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Al borde de la razón:

sobre la anormalidad corporal


de niños y mujeres

Zandra Pedraza Gómez*

Resumen: Este artículo analiza la forma en que se definieron científica-


mente las “incapacidades” naturales de las mujeres y de los niños mo-
dernos a partir de la Ilustración en Europa y los recursos socialmente
empleados para ordenar la experiencia de la diferencia. Se ilustra cómo
se emplearon algunos de estos principios en Colombia para ordenar la
educación de la mujer y el niño modernos en la familia y en la escuela,
especialmente a lo largo del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX.
Palabras claves: Niños, mujeres, hombres, cuerpo, antropología e
historia.

Abstract: This article analyzes how during the Enlightenment, the natu-
ral “inabilities” of women or children were scientifically defined in Euro-
pe and how these concepts were socially used to order the experience of
difference. It next shows how some of these principles were employed in
Colombia throughout the 19th century and during first decades of the
20th century to organize the education of modern women and children
in family and at school.
Key Word: Kids, Women, Men, Body, Anthropology and History.

* Profesora Asociada del Departamento de Antropología, Universidad de los Andes,


Bogotá - Colombia. Correo electrónico: zpedraza@uniandes.edu.co

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Introducción
Proponer y transmitir una concepción de normalidad corporal y, por
lo tanto, humana, puede hacerse por vía positiva o negativa: pueden
afirmarse los rasgos que constituyen la normalidad o resaltar los que
se alejan de ella. La modernidad promueve una antropología que hace
ambas tareas, pero privilegia la segunda. Al delimitar las características
de la anormalidad, esboza principios de lo que debe entenderse como
normal. Esto último evita hacerlo de manera directa; más bien ocurre
por defecto. El hombre adulto es el modelo de normalidad de la antro-
pología moderna. No es novedoso afirmar que en relación con diferen-
tes variables, el ordenamiento moderno tarde o temprano encuentra su
norma en él. La normalidad que encarna abarca su desempeño espiri-
tual e intelectual, su carácter y su configuración emocional. Estos logros
emanan de su cuerpo.
La situación de las mujeres, los niños y los jóvenes es otra, aun-
que similar: en sus cuerpos anida el motivo que los separa transitoria o
permanentemente del hombre adulto. Sin embargo, el cuerpo femeni-
no guarda una diferencia radical e insalvable ya que nunca alcanza la
normalidad. No sucede lo mismo con los niños y los jóvenes varones,
quienes lentamente llegarán a encarnarla. Desde luego, las niñas y las
muchachas afirmarán su anormalidad a medida que se hagan mujeres.
Este artículo ahonda en las concepciones acerca de las “incapaci-
dades naturales” de las mujeres y de los niños, expuestas en Europa a
partir de la Ilustración y que pervivieron hasta mediados del siglo XX
tanto allí como en América Latina, donde estas ideas y conocimientos
tuvieron acogida entre médicos y pensadores. El texto presenta inicial-
mente (1) una perspectiva acerca del uso que se ha hecho del cuerpo
para formular un régimen de normalidad específico en el que los rasgos
del hombre adulto definen el patrón dominante. Este mecanismo se
entiende como un rasgo distintivo de la modernidad. Con base en él,
médicos y filósofos justificaron a lo largo de los siglos XVI a XIX la
inferioridad femenina e infantil. Se incluyen allí algunos de los argu-
mentos esgrimidos para arraigar la idea de que las mujeres y los niños
no podían considerarse seres iguales a los hombres adultos. Se mostrará
que esta diferencia se cimentó en un conjunto de interpretaciones acerca
de determinados rasgos del cuerpo y de sus variaciones en las mujeres
(2) y en los niños (3). Aquí se sugiere que, a pesar de haberse dictamina-

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do tanto la inferioridad de las mujeres como la de los niños, se trata de


dos modalidades de discriminación diferentes. Con todo, ambas llega-
ron a ser interpretadas socialmente como indicios claros de las supuestas
“anormalidades” inherentes a mujeres y niños y fueron un elemento
nuclear para argumentar que merecían una educación, un trato y una
posición social subordinados. Se incluyen algunos ejemplos de cómo se
emplearon estas concepciones en Colombia para ordenar la educación
de la mujer y del niño en la familia y en la escuela y, finalmente (4), el
texto analiza las bases de la representación social de la anormalidad que
han encarnado mujeres y niños en las sociedades modernas.
Al proponer un análisis comparado de la construcción de la anor-
malidad en mujeres y niños destacaré que, en ambos casos, los con-
trastes entre unas y otros se fundamentan en supuestas variaciones
corporales traducidas en el uso desigual de la razón y en comporta-
mientos anormales respecto de la norma que se fija en el hombre adulto.
También debo aclarar que los conceptos de cuerpo que sustentan este
proceso de construcción de sentido difieren para las mujeres y para los
niños y fijan su atención en aspectos corporales disímiles y en conoci-
mientos heterogéneos. En segundo lugar subrayaré que, con base en
la organización retórica de estas “diferencias somáticas”, se dispuso el
destino doméstico de las mujeres –para afianzar el modelo de la moder-
na familia burguesa– gracias al ardid de conjugar una disminuida ca-
pacidad intelectual con una intrínseca superioridad espiritual y moral.
Finalmente, expongo algunos procedimientos retóricos empleados para
hacer de la infancia una etapa de la vida durante la cual los niños debían
convertirse en adultos racionales, guiados por los preceptos pedagógicos
escolares y bajo el cuidado materno. Con este telón de fondo, analizar
la construcción de la diferencia entre mujeres y niños en relación con la
normalidad masculina tiene por objeto mostrar que aparentes similitu-
des en la noción de incapacidad o anormalidad, no necesariamente pro-
vienen de los mismos argumentos, ni tienen las mismas consecuencias
para las tareas prácticas y simbólicas asignadas a diversas poblaciones en
el ordenamiento de las sociedades burguesas.
A lo largo el siglo XVIII se cuestionaron y renovaron en Euro-
pa y América las formulaciones de un contrato social basado en los
principios modernos de humanidad y ciudadanía, que debía regir los
vínculos civiles y políticos. Si bien no disponemos de este tipo de co-

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dificación en relación con los vínculos entre los sexos, sí contamos


con un prolífico debate sostenido en los siglos XVIII y XIX acerca
de la fisiología moral femenina y de la condición de las mujeres en la
sociedad (Honegger 1991; Lange 1992; Varela 1997). En el caso de
las definiciones acerca de los niños, algunos elementos de su relación
con los adultos y de su situación en la sociedad se expresan en textos
fundacionales (Locke 1693; Rousseau 1762), donde se esbozan las ca-
racterísticas de su condición de menores de edad. Como en el caso de
la posición civil y política de las mujeres, es en el horizonte de sentido
que delinean los textos de anatomía y fisiología escritos por autores
de la Ilustración, y –más tarde, a lo largo del siglo XIX– los de peda-
gogía, pediatría, puericultura, psicología y moral, donde se especuló
sobre sus efectos prácticos para la educación y la acción en la sociedad
de unas y otros. Estas obras registran los principios de la capacidad
disminuida y la condición incompleta, intrínsecas a mujeres y niños,
que los inhabilitan para ejercer derechos civiles y políticos restringidos
a los hombres, quienes encarnan, en su anatomía y en su constitución
emocional y racional, la “normalidad” que los faculta para concebir y
controlar el contrato civil y político. En estos textos, escritos en su ma-
yoría por hombres ilustrados, también se señalan las funciones y tareas
en las que deben traducirse finalmente las que vinieron a entenderse
como desigualdades innatas e incapacidades naturales.

1. ¿De dónde proviene la anormalidad ?


Me refiero aquí a la anormalidad como una forma de interpretar las
capacidades humanas, sus variaciones y sus consecuencias mediante
la cual se fija un conjunto de cualidades que encarnan la normalidad.
Las desviaciones de esta norma tienden a considerarse anomalías, más
o menos graves según los principios convenidos para este régimen in-
terpretativo.
Así, pueden distinguirse las “incapacidades naturales” de las ad-
quiridas. Las segundas surgen de circunstancias individuales, históricas
o sociales que introducen en la vida de las personas rasgos que pasan
a considerarse causantes de una diferencia y pueden o no provenir de
las naturales. Las incapacidades naturales –y por ello entendidas como
esenciales– tendrían, en esta perspectiva, su origen principalmente en

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el cuerpo. Esta forma de tratar la variabilidad humana obtuvo poder


explicativo cuando el cuerpo pasó a comprenderse como una entidad
definitiva para la condición humana, es decir, cuando cobró vida la
antropología de la modernidad.
La densidad semántica y simbólica del cuerpo ha aumentado a
medida que se consolida la modernidad. Ello ha ocurrido por varias
razones. Un elemento sustancial fue el nuevo conocimiento anatómico
del cuerpo adquirido a partir del siglo XVI por la disección de cadá-
veres y plasmado en diversos atlas de anatomía publicados a partir de
entonces. A partir del siglo XVI la medicina ofreció una imagen al-
ternativa del cuerpo mediante representación visual de su interior. El
atlas anatómico es la principal versión de esta novedosa imagen visual
y material del cuerpo, que inauguró la obra de Vesalio en 1543. Esta
imagen comenzó a afectar la concepción de la persona, la forma de ver,
imaginar y experimentar el cuerpo, así como a desvincularlo del cosmos
(Le Breton 1990: 45-46); también permitió especular sobre inéditas
relaciones entre el organismo y la condición mental y moral de las per-
sonas. En adelante, el pensamiento antropológico estaría influido por
la idea de que existe un cuerpo material que puede representarse con
independencia de la persona.
Al comprender la condición humana por su anatomía, es decir,
como un conjunto de órganos con funciones específicas, se establece
un vínculo directo entre el cuerpo, la actividad orgánica y el estado
de los órganos, que termina por afectar la noción misma de persona.
Especialmente a partir del siglo XVI y XVII, a la vez que se debilitaba
paulatinamente la concepción humoral del temperamento y la salud, se
modificaron también las regulaciones sociales e individuales impues-
tas por la antropología hipocrática. Poco a poco perdieron vigencia las
costumbres dietéticas que equilibraban el vínculo entre el macro y el
microcosmos, y ya al iniciarse el siglo XIX se generalizó una educación
del cuerpo conveniente a su estructura ósea y muscular, sus órganos y
su energía (Kuriyama 2000: 27-28), los componentes más destacados y
capaces de expresar la voluntad individual y la condición moral.
Con el conocimiento anatómico conseguido desde el siglo XVI,
el cuerpo y el orden social se articularon políticamente de una nueva
forma. Esto sucedió porque los descubrimientos de la anatomía y la
fisiología no fueron entendidos como meros datos objetivos. Por el con-

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trario, muchos miembros de las elites cultas e ilustradas recurrieron a


esta información para resolver conflictos surgidos por contextos sociales
y políticos específicos. En este caso en particular, se trata de la posición
que debía asignárseles a las mujeres en la sociedad ilustrada, y a los ni-
ños que comenzaban a ser sustraídos del orden productivo para asistir a
una educación escolar.
Las reflexiones sobre las disimilitudes entre los seres humanos y su
importancia para el ordenamiento social también permitieron formular
explicaciones comprehensivas sobre las grandes diferencias con las que
se vieron confrontadas las sociedades europeas al entrar en contacto y
colonizar las de ultramar. Estos conocimientos avalados por los proce-
dimientos epistemológicos de las nuevas ciencias, se usaron a la vez para
ordenar internamente las sociedades europeas, es decir, para definir las
posiciones sociales de determinados grupos, entre otros, las de las mu-
jeres y los niños.
Otro fenómeno que avivó el interés por el cuerpo como una enti-
dad a través de la cual afectar la condición humana, surgió a lo largo
de los siglos XVIII y XIX, al vincular la estructura anatómica al mo-
vimiento, la gesticulación y los cuidados higiénicos, y también la salud
a la condición moral, espiritual e intelectual de los seres humanos. La
convicción de que el destino personal y social es susceptible de cambios,
muchos de los cuales pueden lograrse involucrando en la educación di-
versas dimensiones corporales, resultó un pilar de la antropología de la
modernidad. Derivar del cuerpo explicaciones acerca de las diferencias
individuales y culturales fue un recurso fortalecido a medida que el
conocimiento sobre el cuerpo humano aumentó y se afianzó la certeza
de que la vida –tanto en su finalidad como en su transcurso– era una
tarea humana.
Con todo, descifrar la naturaleza anatómica y fisiológica del cuerpo
humano no significó que se proyectara una imagen única. De acuerdo
a las luchas políticas y simbólicas de los siglos XVII al XIX, el conoci-
miento del cuerpo humano se tiñó de los esfuerzos hechos para ordenar
las sociedades modernas y estos se vieron estimulados por la urgencia y
la visión de los cambios en el ejercicio y el alcance del poder, surgidos de
la conformación de naciones bajo regímenes estatales.
El conocimiento moderno sobre el cuerpo y los seres humanos
como entes carnales vino a ratificar el cuerpo masculino como modelo

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de perfección humana física, moral e intelectual. Además de ser mascu-


lino, es el cuerpo del “hombre caucásico” el que suele ilustrarse en los
atlas anatómicos. A semejanza suya se perfiló la idea de la normalidad
de la cual se derivaron las propiedades del carácter, la racionalidad y la
moralidad. Ciertamente este es también un modelo estético y expone
los rasgos de una masculinidad idealizada en el cuerpo de un adulto
joven, similar al esculpido en la estatuaria clásica, que ignora las huellas
de la enfermedad y el tiempo; las diferencias de edad, tipo y oficio que
modifican la apariencia corporal.
El hecho de que en 1543 se publicara el primer atlas anatómico, De
humanis coporis fabrica de Vesalio (1514-1564), planteó una situación
particular para definir una norma corporal y las que pasarían a enten-
derse como diferencias sustanciales entre las capacidades intrínsecas de
los seres humanos –aquellas evidentes en el cuerpo– y sus capacidades
relacionales, a saber, las que surgen por el acceso al conocimiento, a la
tecnología o a campos sociales y culturales particulares (Dupré 1998:
229). No es fácil precisar si la base de la jerarquía de las poblaciones hu-
manas a partir del siglo XVI es el “sexo” o la “raza”, pero es claro que or-
dena diferencias relacionales como si fuesen intrínsecas. Al fijarse ciertas
características fisonómicas como rasgos de anormalidad, a los “grupos
inferiores” se le adjudicaron adicionalmente connotaciones femeninas
por efecto de la dicotomía propia de la taxonomía de los sexos.
Encuentro que ambos recursos –el ordenamiento del dimorfismo
sexual y el ordenamiento de la variabilidad fisonómica– se incorporaron
como elementos centrales de la clasificación de la normalidad moderna,
pero difieren en su uso. Mientras que el sexo regula el poder dentro de
la norma y, por tanto, expresa un quantum de diferencia que aleja a un
conjunto de miembros del ejercicio del poder por conformar éstos una
clase de individuos diferente, no obstante continúan siendo parte del
mismo grupo y conservan los principales rasgos de humanidad (menos
desarrollados), la “raza” establece una distancia entre grupos, una dife-
rencia que linda con la de otra especie y permite subordinarla. Por su
parte, la edad designa la anormalidad intrínseca a la niñez y a la juven-
tud como pilar del ordenamiento interno de la sucesión en el grupo. Su
premisa es que con la edad madura la razón y se goza de conocimiento,
poder y legitimidad.

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Sexo y edad. Mujeres y niños. Con el ordenamiento moderno del


dimorfismo sexual el sexo pasó a invocar la inmanencia; la edad propu-
so una etapa, una transición hacia el futuro. Sexo y edad se anclaron en
el cuerpo. La representación moderna del sexo lo abarca y compromete
todo en la persona y no lo ve sometido al cambio. El sexo devino una
cualidad intrínseca del organismo y de la persona, constitutivo de la
carne, el temperamento, los sentimientos y la razón. Por su parte, la
edad le sugiere al conocimiento moderno un proceso ontogénico asimi-
lable a la filogenia. El niño será adulto como el hombre pasó del estado
salvaje al de la razón.
Si el pensamiento evolutivo estampó una huella en la concepción
moderna de la infancia como etapa transitoria hacia el uso pleno de la
razón y la perfección, no fue éste el sentido concedido a la mujer. Su
esencia no se alterará. Su naturaleza femenina acentuará con el paso del
tiempo sus rasgos, sin que el cuerpo le permita transitar hacia la perfec-
ción. En el niño no es la pequeñez lo más significativo; no es más que
un signo. Indica, sí, el estado mental que corresponde al cuerpo chico,
pero en crecimiento y cambio constantes. Proyectada al futuro, la edad
de niños y jóvenes garantiza la transformación. El cuerpo infantil blan-
do y frágil, de forma transitoria, evoca una mente en transformación
de cuyo seno brotará la razón adulta. Para ello, el ordenamiento del
tiempo, el movimiento y el uso de los sentidos se enrumban hacia la
inteligencia, la disciplina y el conocimiento.

2. Anatomía y fisiología moral de la mujer moderna


Los debates sobre la fisiología moral de las mujeres innovaron las bases
para comprender las diferencias entre los sexos. A lo largo del siglo
XVIII perdieron vigencia científica algunos principios de la precep-
tiva aristotélica y galénica, en particular la idea de un solo cuerpo
humano con respecto al cual hombres y mujeres encarnan el estado
perfecto y el imperfecto. Pese a los avances anatómicos, los médicos-
filósofos no abandonaron el hábito de atribuirle a sus conocimientos
capacidades explicativas sobre las diferencias entre los sexos y las eda-
des, ni la tendencia a favorecer usos políticos particulares orientados
a restituir, con bases científicas, posiciones sociales y tareas diferentes
para hombres y mujeres. A lo largo de los siglos XVIII y XIX los

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avances científicos ocurrieron en el seno de hondas luchas sociales y


los científicos no se abstuvieron de justificar las diferencias sociales a
partir de leyes naturales.
La redefinición de la división social del trabajo fruto de la Ilus-
tración, que debía haber favorecido la incorporación de las mujeres a
la producción del conocimiento científico, entre otras actividades, fue
coartada precisamente por quienes encontraban dificultades para deri-
var de sus hallazgos anatómicos argumentos sólidos que permitieran ex-
cluir la participación igualitaria de las mujeres en el nuevo orden social
(Schiebinger 1987). Puesto que los recientes conocimientos no mostra-
ban diferencias sustanciales en la anatomía, el esqueleto, ni en los órga-
nos y su funcionamiento, con base en las cuales justificar el modelo de
la imperfección del cuerpo femenino, los médicos y filósofos siguieron
empleando los argumentos hipocráticos y galénicos para ordenar los
nuevos datos aportados por la anatomía y la fisiología.
La reproducción social de la diferencia simbólica no solamente ac-
túa como un mecanismo ideológico que confiere legitimidad a las dife-
rencias y jerarquías entre sexos y generaciones. Ante todo, es la base para
ordenar la experiencia en torno a la cual estas diferencias efectivamente
se incorporan y constituyen la vida diaria y, finalmente, la identidad
individual y colectiva. En este aspecto relumbra la condición corporal
propia de cada grupo pues es el principio para organizar la experiencia
y afianzar la identidad.
El mayor conocimiento sobre la anatomía y la fisiología fortaleció
la tendencia a derivar de ellos la explicación de las diferencias. Este es
el caso del estudio del esqueleto femenino durante el siglo XVIII en
Inglaterra, Francia y Alemania. Considerado el sustrato más sólido del
ser humano debía ofrecer, en consecuencia, la prueba más evidente de
las diferencias humanas (Schiebinger 1987: 53) y sustituir la explica-
ción de las diferencias entre hombres y mujeres debidas al mayor calor
del cuerpo masculino. A este calor se le atribuía la posición externa de
los órganos sexuales masculinos y, en general, su constitución fuerte
y sólida, de la cual se colegía la capacidad de razonamiento y control.
La menor cantidad de calor del cuerpo de la mujer habría llevado sus
órganos reproductivos al interior del cuerpo, donde aparecían como el
envés de los masculinos. Este rasgo no la situaba como un ser diferente,
sino inferior y, por tanto, imperfecto. El menor calor explicaba también

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el cuerpo blando y húmedo, así como su falta de control y su tempera-


mento pasional, todo lo cual justificaba su condición subordinada en
la jerarquía vertical que reconoce un solo cuerpo como modelo del ser
humano (Laqueur 1990: 4-11).
Los conocimientos obtenidos en las disecciones hechas por Vesalio
y por otros anatomistas a lo largo de los siglos XVII y XVIII fueron
expuestos en diferentes ilustraciones del esqueleto femenino, como las
de d’Arconville, Soemerring y Barclay. Estas ilustraciones revelan que
no se contaba en la época con una visión unificada acerca de las dife-
rencias que pudieran considerarse significativas en la estructura ósea, el
tamaño del cerebro, ni en la forma o disposición de los órganos inter-
nos. No obstante, tanto los criterios estéticos como los debates acerca
de la incierta posición social y política de las mujeres, llevaron a estos
anatomistas a ignorar que las diferencias entre individuos (de tamaño,
edad o contextura) o grupos (raciales o étnicos) no podían atribuirse a
un sexo particular. Esta situación se resolvió con el argumento expuesto
por el médico alemán Posner en 1847. Según él, la temprana madura-
ción de las mujeres asociaba el tamaño de su cerebro con el de los niños,
como lo había sugerido Barclay en 1829. Con este argumento reforzó
la imagen de la mujer-niña, que retiene los rasgos infantiles porque su
maduración se completa antes que la del hombre. Tal situación no so-
lamente se exponía en el tamaño de la pelvis sino en la capacidad cra-
neana y las habilidades sensoriales para el conocimiento (Schiebinger
1987: 63-66).
Las diferencias en el tamaño, la densidad o el peso de los huesos,
especialmente del cráneo y de la pelvis, así como de los órganos repro-
ductivos, no fueron consideradas variaciones menores: necesariamente
debían expresar diferencias en el esqueleto que finalmente influían en lo
que desde entonces se convirtió en una biología de lo inconmensurable,
con la cual se marcaba una distancia insalvable entre hombres y muje-
res (Laqueur 1987: 18). Obras determinantes como las de los médicos
Roussel (1775) y Ackermann (1788) elaboraron detalladamente las di-
ferencias sexuales encontradas en los huesos, los vasos sanguíneos, las
vellosidades, la visión, los líquidos corporales y el cerebro.
Para comienzos del siglo XIX, la insistencia en encontrar diferen-
cias anatómicas y hacer sus efectos extensibles a todo músculo, vena
y órgano, consiguió fortalecer la representación del cuerpo femenino

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como un organismo cualitativamente diferente del masculino y espe-


cialmente dotado para la maternidad, en virtud del reconocimiento de
la particularidad del útero. Esta inconmensurabilidad, que ya no hacía
de la mujer un ser inferior sino del todo diferente al hombre, fue el prin-
cipal motivo para justificar que las mujeres no eran monstruos ni hom-
bres imperfectos; por el contrario, habían sido dotadas por la naturaleza
de un organismo que por su mayor sensibilidad y fragilidad estaba espe-
cialmente destinado a las labores de la maternidad. Esta circunstancia
las situaba en un nivel moral superior al del hombre y las destinaba a
propagar la “raza humana”. El resultado es paradójico. Por un lado,
los conocimientos médicos acerca del organismo femenino encuentran
una diferencia cualitativa entre sus rasgos y los del cuerpo masculino.
De esta diferencia se colige una inferioridad surgida de las disminuidas
capacidades racionales e intelectuales de las mujeres. Y si bien el útero
eleva a las mujeres a la más importante de las funciones sociales: la
maternidad y educación de los niños, tanto el conocimiento acerca del
organismo femenino, de la gestación y del cuidado del embarazo, del
parto, como de la crianza y educación de los niños, se convierten en
áreas de especialización médica –ginecología, obstetricia, puericultura
y pediatría– que incluso disertan sobre la “innata superioridad moral”
femenina, y con ello devalúan los principios de autonomía y los conoci-
mientos propio de las mujeres.
El mismo esqueleto del que se dedujo la diferencia radical pero
moralmente superior de la mujer, mostraba que su desarrollo se detenía
en una fase evolutiva anterior a la del hombre adulto, precisamente para
permitirle la gestación. Esta diferencia de tamaño y peso en el esqueleto
sustituyó la diferencia de calor y permitió la amalgama simbólica de lo
femenino, lo infantil y lo primitivo. Con base en esta figura retórica se
dictaminó la “incapacidad” de las mujeres para el pensamiento analíti-
co y abstracto, ocasionada por la fragilidad de los huesos y, por exten-
sión, de todos los nervios y órganos sujetos al esqueleto, incluyendo por
supuesto el cráneo y el cerebro.
A principios del XIX, en Colombia y en los países latinoamerica-
nos se acogieron estos principios de normalidad y, por tanto, también
de anormalidad. Pero esta adopción no fue mecánica: se adecuó a las
condiciones locales. Fue necesario adaptar los discursos y las experien-
cias gestoras de la diferencia y de su naturalización a la producción de

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diferencias sociales internas. Esto supuso ajustar, como parte del esque-
ma de ordenamiento social de la normalidad y la anormalidad, aquellas
características que permitieran agudizar la formulación de anomalías
corporales, teniendo en cuenta criterios climáticos y raciales que se con-
jugaron además con principios morales católicos y conservadores arrai-
gados entre los pensadores latinoamericanos.
Estas tareas se agolparon. Mientras que en los países europeos don-
de habían surgido estos conocimientos, las tareas de ordenamiento so-
cial se habían iniciado desde el siglo XVII, en América varias de ellas se
impulsaron al mismo tiempo. Durante el siglo XIX se separó a las muje-
res de los niños. Esto significó introducir la escuela como lugar privile-
giado para la educación de la infancia, dar a conocer los conocimientos
médicos sobre el cuerpo de las mujeres y de los niños como terreno de
exclusiva intervención médica, argumentar a favor de la función moral
de la madre y de su subordinación a las figuras masculinas del padre, el
médico y el maestro. En fin, a lo largo del siglo XIX, los países latinoa-
mericanos se ocuparon activamente redefiniendo la división del trabajo
simbólico. Así, la madre, por ser madre, debe actuar como un adulto en
relación con sus hijos, pero de los hombres, específicamente de su padre,
sus hermanos y su esposo, recibe el trato de un menor de edad.
El modelo de la madre y la familia burguesas se pusieron en mar-
cha casi al tiempo con los primeros programas de educación popular
y de formación masiva de la infancia moderna. En este mismo siglo,
especialmente hacia el final, se introdujeron la pediatría, la pedago-
gía, la puericultura, la ginecología y la obstetricia, y se impulsaron los
programas de higiene. En las nuevas repúblicas todo esto ocurrió en
el término de un siglo y avivado por el interés de verse incluidas en
el mundo del progreso y la civilización donde estos factores se consi-
deraban centrales. Con todo esta membresía no se les concedió, por
encarnar, de plano, la inferioridad.
En 1845, el Programa de Enseñanza de la Hijiene en las Universi-
dades de la República todavía impartía la teoría de los temperamentos
y se refería a los atributos que permitían reconocerlos y a la influencia
del temperamento en el carácter y las cualidades morales (Vargas 1845:
16). El esfuerzo por prolongar el uso ideológico de las diferencias su-
geridas entre hombres y mujeres en el corpus hipocrático, adquirió una
nueva solidez empleando recursos argumentativos tales como atribuirle

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un sentido moral a las categorías científicas, bien en relación con la


estructura esquelética (Schiebinger 1987), los órganos y la sexualidad
femenina (Laqueur 1987, 1990) o con el esfuerzo amplio de la ciencia y
la medicina de situar la condición femenina en la naturaleza. La idea de
que las mujeres comparten las cualidades de la naturaleza y los hombres
las de la cultura, también les permitió a éstos hacer de la naturaleza un
asunto de su jurisdicción (Jordanova 1989, 1999). Para este asalto tam-
bién se empleo el valioso recurso de la visualización del conocimiento
(Stafford 1991) que había cobrado vida en el atlas anatómico como
forma privilegiada de representación del cuerpo.
Cuando en el siglo XIX se discutieron en la América hispánica
las condiciones del contrato social republicano y, antes, al iniciarse los
debates ilustrados que condujeron a la independencia, la situación de
las mujeres apenas se consideró a la sombra de las justificaciones de las
diferencias sociales con base en leyes naturales (Hensel, 2006: 85-90;
Pedraza 1996). Tras el fragor de la independencia, los letrados locales
se dieron a la tarea de llevar a la práctica esta división social del trabajo
simbólico que consignó a las mujeres a la vida doméstica en el seno de
la familia burguesa. Puesto que el ímpetu ilustrado había devaluado
también las pasiones por interferir con el pleno uso de la razón, las
mujeres, seres pasionales por excelencia en virtud de su disminuida ca-
pacidad de raciocinio, quedaron excluidas del acceso al conocimiento y
a su producción, y por tanto, de la posibilidad de reaccionar con iguales
recursos (López 1998: 125-129; Martínez 2003: 248).
Este conjunto de intereses se condensó en la fisiología moral: de ella
se derivaron y con ella se engranaron otros saberes como la economía
doméstica, la educación moral, la higiene y la urbanidad. La fisiología
moral expresa la retórica que le reconoció efectos morales a los endebles
argumentos anatómicos de la inconmensurable diferencia del cuerpo
de la mujer y, como pariente de la ginecología, recoge un conjunto de
nociones para instruir a las mujeres en lo que parecen desconocer: las
enfermedades propias de su sexo, dolencias que suelen confundir con
las de órganos internos como la vejiga, el hígado, el corazón o el estó-
mago, e incluso con dolencias como el reumatismo de las piernas y de
las caderas como lo afirma el médico cubano José Salvador Riera (1864:
3). Así, no solamente la medicina había descubierto las particularidades
del organismo femenino, sino que también debía darlas a conocer a las

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mujeres, ignorantes de los males que las aquejaban y de su tratamiento.


De la mano de esta enseñanza vino la lucha médica en torno al “arte
de los partos”, la evolución de la ginecología y la obstetricia, y el aleja-
miento de las comadronas y de las mujeres mismas del conocimiento y
control de su cuerpo (López 1998; Restrepo 2006), sólo conocido por
la medicina.
El siguiente es uno de los tantos retratos de la mujer del siglo XIX,
que en una pincelada vinculan en textos escritos por médicos, la cons-
titución física con los sufrimientos que ésta le impone a la vez que la
dota del carácter sublime de ser madre y esposa, tarea en la cual debe
intervenir el médico a fin de hacerle posible cumplir con la misión que
le fue encomendada por Dios.
Siendo la mujer débil por constitución, sensible e impresionable por na-
turaleza, destinada a hacer un gran papel en la sublime y misteriosa obra
de la reproducción, comparte con el hombre, a quien da la existencia,
conservándosela después con la más tierna vigilancia y solícitos cuida-
dos, cuyo fuego sacro parece que el Creador depositó exclusivamente
en ella; comparte, decimos, con él, sus goces y penalidades. Como él,
nace, se desarrolla y recorre las fases borrascosas de las edades; pero
dotada de órganos cuyas funciones exigen una grande actividad, sufre,
a más de todas las enfermedades comunes a los dos sexos, las propias y
numerosísimas de la matriz y de sus anexos, cuya importancia fisiológica
exige una irritabilidad particular, que los eslabona misteriosamente por
estrechas simpatías con las demás partes del cuerpo; así es que sufren
estos órganos, y hacen sufrir a la mujer numerosos padecimientos, dig-
nos, de llamar y fijar la atención del médico filósofo y observador (Riera
1864: 4).

El principal fenómeno que irrita el organismo femenino humoral


es la menstruación.1 Causada precisamente por la tarea de balancear la
temperatura y considerada por Aristóteles la prueba más relevante de
inferioridad, motiva la intervención médica. Así lo ratifica el médico
colombiano Carlos de Greiff en un texto destinado a la divulgación de
principios de fisiología e higiene:

1 Para consultar el significado de la menstruación en el siglo XVII, véase el artículo de


Max S. Hering Torres, en especial pp. 119-124.

218 |
Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

Hay mujeres que acostumbran salir a la calle durante el periodo mens-


trual, muchas con vestidos poco abrigados y aun en mal tiempo. Clara-
mente se ve que esto es una imprudencia, pues por esta época el sistema
nervioso está excitado, los ovarios y el útero congestionados, la superficie
de los primeros rota, todo lo cual hacer ver al más ciego que por ese
tiempo deben dejarse reposar esos órganos y cubrir bien el cuerpo. Casi
todas las enfermedades de las mujeres resultan de tales imprudencias
(De Greiff 1906: 125-6).

El mismo autor prescribe, además de los cuidados que sugiere la


higiene moral, ejercitar el sistema muscular. La impresionabilidad del
sistema nervioso de la jovencita podría dominarse mediante el ejercicio
físico, con lo cual se evitarían los ataques de nervios de la juventud y
madurez de las mujeres (De Greiff 1906: 2). El médico pasa a emplear
un argumento de la medicina ilustrada, que encuentra en el adecuado
uso energético una solución a los problemas orgánicos.
Con el trasfondo que ofrecía la fisiología moral, la discusión so-
bre el papel de la mujer en la sociedad republicana se concentró en
proponer la forma de educarla en función de su condición de madre.
Algunos pensadores como el chileno Eugenio María de Hostos (1873)
abogaron por una educación científica de la mujer, no para contar con
ella en la ciudad letrada, sino para garantizar su libertad de conciencia y
devolver a su ser la integridad confiscada por una educación por y para
el corazón, que la había aislado en la “esfera de una idealidad enfermi-
za” y convertido en “planta que vegeta”. Sin embargo, su propósito no
era otro que lograr una “generación que hable la verdad”, una patria
que “obedezca virilmente a la razón, que realice concienzudamente la
libertad”, a través de madres que enseñaran científicamente a sus hijos.
Educar a las niñas en el sentimiento religioso y ejercitar su inteligencia
les permitiría afirmar sus virtudes y controlar los juicios pueriles de la
memoria y de la imaginación. La educación republicana debía orientar-
se a instruir a las niñas para comprender la naturaleza y necesidad de su
deber (Minvielle 1846: 25) y garantizar que su influencia como esposas
y madres sirviera a la sociedad.
La segunda faceta que no podía faltar en la educación de la mu-
jer era la educación física, particularmente durante la adolescencia. Se
proponía fortalecer la función procreadora, y regularizar y menguar las

| 219
Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

dolencias asociadas a la menstruación (Vertinsky 1988: 74-78) sin pre-


tender mejorar el desarrollo intelectual. En concordancia con el carácter
pasivo de su fisiología, los movimientos no requerirían un gasto exce-
sivo de energía, como tampoco comprometer el cerebro en demasía,
demandar movimientos bruscos que afectaran los órganos internos o
alteraran la armonía muscular del cuerpo femenino (Arboleda 1907;
Wills 1938).
Este propósito patriótico se repite en los más diversos textos co-
lombianos de la segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas
del siglo XX. En manuales para casados como el de Acevedo de Gómez
(1845) se le recuerda al esposo ejercer la principal virtud del matrimo-
nio: la tolerancia ante la sensibilidad y delicadeza propias de la mujer.
La paciencia le permitirá soportar la ligereza irreflexiva propia del sexo
débil y las graves equivocaciones en que incurren las mujeres en asuntos
políticos, porque no son susceptibles de profundizar en sus principios,
no meditan con madurez y están sujetas a errores, parcialidades y ca-
prichos. A los maestros les recuerdan diversos autores interesados en la
educación de la mujer que en la madre y en el hogar que ella guía está la
solución al “gran problema de la moralización social”. Educar a la mujer
es garantizar que sus enseñanzas, indelebles en el corazón masculino,
superen incluso los efectos de los vicios y regeneren el mundo (Bernal
1879: 10). Puesto que el bien y el mal han quedado en manos de la
mujer por la superioridad moral y la fuerza de los sentimientos que su
diferencia corporal le concede, entonces deben orientarse sus sentimien-
tos, para que las lecciones que dé a sus hijos y los consejos que brinde a
su esposo estén igualmente bien encaminados. El educador colombiano
Pablo Manuel Bernal resume en tres proposiciones la condición de la
mujer burguesa:
1ª El hombre será lo que la mujer quiera que sea, pues ella ejerce sobre él
una poderosa influencia desde la cuna hasta el sepulcro.
2ª La mujer necesita más que el hombre la educación, pues sus pasiones
son más intensas y sus sentimientos más delicados.
3ª La fuerza del criterio social está en la mujer; en su mano está la palma
para unos y el anatema para otros (1879: 24).

220 |
Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

Los debates acerca de la educación de las mujeres giraban a finales


del siglo XIX en torno a su forma y utilidad. El pensamiento conser-
vador afirmaba que el puesto asignado por el Creador a la mujer se
derivaba del hecho de haber sido creada de la costilla de Adán y no de
un proceso autónomo, mismo motivo por el cual su lugar “…está en la
familia y en la sociedad” y no en donde el instruccionismo quería intro-
ducirla: en el mundo de las letras y los estudios serios. Para cumplir con
su misión de “hija obediente, de esposa fiel y de madre tierna y próvida,
bástale una regular instrucción…” (Rosas 1890: 9). Si en la mujer pre-
dominan las facultades imaginativas, es porque no cultiva con facilidad
las especulaciones científicas, que sólo se encuentran en algunas mujeres
excepcionales, y no justifican generalizar la educación intelectual de
las mujeres. A finales del siglo XIX, cuando se avivó en Colombia el
debate acerca del tipo de educación que debían recibir las mujeres, las
perspectivas conservadores se afinaron en contra de la participación de
la mujer en la educación y el mercado laboral. El educador colombiano
Merchán afirmaba en su discurso de clausura del año escolar en el Co-
legio Pestalozziano, –donde se educaban mujeres para ocupar puestos
como oficinistas–, que si la mujer había tenido necesidad de trabajar
e instruirse para ello, porque el sistema social creado por los hombres
no les había dejado otra salida, la instrucción no le haría daño, porque
estos conocimientos, de no requerirlos para beneficio propio en caso de
apremio, siempre podría transmitirlos a sus hijos de forma más fecunda
que los maestros. La democracia no se completaría sin lo que es más
valioso: la educación del sentimiento, es decir, la educación de la mujer
(Merchán 1894: 20-21).
Innumerables intervenciones sobre la necesidad de que las mujeres
realizaran su condición femenina como madres, esposas y amas de casa
llenaron la prensa, los manuales y los ensayos hasta mediados del siglo
XX. Aunque las referencias directas al determinismo anatómico pare-
cen desaparecer, cada avance científico renueva el vínculo entre el orga-
nismo femenino y la capacidad de las mujeres para desempeñarse en los
mismos campos que los hombres. Cuando finalmente se desentrañaron
el sentido fisiológico de la ovulación, la función de las hormonas, el sín-
drome pre-menstrual y –posteriormente– el déficit de estrógeno como
causa de la menopausia, el cuerpo de la mujer volvió a resonar como
origen de la diferencia.

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Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

Dentro del conjunto de anormalidades que estos procedimientos


han permitido definir y apuntalar, la anormalidad que distingue a mu-
jeres, niños y jóvenes es singular en comparación con las asignadas a
otras poblaciones, especialmente marcadas por sus rasgos raciales, étni-
cos o sociales. La subordinación que resulta de la brecha instituida entre
los hombres adultos y el resto de la población en la sociedad moderna, es
constitutiva de las sociedades burguesas y capitalistas en las cuales de-
ben engranarse simbólica y prácticamente formas específicas de organi-
zación familiar y reproducción social con factores de la producción y el
trabajo, el acceso a la producción y uso del conocimiento, así como con
la regulación de mecanismos para la reproducción social de la diferencia
simbólica. La modernidad se caracteriza así por producir una particu-
lar escala de las diferencias con base en conocimientos científicos. El
ordenamiento social resultante facilita la organización de la producción
capitalista y de la familia burguesa. Pero estas diferencias internas no
alteran el gobierno general de las diferencias establecidas en relación
con otras poblaciones, pues las anormalidades de las mujeres, los niños
y los jóvenes de las sociedades o los grupos colonialistas, nunca desvir-
túan su propia superioridad. Por el contrario, garantizan la educación
y el desempeño de los hombres adultos que gobiernan la producción, el
conocimiento y la reproducción simbólica.

3. El niño en el siglo de la infancia


Los estudios críticos sobre la infancia surgieron en las últimas décadas
en torno de los debates sobre el particular trato que se ha dado a los
niños a lo largo del desarrollo del mundo moderno. Las diferentes pers-
pectivas se distinguen por su mayor o menor cercanía al proteccionismo
como dimensión universal, pero todas destacan el surgimiento de la
infancia como uno de los hitos de la modernidad y, en particular, del or-
den social burgués y capitalista (Ariès 1960, Delgado 1998, Rodríguez y
Mannarelli, 2007). Las transformaciones propias de la modernidad y la
infancia comprometen: el esfuerzo hecho para precisar el sentido social
de la edad a partir de conocimientos especializados en ella; la aparición
de especialistas y disciplinas que hicieran realidad la conformación de la
infancia; la creación de instituciones que sustrajeran a los niños del seno
familiar para exponerlos a prácticas como las pedagógicas y pediátricas

222 |
Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

controladas por la agencia del Estado a través de diversos agentes y polí-


ticas que le dan un sentido específico a la infancia y norman la forma de
vivirla; la transformación de la organización demográfica y laboral de
la familia junto con los vínculos sociales y la realización de una nueva
división del trabajo simbólico que redunda en la producción efectiva de
la infancia. Este complejo entramado de variables hizo del siglo XIX el
siglo de la infancia.
A partir del siglo XVI se encuentran evidencias de las paulatinas
transformaciones relacionadas con la concepción sobre los niños y el
surgimiento de un pensamiento interesado en su educación. Particular-
mente la perspectiva ofrecida por Rousseau en su Emilio tuvo, desde la
segunda mitad del siglo XVIII, un impacto decisivo porque consiguió
arraigar la idea de que el niño es un ser diferente del adulto y la infancia
un periodo de evolución que debe transcurrir idealmente en actividades
relacionadas con el aprendizaje escolar (Delgado 1998: 141). La infan-
cia moderna es indisociable del pensamiento acerca de su educación y
particularmente del pensamiento pedagógico.
Tanto la educación como la pedagogía han abrevado en otras áreas
de conocimiento. Los hallazgos de la medicina durante los siglos XVIII
y XIX sirvieron tempranamente a la pedagogía para responder a su
principal inquietud: ¿cuáles son los rasgos del educando y cuáles los
procedimientos más convenientes para su transformación? La condi-
ción anatómica y fisiológica del cuerpo infantil fue el punto de partida
para apreciar las capacidades infantiles y concebir la enseñanza.
Como anoté anteriormente, la noción del cuerpo como una enti-
dad antropológica primordial comprendía a finales del siglo XVIII un
agregado significativo de argumentos y conocimientos. Esta materia fa-
cilitó encontrar en las capacidades del hombre adulto “las deficiencias”
de los niños. De la condición inacabada de la infancia emanó la nece-
sidad de sustraer a los niños tanto de toda actividad productiva como
del ocio, para ocupar los años de la niñez en el aprendizaje escolar y el
juego didáctico. Finalmente, los niños quedaron definidos con respecto
a los adultos, y particularmente a los padres, en una relación de subor-
dinación y sujeción.
A lo largo del siglo XIX, y a medida que la pediatría se consolidaba
alrededor de las propiedades del organismo infantil y su funcionamien-
to, también se afianzaba la necesidad de un conocimiento especializado

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Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

en él y de mecanismos para conocerlo. Muchos de estos mecanismos


se introdujeron en la escuela y se complementaron con observaciones
pedagógicas. Las formas creadas para medir la normalidad del desa-
rrollo infantil y sus desviaciones en relación con el crecimiento físico,
la evolución de aptitudes cognoscitivas y el desarrollo moral, resultaron
del maridaje de la pediatría y la pedagogía que dominó la escuela desde
finales del siglo XIX (Rose 1999: 123 y ss).
A través de esta relación se introdujeron en Colombia las peda-
gogías activas. Hacia 1920 se ponderaron las iniciativas que hicieran
emerger del cuerpo infantil las aptitudes intelectuales y morales necesa-
rias en el hombre adulto para alcanzar el progreso social (Pedraza 1996:
277-289). La pedagogía activa de Montessori, por ejemplo, se implantó
para la educación parvularia, es decir, para exponer al niño temprana-
mente a este tipo de experiencias pedagógicas.
La niñez moderna se afianzó por estas circunstancias en una con-
dición corporal distinta de la adulta y en el hecho de que esta diferencia
hace al niño educable. La infancia moderna supone primordialmente
una situación pedagógica, pues sólo si los niños experimentan alguno
de los procesos pedagógicos que se consideren oportunos y ajustados a
sus necesidades, arribarán la orilla de la adultez. Antes de los 21, los 18,
los 15 o los 12 años, según se defina la mayoría de edad, medran en las
márgenes de la razón.
Ahora bien, el cuerpo infantil no debe inducir a errores: no tiene
las mismas propiedades del cuerpo femenino pues, aunque se le atribu-
yan incapacidades similares, en los niños éstas son transitorias. Si bien
ambos cuerpos están situados al margen de la normalidad, no son los
mismos rasgos los responsables de ello. En los niños, con constitución
física igualmente blanda, débil y acuosa, se destacan otros elemen-
tos: el más relevante es el de no ser su cuerpo una esencia sino una
potencia. La materialidad corporal es un sustrato para el paulatino
desenvolvimiento de las capacidades que superarán las limitaciones de
la materia inmadura. El segundo pilar lo conforman sus miembros,
órganos y sentidos: pese a su debilidad, se transforman y afectan al
niño por ser instrumentos de la inteligencia. Si a través de una edu-
cación corporal adecuada –ejercicio, exposición al aire libre y cierto
tipo de actividades pedagógicas– se consigue una buena constitución
corporal, esto es, miembros fuertes y ágiles, órganos sanos y en buen

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Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

funcionamiento y sentidos capaces de percibir el entorno, entonces –a


la manera de la larva– ocurrirá la metamorfosis y las operaciones del
entendimiento madurarán para llevar al niño al uso pleno de la razón
y al conocimiento. Esta, que es de forma sumaria la concepción de
Rousseau, comparte con la de pensadores anteriores como Locke y las
corrientes subsiguientes de fundamento sensualista, la convicción de
que en la naturaleza del niño anidan las posibilidades para superar su
condición irracional (Pedraza 1996: 272-301). Con diferencias, algu-
nas notables, acerca de cómo debe transcurrir este proceso de adveni-
miento al uso de la razón, el denominador común de las pedagogías
modernas, y de la infancia que ellas han hecho posible, es la idea de
una afectación mutua del movimiento, la percepción sensorial y la
voluntad para culminar en la adultez.
Cabe desatacar que varios modelos pedagógicos de la Ilustración
concibieron la educación de varones y de caballeros de forma privada.
Tales concepciones dan por sentado que la educación que conducirá al
niño al uso de la razón, a la madurez y a la condición de ciudadano, no
ofrece posibilidades de hacer que las mujeres entren en razón, ni fueron
ideadas para la educación escolar universal. Si bien esto no significa
que en Colombia se haya considerado que las niñas no debían recibir
educación, tampoco afirma que la relación entre miembros, sentidos y
órganos propiciada por el ejercicio femenino, con una justa dosis de in-
clemencia y rudeza, harían que el cuerpo fuerte y vigoroso obedeciera y
ejecutara las órdenes del espíritu, y la razón sometiera a la voluntad. La
posibilidad de que el cuerpo de la niña adquiriera la firmeza necesaria
para emprender el camino hacia la madurez, encuentra un obstáculo
insalvable en sus órganos.
En Colombia, un primer factor que incidió en el modelo educativo
femenino, fue la convicción de que la capacidad generatriz no permiti-
ría que los miembros se fortalecieran. Esta capacidad se vería compro-
metida si se exponía el cuerpo a la inclemencia y la rudeza y nunca daría
lugar a una percepción clara y distinta a través de los sentidos y, por
tanto, a un entendimiento verdadero del mundo. El cuerpo, que en los
niños es expresión misma de la naturaleza contenedora del germen que
desplegará la razón, es en las mujeres una naturaleza inalterable. Si bien
niños y mujeres existen en el orden de la naturaleza, lo hacen de formas
distintas. El cuerpo de los niños es un conjunto esquelético, muscular y

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Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

sensorial cuya transformación es mensurable y auto-poiética, mientras


que el inconmensurable cuerpo femenino está definido para la gesta-
ción como orgánico, emocional y moral.
Un segundo factor que tuvo consecuencias para el desarrollo de la
pedagogía en el siglo XX en Colombia, fue que las pedagogías activas se
concibieron originalmente para la educación privada y se adoptaron tar-
díamente en la educación escolar popular. La época republicana carece
de pedagogías utópicas centradas en el niño y pensadas para un nuevo
orden social (Harten 1996). Nunca se puso en duda la noción de que
la infancia expresara una alteridad radical en relación con la adultez,
pero conducente a ella. Este vacío impidió que surgiera a lo largo del
siglo XX una perspectiva pedagógica crítica de la concepción del cuerpo
infantil, de las diferencias que los modelos pedagógicos radicalizan en
el cuerpo de niños y niñas, y de la idea de la infancia como estado bien
de malignidad, vulnerabilidad, ingenuidad, indefensión, irracionalidad
o emotividad y siempre deficiente, y etapa durante la cual el niño debe
ser expuesto a las experiencias pedagógicas. Tampoco se examinó el uso
de las pedagogías activas en relación con la reproducción de diferencias
coloniales, toda vez que su origen como recurso para la educación de
varones de elite nunca fue debatida, como no lo fueron sus posibilidades
de servir de base a la educación popular.
La infancia moderna es, ante todo, resultado del pensamiento pe-
dagógico y se hace realidad en el seno de la familia burguesa que puede,
sacrificando y subordinando el presente del niño y de la madre, alejar
al niño de lo que distraiga su preparación para el futuro, esto es, recibir
en casa la atención de una madre también constituida para esta tarea,
ocupar el tiempo doméstico en actividades edificantes y el juego didác-
tico y asistir a la escuela. No debe desligarse el conocimiento de la niñez
de aquél que consolida la figura de la madre; son interdependientes. A
medida que se perfecciona y especializa el conocimiento sobre los niños,
surgen también las disciplinas sobre las mujeres. Vale la pena subrayar
que el conocimiento sobre las mujeres se concentra en el siglo XIX en
su condición de madres, de forma que la fisiología de las mujeres da
lugar a la ginecología y a la obstetricia, vinculada a su turno con la
puericultura que, en su forma de puericultura prenatal, desconoce la
condición de la mujer para hacer de ella el receptáculo de la vida. La
puericultura “no quiere limitarse a formar, tomándolo al nacer, un niño

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Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

sano y fuerte; quiere más: quiere cuidar de ese niño desde antes de su
nacimiento. Más todavía: desea cuidarlo desde antes de la procreación
y aspira a encargarse de la salvaguardia de la especie.” (Gartner 1922:
10-11). El ansia de hacer patria a través de las madres hace que, de la
fisiología femenina, se pase a elucubrar sobre la condición moral de las
mujeres partiendo de su precariedad emocional e intelectual y alabando
la superioridad espiritual que la hace sublime y, por lo mismo, ajena al
orden político.
El vínculo entre el conocimiento sobre las mujeres y el de los niños
se muestra también en las disciplinas que los han constituido a ambos.
La pediatría surgió como especialidad médica durante la segunda mitad
del siglo XIX, y se desprendió de la obstetricia y de la medicina interna
(Genta 2006: 297). El término se usó por primera vez en 1722, pero
apenas en 1828 se escribió el primer tratado de pediatría y en 1854 se
ofreció la primera cátedra de esta disciplina que reconocía la particu-
laridad del organismo infantil y una medicina interna propia del orga-
nismo del niño hasta los 18 años aproximadamente. En Colombia, la
primera cátedra de pediatría se dictó en 1881 y una década más tarde
se abrió la primera clínica obstétrica e infantil (Genta 2006: 303). En
1865 se acuñó el término puericultura para designar la disciplina que
trata del cuidado de los niños sanos y de los enfermos en sus aspectos
físicos y emocionales.
La especificidad del niño proviene entonces de la temporalidad
corporal fijada por diversas disciplinas. La etapa en la que se encuen-
tra expresa en el cuerpo el orden natural: su razón precaria, la falta de
autonomía pero también y, sobre todo, la capacidad de aprendizaje,
que es la capacidad de convertirse en adulto. Su condición incom-
pleta y la dependencia en que ésta lo sitúa, lo hacen dúctil, frágil y
débil. La labor de completar al niño, a diferencia de la educación de la
mujer –una tarea que no tuvo mayores transformaciones pedagógicas
durante más de un siglo y medio– experimentó en el mismo periodo
cambios notorios surgidos de los avances de la pedagogía, la pediatría
y la psicología del desarrollo.
La primera preocupación de la pedagogía colombiana al inicio de
la República fue infundirle al niño disciplina, inculcarle las primeras
letras y crear en él buenos hábitos. Para acometer esta tarea se hizo
indispensable conocer su naturaleza y la forma de incidir en ella. El

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Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

modelo de la educación lancasteriana o simultánea, instaurado tras la


Independencia, mostró rápidamente sus limitaciones. Basado aún en la
idea de un niño imbuido de animalidad y maldad, pero también devoto
de los principios católicos, se vio en la necesidad de adoptar las ideas
pestalozzianas provenientes del sensualismo ilustrado.
A esta situación se llegó con el propósito de conducir al niño, a
través de la educación, al uso pleno de la razón y a la condición de
hombre civilizado y racional, que es la principal orientación de la post-
ilustración (Walkerdine 2005). Es entonces cuando la adopción del
pensamiento evolutivo muestra la transición hacia la vida adulta como
el paso hacia la civilización. El conocimiento de cómo el niño debe
hacer esta transición lo recoge finalmente la psicología evolutiva que, a
través de una gradación de las etapas de desarrollo, engrana los estados
anatómicos y fisiológicos con el desarrollo moral del niño y la evolución
hacia la razón adulta.
Puesto que la edad tiene la propiedad de ser observable, particu-
larmente por los cambios que implica, es también cuantificable y esto
permite expresar de forma cuantitativa los progresos educativos. La es-
colarización y la pediatría lograron materializar las características del
cuerpo infantil porque en la escuela se requirió precisar los límites de las
edades y de sus avances (Rose 1999: 135 y ss.). La psicología intervino
activamente al hacer que las conductas infantiles se revelaran a la obser-
vación y auscultación (Alzate 2003: 95). Fue esto precisamente lo que
comenzó a hacer el modelo de educación objetiva adoptado en Colom-
bia primero en 1845 y, más tarde y con mayor eficacia, con la primera
misión pedagógica alemana en 1872. Ya en el método de “las lecciones
de cosas”, una de las expresiones didácticas empleadas en la educación
lancasteriana, se mostraban los principios sensualistas en los cuales el
cuerpo del niño revelaba su constitución sensorial, esa faceta menos
asible pero tanto más inquietante por ser el nacedero de la inteligencia
racional (Pedraza 1996: 272-301).
La escuela tuvo desde entonces, además de la ardua tarea de in-
culcar disciplina y sustraer al niño de la producción y del juego, la de
proponer actividades “más” pedagógicas, es decir, estimulantes de la
percepción sensorial, capaces de atraer la curiosidad y el interés del niño,
de comprometer su pensamiento concreto y esforzar sus capacidades de
observación e imitación, así como de emplear activamente su vitalidad.

228 |
Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

Vista desde el cuerpo, la infancia es una etapa caracterizada por


ser pequeño y crecer. El permanente cambio en el crecimiento del
cuerpo quedó asociado con los rasgos infantiles que deben corregirse:
inquietud, imitación, repetición, mente maleable, naturaleza pecami-
nosa, corrupta o dañina; pero también están la fragilidad, la irraciona-
lidad y el exceso de emotividad. Estos rasgos provienen del organismo
blando, acuoso y flojo que se asimila al femenino y es reacio a la razón.
El niño responde por miedo al castigo, emula para sobresalir, aprende
porque tiene interés. La pedagogía nacional empleó estas posibilidades
para educar al niño hasta mediados del siglo XX (Saldarriaga/Sáenz
2007: 397).
Como en el caso de las mujeres, es evidente la pervivencia de con-
cepciones humorales y cristianas de la infancia, las cuales vinieron a
manifestarse con particular agudeza en las primeras décadas del siglo
XX en el tratamiento del niño criminal y del onanista, definidos por su
voluntad enfermiza (Pachón 2007: 332) y ejemplares predilectos de los
expertos en la infancia, como lo fuera la mujer histérica para la psiquia-
tría en el siglo XIX.

4. Al borde de la normalidad
La adopción y adaptación de discursos científicos sobre la anormalidad
de mujeres y niños requirió en Colombia ingentes esfuerzos a lo largo
del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX. A la labor de ordenar la
experiencia y el trabajo simbólico de niños y mujeres, se sumó el fenó-
meno del surgimiento de los jóvenes en el escenario social del último
siglo. Como los niños, la definición de la juventud se ha hecho entonces
a partir de consideraciones en las que los jóvenes aparecen influenciados
por el crecimiento, por cambios hormonales que afectan su estabilidad
emocional y por la regulación de la vida sexual. Al mismo tiempo, du-
rante la juventud las personas alcanzan una madurez que hace posible
el pleno desarrollo de sus capacidades intelectuales. La particularidad
de los jóvenes cobró fuerza en la medida en que los conocimientos de
la endocrinología encontraron, en 1905, que sustancias bioquímicas
como las hormonas afectan de una manera nueva el comportamiento
humano. La endocrinología propone explicaciones que no se fundan
en la constitución anatómica del organismo, sino en la fisiología de un

| 229
Cuerpos Anómalos | Zandra Pedraza Gómez

cuerpo bioquímico cuyos cambios tienen enormes consecuencias para


el comportamiento, que en buena medida hace prácticamente imposi-
ble el domino de la razón y de la voluntad sobre sus designios. Este es el
dominio corporal para pensar la adolescencia y sobre él han proliferado
las formas de intervención y regulación de la vida de los jóvenes.
Vimos que la diferencia de los niños no se alimentó de la imagen
anatómica y fisiológica sino de la preocupación por su desarrollo men-
tal, traducido en lo que el niño hace, en su conducta. Este factor hizo
que la concepción moderna de la infancia se expresara también corpo-
ralmente. No obstante, el sentido de la condición de los niños no se
derivaría de la anormalidad de sus órganos, sino de un comportamiento
que de forma constante se corrige, sanciona e interpreta para que deven-
ga razón adulta.
Para las mujeres, la fisiología moral estableció una relación directa
entre el cuerpo anatómico y su constitución emocional y mental. En
ellas el efecto de los órganos, específicamente del útero, se hizo irreme-
diable. La representación visual del útero y de su funcionamiento reno-
vó la concepción humoral del cuerpo de la mujer al punto que terminó
por afectar la experiencia misma del cuerpo femenino. El esquema cor-
poral y la imagen corporal quedaron limitados por una educación que
restringió las posibilidades humanas de las mujeres a la maternidad.
Este vínculo entre los órganos, la constitución física y las capacidades,
cimentó un fuerte argumento para organizar la experiencia corporal de
las mujeres a través del conjunto de actividades que la fisiología moral
y la educación estipularon y mediante las cuales se excluyó su partici-
pación social.
Tanto en el caso de los niños como en el de las mujeres, la cons-
trucción de una diferencia que los subordina a la anormalidad, muestra
que el ejercicio de discriminar grupos sociales no es un fenómeno que la
ideología de la modernidad haya reservado exclusivamente para pobla-
ciones distintas de las europeas. Por el contrario, en los dos casos estu-
diados, es posible encontrar que el surgimiento de disciplinas médicas
especializadas en determinadas poblaciones como son la pediatría y la
ginecología, ocurrió de la mano de la fijación de una norma que convir-
tió el cuerpo en un recurso político destacado y ha sido útil para afian-
zar un orden jerárquico con base en las características y consecuencias
de anomalías corporales naturalizadas en ciertas poblaciones.

230 |
Al borde de la razón: sobre la anormalidad corporal de niños y mujeres

La fijación de una norma humana es un recurso propio de la antro-


pología de la modernidad que, con base en concepciones anatómicas y
fisiológicas del cuerpo, actualizó un catálogo de capacidades e incapaci-
dades naturales que sirvieron hasta mediados del siglo XX para regular
en Colombia, como en muchos lugares del mundo, los derechos civiles y
políticos de mujeres, niños y jóvenes. A medida que los contratos socia-
les han adoptado los avances de las diversas generaciones de los derechos
surgidos en buena parte de los conocimientos científicos del cuerpo, se
ha transformado la noción de humanidad y anthropos ha dejado de limi-
tarse a la idea del Hombre (Rabinow 2003). Entre la Declaración de los
Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), la Declaración Universal
de los Derechos Humanos (1948), la Declaración de los Derechos del Niño
(1959), la Declaración de Eliminación de la Discriminación contra la Mu-
jer (1967) y, finalmente, la Convención Internacional de los Derechos del
Niño (1989), la cuestión acerca de las habilidades humanas se ha trans-
formado. Debates actuales como los que se libran en torno del cuerpo
de la mujer, la contracepción y el aborto, la participación infantil o el
derecho de los niños a la autonomía y al trabajo, indican que a menudo
se protege la maternidad, no a las mujeres, se protege la noción moderna
de infancia y no el presente de los niños.
Los principios que ordenan la normalidad han cambiado en las
últimas décadas. El conocimiento acerca de las capacidades humanas
y sus múltiples facetas ha permitido que la educación, en general, y en
particular la de las mujeres y los niños, ofrezca un amplio abanico de
posibilidades. Pero el conocimiento científico sobre el cuerpo también
ha permitido modificar sus aptitudes y apariencia y ha penetrado hasta
las dimensiones genéticas para conocer e intervenir en una nueva di-
mensión de la naturaleza del cuerpo. Estos nuevos mapas del cuerpo
también sirven para imaginar nuevas posibilidades para la condición
humana y en su uso anida el riesgo de instaurar o renovar diferencias y
anormalidades como las que acuñaron el cuerpo moderno.

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