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Introducción a Platón.

El sentido de las palabras

Acercarse a la cultura griega no es fácil y, sobre todo, no es fácil acercarse al


pensamiento griego, si bien ese pensamiento señala un comienzo que aun
se hace presente en nuestro propio pensar. Para achicar la distancia
impuesta por tantos siglos de historia sólo contamos con un medio: la
palabra, es decir, las palabras escritas que desde aquellos tiempos han
llegado hasta nosotros. Esto no suena del todo mal si consideramos que los
griegos pusieron la palabra por encima de todas las cosas: fue la
herramienta fundamental para el desarrollo de su cultura y, quizá, su
producto más elaborado. Gorgias, un famoso sofista del siglo V a.C., dijo
alguna vez:

La palabra es gran dominadora que, con un cuerpo pequeñísimo e


invisible, realiza cosas divinas. Con la palabra se fundan ciudades, se
construyen puertos, se manda el ejército, se gobierna el Estado.

En consecuencia, podríamos pensar (y estaríamos en lo cierto) que los


textos que los griegos nos dejaron están sobrecargados de su cultura y que
el contacto con ellos puede enriquecernos en muchos sentidos. Hay
obstáculos, sin embargo, que nos mantienen a distancia. El primero, el más
obvio, es la lengua. El griego antiguo, como lengua viva, se ha perdido
irremediablemente y ningún esfuerzo erudito alcanzaría a devolvérnoslo en
toda su plenitud. Otro obstáculo, menos aparente, es que aquella palabra
que los griegos privilegiaron fue fundamentalmente la palabra hablada: el
canto del poeta en el banquete o en el certamen, el vaticinio de adivino, el
discurso del orador en la lucha política o frente a los jueces, el consejo del
sabio, la discusión, el diálogo. Y la palabra hablada lleva consigo una
innumerable cantidad de “detalles” concretos (la circunstancia, la condición
del hablante y de sus interlocutores, los gestos) que la diferencian de la
palabra escrita. Para nosotros, por ejemplo, una tragedia es una obra
literaria, un texto. Con el libro en la mano, sólo un esfuerzo de imaginación (y
de información) puede devolvernos en parte el anfiteatro a pleno sol, la
muchedumbre que no para de hablar, la seducción de la flauta dionisíaca, los
rituales movimientos del coro, las extrañas máscaras de los actores. Esto y
mucho más era la tragedia. En cambio, la escritura fue, al menos en un
principio, un ayuda-memoria, un soporte técnico que, aun cuando estuviese
destinada a desarrollarse insospechadamente, constituyó sin duda un
segundo paso en la formación del modo de pensar griego.
Sin embargo, a comienzos del siglo IV aC., cuando podemos empezar a
fechar las primeras obras de Platón, la palabra escrita se ha afianzado y
disputa su lugar a la palabra oral. En este sentido, nuestro filósofo es un caso
raro, pues las palabras escritas que de él nos han llegado (unas treinta
obras) tienen la forma general del diálogo: intentan representar la palabra
hablada. De hecho, cuando nos referimos a las obras de Platón en su
conjunto, decimos “los diálogos”, aunque no todas ellas se sometan
dócilmente a esta caracterización general. Hay largas exposiciones,
apoyadas por la sumisa participación de uno o varios interlocutores,
discursos independientes, entrelazados por una mínima acción, discusiones
apacibles o argumentaciones polémicas y apasionadas; a veces, en un
mismo texto, las formas se mezclan. Sea como fuere, siempre, lo dicho por
Platón está puesto en boca de alguien. Esto es raro pues pareciera que, aun
adhiriendo a la escritura, Platón deseara perpetuar (o renovar) un modo de la
palabra que está perdiendo eficacia, que está comenzando a ser cosa del
pasado, que está entrando en el olvido. La intención resulta evidente si
prestamos atención a los personajes. Encontramos políticos, poetas,
familiares, filósofos, sofistas, algunos muy conocidos, otros no tanto, o nada,
salvo por los mismos diálogos. Todos ellos, en el momento en que los textos
son escritos, o bien han muerto hace muchos años, o bien son colocados en
situaciones que, hayan o no vivido realmente, corresponden al pasado. El
personaje principal, salvo pocas excepciones, la voz más sabia de los
diálogos, aquel que interroga y es interrogado, que responde y pone a
prueba las respuestas, es Sócrates, el maestro de Platón, muerto cuando
éste contaba apenas veintisiete años. Platón nunca aparece en persona, y
cuando se menciona a sí mismo (un par de veces), lo hace para ponerse en
relación con acontecimientos de la vida de Sócrates. Así, Platón parece
conjurar la escritura para hacer resurgir un tiempo en que la palabra hablada
era fuerte y eficaz. Sócrates no escribió una sola línea y quizás despreciara
la escritura. Los diálogos intentan recuperar una época perdida: Platón mira
hacia atrás, y esta mirada es una característica de su pensamiento. Muchas
veces, cuando se refiere a ciertos hombres del pasado (a Homero o
Parménides, por ejemplo), los llama sabios (sophós); en cambio, cuando
nombra su propia actividad (la conversación, la enseñanza, la escritura), la
llama filosofía, “amor a la sabiduría”. Este amor (eros) es un deseo de
buscar, de poseer algo que nos falta, algo que ya no tenemos: la sabiduría
se ha perdido y la filosofía trata de encontrarla.
Retengamos esto: el paso del tiempo, el cambio, y con ellos, la pérdida y el
olvido, son temas que determinan el pensamiento de Platón. También las
palabras cambian y su sentido se pierde. La filosofía, para Platón, intenta
recuperar aquello olvidado y, con ello, el sentido de las palabras.

Pequeña biografía

Platón nació en 427 a.C. en Atenas, la ciudad más importante del mundo
griego. Su infancia y juventud estuvieron señaladas por la guerra entre su
ciudad y Esparta, la llamada Guerra del Peloponeso, que se extendió entre el
431 y el 404 a.C. (no se trata, sin embargo, de una circunstancia excepcional
ya que la mayor parte de las ciudades griegas gastaban su vida peleando
entre sí). Atenas fue derrotada y de allí en más perdió su antigua
independencia. La época de mayor brillo, como resultado del triunfo sobre
los persas (479 a.C.), con Atenas a la cabeza de una enorme confederación
de ciudades, la época del auge democrático y de la construcción de los
soberbios templos, había pasado. El tiempo de Platón es, pues, el de la
decadencia política de su ciudad. Siendo un joven de familia aristocrática,
recibió probablemente la mejor educación en la cultura de su tiempo. Se
cuenta que estudió con Cratilo, un seguidor de Heráclito, pero antes de los
veinte años conoció a Sócrates y pasó a formar parte del círculo de íntimos
de ese hombre extraordinario. A la muerte de Sócrates (399 a.C.), Platón se
trasladó a Mégara, ciudad cercana a Atenas, con algunos “socráticos”. Es
posible que viajara a Egipto, más tarde al sur de Italia y por fin a Sicilia,
donde conoció a Dionisos, tirano de Siracusa, uno de los hombres más
poderosos de aquel momento. Expulsado de Sicilia (quizás por impulsar
cierto proyecto de reforma política), regresó a Atenas en 386 a.C. Allí fundó
la Academia (algo así como la primera universidad de Occidente), ámbito de
estudio, señalado por una mesurada vida en común y la intención, quizás, de
formar filósofos que pudiesen gobernar ciudades. Se dedicó a la enseñanza
y a la escritura durante casi veinte años. Corresponden a este período (entre
los cuarenta y los sesenta de la vida de nuestro filósofo) las consideradas
obras de madures, en las que el pensamiento de Platón ha conseguido ya un
rumbo propio, más allá de la influencia de su querido maestro Sócrates.
Entre ellas, los diálogos más leídos: Fedón, Banquete, Fedro, República.
Dos veces regresó a Sicilia, ya muerto el viejo tirano, a cosechar nuevas
frustraciones. Sus últimos años los pasó en Atenas, dirigiendo la Academia, y
murió cerca de los ochenta (348 a.C.), cuando ya todo Grecia sentía la
presión política y militar de los macedonios, pero no sospechaba aun el
futuro imperio de Alejandro el Grande.
De todas las circunstancias de esta larga vida, quizás ninguna más
importante que la relación de Platón con Sócrates. De todos los
acontecimientos, ninguno tan importante como la muerte de Sócrates,
acusado de no respetar a los dioses y de corromper a la juventud, y
condenado a muerte por los jueces de la ciudad. Platón consideró esa
condena como una injusticia y la desaparición de su maestro como una
pérdida irreparable. No se abandonó, sin embargo, al resentimiento, y eligió
que Sócrates y su tiempo volviesen a vivir en sus diálogos. La obra de
Platón, podemos pensar, intenta remediar de algún modo aquella injusticia y
aquella pérdida. Pero, en ese intento, el pensamiento del filósofo se dilata,
crece, hasta concebirse como una posibilidad de sanar toda injusticia y de
recuperar algo esencial que todo hombre ha perdido. Por eso, Platón es un
pensador político, pues busca la justicia en el individuo y en la sociedad (la
pólis griega, único ámbito en que el individuo, como ciudadano, puede
desarrollarse). Por eso, también, su pensamiento es religioso, ya que
pretende reintegrar al hombre a su verdadera naturaleza, re-ligarlo con ella.
En fin, es un pensamiento marcadamente pedagógico, pues esas metas sólo
pueden lograrse a través de un proceso de formación, de educación
(paideia), que constituye un característico modo de vida. La receta de Platón
será “vivir en la filosofía”, y su modelo fue Sócrates.

Sócrates y la creencia en la inmortalidad del alma

Platón concibió a Sócrates como un arquetipo: el maestro supo llevar “un


género de vida en que se armonizan las palabras con los actos” (Laques).1
La conmoción espiritual que sus palabras producían, el dominio de sí mismo,
la serenidad con la que enfrentó la muerte, llevaron a Platón a sentir
inequívocamente que había algo en Sócrates que no podía morir. Ese algo
inextinguible tenía muy poco de humano, de hombre que nace y muere, y
mucho de divino. Era algo ajeno al tiempo y al cambio, que permanecía
idéntico a sí mismo y que, en Sócrates, había estado siempre presente.
Quizás Sócrates fuese un enviado de los dioses (algunas veces Platón nos
sugiere esta posibilidad), pero quizás todos los hombres tuviesen algo divino.

1
En cursiva, entre paréntesis, indicamos el nombre del diálogo al que pertenece la cita.
Platón llegó así a concebir la existencia de un alma inmortal. No queremos
decir con esto que haya sido el primero ni el único en pensar de ese modo: la
inmortalidad del alma puede presentirse en el culto dionisíaco y resulta obvia
en las doctrinas de las sectas órficas o pitagóricas. Por sus viajes, Platón
conoció bien a los pitagóricos del sur de Italia y quizás tuviese noticias de
las creencias escatológicas de los egipcios. Debemos señalar, sin embargo,
que la creencia en la inmortalidad del alma es extraña a la tradición griega
más antigua: no aparece en Homero ni en Hesíodo y es ajena al
pensamiento de los grandes trágicos del siglo V a.C. En Platón, en cambio,
se vuelve una afirmación fundamental.
El alma del hombre, piensa Platón, es semejante a los dioses y ha
compartido con ellos un ámbito sin tiempo, deleitándose en contemplar la
verdad, única y eterna. Sin embargo, no es tan perfecta como aquellos y ha
venido a caer en este mundo, donde todo cambia y nada es permanente. El
alma inmortal es prisionera de un cuerpo que nace y muere, y se halla sujeta
a los deseos de ese cuerpo, pues ha olvidado su origen divino. Su verdadero
deseo, sin embargo, su más íntima aspiración –aunque no lo sepa-, es
abandonar este mundo en el que se encuentra exiliada, abandonar el
cuerpo, y volver a contemplar el brillo de la verdad en su lugar más propio,
en compañía de los dioses. Pero el alma ya ha visto y posee en sí misma la
huella de la verdad. Lo que ahora se requiere es hacer memoria, sacar del
olvido, recordar. Para ello, el alma debe buscar lo que le es más afín: lo
permanente, único e idéntico a sí mismo, debe apartar su mirada de lo
cambiante, múltiple y diverso, y dirigirla hacia sí misma. La filosofía, para
Platón, nos ofrece esa posibilidad. La filosofía “es el diálogo del alma consigo
misma”.

El rechazo de la sensibilidad

Conocen, pues, los amantes del saber (= filósofos) que cuando la filosofía se
hace cargo de su alma, está sencillamente encadenada y apresada dentro
del cuerpo, y obligada a examinar la realidad a través de éste como a través
de una prisión, y no ella por sí misma, sino dando vueltas en una total
ignorancia [...] Lo que digo es que entonces reconocen los amantes del
saber que, al hacerse cargo la filosofía de su alma, que está en esa
condición, la exhorta suavemente e intenta liberarla, mostrándole que el
examen a través de los ojos está lleno de engaño, y de engaño también el de
los oídos y el de todos los sentidos, persuadiéndola a prescindir de ellos en
cuanto no le sean de uso forzoso, aconsejándole que se concentre consigo
misma y se recoja, y que no confíe en ninguna otra cosa, sino tan sólo en sí
misma, en lo que ella por sí misma capte de lo real como algo que es en sí
(Fedón, 82e-83ab).
La filosofía, se nos dice, intenta liberar el alma de la cárcel del cuerpo y, para
ello, la invita a dejar de lado el testimonio de los sentidos (vista, oído, etc.) y
a que “se concentre y se recoja consigo misma”. Los sentidos nos ofrecen
particularidad y variedad, movimiento y cambio, pero no captan “lo real como
algo que es en sí mismo”. ¿Qué significa esto? Vemos, por ejemplo, un
hombre; vemos otro y decimos (porque así lo vemos) que el primero es
mayor que el segundo (es más alto, digamos). Luego vemos un tercer
hombre y decimos que es mayor que el primero y que, por cierto, ese
primero es menor que el tercero. ¿Cuál es aquí el significado de la palabra
“mayor”, es decir, qué significa lo mayor en sí mismo? Nuestros ojos no
pueden responder la pregunta pues, según ellos, lo que es mayor en un caso
es luego menor en otro. Más aún, si preguntamos por qué es mayor el
tercero y respondemos, por ejemplo, por una cabeza, resultaría que algo es
mayor a causa de algo menor. Para que estas palabras (“mayor”, “menor”)
tengan algún sentido, lo mayor y lo menor deben hacerse presentes en el
pensamiento, no ya relativos a cada caso particular (los hombres de nuestro
ejemplo), sino en sí mismos, permanentes, únicos e idénticos consigo
mismos, sin posible mezcla. De modo similar, cuando afirmamos que algo es
igual a otra cosa (por ejemplo, un retrato a la persona retratada), debe existir
ya en nuestro pensamiento algo igual en sí mismo que nos permita fundar tal
afirmación, un cierto modelo que sirva de base para efectuar comparaciones;
pues por más que forcemos los sentidos, nunca podremos extraer de ellos la
noción de algo absolutamente igual que nos permita, llegado el caso,
establecer grados de semejanza. Pues bien, Platón piensa que en el alma
existen (o mejor, preexisten) cosas tales como lo mayor en sí, lo menor en sí,
lo igual en sí. Son las huellas que la contemplación de la verdad ha dejado
en el alma del hombre. Son las que garantizan que nuestras palabras tengan
sentido y que, en general, la palabra (logos) pueda ser, a veces, el vehículo
de la verdad. Platón las llama “ideas” (aunque muy raras veces las mencione
en plural, utilizando habitualmente el singular idéa o eidos) y de ellas nos
dice que son “lo real”. Tratemos de aclarar un poco todo esto.

Los dos ámbitos de lo real

Refiriéndose a Platón, Aristóteles, su discípulo más brillante, nos dice:


La doctrina de las ideas se les ocurrió a los que la adoptaron por haberse
persuadido de la verdad de los argumento heraclíteos de que todas las
cosas sensibles fluyen siempre, de modo que, si ha de haber ciencia y
comprensión de algo, debe haber otras naturalezas permanentes, aparte de
las sensibles. (Metafísica, XIII 4, 1078b).2

En el apartado anterior planteamos el tema desde la perspectiva del


conocimiento: la filosofía rechaza el testimonio de los sentidos e invita al
alma a buscar la verdad en sí misma. Pero nos encontramos, sin embargo,
con una afirmación acerca de “lo real”, es decir, de lo que efectivamente
existe. En el texto transcripto, la cuestión se repite: Aristóteles no habla de la
sensibilidad ni de los sentidos (como facultad de conocimiento), sino que
habla de cosas sensibles, es decir que la multiplicidad, la diversidad y el
cambio que se manifiestan en nuestras percepciones no son el resultado de
un defecto atribuible a ellas, de un error de los sentidos, sino más bien una
característica de las cosas que se hacen presentes a través de la
sensibilidad. Las cosas sensibles, dice Aristóteles, aquellas que son
captadas por la vista, el oído, el tacto, fluyen siempre. Y fluir es sinónimo de
cambiar, de estar en continuo movimiento. Para Platón, como sabemos, sólo
puede haber conocimiento de lo permanente, de lo que no cambia y, por eso,
según Aristóteles, se vio en la necesidad de postular otras naturalezas
permanentes, separadas de las sensibles, en las cuales se pudiese fundar el

2
Versión de Conrado Eggers Lan (levemente retocada) en Los filósofos presocráticos, 1,
Editorial Gredos, Madrid, 1986, p. 328.
verdadero conocimiento. Estas cosas permanentes, diferentes de las
sensibles, serían las ideas: no se trataría, pues, de entidades meramente
“ideales”, no serían solamente la memoria de la verdad en el alma del
hombre, sino que constituirían lo más real, lo efectivamente existente.
Más allá de que aceptemos o no el esquema propuesto por Aristóteles para
explicar el porqué de las ideas, es verdad, sin duda, que Platón las concibió
como “lo real”. Un texto de República (507bc) nos permitirá presentar en
pocas líneas el pensamiento del filósofo. Sócrates, la voz principal del
diálogo, expone en qué cuestiones debe estar de acuerdo su interlocutor
como presupuestos básicos para el desarrollo de su pensamiento:

En que hay muchas cosas bellas y muchas cosas buenas, y que así las
designamos. Y que, por otro lado, existe lo bello en sí y lo bueno en sí, y de
igual modo, en todas las cosas que determinamos como múltiples,
declaramos que a cada una de ellas corresponde su idea que es única y que
designamos “aquello que es”. Agregamos que las cosas son vistas, pero no
pensadas, y las ideas, por el contrario, pensadas, pero no vistas.

Detengámonos en la primera línea: se refiere a las múltiples cosas que


experimentamos a través de nuestros sentidos y a su relación con el
lenguaje. Se dice que hay, que existen, muchas cosas, por ejemplo: hombres
y mujeres, carros y caballos, templos y dioses. De esas cosas, hay muchas
que distinguimos como bellas (mujeres bellas, templos bellos) y otras que
distinguimos como buenas (hombres buenos, dioses buenos) y, en
consecuencia, así las designamos (como “bellas”, como “buenas”).
“Designar”, aquí, significa distinguir a través del lenguaje, determinar con la
palabra, con el logos. Hay dos aspectos: las muchas cosas existentes y
aquellas multiplicidades que nombramos, que reunimos en cierta unidad
mediante la palabra.
Por otro lado, existen ideas únicas (no múltiples), lo bello en sí, lo bueno en
sí, y cuando designamos (distinguimos, determinamos) cada multiplicidad
(tales cosas bellas, tales buenas), entendemos que hay una correspondencia
entre esa determinación (“bellas”, “buenas”) y aquellas ideas únicas (lo bello,
lo bueno). Estas últimas, las ideas, son así la posibilidad, el fundamento y la
garantía de que podamos distinguir cosas (cada multiplicidad) a través del
lenguaje. Platón llama a la idea “aquello que es”, poniéndola en un nivel de
realidad superior con respecto al de las cosas múltiples.
En la última línea del texto transcripto se establece una correlación
excluyente de las cosas con la vista (la sensibilidad) y de las ideas con el
pensamiento. Esta afirmación (tanto la correlación como la mutua exclusión
de sus términos) es esencial en el pensamiento platónico.
El texto, aunque breve y esquemático, nos permite algunas afirmaciones
generales: Platón distingue dos ámbitos de realidad, que se corresponden
con dos aspectos de la experiencia humana. Un ámbito es accesible a través
de los sentidos (ámbito sensible o visible) y se caracteriza por el movimiento
y el cambio; es el ámbito donde el ser y el no ser se confunden. En su
dominio las cosas son múltiples y variadas, nacen y mueren, como nosotros
mismos. Es el mundo de nuestra experiencia inmediata, al que estamos
sujetos porque tenemos un cuerpo. Nuestros sentidos nos ofrecen un
conocimiento tan imperfecto y mudable como las cosas mismas. Platón llama
“opinión”, doxa, al conocimiento propio de ese ámbito. Por otro lado, existe
otro ámbito que sólo es accesible a través del pensamiento (ámbito pensable
o inteligible) y se caracteriza por su unidad y permanencia; es ajeno al
tiempo y en él brilla la presencia del ser. En este ámbito existen las ideas,
únicas e idénticas a sí mismas, y está dominado por una idea suprema,
superior a las demás en potencia y dignidad, la Idea del Bien mismo. El
verdadero conocimiento, propio de este ámbito, es dispensado al
pensamiento por la Idea del Bien, como también la existencia y la verdad de
las demás ideas. Este último ámbito es “aquello que es”, la realidad eficaz y
jerárquicamente superior, causa de su propio ser y de la realidad imperfecta
y subordinada del ámbito sensible. Las cosas sensibles “participan” de las
ideas inmutables, son en algún sentido como copias impuras, sujetas a los
más y los menos, a los vaivenes del tiempo y la corrupción. Las ideas se
hacen presentes en el ámbito sensible y la palabra, como vimos, puede ser
el vehículo para alcanzar la verdad. Pero para eso, el alma del hombre del
hombre debe dar la espalda al cuerpo y sus deseos –afines a lo visible- y
dirigir su mirada (una mirada ya no sensible, por cierto) hacia la Idea del
Bien. Para ello la filosofía debe llegar en su auxilio.

La filosofía

Para Platón, la filosofía es la posibilidad de un tránsito: dejar el ámbito


sensible y acceder al inteligible. Pero esta posibilidad no está al alcance de
todos, pues la vida del filósofo encuentra su contrario en las aspiraciones
comunes de todos los hombres: el bienestar, el poder, la riqueza, el placer
mantienen al alma prisionera del cuerpo y de los sentidos. Sin embargo, en
el alma inmortal –como en todas las cosas- anida un secreto anhelo de
perfección. Las Ideas son la meta de ese anhelo y ellas mismas buscan su
perfección en la Idea del Bien. Debemos aclarar que la palabra Bien no debe
ser aquí tomada en su sentido habitual para nosotros. El bien (con
minúscula) de una cosa es, para Platón y para cualquier griego de su época,
su excelencia, su perfección, en el sentido del cumplimiento de la función
que le corresponde por su naturaleza. El Bien en sí mismo es la suma de las
perfecciones a la que aspiran como fin último, todas las cosas (sensibles o
inteligibles). Dos cosas semejantes en el ámbito visible aspiran a lo Igual en
sí, el valor del guerrero que no retrocede en su puesto desea el Valor en sí,
la justicia de la ciudad, sujeta a los intereses de los más fuertes, anhela la
Justicia en sí misma. En el alma, ese deseo es el amor (eros): el mediador
entre lo sensible y lo eterno, el reconocimiento de una carencia (una pérdida)
y el motor que nos impulsa a llenarla. El deseo del amor es llegar a
contemplar, a poseer, a recuperar el Bien mismo. Se trata de una
experiencia mística inefable, “como la luz que desprende una llamarada”. La
filosofía intenta recorrer el camino, pero su único medio son las palabras.

[...] lo que constituye el objeto de mis esfuerzos [...] no se puede expresar


con palabras, como otros temas de estudio. Sólo después de mucho
conversar sobre el tema y de toda una vida vivida en común, surge de
repente en el alma, como la luz que desprende una llamarada, y se mantiene
por sí mismo a partir de ese momento (Carta VII, 341c).3

3
Versión de Álvaro Vallejo Campos y Alberto Medina González, citado por W.K. Guthrie, en
Historia de la filosofía griega, Madrid, Gredos, 1990, p. 13.

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