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Abstract: This article analyzes how during the Enlightenment, the natu-
ral “inabilities” of women or children were scientifically defined in Euro-
pe and how these concepts were socially used to order the experience of
difference. It next shows how some of these principles were employed in
Colombia throughout the 19th century and during first decades of the
20th century to organize the education of modern women and children
in family and at school.
Key Word: Kids, Women, Men, Body, Anthropology and History.
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Introducción
Proponer y transmitir una concepción de normalidad corporal y, por
lo tanto, humana, puede hacerse por vía positiva o negativa: pueden
afirmarse los rasgos que constituyen la normalidad o resaltar los que
se alejan de ella. La modernidad promueve una antropología que hace
ambas tareas, pero privilegia la segunda. Al delimitar las características
de la anormalidad, esboza principios de lo que debe entenderse como
normal. Esto último evita hacerlo de manera directa; más bien ocurre
por defecto. El hombre adulto es el modelo de normalidad de la antro-
pología moderna. No es novedoso afirmar que en relación con diferen-
tes variables, el ordenamiento moderno tarde o temprano encuentra su
norma en él. La normalidad que encarna abarca su desempeño espiri-
tual e intelectual, su carácter y su configuración emocional. Estos logros
emanan de su cuerpo.
La situación de las mujeres, los niños y los jóvenes es otra, aun-
que similar: en sus cuerpos anida el motivo que los separa transitoria o
permanentemente del hombre adulto. Sin embargo, el cuerpo femeni-
no guarda una diferencia radical e insalvable ya que nunca alcanza la
normalidad. No sucede lo mismo con los niños y los jóvenes varones,
quienes lentamente llegarán a encarnarla. Desde luego, las niñas y las
muchachas afirmarán su anormalidad a medida que se hagan mujeres.
Este artículo ahonda en las concepciones acerca de las “incapaci-
dades naturales” de las mujeres y de los niños, expuestas en Europa a
partir de la Ilustración y que pervivieron hasta mediados del siglo XX
tanto allí como en América Latina, donde estas ideas y conocimientos
tuvieron acogida entre médicos y pensadores. El texto presenta inicial-
mente (1) una perspectiva acerca del uso que se ha hecho del cuerpo
para formular un régimen de normalidad específico en el que los rasgos
del hombre adulto definen el patrón dominante. Este mecanismo se
entiende como un rasgo distintivo de la modernidad. Con base en él,
médicos y filósofos justificaron a lo largo de los siglos XVI a XIX la
inferioridad femenina e infantil. Se incluyen allí algunos de los argu-
mentos esgrimidos para arraigar la idea de que las mujeres y los niños
no podían considerarse seres iguales a los hombres adultos. Se mostrará
que esta diferencia se cimentó en un conjunto de interpretaciones acerca
de determinados rasgos del cuerpo y de sus variaciones en las mujeres
(2) y en los niños (3). Aquí se sugiere que, a pesar de haberse dictamina-
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diferencias sociales internas. Esto supuso ajustar, como parte del esque-
ma de ordenamiento social de la normalidad y la anormalidad, aquellas
características que permitieran agudizar la formulación de anomalías
corporales, teniendo en cuenta criterios climáticos y raciales que se con-
jugaron además con principios morales católicos y conservadores arrai-
gados entre los pensadores latinoamericanos.
Estas tareas se agolparon. Mientras que en los países europeos don-
de habían surgido estos conocimientos, las tareas de ordenamiento so-
cial se habían iniciado desde el siglo XVII, en América varias de ellas se
impulsaron al mismo tiempo. Durante el siglo XIX se separó a las muje-
res de los niños. Esto significó introducir la escuela como lugar privile-
giado para la educación de la infancia, dar a conocer los conocimientos
médicos sobre el cuerpo de las mujeres y de los niños como terreno de
exclusiva intervención médica, argumentar a favor de la función moral
de la madre y de su subordinación a las figuras masculinas del padre, el
médico y el maestro. En fin, a lo largo del siglo XIX, los países latinoa-
mericanos se ocuparon activamente redefiniendo la división del trabajo
simbólico. Así, la madre, por ser madre, debe actuar como un adulto en
relación con sus hijos, pero de los hombres, específicamente de su padre,
sus hermanos y su esposo, recibe el trato de un menor de edad.
El modelo de la madre y la familia burguesas se pusieron en mar-
cha casi al tiempo con los primeros programas de educación popular
y de formación masiva de la infancia moderna. En este mismo siglo,
especialmente hacia el final, se introdujeron la pediatría, la pedago-
gía, la puericultura, la ginecología y la obstetricia, y se impulsaron los
programas de higiene. En las nuevas repúblicas todo esto ocurrió en
el término de un siglo y avivado por el interés de verse incluidas en
el mundo del progreso y la civilización donde estos factores se consi-
deraban centrales. Con todo esta membresía no se les concedió, por
encarnar, de plano, la inferioridad.
En 1845, el Programa de Enseñanza de la Hijiene en las Universi-
dades de la República todavía impartía la teoría de los temperamentos
y se refería a los atributos que permitían reconocerlos y a la influencia
del temperamento en el carácter y las cualidades morales (Vargas 1845:
16). El esfuerzo por prolongar el uso ideológico de las diferencias su-
geridas entre hombres y mujeres en el corpus hipocrático, adquirió una
nueva solidez empleando recursos argumentativos tales como atribuirle
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sano y fuerte; quiere más: quiere cuidar de ese niño desde antes de su
nacimiento. Más todavía: desea cuidarlo desde antes de la procreación
y aspira a encargarse de la salvaguardia de la especie.” (Gartner 1922:
10-11). El ansia de hacer patria a través de las madres hace que, de la
fisiología femenina, se pase a elucubrar sobre la condición moral de las
mujeres partiendo de su precariedad emocional e intelectual y alabando
la superioridad espiritual que la hace sublime y, por lo mismo, ajena al
orden político.
El vínculo entre el conocimiento sobre las mujeres y el de los niños
se muestra también en las disciplinas que los han constituido a ambos.
La pediatría surgió como especialidad médica durante la segunda mitad
del siglo XIX, y se desprendió de la obstetricia y de la medicina interna
(Genta 2006: 297). El término se usó por primera vez en 1722, pero
apenas en 1828 se escribió el primer tratado de pediatría y en 1854 se
ofreció la primera cátedra de esta disciplina que reconocía la particu-
laridad del organismo infantil y una medicina interna propia del orga-
nismo del niño hasta los 18 años aproximadamente. En Colombia, la
primera cátedra de pediatría se dictó en 1881 y una década más tarde
se abrió la primera clínica obstétrica e infantil (Genta 2006: 303). En
1865 se acuñó el término puericultura para designar la disciplina que
trata del cuidado de los niños sanos y de los enfermos en sus aspectos
físicos y emocionales.
La especificidad del niño proviene entonces de la temporalidad
corporal fijada por diversas disciplinas. La etapa en la que se encuen-
tra expresa en el cuerpo el orden natural: su razón precaria, la falta de
autonomía pero también y, sobre todo, la capacidad de aprendizaje,
que es la capacidad de convertirse en adulto. Su condición incom-
pleta y la dependencia en que ésta lo sitúa, lo hacen dúctil, frágil y
débil. La labor de completar al niño, a diferencia de la educación de la
mujer –una tarea que no tuvo mayores transformaciones pedagógicas
durante más de un siglo y medio– experimentó en el mismo periodo
cambios notorios surgidos de los avances de la pedagogía, la pediatría
y la psicología del desarrollo.
La primera preocupación de la pedagogía colombiana al inicio de
la República fue infundirle al niño disciplina, inculcarle las primeras
letras y crear en él buenos hábitos. Para acometer esta tarea se hizo
indispensable conocer su naturaleza y la forma de incidir en ella. El
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4. Al borde de la normalidad
La adopción y adaptación de discursos científicos sobre la anormalidad
de mujeres y niños requirió en Colombia ingentes esfuerzos a lo largo
del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX. A la labor de ordenar la
experiencia y el trabajo simbólico de niños y mujeres, se sumó el fenó-
meno del surgimiento de los jóvenes en el escenario social del último
siglo. Como los niños, la definición de la juventud se ha hecho entonces
a partir de consideraciones en las que los jóvenes aparecen influenciados
por el crecimiento, por cambios hormonales que afectan su estabilidad
emocional y por la regulación de la vida sexual. Al mismo tiempo, du-
rante la juventud las personas alcanzan una madurez que hace posible
el pleno desarrollo de sus capacidades intelectuales. La particularidad
de los jóvenes cobró fuerza en la medida en que los conocimientos de
la endocrinología encontraron, en 1905, que sustancias bioquímicas
como las hormonas afectan de una manera nueva el comportamiento
humano. La endocrinología propone explicaciones que no se fundan
en la constitución anatómica del organismo, sino en la fisiología de un
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