Escolar Documentos
Profissional Documentos
Cultura Documentos
SOCIOLOGÍA Y CULTURA
Pierre Bourdieu
Para que existan gustos, es necesario que haya bienes clasificados, de “buen” o
de “mal gusto”, “distinguidos” o “vulgares”, clasificados al tiempo que
clarificantes, jerarquizados al tiempo que jerarquizantes, así como personas que
poseen principios de clasificación, gustos, que les permiten distinguir entre
estos bienes aquellos que les convienen, los que son “de su gusto”. En efecto,
puede existir un gusto sin bienes (gusto tornado como principio de
clasificación, como principio de división, de capacidad de distinción) y bienes
sin gusto. Se puede decir, por ejemplo, “Recorrí todas las tiendas de Neuchâtel
y no encontré nada que fuera de mi gusto.” Esto nos hace preguntarnos qué es
ese gusto que antecede a los bienes capaces de satisfacerlo (lo cual contradice al
adagio; ignoti nulla cupido, no se desea lo que no se conoce).
Esto nos hace preguntarnos silos bienes que preceden a los gustos (aparte,
claro, de los gustos del productor) contribuyen a formar los gustos; es la
cuestión de la eficacia simbólica de la oferta de bienes o, para ser más precisos,
del efecto de la realización en forma de bienes de un gusto particular, el del
artista.
Llegamos así a una definición provisional: los gustos, comprendidos como el
conjunto de prácticas y propiedades de una persona o un grupo, son producto
de una confluencia (de una armonía prestablecida) entre ciertos bienes y un
gusto (cuando yo digo “mi casa es de mi gusto”, estoy diciendo que he
encontrado una casa que conviene a mi gusto, donde mi gusto se encuentra a si
mismo, se reconoce). Entre estos bienes, debemos incluir, con el riesgo de
parecer chocante, todo la que es objeto de elección, de una afinidad electiva,
como los objetos de simpatía, de amistad o de amor.
Los gustos, como conjunto de las elecciones que realiza una persona
determinada, son pues producto de una confluencia entre el gusto objetivado
del artista y el gusto del consumidor. Ahora habría que comprender como es
posible que en determinado momento, haya bienes para todos los gustos
(aunque es probable que no haya gustos para todos los bienes); que los más
diversos clientes encuentren objetos a su gusto. (En todo este análisis se puede
sustituir mentalmente el objeto artístico por un bien o servicio religioso. La
analogía con la iglesia muestra así que el aggiornamento un tanto precipitado
ha sustituido una oferta casi monolítica por una oferta muy diversificada, con la
cual hay para todos los gustos: misa en francés o en latín, impartida con sotana
o con traje civil etcétera.) Para explicar este ajuste casi milagroso de la oferta
con la demanda (con la excepción que representan los casos en que la oferta
supera a la demanda), se podría invocar, como la hace Max Weber, a la
búsqueda consciente del ajuste, la transacción calculada de los clérigos con la
que esperan los laicos. Esto equivaldría a suponer que el cura vanguardista que
ofrece a los habitantes de un suburbio obrero una misa “liberada” o el cura
integrista que da misa en latín tiene una relación cínica, o al menos calculada,
con su clientela, que entran con ella en una relación de oferta y demanda
totalmente consciente; supondría que el cura está al tanto de cuál es la
demanda —no se sabe como, ya que no sabe formularse y solo se conocerá al
conocerse en su objetivación— y que hace lo posible por satisfacerla (siempre
despierta esta sospecha el escritor de éxito: sus libros tienen éxito porque se ha
apresurado a satisfacer las demandas del mercado; se sobrentiende que se
trata de las demandas más bajas, las más fáciles, las que son más indignas de
satisfacer). Se supone entonces que, por una especie de olfato más a menos
cínico a sincero, los productores se adaptan a la demanda: el que tenga éxito
será el que encuentre el vació por llenar.
Existe así una lógica del espacio de producción que hace que, quiéranlo a no, los
productores produzcan bienes diferentes. Claro que las diferencias objetivas
pueden estar subjetivamente redobladas, y desde hace mucho tiempo los
artistas, que se distinguen objetivamente, también tratan de distinguirse: en
especial, mediante la manera de ser, la forma, la que les pertenece a ellos, por
oposición al sujeto, a la función. El hecho de decir, como ve lo he dicho en
alguna ocasión, que los intelectuales, al igual que los fonemas, solo existen por
diferencia, no implica que el principio de cualquier diferencia sea la búsqueda
de la diferencia: afortunadamente, no basta con buscar la diferencia para
encontrada, y, a veces, en un universo donde la mayoría busca la diferencia
basta con no buscarla para ser muy diferente...
Así, comprender los gustos, hacer la sociología de la que tiene la gente, de sus
propiedades y de sus prácticas, es conocer las condiciones en las cuales se
producen los objetos que se ofrecen, por un lado, y por otro, las conclusiones en
las cuales se producen los consumidores. Así para entender los deportes que la
gente practica, hay que conocí sus disposiciones, pero también la oferta, que es
producto de invenciones históricas. Esto significa que en otra situación de la
oferta el mismo gusto habría podido expresarse fenoménicamente con prácticas
muy diferentes, aunque fueran equivalentes desde el punto de vista
estructural. (La intuición práctica de estas equivalencias estructuras entre
objetos fenoménicamente diferentes y sin embargo casi sustituibles, es lo que
nos permite decir, por ejemplo, que Robbe-Grilllet es para el siglo XX la que fue
Flaubert para el XIX, es decir, que los que elegían a Flaubert en la oferta de esa
época se encontrarían hoy en una posición homóloga a los que eligen a Robbe-
Grillet.)
Una vez visto como los gustos se engendran en la confluencia entre una oferta y
una demanda o, para ser más precisos, entre objetos clasificados y sistemas de
clasificación, podemos examinar como cambian estos gustos. Empezaremos
por el lado de la producción, de la oferta: el campo artístico es sede de un
cambio permanente, hasta tal punto que, como lo hemos vista, para
desacreditar a un artista, para descalificarlo como tal, basta con remitirlo al
pasado mostrando que su estilo no hace más que reproducir un estilo ya
conocido en el pasado y que, como falsificador a fósil, no es más que un
imitador consciente o inconsciente, que no tiene ningún valor porque carece de
originalidad.
Tenemos pues un primer factor de cambio. Por otro lado, ¿habrá una
continuación? Podemos imaginar el caso de un campo de producción que toma
vuelo y deja atrás a los consumidores. Esto es lo que ocurre con el campo de
producción cultural, o al menos con algunos de sus sectores, desde el siglo XIX.
También ha sido el caso del campo religioso en épocas muy recientes: la oferta
precedió a la demanda; los consumidores de los bienes y servicios religiosos no
querían llegar a tanto... Este es un case donde la lógica interna del campo
funciona en el vació, lo cual verifica mí tesis principal, es decir, que el cambio
no es producto de un intento de ajustarse a la demanda. Sin olvidar estos cases
donde existe desfasamiento, por lo general ambos espacios —el de producción
de bienes y et de producción de gustos— funcionan a grandes rasgos con el
mismo ritmo. Entre los factores que determinan el cambio dentro de la
demanda se encuentra sin lugar a dudas la elevación del nivel, tanto
cuantitativo come cualitativo, de la demanda que implica la elevación del nivel
de escolaridad (o de la duración de la escolaridad) y que hace que un número
cada vez mayor de personas entre en la competencia por la apropiación de los
bienes culturales. El efecto de la elevación del nivel de escolaridad se ejerce,
entre otras formas, por medio de lo que llamo el efecto de asignación
estatutaria (“nobleza obliga”) que determina a los poseedores de algún titulo
académico, que funciona come titulo de nobleza, a realizar prácticas —como
visitar museos, comprar un tocadiscos, leer Le Monde— que se inscriben dentro
de su definición social, o quizás podríamos hablar de “esencia social”. Así, la
ampliación general de tiempo de escolaridad y sobre todo la utilización más
intensiva del sistema escolar por parte de las clases sociales que ya lo utilizaban
mucho explican el incremento de todas las prácticas culturales (que
pronosticaba, en el caso del museo, el modelo que construimos en 1966). Se
comprende dentro de esta misma lógica que la proporción de gente que dice ser
capaz de leer partituras musicales o de tocar un instrumento se incremente
conforme nos acercamos a las generaciones más jóvenes. La manera en que el
cambio dentro de la demanda contribuye a cambiar los gustos se ve claramente
en casos como el de la música, donde la elevación del nivel de la demanda
coincide con un descenso del nivel de la oferta, con el disco (el equivalente en el
campo de la lectura seria la edición de bolsillo). La elevación del nivel de la
demanda determina una translación de la estructura de los gustos, una
estructura jerárquica, que va de lo más raro —hoy en día Berg o Ravel— a lo
menos raro —Mozart o Beethoven—; para decirlo de manera más simple todos
los bienes ofrecidos tienden a perder parte de su rareza relativa y de su valor
distintivo a medida que crece el número de consumidores a la vez dispuestos a
apropiárselos y aptos para ello. La divulgación devalúa; los bienes desclasados
ya no confieren “clase”; los bienes que pertenecían a los happy few se vuelven
comunes. Aquellos que se identificaban como los happy few por el hecho de
leer La educación sentimental, o a Proust deben acudir a Robbe Grillet o, más
allá, a Claude Simón, Duvert, etcétera. La rareza del producto y la rareza del
consumidor disminuyen en forma paralela. Así, el disco y los discófilos “ponen
en peligro” la rareza del melómano. El oponer Panzera a Fisher Diskau,
producto impecable de la industria del microsurco, al igual que otros opondrían
Mengelberg a Karajan, es una forma de reintroducir la rareza abolida. Con esa
misma lógica, podemos comprender el culto por los discos de pasta o por las
grabaciones hechas en directo. Se trata en todos estos cases de reintroducir la
rareza: no hay nada más común que los valses de Strauss, pero ¡qué
encantadores resultan cuando están grabados por Fürtwangler! Y ¡Tchaikovsky
por Mengelberg! Otro ejemplo seria Chopin, quien quedo durante mucho
tiempo descalificado a causa del piano de las niñas de buena familia; ahora le
ha llegado su momento y encuentra defensores ardientes entre los jóvenes
musicólogos. (Aunque para ser prácticos se emplee en ocasiones un lenguaje
finalista, estratégico, para describir este proceso, es necesario tener presente que
estas empresas de rehabilitación son totalmente sinceras y “desinteresadas”, y
se deben esencialmente al hecho de que aquellos que rehabilitan en contra de
los que descalificaron no conocieron las condiciones contra las cuales se alzaron
los que descalificaron a Chopin.) La rareza puede entonces provenía de la
forma en que se escucha (disco, concierto o ejecución personal), del intérprete
o de la obra misma: cuando esta se ve amenazada por un lado, hay un esfuerzo
por volverla a introducir de otra forma. Y lo non plus ultra puede ser jugar con
fuego, ya sea asociando los gustos más raros por la música culta con las formas
más aceptables de las músicas populares, de preferencia exóticas, o disfrutando
interpretaciones estrictas y sumamente controladas de las obras más “fáciles” y
más amenazadas por la “vulgaridad”. Ni qué decir que los juegos del
consumidor coinciden con algunos de los juegos de los compositores, como
Mahler o Stravinsky, quienes también pueden gozar jugando con fuego al
utilizar en segundo grado músicas populares, o incluso “vulgares” tomadas de
la revista de variedades o de la charanga.
Estas no son más que algunas de las estrategias (por lo general inconscientes)
con las que los consumidores defienden su rareza defendiendo la rareza de los
productos que consumen o su forma de consumo. De hecho, la más elemental y
sencilla consiste en eludir los bienes divulgados, devaluados. Por una encuesta
realizada por el Instituto Francés de Demoscopia en 1979, sabemos que hay
compositores como Albinoni, Vivaldi o Chopin, cuyo “consumo” aumenta
conforme uno se acerca a las personas de mayor edad y también a las de
escolaridad más baja: las músicas que ofrecen son a ha vez superadas y
desclasadas, es decir, banalizadas, comunes.