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Gabriela Magallanes.
Hacer un poema y hacer una casa, aunque son cosas distintas, esencialmente
son lo mismo. Cuando te habita el deseo de escribir, los cimientos empiezan a brotar y
esa presencia del verso fluye, te transpira. Habitar y ser habitado, como el círculo
vicioso o virtuoso de la lectura y la escritura, finalmente es lo mismo leer el mundo que
habitarlo, sorprenderse caminando por una calle que delineando un rostro literario.
Habitar es experimentar, vivir y vivir es construir y derrumbar para seguir
construyendo. El género ensayístico como el más libre, narrativo, poético, intruso de
otros géneros a placer, construye y derriba, palabras encadenadas, apiladas como
adobes, construyendo espacio, las palabras se hacen tangibles en la oquedad, en la
parcialidad, en el vacío.
Quiero hacer una casa, quizá una casa tan grande como una ciudad, quizá
necesite del urbanista que me habita, la quiero así:
Circulo que contiene un vacío reducir a un punto ampliar hasta el círculo hueco.
Winter trees.
Algún día habitaré ese living room como un sembradío de bosques. ¿Por qué
los árboles? La idea del bosque, es siempre libertad, sensación fría, demasiado
oxígeno. El bosque esconde a caperucita, pero también entraña al lobo, es la perdición
siempre, hay que tirar migajas para encontrar el camino de regreso. El bosque es el
espacio huidizo, que encierra en su afuera.
Por eso necesito ese lugar, la superficie curva, blanca, con árboles de vinil
estampados, blanco y negro, hasta donde lleguen los rayos del sol por la tarde. Unas
ramas cobijándome en su oxígeno, en su trino tornasol. Me viene a la mente el bosque
de tapiz en la pared de la sala de tía Nena, no necesito uno como ése, saturado de
color; ése era más bien la imagen del bosque en perspectiva, yo necesito al bosque en
sus árboles, necesito sentirme en ellos, como el poema de Rilke:
Era, según cuenta la leyenda, uno de los inviernos más fríos en la historia de
Inglaterra, vivía sola con sus dos hijos, al filo de una relación que terminaría pronto, y
que irónicamente la uniría al también poeta Ted Hughes, para siempre. Poco hacían
las paredes de su apartamento, ante la desolación de quedar abandonada de todo,
separada del amor, las ramas se insertaban por la ventana, transportándola a un
afuera que era adentro, a la boca feroz del bosque. No un bosque cualquiera, era el
bosque del invierno.
En la última serie de poemas que Sylvia escribió, volcó la frialdad de las
madrugadas en medio del olvido, de la separación, de la desesperanza. Un bosque
frondoso, cobija; uno seco, cala con sus ramajes puntiagudos. Habría que saber hasta
qué punto los árboles entraron en ella hasta astillarle los huesos, o en qué medida ella
llevaba, cómo dice Rilke, al árbol invernal dentro. Ya de por sí, hablar de Sylvia es; a
pesar de todos los intentos que se hagan por separarla de su biografía; un pasadizo
que lleva al mismo sitio.
El propio Blanchot, fue al límite con el concepto que él mismo acuñó: el espacio
literario. Para el francés, la vida fue el accesorio de la literatura, su patio trasero, su
cuarto de máquinas: “El escritor pertenece a la obra, pero a él solo le pertenece un
libro, un montón de palabras estériles, lo más insignificante del mundo.” La diferencia
entre la norteamericana y el escritor europeo, consiste según creo, en que a pesar de
que en ambos, la literatura es ese espacio; a Sylvia la anclaba su ineludible
responsabilidad para con la vida, irónicamente ese peso tan abrumador le causó la
muerte. Es decir, amén de sus patologías psicológicas, el rol femenino para una
norteamericana de la postguerra, era el de una ama de casa impecable, una suave y
almidonada sonrisa esperando a la puerta, a la puerta de un hogar pulcro, con olor a
panecillos y toda esa parafernalia gringa, pero sobretodo su esmero se debía en su
trato hacia el marido, quien tenía asuntos vitales siempre entre manos, muchísimo
más importantes que los trastos o el cuidado de los hijos, Sylvia, dotada de un talento
extraordinario -escribía poemas desde los 5 años-, buscaba además destacar en el
ámbito literario, espacio predominantemente masculino, en el que según ella misma, la
mujer, o era la musa, o era la ayudante, la escribana, nunca la poeta.
Para 1953 los consejos para una mujer promedio eran de este tipo:
“Déjalo hablar antes, sus temas son más importantes que los tuyos, no te
quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti, o no llega en toda la noche, no lo satures
con tus problemas insignificantes”, etc. eran las consignas para un género que luego
reaccionaría a tal imposición, la ambición comenzó a rondar las cabezas de las
mujeres de la segunda mitad del siglo XX.1
1
Este feminismo evolucionó hasta el pensamiento contemporáneo, que pugna por una revolución de la
concepción masculina y femenina. La filósofa española Beatriz Preciado ha dicho que creció con la formación de una
niña, pero que sin embargo no existe la evidencia plena de una cosa tal como feminidad total en su persona, Preciado,
sustentada en los conceptos acuñados por Foucault como la biopolítica, ya no solamente pugna por una igualdad entre
los sexos, sino que el ser humano logre la libertad de disposición de la “hormona del poder”, tanto como se puede
hacer hoy en día sobre las hormonas femeninas, que no han sido sitiadas como sí lo ha sido la testosterona. Esto
vendrá a modificar las características físicas de la especie, nos hará cambiar de maneras de comportamiento, de
formas, ahí está nada más ni nada menos: las formas, la arquitectura del ser, Preciado sostiene que el ser humano no
es de un sexo u otro, el ser humano tiene multiplicidad de modos, femeninos y masculinos, al ser humano, como a todo
organismo complejo, lo compone la multiplicidad de la forma.
Confunden su estrella, estos dioses folclóricos de papel
(Reyes magos)
(Lesbos)
La única opción de libertad, de poder, son las palabras, pero éstas han
abandonado la oración, la comunión con Dios, y se convierten en una suerte de
conjuro.
La palabra posee el don divino, atendiendo a la primera carta de Juan en la
biblia: “En el principio era el verbo, y el verbo estaba en Dios, y el verbo era Dios” ó en
el Zohar: “Las cuarenta y dos letras son un misterio supremo; por ellas fueron creados
el mundo de arriba y el mundo de abajo. Ellas son el fundamento y el misterio de todos
los mundos.” (Las letras) “… la creación continúa y la renovación de la tierra es
ininterrumpida gracias a las palabras pronunciadas por el hombre, que encierran las
concepciones nuevas…” (La lectura mantiene al mundo en movimiento). y demás
libros sagrados. Pero cuando este poder no es elevado a Dios, y este verbo se inclina
a los poderes oscuros, a los arranques de un subconsciente que quiere aflorar, que lo
va logrando a través del poema, entonces éste que pudiera ser el sacerdocio del
poeta, se convierte en una suerte de hechicería, por su inclinación al ocultismo. El
brujo a diferencia del sacerdote o ministro religioso, pone toda su fe en los poderes de
la naturaleza y de aquellos que están más allá de nuestros sentidos, pero su búsqueda
si se le mira bien, es un pozo que empieza y acaba en esta vida, incluso acepta la
intervención de otros espíritus en este plano terreno, pero no ve la restauración, la
restitución de las cosas, no ve la justicia divina y se pone a actuar desde la
mundanidad, él mismo y con sus propios medios.
El corazón no se ha detenido.
(Misticismo)
Sylvia no aceptó estas reglas del juego, pudo adaptarse, pero no desoyó su
“feminidad ineludible”, el tono irónico de su poesía, combate desde el poema, no en la
vida real, en la cual “perdió” la partida con su muerte prematura. No pudo seguir
sosteniéndola en medio de los clichés sexistas que la confinaban.
¿Qué era entonces, yo, en ese espacio? La huerta, la intemperie, era una
cueva cuya inmensidad lo resguardaba todo, era, en las noches, la ausencia del
espacio abierto, porque la bóveda negra cubría hasta los más recónditos espacios,
permitiendo sombras tenues merced de la luz lunar y la estela de haces titilando, la
intemperie se diluía en un espacio cerrado, en una cueva que atrapa los sentidos. La
palabra noche, dijo Bachelard, a pesar de su claridad, se hace la intimidad de la
noche.
Niño.
no este retorcerse
nervioso de las manos, este oscuro
techo sin una estrella.
Para Plath, éste techo, en ausencia de estrellas, era una cueva, Child fue uno
de sus últimos poemas, en los que podemos apreciar su rumbo al horizonte, al
abismo. El firmamento es nuestro techo, el techo de la noche, que nos conduce al
infinito que nos abriga, ante el cuál Plath logró angustiarse, había que pasar esa cueva
para llegar al horizonte, había que dejar al Child con sus ternuras, con su pequeñez,
con su concha cerrando la flor, asiéndose a un capullo eterno, para adentrarse a la
eternidad, a la libertad.
De nuevo un árbol seco nos predice la muerte que llevamos dentro, un árbol
del bosque invernal de Sylvia.
El texto (árbol) y su contexto (bosque), tienen una relación con un margen que
los separa y al mismo tiempo los une, es la puerta que indica las interpretaciones del
lector, esta zona es una región difusa, donde la lectura se dirige del texto al contexto, y
viceversa, sale de un lugar para encontrar el foco, la esencia de la obra. “La literatura
metaficcional, por ejemplo, busca precisamente este tipo de efectos: pasar de un
espacio a otro, de la historia a la ficción, de la crítica al arte, de una época a otra, de
tal manera que el lector no pueda identificar claramente dónde termina un espacio y
dónde comienza el siguiente. Cada palabra prefigura, enmarca, determina. Hay un
proceso de enmarcamiento, una suerte de caja china, de puesta en abismo. {…} un
trozo de texto puede enmarcar otro.” (4)
Este complejo juego de fuerzas, hacen que el poema cree una estructura; en
cada texto literario, existe una complejidad de niveles, de capas, de ambientes, de
tonos, de imágenes, de colores, que sitúan, es decir, que dan lugar. Se ha dicho de la
poesía de Plath, que lo fraccionado de su discurso la hace ser más psíquica, yo diría
que le hace crear un espacio. Los textos fragmentados, donde la narratividad se ve
opacada ante la descripción, el juego de imágenes, son textos más inclinados a la
esfera del espacio, que a la del tiempo. El poeta trata de fijar un momento en el infinito,
es decir, crea un espacio; de lo que se trata en realidad, es de mantener ese lapso que
se nos ha fugado para siempre, y lo recuperamos fijándolo. En el poema las formas se
empiezan a recuperar, se van formando aristas, van surgiendo escenas, pero no se
quedan en la imagen, es tal su complejidad que van creando profundidad. Cuando un
momento se fosiliza, tomando una expresión de Bachelard, se fija, es en realidad que
se le ha desligado del tiempo, por ende se le ha grabado en la eternidad, ese
momento está siempre todavía en el texto, y se despliega por el poder de la lectura.
Para Renato Prada “el espacio es una organización semiótica que presupone la
copresencia de un tu (autor implícito) y un yo (lector implícito) involucrados en un
sistema, la metáfora espacio nos lleva a poder imaginar que un discurso puede
transitar de un espacio a otro entrando, al hacerlo, en relaciones de horizonte y de
marcos que hacen que este discurso adquiera diferentes valores de sentido” (5)
2. Vazquez Medel, Manuel Ángel. Manuel Ángel Vázquez Medel. El hilo de Ariadna. [En línea]
fcomblogs. [Citado el: 1 de septiembre de 2010.]
http://fcom.us.es/fcomblogs/vazquezmedel/el-hilo-de-ariadna-la-mujer-y-lo-femenino-en-la-
salida-del-laberinto/.
3. Nouvel, Jean y Baudrillard, Jean. Los objetos singulares. México : Fondo de Cultura
Económica, 2002.
4. Pineda-Botero, Álvaro. El reto de la crítica; teoría y canon literario. Bogotá : Planeta, 1995.
5. Prada Oropeza, Renato. El espacio estético literario. Literatura y realidad. México : FCEUV-
BUAP, 1999.