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Resumen: En este escrito se pretende dar cuenta, en general, de una nueva concepción de
la historia de las relaciones internacionales y, en particular, del contexto de globalización, a
partir de la afirmación que hace Peter Sloterdijk del fin del cosmopolitismo y el surgimiento
del ‘provincianismo global’. Tal concepción inusitada se presenta aquí en función de la
discusión sobre los orígenes de la posmodernidad, en una superación del paradigma
moderno. Se sostiene que la globalización de las nuevas tecnologías, que ha permitido que
los hombres superen las distancias, ha tenido por consecuencia, para la historia de las
relaciones Internacionales, que el mundo vuelva a hacerse más pequeño, pero más riesgoso.
Por otro lado, se propone un análisis de las fronteras como configuraciones móviles, la
crisis de los Estados Nacionales y la emergencia de un espacio sin sí mismo, esto es, como
mero espacio de tránsito.
Palabras Clave:
Historia de las relaciones internacionales, esfera, mundo interior del capital, desinhibición.
Abstract: In this paper I try to explain, in general, a new conception of the History of the
international Relations and, in particular, of the globalization context, from the Peter
Sloterdijk assumption in his work, according to which we assist to the end of the
cosmopolitism and the beginning of the ‘Global provincialism’. Such a ‘new’ conception is
presented right here in function of the more general discussion about postmodern view. I
argue in favor to the claim the globalization of the new technologies, which has allow to
humanity goes further distances, has it as consequence to the international relations
History, that World becomes again small. In the other hand, I propose an analysis of the
frontiers as movil configurations, of the national States crisis, as well as the birth of a space
without it self, i. e., as a mere transit space.
Key Words:
La tesis más general que se pretende defender en este escrito consiste en que la reflexión
sobre la globalización en el discurso de la historia de las relaciones internacionales –si es
que hay uno y determinado- se encuentra desencaminada por dos razones: (I) se asume la
globalización como un único, identificable y homogéneo estado de cosas que incluye a
todos los Estados-nación en diferentes aspectos, desdeñando las representaciones de las
esferas de la cultura occidental (Sloterdijk), (II) y, por ello, se confunde la globalización con
el cosmopolitismo, y en el peor de los casos, se sostiene que la globalización tiene un
comienzo relativamente reciente o algo similar.
(I)
La globalización es un proceso saturado moral, técnica y sistémicamente, y se puede hablar
de tres globalizaciones o de tres momentos globalizantes, haciendo justicia a las
diferenciaciones de época dentro de dicho proceso. A tales momentos los caracterizamos
como: (i) el griego o helénico o metafísico, (ii) el moderno o postmetafísico y por último,
(iii) el posmoderno o fin de la historia.
La globalización está saturada en sentido moral: las víctimas hacen saber a los culpables las
consecuencias de sus crímenes. Es, según Sloterdijk, a partir de Heidegger cuando el
unilateralismo que se pretende ejercer por parte la Europa dominante, se evidencia como
un fracaso a la vista de cómo las victimas hacen saber a los culpables las consecuencias de
ese dominio. En ese sentido es Estados Unidos el único que mantiene la pretensión como
nación indispensable y se constituye en heredera del concepto unilateral del mundo.
La ‘titánica fenomenología del tedio’ realizada por M. Heidegger en 1929-1930 sólo puede
comprenderse como ruptura de la uniteralidad emprendida en toda Europa (si bien
deteriorada por los desastres de la guerra), cuyo clima moral –la inevitable carencia de toda
convicción vigente– se aprehende en ella con mayor claridad. La cultura de masas, el
humanismo, el biologismo, son máscaras tras las que se oculta el profundo tedio de la
existencia en la globalización. Si se quieren valorar las motivaciones de Heidegger hay que
reconocer en estas el intento de rehistorizar el mundo posthistórico, aun al precio de erigir
la catástrofe en maestra de la vida. En este sentido, Heidegger habría podido decir, a
propósito de la «revolución nacional» a la que adhirió, que en el hic et nunc se había iniciado
una época de «rehistorización», y que él no sólo presenció, sino que había pensado con
anticipación. El historicismo de Heidegger articula la exigencia de arrancar a Alemania de la
trivialidad posthistórica desde el centro del sentido para dejar entrar una vez más, en el
último momento, a la historia. Debe entenderse que, de acuerdo con esta lógica, la
«historia» no es algo que uno mismo haga, sino que hasta en su último extremo se padece.
Los alemanes, como último pueblo de pasiones, deberían ponerse en marcha, sí, según
Heidegger, les incumbe la tarea de demostrar que, incluso en medio de la indiferencia
reinante, existe todavía una certeza (Gewussheit). Si los alemanes hubieran hecho lo que se
esperaba de ellos en la fábula de Heidegger, habrían mostrado al resto del mundo que para
ellos brillaba la luz de la necesidad histórica. Pero la ironía de tal situación quiso que dicha
certeza cambiara de bando y se fuera al lado enemigo, puesto que el antifascismo fue lo
más destacado que ofreció aquella época desde el punto de vista moral. Se alió, para colmo
de la desgracia, con los estadounidenses, paradigmáticos expatriados de la «historia», que
contribuyeron con los parques posthistóricos a la globalización (PC, p. 12).
La elevada densidad implica una probabilidad cada vez más elevada de encuentros entre los
agentes, ya sea bajo la forma de transacciones, o en la de colisiones o casi colisiones. En
este contexto, el concepto de telecomunicaciones juega un papel fundamental, en tanto que
designa la forma procesual de la densificación. Las telecomunicaciones, las nuevas
tecnologías, producen una forma de mundo cuya actualización requiere diez millones de e-
mail por minuto y transacciones en dinero electrónico por un monto de un billón de
dólares diarios. Este término no se comprende bien en tanto que no exprese de manera
más explícita la creación de un sistema mundial de reciprocidad basado en la cooperación,
esto es, en la inhibición mutua, en el que se incluyen las transacciones a distancia, las
obligaciones a distancia, los conflictos a distancia y la ayuda a distancia. Tan sólo este
concepto fuerte de las telecomunicaciones como forma capitalista de la ‘acción a distancia’
es el adecuado para describir el modo de existencia en la globalización.
La globalización está saturada, por último, en sentido sistémico: obra en ella un principio
de acción recíproca; los responsables son confrontados con las consecuencias de sus obras
-Pinochet, Milosevic, Hussein, desventurados unilateralistas-. La globalización del crimen
(piénsese, por ejemplo, en el narcotráfico), nos muestra que la desinhibición activa se
impone una y otra vez a las instancias inhibidoras en ámbitos locales. La criminalidad
organizada reposa sobre el perfeccionamiento profesionalizado de la desinhibición, que
avanza, por así decir, con pasos silenciosos por las fisuras abiertas en el entorno
circundante. El crimen organizado constituye, fundamentalmente, un sentido para hallar las
fisuras (en el mercado y en la ley), junto con una energía que no conoce el cansancio –
vuélvase a pensar en el narcotráfico-. Los criminales organizados de manera eficaz son,
pues, testimonio de la libertad de acción en abierto desafío del sistema universal de
inhibiciones (PC, p. 16)
Esto tiene una significativa validez para lo que últimamente se ha dado en llamar
‘terrorismo’. El medio expedito para hacer justicia en el plano teórico a sus potentes
manifestaciones, -recuérdese el acto inconcebiblemente simple del 11 de septiembre de
2001 o piénsese en lo local en el secuestro- consiste en interpretarlo como un indicio de
que el motivo de la desinhibición cayó en manos de perdedores activos, procedentes del
bando antioccidental o de la selva, en el contexto posthistórico. Esto no demuestra que el
mal llegara hasta Manhattan o las ciudades colombianas, sino que una nueva ola de
perdedores de la «historia» descubrió para sí los placeres de la unilateralidad; por desgracia,
los descubrió después de que terminara el tiempo de juego y en abierta transgresión de las
normas de contención posthistóricas. No imitan, como anteriores movimientos surgidos de
los perdedores, ningún modelo de «revolución»; imitan directamente el impulso originario
de las expansiones europeas: la superación de la inercia mediante el ataque, la asimetría
euforizante garantizada por la agresión pura, la superioridad indiscutible del que llega
primero a un lugar y planta su estandarte antes de que lo hagan los demás. La clara primacía
de la violencia agresora sigue hiriendo al mundo, pero esta vez desde el otro lado, desde el
lado no occidental, o desde la selva. Pero como también es demasiado tarde para que los
terroristas islámicos o los guerrilleros pretendan recuperar terreno en el mundo de las cosas
y los territorios, ocupan zonas aún más amplias en el espacio abierto de las noticias del
mundo. En él erigen su escudo de fuego, del mismo modo que los colonizadores, otrora,
erigían su escudo de piedra donde desembarcaban.
(ii) Esta etapa globalilzante, que llamaremos con Sloterdijk, globalización terrestre, puede
decirse que surge en el Renacimiento italiano, con científicos como Galileo Galilei (1564-
1642), a pesar del juicio que su propia época haya hecho sobre él –recuérdese la abjuración
a la que fue obligado este último físico (1633)-, o con Copernico (1473-1543), el cual da a
conocer su crítica al sistema ptolemaico, basado a su vez en la interpretación dogmática de
Aristóteles, en la lengua aun oficial de los escritos que se erigen en científicos, el latín,
lengua en la que escribiera el también condenado Roger Bacon (c. 1214-1294), quien llevara
a cabo estudios en óptica y en astronomía, a la vez que se inclinaba por la astrología y la
existencia de la piedra filosofal, creencias éstas pertenecientes a la globalización metafísica.
Pero queremos decir que esta época inicia más bien con las incursiones de los
colonizadores, los más célebres de ellos portugueses al nuevo mundo, pues la globalización
terrestre no representa simplemente una historia entre otras muchas. Ella es el único
espacio de tiempo en la vida de los pueblos que mutuamente se descubren, alias
‘humanidad’, que merece llamarse en un sentido filosóficamente relevante ‘historia’ o
‘historia universal’ (p. 31). La época moderna de la globalización es cosa de exploradores y
geógrafos y el Mundo de agua constituye el elemento rector en la Edad Moderna. Terra
Australis nuper inventa nondum cognita; es epoca-nondum, es decir, aún sin, de potencialidades,
en la que los actualizadores geógrafos-colonos son los que se atreven a aprovechar esa
potencialidad. El primero de ellos, por supuesto, Colón, de cuya importancia da buena
cuenta Sloterdijk (WK, p. 52-53). Pero también Magallanes y Drake, quienes contribuirán a
que los mares del mundo se conviertan en el soporte de los asuntos globales. El signo de
aquella época es la invisibilidad, por contraste con el de la nuestra que es el de la visibilidad.
La invisibilidad es una característica fuerte de las realidades profundas –piénsese en la
travesía de Magallanes; geógrafos y colonos se ven obligados a enfrentarla y superarla
constantemente, y la imagen del globo, pasa de ser perfecta a ser, a secas, interesante: el
globo geográficamente descubierto no es bello, sino interesante e interesante es lo que ya
ha recorrido la mitad del camino hacia la fealdad, lo cual da pábulo a una nueva estética de
lo feo. De ese modo, desde el punto de vista estético, la globalización terrestre conlleva la
victoria de lo interesante sobre lo ideal. De ello da testimonio el globo Behaim
(Nuremberg, 1492).
El monopolio del globo terrestre –ese prodigio tipográfico-, compartido con los grandes
mapas y planisferios, por lo que se refiere a las vistas generales de la superficie terrestre,
sólo se ha roto en el último cuarto de siglo XX con las fotografías por satélite. De ese
modo, “Lo que desde finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI –como si tratara de
una novedad que haya aparecido sólo hace poco tiempo entre nosotros- se encomia o
vitupera en los medios de masas como ‘globalización’, representa un momento posterior y
fraudulento de un suceso cuyas verdaderas dimensiones solo aparecen cuando se entiende
la Edad Moderna, con toda consecuencia, como el tránsito de la especulación meditativa
sobre la esfera a la praxis de su aprehensión” (WK, p. 46).
En ese contexto, no es la pérdida del centro lo que caracteriza la Edad Moderna, sino la
pérdida de la periferia.
Virtualmente cualquier lugar sobre una esfera circundable puede ser afectado, incluso desde
la mayor lejanía, por transacciones entre competidores. Ello explica el surgimiento del
capitalismo y de las grandes riquezas. El tráfico es el prototipo del movimiento moderno y
la base del sistema económico: el movimiento reversible. El Comercio se hace con riesgo:
así como la miseria vuelve inventivo, el crédito vuelve empresario y el capital conseguido a
riesgo con crédito, ha de retornar con sus respectivos beneficios a su lugar de origen. Por
ello, el cambio de propiedad interdinástico refleja la naturaleza especulativa de los primeros
procesos de globalización. De ahí que “Resulta un tanto ridículo que el periodismo de hoy
pretenda identificar en los movimientos más recientes del capital especulativo el motivo
real del shock de la forma del mundo llamada globalización”. El sistema universal del
capitalismo se estableció, desde el primer momento bajo los auspicios, mutuamente
implicados, de globo y especulación. (WK, p. 64). De manera que el hecho primordial de la
Edad Moderna no es que la Tierra gire en torno al Sol, sino que el dinero lo haga en torno
a la Tierra.
Es por ello también que la Fortuna (Oh, fortuna imperatrix mundis) aparece por doquier
como la diosa de la globalización par excellence. De ello da buena cuenta el personaje de J.
Verne en la vuelta al mundo en ochenta días, del proceso de la modernidad como proyecto de
tráfico con suerte. También da cuenta esa literatura fantástica de que en una civilización
técnicamente saturada ya no existe aventura alguna, sino sólo el riesgo de retraso. De ahí
que los europeos, tras el shock de la circunvalación terrestre se refugien en falsas
designaciones, que simulan lo familiar de siempre en lo nuevo insólito. En esa medida, el
romanticismo del mar, como el de los montes, es una invención del moderno
sentimentalismo ciudadano.
Con todo, quiero afirmar que Montaigne, y ello incluso a pesar de que Sloterdijk
prácticamente lo soslaya, juega un papel de catalizador de la globalización. Qué debe
Descartes, Hume, Kant, entre otros, (y de paso, la globalización) a Montaigne? Lo mismo
que han de deber los tiempos futuros a Sloterdijk. A mi modo de ver, la actitud que
denuncia la fabilidad de los medios para alcanzar la certeza, valga decir, la histórica, la duda
radical punto de partida de todo conocimiento, y la desconfianza en el convencimiento de
la argumentación y en las autoridades científicas. Todas estas posiciones, de algún modo,
constituyen elementos del ajuar escéptico, del particular modo de ver el mundo de estos
autores modernos, que presentan un aire de familia. El inicio de la globalización
modernidad en clave de la invención de la subjetividad está marcado por una renuncia a las
autoridades filosóficas (en especial a Aristóteles) y por una búsqueda de nuevos puntos de
vista. Si se admite que la invención de la subjetividad moderna parte de un rompimiento
con la filosofía aristotélica o de la distinción definitiva entre razón y fe, de una
desinhibición, se tendría que reconocer que en la invención de esa subjetividad de la
moderna se encuentra Montaigne. Independientemente de esta discusión histórica, cabe
llamar la atención sobre la posición que ocupa Montaigne y lo que ello significa para una
teoría filosófica de la globalización: se encuentra justo en el punto intermedio entre la Edad
Media tardía y la temprana Edad moderna. Pero, ¿por qué precisamente un escéptico es el
que se encuentra en tal posición? Al parecer las posiciones consecuentes con el
escepticismo fungen el papel de catalizadores necesarios para que se produzca el paso de
una forma de pensar a otra, es decir, funcionan como oxigenadores, cuando las corrientes
dogmáticas no llegan a ninguna solución. Por otra parte, es digno de anotar que si el
espíritu escéptico de Montaigne hubiera predominado en la modernidad y no el cartesiano,
quizá hoy la llamada razón instrumental no habría causado efectos tan devastadores. La
pregunta es ¿Qué habría sido de la modernidad si hubiera predominado el pensamiento de
Montaigne? Dicho sencillamente, si el egoísta moderno le hubiese creído a la tesis de
Montaigne según la cual los hombres no somos superiores a los animales, el número de las
especies en vías de extinción, es sólo una conjetura, sería menos dramático. Las
consecuencias de la tesis de la superioridad de los humanos son ostensibles. A lo mejor la
ciencia también tendría una constitución distinta; pero la práctica de determinar
retrospectivamente qué habría sido de la historia, es a menudo algo que lleva a los
arrepentimientos.
La cuestión sobre los orígenes de subjetividad moderna europea arroja luces sobre la
cuestión debatida de los supuestos orígenes de la posmodernidad y de la nueva discusión
sobre la globalización y la historia de las relaciones internacionales, en la medida en que es
posible definir estos conceptos por contraste. Hemos visto que el caso es que pretender
determinar ingenuamente un comienzo único, una fecha precisa (como decir, v. g., que la
modernidad comienza con el descubrimiento de América o con la revolución francesa)
lleva a soslayar otros hechos constitutivos de la globalización y que quienes así lo hicieren
están abocados a defender una postura metafísica fuerte, apelando por ello a una visión
omnicomprensiva de la historia. Si ello es así, previsiblemente puede afirmarse que con la
teoría que trata de dar cuenta del origen de la subjetividad posmoderna ha de ser del mismo
modo y que no es posible indicar un comienzo único, aunque sí determinados síntomas del
agotamiento de la subjetividad posmoderna. Estos síntomas pueden ser: 1. Relativismo
conceptual. No hay hechos puros, objetivos, sino interpretaciones de éstos; el paradigma
científico no afirma tanto su racionalidad, sino más bien su traducibilidad o razonabilidad, y
no se detenta como la única o la más cierta posibilidad de conocimiento. 2. Fin de las
teleologías o desencantamiento del mundo. La llamada por Nietzsche, ‘muerte de dios’. Los
individuos globales admiten creencias incompatibles y eclécticas, y tienden más al
agnosticismo o al ateísmo. (iii) Capitalismo corporativo. Los estados-nación han cedido
poder a intereses particulares que se imponen mundialmente y que configuran un orden de
poder en consonancia con esos intereses. (iv) Banalización o anti-ilustración. Antes que a
pensar por sí mismos, la profusión de información proporcionada por los medios de la
‘cultura de masas’ ha llevado a los individuos a una estupidez sistemática, pues la educación
ya no está tanto en manos de tutores o centros educativos, como de dichos medios.
Quizá ha llegado el momento de tomar al pie de la letra las grandes frases de Sloterdijk.
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“Traumas urbanos. La ciudad y los desastres”. CCCB, en el centro Centro de Cultura
Contemporánea de Barcelona 2004. Disponible en:
http://labola.wordpress.com/2007/11/24/el-palacio-de-cristal-sloterdijk/ Sitio en Interne:
Online: 20.07.2008
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