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Pongamos por tanto aparte el uso automático y, por decirlo todo, perezoso de los
términos tradición y sociedad tradicional e intentemos, a la luz de trabajos recientes,
tornarlos en serio, al pie de la letra en suma. ¿Qué es exactamente una tradición? ¿Qué
podría ser un hecho tradicional? ¿Siguiendo qué criterio es posible organizar el censo de
tales hechos? ¿De qué propiedades estarían provistos de las que consecuentemente estarían
privados los hechos no tradicionales? ¿Podemos definir de una manera que no sea negativa
o positiva los universos sociales y culturales tradicionales? ¿A qué conduce, en una palabra,
el atributo de tradicional?
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Ahora bien, ¿es necesario recordar que nada permite afirmar que nuestra propia
concepción del tiempo y de la historia es más "objetivamente" exacta, adecuada a la
realidad de las cosas, verdadera en suma, que la concepción que se hacen o se harán esas
sociedades que llamamos tradicionales? ¿La historia inventa más que reproduce? ¿Reitera
más que innova?. Es cuestión de puntos de vista. Brevemente, esta representación del
pasado y del presente, de sus relaciones, de donde deriva el uso que hacemos de la noción
de tradición, es, como otros, un prejuicio cultural, una tradición.
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Pero como no se le ocurrirá a nadie considerar como tradicional todo lo que nos
viene del pasado, la noción de tradición nos reenvía también a la idea de un cierto conjunto
de hechos, o si se prefiere, de un depósito cultural seleccionado. La tradición no transmitirá
la integridad del pasado, actuará a través de un filtrado. La tradición será el producto de
este apartado. No es ciertamente una casualidad que, a nuestros ojos de occidentales
confrontados a otras culturas, la religión aparezca como el campo por excelencia de la
tradición. Cuando evocamos la tradición de tal o cual pueblo, de tal o cual grupo social, no
nos referimos a ningún tipo de institución, de enunciado o de práctica. Dicho de otra forma,
nosotros asociamos a la noción de tradición la representación de un contenido que exprese
un mensaje importante, culturalmente significativo y dotado por esta razón de una fuerza
actuante, de una predisposición a la reproducción.
Así, esta noción de tradición, cuyo contenido nos parece ir totalmente de suyo,
asocia en realidad tres ideas muy diferentes y necesariamente coherentes entre ellas: la de
conservación en el tiempo, la de mensaje cultural, y la del modo particular de transmisión.
Ahora bien, cada uno de esos tres elementos de definición se presta a equívocos. Ninguno
de ellos define rigurosamente un atributo de tracionalidad, esto es, una propiedad exclusiva
de la que estarían dotados los hechos llamados tradicionales.
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Pasemos igualmente sobre esta constatación de sentido común, a saber, que no hay,
afortunada o desafortunadamente, tabla rasa en el orden de la cultura. Todo cambio, por
revolucionario que pueda parecer, se opera sobre un fondo de continuidad, toda
permanencia integra variaciones. La oposición canónica entre tradición y cambio presenta
alguna analogía con la famosa imagen de la botella mitad vacía y la botella mitad llena.
Que una sea, vacía o llena, a las tres cuartas partes y la otra a la cuarta, no cambia
estrictamente nada del asunto.
Vayamos a lo esencial que es, por tanto, que todos los objetos culturales calificados
de tradicionales por los etnólogos sufren cambios. Todos han probado la experiencia que de
una recitación a la otra, por ejemplo, el texto de un mito o de un cuento varía, bien porque
se han omitido ciertos elementos, bien porque se incorporen otros; que de una ceremonia a
la otra, el ritual no se desarrolla de una manera idéntica. El cumplimiento de una tradición
no es jamás la copia idéntica de un modelo donde todo desmiente, por lo demás, que existe.
Como Lévi-Strauss ha demostrado, el principio de sustitución se dilata en el "pensamiento
salvaje". Viene a faltar tal ingrediente que reemplazamos sin dudar por otro: no se
experimenta, por tanto, el sentimiento de faltar a la tradición; no tiene la etiqueta inflexible,
el protocolo inmutable. Brevemente la tradición, asociada a conservación, manifiesta una
singular capacidad de variación, proporciona un asombroso margen de libertad a los que la
sirven (o la manipulan). Como dice Boyer, "
Y
Y
YY
Y
Y
Y
Y
Y Y
YY
" (Boyer, s.d.:
14). Ahora bien, como puede suponerse, la empresa destinada a calcular una tasa de
transformación (o de conservación) es absurda, como está desprovista de sentido la fijación
de un umbral que, respetado, atestiguaría una permanencia y, sobrepasado, denotaría la
presencia de cambio. Las ciencias de la cultura no disponen de barómetros.
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Una tal concepción de lo tradicional como mensaje cultural viene a decir que las
prácticas y los enunciados que observa y registra el etnólogo no son, hablando con
propiedad, tradiciones sino expresiones de la tradición. Un mito, un rito, un cuento, un
objeto, constituirían menos objetos tradicionales en tanto que tales que manifestaciones de
representación, ideas y valores que serían, ellas solas, la tradición. Ésta estaría escondida
detrás de palabras y de gestos, orientándolas en último término pero quedando siempre por
descifrar. Para tomar un ejemplo simple, lo que habría de tradicional en una casa tradicional
sería menos su arquitectura exacta o los materiales de los que está hecha que "la idea" que
hubiera presidido su construcción, el complejo sentido cristalizado en ella que ha
sobrevivido idéntico a la transformación eventual de sus elementos constitutivos. La
tradición sería ese hueso duro, inmaterial e intangible, alrededor del cual se ordenarían las
variaciones.
Pero reducir la tradición a lo que se manifestaría, bajo formas muy variables, del
espíritu duradero de una cultura, de su filosofía en suma, plantea evidentemente un cierto
número de problemas. Primero, el que se transparenta en la actitud de los etnólogos sobre el
terreno: ellos no conceden el estatuto de tradicional a todos los actos y a todos los
enunciados observados y recogidos. Sólo algunos parecen reflejar la tradición. Ahora bien
¿por qué esta última seencarna en ciertos gestos y no en otros, en ciertas palabras con la
exclusión de otras?. Suponiendo que el mensaje de la tradición sea socialmente compartido
en el interior de un grupo humano, lo que es un postulado implícito de numerosos trabajos
etnológicos, ¿por qué no orienta la totalidad de los comportamientos de este grupo?, ¿por
qué no sería todo tradicional?. Como subraya justamente Boyer, no vendría a la cabeza de
ningún etnólogo considerar como "tradicional", por ejemplo, la lengua de una sociedad,
lengua que es sin embargo a la vez la matriz y la condición de posibilidad de toda mirada
sobre el mundo. El etnólogo efectúa, por tanto, una selección implícita que contradice la
visión de la tradición como reja interpretativa.
Pero una concepción como ésta de la tradición plantea otros problemas ampliamente
evocados por Boyer. Si admitimos que la tradición es, más o menos, una especie de
"teorización del mundo", debería poder ser objeto de una enunciación bajo la forma de un
conjunto de proposiciones coherentes entre ellas, a la manera de esos libros que se titulan
"
", debidos a la pluma de escritores cuidadosamente escogidos por los
editores. Ciertos etnólogos han afirmado la posibilidad de una tal transcripción como
testimonia la tradición africanista de los tratados de cosmogonía indígena. Pero estas
recogidas de la tradición han sido generalmente efectuadas no sobre la base de la
observación y el registro de hechos y enunciados "tradicionales" sino a partir de verdaderos
interrogatorios de guardianes especializados del saber, de detentadores autorizados del
conocimiento, de dueños del discurso en suma. Ahora bien, éstos proceden a un empleo
totalizante en los que los efectos son todavía más acentuados por las intervenciones del
etnólogo. Podemos preguntamos en qué medida la tradición así referida emana de una
elaboración social y orienta verdaderamente los comportamientos ordinarios. ¿Quién
sostendría, por ejemplo, que aquí mismo el saber de los teólogos recubre la experiencia de
la tradición compartida por los feligreses que reiteran cada domingo los gestos comunes de
la liturgia?. ¿Una tradición ignorada por la mayoría es una tradición en este sentido? ¿y cuál
puede ser su fuerza actuante?.
Conviene interrogarse sobre el estatuto a todas luces extraño de esta tradición vista
como complejo de ideas corrientemente implícitas, jamás formuladas si no es por
especialistas reconocidos, sin embargo fielmente transmitidas y que obligan a un cuerpo
social completo a reiterar ciertas prácticas. ¿Podemos verdaderamente creer que repetir una
tradición es reproducir en actos un sistema de pensamiento?. Tomemos un ejemplo
concreto: el de la educación en la mesa. No hay ninguna duda de que detrás de la forma de
disponer platos y cubiertos, de usarlos y de comportarse en general, hay una cierta
concepción simbólica del orden de las cosas -¿por qué no fragmentos de cosmogonía?-
sobre la cual los especialistas podrían ilustramos. Nos darían elementos de significación
que serían, solos, la tradición en la acepción que hemos visto. Pero la inmensa mayoría de
los convidados que se sientan a la mesa ignoran esa tradición. Todo lo mas algunos de ellos
tienen algunas ideas aisladas y sin duda contradictorias. ¿Podemos hacer la hipótesis de que
la tradición, el sistema completo de ideas y de valores de los que cada convidado tiene
algunas nociones, sea el verdadero agente de la reproducción "tradicional" de estas maneras
en la mesa? ¿Ponemos el tenedor a la izquierda y el cuchillo a la derecha para repetir
inconscientemente los principios abstractos reguladores de la oposición izquierda/derecha
en la cultura francesa?. Es más lógico pensar que procedemos así diariamente por la sola
referencia a esta disposición observable, y que esta disposición repetida informa sólo de las
ideas que podemos hacernos y del deber social de conformidad. Dicho de otra forma, todo
parece pasar como si la "tradición" no estuviera en las ideas sino que residiera en las
prácticas{como si fuera menos un sistema de pensar que formas de hacer. Si éste no fuera
el caso, el etnólogo se vería dotado de un indudable privilegio, el ser el único en enunciar la
tradición del , construyéndola inductivamente a partirde observaciones. A falta de un
detentador cualificado de la tradición, tendremos siempre necesidad de un etnólogo para
apropiarse de la tradición.
Que la tradición sea vista como simple hecho de permanencia en el tiempo, como
mensaje cultural diluido en las prácticas o como medio específico de transmisión, guarda
una gran parte de su misterio. En efecto, ninguna de estas acepciones permite delimitar con
razón entre hechos tradicionales y otros que no lo son, ni de percibir dónde se situarían
exactamente los mecanismos de su perpetuación. Definida en estos términos, la tradición no
revela ni su naturaleza ni las fuentes de su autoridad social.
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Puede ser conveniente, como nos invitan los trabajos de Boyer y de Pouillon,
razonar de otra forma y abandonar los dos presupuestos que determinan los usos del
vocablo tradición. Según el primero, la tradición sería un dato prometido con antelación a la
recogida y al conocimiento. Existiría lista para ser registrada (o almacenada) en una
que no debe nada o casi nada a los hombres del presente. Éstos la recibirían pasivamente, la
conservarían repitiéndola de forma estereotipada. En cuanto al segundo presupuesto,
conduce a la reflexión -siguiendo una forma propia a nuestro modo de pensar la
historicidad-, a encerrar la tradición sólo en el camino que lleva del pasado al presente. Su
elaboración sería de sentido único: se casaría con el movimiento del tiempo; su verdad sería
de orden cronológico. Gozaría, en suma, de todos los privilegios de la edad, siendo
reconocida como más verdadera y actuante cuanto más anciana.
Puede ser que podamos objetar que el pasado tiene que haber existido, y de una
cierta manera persiste para que el presente pueda agarrarse a él; que su invención no puede
ser absolutamente libre. Sin duda, pero tal como dice Pouillon, "
Y
Y
Y
Y
Y
Y
" (1975:160). Por otra parte, estos límites son singularmente ligeros. El
margen de maniobra que ofrece el pasado no conoce prácticamente hitos, como saben bien
los historiadores. Una palabra es a veces suficiente para recrear todo un universo,
presentando a los ojos de los contemporáneos las garantías de "autenticidad" suficientes
para erigirla es tradición, establecerla como referencia.
Esta aproximación del hecho de la tradición evalúa, por tanto, como falso
problema la cuestión apuntada más arriba del cambio y de la conservación, de las tasas
relativas de transformación y de preservación. No es ciertamente inútil saber un poco más
sobre los materiales en que el presente se ampara para constituirlos en tradición, pero
aunque pudiéramos verificar que éstos traicionan la verdad del pasado, la tradición no sería
menos tradición. Su fuerza no se mide por la exactitud en el ejercicio de la reconstrucción
histórica© Ella dice "verdad" incluso cuando dice falso, porque se trata menos de
corresponder a hechos reales, de reflejar lo que fue, que de enunciar las proposiciones
mantenidas, en suma, consensuadamente verdades. Su verdad no es, por retomar una
distinción clásica, del tipo correspondencia (
Y) sino del tipo coherencia. Es de una
cierta forma de la tradición, como del testimonio una retórica de lo que se atestigua haber
sido.
Existe en París una tintorería cuya puerta tiene esta única mención: "Y
". Podemos razonablemente hacer la hipótesis de que pocos clientes
saben exactamente quién era Pouyanne, en qué consistía su arte particular, y las
condiciones exactas en las cuáles le comunicó los secretos a Parfait. Pero en pocas palabras
se ha sugerido lo esencial de una tradición: un origen prestigioso y un poco lejano, un saber
misterio, una herencia exclusiva, una diferencia proclamada, una autoridad afirmada. Así se
formula una tradición.
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Evocaremos más brevemente la noción de sociedad
tradicional. De todas las acepciones de esta noción, inscritas en lo que conviene llamar en
etnología el "gran reparto" entre sociedades y culturas, no retendremos más que aquélla que
está fundada literalmente sobre el criterio de tradicionalidad. Como su nombre indica,
ciertas sociedades serían más tradicionales que otras nominadas al mismo tiempo
modernas.
: Admitamos provisionalmente lo que hemos
criticado más arriba, a saber, que la tradición sería la conservación de un contenido cultural.
Parece casi evidente que si las sociedades son tradicionales en este sentido, éstas serían las
nuestras, las que se hunden bajo el peso de archivos y de libros, han inventado los museos y
la profesión de anticuario y conferimos a la historia, definida como la restitución del
pasado, el estatus privilegiado que sabemos. Las sociedades modernas deberían ser las más
tradicionales.
No sería por tanto la tradición la que haría las sociedades tradicionales, sino el
grado de sumisión a lo que ella enuncia. Las sociedades tradicionales serían sociedades de
conformidad. Tomemos esta proposición en serio aunque exista la reflexión de que medir el
grado de tradicionalidad de una sociedad es una empresa tan difícil como la que consiste en
evaluar un coeficiente de cambio o una tasa de preservación. No es inútil recordar, como ha
hecho Pouillon (1977:204), que hace ya muchos decenios un etnólogo, Hocart, negaba en
un artículo significativamente titulado "x
!" #", fechado en 1927,
que nuestras sociedades fueran menos sumisas a la tradición que esas sociedades que
llamamos tradicionales. De una comparación entre el europeo y el melanesio, concluía que
el europeo se dobla, más que el melanesio, bajo el peso de la tradición. Su argumento era el
siguiente: la educación empieza más temprano en nuestros países, su olvido llega por tanto
más pronto igualmente; en consecuencia, los comportamientos del europeo le aparecen
como más libres, menos aprendidos que en Melanesia. Cuanto menos es consciente el
hombre, más obedece a la tradición.
He aquí que conduce a evocar una idea frecuentemente presente detrás de las
representaciones que nos hacemos de la diferencia entre "ellos" y "nosotros", entre las
sociedades llamadas tradicionales y las sociedades llamadas modernas. Las primeras
estarían gobernadas por el principio del tradicionalismo. En otros términos, ciertas
sociedades, al contrario de otras, no solamente quieren conservar sino que se someten a los
decretos del pasado. Se conducen así, sea en función de un verdadero "proyecto" de
sociedad, de una carta cultural inscrita en su ser colectivo (hipótesis presente en ciertos
textos de Lévi-Strauss), sea que obedezcan a una disposición psicológica de tipo
conservador (hipótesis cognitivista). " YYY
YY"
(Boyer, s.d.:14). Siguiendo al filosofo Eric Weil, Boyer ha propuesto la crítica de esta
visión de las cosas sobre la base estricta de datos etnográficos. " YYY -
escribe- Y
Y
Y
$
Y
Y
$
%Y
YYY
Y Y
Y
Y
Y
Y
Y
Y
Y
YY
Y
YY"
(Boyer, s.d:15). Es en nuestras propias sociedades donde nos apegamos a efectuar un
apartado en el pasado, a definir las "buenas" herencias culturales, a hacer una elección
deliberada de los que es tradicional y de lo que no sabría serlo, a manifestar la voluntad de
mantenerse y, llegado el caso, a constreñir al conjunto del cuerpo social a conformarse.
Sin duda, no es posible descartar tan categóricamente como lo hace Boyer la idea de
que en el interior de las sociedades tradicionales, el pensamiento colectivo lo sea en la
medida de elecciones pasadas más o menos conscientes. Evocando la cuestión de relación
entre mitos y reglas de acción, Lévi-Strauss (1983) ha hecho la demostración de que esta
manera de pensar lo social podría prestarse, en ciertos casos, a una especie de control
experimental. No vemos porqué las sociedades modernas han de tener el monopolio de
proyectos de sociedad. Es un hecho, no obstante, que pocos etnógrafos han cruzado sobre
sus terrenos, si no es en sociedades en que la historia -la nuestra por ejemplo- ha situado en
el cruce de los caminos a los Bonald o a los SaintVincent de Lérins. Hay pocos
conservadores declarados en las sociedades sin Estado que sentirán la necesidad de recordar
a todos que "
Y
YY Y & '
Y
Y
Y
Y " (Bonald), pocos integristas en las sociedades politeístas que
prueban la necesidad de afirmar que "
Y
Y
Y
" (Saint-Vincent de Lérins), pocos letrados
en las sociedades de tradición oral defendiendo ariscarnente la letra de la tradición oral. No
es seguro que esto vaya absolutamente de suyo en las sociedades tradicionales; es cierto,
por el contrario, que esto no va de ningún modo de suyo en las nuestras.
Parece bastante lógico admitir que todas las sociedades se forman sus tradiciones
desarrollando puntos de vista sobre el pasado, que todas elevan la tradición a la altura de un
argumento y que en todas el criterio de la "auténtica" tradición no es su solo contenido,
bien hipotéticamente, bien conservado en el Estado, o bien la autoridad social de los que
han recibido la misión (o se han dado ellos mismos la misión) de velar por ella, esto es, de
usarla.
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Qué diferencia hay por tanto entre lo "tradicional" de
las sociedades de tradición oral y lo "tradicional" de las sociedades de tradición escrita?
Apoyándose especialmente en los trabajos de Goody, Pouillon (1977) aporta algunos
elementos de respuesta a esta pregunta que van al encuentro de lo que tendemos a pensar
espontáneamente.