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ALMEIDA, Gilberto

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Pintor nacido en San Antonio de Ibarra -provincia de Imbabura- en el año


1928.
Nació acunado por una ciudad que es emporio del arte, y es por eso que,
desde temprana edad, brotó en él una apasionante vocación por la pintura,
que pronto se nutrió observando la obra de Eduardo Kingman, Diógenes
Paredes, Oswaldo Guayasamín y Luís Moscoso; maestros de la
generación anterior que tendrían gran influencia al momento de determinar
su destino.
A mediados de 1948 conoció en Guayaquil al maestro Enrique Tábara, dos
años más tarde a Hugo Cifuentes y Guillermo Muriel, en Quito; y
nuevamente en Guayaquil -donde vivió entre 1960 y 1964- fue seducido
por la obra de Manuel Rendón. El contacto con estos maestros y sus obras
le permitió madurar su concepción armónica, su composición y su
cromática. Pudo, gracias a ello, obtener el Primer Premio en el Salón de
Octubre de 1961, el Segundo Premio en el Salón de Julio en 1962 y el
Primer Premio en el Salón de Julio de 1965.
Nuevamente en Quito, volvió con más fuerza por los caminos del dibujo
que había descuidado ocasionalmente luego de obtener en 1957 el Tercer
Premio en el “Mariano Aguilera”; y dos años más tarde presentó “Kitgua”,
una serie goyesca de dibujos de gran formato, trabajados con gran
dedicación y técnica. En 1971 expuso en Buenos Aires su “Muro de Cal”, y
en 1978 obtuvo el Primer Premio en el IX Salón “Luís A. Martínez”, de
Ambato.
Ya por esa época había empezado a expresarse de manera artesanal con
clavos sobre madera, y había creado -con tres millones de clavos- su gran
collage de clavos, piola y acrílico titulado “Astronautas”, que causó
conmoción en los medios artísticos.
“Pero la línea más característica de su estilo y más centrada en su
búsqueda de una expresión americana estaba en el paisaje y la casa.
Y aquí Almeida prodigó por igual su talento que su habilidad y hasta
su facilidad en una increíble cantidad de piezas, algunas de poca
entidad, hechas para responder a la avidez de marchantes y al gusto
poco exigente de cierto mercado. Con sus obras mayores el artista se
convirtió en el gran pintor ecuatoriano del entorno telúrico y la
respuesta humana a ese entorno” (Hernán Rodríguez Castelo.- Revista Diners No.
19, Ag. de 1983).
El pintor que conserva la esperanza
Gilberto Almeida

A los muchos años encontré a Gilberto Almeida en su casa de San Antonio de Ibarra.   Esto
fue lo que me dijo:
He dejado de pintar los últimos seis meses. Durante esta época he estado alimentándome
psíquicamente, preparándome para lo que viene. Mentalmente estoy limpio para lo que voy
a hacer. Comenzaré con un cuadro al que llamaré Autorretrato de un ser humano sin luna ni
estrellas. Iniciaré mi nueva obra con gran soledad. Parto desde cero.

También voy a escribir cartas en mis cuadros, utilizando una serie de signos, de grafías. Y,
a mi manera, voy a pintar los éxodos.

Va a ser un arte esperanzado, un homenaje a la gente. Quiero que mis cuadros queden en la
memoria del espectador.

Esta obra no la venderé. Serán cuadros grandes, en que pretendo volver a la síntesis. Ya me
cansé de que me pidan cuadros con puertas. No me interesa vender. Quiero también ir a
Guayaquil para encerrarme a pintar. El clima, la ciudad, la gente me fascinan.

Pertenezco a una familia de ex terratenientes. Pero los Almeida tenemos un origen que se
ha guardado en secreto.

Mi padre era ganadero y agricultor. Le gustaban los caballos. Sus actitudes ante la vida eran
poéticas. Él nos introdujo en el mundo de la lectura. Por eso, hasta ahora leo todo lo que
cae en mis manos, bueno y malo, ya que de todas maneras a través de los libros se aprende.
Éramos siete hermanos. Yo me crié en un ambiente de enorme sensibilidad.

El arte me entró por el olfato. Había un taller en una esquina del pueblo de San Antonio de
Ibarra. Una vez, al pasar por allí, olí algo agradable. Seguí el aroma y di con el taller del
maestro Luis Reyes. El olor que salía era de aceite de linaza, que se me impregnó y me
cautivó. El olfato me hizo pintor.

Mi padre pretendía que yo fuera agricultor. Nunca se imaginó que yo quería ser pintor.
Cuando se lo dije, él me respondió: ¿Acaso eres hijo de cura? Es que en esa época estaba en
auge Mideros, cuya pintura era totalmente religiosa, y por eso mi papá pensaba que la
pintura y la religión estaban íntimamente ligadas.

Cuando murió mi padre nuestra familia quedó muy pobre y yo me vi obligado a trabajar en
todo lo imaginable. Fui hasta peón. Todo. No tuve más remedio que trabajar muy duro para
educarme.

En el camino encontré amigos que me ayudaron en mi formación, como Luis Gonzalo


Cornejo. Él era socialista y, en su pobreza, me regaló una carpeta con cartulinas japonesas,
pinceles y acuarelas. Otra vez me invitó a pintar y me llevó a la estación del ferrocarril. Allí
me enseñó a ver la caída de la tarde y la llegada de la noche. Las luces y las sombras. Palpé
esa transición y con eso recibí la más grande lección. Creo que fue en ese instante en que
aprendí todo.

Me casé a los 24 años. Para alimentar a mis siete hijos, dibujaba por toneladas.

Un día fui a la calle de La Ronda, en Quito. Y vi cómo un señor cerraba una puerta. Fui a
mi casa y pinté la puerta, de memoria. Vino Pablo Charpentier y me quiso comprar ese
cuadro. ¿Cuánto vale?, me preguntó. Yo le dije que 2.500 sucres. Te doy 500, me dijo. Le
mandé a la mierda. Cogí un marcador y le puse título al cuadro: Hasta mañana, Pablo. Esa
obra se subastó luego. Desde entonces, todo el mundo empezó a pedirme cuadros de
puertas, de portones. Llegué casi a la artesanía haciendo puertas y portones. Pero gracias a
eso pude educar a mis hijos, construir mi casa, comprarme terrenos, tener auto y cosas de
esas.
Nací en 1928.

Deseos, proyectos...
Mi vida como pintor ha sido de lo más agradable. He gozado la vida. He tenido grandes
amigos y amigas. Aunque, claro, como soy hipersensible, también he sufrido.

Ahora me hallo empeñado en crear la bienal internacional de arte popular, en Ibarra. Pero
estoy en vísperas de renunciar a la idea, porque no he encontrado apoyo de ninguna
naturaleza. Las personas y las instituciones parecen no interesarse en mi proyecto.

Entonces lo que hice fue construir un museo donde expondré arte precolombino y
contemporáneo. Pretendo hacer exposiciones variadas, un centro al cual vengan los pintores
y den charlas, conferencias. Toda la edificación la hice yo. El proyecto está casi terminado.

Aquí, en la provincia de Imbabura, se hacen los más bellos bordados, con la creatividad
indígena. Zuleta tiene como símbolo la hoja de trébol. Cada región tiene su símbolo. Los de
Natabuela, la hoja de taxo. Y así. De eso, se pasa a la arquitectura. El arte popular es
ilimitado.

Lo malo es que estamos globalizados. Y esa globalización tiende a estandarizarnos. La


obligación es rescatar nuestra cultura para, a través del arte, poner un dique a la
globalización, que pretende hacernos a todos iguales.

Debo mucho a Guayaquil. Se formó en Quito la Asociación de Pintores Jóvenes. Nos


invitaron a que intervengamos en el Salón Fundación de Guayaquil. Participé. Gané el
segundo premio. Los artistas hicieron cuota para pagarme los pasajes de avión y darme mil
sucres para los gastos. Eso fue en 1958. Yo estaba recién casado. En Guayaquil hice amigos
del alma. Me prepararon un homenaje en la casa de Edmundo González del Real, situada en
las afueras de Guayaquil. De esa reunión salió la Manga, un grupo bohemio de
intelectuales, pintores, escritores, músicos, poetas. Nos reuníamos cada ocho días. Eso me
llevó a trasladarme con mi familia a Guayaquil, donde viví algunos años. Por esa razón
mucha de mi obra está allá. Pinté las casas de madera, los portales, los zaguanes. Si el olor
a madera húmeda me atraía, no se diga los grillos. Yo dormía con la música de los grillos.
He caminado cientos de kilómetros para tratar de entender a la gente, he conversado con
todos. Con eso aprendí a humanizarme.

A mi padre no le gustaba conversar de la familia. Pero decía que descendíamos de reyes.


Decía que éramos parientes de Juana La Loca, y eso sí le creí, porque todos nosotros somos
locos. Y decía también que sobre nuestra familia pesaba una maldición, por culpa de un
cura.
Una maldición que llegaba hasta la séptima generación. De cualquier tragedia que ocurría
en la familia le echaban la culpa a la maldición del cura. Con el tiempo desentrañé el gran
secreto: en el siglo XVIII, Manuel María Almeida tuvo un hijo con una dama de apellido
Verdugo. Luego, para tapar su culpa, se metió a cura y continuó con sus aventuras en el
convento de San Diego, desde donde huía trepándose a un Cristo para ganar la ventana. El
hijo del padre Almeida fue adoptado por un matrimonio también de apellido Almeida.

Nosotros descendemos del padre Almeida, el de la leyenda. En el retrato que está en San
Diego se puede ver que tiene la misma cara de mi padre o de mis tíos. En todas las
generaciones hay tres o cuatro Manuel María en la familia, en honor a ese cura
sinvergüenza.

De preseas e influencias
El Gobierno me va a otorgar la condecoración de la Orden Nacional Al Mérito, que la
recibiré junto con Francisco Coello, Theo Constante y Nelson Román. No he sido proclive
a los homenajes pero, de alguna manera, este me enorgullece y me obliga a trabajar más.

Tengo influencias de Rendón Seminario, de Kingman, de Viteri, de Tábara, pero no en las


formas, sino en la conducta de autenticidad.

Mi padre me mandaba a estudiar la escuela primaria a Atuntaqui, para lo cual yo tenía que
caminar siete kilómetros de ida y siete de regreso. Eso me sirvió para comunicarme con la
gente del campo y entenderla.

Cuando comienzo a trabajar soy una bestia. No siento el paso del tiempo. Me planto frente
al caballete a las seis de la mañana y dale y dale, hasta que casi no puedo tenerme en pie.

En mi pintura hay un color alegre, popular.

Tengo una colección de arqueología de todo el país, que estará en el museo. Muchas piezas
las he encontrado yo, en varias excavaciones. Otras, las he comprado. Son piezas
magníficas, bellísimas.

Soy también loco por la naturaleza. ¿Qué culpa tengo?


A veces me siento solo y me meto a un cuarto, bajo siete llaves. Pero se me pasa rápido. No
me amargo. En ocasiones me dan rabietas y pego carajazos, pero me tranquilizo rápido.

Más que buena salud, he tenido buen carácter para soportar mis enfermedades. La muerte
no me angustia, la tomo como algo natural, que tiene que llegar.
Todo lo hago con la izquierda. Pinto con la izquierda, pienso con la izquierda y oigo con la
izquierda. El oído derecho lo tengo perdido.

Mi mujer es tierna en muchas cosas pero, como es hija de militar, es un tanto mandona. Su
padre fue un general de la República, héroe del alfarismo. Así y todo, ella no ha podido
meterme al orden. Quiere que todos los días me ponga corbata, que tenga los zapatos
cepillados y cuando estoy pintando y me mancho, se pone furiosa.

La vanidad es un defecto de pendejos. Pero el orgullo no, eso es otra cosa.

Parte de mi infancia la pasé en el Carchi, donde mi padre tenía una hacienda. Allí
procesábamos azúcar en unos pondos enormes que tenían un hueco abajo para que cayera la
melaza. A los ocho días teníamos azúcar morena, con la que yo hacía muñecos y figuras.
Creo que de allí me nace el gusto de trabajar con las manos.

Yo vengo del loco, del loco del padre Almeida. Pertenezco al mundo de los locos.

Cuando era pequeño, mi papá me llevó una madrugada al campo. Oscuro. Frío. Se sentó y
me cubrió con su poncho. Yo no sabía de qué se trataba, hasta que comenzó a salir el sol.
Entonces me mostró cómo nacía una planta, cómo el sol la hacía brotar de la tierra. Esa fue
la mejor experiencia de mi vida: ver cómo nace una planta.

 GILBERTO ALMEIDA

Nace en 1928, es el 5to. hijo de una


familia formada por 7 hermanos, sus
padres fueron don José Peregrino
Almeida y doña Carmen Amelia Egas.

Los primeros conocimientos recibe en la


escuela de su lugar natal, San Antonio,
luego pasa al Colegio “Santa Teresita” de
la ciudad de Quito, más, sus inquietudes
juveniles están guiadas hacia el arte.
Regresa a su pueblo en el período que
nace el “Liceo Artístico’’, plantel educativo secundario fundado
para orientar en forma metódica la tradicional manera de cultivar la
belleza en la parroquia. Es en el “Daniel Reyes” donde Gilberto
acaba por descubrir totalmente su vocación de pintor. Su decisión
es firme: caminará junto al pincel, el lienzo y los colores.
Su personalidad inquieta por hacer y conocer, pone los cimiecimientos
de su futuro; sin embargo, los profesores no influyen en su forma
de interpretar las cosas, él mismo escudriña su propia identidad y
afianzamiento que le conducirán a pintar y dibujar con dedicación
y esmero, tras la búsqueda constante de su propio estilo.
En el Liceo se destaca entre sus compañeros, expone sus conceptos
nuevos y diferentes y realiza trabajos dentro del programa de
aprendizaje, saliéndose de las formas convencionales empleadas
como metodología y aceptadas por el establecimiento educacional,
tomando en cuenta –además - que en el grupo de sus compañeros
figuraban pintores distinguidos y con trayectoria, tal el caso de
Vicente Herrera (ausente del país) y Emma Montesdeoca, quienes

antes de ingresar al colegio aprendieron pintura en el taller del


maestro “Luís Reyes”.
El Liceo, como lo llamábamos todos al plantel añorado, logró
atraer la atención de los jóvenes que ansiábamos ser pintores o
escultores. Tuvimos la suerte de vivir aquella época, saturada de
ensueños. Maestros y alumnos solo queríamos extraer de las
cosas bellas los elementos expresivos para estructurar nuestras
pequeñas obras que a la par respondían al aprendizaje y pretendían
obtener el hábito de la apreciación y realización artísticas.
Dirigió con acierto los primeros años de vida del Colegio “Daniel
Reyes” el señor: Gonzalo Cornejo: joven, culto, respetuoso,
educado, carismático. Sus méritos corno artista iban paralelos con
sus dotes de maestro, y su metodología también era un arte.
Entrega sus conocimientos con generosidad y claridad de didacta.
Cornejo aviva la chispa de los corazones juveniles, consigue
organizar la naciente Institución artística y deja en ella una huella
profunda. Viene a nuestro recuerdo aquella ocasión en la que al
mirar el paisaje nos hacía estudiar las formas armoniosas y nos
decía: “Hay que adentrarse y expresar el espíritu de las cosas”;
contemplábamos mustios las casitas de una calle tortuosa, era ya
tarde, el sol alargaba las sombras de las viviendas anunciando la
cercanía de la noche y agregaba: “Observen como las casas se
acurrucan unas a otras, acomodándose para soportar el frío de la
noche”. En todo nos hacía descubrir belleza interna y externa.
Tenemos la convicción de que el verdadero maestro de Gilberto
Almeida fue Gonzalo Cornejo, siempre demostró preferencia por
él, como alumno favorito. Era muy frecuente verlos camino al
campo a pintar o tomar apuntes, con la carpeta bajo el brazo y
armados de cartulinas, lápices y acuarelas.

En ese entonces, nuestro pueblo era muy conservador en todos los


aspectos de la vida. Gilberto, sin ser heresiarca, protesta contra la
escultura religiosa erróneamente considerada como arte único.
Sus trabajos ilumínanse con una riqueza de colorido y su dibujo
expresa un desdibujo elocuente que va puliendo místicamente
hasta concretar su personalidad. Joven aún pierde a su padre, su
familia atraviesa por duros momentos, pero las
limitaciones y necesidades parecen fortalecer su espíritu y sus
anhelos se manifiestan con mayor intensidad y decisión para
alcanzar la meta: ser pintor.
Al terminar la enseñanza medía abandona el Liceo, cree que no es
importante el título y se aleja de su tierra para iniciar una etapa de
afirmación y proyección artística.
En 1956, Gilberto se casa con doña América Bucheli, llegan los
primeros hijos y se encuentra ante un desafío: sacar adelante su
hogar valiéndose de una actividad que por entonces no garantizaba
ninguna seguridad económica, pero había de hacerlo pintando, era
lo que sabía y con ardor deseaba. Las dificultades y penurias
aguijonean su impulso creador, trabaja incansablemente y se radica
en Quito. A veces, tiene que realizar obras artesanales y
decorativas para comerciantes sin descuidar el arte seriamente
tratado. Pinta, presenta exposiciones, su nombre es conocido en
círculos plásticos e intelectuales que a la sazón caminaban juntos.
Su obra comienza a figurar en exposiciones, discusiones,
planteamientos, ideas, respuestas, coloquios, etc. El “café 77”
situado en el centro de esta ciudad, en la década del 60, constituye
el hogar de los románticos y bohemios, es la fragua de pintores,
escultores, músicos, poetas y todos quienes tienen algo que decir o
hacer.

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