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A los muchos años encontré a Gilberto Almeida en su casa de San Antonio de Ibarra. Esto
fue lo que me dijo:
He dejado de pintar los últimos seis meses. Durante esta época he estado alimentándome
psíquicamente, preparándome para lo que viene. Mentalmente estoy limpio para lo que voy
a hacer. Comenzaré con un cuadro al que llamaré Autorretrato de un ser humano sin luna ni
estrellas. Iniciaré mi nueva obra con gran soledad. Parto desde cero.
También voy a escribir cartas en mis cuadros, utilizando una serie de signos, de grafías. Y,
a mi manera, voy a pintar los éxodos.
Va a ser un arte esperanzado, un homenaje a la gente. Quiero que mis cuadros queden en la
memoria del espectador.
Esta obra no la venderé. Serán cuadros grandes, en que pretendo volver a la síntesis. Ya me
cansé de que me pidan cuadros con puertas. No me interesa vender. Quiero también ir a
Guayaquil para encerrarme a pintar. El clima, la ciudad, la gente me fascinan.
Pertenezco a una familia de ex terratenientes. Pero los Almeida tenemos un origen que se
ha guardado en secreto.
Mi padre era ganadero y agricultor. Le gustaban los caballos. Sus actitudes ante la vida eran
poéticas. Él nos introdujo en el mundo de la lectura. Por eso, hasta ahora leo todo lo que
cae en mis manos, bueno y malo, ya que de todas maneras a través de los libros se aprende.
Éramos siete hermanos. Yo me crié en un ambiente de enorme sensibilidad.
El arte me entró por el olfato. Había un taller en una esquina del pueblo de San Antonio de
Ibarra. Una vez, al pasar por allí, olí algo agradable. Seguí el aroma y di con el taller del
maestro Luis Reyes. El olor que salía era de aceite de linaza, que se me impregnó y me
cautivó. El olfato me hizo pintor.
Mi padre pretendía que yo fuera agricultor. Nunca se imaginó que yo quería ser pintor.
Cuando se lo dije, él me respondió: ¿Acaso eres hijo de cura? Es que en esa época estaba en
auge Mideros, cuya pintura era totalmente religiosa, y por eso mi papá pensaba que la
pintura y la religión estaban íntimamente ligadas.
Cuando murió mi padre nuestra familia quedó muy pobre y yo me vi obligado a trabajar en
todo lo imaginable. Fui hasta peón. Todo. No tuve más remedio que trabajar muy duro para
educarme.
Me casé a los 24 años. Para alimentar a mis siete hijos, dibujaba por toneladas.
Un día fui a la calle de La Ronda, en Quito. Y vi cómo un señor cerraba una puerta. Fui a
mi casa y pinté la puerta, de memoria. Vino Pablo Charpentier y me quiso comprar ese
cuadro. ¿Cuánto vale?, me preguntó. Yo le dije que 2.500 sucres. Te doy 500, me dijo. Le
mandé a la mierda. Cogí un marcador y le puse título al cuadro: Hasta mañana, Pablo. Esa
obra se subastó luego. Desde entonces, todo el mundo empezó a pedirme cuadros de
puertas, de portones. Llegué casi a la artesanía haciendo puertas y portones. Pero gracias a
eso pude educar a mis hijos, construir mi casa, comprarme terrenos, tener auto y cosas de
esas.
Nací en 1928.
Deseos, proyectos...
Mi vida como pintor ha sido de lo más agradable. He gozado la vida. He tenido grandes
amigos y amigas. Aunque, claro, como soy hipersensible, también he sufrido.
Ahora me hallo empeñado en crear la bienal internacional de arte popular, en Ibarra. Pero
estoy en vísperas de renunciar a la idea, porque no he encontrado apoyo de ninguna
naturaleza. Las personas y las instituciones parecen no interesarse en mi proyecto.
Entonces lo que hice fue construir un museo donde expondré arte precolombino y
contemporáneo. Pretendo hacer exposiciones variadas, un centro al cual vengan los pintores
y den charlas, conferencias. Toda la edificación la hice yo. El proyecto está casi terminado.
Aquí, en la provincia de Imbabura, se hacen los más bellos bordados, con la creatividad
indígena. Zuleta tiene como símbolo la hoja de trébol. Cada región tiene su símbolo. Los de
Natabuela, la hoja de taxo. Y así. De eso, se pasa a la arquitectura. El arte popular es
ilimitado.
Nosotros descendemos del padre Almeida, el de la leyenda. En el retrato que está en San
Diego se puede ver que tiene la misma cara de mi padre o de mis tíos. En todas las
generaciones hay tres o cuatro Manuel María en la familia, en honor a ese cura
sinvergüenza.
De preseas e influencias
El Gobierno me va a otorgar la condecoración de la Orden Nacional Al Mérito, que la
recibiré junto con Francisco Coello, Theo Constante y Nelson Román. No he sido proclive
a los homenajes pero, de alguna manera, este me enorgullece y me obliga a trabajar más.
Mi padre me mandaba a estudiar la escuela primaria a Atuntaqui, para lo cual yo tenía que
caminar siete kilómetros de ida y siete de regreso. Eso me sirvió para comunicarme con la
gente del campo y entenderla.
Cuando comienzo a trabajar soy una bestia. No siento el paso del tiempo. Me planto frente
al caballete a las seis de la mañana y dale y dale, hasta que casi no puedo tenerme en pie.
Tengo una colección de arqueología de todo el país, que estará en el museo. Muchas piezas
las he encontrado yo, en varias excavaciones. Otras, las he comprado. Son piezas
magníficas, bellísimas.
Más que buena salud, he tenido buen carácter para soportar mis enfermedades. La muerte
no me angustia, la tomo como algo natural, que tiene que llegar.
Todo lo hago con la izquierda. Pinto con la izquierda, pienso con la izquierda y oigo con la
izquierda. El oído derecho lo tengo perdido.
Mi mujer es tierna en muchas cosas pero, como es hija de militar, es un tanto mandona. Su
padre fue un general de la República, héroe del alfarismo. Así y todo, ella no ha podido
meterme al orden. Quiere que todos los días me ponga corbata, que tenga los zapatos
cepillados y cuando estoy pintando y me mancho, se pone furiosa.
Parte de mi infancia la pasé en el Carchi, donde mi padre tenía una hacienda. Allí
procesábamos azúcar en unos pondos enormes que tenían un hueco abajo para que cayera la
melaza. A los ocho días teníamos azúcar morena, con la que yo hacía muñecos y figuras.
Creo que de allí me nace el gusto de trabajar con las manos.
Yo vengo del loco, del loco del padre Almeida. Pertenezco al mundo de los locos.
Cuando era pequeño, mi papá me llevó una madrugada al campo. Oscuro. Frío. Se sentó y
me cubrió con su poncho. Yo no sabía de qué se trataba, hasta que comenzó a salir el sol.
Entonces me mostró cómo nacía una planta, cómo el sol la hacía brotar de la tierra. Esa fue
la mejor experiencia de mi vida: ver cómo nace una planta.
GILBERTO ALMEIDA