan profundamente en el alma».

En los primeros tiempos de su vida londinense, se dedicó Rocker a conocer también la


gigantesca y oscura ciudad, y en especial sus enormes «ghettos» de miseria («el estrecho
hormiguero callejero entre Hackney y Bethnal Green, Shoreditch y Whitechapel, los lugares
de la más profunda pobreza en torno a Limehouse y a Shadwell, la zona desconsolada que se
agrupa en torno a las instalaciones portuarias de Londres y, al otro lado del Támesis, los
distritos lóbregos de Lambeth, Deptford, etc.»). Adecuado prolegómeno a sus años de lucha
en pro de las clases desposeídas es el espectáculo de la profunda miseria en la metrópoli
imperial: «Había entonces en Londres muchos millares de seres que nunca habían dormido
en una cama y que se acurrucaban por la noche en algún rincón sucio donde la policía no
podía estorbarles. He visto con mis propios ojos millares de seres humanos que apenas
podían ser juzgados tales y que no eran capaces de un trabajo ordenado cualquiera. Seres
increíblemente andrajosos, cubiertos de harapos sucios que no ocultaban ninguna desnudez,
seres humanos llenos de piojos, de suciedad, víctimas del hambre eterna, que revolvían
codiciosamente los desperdicios semipodridos que quedaban después del cierre de los
mercados para obtener un bocado. He recorrido callejas y callejuelas sucias, con las fachadas
de las casas semiderruidas, tan tristes y tétricas que ninguna pluma sería capaz de trazar un
cuadro exacto del espanto gris que hacía en ella sus círculos tenebrosos. Y en esos infiernos
de la pobreza y de la pálida penuria nacían niños, vivían seres humanos consumidos por las
privaciones, quebrantados antes de tiempo por la tortura infinita y eludidos por todos los
otros estratos de la sociedad como una horda de leprosos y de marcados por el destino».

Durante estas excursiones por el Londres tenebroso se puso en contacto con los obreros
judíos de la parte oriental, predominantemente anarquistas, con quienes había de colaborar
luego durante largos años. Cuando en julio de 1896 se reunió en Londres el Congreso obrero
socialista internacional (del cual fueron excluidos por cierto los anarquistas), tuvo Rocker
ocasión de conocer personalmente a Kropotkin y Landauer, dos de los pensadores que más
influyeron en su vida militante y en su obra. También conoció en aquella oportunidad al Dr.
Max Nettlau, especialista en dialectología céltica y en historia del anarquismo, a quien había
de consagrar más tarde un volumen biográfico (“Max Nettlau: el Herodoto de la anarquía”).
En el seno del movimiento obrero judío y del grupo Arbeiterfreund encontró Rocker a la que
había de ser su compañera de toda la vida, Milly Witkop, inmigrante ucraniana y activa
militante anarquista. Sin conocer casi nada de yidisch se convirtió pronto en redactor
principal del periódico de los obreros libertarios judíos, el “Arbeiterfreund”, temporalmente
suspendido, pero que contaba ya con doce años de antigüedad. Desde octubre de 1898
hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial, hizo conocer a dicho órgano y, con él, a toda
la prensa obrera anarquista de Inglaterra, su más brillante, combativo y fructífero período.

En un momento económicamente difícil, el periódico fue sustituido por el quincenario


“Germinal”, subtitulado «órgano de la concepción anarquista del mundo». Acerca de la
posición ideológica allí defendida, dice el propio Rocker: «Aunque estaba muy próximo a las
ideas de Kropotkin, ya entonces era para mí bastante claro que las adjetivaciones usuales,
mutualista, colectivista o comunista, sólo tenían una significación subordinada. Lo que
importaba ante todo era educar a los hombres para la libertad y alentarles a la creación y al
pensamiento propios. Todas las hipótesis económicas para el futuro, que tenían que ser
probadas primero por experiencias prácticas, eran buenas mientras aseguraran al hombre el
producto de su trabajo y tuviesen en vista una transformación social de la vida, en la que se
ofreciese al individuo la posibilidad de desarrollar libremente sus aptitudes naturales, sin ser
influidos por disposiciones rígidas y dogmas vacíos. Mi más íntima convicción me decía que el
anarquismo no puede ser interpretado como un sistema cerrado ni como una solución para el
milenio venidero, que tiene la libertad como condición previa en todos los dominios de la
acción y del pensamiento humanos y justamente por eso no puede estar ligado a directivas
rígidas e inalterables. Por esta razón sus aspiraciones son ilimitadas y no pueden ser
encerradas en un programa determinado ni ser prescriptas como reglas fijas del porvenir».
De la revista “Germinal” se seleccionaron luego los ensayos que aparecieron más tarde en
Buenos Aires, traducidos al español por Salomón Resnick, con el título de “Artistas y
rebeldes” (1922).

Al sobrevenir en el movimiento obrero judío una grave crisis, originada de una parte por la
desocupación y la emigración forzosa; de otra, por la escisión del grupo Freiheit, Rocker se
trasladó a Leeds, donde con la cálida ayuda del grupo local continuó publicando “Germinal”.
Su actividad como propagandista, como orador, y como organizador se extendió de los
grupos judíos (donde siempre estuvo, sin embargo, centrada) a otros círculos, ya
continentales, ya ingleses. Al retornar, un año después, a Londres, donde «se había roto
realmente el hechizo, y la crisis interna que había paralizado casi dos años el movimiento
obrero judío, fue felizmente vencida», reinició la publicación del “Arbeiterfreund”, al mismo
tiempo que la labor de organización obrera y de educación general.

Rocker, que más tarde escribiría “La maldición del practicismo”, no entendía la militancia
anarquista como adoctrinamiento ni como mera propaganda. Creía que elevar el nivel
cultural de los obreros constituye de por sí una tarea revolucionaria; estaba convencido de
que la belleza y la verdad son siempre factores de liberación humana. «La insuficiencia
irritante del orden económico vigente para las grandes masas del pueblo y la injusticia
notoria en numerosos dominios de nuestra vida política y social, no son ninguna medida de
nuestra cultura como tal. Lo que la civilización humana ha creado en valores intelectuales y
sociales en el curso de los tiempos, no se puede juzgar exactamente más que en su
totalidad. Ha ensanchado nuestro saber en una proporción que apenas se puede abarcar y
ha atestiguado en todos los dominios del pensamiento humano conquistas que son
imperecederas. Lo que ha producido el espíritu del hombre en el reino de la ciencia, del arte,
de la literatura y en todos los dominios de la creación estética y filosófica, es y permanece
una posesión cultural nuestra y de las futuras generaciones. Aquí está el punto natural de
conexión para todo desarrollo social ulterior, el puente que conduce desde el pasado al
futuro. El hecho de que a causa de las condiciones económicas existentes millones de
hombres apenas estén hoy en condiciones de hacer uso de las mejores conquistas de la vida
cultural, no es menos deplorable que la circunstancia de que, a pesar de la elevada
capacidad productiva de los modernos métodos de trabajo, no puedan hallar ninguna
seguridad para su existencia material y tengan que contentarse siempre con las migajas de
la mesa de la vida. Por eso justamente, el problema de nuestro tiempo no es un simple
problema económico sino un asunto que abarca todos los dominios de la vida cultural. No
sólo hay un hambre del cuerpo, sino también un hambre del espíritu y del alma que exige
sus derechos. Llevar esto a la conciencia de los seres humanos es la tarea principal de una
propaganda que se apoye en la educación de las masas y enseñe a pensar, no sólo con el
estómago, sino también a tener presentes las aspiraciones de la vida y a apropiarse de los
bienes intelectuales de la cultura, lo que siempre es posible».

La labor de Rocker entre los obreros judíos de Londres, que algunos consideraron insólita
para un alemán que no tenía ninguna ascendencia hebrea, es una prueba más de su
auténtico internacionalismo socialista y libertario. He aquí cómo él mismo se expresa en sus
Memorias sobre este hecho: «Pero tengo que agradecer todavía otra gran experiencia en mi
actividad de entonces, que no quiero silenciar, como no judío, para provecho y edificación de
aquellos que han metido la cuchara en las ollas de la llamada teoría racial o que no pudieron
vencer nunca los prejuicios artificialmente implantados frente a los judíos. Tengo que dejar
sentado aquí que no existe nada para lo cual el llamado espíritu judío no sea tan receptivo o
que reaccione de otro modo a como reacciona el espíritu de otros pueblos, si es que se
puede hablar de un espíritu de los pueblos en general. He vivido veinte años en el ghetto, he
tenido relaciones diarias con trabajadores judíos, he conocido sus dolores y privaciones, he
tomado parte incansablemente en sus luchas por el pan cotidiano, he despertado su anhelo,
he compartido sus alegrías y esperanzas y estuve con ellos como un igual sobre la misma
base. He empleado los mejores años de mi vida en estimular su cultura intelectual, en
fortalecer su voluntad y encender su resistencia contra la arbitrariedad y la tiranía... Su
amistad, su ligazón interior, su confianza ilimitada son para mí la más hermosa recompensa
y serán siempre un recuerdo luminoso, especialmente hoy, cuando ha llegado el otoño de mi
vida y se ciernen sobre mí las sombras de la noche».

Su testimonio resulta particularmente significativo por sintetizar una visión teórica, basada
en sólidos y extensos conocimientos históricos y filosóficos-sociales, con una prolongada
asiduidad y un largo trato personal: «Si quisiera reunir brevemente mis experiencias
personales con personas de origen judío, sólo podría decir que no he encontrado en ellas
ninguna cualidad que no se encontrase también en los descendientes de otros pueblos. La
burda afirmación de que el judío representa una posición singular entre todos los demás
pueblos, no es más que yerma habladuría, que no tiene por base ninguna experiencia
auténtica, sino sólo el prejuicio ciego. Los representantes de esas chistosas nociones no
comprenden el testimonio lamentable de pobreza que con ello ofrecen. Si fuese realmente
verdad que una minoría insignificante es responsable de todos los males del mundo,
entonces la gran mayoría de la raza humana no merecería mejor destino. Débiles de espíritu
que se persuaden seriamente de que son las víctimas indefensas de un pequeño grupo
humano disperso por el mundo, sólo demuestran su propia incapacidad y su minoría de edad
intelectual». Ya en 1903, en ocasión del proceso de Kischerev, organizó Rocker un gran mitin
de protesta en Hyde Park, y su lucha contra el antisemitismo, que alcanzó lógicamente su
clímax con el genocidio perpetrado por los nazis, se prolongó hasta el fin de sus días.

Particular importancia, desde el punto de vista obrero y sindical, adquirió la lucha promovida
luego por Rocker contra el llamado «sweating system», por el cual se establecía una cadena
de explotación, donde los grandes comerciantes obligaban a los pequeños empresarios a una
cruel competencia mutua, mientras éstos explotaban a sus obreros, los cuales, a su vez,
acicateaban a los auxiliares (generalmente inmigrantes recién llegados).

En 1906 el movimiento obrero libertario judío inauguró su club en un edificio propio de


Jubilee Street, gracias, en gran parte, al esfuerzo de Rocker. Al año siguiente acudió Rocker,
en representación del movimiento judío, al Congreso de Amsterdam, donde quedó fundada,
con intervención de delegados de casi todos los países, la Internacional anarquista.
Hallándose en 1909 en París, donde había sido invitado para dictar un cursillo de
conferencias sobre temas artístico-literarios, participó en un mitin de protesta por el
monstruoso proceso al que la reacción monárquico-clerical había sometido a Francisco
Ferrer, el fundador de la Escuela Moderna. Fue por eso expulsado de Francia. Aún en
Inglaterra arreció por entonces la campaña anti-anarquista, con ocasión del caso de
Houndsditch, en que tres letones, a quienes se vinculó con el anarquismo, mataron durante
un asalto a varios policías. Inclusive algunos periódicos socialistas, como el “Justice”,
llegaron en 1911 a acusar a Emma Goldman de espía del zarismo.

En 1912 estalló en Londres una gran huelga de la industria del vestido, que, según palabras
del mismo Rocker, «se convirtió rápidamente en una de las luchas más enconadas por
mejores salarios». Iniciada en la parte occidental por obreros ingleses y de diferentes
nacionalidades, tuvo pronto, gracias a la decidida acción de Rocker, el apoyo de los miles de
trabajadores judíos de la parte oriental, que se plegaron a ella. La pelea no careció de
altibajos y de dramáticas vicisitudes; duró varias semanas, pero al fin concluyó con una
completa victoria de los obreros. «La gran huelga de 1912 no sólo dio a los trabajadores
judíos grandes beneficios materiales, sino que creó por primera vez las verdaderas
condiciones para un trabajo ordenado; pero al mismo tiempo, la intervención viril y decidida
de los obreros judíos en esa lucha difícil les atrajo el respeto de sus colegas ingleses, respeto
que no podría ser ya conmovido por nada».

Cuando hacia esa misma época, Malatesta fue condenado por haber querido desenmascarar
a un espía de la policía italiana, Rocker organizó un Malatesta Defense Comitee, cuya
decidida acción (que incluyó la organización de dos grandes manifestaciones), logró que el
gobierno inglés no desterrara, como se temía, al luchador libertario. En el año 1914
emprendió Rocker su primer viaje a Canadá y Estados Unidos. Invitado por los compañeros
de Montreal para realizar una gira de propaganda, recorrió el vasto territorio
norteamericano, celebró reuniones y dio conferencias en Montreal, en Ottawa, en Toronto,
en Winnipeg, en Chicago, en London (Ontario), en Hamilton, y en Quebec, no sin hacer una
visita a las cataratas del Niágara y otra a Waldheim, el cementerio alemán donde reposan los
restos de los mártires de Chicago. Las charlas y conferencias obtuvieron gran éxito y durante
el viaje tuvo la alegría de reencontrar a muchos viejos amigos y compañeros de Londres y de
otros lugares. El día 3 de junio, en las últimas horas de la tarde, se hallaba de regreso en
Liverpool.

Al estallar la Primera Guerra Mundial, Rocker fue detenido en Londres como alemán y
súbdito de una potencia enemiga. La libre Inglaterra vivía en aquellos días una histeria anti-
germánica, que condujo, entre otras cosas, a la internación de millares de pacíficos
ciudadanos alemanes en grandes campos de concentración. Lo que más le dolió a Rocker no
fue, sin embargo, el hecho mismo de la privación de su libertad, sino la tremenda defección
del movimiento obrero y socialista en todos los países beligerantes frente al problema de la
guerra. «Los movimientos socialistas y obreros de Europa habían abdicado y se habían
entregado dócilmente a los respectivos amos nacionales. Apenas un diputado
socialdemócrata, Karl Liebknecht, intentó salvar el honor. Había terminado un capítulo de la
historia del socialismo y Rocker vio claramente entonces ya que el nacionalismo era
incompatible con la paz, con la solidaridad humana, con el socialismo, con la cultura que son
fruto de la libertad y solamente pueden prosperar en ella», comenta Diego Abad de Santillán.
De más está decir que Rocker no se dejó abatir por la prisión, y que desarrolló en ella una
labor más educativa que propagandística, a través de docenas de conferencias, pero, sobre
todo, a través del ejemplo cotidiano.

En marzo de 1918, próximo ya el fin de la guerra, fue liberado y enviado a Holanda, desde
donde debía pasar a Alemania. Pero el agonizante Imperio no olvidaba: le negó la entrada so
pretexto de que, al permanecer más de diez años fuera del país, sin inscribirse en ningún
consulado alemán, había perdido la ciudadanía. Se vio obligado a volver a Holanda. En
Tilversum fue huésped del viejo militante Domela Nieuwenhuis, que «había previsto la guerra
hacía mucho tiempo y predicho también en el Congreso de la Segunda Internacional en
Bruselas (1891), que la paz armada y la loca competencia armamentista de los Estados
tenían que conducir ineludiblemente a una catástrofe espantosa de incalculable alcance, si el
proletariado de todos los países no reconocía a tiempo el peligro y no se preparaba para una
acción en contra de esas amenazas».

En noviembre de 1918 puede, al fin, ingresar a Alemania, junto con su mujer y su hijo.
Kater, el presidente de la Freie Vereinigung deutscher Gewerkschaften, lo hospeda en Berlín.
Con un entusiasmo que las tristes condiciones de post-guerra y las poco alentadoras
perspectivas del movimiento obrero no consiguen entibiar, se lanza otra vez a la tarea de
organizar un movimiento sindical revolucionario y libertario. En medio de las luchas que
sostenían entre sí las diversas facciones del movimiento socialista y poco antes de la
insurrección espartaquista «cuya sangrienta represión suscitó en el país una impresión
terrible», asiste Rocker al duodécimo congreso de la Freie Vereinigung (diciembre de 1919).

Sus ideas, nada demagógicas, acerca de la responsabilidad de los pueblos en el surgimiento


de la tiranía y en el estallido de la guerra alcanzan gran resonancia en aquellos días. «Era la
hora -dice Santillán- en que Alemania, cansada de la guerra, clamaba en todos los tonos:
Nieder die Waffen! (¡Abajo las armas!). Rocker habló ante los obreros de la industria de los
armamentos de la responsabilidad del proletariado, de la labor consciente, de la no
cooperación en fines antisociales. Sí, ¡abajo las armas! Pero ¡abajo también los martillos que
las forjan! No habrá más armas mortíferas cuando los sabios, los técnicos y los trabajadores
se nieguen a fabricarlas».

El sindicalismo revolucionario, de inspiración anarquista, logró por entonces, y en buena


parte gracias a la incansable labor de Rocker, su mayor florecimiento en Alemania. En
algunas regiones industriales, como en Francfurt, llegó inclusive a constituirse en la corriente
obrera mayoritaria.

Su simpatía por la República bávara de los Consejos y, sobre todo, por algunos de sus
protagonistas, como Landauer, Mühsam y Toller (asesinado el primero, condenados a quince
y cinco años de prisión, respectivamente, los otros dos) corre pareja por entonces con el
repudio y la creciente indignación que provocan en él los gobernantes socialistas plegados al
militarismo, como Noske. Fue durante «la era nefasta» de este socialista «patriota», «que
mostró a todos los gobiernos posteriores de la República alemana el camino para eludir la
Constitución y sofocar todos los derechos legales, cuando el Estado se hallaba
presuntamente en peligro», que Rocker fue detenido y puesto en la Schutzhaft (febrero de
1920). La acusación era simplemente la de ser «el propagandista principal del movimiento
sindicalista en Alemania». Durante seis semanas permaneció preso junto con su amigo
Kater. Por aquel entonces comenzó a exponer en artículos (publicados, sobre todo, en "Der
Syndikalist" y otros órganos del movimiento obrero) y en charlas y conferencias (algunas de
ellas inclusive en la Universidad de Berlín) sus ideas acerca del nacionalismo como enemigo
de la cultura, elaborando así, desde entonces, el contenido de su gran obra “Nacionalismo y
cultura”.

Al mismo tiempo que el fallido putsch de Kapp y los avances del nacionalismo militarista lo
confirman cada vez más en su convicción de que la socialdemocracia alemana no es sino un
gigante con pies de barro, las noticias que llegan a Berlín desde Rusia corroboran cara vez
más su temprano juicio acerca del rumbo autoritario y, en definitiva, anti-socialista, que
toma la revolución bolchevique. Los testimonios de Archinoff, de Emma Goldman, de
Alejandro Berkman, ilustran con la elocuencia de los hechos vividos su pesimismo a este
respecto.

Para contrarrestar los esfuerzos bolcheviques de crear una Internacional obrera que
respondiera exclusivamente a los designios e intereses del Estado soviético, Rocker y un
grupo de militantes convocaron a todas las federaciones nacionales sindicalistas a un
Congreso Internacional. Este Congreso, que contó con representantes de Argentina, Chile,
Alemania, Holanda, México, Portugal, Francia, Suecia y España, entre otros países, sesionó
en Berlín desde el 25 de diciembre de 1922 hasta el 2 de enero de 1923. De allí surgió la
Asociación Internacional de Trabajadores. El secretariado internacional de la misma, elegido
en el propio Congreso, estaba formado por Rudolf Rocker, Agustín Souchy y Alejandro
Schapiro. La AIT pretendía constituir una organización natural de las masas, que, según el
concepto bakuniniano, «es una asociación que surge de las diversas determinaciones de su
vida real cotidiana, de las distintas modalidades de su trabajo», o, en otras palabras, «la
organización por corporaciones de oficio y secciones profesionales». Contra esta idea o, por
mejor decir, contra este ideal del sindicalismo, dirigieron todas sus energías los agentes del
Komintern.

Pero, además de su labor sindical, desplegó Rocker durante la década del 20, una vasta
actividad literaria y estableció múltiples contactos con refugiados y visitantes anarquistas de
todos los países. Algunos de los trabajos, destinados principalmente a combatir la idea
marxista-leninista de la dictadura del proletariado, fueron recopilados y publicados en edición
española con el título de “Ideología y táctica del proletariado moderno” (Barcelona, 1926).
Pero, según recuerda Santillán, escribió también en esta época «ensayos literarios como “Los
seis”, sobre seis caracteres centrales de la literatura mundial, Don Quijote, Hamlet, Don
Juan, etc.; examinó la llamada racionalización de la industria y sus consecuencias; divulgó
conocimientos sobre el socialismo constructivo, la corriente de pensamiento anterior al
marxismo, calificada despectivamente como socialismo utópico, y los presentó en su esencia
verdaderamente socialista; resumió una posición ponderada contra el revolucionarismo
palingenésico y palabrero en el trabajo “La lucha por el pan cotidiano”».

Tal actividad literaria, favorecida paradójicamente a comienzos de la década del 30 por el


auge de la reacción nacionalista y por lo que podría denominarse el clima pre-nazi, culminó
en la gran obra de filosofía política, “Nacionalismo y cultura”, obra que Albert Einstein calificó
de «extraordinariamente instructiva» y Thomas Mann de libro «hondo y altamente
espiritual». Esta obra recién pudo ver la luz en alemán en 1949, aunque antes había sido
publicada en castellano (1935-1937; 1940; 1946) y también en inglés, en holandés, en
sueco, en yidish, etc.

Entre los deportados rusos, por cuya suerte tuvo que preocuparse Rocker, estuvieron V. M.
Volin (autor de "La revolución desconocida") y otros siete anarquistas llegados al puerto de
Stettin en 1922; Maximoff (autor de “La guillotina en acción - Veinte años de terror en
Rusia”), Yartschuk, Mratschny, el célebre guerrillero ucraniano Néstor Machno, Mollie
Steiner, Senia Flechin, etc. Entre los huéspedes españoles con quienes trató Rocker por
entonces en Berlín se contaban Diego Abad de Santillán, quien sería después su traductor al
castellano y el gran divulgador de su obra en España; Buenaventura Durruti y Francisco
Ascaso, que tanto habían de destacarse durante la guerra civil española por su actuación al
frente de las brigadas anarquistas; Ángel Pestaña, que enviado por la CNT, había viajado a
Rusia, de donde retornaba profundamente desilusionado. Sofía Kropotkin, que llegó a Berlín
a comienzos de 1922, le refirió muchos detalles de los últimos días de su compañero, Pedro,
fallecido un año antes. Igualmente de Moscú llegaron dos jóvenes anarquistas italianos, Ugo
Fedeli (Treni) y Francesco Ghezzi: Rocker debió luchar duramente junto con sus compañeros
para impedir que el gobierno alemán los entregara a Italia, que los reclamaba por un
presunto delito político.

También recibió Rocker la visita de Armando Borghi, el secretario de la Unione Sindacale


Italiana (autor después de una larga serie de obras, como “Mussolini in camicia”, “L'Italia tra
due Crispi”, “Mischia sociale”, “Enrico Malatesta in 60 anni di lotte anarchiche”, etc.).

En junio de 1929 viajó Rocker a Estocolmo, como representante de la A.I.T. en el congreso


anual de la organización sueca Sveriges Arbetaren Centralorganisation. Después de la
celebración del Congreso, pronunció una serie de conferencias tanto en Estocolmo y
localidades vecinas como en ciudades del interior del país. En junio de 1931 la CNT española
convocó a un Congreso Nacional en Madrid, al cual había de seguir, de acuerdo con el
secretariado de la AIT, el cuarto Congreso de esta central obrera internacional. A fines de
mayo, Rocker se trasladó a Madrid representando, junto con Agustín Souchy, al secretariado
internacional. En agosto de aquel mismo año hizo también un breve viaje a Holanda, para
asistir a la inauguración del monumento erigido a Domela Nieuwenhuis en Amsterdam (29 de
agosto).

Mientras tanto, Alemania recorría a pasos acelerados el camino hacia el Tercer Reich. Ya el
gobierno de Brüning y del partido católico era en realidad, según expresión del propio
Rocker, «una dictadura con hoja de parra, que desembarazó el camino para la dictadura de
la cruz gamada». La socialdemocracia, con su vieja historia de claudicaciones, marchaba a
remolque del partido católico, y sus representantes «se veían forzados a aprobar todas las
medidas del gobierno del Reich, por antipopulares y reaccionarias que fuesen». Brüning, sin
embargo, que se burló de sus aliados socialdemócratas, acabó burlado por el círculo de
Hindenburg, que lo obligó a retirarse, para colocar en su sitio a von Papen. Este, por su
parte, estaba destinado a abrir directamente las puertas a Hitler. Cuando Hindenburg recibió,
al fin, la dimisión de Scheleicher, Hitler fue nombrado canciller, y von Papen ocupó la vice-
cancillería. Poco después, el nuevo canciller y su partido nacional-socialista, lograron una
convocatoria a elecciones generales, para marzo de 1933.

He aquí cómo, según palabras del propio Rocker, se prepararon los nazis para aquellos
comicios: «Primero era necesario aprovechar el tiempo antes de las elecciones con todos los
medios a su disposición y fortalecer las posiciones conquistadas. Hitler había entregado a
Goering, el nuevo ministro del Reich, toda la policía prusiana, y este morfinómano, dominado
por instintos sádicos, fue elegido como por el destino para su papel. La famosa ordenanza
policial con que Goering inició su actividad en el cargo suscitó un ligero espanto, incluso en
aquellos círculos a los que no se podía ciertamente acusar de marxismo. Goering exigió a sus
funcionarios que hiciesen uso de las armas despiadadamente y prometió apoyar a todo el
que en este concepto cumpliese con su deber, mientras que a todos los que quisieran
conservar todavía un poco de humanidad, los amenazaba con el castigo más severo y la
inmediata exoneración. Toda la ordenanza era una abierta excitación al asesinato, que
testimoniaba la brutalidad sanguinaria de este incendiario rabioso, al que se había confiado
la seguridad del país. Hay que imaginarse cómo tenían que resultar esas y otras
excrecencias semejantes de una mente perturbada, en tiempos de la mayor tensión psíquica.
En realidad, las elecciones de marzo de 1933 se efectuaron poco después del incendio del
Reichstag, época del peor terror, calculado para el aplastamiento más brutal del adversario,
y fue como un escarnio cuando Hindenburg, ante una demanda del partido católico del
centro, aseguró que «el gobierno se preocupaba de que la libertad electoral fuese protegida
de todas maneras». Mientras millares de personas fueron arrestadas en todo el Reich y la
soldadesca parda de Hitler se dedicaba en todas partes a las violencias más indignantes,
ejecutando cada noche nuevos asesinatos, demoliendo casas del pueblo y locales sindicales,
penetrando en los domicilios de adversarios para «liquidarlos», el gobierno reprimía la más
ligera protesta contra esas iniquidades, puso la radio exclusivamente al servicio de los
reaccionarios y consintió con la mayor tranquilidad que se lanzase todo un diluvio de
calumnias repulsivas contra los adversarios, sin que éstos tuvieran la menor ocasión de
defenderse».

En realidad, fue el incendio del Reichstag, obra de un cerebro enfermo pero cónsono con la
enfermedad de su época, el que dio el poder a los nazis. «Todo mal acaba por dar impulso
en última instancia a un mal mayor: todo crimen a un crimen más grande -anota Rocker-. El
incendio del Reichstag proporcionó a los nazis el poder sobre Alemania; pero condujo con
lógica inflexible a un incendio mayor, que dejó en ruinas y en escombros a media
humanidad». Era evidente que hombres como Rocker no solamente no tenían ya en
Alemania ningún campo de acción, sino que desde entonces corrían grave peligro de ser
arrestados, torturados y asesinados. Eric Mühsam, crítico y poeta anarquista, su gran amigo,
fue detenido y enviado a un campo de concentración por haber demorado unas horas su
partida.

Aconsejado por compañeros y allegados, Rocker emprende la huida y llega a cruzar la


frontera suiza en el último tren no controlado por los guardias nazis. Después de pasar unos
días en Basilea y en Zurich (donde se encuentra con el viejo pensador socialista
Brupbacher), es huésped de Emma Goldman en Saint Tropez durante algunas semanas.
Entra ilegalmente a Francia y al llegar a París, se esfuerza, a través de una serie de charlas y
de contactos personales, por alertar a los compañeros del movimiento libertario y a las
fuerzas socialistas y democráticas en general del grave peligro que para Europa y para el
mundo entero supone la toma del poder por parte de los nazis en Alemania. Con excepción
del economista holandés Cornelissen, son pocos, sin embargo, los que llegan a comprender
entonces la gravedad de la situación. De Francia pasa Rocker sin dificultad a Inglaterra. En
Londres lo reciben con alegría y afecto los parientes de su mujer Milly, y una multitud de
viejos amigos judíos, ingleses, y de otras nacionalidades. Después de permanecer allí
algunos meses (y no sin antes haber realizado otro viaje a París para asistir a una
conferencia de la AIT), se embarca el 27 de agosto en Southampton, rumbo a Nueva York,
adonde llega el 2 de septiembre de 1933.

A los sesenta años, está aún lejos de renunciar a su actividad intelectual y a su militancia
libertaria. Emprende una nueva gira de conferencias por Estados Unidos y Canadá. Reanuda
viejos contactos, polemiza cuando es necesario con los bolcheviques, realiza un esfuerzo
gigantesco por dar a conocer al público americano y en especial a los intelectuales liberales,
que tienen una visión distorsionada e ingenua de la situación política europea, el aluvión de
barbarie que el nacionalsocialismo triunfante amenaza con descargar sobre el mundo entero.
La campaña de apoyo a las fuerzas antifascistas que luchan en la Guerra Civil Española
contra la conspiración militar-clerical encabezada por Franco, llena largos meses de su nueva
vida en América.

Por otra parte, ya en Towanda, ya en Nueva York, ya en Mohigan Colony, ya, finalmente, en
California, no ceja en su prolífica labor literaria. Además de revisar su gran obra
“Nacionalismo y cultura” (para la edición inglesa), escribe diversos libros, artículos y folletos,
sobre la guerra civil española ("The Tragedy of Spain", 1937; "The Truth About Spain",
1936); sobre problemas del socialismo y del anarquismo ("Anarcho-Syndicalism", 1938; "La
influencia de las ideas absolutistas en el socialismo", 1945, etc.) y sobre historia de las ideas
libertarias ("Fermín Salvochea", 1945; "Pedro José Proudhon", 1935; "Michael Bakunin and
his Time", 1946; "Pioneers of American Freedom", 1949; "Der Leidensweg von Zensl
Mühsam", 1949; "Max Nettlau - El Herodoto de la Anarquía", 1950, etc.). También compone
una extensa y jugosa autobiografía en tres tomos (“La juventud de un rebelde”, 1947; “En la
Borrasca”, 1949; “Revolución y regresión”, 1952).

Muere en Nueva York, el 10 de septiembre de 1958.

El medio y la época en que Rocker vivió lo llevaron a plantearse, como problema central del
socialismo, las relaciones entre éste y las concepciones absolutistas del Estado.

Formado en los años culminantes del imperialismo alemán, presenció desde su primera
militancia en la socialdemocracia, el espíritu autoritario, la burocracia creciente y la paulatina
claudicación de los ideales internacionalistas que reinaban en sus filas y que culminaron en el
apoyo mayoritario y masivo a la política belicista del Kaiser en 1914. La gran esperanza
puesta por el movimiento obrero mundial en la Revolución Rusa se frustró pronto con Stalin
y ya, para Rocker y la mayoría de los anarquistas, con Lenin. La revolución proletaria daba
lugar a una estructura política precursora, en la práctica, de las concepciones fascistas y
nacionalsocialistas del Estado. Por otra parte, le tocó a Rocker vivir el ascenso tan
vertiginoso como absurdo del nazismo y la inoperancia (para otros inexplicable) del colosal
partido socialdemócrata ante la brutalidad insolente de Hitler y su camarilla.

Para Rocker, el socialismo no es (no debe ser) sino el complemento y la continuación natural
en lo socio-económico de lo que es el liberalismo en lo político-cultural. Oponiéndose
frontalmente a la interpretación marxista, que vincula el liberalismo con la libre empresa y
con la Escuela manchesteriana, considera, por el contrario, que el capitalismo no es sino la
concreción económica del espíritu absolutista, al cual el liberalismo se opone. Si éste llega a
ser, pues, enteramente autoconsecuente, no podrá dejar de ser anticapitalista y, por tanto,
socialista.

Sin embargo, la mayoría de los socialistas no han comprendido esto así y en su lucha contra
la tiranía del capital han sucumbido a la tentación de oponerle una nueva forma de tiranía,
esto es, de absolutismo. A este hecho debe atribuirse, para Rocker, el fracaso de las
tentativas por edificar una sociedad verdaderamente socialista: el absolutismo (hoy diríamos
mejor: el totalitarismo) puede producir un capitalismo de Estado, que abolirá la propiedad
privada sin dejar por eso de hallarse en las antípodas del socialismo. «El socialismo moderno
no es, en el fondo, sino la continuación natural de las grandes corrientes liberales de los
siglos XVII y XVIII. Fue el liberalismo el que asestó el primer golpe mortal al sistema
absolutista de los príncipes, abriendo, al mismo tiempo, nuevos cauces para la vida social.
Sus representantes intelectuales, que vieron en la máxima libertad personal la palanca de
toda reforma cultural, reduciendo la actividad del Estado a los más estrechos límites,
abrieron perspectivas completamente nuevas en cuanto al desarrollo futurode la humanidad,
desarrollo que, forzosamente, hubiera llevado a la superación de toda tendencia absolutista,
así como a una organización nacional en la administración de los bienes sociales, si sus
concepciones sobre la economía hubieran avanzado al mismo paso que su conocimiento de lo
político y social. Mas, desgraciadamente, éste no fue el caso».

Hubo, ciertamente -añade Rocker-, hombres, como Godwin, Owen, Thompson, Proudhon, Pi
y Margall, Pisacane, Bakunin, Guillaume, De Paepe, Reclus, Kropotkin, Malatesta y otros, que
tendieron el socialismo como la conclusión económica de las premisas políticas del
liberalismo. Para éstos, no se trataba de oponer el socialismo al liberalismo, sino de hacer
que éste llegara a ser «él mismo» por medio de aquél. La mayoría no siguió, sin embargo,
este camino. Reafirmó la antigua fe en la omnipotencia del Estado y sus ideólogos tomaron
prestadas muchas veces sus armas «del arsenal del absolutismo, sin que este fenómeno
haya sido ni tan sólo advertido por la mayoría de ellos».

En ciertos casos, la vertiente ideológica por la cual las concepciones absolutistas llegaban al
socialismo, era la filosofía de Hegel, con su concepción del Estado. El ejemplo más típico de
esta «estatolatría» la constituye el fundador de la socialdemocracia alemana, el duelista
aristocratizante Lasalle, que aspiraba a ser «el rey de los obreros». En otros casos, fue el
jacobinismo, con su centralismo sanguinario. Babeuf y Blanqui, por ejemplo, no podían
concebir el tránsito al socialismo sino bajo la forma de una dictadura de la élite
revolucionaria. Otros socialistas, en fin cayeron en ilusiones más burdas y acabaron creyendo
en una teocracia social o concibieron la esperanza de un líder providencial (una especie de
«Napoleón socialista»).

En cuanto a Marx, su teoría de la dictadura del proletariado deriva de su concepción de la


«misión histórica» de éste, destinado a convertirse en el «sepulturero de la burguesía».
Rocker critica, en primer término, el concepto mismo que Marx tiene de las clases: «La
palabra clase no constituye, en el mejor de los casos, sino un concepto de clasificación
social, concepto que puede no ser válido en determinadas circunstancias, pero ni Marx ni
nadie ha sido capaz, hasta hoy día, de trazar un límite fijo para ese concepto, dándole una
definición exacta. Sucede con las clases lo que con las razas: nunca se sabe dónde termina
una y dónde empieza la otra».

En segundo lugar, constituye, para Rocker, un grave error el atribuir determinadas tareas
históricas a una clase, convirtiéndola así en representante de una ideología. Prescindiendo en
absoluto de la dialéctica y ateniéndose a la más directa experiencia histórica, hace notar
Rocker, que «el mero hecho de que casi todos los grandes vanguardistas de la idea socialista
hayan salido no del proletariado, sino de las llamadas clases dominantes, debería darnos que
pensar». Por otra parte -agrega-, por más que los marxistas insistan en que el fascismo no
es sino un movimiento de la clase media, ello no altera el hecho de que los casi catorce
millones de votos que obtuvo Hitler provinieran en gran parte del proletariado.

Pero Rocker va todavía más al fondo, en su ataque a la teoría de la misión histórica del
proletariado: la base de la misma, que es el determinismo económico, y que supone «la
necesidad interna de un proceso natural, que se desarrolla independientemente de la volición
humana», no pasa, para él, de ser una especulación o una mera creencia. El error
fundamental del materialismo histórico consiste, para Rocker, en equiparar las causas de los
acontecimientos sociales a las de los hechos físicos: «La ciencia se ocupa exclusivamente de
los fenómenos que se operan en el gran cuadro que llamamos naturaleza y están, en
consecuencia, ligados al tiempo y al espacio, siendo accesibles a los cálculos del intelecto
humano, pues el reino de la naturaleza es el mundo de las conexiones internas y de las
necesidades mecánicas, en el que todo suceso se desarrolla de acuerdo con las leyes de
causa y efecto. En ese mundo no hay ninguna casualidad, cualquier arbitrariedad es
inconcebible. Por esta razón cuenta la ciencia sólo con hechos estrictos; un sólo hecho que
contradiga las experiencias hechas hasta aquí, que no se deje integrar en la teoría, puede
convertir en ruinas el edificio más ingenioso... Fue precisamente esa regularidad férrea en la
inmutabilidad eterna del proceso cósmico y físico la que llevó a algunas cabezas ingeniosas la
idea de que los acontecimientos de la vida social humana están sometidos a las mismas
necesidades férreas del proceso natural y que, en consecuencia, se pueden calcular e
interpretar de acuerdo con métodos científicos. La mayor parte de las interpretaciones
históricas se basan en esa noción errónea que sólo pudo anidar en el cerebro de los hombres
porque colocaron en un mismo plano las leyes de la existencia y las finalidades que están en
la base de todo acontecimiento social; en otras palabras, porque confundieron las
necesidades mecánicas del desarrollo natural con las intenciones y los propósitos de los
hombres, que han de valorarse simplemente como resultados de sus pensamientos y de su
voluntad».

Alejándose inclusive del determinismo naturalista de su admirado amigo Kropotkin, aunque


coincidiendo con su no menos estimado Malatesta, agrega con palabras que de algún modo
parecerían traducir influencias del pensamiento neokantiano, tan en boga en los años de la
juventud de Rocker en Alemania: «No negamos que también en la Historia hay relaciones
internas que se pueden atribuir, como en la naturaleza, a causa y efecto; pero se trata, en
los procesos sociales, siempre de una causalidad de fines humanos, y en la naturaleza
siempre de una causalidad de necesidades físicas. Estas últimas se desarrollan sin nuestro
asentimiento; las primeras no son más que manifestaciones de nuestra voluntad. Las
nociones religiosas, los conceptos éticos, las costumbres, los hábitos, las tradiciones; las
concepciones jurídicas, las formaciones políticas, las condiciones previas de la propiedad, las
formas de producción, etc., no son condiciones necesarias de nuestra existencia física, sino,
simplemente, resultados de nuestras finalidades preconcebidas. Pero toda finalidad humana
preestablecida es una cuestión de fe, y ésta escapa al cálculo científico. En el reino de los
hechos físicos creencia, existe sólo la probabilidad: puede ser, pero no es forzoso que
ocurra». Y poco más adelante, añade: «La existencia del planeta Neptuno ha sido calculada
de esa manera antes que el ojo humano lo haya visto. Pero semejante previsión es sólo
posible cuando se trata de acontecimientos de carácter físico. Para el cálculo de motivos y
propósitos humanos no hay ninguna medida exacta, porque no son accesibles de ninguna
manera, al cálculo. Es imposible calcular y predecir el destino de pueblos, razas, naciones y
otras agrupaciones; ni siquiera nos es dado encontrar una explicación completa de todo lo
acontecido. La Historia no es otra cosa que el gran dominio de los propósitos humanos; por
eso toda interpretación histórica es sólo una cuestión de creencia, lo que, en el mejor de los
casos, puede basarse en probabilidades, pero nunca tiene de su parte la seguridad
inconmovible».

Pero, además de estas objeciones epistemológicas, lo que Rocker niega principalmente al


materialismo histórico son sus consecuencias morales: «La creencia en un desarrollo
mecánico de todo acontecer histórico sobre la base de un proceso inevitable, que tiene su
fundamento en la naturaleza de las cosas, es lo que más daño ha hecho al socialismo, pues
destruye todas las premisas éticas, imprescindibles precisamente para la idea socialista. El
absolutismo de la idea conduce, en ciertas circunstancias históricas, a un absolutismo de la
acción. La historia más reciente ilustra ese hecho con los más impresionantes ejemplos»
(20). De hecho, el mecanicismo y el fatalismo histórico que Rocker atribuye a la
interpretación marxista de la sociedad, han tenido un efecto paralizador sobre la génesis y
desarrollo de la idea socialista, aunque Marx (que en esto se diferencia de Lasalle) pensase
que el desarrollo de los hechos económicos conduciría a una superación del Estado.

Rocker cita inclusive las palabras del “Manifiesto Comunista” de Marx, donde éste reconoce
que el gobierno o la fuerza política es la fuerza organizada de una clase para oprimir a otra,
y el párrafo del violento libelo antibakuninista titulado “L'Alliance de la Démocratie socialiste
et l´Associatión internationale des Travailleurs”, donde se repiten las palabras contenidas en
“Les pretendus scissions dans l'Internationale”: «Todos los socialistas entienden por anarquía
esto: una vez alcanzada la meta del movimiento proletario, es decir, la supresión de las
clases, desaparecerá el poder del Estado, que sirve para mantener a la gran mayoría
productora bajo el yugo de una minoría explotadora y las funciones de gobierno se
convertirán en simples funciones administrativas.» Desde este punto de vista, Marx seguía
bajo la influencia de Proudhon, ya que, para él, la meta era la supresión del Estado. Pero su
oposición a Bakunin en el seno de la Internacional se debió a que difería de éste en cuanto a
los medios para lograr tal supresión. Mientras para el revolucionario ruso sólo se podía llegar
a ello suprimiendo el Estado junto con la explotación económica, el alemán pretendía utilizar
al Estado, bajo la forma de dictadura del proletariado, para acabar con el capitalismo y
establecer una sociedad sin clases.

Para Rocker, la historia contemporánea ha decidido ya esta controversia: «El experimento


del bolchevismo en Rusia ha demostrado claramente que por medio de la dictadura se puede
llegar al capitalismo de Estado, pero nunca al socialismo. También una sociedad sin
propiedad privada puede esclavizar a un pueblo. La dictadura puede suprimir una vieja clase,
pero siempre se verá obligada a acudir a una casta gobernante formada por sus propios
partidarios, otorgándoles privilegios que el pueblo no posee. La dictadura como «movimiento
de liberación» es impulsada por lógica de las circunstancias a ser un instrumento de
opresión, sustituyendo cualquier forma antigua de esclavitud por otra nueva. También la
llamada «dictadura del proletariado» no es, en realidad, sino una dictadura sobre el
proletariado, incluso si es imaginada tan sólo como provisional, como período de transición.
Porque «todo gobierno provisional muestra la tendencia a convertirse en permanente», como
predijo Proudhon, con su profunda comprensión de los fenómenos».

Rocker, por otra parte, al atacar la «distinción artificial entre los socialistas titulados utópicos
y el so cialismo científico de los marxistas, diferencia que existe sólo en la imaginación de
estos últimos», cuestiona seriamente la misma originalidad de Marx y Engels. Basándose
especialmente en los trabajos de W. Tcherkesoff ("Pages d'Histoire socialiste; les précurseurs
de l'Internationale"), sostiene que el “Manifiesto comunista”, al que los marxistas consideran
«como una de las primeras obras del socialismo científico», no constituye sino una
traducción libre del "Manifiesto de la democracia", de Víctor Considerant, discípulo de
Fourier, y, por consiguiente, socialista «utópico». Proudhon, a quien Marx no dejó de
denigrar como representante del socialismo «burgués», cuya obra carece de todo valor
científico, fue en realidad, según Rocker, el que lo convirtió al socialismo. El poderoso influjo
que Proudhon ejerció sobre Marx puede advertirse especialmente en “La Sagrada Familia”,
donde éste reconoce a aquél todo cuanto los marxistas han atribuido más tarde a su
maestro: dice, en efecto, que “¿Qué es la propiedad?” constituye el primer análisis científico
de la propiedad privada y que, gracias a este opúsculo, la economía política pudo llegar a ser
una verdadera ciencia. Además -hace notar Rocker, aludiendo al calificativo de «socialista
burgués», que Marx aplicara a Proudhon- también pueden leerse en “La Sagrada Familia”
estas palabras: «Proudhon no solamente escribe en favor de los proletarios, sino que él es
también un proletario, un obrero; su obra es un manifiesto científico del proletariado
francés». La influencia que las ideas proudhonianas ejercieron sobre Marx puede verse, por
ejemplo, en un artículo publicado por éste en el número 63 de «Vorwaerts», donde realiza
una interpretación esencialmente anarquista de la naturaleza del Estado.

En julio de 1870, Marx escribía a Engels que el triunfo de Prusia sobre Francia tendría como
resultado la centralización del poder estatal y, con él, del movimiento obrero, y el triunfo del
marxismo sobre el proudhonismo. Y, en efecto, Marx tenía razón -observa Rocker-, ya que la
victoria alemana sobre Francia señaló un nuevo camino al movimiento obrero europeo: «El
socialismo revolucionario y liberal de los países latinos fue hecho a un lado, dejando el
campo a las teorías estatales y anti-anarquistas del marxismo. La evolución de aquel
socialismo vivificante y creador se vio turbada por el nuevo dogmatismo férreo que pretendía
poseer un pleno conocimiento de la realidad social, cuando era apenas un conjunto de
fraseologías teológicas y de sofismas fatalistas, y resultó ser luego el sepulcro de todo
verdadero pensamiento socialista». En lugar de los grupos revolucionarios de propaganda y
organización económica, donde podían verse las simientes de la sociedad futura y los
órganos adecuados para la socialización de los medios de producción e intercambio, empezó
la época de los partidos socialistas y del parlamentarismo proletario. Más tarde, también en
nombre del marxismo, Lenin atacó el parlamentarismo y la democracia: por medio de una
serie de citas bien arregladas intentó demostrar que los fundadores del socialismo científico
fueron enemigos de la democracia. Pero Lenin -explica Rocker- hizo este descubrimiento
recién cuando en las elecciones de la Asamblea Constituyente (1918) su partido quedaba en
minoría. Ello le permitió disolver la Asamblea. Por una parte, Lenin hacía concesiones a las
tendencias antiestatales de los anarquistas; por otra, se veía obligado a demostrar que su
actitud no era anarquista, sino legítimamente marxista: de ahí que su libro “El Estado y la
Revolución” contenga una serie de contradicciones. Más aún, Lenin debería recordar,
continúa Rocker «que fueron precisamente Marx y Engels quienes trataron de obligar a las
organizaciones de la vieja Internacional a desarrollar una acción parlamentaria, haciéndose,
de este modo, responsables del empantanamiento colectivo del movimiento obrero socialista
en el parlamentarismo burgués». En efecto, en la conferencia de Londres de 1871 se
resolvió, bajo la inspiración directa de Marx y Engels, que cada sección debía organizar un
partido político proletario en oposición a los partidos de las clases dominantes y mantener las
luchas de la clase obrera indisolublemente vinculadas a la actividad política.

Durante el año 1921, en un momento crucial para la Revolución rusa, escribió Rocker una
serie de trabajos reunidos y traducidos en Buenos Aires en 1922 bajo el título de
“Bolcheviquismo y anarquismo”. Mientras anarquistas y sindicalistas, aun sin estar de
acuerdo con todo lo que hacía el gobierno bolchevique, defendieron al principio celosamente
la revolución contra los ataques contrarrevolucionarios, los bolcheviques mismos
respondieron con ciega saña a todos los que, en el campo socialista, no comulgaba
enteramente con sus ideas. Pero -dice Rocker- los tiempos han cambiado: los 21 puntos de
Lenin, el intento de la Tercera Internacional para imponer sus ideas a todo el movimiento
obrero mundial, la guerra abierta que Lenin declaró a los anarquistas en el X Congreso del
Partido Comunista y la persecución desatada contra aquéllos en toda Rusia, «son
acontecimientos de tal importancia que han creado, de una vez por todas, una situación
perfectamente clara y están exigiendo una definida y resuelta actitud. Tomar una actitud en
esta cuestión significa también tomar una actitud frente al Socialismo de Estado».

Muchos viajeros de Occidente (algunos después de una permanencia de pocos días) cantaron
loas al régimen bolchevique en los primeros tiempos. Hoy -dice Rocker- las cosas han
cambiado y son muchos los fervientes partidarios que retornan desilusionados. Y no son las
desastrosas circunstancias económicas, sino el clima de sofocante despotismo que reina en
Rusia lo que los ha llevado a semejante cambio. «La represión brutal de todo pensamiento
libre, la no aceptación de determinadas garantías para el amparo de la libertad personal, por
lo menos dentro de ciertos límites, como ocurre en los Estados capitalistas, el despojo a la
clase trabajadora de todo derecho que le permita emitir su propia opinión, como la libertad
de reunión, la libertad de huelga, etc., el desarrollo de un sistema de espionaje y de policía
peor que en los tiempos del za rismo, la corrupción de los «señores» comisarios y la rutina
sin espíritu de una nueva jerarquía de subalternos que aniquiló hace tiempo ya aquella
iniciativa vital del pueblo, todo esto e infinidad de otras cosas que ya no se pueden ocultar,
como hasta ahora, abrió los ojos que estuvieron antes completamente hipnotizados». La
misma marcha atrás en el terreno económico no obedece a una nueva actitud más moderada
de Lenin, sino a la férrea necesidad del sistema.

Todo ello explica precisamente las persecuciones de que se hace objeto a anarquistas y
anarcosindicalistas. Estos «son los únicos que están en oposición al "camino hacia la
derecha" y, por tanto, hay que limpiarlos del paso, porque así lo exige la razón estatal».
Todas las medidas despóticas del gobierno bolchevique se justificaron en un momento dado
por las circunstancias que atravesaba el naciente Estado socialista, acechado por feroces
enemigos de adentro y afuera. Tal interpretación es comprensible, pero lo malo de ella
consiste en que debilita la capacidad de análisis hasta anularla, de manera que el sujeto
pierde poco a poco y sin advertirlo todo juicio propio y toda comprensión de la realidad. «Por
esta razón se aprobaba todo lo que venía de Rusia y aun cuando no encantaban sus
atrocidades, se las encontraba necesarias para proseguir la Revolución. Y, finalmente, ni
siquiera impresionaron ya a muchos la violación brutal de los más elementales derechos
humanos, ni tampoco les llamó mayormente la atención el hecho de que esa opresión iba
dirigida en contra de revolucionarios honestos, a quienes el socialismo era tan querido, por lo
menos, como a los defensores del Estado bolchevique».

El ejemplo que aducen los defensores del gobierno bolchevique suele ser el de la Revolución
francesa, pero la historia de esta Revolución desvirtúa por completo el pretendido
paralelismo: aun en los momentos de peor peligro para la causa revolucionaria, cuando la
insurrección de la Vendée, cuando la invasión de los ejércitos extranjeros, hubo una entera
libertad de crítica, y hombres tan odiados por Robespierre, como los «izquierdistas» Roux,
Varlet, Dolivier, etc., realizaban su propaganda oral y escrita y no escatimaban ataques al
gobierno. En Rusia los soviets pudieron haber desempeñado el papel que en Francia tuvieron
las «secciones». Pero, en realidad, Lenin y los bolcheviques nunca fueron partidarios de los
soviets, que consideraban como una institución anacrónica. Por eso, no perdieron ocasión de
desvirtuar su funcionamiento, quitándoles todo poder efectivo y sometiéndolos al poder
central. «El haberlo logrado -dice Rocker- es, a nuestro entender, toda la tragedia de la
Revolución Rusa». Rocker detalla el comportamiento del gobierno bolchevique con los
anarquistas: en los momentos difíciles requirieron su ayuda y obtuvieron de ellos la más
heroica colaboración para la defensa de la revolución socialista; cuando se sintieron seguros
en el poder, los encarcelaron, los desterraron o, directamente, los asesinaron. Llamaron
sistemáticamente «contrarrevolucionarios» a quienes se negaban a trocar el socialismo por
el capitalismo de Estado y a renunciar a la libertad creadora del pueblo en aras de una
cuartelaria disciplina de partido. Al legendario guerrillero Machno se lo atacó «como el peor
contrarrevolucionario, cooperador de Denikin y de Wrangel», aunque antes la misma prensa
oficialista «lo presentaba como buen revolucionario y consocio de la República soviética». De
la insurrección anarquista de los marinos de Kronstadt, que representaban la auténtica
vanguardia de la Revolución, la propaganda bolchevique hizo «una conjuración de los
"blancos" preparada con tiempo por los elementos contrarrevolucionarios del extranjero».

La filosofía social de Rocker debe ser entendida a la luz de las circunstancias históricas en
que se desarrolló. Más cerca de Kropotkin que de Bakunin, y más cerca de Malatesta que de
Kropotkin, encuentra una perenne fuente de inspiración en Proudhon y en los pensadores
mutualistas. Toda ella está dirigida a mostrar que no es con y por el Estado que puede
realizarse un auténtico socialismo, sino sin él y aun contra él. La crítica al burocratismo y el
espíritu de estrecha disciplina castrense reinante en el viejo partido socialdemócrata alemán
constituye la primera etapa de esta lucha contra el autoritarismo y el estatismo dentro del
movimiento socialista y proletario. La segunda está dada por la crítica valiente y aguda al
anquilosamiento de la Revolución Rusa, a su capitalismo de Estado, a su centralismo
totalitario y a la negación radical de los «soviets» por parte del Estado «soviético». La
tercera, en fin, la constituye otra vez su crítica a la socialdemocracia alemana en la medida
en que ésta se muestra asombrosamente incapaz de oponer resistencia a la «peste parda»
del nacional-socialismo.

La idea central del socialismo como un desarrollo del liberalismo que llega a sus últimas
consecuencias lógicas e históricas resulta fundamentalmente acertada. Sus reproche a las
reiteradas claudicaciones de los pensadores y militantes socialistas ante el absolutismo no
son ciertamente arbitrarios. No debemos olvidar que el nazismo surgió con el nombre de
«Partido obrero alemán» y que luego no dejó de llamarse nacionalsocialismo. Tampoco
podemos pasar por alto el hecho de que en el llamado «Tercer Mundo» el socialismo se ve
frecuentemente unido a regímenes autoritarios, de partido único, de tendencia fuertemente
estatizante y nacionalista, violadores sistemáticos de todas las libertades públicas y de todos
los derechos humanos. Ni es posible callar las tergiversaciones de la idea socialista en la
mente de los partidarios de regímenes básicamente fascistas, como el peronismo en
Argentina.

Sólo cabría ponerle, pues, a Rocker algunos reparos o formularle algunas objeciones de
detalle. Valgan como ejemplos: A) Es verdad que pensadores como Babeuf, Blanqui y otros
provenían ideológicamente del jacobinismo y estuvieron siempre bajo su influencia. No se
puede negar, sin embargo, que en ellos, de un modo secundario y tal vez no muy coherente,
se habían desarrollado también ciertos elementos libertarios. B) Es verdad que el
mecanicismo y el determinismo económico resultan paralizantes en la lucha revolucionaria,
pero cabe, según lo han mostrado Mondolfo y Fromm, entre otros, una interpretación
diferente del pensamiento de Marx, como un humanismo realista, donde el hombre no deja
de ser verdadero actor de la historia. C) Es verdad que el socialismo debe ubicarse en la
misma línea del liberalismo, como una continuación de éste, en cuanto se opone a la
opresión del individuo por el Estado no menos que a la opresión económica, pero convendría
subrayar el hecho de que cuando se habla de “liberalismo” no solamente desvinculamos este
término de la economía de libre empresa y del capitalismo (cosa que ya hizo un liberal como
Benedetto Croce), sino que entendemos precisamente que la meta económica del liberalismo
es la negación radical del capitalismo, por lo cual el liberalismo se convierte en socialismo
libertario o se niega a sí mismo en lo que tiene de ideológicamente válido y perenne,
llegando a ser, como bien lo demuestran Pinochet y los militares brasileños, instrumento
económico del Estado totalitario y fascista.

Ángel J. Cappelletti

Você também pode gostar