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La habitación de los árboles.

Gabriela Magallanes.

Hacer un poema y hacer una casa, aunque son cosas distintas, esencialmente
son lo mismo. Cuando te habita el deseo de escribir, los cimientos empiezan a brotar y
esa presencia del verso fluye, te transpira. Habitar y ser habitado, como el círculo
vicioso o virtuoso de la lectura y la escritura, finalmente es lo mismo leer el mundo que
habitarlo, sorprenderse caminando por una calle que delineando un rostro literario.
Habitar es experimentar, vivir y vivir es construir y derrumbar para seguir
construyendo. El género ensayístico como el más libre, narrativo, poético, intruso de
otros géneros a placer, construye y derriba, palabras encadenadas, apiladas como
adobes, construyendo espacio, las palabras se hacen tangibles en la oquedad, en la
parcialidad, en el vacío.

Quiero hacer una casa, quizá una casa tan grande como una ciudad, quizá
necesite del urbanista que me habita, la quiero así:

Circulo que contiene un vacío reducir a un punto ampliar hasta el círculo hueco.

Arquitectura que se vuelve literatura - Literatura que se vuelve arquitectura.

Winter trees.

Algún día habitaré ese living room como un sembradío de bosques. ¿Por qué
los árboles? La idea del bosque, es siempre libertad, sensación fría, demasiado
oxígeno. El bosque esconde a caperucita, pero también entraña al lobo, es la perdición
siempre, hay que tirar migajas para encontrar el camino de regreso. El bosque es el
espacio huidizo, que encierra en su afuera.
Por eso necesito ese lugar, la superficie curva, blanca, con árboles de vinil
estampados, blanco y negro, hasta donde lleguen los rayos del sol por la tarde. Unas
ramas cobijándome en su oxígeno, en su trino tornasol. Me viene a la mente el bosque
de tapiz en la pared de la sala de tía Nena, no necesito uno como ése, saturado de
color; ése era más bien la imagen del bosque en perspectiva, yo necesito al bosque en
sus árboles, necesito sentirme en ellos, como el poema de Rilke:

El espacio fuera de nosotros gana y traduce las cosas:


si quieres lograr la existencia de un árbol,
invístelo de espacio interno, ese espacio
que tiene su ser en ti. Cíñelo de restricciones.
Es sin límites, y sólo es realmente árbol
cuando se ordena en el seno de tu renunciamiento.

Esta traducción, la encontré en un libro del Fondo de Cultura Económica, en


La poética del espacio de Gastón Bachelard, pero luego leí esta:

El espacio nos supera y traduce las cosas:


para que el ser de un árbol sea un logro,
arroja alrededor de él el espacio interior, ese espacio
que se anuncia en ti. Rodéalo de reserva.
El no sabe limitarse. Solo tomando forma
en tu renunciamiento se vuelve realmente árbol.

Es el mismo árbol, tomado de El espacio literario de Maurice Blanchot, pero es


uno diametralmente opuesto; no quiero, para ésta habitación, la estampa mal
traducida del bosque, quiero los árboles, vivir entre ellos, no verlos en perspectiva de
águila, superándolos, quiero sentirme amenazada por sus espacios, sus ramas
invadiendo mis pensamientos, cómo los Winter trees de Sylvia Plath, quién debió
sentirse verdaderamente en medio del bosque.

Era, según cuenta la leyenda, uno de los inviernos más fríos en la historia de
Inglaterra, vivía sola con sus dos hijos, al filo de una relación que terminaría pronto, y
que irónicamente la uniría al también poeta Ted Hughes, para siempre. Poco hacían
las paredes de su apartamento, ante la desolación de quedar abandonada de todo,
separada del amor, las ramas se insertaban por la ventana, transportándola a un
afuera que era adentro, a la boca feroz del bosque. No un bosque cualquiera, era el
bosque del invierno.
En la última serie de poemas que Sylvia escribió, volcó la frialdad de las
madrugadas en medio del olvido, de la separación, de la desesperanza. Un bosque
frondoso, cobija; uno seco, cala con sus ramajes puntiagudos. Habría que saber hasta
qué punto los árboles entraron en ella hasta astillarle los huesos, o en qué medida ella
llevaba, cómo dice Rilke, al árbol invernal dentro. Ya de por sí, hablar de Sylvia es; a
pesar de todos los intentos que se hagan por separarla de su biografía; un pasadizo
que lleva al mismo sitio.

El propio Blanchot, fue al límite con el concepto que él mismo acuñó: el espacio
literario. Para el francés, la vida fue el accesorio de la literatura, su patio trasero, su
cuarto de máquinas: “El escritor pertenece a la obra, pero a él solo le pertenece un
libro, un montón de palabras estériles, lo más insignificante del mundo.” La diferencia
entre la norteamericana y el escritor europeo, consiste según creo, en que a pesar de
que en ambos, la literatura es ese espacio; a Sylvia la anclaba su ineludible
responsabilidad para con la vida, irónicamente ese peso tan abrumador le causó la
muerte. Es decir, amén de sus patologías psicológicas, el rol femenino para una
norteamericana de la postguerra, era el de una ama de casa impecable, una suave y
almidonada sonrisa esperando a la puerta, a la puerta de un hogar pulcro, con olor a
panecillos y toda esa parafernalia gringa, pero sobretodo su esmero se debía en su
trato hacia el marido, quien tenía asuntos vitales siempre entre manos, muchísimo
más importantes que los trastos o el cuidado de los hijos, Sylvia, dotada de un talento
extraordinario -escribía poemas desde los 5 años-, buscaba además destacar en el
ámbito literario, espacio predominantemente masculino, en el que según ella misma, la
mujer, o era la musa, o era la ayudante, la escribana, nunca la poeta.

Para 1953 los consejos para una mujer promedio eran de este tipo:
“Déjalo hablar antes, sus temas son más importantes que los tuyos, no te
quejes si llega tarde, si va a divertirse sin ti, o no llega en toda la noche, no lo satures
con tus problemas insignificantes”, etc. eran las consignas para un género que luego
reaccionaría a tal imposición, la ambición comenzó a rondar las cabezas de las
mujeres de la segunda mitad del siglo XX.1

La también escritora estadounidense Joyce Carol Oates, sostiene a lo largo de


sus ensayos sobre Sylvia Plath, que su fama de precursora del feminismo, es una
reputación mal ganada, y que es, a pesar de que reconoce su talento, debido en gran
medida a su desenlace trágico que se ha convertido en todo un símbolo del
movimiento de liberación de las mujeres. El argumento que sostiene Oates se cimienta
en un diagnóstico de perfil psicológico que prescinde del carácter irónico de Plath,
Joyce Carol, interpreta en un sentido textual sus versos:

Su blancura no guarda relación con la lavandería,


la nieve, la tiza o algo por el estilo. Son
lo real, todo lo recto: el Bien, la Verdad. . .

Saludables y puros como el agua hervida,


sin amor como una tabla de multiplicar.
Mientras la niña sonríe a su aire.

Seis meses en el mundo, y ella es capaz de


cambiarles todo en cuatro patas como una hamaca acolchada.
Para ella, la noción pesada del Mal

representa más ligereza que un dolor de estómago,


y el Amor es la leche materna, ausente de teorías.

1
Este feminismo evolucionó hasta el pensamiento contemporáneo, que pugna por una revolución de la
concepción masculina y femenina. La filósofa española Beatriz Preciado ha dicho que creció con la formación de una
niña, pero que sin embargo no existe la evidencia plena de una cosa tal como feminidad total en su persona, Preciado,
sustentada en los conceptos acuñados por Foucault como la biopolítica, ya no solamente pugna por una igualdad entre
los sexos, sino que el ser humano logre la libertad de disposición de la “hormona del poder”, tanto como se puede
hacer hoy en día sobre las hormonas femeninas, que no han sido sitiadas como sí lo ha sido la testosterona. Esto
vendrá a modificar las características físicas de la especie, nos hará cambiar de maneras de comportamiento, de
formas, ahí está nada más ni nada menos: las formas, la arquitectura del ser, Preciado sostiene que el ser humano no
es de un sexo u otro, el ser humano tiene multiplicidad de modos, femeninos y masculinos, al ser humano, como a todo
organismo complejo, lo compone la multiplicidad de la forma.
Confunden su estrella, estos dioses folclóricos de papel

quieren la cuna de alguna luminosa cabeza platónica


dejan que sus méritos sorprendan al corazón.
¿Qué chica nunca brilló al lado de ellos?

(Reyes magos)

“Es extraordinario que el impulso romántico original de honrar y apreciar la


naturaleza,” dice Oates “especialmente la naturaleza muda, debe disminuir en nuestro
tiempo a esto: ¡Una Sylvia Plath que voluntariamente admite para sí y para nosotros
que ella es inferior a su propio hijo!”.

No creo que categorizar, en una apreciación literaria o sociológica, o aún


psicológica, con valores cuantitativos, sea del todo un acierto, decir que algo es inferior
o superior no cambia en nada el valor literario, poco cambiará la figura de esta mujer
ante la historia, la manera en la que inspiró a muchas mujeres. Es evidente que Sylvia
se asombra de la inocencia versus la sabiduría, se burla, cuál niña, junto a su hija, de
estos íconos del cristianismo, del folclor acartonado, y Oates queda perpleja ante este
culto a lo mundano. Por supuesto que Plath no añoraba la simpleza, los avatares de
una ama de casa promedio, sabía que esto le hacía el camino imposible a sus
aspiraciones intelectuales, que los pañales apilados, los biberones y la leche materna
asfixiaban su tiempo. No le resultaría curioso a Oates, que Sylvia se expresara de esta
manera y que luego sea capaz de escribir:

Entretanto hay un hedor a gordura y caca de bebé.


Estoy confusa, drogada con mi último somnífero.
El humo de la cocina, el humo del infierno
flota sobre nuestras cabezas, dos enemigos venenosos,
sobre nuestros huesos, sobre nuestro pelo.

Ahora callo, mi cuerpo está


lleno de odio,
profundo, profundo.
No digo nada.
Guardo las patatas viejas como si fueran ropa buena,
guardo los niños,
guardo los gatos enfermos.
Oh, vasija de ácido,
es el amor de lo que estás harta. Sabes a quien odias.

(Lesbos)

Lo que ha quedado demostrado, en la obra de Sylvia Plath, es que puso sobre


la mesa, -irónicamente o no- temas que nunca antes se trataron con tal fuerza e
intensidad, temas que, como lo menciona Oates, eran del ámbito más insignificante,
los temas femeninos, precisamente, que eran considerados como lo más bajo, lo
intrascendente, lo mundano. Esta temática rompe con el perfil de intelectualidad que
debe tener un poeta, aunque podría decirse que era una perfeccionista; prefiero no
aventurarme como la mayoría de los escritores que la abordan, a diagnosticarle
maniaco depresión, bipolaridad, neurosis, histeria, paranoia, esquizofrenia, síndrome
de Electra, etc. lo cierto es que en su diario, en 1957 escribió: “El no ser perfecta me
hiere”, y ese fantasma de la no-perfección que la confinaba a lo mundano, a ser la
sombra de un marido poeta famoso, quizá sí, acrecentado por la pérdida a temprana
edad de su padre, la llevó a un padecimiento mal tratado por la ciencia psiquiátrica de
su tiempo -una de sus herramientas eran los electroshocks a los que fue sometida-
aunado a la posibilidad de la herencia genética con predisposición a la depresión y al
suicidio. Las causas, si es que en psicología puede hablarse de causas, son
especulativas, a pesar de que como lo han dicho expertos en torno a ella, se tiene, en
sus escritos, un material invaluable para definir con cercanía, qué padecimiento tuvo.
Las consecuencias las conocemos, luego de la muerte de su Dady a la edad de nueve
años, Sylvia declaró que no volvería a hablar con Dios.

La predisposición en sus poemas, a ver en la naturaleza un orden fatal,


tendiente siempre a la degradación, la lleva a, en el fondo de su ser, envidiar esta
posibilidad de decidir sobre la muerte. Es decir, con Dios se cerró la comunicación, las
palabras entonces van dirigidas a los poderes naturales, incluyendo lo que en ella
misma daba vida. El aborto de su segundo hijo también es un acontecimiento fuerte en
la percepción de esta naturaleza que decide al azar, que determina qué es lo que vive
y lo que muere. Hasta la fecha la ciencia médica no se ha explicado bien a bien los
motivos que desencadenan un aborto, obviamente se sabe que “algo” no marcha bien
en el organismo del producto o de la madre.

La única opción de libertad, de poder, son las palabras, pero éstas han
abandonado la oración, la comunión con Dios, y se convierten en una suerte de
conjuro.
La palabra posee el don divino, atendiendo a la primera carta de Juan en la
biblia: “En el principio era el verbo, y el verbo estaba en Dios, y el verbo era Dios” ó en
el Zohar: “Las cuarenta y dos letras son un misterio supremo; por ellas fueron creados
el mundo de arriba y el mundo de abajo. Ellas son el fundamento y el misterio de todos
los mundos.” (Las letras) “… la creación continúa y la renovación de la tierra es
ininterrumpida gracias a las palabras pronunciadas por el hombre, que encierran las
concepciones nuevas…” (La lectura mantiene al mundo en movimiento). y demás
libros sagrados. Pero cuando este poder no es elevado a Dios, y este verbo se inclina
a los poderes oscuros, a los arranques de un subconsciente que quiere aflorar, que lo
va logrando a través del poema, entonces éste que pudiera ser el sacerdocio del
poeta, se convierte en una suerte de hechicería, por su inclinación al ocultismo. El
brujo a diferencia del sacerdote o ministro religioso, pone toda su fe en los poderes de
la naturaleza y de aquellos que están más allá de nuestros sentidos, pero su búsqueda
si se le mira bien, es un pozo que empieza y acaba en esta vida, incluso acepta la
intervención de otros espíritus en este plano terreno, pero no ve la restauración, la
restitución de las cosas, no ve la justicia divina y se pone a actuar desde la
mundanidad, él mismo y con sus propios medios.

Para el sacerdote y para el brujo la palabra tiene el poder, es la oración y es el


conjuro, así para el poeta la palabra es el medio de la profecía o del encantamiento,
del embrujo, como lo llevó a cabo Plath. Los rasgos de hechicería en el caso de Sylvia
provienen de ese juramento hecho tras la muerte de su padre, así, cumple su promesa
y deja el hueco para que otra fuerza sea la que ordene el universo, que imponga su
justicia, queda a merced de unas fuerzas que tomarán la forma de la naturaleza; en
ausencia de Dios, la naturaleza se impone, dispone de las vidas, ella necesita ser esa
hechicera, que conjure poco a poco los pasos de su propia muerte, a falta de este ser
rector, de esta divinidad, ella misma es la sacerdotisa.

La poesía de Plath promulga un ritual de iniciación de la muerte simbólica para


renacer, Joan Halifax, en Voces chamánicas, escribe: “Es el chamán quién entrelaza
el mundo ordinario en que se vive y la imagen filosófica del cosmos que se piensa.” El
motivo principal de escribir poesía se da en la sanación que ésta provee, incluso en el
ámbito chamánico se habla de una liberación, nuestra poeta reconoce los eventos
traumáticos sufridos, y se dispone a un proceso curativo transformado en poesía. Para
nosotros, no tan cercanos a estos poderes ocultos, como lo estuvieron Plath y su
marido Ted Hughes, podríamos llamarle a esto una catarsis.
Dice Helen Carr, que “Los recuerdos traumáticos no son codificados
narrativamente, pero si lo hacen a través de imágenes y sentimientos tanto
emocionales como físicos. Por lo tanto, la experiencia traumática no puede ser
directamente recordada, hay que reconstruirla, y trabajarla por un medio,
indirectamente. Esta es la razón por la que la poesía nos permite ser testigos, como
(1)
sobrevivientes.” La poesía encarna ese trauma valiéndose de imágenes,
sentimientos, ritmos, sonidos, etc. así, las cosas del mundo se antropomorfizan:

El aire es un millón de signos de interrogación –


preguntas sin respuesta,
deslumbrantes y borrachas como moscas
que besan insoportablemente con sus aguijones
los podridos úteros de brisa negra bajo los pinos en verano.

{…} vislumbrar pedazos de Cristo


cobrando vida en los rostros de los roedores,
dóciles mordisqueadores de flores, aquellos
cuyas esperanzas son tan humildes que viven felices –
el jorobado en su pequeña y limpia granja
bajo los rebrotes de lianas.
¿No existe el gran amor, sólo la ternura?
¿Recuerda

el mar a quien camina sobre él?


Intencionadas ausencias en las moléculas.
Respiran las chimeneas de la ciudad, transpiran las ventanas,
los niños saltan sobre sus cunas.
El sol florece, es un geranio.

El corazón no se ha detenido.

(Misticismo)

Aquí no hay descripciones realistas, la mayoría está metaforizado, las palabras


que se anidaron en el interior de quien escribe, han salido envestidas de las formas de
lo que han encontrado al paso. Su poesía es la de una gran bruja, de quién toma las
palabras para utilizar su poder, y tan poderosas han sido, que todavía hoy nos
embrujan y nos cuestionan, nos hablan del aspecto femenino de la vida, relacionado a
través de la historia con lo cerrado, con lo oculto en el mejor de los casos, nos hablan
de fuerzas extrañas, detestables, satánicas por desconocidas, por poco estudiadas.
Que Sylvia hable incesantemente de los periodos lunares, de la sangre, provoca
repulsión aún hoy en día. ¿Hasta qué punto estas palabras hicieron que las mujeres
repensaran sus problemas, sus vicisitudes, sus nimiedades? Sabemos que el solo
hecho de proferir una palabra convoca a la realidad, provoca la posibilidad de la
realización. ¿Por qué seguir negando, con el silencio, los aspectos socialmente
desagradables? Es una negativa a la naturaleza humana, esa fuerza que Plath invocó
incansablemente.

Desde esta perspectiva, queda corta, según creo, la clasificación de poeta


confesional que se le ha impuesto, por el momento histórico y las influencias que tuvo.
La poética de Plath sin embargo, no evade ese aspecto confesional, pero éste, está
subordinado a una estructura que incluye mucho más profundidad. Comparada con
otro poeta confesional, Robert Lowell, ella no estaba escribiendo una autobiografía
poética, sino que utilizó sus aspectos personales, como caminos del poema, para
darle forma a una complejidad intelectual. Oates en sus ensayos mencionados, pierde
de vista que la puerta de los poemas son las vicisitudes, los acontecimientos
cotidianos, hasta cierto punto narcisistas, -estamos hablando del lirismo- que se abren
a temas pesados, existenciales. El agente de cambio, lo que da un giro de 180 grados
a la poética de la bostoniana, es precisamente esta sublimación de los temas
cotidianos, una cocina se convierte en un infierno, Sylvia Plath puede, en sus poemas,
ser una asesina, una caníbal, puede ser, una infanticida.

Entrar en los poemas de Plath es asistir a un espacio común y corriente, que


por obra del autor, se transforma en un momento sorprendente, en una explosión que
va corroyendo lentamente los ojos, que agoniza y que va matando. Estas tensiones
que estructuran los versos, que surgen con sufrimiento, al final van a conducir al
renacimiento. Es por obra del poema que Plath logró renacer siempre, incluso hoy que
la tenemos en el lugar que construyeron sus palabras.

Se habla de un síndrome de Electra en sus escritos, esto pudo llevarla a esta


aversión-deseo de lo masculino, quiere la familia ideal, pero también quiere el
reconocimiento de sus capacidades intelectuales, lo que no llega nunca, esto dilata su
rencor a la figura masculina, Sylvia es una de las brujas, es la Lilith que enciende la
llama de la liberación femenina. Podría describir la figura de Ted Hughes, su marido, y
cómo ésta influye o no en el pensamiento de la bostoniana, pero, ¿para qué hablar
mal de los muertos? Es cierto que influye, como lo hace cada aspecto en la vida de los
hombres.
Al respecto sigue Oates: “la elevación de Plath en la década de 1970 como un
mártir feminista, se convierte en un ícono cómicamente incongruente, debido a su odio
hacia el sexo femenino: ¨Nacer mujer es mi horrible tragedia. Desde el momento en
que fui condenada a que me brotaran senos y ovarios, en vez de pene y escroto, a
que mi círculo de acción, de pensamiento y sentimiento quedara rígidamente limitado
por la feminidad ineludible¨.” ¿Se trataba de no ser trágica, según Oates?, esa
creencia de que el ser más capaz, el más competitivo, el más útil, es el que merece
sobrevivir, es lo que nos ha venido llevando a este abismo de la sociedad actual.

“El ya clásico estudio de Genevieve Lloyd The Man of Reason puso de


relieve que el propio concepto de “razon”, central en los proyectos de la
modernidad euro-occidental, era una construcción cultural de la masculinidad,
que la oponía a intuición, imaginación y emoción, consideradas estas
dimensiones como „femeninas‟, valoradas negativamente e incluso rechazadas
como ¨la loca de la casa¨ (Gilbert Durand). {…} El papel de las mujeres en la
humanización de la cultura es decisivo: no se trata de demostrar que las
mujeres son capaces de jugar con las reglas impuestas por los hombres y
muchas veces aceptadas como naturales, sino de provocar un cambio de este
sistema de reglas, de los sistemas axiológicos, de los marcos (frames) dentro
de los que se debaten las cuestiones fundamentales.” (2)

Sylvia no aceptó estas reglas del juego, pudo adaptarse, pero no desoyó su
“feminidad ineludible”, el tono irónico de su poesía, combate desde el poema, no en la
vida real, en la cual “perdió” la partida con su muerte prematura. No pudo seguir
sosteniéndola en medio de los clichés sexistas que la confinaban.

La revolución sexual que surgió el siglo pasado, comenzó en los hogares, no


es casualidad que Plath frecuenta, como espacios para sus poemas, la cocina, éste
junto al hospital, son casi los únicos espacios cerrados que ella sitúa en su obra, y es
aquí donde me interesa que fijemos una perspectiva, el trabajo literario de Sylvia Plath,
fluctúa de manera dramática, entre espacios cerrados y espacios abiertos, aquí es
donde los límites se bifurcan, se diluyen, se expanden hasta formar esa Campana de
cristal tan propia de Sylvia: “…exiliada en una fría estrella, incapaz de sentir nada,
excepto un horrendo torpor irremediable. Yo busco dentro del cálido, terreno mundo.
Dentro de un nido de las camas de los amantes, de las camitas de los niños, de las
mesas de comida, de todo sólido comercio de la vida en esta tierra, y me siento
aparte, encerrada en una pared de cristal.”
En los conceptos de Rudolf Arnheim, el espacio es un territorio de fuerzas de
sucesos dramáticos que se convierten en imágenes poéticas, este dramatismo, en
Sylvia Plath, se aloja espacialmente en tres puntos: lo que concierne al encierro, lo
que habla de los espacios abiertos y los momentos del umbral, de éste último
“Conversación entre las ruinas” es un ejemplo, es un poema que despliega el lenguaje
frío que le caracteriza, y ante el que se defendía diciendo: “no soy cruel, sólo veraz”.

Cruzando el pórtico de mi elegante casa, entras majestuoso,


con tus salvajes furias, desordenando las guirnaldas de fruta
y los fabulosos laúdes y pavones, rasgando la red
de todo el decoro que refrena el torbellino.

Ahora, el lujoso orden de los muros se ha desmoronado; los grajos graznan


sobre la espantosa ruina; bajo la luz desoladora
de tu mirada tormentosa, la magia huye volando como una bruja
acobardada, abandonando el castillo cuando los días reales amanecen.

Unos pilares resquebrajados enmarcan este paisaje de rocas;


mientras tú te yergues heroico, con chaqueta y corbata, y yo permanezco
sentada tranquilamente, con una túnica griega y un moño a lo psique,
enraizada en tu negra mirada, la obra se vuelve trágica:
después de la plaga que ha asolado nuestra heredad,
¿Qué ceremonia de palabras puede enmendar todo este estrago?

El poema es un umbral, un pincelazo que retrata la psique de la relación y que


nos deja suspendidos en el momento en que va a iniciar (o no) la conversación. La
ruina es una metáfora persistente en los poemas, se compara al amor con una
construcción perecedera, invadida ya, por la vegetación que es el paso del tiempo, el
toque irónico de Plath lo da el término “elegante”, una ruina puede también ser
ostentosa. Al final las palabras lo dirán todo: si son capaces de levantar ese desastre.

La forma sin fachada del bosque.

Cuando teníamos edad para navegarnos solos, tomar el autobús rumbo a la


huerta del abuelo era, para los primos y yo, toda una aventura. La región manzanera
se desplegaba frondosa en verano y de un pardo sepia cada invierno. De ahí vienen
mis primeros árboles de invierno, una tinta china caprichosa que se imprimía en el
cielo, como ríos secos intentando alcanzar la luna.

Me contemplaba, es decir, tomaba detenidamente conciencia de mí,


generalmente a la hora de salir al hoyo, una cuenca de unos cuatro metros de
diámetro hecha especialmente para arrojar los desechos humanos, a falta de letrina y
de sistema de drenaje. Era yo ahí, un cuerpo extraño, un humano defecando, con
tripas empujando, lleno de líquidos y de hormonas, ante la planitud del cielo y la
belleza mineral de las cosas. Salía del zaguán y me esperaba esa fresca estancia del
invierno, esa estampa donde nunca falta la luna, donde las estrellas toman esa fuerza
de los campos abiertos, y explotan histéricamente, una bóveda incandescente se
abría, iluminando el sexto sentido. La huerta era un espacio que se abría y al hacerlo,
daba lugar al firmamento como abrigo, nada más lejano a los sentidos del hombre que
el titilar de esas estrellas, quizá ya sin existencia física, a años luz de nuestro alcance.

¿Qué era entonces, yo, en ese espacio? La huerta, la intemperie, era una
cueva cuya inmensidad lo resguardaba todo, era, en las noches, la ausencia del
espacio abierto, porque la bóveda negra cubría hasta los más recónditos espacios,
permitiendo sombras tenues merced de la luz lunar y la estela de haces titilando, la
intemperie se diluía en un espacio cerrado, en una cueva que atrapa los sentidos. La
palabra noche, dijo Bachelard, a pesar de su claridad, se hace la intimidad de la
noche.

Niño.

Tu mirada clara es la belleza absoluta.


Quiero llenarla de color y ánades,
el zoo de lo naciente

en cuyos nombres meditas –


flor de hielo en abril
pipa india, pequeños

tallos sin pliegues,


estanque en el que las imágenes
deberían ser sublimes y clásicas

no este retorcerse
nervioso de las manos, este oscuro
techo sin una estrella.
Para Plath, éste techo, en ausencia de estrellas, era una cueva, Child fue uno
de sus últimos poemas, en los que podemos apreciar su rumbo al horizonte, al
abismo. El firmamento es nuestro techo, el techo de la noche, que nos conduce al
infinito que nos abriga, ante el cuál Plath logró angustiarse, había que pasar esa cueva
para llegar al horizonte, había que dejar al Child con sus ternuras, con su pequeñez,
con su concha cerrando la flor, asiéndose a un capullo eterno, para adentrarse a la
eternidad, a la libertad.

La noche es, de nuevo, la Campana de cristal, leer siempre a Sylvia Plath es


estar en la intemperie, como esas noches en la huerta de manzanos secos.

“Trato de crear un espacio que no sea legible, un espacio que sería la


prolongación mental de lo que se ve. Este espacio de seducción, este espacio virtual
de ilusión está fundado sobre estrategias precisas, y sobre estrategias que son a
menudo de desvío… juego con la profundidad de campo… trato de presentar una
serie de filtros que nunca sé donde se detienen –es una forma de puesta en abismo-
… observa los jardines japoneses, siempre hay un punto de fuga, un punto a partir del
cual ya no se sabe más si el jardín acaba o continúa.” (3) Así habló Jean Nouvel de su
obra en una charla con el filósofo Jean Baudrillard, el arquitecto en la búsqueda de la
ilusión ha llegado a un juego de ambigüedades, el poeta es un arquitecto que
introduce al lector a su espacio. ¿Qué juego más dramático, en la penumbra de la
muerte, que la miniatura, la “flor de hielo” ante el “oscuro/ techo sin una estrella”?

Acabo de leer en un comentario, recordando otra vez (siempre) a Bachelard,


que el miedo hace que las formas se contraigan; se encoje el corazón al pensar en
una Sylvia Plath que mantendrá en su pensamiento, a sus pequeños, a sus bebés,
arremolinados en un capullo, protegidos del mundo por una imagen poética, ese fue su
último consuelo.

Para un hijo sin padre.

Notarás una ausencia, de repente,


creciendo a tu lado, cómo un árbol,
un árbol de la muerte, de color desvaído, un ficus
despojado, abatido por el rayo –una ilusión,
y un cielo como el trasero de un cerdo, un completo olvido.

Pero ahora mismo eres mudo.


Y me encanta tu estupidez,
el ciego espejo que es. En él me miro
y no hallo otro rostro que el mío, y tu lo encuentras divertido.
Me gusta

que me agarres la nariz, el peldaño de una escalera.


Un día puede que toques lo que no debes
las pequeñas calaveras, las despedazadas colinas azules, el terrible silencio.
Hasta entonces tus sonrisas son de oro.

De nuevo un árbol seco nos predice la muerte que llevamos dentro, un árbol
del bosque invernal de Sylvia.

El texto (árbol) y su contexto (bosque), tienen una relación con un margen que
los separa y al mismo tiempo los une, es la puerta que indica las interpretaciones del
lector, esta zona es una región difusa, donde la lectura se dirige del texto al contexto, y
viceversa, sale de un lugar para encontrar el foco, la esencia de la obra. “La literatura
metaficcional, por ejemplo, busca precisamente este tipo de efectos: pasar de un
espacio a otro, de la historia a la ficción, de la crítica al arte, de una época a otra, de
tal manera que el lector no pueda identificar claramente dónde termina un espacio y
dónde comienza el siguiente. Cada palabra prefigura, enmarca, determina. Hay un
proceso de enmarcamiento, una suerte de caja china, de puesta en abismo. {…} un
trozo de texto puede enmarcar otro.” (4)

Este complejo juego de fuerzas, hacen que el poema cree una estructura; en
cada texto literario, existe una complejidad de niveles, de capas, de ambientes, de
tonos, de imágenes, de colores, que sitúan, es decir, que dan lugar. Se ha dicho de la
poesía de Plath, que lo fraccionado de su discurso la hace ser más psíquica, yo diría
que le hace crear un espacio. Los textos fragmentados, donde la narratividad se ve
opacada ante la descripción, el juego de imágenes, son textos más inclinados a la
esfera del espacio, que a la del tiempo. El poeta trata de fijar un momento en el infinito,
es decir, crea un espacio; de lo que se trata en realidad, es de mantener ese lapso que
se nos ha fugado para siempre, y lo recuperamos fijándolo. En el poema las formas se
empiezan a recuperar, se van formando aristas, van surgiendo escenas, pero no se
quedan en la imagen, es tal su complejidad que van creando profundidad. Cuando un
momento se fosiliza, tomando una expresión de Bachelard, se fija, es en realidad que
se le ha desligado del tiempo, por ende se le ha grabado en la eternidad, ese
momento está siempre todavía en el texto, y se despliega por el poder de la lectura.

Para Renato Prada “el espacio es una organización semiótica que presupone la
copresencia de un tu (autor implícito) y un yo (lector implícito) involucrados en un
sistema, la metáfora espacio nos lleva a poder imaginar que un discurso puede
transitar de un espacio a otro entrando, al hacerlo, en relaciones de horizonte y de
marcos que hacen que este discurso adquiera diferentes valores de sentido” (5)

Las luchas entre la exigencia de lectura y la exigencia de escritura se dan lugar


en el espacio literario de Blanchot, entre el poder y la imposibilidad, todas estas
fuerzas dan forma, entre lo que se logra comprender y lo ilimitado que se escurre, es
una edificación con vanos y macizos. El propio Blanchot lo describe como una violenta
lucha, una lucha que, -en un esquema típico de él-, también es una armonía en calma,
es decir, no es más que las fuerzas de tensión que dan firmeza a la estructura. Lo que
logra mantener el lugar de la literatura, son esas fuerzas que inmovilizan, los tensores,
sostienen con su baile silencioso, la forma que da lugar al espacio.

“El poema es la ausencia de respuesta. El poeta es quién, por su


sacrificio, mantiene en su obra la pregunta abierta. En todo tiempo, vive el
tiempo del desamparo, y su tiempo es siempre el tiempo vacío donde debe vivir
la doble infidelidad, la de los hombres y la de los dioses, y también la doble
ausencia de los dioses que no están más y que aún no están. El espacio del
poema está completamente representado por ésta “y” que indica la doble
ausencia, la separación en su instante más trágico, pero el problema de saber
si también es la “y” que une y enlaza, la palabra pura donde el vacío del
pasado y el vacio del futuro se hacen presencia verdadera, el ahora del día que
se levanta, esta pregunta está reservada en la obra, es lo que en la obra se
revela retornando a la disimulación, el desamparo del olvido. Por eso el poeta
es la pobreza de la soledad. Esta soledad es la comprensión del futuro, pero
comprensión impotente: el aislamiento profético que, más acá del tiempo
anuncia siempre el comienzo.” (6)
Los árboles en la obra de Sylvia Plath, se convierten en símbolos de lo
mundano, al mismo tiempo que son la solidez y la seguridad más elemental, logran
además, alcanzar un nivel de espiritualidad.
Árboles en invierno.
Las húmedas tintas del amanecer se diluyen en su azul.
Con su secante de niebla los árboles
semejan un dibujo botánico –
las memorias surgen, anillo tras anillo
en una sucesión de bodas.

Sin saber de abortos ni rencores,


tan simples como las mujeres,
se siembran con tan poco esfuerzo!
saborean el viento, que no tiene raíces,
inmersos en la historia –

repletos de alas, pura espiritualidad.


Así son Ledas.
¿Oh, madre de las hojas y la dulzura
quiénes son estas imágenes de La Piedad?
Las sombras de las palomas con su salmodia, que nada alivian.
En este poema se distinguen varios niveles de apreciación, de lectura del
mismo, se pueden ver las imágenes y más allá de ellas, en una suerte de
transparencia, a través del espacio abierto que nos trae el árbol, podemos ver el
estado de su alma, los hechos de la madrugada se revelan como brotes espontáneos,
como recuerdos, Sylvia ha encontrado el espejo catalizador de la energía condensada
en sus palabras, en pocas líneas, hemos asistido a la imagen que nos transporta de
un dibujo, a la memoria, al tiempo y su sucesión anillada, hemos habitado el sonido del
bosque en la pulsación del árbol, por el conjunto de las hojas, el mito cristiano, el
pagano, la fealdad, la belleza, la esperanza y la desesperación, aquí se ha hecho un
despliegue de la capacidad para elevar la poesía del nivel confesional, a los planos
universales.

Se puede comprender la necesidad, para ésta habitación, para cualquier


habitación, el amparo con intemperie del árbol, la naturaleza se resiste a la muerte,
pero no la niega, su decadencia nos enseña la verdad sobre el abismo, nos provoca
ese vértigo. Las palabras conjuran, pero saben en el fondo que lo único real es la
muerte, finalmente Sylvia siempre quiso regresar al vientre, a la habitación primera:
“Aniquilar el mundo por aniquilación de uno mismo es el engañado colmo del egoísmo
desesperado... Yo deseo matarme para escapar de la responsabilidad, para
arrastrarme abyectamente dentro del útero...”.

Un útero, un hueco, el lugar del que venimos, la habitación con lámparas de


árbol, con acrílicos que dejen ver la luminosidad de las hojas, un nicho abandonado en
medio del bosque, un cielo vegetal. Debería haber ya la arquitectura que lleve al
bosque, que haga experimentar al árbol interno, debería existir el lugar para las
emociones, la nueva arquitectura que sea literatura.
Dijo Robert Frost que “los bosques son la oscuridad amada y profunda/ pero
tengo millas por delante y promesas que mantener/ antes de dormir” Sylvia decidió
entrar al bosque, la embrujó su oscura profundidad, y metió la cabeza a ese horno,
para comenzar, quizá, a habitar sus palabras.
Trabajos citados
1. Poetic licence. Carr, Helen. New York : Pandora Pr, 1990, Vol. Postmodern world.

2. Vazquez Medel, Manuel Ángel. Manuel Ángel Vázquez Medel. El hilo de Ariadna. [En línea]
fcomblogs. [Citado el: 1 de septiembre de 2010.]
http://fcom.us.es/fcomblogs/vazquezmedel/el-hilo-de-ariadna-la-mujer-y-lo-femenino-en-la-
salida-del-laberinto/.

3. Nouvel, Jean y Baudrillard, Jean. Los objetos singulares. México : Fondo de Cultura
Económica, 2002.

4. Pineda-Botero, Álvaro. El reto de la crítica; teoría y canon literario. Bogotá : Planeta, 1995.

5. Prada Oropeza, Renato. El espacio estético literario. Literatura y realidad. México : FCEUV-
BUAP, 1999.

6. Blanchot, Maurice. El espacio literario. Barcelona : Paidós, 1992.

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