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La Resurrección de Cristo es un hecho ocurrido en la historia, del cual los apóstoles han sido
testigos, no inventores, que no permite un simple retorno a nuestra vida terrena: es la más grande
“transformación” jamás ocurrida, el “salto” decisivo hacia una dimensión de vida profundamente
nueva, la entrada en un orden decididamente distinto, que se refiere ante todo a Jesús de Nazaret,
y con Él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero.
Por eso, la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el
comienzo hasta el final de los tiempos.
Se trata de un gran misterio, el misterio de nuestra salvación, que encuentra en la resurrección del
Verbo encarnado su cumplimiento y, juntamente, la anticipación y las arras de nuestra esperanza.
Pero el centro de este misterio es el amor, y solamente en la lógica del amor, éste puede ser
considerado y, en cierto modo, comprendido: Jesucristo resucita de entre los muertos porque todo
su ser es perfecta e íntima unión con Dios, que es el Amor verdaderamente más fuerte que la
muerte.
Él era una sola cosa con la Vida indestructible y por tanto podía dar la propia vida dejándose
matar, pero no podía sucumbir definitivamente a la muerte: en concreto, en la Última Cena, Él ha
anticipado y aceptado por amor la propia muerte en cruz, transformándola así en el don de sí, ese
don que nos da la vida, nos libera, y nos salva.
Su resurrección ha sido, pues, como una explosión de luz, una explosión del amor que rompe las
cadenas del pecado y de la muerte.
Ella ha inaugurado una nueva dimensión de la vida
y de la realidad, de la cual emerge un mundo nuevo, que
continuamente penetra en nuestro mundo, lo transforma y
lo atrae hacia sí. Todo ello se realiza concretamente a
través de la vida y el testimonio de la Iglesia; es más, la
Iglesia misma constituye la primicia de esta transformación,
que es obra de Dios y no nuestra. Ella viene a nosotros
mediante la fe y el sacramento del Bautismo, que es
realmente muerte y resurrección, renacer, transformación
en una vida nueva. Es lo que resalta san Pablo en la carta a
los Gálatas: “Ya no soy yo, sino Cristo quien vive en mí”
(2,20).
Así ha sido cambiada mi identidad esencial y yo
continúo existiendo solamente en este cambio. Mi propio
yo me es quitado y viene introducido en mí un nuevo
sujeto más grande, en el cual mi yo está nuevamente, pero
transformado, purificado, “abierto” mediante la inserción
en el otro, en el cual adquiere su nuevo espacio de
existencia.
MANIFIESTO EN MI HOGAR MI FE A
JESUSCRISTO
La vida de un cristiano no es más fácil que la
de un ateo o agnóstico, por el hecho de tener fe:
le vienen las mismas enfermedades, los mismos
dolores, las mismas preocupaciones familiares, la
misma lucha en la vida política o social, las
mismas tentaciones… Pero el hecho de creer en
Cristo resucitado, y en la resurrección por El
prometida, sí da otra dimensión, otra relatividad
de ciertas cosas, otro ánimo positivo para
enfrentar situaciones que de otra manera podrían
parecer absurdas.
Cristo ha resucitado, vivamos con alegría
interior que se refleje en nuestros rostros, en nuestra vida en nuestros hijos, amigos y transmita un
poco más de ilusión y ganas de vivir a nuestro mundo.
Ala vez, confesando nuestra fe en la Vida, que es Cristo, como él mismo nos recordó (“yo soy la
Resurrección y la Vida”), nuestra visión del mundo tiene que ser positiva: tenemos, no sólo que
condenar la muerte, la violencia, los atentados, todo lo que representa tinieblas y destrucción de la
vida de cualquier manera, sino que, sobre todo, tenemos que vivir la vida y defenderla de forma
positiva: respetar la vida, hablar a favor de la misma, contagiar esperanza, procurar la
reconciliación, trabajar por un mundo más humano y mejor en colaboración con otros muchos
cristianos que sienten los mismos valores, y con cualquier persona que quiera colaborar en la defensa
de la vida, de la naturaleza y en el trabajo por la justicia, aunque no profese la misma fe que
nosotros.
No dejes escapar este tren, móntate en él, viajaremos con Cristo resucitado, llevando vida,
esperanza, ilusión a nuestro alrededor. Cuantos más seamos en esta Misión, mayor bien podremos
reportar a nuestros compatriotas, con vecinos y hermanos. Si creemos en Cristo Resucitado,
pongamos medios para prepararnos y anunciarlo, y esto, en comunidad, que es más efectivo.
La Biblia explica que por haber sufrido Jesús el castigo de nuestros pecados, Dios ya no se recuerda de
ellos ni nos los echa en cara. «Perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado», dice
en Jeremías 31:34.
Nuestra salvación es un don de Dios (Efesios 2:8), aunque a Jesús le costó una enormidad. Gracias a
Dios, nosotros nunca tendremos que sufrir esos padecimientos. No me refiero solamente a la crucifixión
y el dolor físico, sino también a la agonía mental, espiritual y anímica que lo embargó al pensar que
Dios lo había abandonado. «Dios mío, Dios mío clamó desde la cruz, ¿por qué me has desamparado?»
(Mateo 27:46). ¿Lo había desamparado Dios? Sí, momentáneamente, para que pudiera morir como un
pecador, separado de Dios. A ese precio compró nuestra salvación. Sólo Él podía hacerlo. Nos amaba
tanto que estuvo dispuesto a sufrir ese tormento por nosotros, para que obtuviéramos perdón y
salvación. ¡Eso sí que es amor!
SIMBOLOS DE LA PASCUA