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LA ENCICLOPEDIA BRAILLE

Un relato de Grant Morrison

Ciega en la Ciudad de las Luces, Patricia salía con cuidado del cementerio Pére-Lachaise.
-¿Todo va bien? -repetía Mrs. Beque-. Cuidado ahora aquí, los escalones están un poco
resbaladizos.
Patricia asintió, posando con cuidado su pie en el primer peldaño. A través de la suela de sus
zapatos, podía sentir el borde de un traicionero parche de musgo.
-¿Todo va bien? -insistió Mrs. Beque.
-No habrá ningún problema - repuso Patricia-. De verdad.
Todo a su alrededor, podía sentir el volumen de los sepulcros y las lápidas. Los ecos que
provocaban, el espacio ocupado, las ligeras emanaciones de aire frío que causaban; todo aquello
daba a los monumentos funerarios de Pére-Lachaise un peso y volumen que trascendía la visión. De
la tierra removida y apisonada brotaba una fragancia. La compleja alquimia de la corrupción
liberaba un húmedo perfume que se combinaba con el aroma de las coronas podridas, colgando
como una bruma en torno de las piedras. La lluvia tamborileaba sobre la tela desplegada del
paraguas de Patricia.
-¿Y qué piensas? -dijo Mrs. Beque-. Del monumento de Oscar Wilde, claro. ¿Te ha gustado?
-Encantador -respondió Patricia.
-Claro que los vándalos han hecho un horrible estropicio, pintarrajeando por toda la estatua, pero
aún es de lo más impresionante, ¿no te parece? La voz de Mrs. Beque disminuyó hasta fundirse con
el susurro de la lluvia. Patricia no podía explicarle cuánto le había divertido el pasar las manos
sobre el ángel de piedra de Epstein y descubrir que los testículos de la estatua habían sido cortados
como recuerdo de algún demonio celoso. Mrs. Beque sin duda desaprobaría tan irónica mutilación,
pero Patricia estaba convencida de que Oscar Wilde hubiera encontrado aquello sumamente
divertido. Mrs. Beque, de hecho, parecía desaprobar casi todo y Patricia empezaba a sentirse
terriblemente harta de la presencia de aquella mujer.
-Habrá que volver con esta espantosa lluvia -decía Mrs. Beque.
Cruzando la calle, descubrieron un café y se sentaron en el interior.
-¿Qué quieres, querida? -preguntó Mrs. Beque-. ¿Café?
-Sí -dijo Patricia-. Expreso. Y un croisant. Gracias.
Mrs. Beque hizo el pedido, luego se levantó del asiento y fue a buscar un teléfono. Patricia sacó su
libro del bolso y empezó a leer con las yemas de los dedos. No le resultó cómodo. Cada vez más a
menudo, los libros no hacían sino aumentar su sensación de soledad y falta de afecto. La burlaban y
engañaban con la promesa de un mundo mejor, pero al fin y al cabo no tenían nada que ofrecerle,
excepto palabras vacías y tapas cerradas. Cada vez se sentía más cansada de experimentar vidas de
segunda mano. Ella quería algo que jamás fue capaz de expresar con palabras.
Un camarero trajo cl calé.
-¿Desea algo el señor? -dijo.
Patricia se desentendió del libro. Alguien se había sentado en su mesa, justo enfrente. Un hombre.
-Así está bien--dijo él. Su voz era rica y resonante, de educación clásica. Cada sílaba parecía
engranarse en el aire.
-Espero que no le importe - añadió. Ahora hablaba con Patricia, empleando el inglés-. La vi sentada
sola.
-No. Pero estoy con alguien - dijo Patricia. Tropezaba con las palabras como podía hacerlo con los
muebles de una habitación desconocida-. Está por ahí. Por ahí -gesticuló vagamente.
-No creo que esté con nadie - replicó el hombre-. Me parece que está sola. No está bien que una
chica tan guapa esté sola en París.
-No lo estoy -se limitó a contestar Patricia. Aquel hombre estaba comenzando a turbarla e irritarla.
-Créame -dijo el hombre-. Sé lo que necesita. Está escrito en su rostro. Yo sé lo que necesita.
-¿De qué está hablando? -saltó Patricia-. Usted no me conoce. No sabe nada de mí.
-Puedo leer en usted como en un libro -insistió él-. Estaré aquí mañana, a la misma hora, si quiere
saber algo más de la Enciclopedia Braille.
-¿Cómo dice? -Patricia se sonrojó-. Lo cierto es que yo...
-¿ Pasa algo, querida?
Patricia volvió cl rostro. La voz era de Mrs. Beque. Monedas extranjeras tintineaban en un
monedero barato.
-Sólo este hombre... -comenzó Patricia.
Mrs. Beque se sentó.
-¿Qué hombre? -dijo-. ¿El camarero?
-No. Este hombre. Aquí - Patricia apuntó al otro lado de la mesa.
-Ahí no hay nadie -replicó Mrs. Beque, usando el mismo tono de voz que empleaba con los niños y
los perros-. Bébete tu café. Michel dijo que nos recogería dentro de veinte minutos.
Patricia alzó su taza con dedos torpes. En algún lugar la cafetera borboteaba y tosía. La lluvia caía
sobre el silencio mortal de Pére-Lachaise, sobre las calles y las casas de París, cubriendo toda la
ciudad como un velo, como una cortina ventosa...
Levantó la cabeza.
-¿Qué hora es? -dijo.
En su alcoba, en el hotel alto y angosto del Boulevard St. Germain, Patricia estaba sentada
escuchando el tráfico. Fuera, las ruedas chapoteaban en la lluvia.
La lluvia cayendo en la oscuridad. Lluvia salpicando el balcón. Lluvia goteando, lenta y
melancólicamente, desde la barandilla de hierro forjado. Se sentaba al borde de la cama, en la
oscuridad. Siempre en la oscuridad. No necesitaba luz. ¡El dinero que se ahorraba en facturas de
electricidad! Se sentaba en la oscuridad del atardecer, comía otra onza de chocolate e intentaba leer.
No podía; sus dedos patinaban por los punteados del braille sin encontrar sentido a esos complejos
trazados. Incapaz de concentrarse, dejó a un lado el libro y fue de nuevo hasta la ventana. Pronto
caería la tarde. Fuera, entre la oscuridad y la lluvia, París se arroparía con su manto de luces. Los
estudiantes se reunirían para conversar alrededor de sus cafés negros, los amantes acudirían unos a
los brazos de otros. Ahí fuera, entre la sorda oscuridad y los neones centelleantes, la gente viviría y
dejaría vivir; y allí, en ese cuarto, Patricia se sentaría y Patricia leería.
Tomó asiento con pesadez y, sintiéndose tremendamente infeliz, metió un cassette en su walkman.
Luego se tumbó en la cama, observando con los ojos abiertos su oscuridad privada.
La Mer de Debussy comenzó a sonar: el primer golpe de cuerda y viento conjuró la imagen de una
amplia playa vacía. Arenas blancas, vacías bajo un gran cielo. Olas blancas golpeteando las rocas.
Patricia estaba escribiendo algo en la arena. Líneas trazadas en una gran página vacía de arena. No
podía escribir lo que estaba escribiendo, pero sabía que era importante.
Se relamió los labios secos, sintiendo el gusto del chocolate. ¿Que aspecto tendría el hombre del
café? El hombre de la voz. ¿Cómo sería si pudiera verlo?
Corrió la cremallera de su falda y deslizó la mano entre los muslos. La cama comenzó a crujir
levemente, sincronizada con los gemidos de Patricia, la respiración jadeante...
Yacía sobre seda mojada en una perfumada estancia de flores y vino añejo, y allí estaba él con su
voz y su respiración sobre su cuerpo, su respiración recorriendo los recovecos de su oreja y en su
boca y su piel, y el encajar de músculos al penetrarla...
...las olas de Debussy rompían contra las paredes de su cráneo. Olas blancas de sonido ahogando el
tráfico y la lluvia, convirtiendo la oscuridad en luz incendiaria.
La música iba acabando. El cuarto estaba demasiado caldeado. Una caja sin aire. Patricia se
sofocaba en la oscuridad. Se levantó, inestable, y se enfrentó al frío espejo del ojo. Sabia como
debía verse: una chica gruesa, poco atractiva, jugando consigo misma en la cama de un hotel. -No
hagas esas cosas o te quedarás ciega -dijo serenamente. Se sentía de repente enferma y estúpida. No
encontraría nunca a nadie, nada que hacer o llegar a ser. Todo aquello la atenazó en esa habitación
asfixiante. No importaba dónde, ella se encontraba en esa habitación. Leyendo. Siempre leyendo.
No iba a suceder nada.
La oscuridad la rodeó.
-Sabía que vendrías -dijo el hombre-. Lo sabia.
-No sé cómo -repuso Patricia y se sintió estúpida. Estaba usando todas las expresiones equivocadas.
-Oh, yo sé -dijo él-. Estoy acostumbrado a reconocer algunas inclinaciones -su mano se posó en la
suya, sobresaltándola-. Te aseguro que vamos a ser amigos, Patricia.
-Yo aún no sé tu nombre -dijo ella. Estaba comenzando a asustarse. Se sentía, de alguna forma,
cercada. Su voz estaba estrechándola. Deslizándose suavemente entre sus pechos.
-¿Mi nombre? -sonrió. Ella le oyó hacerlo-. Llámame L'Index, simplemente.
-¿Perdón? -Patricia pensó haber oído mal. Intentó no acobardarse. El miedo era lo que la hacia ser
tan solitaria.
-L'Index -repitió el hombre-. Como un libro. L'Index.
-No puedo llamarte así -Se opuso Patricia.
-Puedes. Debes -alargó la mano, tomando la suya. Era como un cepo suave, cerrándose en torno a
su muñeca. Querida Patricia. Debes. Lo harás. Te enseñaré tantas cosas... -el miedo era casi
incontrolable. Quería salir corriendo. Quería volver. Regresar a esa alcoba, a ese libro, como la
cobarde que era. El hombre le entreabría una puerta. Tras ella aguardaba la oscuridad, es cierto,
pero a Patricia no le era ajena, desde luego, la oscuridad.
-L'Index -dijo.
Cuando Mrs. Beque volvió al café para recoger a Patricia, ésta se había marchado. Uno de los
camareros la había visto salir con alguien, pero no pudo describir al hombre. Nadie pudo hacerlo.
Llegó y se fue: un hombre anónimo en la lluvia. Invisible. Avisaron a la policía. Rastrearon
desganadamente la ciudad, antes de abandonar. Los padres de Patricia organizaron su propia e inútil
búsqueda. Los periódicos mostraron fotos de un chica ciega, bastante rolliza, sonriendo a una
cámara que no podía ver. Sus ojos eran de un azul pálido, su color diluyéndose hasta la oscuridad.
Ojos llenos de lluvia, como charcos en un rostro. Muy pronto los periódicos y el público perdieron
todo interés. La habitación de Patricia permaneció vacía. Un reloj parado. La chica nunca apareció
y el expediente de la policía quedó abierto, como una puerta que no diese a ninguna parte.
El Chateau podría haber parecido una cárcel, de no ser porque parecía renovarse continuamente en
su propia arquitectura. Ninguna puerta llevaba dos veces a una misma estancia, ningún pasillo iba
al mismo sitio, ninguna escalera repetía sus peldaños.
También la variedad de experiencias ofrecidas por el Chateau era de una diversidad tal que la vida
podía parecer tímida y pálida en comparación. Aquí no había pecado que no pudiera ser satisfecho
hasta la saciedad. Aquí la búsqueda de nuevas sensaciones hacia mucho que había llevado a la
práctica atrocidades continuamente más refinadas. Aquí, en suma, no había leyes, ataduras, limites,
juicio.
Y el lema sobre su puerta rezaba simplemente: «El Infierno es más hermoso que el Paraíso.»
Esa era una noche especial. En el cuarto rojo, el cuarto del Signo de los Siete, cuyos muros latían
como un corazón, Patricia yacía en un diván de cojines de seda. Encontró una vena en su muslo e
introdujo lentamente la aguja. Tras el primer fogonazo, su cabeza pareció liberarse y dividirse
como un puzzle. Su sistema nervioso sufrió una serie de impactos deliciosos y la bruma inundó su
cerebro. Se relamió los labios rojos y comenzó a temblar. Las campanillas clavadas en su piel
respondieron a sus estremecimientos. Su cuerpo se convirtió en una pandereta. Lanzó un hondo
suspiro. Hacía calor en el cuarto y el sudor corría por su piel aceitada, goteando desde las lenguas
de los obscenos tatuajes que ahora le adornaban el estómago.
Entre el latido de la habitación, Patricia podía oír babear al chico, seguir babeando. L'Index le había
dejado tocar al chico; dejar correr las uñas por su sedoso cabello, acariciar las plumas de esas alas
rasgadas y rotas que tenía a la espalda, y palpar las cicatrices de su castración.
-¿Qué hace? -preguntó adormilada-. ¿ Por qué babea?
L'Index había vuelto al cuarto. Cerró la puerta, esperando a que el chico acabara.
-Está escupiendo en este vaso - dijo-. Aquí.
Patricia cogió entre sus manos una hermosa copa de cristal. L'Index se arrodilló junto a ella. El
calor irradiaba de su cuerpo y olía levemente a sangre y a sudor perfumado.
-El chico es un ángel -dijo-. Le atrajimos aquí desde el Paraíso, y entonces le mutilamos y le
pervertimos.
Patricia dejó escapar una risilla tonta.
-Nuestro pequeño ángel caído - prosiguió aquel-. Ven aquí, ángel.
El chico arrastró los pies por la habitación, tan lento como un sonámbulo. Sus alas crepitaban como
papel seco.
-¿Qué quieres que haga con esto? -preguntó Patricia, sopesando en su mano el vaso.
-Quiero que te lo bebas -repuso L'Index-. Bebe.
Ella mojó la lengua en la tibia espuma de saliva.
-Tiene el sida, claro -comentó de pasada L'Index-. La pobre criatura ha sido juguete de Dios sabe
cuantas putas viejas y sucios maricones. Como puedes suponer, su saliva es un criadero de
enfermedad -hizo una pausa, sonriendo de forma casi audible-. Sin embargo, insisto en que te lo
bebas.
Patricia escuchó al chico lloriquear mientras le obligaban a ponerse a cuatro patas. Ella hizo girar el
liquido en el vaso.
-Bebe despacio
Escuchó el tintineo y el roce de los arneses de cuero. Se encendió una cerilla. ¿Es que no había
límite a lo que él podía exigirle?
-De acuerdo -Dijo, olisqueando el vaso como un enólogo. No olía a nada-. Vale. Lo haré.
Y bebió lentamente, paladeando aquel sabor soso y insípido de la saliva del chico. Todo, hasta los
posos. Mientras bebía, podía escuchar cómo el chico jadeaba al ser sodomizado. Patricia lamió el
borde del vaso.
-Mentira -Dijo-. Sida. Sé que es mentira.
El chico chilló con la voz de un pájaro. Algo le había hecho L'Index. Patricia aguardó a que éste
soltara los arneses y se sentase a su lado.
-Ahora sé que no me equivocaba al verte, meses atrás -Dijo él. Tiró del anillo que atravesaba su
pezón, atrayéndola hacia si. Automáticamente, ella abrió la boca y dejó que el depositase un sucio
regalo en su boca.
-Sabía que eras digna de admisión.
-¿Admisión? -quiso saber Patricia-. ¿Admisión en qué? -el sonido de su propia voz parecía irse y
volver. Comenzaba a sentirse extraña.
-¿Recuerdas cuando te mencioné la Enciclopedia Braille? -preguntó L'Index.
-Sí -fragmentos de música estallaron en la cabeza de Patricia. Detonaciones corales. Se sentía como
si cayese a través de un inmenso vacío-. La Enciclopedia Braille. Si. ¿Qué es?
-No es una cosa -repuso él-. Una sociedad. Aquí. En tus rodillas. Tócame.
Ella tomó su mano.
-Pero tú nunca me dejas... - comenzó ella, sintiendo crecer su excitación. Sonido sin ruido
recorriéndola como un estéreo panorámico, de oído a oído.
-Ya lo estoy haciendo -dijo él- Has demostrado poseer un extraño apetito por los dulces y podridos
frutos de la corrupción. Estoy casi espantado ante tanta dedicación. Ahora, creo que ha llegado el
momento de que te permita probar el bocado más exquisito -guió su mano hasta su pecho desnudo.
Al pasar los dedos por su piel, Patricia se sobresaltó.
-¿Qué es esto? -palpó levemente con sus yemas las cicatrices, apenas notadas. Volvió a asustarse
cuando comprendió que todo el cuerpo, de pies a cabeza, había sido desfigurado de la misma
manera. Recorrió una hilera de puntos, perdiendo de golpe el aliento.
-Es braille -dijo-. Dios mío, es braille... qué extraña me siento -él le llenó la boca y detuvo su
parloteo. Como una chica obediente, ella chupó y tragó y dejó correr las manos sobre su piel.
-Has bebido esputo de ángel - dijo L'Index. Su voz estaba pletórica de ecos y reverberaciones
ambiguas-. Has bebido del más raro de los narcóticos. Ahora es el momento de que leas en mí.
¡Léeme!
Ella leyó.
Apunte 103 LA DEFORMACIÓN DE ESPÍRITUS INFANTILES.
Apunte 45 EL RECLAMO DE LA DECADENCIA
Apunte 217 EL MILAGRO DE LA FAZ HENDIDA
Apunte 14 LA NOVIA ATROZ
Apunte 191 EL PECADO MILITAR
Apunte 204 LA VIDRIERA ENSANGR...
Patricia retiró la mano, rechazándole horrorizada. L'Index eyaculó en su rostro, salpicando sus ojos
inútiles.
-¿Qué eres? -susurró ella. Pestañeó y lágrimas de esperma corrieron por sus mejillas. En alguna
parte, el ángel caldo lloriqueaba en la oscuridad.
-Hay cientos de nosotros -le explicó L'Index-. Y todos juntos formamos la más amplia colección de
conocimiento impuro jamás reunida. Libros monstruosos, que se creen destruidos, pero que han
perdurado como marcas en nuestra carne. Mediante nosotros, se ha mantenido una impía tradición.
-¿Y qué tiene eso que ver conmigo? -pregunté Patricia.
-Uno de los nuestros murió hace poco -respondió él-. Fue, claro, por causas naturales.
Normalmente iniciamos a un familiar, a menudo un chico. Mi abuelo, por ejemplo, fue L'Index
antes que yo. En este caso, sin embargo, no es posible. Y es parte de mis obligaciones cl encontrar
un sucesor adecuado.
Presa de un miedo extraordinario, Patricia cayó al sudo.
-No tengas miedo, Patricia - dijo L'Index-. No.
Mientras ella yacía allí, el orinó en su cabello. Ella alzó el rostro hacia el chorro cálido, agradecida
ante aquel acto de degradación que podía entender. Eso le ayudaba a saber que aún cuidaba de ella.
-¿Abandonarás tu última pretensión individual? ¿Aceptarás la liberación final, Patricia? ¿Te
atreverás a pisar el umbral de un nuevo mundo?
-Pareces un predicador -dijo ella. La orina humeaba en su cabello. Patricia inspiró hondamente,
inhalando esa fragancia mineral. Poco a poco su pulso se acompasó con cl latido de la estancia.
Pensó en lo que fue y en lo que él le había ayudado a ser.
Contuvo el aliento un instante. Contó hasta diez.
-Si -dijo roncamente-. Sí.
Llegaron solos, llegaron de dos en dos, en grupos: la Enciclopedia Braille. Algunos arribaron en
limusinas negras de ventanas espejadas y sin matriculas. Otros a pie, trastabilleando. Hombres,
mujeres, chicos de ojos vacíos. Llegados de todas partes, recorriendo caminos sólo conocidos por
algunas almas enloquecidas o degradadas. Llegaron y las puertas del Chateau se abrieron para
recibirlos. Pendía en el aire una excitación casi eléctrica. La corriente corría por carne hechizada,
provocando estática en la oscuridad. Chispas azules brincaban en la punta de los dedos mientras la
Enciclopedia Braille se apoderaba del Chateau. Todos eran ciegos, incluso los más jóvenes. Ciegos
y silenciosos, tristes fantasmas, se sumieron en la oscuridad. Y las puertas se cerraron tras ellos. .
Patricia no les oyó llegar, ni escuchó cómo L'Index daba la bienvenida a sus invitados. Se sentaba
en su cuarto, oyendo el batir del oleaje en una playa interior. En armarios próximos había
vibradores, grapas, ungüentos, aparatos de succión, látigos: toda la parafernalia absurda e incitante.
Estaba familiarizada con todos y cada uno de los artículos, y había sufrido o puesto en práctica cada
posible variable de indecencia que el cuerpo podía soportar.
O eso había creído.
Tocó su piel suave. Se había quitado campanillas y anillos, y limpiado el aceite. Su piel ataba tan
limpia como un pergamino sobre el que L'Index quisiera escribir cosas indecibles. La música de
Debussy resonaba entre su confusión.
Eso, después de todo, es lo que somos, pensaba: papel de tiempo. Nuestra piel es hollada y
erosionada por el paso .de los años. Nadie se libra. ¿Por qué no desafiar al tiempo convirtiéndose en
parte de algo eterno? ¿Por qué no abandonar nuestras pretensiones de identidad individual para
convertirnos en una página de un libro que se renueva a si mismo sin fin? Era, tal como había dicho
L'Index, la entrega final.
Quitándose los cascos, bajó la escalera.
L'Index, que estaba aguardándola, le presentó a los miembros de la Enciclopedia Braille. Manos
ciegas palparon su cuerpo desnudo y, hallándole intacto, perdieron cualquier interés. Temblé
cuando, uno tras otro, se aproximaron, examinándola con una estremecedora familiaridad. Dedos
desvergonzados probaron de ella y la penetraron. Los pellizcos sarmentosos de viejos y viejas, las
leves y furtivas caricias de chicos pervertidos. Al acabar aquellos tanteos, Patricia se hallaba al
borde del delirio. La oscuridad estaba llena de fogonazos inarticulados y estallido de fuegos
artificiales, de grotescos colores y formas terriblemente ambiguas.
-No hablan -dijo. Le parecía algo tremendamente importante.
-No -contestó sencillamente L'Index.
Ella les sintió reunirse en torno suyo, notó la presión y el calor de la carne desnuda. Sin ruidos. No
hacían ruido.
-¿Estás lista? -preguntó L'Index, tocándole con amabilidad en la espalda. Ella asintió, se dejó llevar
a una pequeña estancia, en la parte de atrás del Chateau. Muros a prueba de ruidos. Una simple
bombilla sin pantalla, irradiando una luz que no podía ver. L'Index la besó en el cuello, diciéndole
que no se moviera bajo ninguna circunstancia. Ella quería decir algo, pero se hallaba demasiado
atemorizada para hablar. Las palabras se le pegaban al fondo de la garganta. Y entonces se abrió la
puerta.
Alguien a quien no conocía entró en cl cuarto. De repente, Patricia quiso huir. Apagaron la luz y
encendieron velas, llenando la habitación de un aroma enfermizo, dulzón y narcótico.
Patricia escuchó un débil tintineo metálico. Un sonido afilado. El son leve de escalpelos y agujas y
navajas de afeitar.
-¿L'Index? -llamó nerviosamente-. L'Index, ¿estás ahí? Tengo miedo...
No respondió nadie. Se balanceó sobre los talones. El aire era demasiado cálido, el humo de las
velas excesivamente acre. Tragó bocanadas de humo aceitoso y movedizo.
Alguien Se le acercó con respiración resollante, a veces casi maullando.
-¿L'Index? -susurré de nuevo, tan bajo que sólo fue el atisbo de un nombre. En su imaginación, el
ruido y los colores alcanzaron una intensidad que le pareció insoportable.
El primer corte le provocó un orgasmo espontáneo. Su mente Se iluminó como una máquina de
millón. Se balanceó y chilló, pero no cayó mientras los ganchos y las agujas se cebaban bajo su
piel.
Gimoteando, sin tregua, Patricia se vio lacerada y herida. A solas en una playa privada, supo cuál
era la palabra que había estado garabateando en la arena. Y en aquel momento de entendimiento la
ola llegó, borrando cualquier traza de lo que había escrito. Su identidad se borró por fin en el
blanco resplandor de un dolor tan puro y perfecto como sólo podía serlo el éxtasis. La gorda y torpe
Patricia fue al fin tachada de la existencia mediante agujas articuladas.
Volvió en sí para descubrir que aún estaba en pie. Hilillos de sangre le corrían por cl cuerpo,
encharcándose en el suelo. Se palpó el estómago. No se detuvo, aunque las heridas recientes la
molestaban, y recorrió con la punta de los dedos aquellas líneas de braille. Leyó una de las frases y
apenas pudo concebir que una abominación tal pudiera no ya existir, sino ser descrita. Su cuerpo
entero era un registro de atrocidades tan extrañas y refinadas que la mente rechazaba su existencia.
¿Cómo podían dejar que cosas así tuvieran lugar en el mundo? Se sintió mareada y ya no leyó más.
-Sigo viva, sigo viva -era cuanto podía decir. Al fin se desplomó, pero allí estaba L'Index para
sujetarla.
-Bienvenida a la Enciclopedia - dijo, añadiendo así sal a esas heridas que tan exquisitamente le
habían infligido-. Ahora eres el Apunte 207. La Habitación Carnal.
Ella asintió y él la condujo fuera del cuarto, a través de un pasillo desconocido. Se sentía
desfallecer. Tenía que preguntarle algo. Es todo cuanto podía recordar.
-El Chateau -dijo entre balbuceos-. ¿De quién es el Chateau?
-¿Tú qué crees? -replicó L'Index.
La llevó a la sala de baile, donde estaban todos aguardándola. Cientos de personas la esperaban.
Ella había sonreído débilmente, diciendo:
-¿Qué tal? ¿Podría sentarme?
-Estas reuniones tienen lugar muy raramente -le dijo L'Index-. Es muy raro que La Enciclopedia se
reúna toda al completo en un lugar, así que nuestras vidas cobran verdadero significado sólo en
tajes momentos. Puedo jurarte que lo que va a ocurrir sobrepasará todas tus anteriores experiencias
de goce físico. Para ti será la postrer, la más gozosa de las violaciones.
Le hizo sentarse en una pesada silla de madera.
-No sabes cómo te envidio - dijo-. Sólo soy L'Index, ya sabes. Los misterios y las abominaciones de
la carne me están negados.
Le pasó una correa por los brazos, ciñéndola y ajustando la hebilla.
-¿Qué haces? -Dijo ella-. ¿No es esta la Silla del Castigo? ¿No es así? ¿No? -comenzó a asustarse
mientras él aherrojaba sus tobillos a las patas de la silla. La Enciclopedia iba arremolinándose de
nuevo en torno suyo. Sonaban pasos por el pasillo.
-Esta es la Silla de la Sumisión Final --dijo L'Index-. Adiós, amor.
Y le aherrojó la cabeza.
-Oh, no -protestó-. Espera, no...
Le pusieron una mordaza floja y un bocado, astillándole un diente y reduciendo sus palabras a
infantiles sollozos y borboteos.
Los pasos se acercaron y la Enciclopedia le abrió paso. El acero brillante tintineó furtivamente en
una funda de cuero. L'Index, inclinándose, le susurró al oído.
-Recuerda, siempre puedes con- sultarme...
Ella se retorció, forcejeando en la silla, pero ésta estaba fija al suelo mediante pesadas sujecciones.
-Ay, reina -le dijo L'Index-. No te acobardes ahora. Recuerda lo que eras: sola, solitaria y
desdichada. Nunca volverás a estar sola -su aliento olía a pepermint y semen-. Vas a entrar en un
mundo nuevo donde nada, excepto la virtud, falta.
Una funda chasqueó al abrirse. Sacaron una aguja. Campanilleó débilmente, veinte centímetros de
largo.
-¡Únete ahora al mundo de la Enciclopedia Braille! El conocimiento compartido tan sólo por estos
pocos, nunca comunicado al exterior. Conocimiento obtenido exclusivamente mediante el tacto.
Y ella al fin entendió, justo antes de que las agujas perforaran sus tímpanos. Su vientre y vejiga se
aflojaron, y lo último que olió fueron los aromas de su propia inmundicia, antes de que también
destruyeran ese sentido. Por último, le cortaron la lengua y se la entregaron al ángel para que
jugara.
-Vete ahora -dijo sin ser escuchado L'Index. Había tristeza en su voz. Su gran tragedia estaba en
haber sido excluido del Imperio de la Insensibilidad-. Únete a la Enciclopedia.
Liberada de la silla. La Habitación Carnal trastabilleó hasta caer en brazos de sus capítulos
hermanos de la Enciclopedia Braille. Los cuerpos se fundieron. Manos ciegas acariciaron piel
sensible. La abrazaron y lamieron sus heridas a modo de recepción.
Ella estuvo gritando largo tiempo, pero tan sólo una persona podía oírla. Al cabo guardó silencio,
exhausta.
Y entonces comenzó a leer.
Y a leer.
Y a leer.

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